Jamás un rey había sido coronado fuera de la ciudad sagrada de Menfis, capital del antiguo Egipto, pero Ahsted había sacado más de lo que quería y pensó que colocar aquella corona fuera de Menfis le restaría credibilidad y prestigio a Ptolomeo XII, de modo que accedió a aquella petición y se desplazó él mismo para llevar a cabo la ceremonia.

En el mes tercero de Ajet[20] del año 76 a. n. e. Ptolomeo XII era coronado en la ciudad de Alejandría con la presencia de toda la casta sacerdotal egipcia como prueba de su conformidad. Pasaba a ser reconocido tanto por Alejandría como por el resto del Nilo y aseguraba el trono de forma incuestionable para el pueblo egipcio y para el pueblo griego.

Pero Roma tenía algo que decir sobre este nombramiento y a principios del año 75 a. n. e. el senado envió una embajada encabezada por Quinto Aurelio Estrabón para reclamar el reino de Egipto como una provincia romana más, en base a un supuesto testamento de Ptolomeo XI Alejandros II, depositado en el templo de Vesta antes de que este accediese al trono.

Si bien era cierto y conocido por todos que Alejandros II estuvo exiliado en Roma antes de casarse con su tía Benerice III y acceder al trono para su corto reinado de dieciocho días, nadie había oído hablar de ese testamento ni se conocía en qué circunstancias fue redactado, por lo que imperó la prudencia y la delegación romana fue recibida con todos los honores y con la intención de discutir aquel entramado tema de forma amigable.

Sobornar a Quinto Aurelio para que abandonase Alejandría sin mayores pretensiones era fácil, pero sobornar a todo el senado para que olvidase aquel asunto no era tan sencillo.

Quinto Aurelio descendió de un trirreme seguido por una escolta de seis lictores portando sus fasces[21] y hachas, prueba del imperium de propretor[22] del enviado y muestra de la importancia que daba el senado a aquella embajada.

El romano fue conducido al palacio real sin mostrar demasiada ostentación. Aunque la riqueza de Egipto era conocida desde el mar Atlántico al río Indo, los Ptolomeos preferían disimular ante este tipo de delegaciones extranjeras para evitar problemas y hacer ver que esa riqueza era fruto de habladurías y leyendas. Quinto Aurelio Estrabón fue agasajado simplemente con chucherías y vino, más del gusto de los romanos que la cerveza, antes de reunirse en el salón del trono con Ptolomeo XII.

Sin embargo, en aquel salón se hacía imposible ocultar la riqueza de Egipto. Cuando Quinto Aurelio accedió a aquella estancia, el rey, junto con Cleopatra Trifena, permanecían sentados en sendos tronos de oro macizo más altos que un hombre y que simulaban la forma de la cabeza de un áspid. Trifena lucía un collar de perlas del tamaño de huevos de codorniz y estaba tocada con dos cuernos de marfil rectos entre los que tintineaban dos discos de oro. Iba ceñida en una túnica de seda rosa en la se habían engarzado rubíes y esmeraldas verdes y azules con hilos de oro.

Ptolomeo XII vestía lino blanco, presentaba un casco de oro y colgaba de su cuello una cruz de vida jalonada de diamantes. Ambos estaban descalzos.

El salón del trono estaba diseñado para asombrar a las visitas, las paredes estaban recubiertas de planchas longitudinales de oro y de oro blanco, talladas en dos dimensiones con escenas de las vidas de los grandes faraones del antiguo imperio y todo el techo estaba salpicado de piedras preciosas aquí y allá. Solo en aquella sala había infinitamente más riqueza de la que Quinto Aurelio Estrabón poseía contando todas sus tierras, negocios y esclavos. El romano, que como su nombre indicaba era bizco, no sabía dónde posar sus desordenados ojillos a pesar de haberse prometido a sí mismo no dejarse impresionar.

