La princesa Cleopatra había cumplido doce años junto con sus sirvientas y amigas Iras y Charmión. Ahsted observaba por una ventana a las niñas, que atendían las lecciones que un pedagogo griego impartía con énfasis.
Nadie en todo el reino conocía las razones que llevaron al viejo Ahsted a llevarse precisamente a Cleopatra de entre los seis vástagos reales, ni sabía sus intenciones. Pero tampoco nadie desde Alejandría se atrevió a censurar su acción.
Cleopatra estaba siendo educada en la religión antigua y nueva. Hablaba griego, eduo, parto y egipcio, convirtiéndose en la primera descendiente de Ptolomeo que dominaba el idioma del país que gobernaba. Aprendía historia, música, mitología griega y egipcia, y era formada junto a sus dos sirvientas en las particularidades políticas del mundo en que vivían.
En ningún momento se le ocultó el exilio de su padre, el reinado de su hermana, la muerte de su madre o la realidad política del reino del Nilo, que en ese momento prácticamente estaba dividido en dos reinos: la culta, cosmopolita, superpoblada y comercial Alejandría, que había hecho de la burocracia un arte, generaba toneladas de dinero pero era incapaz de producir un carro de grano para alimentarse. Y resto del Nilo, agrícola, ganadero, rural, supersticioso, analfabeto, atrasado y gobernado de facto desde Karnak.
Cleopatra, con doce años, comprendía que su país estaba dividido en dos mundos y su curiosidad nunca se veía satisfecha en sus paseos con Ahsted.
—¿Cómo puede un rey de Egipto no ser faraón?
—Un rey nace. Un faraón es un elegido por los dioses para ser uno de ellos y debe demostrar su valía —contestaba Ahsted.
—¿Y su gobierno es diferente?
—Hasta ahora los Ptolomeos tan solo han gobernado en Alejandría, que está llena de griegos y muy escasa de egipcios. Un faraón gobernaría sobre todo el Nilo.
—Pero mi padre fue aclamado en todo el Nilo.
—Vuestro padre sabe sobornar muy bien, niña. Viajó por el Nilo regalando oro y terneras para ser aclamado —dijo el sacerdote sonriendo.
—¿Y siendo faraón le amaría más el pueblo?
—A un faraón no se le ama, se le venera.
—¿Es más poderoso un faraón que un rey, Ahsted? —preguntó Cleopatra sabiendo la respuesta pero ansiosa por oírla de boca de Ahsted.
—El faraón recibe su poder de los dioses y tiene acceso a su tesoro, princesa. Su poder es absoluto.
Habían llegado al punto de la conversación que Cleopatra buscaba.
—¿Tan fastuoso es el tesoro, Ahsted?
—Es el mayor tesoro reunido jamás en la historia. Son las riquezas atesoradas durante cientos de años por el país más rico del mundo, princesa.
—¿Dónde está?
—Muy seguro. Oculto. En este templo.
—¿Y no podrían robarlo? —preguntó inocentemente Cleopatra.
—Los pocos sacerdotes que conocen su ubicación morirían antes de revelar nada.
—¿Está aquí en Karnak? —insistía Cleopatra.
—Está bajo vuestros pies, princesa Cleopatra y algún día estará a vuestros pies.
—¿Me ungiréis faraón, Ahsted? —preguntó Cleopatra ilusionada y abriendo hasta el límite sus profundos ojos negros.
—No sé si este viejo podrá ungiros, princesa, pero si no soy yo algún otro sumo sacerdote de Amón-Ra que me sustituya lo hará. Para eso estáis aquí.
Cleopatra tan solo abandonaba la ciudad sagrada de Karnak para hacer excursiones en las que iba conociendo el antiguo reino de Egipto. Así recorrió Memphis, Tebas, Edfú o Abu Simbel sin ocultar su identidad. Se acercaba a los comerciantes o agricultores, escuchaba sus problemas, comía con ellos y compartía parte del camino. Era cercana, amable y conocía el idioma. Conforme se hacía mujer y su belleza iba destacando empezó a ser considerada como la reencarnación de Isis, diosa protectora, sabia y de extrema belleza.