Marco Antonio había tenido un viaje hasta Atenas más o menos plácido y rápido. Allí le esperaban Ahenobardo y Pollio, sus más fieles generales que en esta ocasión eran portadores de más malas noticias.

—Tu hermano Lucio Antonio, ha muerto en Hispania. Oficialmente de un ataque al corazón. Sospechamos que ha sido asesinado por orden de Octavio —dijo Ahenobardo con cara seria tras los saludos iniciales.

—¡Maldita sea! Se ha atrevido a tocar a mi propio hermano —dijo Marco Antonio golpeando la mesa y desplomándose sobre una silla sin llegar a quitarse a la capa escarlata.

—El niñato afeminado se hace fuerte en Roma, Antonio, y la actitud de tu esposa no ha ayudado —informaba Pollio en lo que parecía un pacto de los dos hombres para que no hubiese un solo portador de malas noticias.

—Fulvia Flaco… ¿Dónde está esa rata traicionera? —preguntó el triunviro mirando al techo de pan de oro de la residencia del gobernador en Atenas.

—Está en Sicyon, a las afueras de Atenas. Espera tu llegada en la residencia de un pariente suyo… —Ahenobardo hizo una extraña pausa.

—¿Qué más? Escúpelo de una vez, por Júpiter —le ordenó un impaciente e iracundo Marco Antonio.

—Está recomponiendo su ejército privado con préstamos que los banqueros no se atreven a negarle por ser tu esposa. Dice que está rehaciendo y mejorando sus planes contra Octavio —informó Pollio sin que casi le saliese la voz del cuerpo.

Antonio tenía los puños y los ojos cerrados e intentaba controlar un ataque de furia.

—Dejadme solo mientras redacto unas líneas. Preparad caballos para ir al encuentro de Fulvia.

Los dos generales salieron a empujones de la estancia donde Marco Antonio quedó redactando el documento por el que repudiaba y se divorciaba de Fulvia de manera fulminante. Se quedaba para sí mismo la custodia de los tres hijos en común y de aquellos cuatro que Fulvia Flaco había tenido con sus dos maridos anteriores y que Marco Antonio había adoptado. Siete niños que habían quedado en Roma al cuidado de los sirvientes de Antonio y que Octavio no se había atrevido a tocar ni siquiera para mandarlos con su madre.

Marco Antonio se presentó en casa de Tito Magister, pariente lejano de su esposa el mismo día de su llegada a Atenas. Ella le esperaba con su mejor vestido y ansiosa por darle las noticias sobre las legiones que estaba reclutando y equipando para enfrentarse a Octavio. Fulvia salió corriendo para echarse en los brazos de su esposo sin reparar en la cara de odio con que este la miraba. De un rápido movimiento la apartó poniendo su codo a la altura del cuello de la mujer. Fulvia salió despedida contra una pared y quedó con serias dificultades para respirar. Tito Magister ni quería, no podía intervenir. Se limitó a mirar al suelo y esperar a que Marco Antonio acabase de hablar.

—Estas repudiada, mujer. Aquí tienes tu divorcio. —Y le lanzó el documento a la cara—. ¿Quién te has creído que eres para iniciar guerras en mi nombre contra miembros de mi familia? Si vuelvo a verte en esta ciudad o en cualquier otra, te partiré el cuello. Te prohíbo volver a ver a mis hijos y mediante ese documento quedas desposeída de cualquier bien posterior a nuestro matrimonio. Como Octavio ya te ha desposeído de tus bienes y tu fortuna de soltera, espero que mueras de hambre como una prostituta pordiosera. —Marco Antonio se acercó a ella, le lanzó un puntapié a las costillas con sus botas militares y se marchó de la casa lanzando una mirada de furia a Tito Magister.

Su esposa le miraba con un mar de lágrimas corriendo por sus mejillas sin entender absolutamente nada.

Fulvia Flaco se suicidaría esa misma noche cortándose las venas.

 

 

En la residencia del gobernador en Atenas, Marco Antonio tenía numerosa correspondencia esperándole. Entre ella dos cartas de Octavio.

En la primera de ellas le informaba en persona de la muerte, por causas naturales, de su hermano Lucio Antonio. Octavio había tenido al desfachatez de fechar la carta tres días antes del día en que, según sería informado, había fallecido su hermano.

