En los primeros días del año 45 a. n. e. Cleopatra se sentía sola en Roma a pesar de su numeroso sequito, cuando recibió la sorprendente visita de Marco Antonio.

Ambos se habían conocido diez años antes cuando el romano era el jefe de caballería de Aulo Gabinio, el gobernador se Siria que devolvió a “Auteles” el trono de Alejandría. En los días siguientes a la muerte de Benerice, Cleopatra VII regresó de su exilio en Karnak y pudo conocer a la delegación romana entre la que se encontraba un joven Marco Antonio de veintiocho años. Cleopatra por aquel entonces contaba con catorce años y el romano no le prestó la más mínima atención. Cosa que no ocurriría ahora que tenía veinticuatro.

La reina no esperaba visita y se encontraba en la cama, entre mantas, intentando combatir el invierno romano, cuando le fue anunciada la llegada del romano. Ella le recordaba bien: un Adonis.

No sin hacerse esperar, la reina del Nilo apareció con un vestido largo de algodón rojo y azul con mangas y cuello alto abotonado sobre el que había colocado una rebeca de lana blanca. Una diadema de oro con forma de áspid enroscada y maquillada al estilo griego.

—Marco Antonio, ¿a qué debo el honor de tu visita? —Cleopatra estaba avisada por su amante de la personalidad de Marco Antonio.

El romano era aficionado al vino, a las juergas y a las mujeres, pero desde su matrimonio con Fulvia Flaco, se decía en Roma que estaba totalmente domesticado. Fulvia pagó sus deudas, colmó sus necesidades sexuales e intentaba convencerle de que se reconciliarse con César y esto último es a lo que Cleopatra debía el honor de la visita: el romano pretendía ser cortés y entretener a la egipcia para volver a congraciarse con su primo.

—Cleopatra, ¿os acordáis de mí? Nos conocimos en Alejandría. —En realidad era Marco Antonio el que no la recordaba de aquella época.

—Por supuesto —dijo ella galante—. El día que mi padre regresó al trono.

—Así es. —Aunque podía haber sido cualquier otro día—. Me gustaría llevaros a pasear por el Tíber para que no os aburráis aquí.

—¿El Tíber? ¿Vais a llevarme a ver un río exiguo y tumbas, Marco Antonio? Prefiero vuestra compañía en el calor del interior de este palacio si no os importa.

—Por supuesto, majestad —se apresuró a decir el romano, que en realidad tampoco tenía un plan claro al no poder acceder con la reina a Roma.

Cleopatra hizo que colocasen dos camillas junto a una chimenea en una de las habitaciones adyacentes a las cocinas del palacio y allí se acomodaron a hablar de trivialidades, mientras Iras y Charmión les servían vino muy aguado y algunos pastelitos salados.

Marco Antonio no podía evitar fijarse en la belleza de la reina. Entendía que su primo, que había mantenido relaciones con las mujeres más bellas de Roma y con conocidas beldades extranjeras, estuviese prendado de aquella mujer.

—Decidme Marco Antonio, ¿por qué permanecéis en Roma?, ¿no partís a Hispania con César?

—No majestad, yo me quedo en Roma a cuidar los intereses de la familia. —mintió el romano, que solo cuidaba sus propios intereses.

—Sois primo de César, ¿verdad? ¿Descendiente de los dioses también?

—Si majestad —dijo Marco Antonio divertido con su supuesta ascendencia. —Mi madre era una Julia descendiente de Marte y de Afrodita.

Cleopatra entraba en calor con el vino y el fuego cercano y se desprendió de su rebeca. Al tirar de las mangas, sus pechos se marcaron sobre el vestido de algodón y el romano no pudo evitar llevar sus ojos a ese punto. La reina lo notó pero continuó la conversación disimulando.

—Son más fáciles de encontrar los dioses en Roma que la arena en el desierto por lo que voy aprendiendo aquí.

—Tan solo descendientes de ellos — quiso corregir Marco Antonio, volviendo a mirar a la reina a los ojos—. Quizás mi primo sí —dijo repentinamente con cierto aire de auto convencimiento.

