En el quinto día del mes segundo de Ajet[56], llamado octobris por los romanos, dos sacerdotes del templo de Karnak, ataviados con su peculiar túnica acampanada que cubría desde los pectorales a los tobillos y totalmente depilados de la cabeza a los pies, comenzaban a pasar controles de seguridad romanos y alejandrinos portando un regalo para Cayo Julio César. Una riquísima alfombra hilada con los más nobles tejidos de Tebas, algodón del Nilo, lino, hilo de oro y sedas.
César, al ser informado del presente, asistía divertido al registro y revisión de los dos sacerdotes por parte de sus lictores, mientras miraba el objeto enrollado con los extremos protegidos por fundas de mimbre trenzado.
Cuando la guardia personal del dictator dio por buenas las intenciones de los dos rasurados, estos se dispusieron a desenrollar el regalo, cortaron los remates de mimbre y extendieron la tela con delicadeza sobre el suelo de mármol del recinto.
Cuando apenas la mitad de lo que parecía una larga alfombra se había desenrollado, emergió de ella una figura femenina menuda que se sentó sobre sus muslos mirando al suelo e intentando recuperar el aliento. Los veinticuatro lictores de César echaron mano a sus gladium y algunos de ellos llegaron a desenvainarla amenazantes, avanzando hacia la desconocida rápidamente. Esta lentamente se levantó del suelo, colocó su melena ordenadamente sobre sus hombros, secó su rostro húmedo por el sudor con el reverso de sus manos, intentó, con poco éxito, deshacer las arrugas de su túnica, y finalmente alzó el rostro hacía Julio César y dijo:
—Soy Cleopatra VII, reina de Egipto y faraón del Nilo. —La reina hizo una pausa y con un tono infantil, interesado y divertido añadió: — ¿me habéis hecho llamar?
Cayo Julio César reía abiertamente mientras sus hombres se retiraban de la muchacha que los había burlado. Cleopatra le miraba divertida sabiendo que había agradado al dios César. Pudo observar rápidamente a un hombre de unos cincuenta años, cuyo cabello, anteriormente rubio, era ahora plateado. Se peinaba exageradamente hacia adelante intentando tapar un calva que llegaba ya a la mitad de su cráneo. Tenía los ojos azul claro, su toga praetexta dejaba ver fuertes brazos y pantorrillas. No había rastro de barriga o papada. Aquel hombre se mantenía en forma y Cleopatra lo encontró ciertamente atractivo.
—Muy bien, joven reina, una argucia encomiable, me alegra conoceros al fin. —dijo César pensando que era la primera vez que conseguía hablar con un Ptolomeo sin tener que dirigirse a uno de aquellos eunucos, tutores, pedagogos o niñeras. Además era muy hermosa. Ojos negros, labios carnosos, pómulos muy marcados y una figura delgada marcada por dos pechos que al romano le parecieron muy apetecibles.
César se volvió al jefe de sus lictores, Cayo Licinio y le dijo:
—Avisad al niñato odioso y a la gritona y sus secuaces de que la reina ha llegado, en una hora podremos reunirnos todos. —Y añadió:— Licinio, que todos los hombres que estaban de guardia hoy entre la puerta del palacio real y esta habitación sean azotados veinte veces por este fallo en los controles de acceso.
Cuarenta y cuatro legionarios fueron castigados por la estratagema de Cleopatra VII con la alfombra.
En poco menos de una hora se habían dispuesto cuatro sillas iguales formando un semicírculo frente a la silla curul de César. Todas a la misma altura aunque evidentemente presididas por la del romano.
Los cuatro hermanos Ptolomeos ya estaban en el patio rectangular porticado abierto que daba al mar, acompañados de Potino, Ganimedes y algún otro indeseable desconocido para César, cuando este accedió al recinto acompañado por parte de sus lictores. Tomo asiento en su silla curul, adelantó la pierna derecha, dejando la izquierda bajo su silla como mandaban los cánones de compostura romanos e ironizó:
—Bienvenidos a la trigésimo octava conferencia de paz Ptolemaica de este lustro.
Ninguno de sus interlocutores se atrevió siquiera a sonreír, por lo que prosiguió.