—Me vengaré de esto pequeño y afeminado Octavio. Aún no sé cómo ni cuándo pero me vengaré de esto. Te haré pagar por esta ofensa.

La segunda carta era una invitación a acudir en son de paz a Brundisium[103] para reafirmar el acuerdo de los triunviros y sentar las bases de la relación en el futuro. Lépido, el tercer triunviro, también estaba invitado. Marco Antonio envió la confirmación de su asistencia en la misiva más escueta posible y se dispuso a dirigirse a Brundiisum mientras tramaba como ejecutar su venganza.

El puerto de Brundisium estaba protegido por una cadena de cobre. El metal de cada uno de uno de sus eslabones tenía medio pie[104] de grosor. La cadena, cuando estaba tensa, quedaba a ras del agua e impedía el acceso de barcos a su bahía. Cuando el navío estaba autorizado destensaban la cadena, esta se sumergía y se podía acceder al puerto de la ciudad. Con este ingenioso sistema, la ciudad era una de las más seguras de Italia. El trirreme que transportaba a Marco Antonio estaba sobradamente autorizado, sin embargo la ciudad le hizo esperar al pie de aquella enorme cadena para, según decían, confirmar su enseña. Octavio hacia una demostración de su poder en el que era su territorio de facto.

Lépido había llegado por tierra días antes, de hecho había estado unos días en Roma donde había tenido que asistir a diferentes actos en su condición de pontífice máximo del templo de Júpiter Óptimo. Aquellos días le habían permitido acercar posturas con Octavio y llegaba a Brundisium con algunos acuerdos ya adoptados que, por supuesto, tendría que ratificar Marco Antonio. Pero nada más acceder a la sala donde esperaban sus compañeros triunviros, Marco Antonio pudo darse cuenta de que los otros dos, ya tenían terreno ganado.

Lépido al igual que Marco Antonio acudía solo a la reunión, mientras que Octavio estaba acompañado de Salvidieno, Mecenas y Agripa. Cuatro críos.

Octavio estaba cambiado. Tenía veinticuatro años pero desde la última vez que Marco Antonio le había visto había madurado, sus facciones eras más duras y su porte, por fin, era el de un hombre. El hijo adoptivo de divinizado César hizo uso de toda su teatralidad para dar la bienvenida a su pariente lejano.

—Marco Antonio —dijo dando palmaditas con las manos—, nos alegra que hayas acudido. El triunvirato no sería nada sin ti.

—Sobrino Octavio. ¿Qué eso que veo en tu cara?, ¿ya te afeitas?

Lépido, el más mayor de la sala y antiguo jefe de caballería de Julio César, no puedo evitar sonreír, mientras que Agripa quería matar a Marco Antonio con la mirada.

—Te sorprendería lo que llego a afeitarme. ¡Ah! Las modas de Roma. Tú en Oriente, rodeado de salvajes no tendrás esos problemas. —La referencia a Cleopatra era evidente aunque Marco Antonio desconocía porque la odiaba tanto.

—¿Estamos aquí para hablar del vello púbico de la familia de los Julios? —intervino Lépido.

—Ciertamente no. Toma asiento y sírvete un buen vino, es de Chios —dijo Octavio dirigiéndose a su pariente lejano.

Los tres triunviros se sentaron alrededor de una mesa rectangular que presidia Octavio, mientras Mecenas jugueteaba con un ábaco, también sentado pero alejado de la mesa principal y Salvideno y Agripa permanecían de pie detrás de Octavio, que inició la conversación.

—Lo que nos ha traído aquí es la casi ruptura de nuestros acuerdos de Bolonia del año 43 a. n. e. Sería una catástrofe para la república que entrásemos en guerra entre nosotros, los partidarios de mi divino padre…

—De adopción —corrigió Marco Antonio.

Octavio concedió con un movimiento de cabeza y continuó.

—Yo me niego, como se negaron nuestras legiones a luchar contra un compatriota romano y menos con un aliado. Debemos resolver nuestros problemas hablando y negociando y no con un baño de sangre. No es lo que mi divino padre hubiese querido para la república.

—De adopción —volvió a decir Marco Antonio.