—Eso creo yo. —Ahora Cleopatra quería probar al romano y fingiendo más calor del que en realidad sentía, desabrochaba los botones de su vestido desde el cuello hasta su escote.

Marco Antonio llevaba su mirada desde los ojos de Cleopatra al recién descubierto escote real casi sin disimulo.

—Marco Antonio, ¿cómo no habéis acudido antes a una de mis recepciones y fiestas? —La reina se había acomodado en su camilla sobre su costado derecho y miraba fijamente al romano mientras se acariciaba su vestido a la altura de los senos.

—No lo sé, majestad. Estaba ocupado en Roma. —El romano se sentó sobre la camilla al notar que su entrepierna comenzaba a moverse sola.

—Seguro que seréis un gran divertimento.

—Eso espero, majestad. —El romano casi susurraba mientras inconscientemente su cuerpo quería precipitar los acontecimientos.

—Pero no podrá ser hoy —dijo Cleopatra levantándose de repente y dando la espalda a su invitado mientras sonreía con malicia—. Debo atender a los tutores de mi hijo, que están al llegar.

Marco Antonio se levantó igualmente, comprobó que lo pliegues de su toga senatorial no disimulaban su media erección y abrazó a la reina desde detrás, pegando su sexo a la espalda de la reina a través de la ropa.

—¿Seguro que queréis iros, majestad?

—Seguro, primo de César —dijo Cleopatra sin brusquedad pero haciendo que el romano recordase de repente lo que había venido a hacer allí.

Marco Antonio se separó de ella, un tanto avergonzado y se despidió diciendo:

—Espero poder volver a veros en otra ocasión, majestad. —Y abandonó la estancia sin esperar a que la reina se diese la vuelta.

Cleopatra miró a Iras y Charmión que habían sido testigos de la escena.

—¿Porque lo has hecho? —quiso saber Charmión.

—Si César no me da una hija, tendré que buscar otro dios para dar una hermana a Cesarión. Quería saber si este estaría disponible.

—Es asqueroso —dijo Iras.

—A mí me gusta —dijo Charmión.

—Claro, es romano. Todo lo que necesitas para que te guste un hombre —inquirió Iras bromeando.

Las tres chicas bromearon con la complicidad habitual antes de que Cleopatra las informase de su decisión de volver a Alejandría inmediatamente.

Cesarión partió junto con trece de los barcos de la flota egipcia y cuatro días más tarde lo hacía Cleopatra con una escolta de diez embarcaciones. La reina extremaba las precauciones viajando no solo en diferentes barcos sino también en diferentes flotas. Dejaban en Roma buena parte de los muebles y enseres confiando en un pronto regreso.

Sin embargo, unos vientos caprichosos hicieron llegar antes a Alejandría la flota de la reina que la de su hijo.

—¿Dónde está Cesarión? —preguntaba a un desmejorado Apolodoro nada más desembarcar.

—Pensaba que venía con vos, majestad —respondía el desdentado eunuco.

—Apolodoro, envía todos los barcos de que dispongamos en puerto en busca de mi hijo, incluidos los que me han acompañado. Él salió de Roma días antes que yo.

—Los vientos son un misterio, mi reina. Estad tranquila, no ha habido noticias de tempestades en estos días.

—¡Envía los barcos!

—Así se hará.

Casi sin necesidad de aquella expedición, Cesarión llegaba a puerto sano y salvo una jornada después. Cleopatra aparecía a abrazar a su hijo entre un baño de lágrimas y consumida tras la noche sin dormir.

—Ha sido un aviso de Amón-Ra, debo ir a Karnak a realizar un sacrificio y consultar con Masamaharta.

—Acabáis de llegar a Alejandría, majestad. Ciertas labores de gobierno deben ser atendidas por vos .—indicó Apolodoro, reconfortado al ver al niño.

—Las atenderé, las atenderé… y luego partiré a Tebas.

Alejandría presentaba ya un aspecto que nada hacía sospechar lo que había vivido la ciudad tres años antes. Había recuperado su vida, su comercio y su ocio. La ciudad estaba limpia, con nuevos edificios, renovado alcantarillado, tumultuosa y cosmopolita. Estaba mejor que antes de la guerra, salvo por la biblioteca que, aunque reconstruida, albergaba pocos rollos para lo que había sido.