—Tengo en mi poder el testamento de vuestro padre Ptolomeo XII “Auteles” y voy a hacerlo cumplir. Vuestro padre ordenó que gobernasen Cleopatra y su hermano Ptolomeo XIII bajo la tutela de Roma y eso es lo que va a ocurrir aquí.
—Yo soy la reina de Egipto y tú no eres quien para negar mis derechos. —interrumpió Arsinoe desafiante.
—Pequeña princesa gritona Arsinoe —comenzó Julio César—. Yo pongo y quito soberanos en todo el mundo y tú obedecerás mis órdenes, además tengo un trono para ti: Chipre. —César hizo una pausa buscando reacciones que no encontró—. Chipre fue anexionada a Roma por decreto del senado y yo voy a deshacerlo y a devolvéroslo como era el deseo de vuestro padre. La pequeña princesa gritona gobernará allí como sátrapa de Egipto junto con Ptolomeo XIV.
—¡Pero si esta hechizado! —interrumpió Arsinoe haciendo honor al apodo que se había ganado.
César se volvió hacia Cayo Licinio y le dijo:
—Licinio, os hago responsable del silencio de la pequeña princesa gritona, puedes usar los medios que consideres oportunos para que yo no vuelva a oír su voz en esta reunión.
El legionario avanzó hacia Arsinoe y al llegar a su altura ella comenzó a decir desafiante:
—Si me tocas, ordenaré…
Arsinoe no pudo acabar la frase, recibió tres bofetadas por parte de Licinio y la tercera de ellas la tiró al suelo. El propio legionario la recogió y volvió a sentarla en la silla. Arsinoe sangraba por el labio superior y estaba aterrada pues nunca antes nadie la había agredido y mucho menos con la fuerza y la falta de miramientos de aquel legionario romano que, sin perder tiempo, sacó un pañuelo del interior de su coraza de cuero y amordazó a la muchacha.
Ganimedes miraba al suelo furioso por el trato que se estaba dando a su protegida. El niño rey Ptolomeo XIII tenía lágrimas en los ojos. Potino fingía que no estaba pasando nada. Cleopatra VII sonreía con malicia y Ptolomeo XIV “el hechizado” miraba al horizonte intentando ver a algún animal volador, pues le fascinaban.
—Bien, mucho mejor —continuó César—. Vosotros dos gobernaréis en Alejandría y licenciaréis a vuestros respectivos ejércitos. Yo me quedaré aquí unos meses para tutelaros hasta que todo quede en orden —sentenció mirando a Ptolomeo XIII y a Cleopatra que era la única que la mantenía la mirada—. Podéis marcharos todos… en silencio, Arsinoe.
Potino abandonó aquel patio sin esperar a Ptolomeo XIII y antes de que cayese la tarde enviaba un mensajero al galope a Pelusium para que Aquilas movilizase todo el ejército para tomar Alejandría por la fuerza.
En un intento por aparentar normalidad, aquella noche Cleopatra organizó una de las míticas recepciones egipcias en honor de sus invitados romanos. La reina había reinstaurado a buena parte de su corte, que se encontraba escondida en Alejandría y acudió al palacio real en cuanto se difundió la noticia de su retorno. Iras, Charmión, el chambelán mayor y sus nobles leales estaban allí.
Para la ocasión se había elegido la explanada de mármol blanco que unía el salón de recepciones con el puerto privado del palacio real. Se instalaron dos camillas sobre un podio de cedro decorado con figuras egipcias clásicas en dos dimensiones que representaban a diferentes personajes siempre de perfil y ricamente policromadas. A la derecha del podio se situaron otras dos camillas, de forma que también presidian la estancia pero desde una altura menor.
El resto de camillas se distribuyeron a lo largo y ancho de aquella explanada, colocando siempre sobre ellas pequeños toldos de algodón anaranjado. Los invitados se situarían más o menos cerca del podio principal por orden de importancia.
Aunque lo natural hubiese sido que las camillas que dominaban la estancia fuesen ocupadas por Cleopatra y Ptolomeo XIII, fue Cayo Julio César el primero de los asistentes al que se invitó a ocupar una de las dos camillas ubicadas sobre el podio de cedro. César, que no había olvidado el episodio de Pompeyo orquestado por Potino, aprovechó la ocasión de agraviar al niño rey con aquel insulto.