—Lépido y yo estamos de acuerdo en hacer un nuevo reparto de las provincias y de que tenemos otros problemas ajenos a nosotros mismos que debemos tratar —concluyó Octavio.

—¿Cuál es ese reparto que ya habéis acordado? —preguntó Marco Antonio mirando a Lépido.

—Yo me quedaré con las Hispanias, Las Galias, Italia, Sicilia y Roma. Lépido quiere ir a la provincia de África. Lo que deja para ti todo oriente —informó Octavio.

—Lo que ya tengo. ¿Qué gano yo? —dijo Antonio que no se hubiese conformado aunque le hubiese tocado la luna.

—Tienes las provincias con más capacidad de reclutamiento de tropas y de recaudación de impuestos —intervino Agripa—, y podrás continuar con tu ansiada campaña parta ideada por César.

—Además estás sin problemas de aprovisionamiento de naves por desarrollarse todas tus actividades en tierra —el que hablaba ahora era Salvideno, el almirante de los flotas de Octavio.

—Insisto. Todo eso ya lo tenía antes de ser llamado a esta reunión. Lépido se queda África y tú, Octavio ganas las Galias y las Hispanias. Con este reparto yo me quedo como estaba.

—Te quedas como estabas, que no es poco, después de la agresión de tu esposa y tu hermano Lucio —le contestó Agripa.

—Y la riqueza y posibilidades de Oriente son muy superiores al resto de provincias —dijo el afeminado Mecenas sin apartar su mirada del ábaco.

—Sobrino, por adopción, Octavio. ¿tengo que negociar contigo o con tu pléyade de sirvientes? —Marco Antonio se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres que acompañaban a su sobrino le complementaban allí donde Octavio era débil. Por mucho que le molestase reconocerlo, formaban un buen equipo los cuatro juntos. Habría que trabajar en el futuro para romper aquella unidad.—Pensó Marco Antonio.

—No puedes concentrarte en más provincias y llevar a cabo la campaña parta que el padre, adoptivo, del chico ideó —intervino Lépido sonriente, mientras Marco Antonio reía abiertamente.

Las negociaciones se prolongaron durante todo el mes de octobris y pudieron darse por finalizadas, en lo que a territorios se trataba, cuando Octavio cedió la Galia Transalpina a Marco Antonio.

Aún quedaba por tratar el tema de Sexto Pompeyo en Sicilia, pero en la mañana del último día de octobris, mientras Lépido y Marco Antonio desayunaban juntos quesos con uvas en el palacete de Brundisium donde se celebraba aquella reunión, Marco Antonio vio como salía Octavio con su toga desarreglada, de una habitación adyacente a la que se encontraban, seguido de una ruborizada y vergonzosa Octavia, la medio hermana de madre de su rival. Marco Antonio podía ser un patán para muchas cosas, pero sabía cuando una mujer acababa de hacer el amor.

—Así que el rumor era cierto, Octavio se acostaba con su medio hermana. Debía dejar de llamarlo niñato afeminado, “monstruo incestuoso” era más acertado— pensó Marco Antonio con una media sonrisa en su rostro.

En unos instantes la mente de Marco Antonio urdió su venganza.

Una vez sentados de nuevo en aquella sala y de nuevo con la compañía de la camarilla de Octavio, acordaron unir fuerzas para derrotar a Sexto Pompeyo y expulsarlo del Mediterráneo.

Una vez que todo estuvo acordado, con una sorprendente ausencia de requerimientos por parte de Marco Antonio, el amante de Cleopatra soltó su pequeña gran disposición final para sellar aquel acuerdo.

—Para afianzar nuestro acuerdo y dado que varios miembros de nuestras familias han quedado viudos recientemente, propongo un matrimonio que selle esta alianza de manera definitiva.

Octavio, Lépido, Agripa, Mecenas y Salvideno le miraron sorprendidos.

—¿Un matrimonio? —comenzó a decir Octavio—. ¿Quiénes son los viudos que propones?

—Yo mismo por supuesto, Fulvia Flaco falleció en Atenas recientemente, murió de vergüenza, creo. Y por supuesto tu hermana Octavia, ¿Quién si no?

Lépido casi llora de la risa y Agripa se llevó la mano a la empuñadura de su espada.