—Un daño irreparable —decía Cleopatra.

—Hemos enviado copistas a todas las ciudades donde hay bibliotecas para recuperar nuestro catálogo, majestad. Eran estas ciudades las que antes nos enviaban a sus copistas de modo que nos reciben bien. Todo el Mediterráneo intenta ayudarnos pero queda mucho trabajo por hacer. —El que hablaba era Nasset, el nuevo bibliotecario, que estaba en el salón del trono junto con varios funcionarios más, repasando los asuntos que requerían la intervención de la reina.

Reclutar un ejército propio, pues Roma reclamaría la legión de Fambrio para la guerra en Partia. Aumentar la plantación de papiro para atender la creciente demanda. Los pagos pendientes a Karnak, suspendidos tras la guerra. Los impuestos de Alejandría. Mejorar las murallas de la ciudad y un largo etcétera de asuntos de los que normalmente se hubiese ocupado Apolodoro.

Cuando quedaron solos, Cleopatra preguntó a su funcionario de más confianza:

—¿Qué ocurre, Apolodoro? —Hasta ese momento, la reina no se había fijado en lo desmejorado que estaba en eunuco.

—Los médicos no han sabido darme una razón, majestad, pero me muero. No me queda mucho tiempo. Y mi enfermedad me ha tenido apartado del gobierno, me levanté de la cama para recibiros y veros aumentó mis ánimos pero me siento viejo y cansado, majestad. Debéis afrontar vos las labores de gobierno ahora que estáis aquí.

—Os enviaré a mis médicos a vuestras habitaciones, mi querido Apolodoro. Os repondréis —contestó la reina cariñosa a su fiel eunuco.

—No mi reina. No lo haré. Y si me lo permitís desearía pasar mis últimos días apartado del gobierno.

—Por supuesto —concedió la reina con lágrimas en los ojos ante el marchitamiento del funcionario.

Cleopatra VII no tuvo más remedio que retrasar su viaje a Karnak mientras se ocupaba ella misma de gobernar el Nilo de forma efectiva por primera vez. Ya no era una niña y las largas charlas con César daban sus frutos en las pequeñas y grandes decisiones del día a día. Esperó al fallecimiento de Apolodoro para poder asistir a sus exequias antes de surcar el Nilo hacia el sur con dirección a Tebas en los primeros días del mes segundo de Shemu[80] del año 45 a. n. e.

La Talamego llegaba al puerto fluvial de Tebas entre el júbilo de sus habitantes por una nueva visita real y la preocupación por el rumor de una nueva crecida insuficiente del Nilo.

Masamaharta recibía a la reina en el embarcadero procurando hacer honor a su cargo de sumo sacerdote de Amón-Ra y disimulando la alegría por ver a su “hermana” casi un año después.

—Cleopatra VII Filopator Nea Thea, reina del alto y bajo Egipto, soberana del Nilo, encarnación de Isis —dijo el sacerdote, usando todos los títulos de la reina.

Ella ni le contestó, le abrazó cuando estuvo a su altura olvidando todo protocolo.

—Te he echado de menos, hermana.

—Y yo a ti Masamaharta, me hubiese gustado tenerte en Roma —contestó la reina.

—Ya me cuesta comprender Alejandría, no quisiera verme en Roma.

—Tus consejos me hubiesen venido bien en una ciudad donde soy una extraña —dijo la reina.

—Yo soy extraño para todas las ciudades excepto para Karnak. —Masamaharta hizo una pausa y continuó—: imagino que no estás embarazada.

Cleopatra miró al suelo de madera de aquel de embarcadero como única respuesta. El sacerdote la invitó a caminar juntos alejándose de la orilla del Nilo.

—Imposible con mi hermano y extrañamente difícil con el dios César —dijo al fin ella cuando llegaban ya a la altura de la camilla que debía transportarla.

—El pequeño hechizado era una opción difícil. Sin embargo no es imposible, faraón.

La reina hizo una señal a los porteadores de la camilla de que prefería ir caminando y la Masamaharta la imitó.

