Probablemente los conspiradores para matar a César fueron los primeros en darse cuenta del error que habían cometido. La única persona capaz de restaurar la república que los conspiradores pretendían salvar matando a César, era el propio César. Sus sucesores o eran tremendamente corruptos o no estaban preparados.

Octavio era un crio de veinte años a quien nadie salvo César vio capacitado jamás. Marco Antonio y Dolabella protagonizaron en el año 44 a. n. e. el consulado más corrupto de la historia. Vendieron al mejor postor cargos, asientos en el senado, provincias y algún reino, y todos los beneficios fueron a parar a sus bolsillos, nada al tesoro de Roma.

Cicerón, que tanto había criticado a César, se dio cuenta del crisol de razones que unían a los conspiradores para asesinarle y que casi ninguna de ellas era la república. Fue el primero en desligarse de la causa y retirarse a su villa de Campania, donde sería asesinado.

Bruto y Casio, los dos principales instigadores del asesinato, se saltaban los mandatos del senado, acumulaban tropas, cargos y provincias de la misma forma que la acumulaban aquellos a los que tanto criticaban antes. Lo hacían porque ya no había nadie a quien temer. Ya no había un César.

Casio hablaba sin esconderse, de ser rey de Roma y de invadir Egipto sin mandato del senado, mientras asolaba Siria.

Bruto había llegado a acumular doce legiones en Macedonia, había instigado el asesinato del hermano de Marco Antonio, Cayo, y era gobernador de más de la mitad del imperio.

Prácticamente cada uno de los asesinos de César y buena parte de sus aliados y descendientes, se creía en poder de la razón y de las capacidades necesarias para gobernar Roma. Pero lo cierto es que Roma se encaminaba a una nueva guerra civil, esta vez con al menos tres bandos, puede que cuatro si Lépido decidía ir por su cuenta con sus ocho legiones.

Octavio y Marco Antonio controlaban un total de quince legiones entre los dos, algunas de ellas se habían pasado del bando de uno a otro y en general, mantenían las distancias con una calma tensa.

En el senado se temía el momento en que aquellas cuarenta y dos legiones dirigidas por cinco generales distintos se dispusieran a enfrentarse.

En cualquier caso, todos y cada uno de los hombres que un día conocieron la república romana, sabían que aquellos días tocaban a su fin. Roma perduraría, pero como algo nuevo. Quizás una monarquía o quizás otra cosa, pero la república acabó el día que la sangre de Julio César fue derramada.

Las hostilidades las inició Marco Antonio atacando las posiciones defensivas que Décimo Bruto mantenía en la Galia, donde era gobernador por mandato póstumo del hombre al que había asesinado. Marco Antonio con ocho legiones de veteranos de César, sitió a Décimo Bruto, que contaba con cuatro legiones y se dispuso a matarlas de hambre.

En Roma, el flamante heredero del dictator, Octavio, se dejaba ver y querer mientras comenzaba a exigir que se le llamase “César” u “Octaviano”. Como es natural sus enemigos le seguían llamando por su nombre previo a la adopción, pero cada vez eran más los que veían en él a un joven César, su sonrisa, su porte, su forma de hablar y sobre todo, su fortuna. Octavio compraba voluntades, era aclamado por el capiti censi y numerosas legiones que habían sido de su tío, le juraban lealtad hasta la muerte. Octavio, que contaba veinte años, era secundado por tres jóvenes de edad similar a la suya a los que había conocido en Munda. Marco Vipsanio Agripa, Cayo Cilnio Mecenas y Quinto Salvideno Rufo. El primero de ellos era el militar que a Octavio le hubiera gustado ser: alto, fuerte, valiente, decidido, un experto con la espada, con dotes de mando y fiel a su general.

Mecenas tenía poco interés por el ejército en general. Se había alistado por ser el camino más corto para entrar en el senado pero sus verdaderas pasiones eran las obras de arte, la literatura y la poesía. Sin embargo había demostrado tener dotes para la organización. Julio César lo reconoció y lo sumó a su equipo más cercano, donde conoció a Octavio del que se haría amigo inseparable. Era un joven regordete, de mofletes rosados y visiblemente afeminado. Miraba a Agripa como quien mira a un Dios y por ello era el centro de las chanzas del grupo.

Salvideno era una rareza en las tropas romanas. Era un militar marino vocacional. Pretendía ser almirante de las flotas romanas y demostró dotes para ese cometido cada vez que tuvo oportunidad. Como eran pocos los marinos voluntarios romanos, César le mantuvo cerca de sí y consiguió hacer amistad con la camarilla que ya lideraba Octavio.