Octavia era cuatro años mayor que su medio hermano. Era una joven rubia de pelo rizado, piel blanca inmaculada y ojos celestes. Delgada y muy callada. Sus mejillas se sonrojaban con cualquier situación mínimamente embarazosa y de sus finos labios nunca había salido una palabra malsonante. Había estado casada cuatro años con Marcelo, el único familiar de Catón que se había puesto de parte de César en la guerra civil. Lo cierto es que nadie se fiaba de él y que Octavio necesitaba acallar los rumores de que se acostaba con su hermana, por lo que, siguiendo los consejos de su divinizado padre, decidió tener cerca a sus enemigos y acceder a aquel extraño matrimonio con la condición de que Marcelo se mudase a su propia residencia. Así pudo tener a su cuñado controlado y a su amada medio hermana igual de cerca que siempre.

Marcelo recelaba del acuerdo y de la compañía y casi no se atrevía a tocar a su esposa por no importunar a su poderosísimo cuñado. Para colmo acabó descubriéndolos juntos en la cama, lo que precipitó su caída en desgracia.

Marcelo murió en lo que se difundió en Roma como una muerte natural. Todos los romanos entendieron que es natural morir cuando hay veneno de por medio.

—¡¡Jamás!! —Octavio se levantó mostrando una furia que nunca habían visto ni Lépido ni Marco Antonio—. Octavia es sagrada como lo es Bona Dea [105] o la Diosa Vesta y sus vírgenes Vestales, ¡jamás!

—Pues no hay acuerdo. Si no me entregas a tu hermana, entenderé que no piensas cumplir tu parte del trato y que enviarás a tus legiones contra mí en cualquier momento —dijo Marco Antonio mientras Lépido intentaba aguantar la risa.

Tres días más necesitaron para que Octavio cediera. Los pactos matrimoniales eran de lo más común en Roma y sellar este pacto en concreto con la unión de dos viudos sería visto en Roma con total normalidad.

El acuerdo se cerró y pasaría a la historia como el Tratado de Brundisium. Tras su firma por los tres triunviros, Agripa invitaba a Marco Antonio a partir inmediatamente a Atenas o a donde fuera que pensase ubicar su gobierno.

—Ya tienes los que quieres. Vuelve a Oriente —le dijo desafiante.

—Imposible, aún no me he casado y debo hacerlo en Roma —le contestó Marco Antonio—. Lépido, como pontífice máximo, ¿querrías casarnos tú?

—Por supuesto Antonio. Vayamos a Roma y celebraremos la unión con una gran fiesta que será la envidia de cualquier Ptolomeo. —La puya dolió más a Marco Antonio que a Octavio, pero Lépido se sentía por encima de ellos, además de que su posición como pontífice máximo le hacía intocable. Literalmente. La ley prohibía tocar a un sacerdote así como a una virgen Vestal.

 

 

La boda se celebró en los idus de decembris. Octavio no acudió a la ceremonia y Octavia acató sumisa la orden de su hermano. La novia iba vestida con los colores habituales en Roma, el rojo y el azafrán, repartidos en diferentes capas y velos.

La noche de bodas accedió aterrada al dormitorio de su esposo, temiendo una paliza o no salir viva de aquel primer encuentro. Pero no fue así.

Marco Antonio le hizo el amor con su habitual brutalidad y pasión, algo que ella no había conocido ni con su delicado hermano, ni con el miedoso Marcelo. Octavia conoció aquella noche sensaciones que no había sentido antes. Su esposo repitió el acto en varias ocasiones y, a ratos, la novia olvidó sus temores y llegó a relajarse y a disfrutar. Cierto es que apenas dejó de llorar en toda la noche, pero porque pensaba que en cualquier momento Marco Antonio la mataría. Aquel terror le duró aún unas semanas.

Después llegó a mostrarse indiferente ante las visitas de cada noche de su esposo y finalmente, tras tres meses, empezó a buscarle. Cuando Marco Antonio notó este extremo, la condenó al ostracismo. El triunviro disfrutaba aterrándola pero había descubierto que le costaba hacerle daño a aquel ser tan frágil. Pero entre eso y hacer disfrutar a la hermana de Octavio había un abismo insalvable. Para ese momento, ella ya estaba embarazada.