—Yo si lo veo imposible, hermano. Tú no estabas allí y es una tortura para el muchacho.

—Tortura o no, tienes que tener en cuenta el problema que se te presenta con el hechizado en edad de concebir y Arsinoe viva en Mileto. Si llegasen a encontrarse peligraría tu reinado —observó el sacerdote.

—Arsinoe… malditos romanos, ya podía estar muerta y mi reinado asegurado. No pensé que César le perdonaría la vida.

—Faraón. Si no pudiste acabar con ella y el hechizado es inútil para ti… —Masamaharta no quiso acabar la frase.

—¿Me estás diciendo que mate al chico? —preguntó Cleopatra horrorizada.

—Te estoy diciendo que lo contemples. Si muere, ya nadie podría sustituirte en el trono.

Ambos llegaron caminando hasta las impresionantes efigies de Ramsés II y Nefertari que daban acceso a Karnak, rodeados por la comitiva real y jaleados por los egipcios que salían a los caminos a ver a su reina. No cabía duda de que la joven, fértil y bella reina gozaba del favor del pueblo a pesar del vacío de su vientre. La encarnación de Isis permanecía fuerte en la mente del pueblo, pero demasiados Ptolomeos habían caído en pocos años como para confiar en ese pueblo que jaleaba y lanzaba flores rosas y blancas al paso de la faraón.

Cleopatra y Masamaharta fueron despertados en mitad de la noche por sus sirvientes.

Había nacido un cordero blanco y era óptimo para el sacrificio. Las entrañas debían interpretarse antes de que el primer rayo de sol del este iluminase el Nilo y un nacimiento durante la noche no era frecuente. Amón-Ra enviaba un mensaje y no podía esperar.

Quizás a plena luz del día y con más calma, Masamaharta hubiese descartado aquel animal. Quizás sin los problemas que arrastraba la reina, su juventud o su ausencia de embarazo, hubiesen esperado el alumbramiento de otro cordero blanco. Pero no lo hicieron.

El sacerdote, vestido con su habitual toga acampanada de lino blanco desde los pectorales a los tobillos y su collar de oro distintivo de su rango, aún adormilado, no detectó la debilidad del animal o la achacó a sus pocos instantes de vida. Cuando degolló al animal sobre la mesa de piedra ceremonial, este apenas sangró. Al aproximarse para observar con más atención el motivo de la ausencia de sangría, el cordero sufrió un estertor y un poderoso chorro de sangre impregno de rojo la cara, el collar de oro y la túnica del sacerdote. No era un buen comienzo. A la luz de las antorchas que iluminaban el patio interior de Karnak donde se desarrollaba la escena, el balido con el que el animal anunciaba el final de su corta vida, sonó atronador. Mientras, Masamaharta apartaba la sangre de sus ojos para examinar las entrañas del animal, pensando que el mal ya estaba hecho. Amón-Ra enviaba un mensaje y había que interpretarlo.

Hurgó en las entrañas del animal para extraer primero sus vísceras huecas, ulceradas y cargadas de pólipos azulados. Su hígado, grisáceo y casi deshecho y al fin su pequeño corazón que presentaba una importante zona necrosada y ennegrecida.

Masamaharta miró a Cleopatra y pudo ver las lágrimas que corrían ya por sus mejillas sin maquillar.

—Los augurios no son buenos. El Nilo no crecerá. Amón-Ra está descontento con nosotros, faraón.

Como única reacción Cleopatra VII se dio la vuelta y se marchó a sus habitaciones para que no la viesen llorar. Sabía que era un castigo del Dios por no dar una hermana a Cesarión, lo que no sabía era como dársela sin un marido o amante digno.

A la mañana siguiente, la Talamego continuaba su viaje con dirección sur hacia el nilómetro de Elefantina. Masamaharta acompañaba a la reina en esta parte del viaje. Los augurios de la noche anterior aún no eran conocidos y el Nilo seguía aclamando a la reina en su viaje. Pero la llegada a Elefantina constató lo que los augurios presagiaban. La crecida sería de seis codos sagrados, inferior al límite mínimo de irrigación necesarios. Sinónimo de malas cosechas, hambre, carísimas compras de alimentos en el extranjero y revueltas populares.