Junto al rey permanecían Caleb y Janib, el alto funcionario del tesoro que había sido nombrado directamente por Ahsted desde Karnak, vestía con la indumentaria habitual y rigorosa de su orden, lino blanco inmaculado sin tratar y completamente depilado, sin joyas ni otros ornamentos. Fue quien tomó la palabra:

—Noble Quinto Aurelio Estrabón, embajador del senado del pueblo de Roma, el rey Ptolomeo XII y la reina Trifena os dan la bienvenida a Egipto.

—Os lo agradezco…. —Estrabón desconocía el nombre de aquel funcionario y no había traído a aquella expedición a su nomenclátor[23], de modo que se trabó antes de continuar—. No son asuntos fáciles los que me traen a Alejandría y deseo parlamentar directamente con el rey —dijo mostrando todo la arrogancia posible y recogiendo sobre su mano derecha los pliegues de su toga senatorial ribeteada en púrpura.

Ptolomeo XII resopló con aire cansino mientras intentaba adivinar donde fijaba su mirada el romano.

—Bien, Quinto Aurelio, podemos oíros. Hablad —intervino tras un breve silencio Ptolomeo XII.

—Es mi deber informaros de que vuestro predecesor en el trono dejó testamento firmado legando a Roma el reino de Egipto junto con diferentes riquezas consignadas en los templos de Rodas, Creta y Cos. —Estrabón no se anduvo con rodeos, hizo una señal a uno de los miembros de su delegación que le hizo llegar el testamento firmado y sellado por Ptolomeo XI Alejandros II y se acercó para mostrárselo al rey. Fue Caleb quien se adelantó para tomar y examinar el documento.

La firma y sellos reales no dejaban lugar a dudas, el testamento era autentico aunque quedaba por determinar en qué condiciones había sido redactado.

Caleb, pasó el documento a Janib y dijo:

—Quinto Aurelio, entenderéis que debemos estudiar con detenimiento este asunto, verificar su autenticidad y su validez. —A Caleb se le había acelerado el pulso y la respiración y miraba de reojo a Ptolomeo y Trifena que a su vez miraban al romano. Nadie sabía dónde miraba este.

—Por supuesto, —contestó Estrabón—, el senado del pueblo de Roma espera vuestra contestación, pero pretendo pasar unas semanas en Alejandría, por lo que podéis hacer vuestras indagaciones.

—¡Fantástico!, —celebró el rey—. Podemos dar por concluida la recepción y vernos en un tono menos formal al atardecer para celebrar vuestra llegada como se merece.

Estrabón asintió complacido mientras Cleopatra Trifena miraba asqueada a su hermano y marido por mostrarse tan afable con quien pretendía sacarles del trono de Egipto. Pero a Ptolomeo XII nada le importaba menos que las miradas y opiniones de su hermana y nada le gustaba más que una fiesta, además pensaba que tan solo necesitaba sobornar a aquel romano para solucionar el problema, dijese lo que dijese aquel testamento firmado por su primo Alejandros II.

Caía el sol al oeste del Nilo cuando el rey llegó a la estancia escogida para agasajar y entretener a Estrabón.

Se habían dispuesto tres camillas, una de ellas por si aparecía la reina, sobre un podio de cedro rodeado de un canal de agua de dos puños[24] de ancho que refrescaba notablemente el ambiente.

Frente al podio principal había otra serie de camillas para el resto de invitados y entre ellas un espacio donde nada más acomodarse Ptolomeo XII, se inició la representación de Ifigenia en Áulide[25] llevada a cabo por actores griegos. Los sirvientes comenzaron a traer viandas regadas con cerveza en abundancia, mientras la estancia permanecía en silencio atenta a la representación. El tiempo se hizo eterno para Estrabón que era poco aficionado al teatro y andaba más atento a la oronda figura de una invitada recostada sobre una camilla a unos pasos de él. Tan solo Caleb, reparó en aquel interés y ordenó inmediatamente que se facilitase el acceso del romano a aquella mujer de nombre Atenas y que resultó ser hermana de Áureo, el público amante de la reina Cleopatra V Trifena que tan solo debía tener la preocupación de no provocar un embarazo para poder continuar su relación. Para ello usaba tripas de animal atadas en uno de sus extremos como funda para su pene. Las tripas, transmitían el calor corporal y mantenían su semen alejado de la reina.