A principios del año 39 a. n. e. Marco Antonio deseaba partir a sus provincias, dejar atrás Roma y preparar la campaña parta que debía consagrarle como el general más grande la historia de Roma, por encima de su divinizado primo. Decidió quedarse tres meses más en Roma para declarar la guerra a Partia en los Idus de martius, como tenía pensado hacer su primo la mañana de su asesinato y como no encontró otra cosa que hacer, se dedicó a intentar romper el estrecho círculo que formaban Octavio, Mecenas, Agripa y Salvideno.

Envió a sus agentes a tantear a Mecenas y a Agripa y se dedicó a enviar cartas muy sugerentes a Salvideno que ahora era el gobernador de la Galia Cisalpina, que seguía controlada por Octavio tras el tratado de Tarentum.

Sus agentes le informaron de la imposibilidad de hacer cambiar a Agripa de bando. Sería leal hasta la muerte. Estaba ciego ante Octavio.

Mecenas era un misterio. Era un hombre claramente afeminado que tenía su villa del monte Vaticano llena de poetas, pintores y músicos, entre ellos los ya prominentes Horacio y Virgilio. A los residentes en su villa, además de alojarlos y alimentarlos, les pagaba por desarrollar su actividad allí. A cambio recibía algún que otro favor sexual pero, ¿cómo tentar a hombre así?—se preguntaba Marco Antonio.

—Vive rodeado de artistas. Octavio es consiente sus inclinaciones sexuales por lo que no podemos atacarle por ahí, y ya era rico antes de unirse a él. Ahora lo es mucho más. No ansía poder, solo quiere que sus protegidos compongan bellas canciones, hermosos poemas y pinten grandes cuadros. —A Marco Antonio le informaba Quinto Delio, que había vuelto a Roma para controlar al senado en su ausencia.

—¿Los aloja, los alimenta, les paga un salario y yace con ellos?, ¿se ha comprado un harem de afeminados y critica a Cleopatra?

—No creas, Cleopatra es una musa para muchos de ellos y Mecenas no la critica especialmente.

—Me da igual lo que ese gordo afeminado piense de Cleopatra —le interrumpió Marco Antonio—. Algún punto débil debe tener.

—Ese es el problema. Tiene muchos, pero todos a la vista por lo que no podemos usar ninguno.

—Maldita sea. Solo me queda esa sabandija de Salvideno que no contesta a mis cartas.

Pero Salvidieno terminó por contestar a una de aquellas cartas insinuantes de Marco Antonio, donde le ofrecía todas las riquezas imaginables y el gobierno de varias provincias sin tener que dar explicaciones a nadie. Le proponía ser otro Lépido en Siria o en Cirenaica, donde él quisiera y además sin la competencia de Agripa y con el mando absoluto de la flota perteneciente a Marco Antonio.

De todos los ofrecimientos hechos en las numerosas cartas que envío en triunviro, tan solo consiguió tentarle con la promesa de que no tendría la competencia de Agripa en todo aquello que se propusiera hacer.

Salvideno contestó a una de aquellas cartas interesándose por los pormenores de aquel posible acuerdo y pidiendo la máxima discreción ante Octavio. Marco Antonio envió la misiva a Octavio inmediatamente a través de un agente más o menos común, que dijo haberla interceptado. Como resultado, el hijo adoptivo del dios César ordenó venir a Roma a Salvideno el mismo día que Marco Antonio partía para Atenas. Por supuesto acompañado por Octavia, con la que no ya no se acostaba pero a la que no quería dejar sola en Roma para evitar que volviese a disfrutar de la compañía de su odioso hermano.

Salvideno llegó a Roma en los primeros días de Julio y fue acusado de traición y condenado a muerte tras un juicio a puerta cerrada celebrado en el propio senado. Cuando la noticia llego a oídos de Marco Antonio en Atenas dijo:

—No se suma a los míos, pero al menos lo resto del bando del monstruo incestuoso.

El triunviro ya sabía que la guerra entre ambos era inevitable. No sabía cuando ni qué papel jugaría Lépido en ella, pero habría guerra y restar fuerzas al enemigo era tan importante como atesorar y formar a las propias.