Cleopatra no se permitía derrumbarse en público. Mantuvo la cabeza alta y el aire regio mientras volvía a embarcar en silencio, pero cuando quedó a solas con el sacerdote no pudo evitar romper a llorar mientras él la abrazaba.

—¿Qué haré, hermano?

—Apurar los graneros reales, enviar naves a buscar trigo y cebada a otras ciudades y prepararte para un año complicado, majestad. —Masamaharta nombraba lo evidente mientras recogía las lágrimas de la reina con sus dedos.

—Amón-Ra me castiga y no sé qué más hacer. Yací con el dios César cada vez que tuve ocasión. Con Cesarión fue rápido el embarazo.

—Los dioses son caprichosos, majestad. Debes seguir intentándolo mientras goces del favor del dios César.

—Pero ahora ni siquiera está en Roma, partió a otra guerra al norte de Gades y después irá a Partia, a otra guerra más; y un día, una de estas guerras no me lo devolverá —decía Cleopatra sollozando.

Masamaharta la separo de sí y la miró sorprendido.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Los augurios de anoche... —dijo el sacerdote sin aclarar nada.

—Los vi, ¿qué ocurre ahora Masamaharta?

—Son demasiado malos para una crecida de seis codos. Ni en tu primer año de reinado cuando el Nilo creció cuatro codos sagrados, vimos augurios así. Hay algo mas —sentenció el sacerdote mirando como Cleopatra acababa de derrumbarse.

—¿Le ha pasado algo a César? —dijo Cleopatra en un mar de lágrimas.

—No lo sé, majestad. Pero si tienes noticias de él, hazle venir al Nilo o vuelve tu a Roma. Cultiva tu vientre antes de que sea tarde.

La Talamego realizó sus maniobras para navegar con dirección norte y abandonaron Elefantina en aquella misma jornada. Masamaharta desembarcó en Tebas y la reina, con la corriente a favor y sin planes de excesivas paradas o recepciones en las diferentes poblaciones, alcanzó Menphis en una semana.

La pobre crecida del Nilo ya era una noticia en todo el reino y tan solo se encontraba una culpable. Acabaron las aclamaciones, las flores a su paso y las exhibiciones públicas de belleza o fecundidad.

La comitiva real abandonó la lujosa embarcación en su propio embarcadero para su cuidado y mantenimiento habituales y continuaron el viaje hasta Alejandría por tierra.

Cien miembros a caballo de la guardia personal de Cleopatra salieron a escoltarla desde las afueras de Alejandría por precaución. La entrada a la ciudad no fue tumultuosa, pues los seguidores de Ptolomeo XIII o Arsinoe eran muy pocos ya, pero el ambiente estaba claramente enrarecido. Los alejandrinos desconocían el estado de las arcas reales tras la reconstrucción de la ciudad y las sucesivas bajadas de impuestos y diezmos. ¿Podría el tesoro paliar otra hambruna?, ¿querría la joven reina hacer uso una vez más del tesoro del faraón para atajar los males de Alejandría? Y sobre todo, ¿cuál era la solución a largo plazo de la infertilidad de la reina?

En el palacio real, Cleopatra fue cariñosamente recibida por Ptolomeo XIV “el hechizado”, que había cumplido catorce años y tenía un incipiente bigotillo sobre el labio superior. El adolescente y marido de la reina era su más fiel seguidor y Cleopatra no pudo evitar acordarse de la sugerencia de que quizás debería asesinarlo por el bien del reino. Le recibió con un fuerte abrazo y besos y la reina buscó un hueco en sus obligaciones para jugar con él con un pequeño ejército de soldados de madera. Catorce años, edad de ser padre o rey, pero todavía jugando con soldados de madera. No, Ptolomeo XIV no sería nunca la solución.

En la corte había otro problema que resolver. La muerte de Apolodoro dejaba a Alejandría sin chambelán mayor, el regente durante las ausencias de la reina. La ciudad necesitaba un gobernante alejandrino que entendiese sus interioridades y círculos de poder y que, en la medida de lo posible, no desatendiese al resto del Nilo. Apolodoro había sido una excelente elección, difícil de sustituir, pero ahora había varios grupos de presión queriendo imponer a su candidato.