Atenas era más alta que muchos hombres y debía pesar lo mismo que un caballo, era inmensa, rubia y de ojos verdes acristalados. Solía vestir de negro para disimular su figura y para la ocasión estaba tocada con una tiara de oro blanco y pequeñas gemas. Por suerte para Caleb estaba aún soltera y tenía un voraz apetito sexual.

Tras acabar la representación de la tragedia, en el podio principal Ptolomeo XII hacía torpes intentos por conversar con Quinto Aurelio Estrabón.

—Contadme, —decía el rey—. ¿Cómo está Roma?, ¿Cómo está el gran Sila?

—Sila está muerto, majestad.

Ptolomeo tragó con dificultad su cerveza y volvió a la carga.

—¿Quién dirige ahora los designios de Roma tras la muerte del dictator[26]?

—El senado, claro. El gobierno de la República recae en el senado del pueblo de Roma a través de sus cónsules electos.

—Interesante. ¿Y quién elige a los senadores?

—Al senado se accede por alcurnia o por méritos militares, majestad. Son los hombres más importantes de las familias más importantes de Roma o sus más valientes soldados los que lo componen.

—Una especie de realeza, entonces —inquirió Ptolomeo XII, algo aburrido.

—¡Jamás! —denegó Quinto Aurelio ofendido—. Roma expulsó a sus reyes hace muchos años.

La conversación debió seguir pero los dos hombres se quedaron observando como Caleb acercaba a la inmensa Atenas al podio principal y hacía las presentaciones.

El eunuco dispuso una cuarta camilla en aquel espacio para que el romano pudiese charlar con la cortesana mientras el rey se concentraba en emborracharse sin echar en falta compañía alguna.

La que debía estar siendo su compañía, Cleopatra V Trifena, estaba junto a Janib y Áureo intentando encontrar una artimaña legal que invalidase el testamento de Alejandros.

—No sabemos si lo firmó bajo coacción —decía Janib.

—¿Que no lo sabemos? Por supuesto que lo sabemos. Alejandros estaba exiliado en Roma y mantenido por Sila, ¿cómo si no haría algo así? —decía la reina.

—Alejandros II no creía en los ritos y religión egipcias, igual le daba lo que ocurriese con el reino al morir. Pudo dejar Egipto en herencia a Roma, no me sorprende —intervino Áureo que, con poco más de veinte años, era uno de los personajes más influyentes de la corte.

—No me importan las circunstancias de la firma, me importa cómo lo libramos de este testamento —dijo Trifena.

—Librarse será difícil —comenzó a decir Janib—. Estrabón no ha venido a informarnos, ha venido a tasar la riqueza del reino para informar al senado y cuando lo haga, estos no querrán renunciar a anexionarnos como una provincia más. Por eso dice que estará aquí unas semanas. La cuestión es, ¿podemos sobornar a este hombre, contentar al senado y evitar que envíe a sus legiones a reclamar lo que considera suyo? El testamento les lega también las riquezas consignadas en Creta, Rodas y Cos, si cedemos en este punto, el senado podría olvidarse de nosotros. En este momento Roma libra guerras en Hispania contra Sertorio y en oriente contra Mitriades VI del ponto y no querrá abrir un frente más.

—Recuerda que Cos ya fue esquilmada precisamente por Mitriades del Ponto, no nos queda nada allí —intervino Áureo.

—Cierto, pero entre Creta y Rodas atesoramos cuatro mil talentos de oro, ¿será suficiente para Roma?