La idea de Marco Antonio era organizar la campaña parta desde Atenas para poder estar cerca de Roma y tener controlado al monstruo incestuoso, pero Atenas no era una ciudad donde poder concentrarse, trabajar ni organizar nada. La vida cultural de la ciudad era inabarcable: operas, tragedias, teatros, disertaciones, comedias, presentaciones de nuevos poemas de tal o cual autor… y todo ello seguido de la obligatoria fiesta, alcohol y desenfreno. La perdición de Marco Antonio. Por ello, a principios del año 39 a. n. e. decidió mover su gobierno a Tarso de donde conservaba excelentes recuerdos.

Al instalarse en la ciudad, se dio cuenta de que esos recuerdos provenían siempre de Cleopatra y que, sin ella allí, situarse en la pequeña y mal comunicada Tarso no tenía sentido. De modo que el triunviro movió por tercera vez la capital de su gobierno. Esta vez a Antioquía.

Al fin pudo idear la forma de financiar la campaña parta que, como no podía ser de otra manera, consistiría en estrujar sus provincias y vender pequeños reinos y satrapías al mejor postor. Además podía seguir castigando a los cómplices de Bruto y Casio.

De este modo, hizo llamar a Antioquía a todos los sátrapas, reyezuelos, gobernadores o príncipes con alguna zona en conflicto dentro de sus provincias, así como a Mitriades de Pérgamo o al gobierno de Rodas para responder por su ayuda a Casio. Entre los llamados a Antioquía salió una discreta invitación para su amada Cleopatra.

A Marco Antonio le gustaba la idea de humillar públicamente a Octavia apartándola de su lado en fiestas y recepciones a favor de la egipcia, pero tener a una incómoda testigo de sus actividades que, tarde o temprano informaría a Octavio no le pareció inteligente, por lo que envió a Octavia de vuelta a Roma con la misión de cuidar de los ocho hijos de Antonio. Los cuatro adoptados que Fulvia Flaco había tenido con sus anteriores maridos, los tres vástagos fruto de su propio matrimonio con Fulvia y la hija que acababa de tener con Octavia, a la que llamaron Antonia. Además estaban los dos que ella había tenido con Marcelo antes de morir

Marco Antonio dio órdenes de que Octavia jamás se quedase a solas con su hermano y de que los sirvientes a su cargo fuesen los mínimos posibles y entre ellos ningún pedagogo. Así, la propia Octavia se vería obligada a cargar con los diez críos que, en la mayoría de casos, ni siquiera eran hermanos. Eran hijos de dos madres y cuatro padres. Los dos hijos de Fulvia y Clodio en nada estaban emparentados con la hija de Marco Antonio y Octavia, y el triunviro pensó que tenerlos bajo el mismo techo sería un suplicio para su nueva esposa.

Por Antioquía comenzaron a pasar los pretendientes de todas las zonas en conflicto de oriente, que no eran pocas.

Atavases del Ponto reclamaba Bitinia, que a su vez era pretendida por Parsus de Galacia. Hasta trece supuestos príncipes reclamaban Capadocia, cada uno de los cuales ofrecía más oro y joyas que el anterior por ser colocado en el trono como amigo y aliado del pueblo romano.

Además había pretendientes a los tronos o gobernaciones de Siria, Cilicia, Chipre, Libia y Cirenaica.

Herodes era gobernador de Judea pero reclamaba ser nombrado rey de los judíos en competencia con su hermano de padre, Hircano. Además ambos reclamaban los terrenos de Qazati[106], Galilea, Samaria e Idumea.

Hircano dijo que se negaba a postrarse ante un romano que ni siquiera estaba ungido y Herodes fue nombrado rey de los judíos sin tener en cuenta que su línea de sangre le imposibilitaba para ello.

El judío era un hombre alto y grueso, su cabeza era pequeña para su oronda figura a pesar de su espeso pelo rizado que untaba con betún perfumado para darle un aspecto mojado y limpio a pesar de ser poco aficionado a bañarse. Su olor lo cubría con caros perfumes. Herodes había colaborado con Julio César en el pasado y a Marco Antonio aquella alianza le pareció sensata dado el carácter combativo de los judíos. El problema era que este pueblo consideraba que la línea de sangre se transmitía a través de las madres, en vez de los padres como ocurría en el resto del mundo y Herodes era hijo de una concubina gentil. Por lo tanto, a ojos del pueblo que pretendía gobernar, no era judío, mientras que su hermano Hircano sí.