El más aventajado de los diferentes grupos de poder era el de los nobles griegos. Estos, eran los supervivientes de la antigua corte de “Auteles” que habían estado tradicionalmente junto a Cleopatra. Los partidarios de sus hermanos o habían muerto o callaban prudentemente sus antiguas preferencias. Su candidato era Menestres, nacido en Alejandría aunque criado en Atenas. Había regresado a su ciudad natal durante el corto reinado de Benerice y había ido ascendiendo en la corte durante los tumultuosos años de guerras civiles. Era joven y había sabido mantener una cierta neutralidad que le hacía ganarse las simpatías de todos los bandos.

La casta sacerdotal quería imponer a Artis, hijo de Akros, aquel que favoreció el reinado de Benerice conspirando con Trifena. Aunque a priori podría parecer peligroso por su antepasado, contaba con el visto bueno de Masamaharta y mostraba una actitud moderada y favorable a Cleopatra. A esta le preocupaba la excesiva vinculación de los sacerdotes con el Nilo y su sibilino odio a Alejandría.

Por último los antiguos barrios de judíos y de egipcios provenientes del Nilo querían imponer a Isaac. Un descendiente de judíos cuyos padres habían abrazado la religión del Nilo cuando su hijo contaba ocho años. Isaac conocía a la perfección los ritos, mitos, supersticiones y costumbres de las dos religiones. Su sabiduría para mantener el equilibrio entre las dos comunidades, casi siempre antagónicas, a las que representaba, le hacía un gran candidato para mantener ese mismo equilibrio en la corte.

Al regreso de Cleopatra de su fatídico viaje a Karnak, fue informada del fallecimiento de Artis. Para la reina era el principal candidato y se vio obligada a informar a Karnak de su muerte en extrañas circunstancias durante lo que parecía un robo en las calles de la capital. El vandalismo era habitual en una ciudad de dos millones de habitantes que había pasado por tantas penalidades. Existía una guardia de la ciudad, recomendada por César, al estilo de los lictores romanos pero se estaba mostrando corrupta e ineficaz con el paso de los meses.

Eliminado el primer candidato, Cleopatra no se detuvo tanto a pensar quien era el mejor entre los otros dos, como cuál de los dos grupos salía más beneficiado con la muerte del sacerdote. Paseando por la explanada de palacio con destino al foso de los caimanes, hacía sus consultas a sus dos fieles sirvientas y a ratos consejeras, Iras y Charmión.

—Artis hubiese sido bueno para el Nilo pero ¿estás segura de que Alejandría le habría recibido bien? —preguntaba Iras.

—Seguramente no. Karnak ejerce su influencia y aunque sé que Masamaharta me desea el bien, él no está solo allí. Seguramente Alejandría se vería perjudicada. En cualquier caso ya no puedo nombrarle chambelán. Me quedan Menestres e Isaac —decía Cleopatra mientras jugueteaba con unos de sus anillos con forma de escarabajo.

—Menestres. El hombre de la nobleza. Está recomendado por mi familia, faraón —dijo Iras.

—¿Te fías de él? —preguntó la reina.

—Lo mismo que del resto de la nobleza.

—Es tu familia, Iras —le interpeló Cleopatra mirándola con asombro.

—Por eso puedo decirte que los nobles iban a muerte…. con quien ganase la guerra. No te son fieles, faraón. Tan solo cuidan sus propios intereses.

—Lo sé —dijo Cleopatra lacónica.

—Isaac es guapo —intervino Charmión.

—¿Y eso le hará buen gobernante? —le contestó Iras, irónica.

—Seguramente no, pero si voy a tener que tolerar y estar en presencia de uno de ellos… —dijo Cleopatra intentando rebajar la tensión entre sus amigas.

Las tres rieron. Sin tomar una decisión y llegaron al foso para ver al fin aquellas obras acabadas después de casi tres años de ejecución.