—Roma nunca tiene suficiente, Janib —dijo la reina—. Compremos la voluntad del romano para que hable en nuestro favor en Roma, ceded el tesoro de las islas y aleguemos que el testamento fue firmado cuando Alejandros II aún no era rey y por lo tanto no podía disponer del reino.

—Pobre argucia legal, mi reina. No era rey pero acabó siéndolo aunque fuese tres semanas, por lo tanto su voluntad es legítima.

—Aciagas y tristes tres semanas —dijo Janib con la mirada perdida.

—No convenceremos con la argucia, pero sí calmaremos al senado con el oro de Rodas y Creta si conseguimos que Estrabón silencie lo que ha visto aquí. Los romanos son legalistas y corruptos al mismo tiempo, la mera impugnación del testamento nos hará ganar tiempo en los tribunales de Roma y cada día que pase nos consolidaremos en el trono —sentenció Cleopatra V Trifena.

—Y siempre podemos armar un ejército, mi reina —dijo Áureo.

—¿Contra Roma? —intervino Janib—. Noble Áureo, sabed que la guerra es el negocio que mejor conoce Roma. Si nos alzamos en armas nos aplastaran y arrasaran el reino. Hay que negociar, sobornar, entretener y comprar voluntades. Nada más puede hacerse.

—La guerra es lo último —dijo la reina antes de besar en los labios a Áureo para calmar su ímpetu y dar por acabada aquella reunión—. En la próxima audiencia mostraremos nuestra intención de impugnar el testamento, averiguad antes cómo comprar la voluntad del romano.

El romano Quinto Aurelio Estrabón ya estaba siendo comprado con los encantos de la voluminosa Atenas que se dejaba hacer por el extranjero mostrándose dócil y zalamera mientras comía pequeños bocados de pollo con especias.

Janib y Áureo informaban a Caleb del resultado de su reunión mientras Trifena se unía a la fiesta junto al abotagado Ptolomeo XII que ya acusaba el exceso de cerveza.

—Enterrémosle en oro y ofrezcámosle a mi hermana Atenas como esposa, concubina, sirvienta o esclava si hace falta —decía Áureo preocupado como siempre por Cleopatra Trifena y viendo como su hermana tonteaba con Estrabón.

—Cien talentos serán suficientes —dijo Janib—. Quinto Aurelio no es un hombre muy rico, además siempre podrá venir a por más.

—Cien talentos para el hombre y cerca de cuatro mil para Roma —titubeaba Caleb.

—Y una hermana —añadió Áureo.

—Bien. Preparadlo —sentenció Caleb mirando a Janib convencido.

Ptolomeo XII, ya era conocido en toda Alejandría como “Auteles” por su afición a tocar la flauta en fiestas y recepciones cuando el alcohol hacia mella en él y esta ocasión no iba a ser menos. De repente rebuscó en la camilla su flauta e inició el acompañamiento de los músicos de la fiesta que marcaba el inicio de la parte menos decorosa de las celebraciones de palacio.

Poco tardó Cleopatra V Trifena en retirarse a sus habitaciones seguida por Áureo y el eunuco Caleb, mientras el rey se agachaba a fingir que tocaba su flauta sobre el pene erecto de un efebo y Atenas depositaba sus pechos sobre la cara de Estrabón. Los sirvientes comenzaron a retirar mesillas con bandejas de comida y a traer pastelitos y más alcohol. Las invitadas iban perdiendo ropa y decencia y requerían los servicios de algunos sirvientes en quienes ya se habían fijado previamente, solicitando sexo oral sin inmutarse, mientras sus maridos yacían con jóvenes de ambos sexos que accedían a la estancia para la ocasión. Estrabón, entretenido y casi aprisionado bajo el peso de Atenas, buscaba con su incalificable mirada al resto de romanos que se dejaban hacer igualmente aquí y allá. Si todos caían en la tentación nadie podría acusarle de conducta impropia de un senador de Roma. Y todos caían en una u otra tentación, Ptolomeo XII “Auteles” era un inútil gobernante, pero sabía organizar una fiesta y llenarla de las perversiones suficientes para tentar a cualquiera.