Cleopatra VII tenía un talento innato para el espectáculo y decidió hacerse esperar. Los sirvientes comenzaron a pasar bandejas con huevas de mújol, loto y papiro comestible. Cerdo y ternera asados, aves al horno, diferentes pescado en salazón acompañados de cerveza, shedeh y vino aguado.
Unos pocos músicos acompañaban la velada a los que se unió la bella Iras tocando el arpa. En general había un ambiente distendido salvo en las dos camillas ocupadas por Ptolomeo XIII y Arsinoe, secundados por Potino y Ganimedes, a los que César miraba de reojo desde lo alto de aquel podio mientras pedía que aguasen en exceso el vino que iba a consumir, pues no le gustaba nublar sus sentidos.
El Estado Mayor de César estaba reclinado sobre sus camillas cerca de su general y César estuvo a punto de levantarse en un par de ocasiones para sentarse con ellos, pues se estaba aburriendo solo en aquel estrado, pero entonces Cleopatra VII hizo su aparición.
No hubo anuncio alguno o cambios en el ambiente musical que advirtiesen de su llegada. Tan solo se elevó un murmullo cuando la reina comenzó a bajar los treinta escalones que daban acceso a la explanada. Cleopatra lucía un vestido de seda blanco con dos grandes aberturas hasta cada uno de sus muslos, lo que hacía que al andar, la parte central del vestido quedase entre sus piernas. La prenda tenía transparencias en forma de uve desde el ombligo hasta su cuello y el corte entre la seda tupida y la transparencia pasaba por la mitad de cada uno de sus pechos. Los brazos quedaban descubiertos desde los hombros y los había adornado con sendos brazaletes de oro por encima de los codos. Llevaba la melena recogida sobre el lado derecho de la cabeza, dejando a la vista un pendiente de rubíes con forma de escarabajo en su oreja izquierda. No llevaba corona, tiara ni cetro, aunque sí varias pulseras de oro macizo y anillos con piedras preciosas. Como casi siempre iba descalza. Un tenue maquillaje al estilo griego, mucho más suave que el estilo egipcio, hacía que la reina hacía que la reina atrajera todas las miradas.
César no podía dejar de mirarla y ella se dirigía directamente al podio mirando la disposición de las camillas, a sus invitados o al mar en calma en el horizonte, procurando no cruzar la mirada con el romano hasta que estuvo a su lado.
—Joven reina Cleopatra, ya pensaba que no acudiríais a vuestra propia fiesta —dijo César a modo de bienvenida disimulando su embelesamiento.
—Disculpadme noble César, tengo una corte que recomponer y tan solo llevo medio día aquí. Asuntos de estado requerían mi atención.
—Nada me complace más que volváis a gobernar… salvo vuestra compañía, Cleopatra.
La reina sonrió halagada sabiendo que su entrada y atuendo habían surtido el efecto deseado. Mientras, se acomodaba en su camilla y cruzaba una mirada de asco con su hermano Ptolomeo XIII al que sabía que estaba humillando al dejarlo fuera del podio presidencial.
Cleopatra iba a tomar cerveza fermentada con dátiles pero al observar que su acompañante bebía vino, se decidió por la misma opción, aunque en su caso sin aguar.
La reina quería saber sobre la vida en Roma, su gobierno y sus costumbres y César se mostraba encantado de instruir a su joven anfitriona. Conforme avanzaba la noche y el alcohol iba haciendo estragos en los invitados, los niños se retiraron, incluido el rey y la fiesta fue tomando el cariz sexual que se esperaba de ella. Arsinoe, aunque tenía edad para quedarse, también se retiró a una orden de Licinio, pues este no quería cargar con la insolente muchacha y tenía sus propios planes para aquella noche.
Cuando ya algunos invitados, sobre todo alejandrinos, practicaban sexo sin pudor sobre sus camillas, la reina se levantó y se mezcló entre los romanos asistentes. Comenzó a mostrarse juguetona y ardiente mientras se paseaba entre aquellos hombres, acariciaba brazos, besaba nucas y metía la mano bajo la faldilla de tiras de cuero para palpar algún pene. Todo ello mientras miraba directamente a César. Si daba la espalda al dictator unos instantes era para volverse rápidamente y descubrirle mirándola embelesado mientras ella seguía con su juego de seducción.