Sobre la pared norte, la que daba al mar, se había instalado un andamio que parecía más recio que los ubicados en las otras tres paredes y que servían para alimentar a los caimanes y para realizar más fácilmente las labores de mantenimiento y de limpieza de aquel foso. La reja que daba acceso al túnel era idéntica a la de la pared sur pero estaba abierta y a ras del agua.

El maestro de las fieras del palacio había sobrealimentado y adormecido con extracto de amapola a los animales para favorecer aquella visita.

Las tres chicas se situaron sobre la estructura que, asida con cuerdas permitía un lento descenso hasta la boca de aquella excavación. Los sirvientes encargados de manejar aquella plataforma fueron dando cuerda a la polea que sostenía la estructura de forma que está bajaba lentamente manteniéndose horizontal. Cleopatra, mientras bajaban, observó que una estructura similar que se encontraba en la pared sur era bastante más pobre en sus materiales y acabados.

—Ambas estructuras deben ser iguales. Y preferiblemente con el aspecto pobre de la pared sur. No queremos llamar la atención.

Al llegar a la altura de la reja, se abría un pasillo ascendente por el podían caminar dos personas en paralelo con la cabeza erguida. Cleopatra accedió a la luz de las antorchas, ya dispuestas, y siguió hablando con sus acompañantes sobre la regencia.

—¿Quién es el más favorecido por la muerte de Artis?

—Seguramente Isaac, los egipcios antiguos que apoyaban a Artis ahora le apoyaran a él contra el noble Menestres —decía Iras mientras se adentraban en aquella pared.

El pasillo ascendía unos diez codos hacia el norte para volverse sobre sí mismo y sin dejar ver la más mínima luz del exterior comenzar a descender en dirección contraria. Al fin, y justo debajo del foso se abría a una estancia cuadrada de dos jet[81] de lado y medio de alto. La estancia, recubierta de mármol blanco moteado en gris en suelo paredes y techo, permanecía vacía salvo por una embarcación de cedro muy oscuro en el centro de la sala. Era un barco ceremonial egipcio de medio jet de largo y dos codos de ancho cuya proa y popa, idénticas, se habían elevado sobre el resto de la estructura hasta ser más altas que un hombre. La madera estaba cuidadosamente tallada contando la vida de Isis mediante el alfabeto bidimensional del egipcio clásico. Presentaba una única abertura en el centro donde podrían alojarse dos personas sentadas o una tumbada.

La reina miraba cada rincón del barco en particular y de la estancia en general mientras seguía disertando sobre el posible regente.

—¿Pensáis que los judíos habrán estado involucrados en la muerte de Artis?

—Desde luego son mejores conocedores de las callejuelas y de los escondrijos de la ciudad —contestó Charmión

—Los nobles tampoco llevarían a cabo el asesinato por sí mismos, enviarían a algún forajido igualmente conocedor de las calles de Alejandría —observó Iras.

—¿Cómo han metido el barco aquí? —preguntó de repente Cleopatra observando sus dimensiones en comparación por el estrecho pasillo por el que habían accedido.

—Lo construyeron en el puerto y lo desmontaron por piezas. Después los artesanos se han ocupado de que no se vean las juntas —informó Iras.

—Es un gran trabajo, verdaderamente no puedo ver dónde están las uniones. —dijo Cleopatra acariciando la madera de cedro—. ¿Quién se ha encargado de todo esto?

—La persona que mejor conoce y se relaciona con los artesanos de toda la corte, faraón: Isaac —informó Iras.

—Isaac. Isaac o Menestres —dijo la reina pensativa mientras mezclaba en su cabeza las dos conversaciones que las habían llevado hasta allí—. Este lugar debe ser un secreto absoluto. Nadie debe hablar de él. Quizás halagar a Isaac con el nombramiento ayude con el secreto.

—Muy cierto, faraón —dijo Charmión, acariciando el mármol de una de las paredes.

—En cualquier caso con la reconstrucción de Alejandría, la obra ha sido muy discreta. Se ha llevado a cabo con mínimo de trabajadores posible —dijo Iras.

—¿Todos hombres de confianza de Isaac? —preguntó Cleopatra.

—Así es, majestad.

La reina, se encaminaba ya a la salida de aquella estancia seguida por sus dos sirvientas.