Finalmente, Herodes prometió a Marco Antonio cuatro mil talentos de oro, que sacaría del templo sagrado, a cambio del trono y cuatro legiones para sentarle en él.

En octobris del año 39 a. n. e. llegó carta de Cleopatra en la que se negaba cortésmente a acudir a Antioquía alegando problemas en el gobierno de Alejandría y en la que invitaba a Antonio a desplazar la capital de sus provincias a Egipto para poder verse.

—Aquella infidelidad sigue pesando en el corazón de Cleopatra y tengo que encontrar el modo de compensarla.

La compensación llegó en un golpe de suerte cuando Mitriades de Pérgamo acudió a Antioquía para responder a los cargos por haber ayudado económicamente a Casio. Eran los mismos cargos a los que se enfrentó Cleopatra, pero en este caso eran ciertos. Los legados de Marco Antonio encontraron documentación tras la batalla de Filipos que demostraban que Mitriades había colaborado con mil talentos de oro a la campaña de Casio. No es que Mitriades de Pérgamo hubiese tenido otra opción, era entregar el oro o dejar que Casio arrasase la ciudad para acabar llevándose la misma cantidad o una mayor aún, como hizo en Rodas; pero ahora, el documento que atestiguaba que entregó el estipendio voluntariamente, se volvía en su contra.

—La multa habitual: duplicar lo entregado al asesino de César —sentenció Marco Antonio.

—Es imposible, noble Antonio. Pérgamo no tiene tal riqueza  —decía un desolado Mitriades.

—Sube los impuestos, esquilma los templos, funde las estatuas, vende población como esclavos…

—Nada de eso llegaría para pagar si quiera quinientos talentos de oro, Marco Antonio. Nuestra única riqueza es la biblioteca de Pérgamo, que produce más gastos que ingresos.

Mitriades no pensó que una entidad ciertamente deficitaria como la biblioteca pudiese interesar a Marco Antonio, al que consideraba un alocado borracho sin ningún interés por la cultura, pero no contó con que el triunviro buscaba la ocasión de congraciarse con Cleopatra.

—Aceptaré mil talentos y todos los rollos de tu biblioteca —dijo el romano.

—¡No, la biblioteca no!

—Ese es el castigo por ayudar a los conspiradores, acéptalo o no saldrás de Antioquía con vida y me quedaré tu biblioteca igualmente.

Mitriades no tuvo más remedio que aceptar aquel tratado y ceder sus quinientos mil rollos al romano. Además se vio obligado a cobrar en un solo pago los impuestos de diez años, fundió hasta la última estatua de oro de los templos y cuarenta y cinco mil ciudadanos de las clases más bajas de Pérgamo fueron vendidos como esclavos para poder pagar la multa. La ciudad jamás se recuperaría de aquel golpe.

Marco Antonio escribió a Cleopatra anunciándole que estaba dispuesto a cederle los rollos provenientes de la biblioteca de Pérgamo para reponer la de Alejandría, siempre y cuando acudiese a Antioquía.

La reina del Nilo contestó:

Mi amado Antonio.

Tus muchas cartas y peticiones me hacen pensar que algo ha cambiado en ti y que puedo volver a confiar.

Creo que es justo que conozcas a tus hijos Helios y Selene y por ellos acudiré a Antioquía y responderé al amor que muestras en tus cartas. Quiero que sepas que los niños están bien, Cesarión cuida de ellos y son educados en las religiones egipcia y romana como me pediste.

El Nilo se ha desbordado por encima de los quince codos durante dos años seguidos y creo que ahora puedo alejarme sin preocupaciones. Acudiré a Antioquía en primavera.

Te amo. Cleopatra VII.

Ni una palabra de la biblioteca y mucho menos de que ya conocía la noticia de que su amante estaba vendiendo reinos al mejor postor, ¿y qué postor había más poderoso que Cleopatra?

La Tamalego llegó a Antioquía en la primavera del año 38 a. n. e. Para sorpresa de Cleopatra, Marco Antonio no estaba allí.

El ocaso de Alejandría
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