Alejandría.

El eunuco Caleb era alto, orondo, calvo y afeminado, sin embargo eran sus ropajes, excesivamente helenos, lo que llamaba la atención de él. Se había adelantado a la comitiva real por indicación Ptolomeo XII “el Bastardo” para garantizar un recibimiento amable tras las críticas de Pelusium y el sacerdote se afanaba en comprar viandas, adornos y voluntades para que el rey percibiese una Alejandría eufórica por su llegada.

Los alejandrinos, por su parte, hubiesen jaleado la llegada de un asno, si hubiese venido acompañado de unos juegos decentes y un reparto gratuito de grano; Caleb lo sabía y conocía como influir en una población hastiada de excesivos cambios de monarca en poco tiempo. La mejor forma de sacar a aquella gente a las calles para celebrar la llegada de su nuevo rey, era decretar días festivos, regalar grano y derramar sangre de gladiador en la arena.

Para lo primero debía dirigirse al templo de Amón desde donde se gestionaba el calendario, los días de mercado o los festivos. Su llegada había sido anunciada y era esperado por el sumo sacerdote de la ciudad, Akros, que esperaba mantener una relación cordial con el legado del rey que también era sacerdote de Amón. Sin embargo, el encuentro no fue como ambos esperaban.

Akros vestía una sencilla túnica de lino blanco sin tintar y aparecía con todo el vello corporal visible absolutamente rasurado, como era costumbre entre los sacerdotes de su orden.

Caleb, aun siendo calvo, aparecía con las sienes pobladas, vello en los brazos, barba de tres días y vestía una túnica anaranjada con bordados dorados que conferían más aspecto de comerciante griego que de sacerdote.

El eunuco hizo una suave reverencia y se dirigió a su superior.

—Me pongo humildemente a vuestro servicio, sumo sacerdote Akros. — Dijo Caleb a sabiendas de que, como mano derecha del nuevo rey, estaba por encima de aquel hombre.

—Difícilmente podrías estar a mi servicio con vuestro aspecto, noble Caleb. Amón-Ra exige un decoro y atuendo que no veo en ti.

—Señor, perdonad a este viajero torpe y cansado —dijo fingiendo sumisión aunque antes de dejarse vencer por Akros añadió —Me pareció más importante cumplir inmediatamente las órdenes del rey que adecuar mi aspecto a lo que exige la orden.

Akros tenía que evitar problemas con Ptolomeo “el bastardo” de modo que concedió.

—¿En qué puedo ayudarte para cumplir esas órdenes, Caleb?

—A su majestad le gustaría conceder al pueblo de Alejandría tres días festivos para festejar su llegada, sumo sacerdote.

El propio Akros había intercedido para que el Bastardo fuese nombrado rey, le consideraba inmaduro y manejable y no vio prudente interponerse en los deseos de quien esperaba poder convertir en un títere de Karnak[5], de modo que accedió sin más objeciones no sin antes advertir a Caleb sobre su imagen en futuros encuentros y solicitar una audiencia al rey en cuanto se acomodase en palacio.

El siguiente paso era conseguir grano para repartir.

El silo estatal de Alejandría se encontraba en el inmenso faro de la ciudad, una edificación de 30 plantas[6], de base hexagonal, construido por Sóstrato de Cnido en la cercana isla de Fharo y que se había unido al continente de forma artificial, orgullo de los Alejandrinos en particular y de Egipto en general y envidia del mundo civilizado. Se aprovechó el interior de la inmensa estructura para almacenar el grano que se descargaba directamente desde el puerto de la ciudad y quedaba a salvo de pillaje e incendios.

Los funcionarios encargados de la recogida, almacenaje y posterior custodia del grano, no tuvieron más remedio que entregar a Caleb aquello que reclamaba para el nuevo rey a pesar de que las reservas comenzaban a ser exiguas. Egipto, normalmente se auto abastecía de grano y si había carencias era un país muy rico y podía importar excedentes de otros países, sin embargo, Roma estaba acabando con todo el excedente de los países del Mediterráneo, pagando por el grano precios desorbitados. De esta forma, en un país rico en oro y piedras preciosas y con una economía saneada, había población pasando hambre.

Por último, Caleb se dirigió a la escuela de gladiadores de Alejandría, que crecía desde lo más humilde y ganaba fama internacional. Allí, el lanista[7], no tuvo reparos en poner a disposición del rey varias decenas de hombres para luchar durante aquellos tres días festivos. Caleb pagaba en oro, tenía prisa y no regateaba.

El ocaso de Alejandría
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