—Creo que tenemos un ganador. Isaac sería la elección de Masamaharta. Será chambelán mayor y protegerá este secreto en el futuro.

Al salir al exterior, mientras las pupilas de la reina se acostumbraban a luz natural, era informada de la llegada de un barco procedente de Gades que traía una carta de Cayo Julio César. No era como en otras ocasiones una nota exigua con unas pocas frases frías y distantes. Era un rollo extenso que contenía abundante texto en griego, idioma que la reina leía mejor que el latín. Además, César había adoptado la costumbre inventada por Aristófanes de Bizancio, unos de los más famosos bibliotecarios de Alejandría, que consistía en poner puntos al final de cada frase para facilitar la lectura:

 

Mi amada Cleopatra.

La guerra en Hispania ha acabado y puedo decirte con orgullo que soy el vencedor. El viaje hasta aquí, a través de dos mil millas romanas[82] conseguimos llevarlo a cabo en poco más de un mes. Durante este periodo pude escribir un poema del que fuiste clara inspiración. Lo llamé Iter[83] y espero que tengas oportunidad de leerlo en nuestro próximo encuentro.

El combate central de esta guerra se desarrolló en Munda[84] el diecisiete de martius y puedo decirte que ha sido la batalla que más cerca he estado de perder en mi vida. Tito Labieno y los hermanos Pompeyo aprendieron de sus errores. Presentaron batalla con trece legiones bien entrenadas y casi desbordan a mis ocho fieles legiones. Me vi obligado a luchar personalmente en cabeza de la décima. A mi edad resultó un ejercicio maravilloso desenvainar la espada, tomar el escudo y luchar codo con codo con mis más fieles hombres. Pero no soy un joven ya. Fácilmente pude haber muerto como murió casi toda la legión. La décima, mi amada décima ya es historia. Tengo que decirte que pensé en la derrota y en arrojarme sobre mi espada en el fragor del combate, pero recordé a mi amada joven reina y a Cesarión. Encontré nuevas fuerzas y la décima legión consiguió desbordar a sus enemigos conmigo al frente.

Tomamos el campamento enemigo, derrotamos la caballería de Labieno y acabamos venciendo a su infantería entre grandes pérdidas para ambos bandos. Pero vencí. De nuevo vencí.

Labieno, Atio y Cneo Pompeyo hijo han muerto. Tan solo Sexto Pompeyo continua vivo para contar su derrota. Mis informadores me dicen que huyó a Balearis. En cualquier caso los optimates son historia.

He castigado duramente a Hispalis y Corduba por su apoyo a mis enemigos.

Ahora estoy reorganizando la provincia desde Munda y he recibido carta de mi primo Marco Antonio que me informa de tu marcha de Roma. Joven reina, ¿Por qué dejaste Roma? Nada me gustaría más que verte allí a mi regreso triunfal. Pronto habré de marchar hacia Partia para recuperar las águilas de Craso y mis pensamientos están en ti, joven reina. Quisiera verte antes de la larga campaña que tengo por delante. Prometo atenderte mejor en Roma si decides acudir. Quiero ver a Cesarión y disfrutar de ti.

Llegaré a Roma en Septembris.

Cayo Julio César.

 

Cleopatra pegó a su pecho el papiro, que ella misma le había vendido a Roma, y se secó las lágrimas de alegría. Su amado dios César la llamaba a Roma con palabras de cariño y decía necesitarla y recordarla en los momentos difíciles. Por supuesto que acudiría a Roma. Cesarión tendría a su hermana y Egipto sus herederos. Al fin buenas noticias.

 

 

El quinto día del mes primero de Ajet[85], Cleopatra zarpaba con dirección a Roma con una flota de diecinueve barcos. Un número muy inferior a su anterior visita por haber dejado en Roma la mayoría de los muebles y enseres que transportaron la primera vez. Una vez más, Cesarión y ella viajaban en diferentes barcos aunque esta vez en la misma flota. Los vientos en esta época del años eran más favorables y la posibilidad de tormentas muy baja.

Isaac, nombrado ya chambelán mayor, quedaba al gobierno de la ciudad en lo que se preveía, una larga ausencia de la reina.

El ocaso de Alejandría
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