Tres días después, Estrabón despertaba en sus aposentos sin saber muy bien como había llegado allí. A su lado, bajo una sábana de seda estaba Atenas que, hinchada por el alcohol, dormida y tumbada, le pareció el monte Vesubio. Al incorporarse fue consciente del tremendo dolor de cabeza que tenía y vislumbro la oronda figura de Caleb a la entrada de la estancia.

—No apreciáis mucho la intimidad de un hombre, Caleb.

—Noble Quinto Aurelio, tenemos que hablar —dijo Caleb como única contestación.

Estrabón fue puesto al día de las intenciones de impugnar el testamento y de los tremendos beneficios que supondría para él silenciar las riquezas vistas en Egipto en aquellos días. El romano, estuvo encantado de llevarse a Atenas consigo, recomendó al mismísimo Marco Tulio Cicerón para impugnar el testamento de Alejandros II en Roma, y prometió minimizar lo visto en Egipto con la única condición de duplicar su parte. Doscientos talentos de oro depositados a sus banqueros en Roma y la promesa de no volver a Egipto pues viajes continuos para ser sobornado podrían hacer sospechar al senado.

Ptolomeo XII “Auteles” descansaba en una camilla mirando al Nilo cuando Caleb le pidió que se preparase para una audiencia en el salón del trono con Estrabón, a lo que el rey contestó:

—Imposible, se reclama mi presencia en una imprescindible cata de vinagres.

Como siempre, Auteles intentaba evitar las labores de gobierno por importantes que estas fuesen, sin embargo en aquella ocasión, Caleb consiguió convencer al rey y una vez estuvieron acomodados en el salón del reino, Janib llevó a cabo la treta de informar a Quinto Aurelio de que parte del testamento era ilegal por legar posesiones que no eran de Ptolomeo Alejandros II en el momento de la firma.

“Pobre argumento” ——Pensó Estrabón mientras alzaba exageradamente el cuello para mirar al techo… Janib se alivió al pensar que ahora sí sabía dónde estaba mirando Estrabón.

—Por otra parte —continuaba Janib—, Alejandros II sí que pudo legar a Roma sus depósitos de Creta, Rodas y Cos y no nos opondremos a que pasen a formar parte del tesoro de Roma, si esta era su voluntad consignada ante Vesta.

Quinto Aurelio Estrabón regreso a Roma pasando por Creta y Rodas a recoger el oro y se entretuvo cuanto pudo para perder entorno a nueve días y simular que había pasado también por Cos. Apenas tres meses después de haber partido de Roma para aquella embajada, regresaba rico, con una mujer a la que pensaba hacer su esposa y aumentando notablemente su fama y prestigio al ingresar en el tesoro los casi cuatro mil talentos de oro de Egipto. Cumplió su palabra y silenció las tremendas riquezas de las que disponía Egipto en su informe ante el senado, dejando que continuasen los rumores sin confirmar. Después asesoró discretamente a los enviados de Caleb sobre como impugnar el testamento de Ptolomeo XI Alejandros II. El senado quedó complacido ante la posibilidad de cuantiosos sobornos y la anexión de Egipto como provincia romana quedaba en pausa momentáneamente, aunque personajes como Craso no se olvidaban de ella.

El ocaso de Alejandría
titlepage.xhtml
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_000.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_001.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_002.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_003.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_004.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_005.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_006.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_007.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_008.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_009.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_010.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_011.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_012.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_013.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_014.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_015.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_016.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_017.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_018.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_019.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_020.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_021.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_022.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_023.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_024.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_025.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_026.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_027.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_028.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_029.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_030.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_031.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_032.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_033.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_034.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_035.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_036.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_037.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_038.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_039.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_040.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_041.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_042.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_043.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_044.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_045.html