Al fin Cleopatra eligió a un hombre, Fambrio, miembro del Estado Mayor de Roma y le besó en los labios, le cogió de la mano y tiró de él para llevárselo a sus dependencias privadas. El romano miró a su general que negó levemente con la cabeza e inmediatamente rechazó el ofrecimiento de la soberana. Cleopatra sonrió al reconocer la orden de su verdadero objetivo y volvió junto a él, acomodándose en su misma camilla.
—¿Es que el amo del mundo me quiere para sí? —dijo Cleopatra besando en los labios a César.
El general se dejó hacer y notó su inmediata erección ante los encantos y tocamientos de la joven, mucho más lanzada que las romanas.
—No es costumbre en Roma, yacer en público de forma impúdica, joven reina.
—Pues no veo a tus hombres incomodos, noble César —respondió ella—. Pero retirémonos antes de perder esto —dijo asiendo con las dos manos el pene erecto de César a través de su toga.
César, algo encorvado para disimular su erección, y Cleopatra abandonaron la fiesta seguidos con la mirada por Potino y Ganimedes que comentaban:
—Ahora sí estamos perdidos.
—Estamos perdidos desde que decidiste matar al otro romano —dijo Ganimedes.
—Pues tendremos que matar también a este para conseguir nuestros fines. —contestó Potino.
—¿Estás loco?, ¿quieres matar al dictator de Roma y soberano del mundo en Alejandría? Todas las legiones de Roma caerán sobre nosotros si le tocamos un pelo.
—Caerán sobre Aquilas, que es quien dirige los ejércitos. Nosotros solo controlamos a los dos críos que gobernaran si muere Cleopatra y su protector.
—Roma nos convertirá en polvo, Potino. Despierta de una vez.
—Prefiero ser polvo en Alejandría que esclavo de un romano —sentenció el eunuco Potino dando por acabada la conversación.
Cleopatra y César ya accedían a la estancia privada de la reina, mientras esta dejaba caer su vestido desde sus hombros quedando totalmente desnuda.
Fuera quedaban de guardia soldados egipcios y lictores romanos.
César pudo observar que la joven no presentaba un solo vello en su sexo. Las formas perfectas de su cuerpo le parecieron irresistibles La reina casi arrancó la toga al romano y le empujó de espaldas sobre la cama mientras introducía su pene en su boca, mirándole con lascivia. César se acomodó, miro al techo decorado con pan de oro y betún de Judea y se dejó hacer.
La reina avanzó gateando sobre el cuerpo del romano hasta hacer coincidir sus sexos y se dejó penetrar con facilidad, pues lubricaba desde la fiesta. Cabalgó encima del romano mientras este masajeaba los perfectos senos de la reina, se besaron, sudaron y gimieron hasta quedar exhaustos entre las sabanas de seda púrpura de aquel lecho. Al acabar aquel primer envite, Cleopatra VII, comenzó a juguetear con el pene de César hasta conseguir otra erección. Esta vez el romano buscó la espalda de la reina y la penetró con fuerza desde detrás mientras ella permanecía apoyada sobre su antebrazo derecho y se masajeaba el clítoris con la mano libre. Ambos estallaron casi al unísono y se dejaron caer el uno sobre el otro sin que César sacase su pene del interior de la reina. Ella estaba a gusto penetrada y sintiendo el peso del romano sobre sí. Cuando el pene se escurrió entre sus piernas, la reina se esforzó por darse la vuelta bajo el romano para poder besarlo apasionadamente. César jugueteó haciendo peso muerto sobre la muchacha que apenas podía moverse pero que se encontraba enormemente complacida tras haber yacido con un dios.
Ambos se durmieron y la primera luz del amanecer despertó a Cleopatra con la cabeza apoyada sobre el pecho de su amante que permanecía boca arriba rodeándola con su brazo derecho. Miró al romano y vio que ya estaba despierto observándola en silencio.
—¿Listo para otro asalto? —preguntó divertida.
—¿Nunca te cansas, joven reina?
—Jamás —contestó ella antes de besarle.