Con la muerte de su tío, la aceptación del testamento y con sus amigos cerca, Octavio dedicó sus esfuerzos a adelantar su entrada en el senado, cosa que consiguió con la inusual edad de veinte años y gracias a algo más de cien sobornos.

Una vez investido senador, con Roma a sus pies y con siete legiones de su tío comandadas por Agripa, Octavio comenzó una campaña para desprestigiar a Marco Antonio hasta conseguir que el senado declarase a este último enemicus[94] por declarar una guerra sin el consentimiento del senado, que envió al propio Octavio a detenerle.

Para cuando el sobrino de César llegó a la frontera de la Galia, Décimo Bruto estaba desesperado en su encierro. Pidió ayuda a Octavio pensando que por tener ambos un enemigo común le ayudaría, pero Octavio se negó a ayudar a uno de los asesinos de su tío. Décimo Bruto consiguió huir a hurtadillas de su campamento, siendo asesinado poco después de camino a Macedonia.

Sus cuatro legiones se unieron a las de Marco Antonio que también consiguió sumar el apoyo de Lépido, que llegó al norte de Italia procedente de Hispania con ocho legiones más. En total, Marco Antonio se encontró con veinte legiones para enfrentarse al mocoso afeminado irreverente de su sobrino nieto y sus siete legiones. Pero ocurrió algo que ninguno de los contendientes supo prever: aquellas veintisiete legiones que habían pertenecido a César, se negaron a luchar entre sí. Octavio propuso un encuentro entre los generales, al que se sumó Lépido por su peso específico militar y en octobris del año 43 a. n. e. en Bolonia, acordaron formar juntos una dictadura militar para acabar definitivamente con los asesinos de César, que pasaría a la historia cómo: el segundo triunvirato.

Octavio, Marco Antonio y Lépido regresaron juntos a Roma y sin grandes bajas en sus tropas. Declararon enemigos del pueblo romano y traidores al menos a veintitrés de los asesinos de César y se dispusieron a acabar con cada uno de ellos. Los pocos que quedaban en Roma fueron inmediatamente ejecutados y se enviaron órdenes de arresto y ejecución contra todos los demás. Se confiscaron sus bienes, se les desposeyó a ellos y a sus familiares de la ciudadanía romana, de cualquier objeto de valor, tierras, esclavos, títulos y dinero en efectivo depositado en cualquier banco de la república. Con esto, los propios proscritos financiarían la guerra que Roma llevaría a cabo contra ellos.

En primer día del año 42 a. n. e. Cayo Julio César era declarado oficialmente Dios por el senado del pueblo de Roma. Octavio se hacía llamar, a partir de aquel momento, “divus filius”[95] y se ordenaba la absoluta aniquilación de los asesinos del dictator.

Cuando la noticia llegó a Casio, en Siria y a Bruto en Macedonia, intensificaron el reclutamiento de tropas, el pillaje en sus provincias y los asesinatos selectivos. Uno de los asesinados fue el gobernador electo de Siria, Dolabella, cargo que ocupó el propio Casio. Desde allí exigió tropas, dinero, armas o pertrechos a toda Siria, Judea, Pérgamo e incluso al propio Egipto, donde Cleopatra se negó a ayudar a los asesinos de su amante. De camino a Macedonia para encontrarse con Bruto, asoló Rodas, Sestos y Ábidos.

Bruto, más comedido, recaudó oro y tropas de forma más o menos voluntaria en Tarso, Atenas, Creta o Nicosia, en general, respetó los templos y dejo semillas suficientes para volver a cosechar.

Cuando los dos asesinos se encontraron contaban con diecinueve legiones. Estuvieron de acuerdo en marchar sobre Roma para librarla del triunvirato, restaurar la república y detener las locuras que, en opinión de Bruto y Casio, que se cometían en el senado. Decidieron detenerse a las afueras de la ciudad de Filipos ante las noticias de que Marco Antonio y Octavio avanzaban hacia ellos con veintidós legiones. Los dos ejércitos se encontraron y fortificaron sus posiciones a principios de septembris. Se instaron mutuamente a rendirse y entraron definitivamente en batalla en tercer día de octobris del año 42 a. n. e.

Bruto se enfrentó a Octavio, al que obligó a retirarse a su campamento y casi captura.

Por el contrario, Marco Antonio consiguió una victoria sin paliativos ante Casio, que terminó arrojándose sobre su espada. En suma, la contienda quedó en tablas en aquella jornada y debió resolverse veinte días después, cuando Bruto fue derrotado definitivamente y decidió suicidarse también. Aunque este no tuvo el valor de hacerlo por sí mismo y necesitó ordenar a un esclavo que le ensartase con su gladium.

Con los enemigos aniquilados, los triunviros se repartieron el mundo allí mismo. Lépido se quedó con las Galias y las Hispanias. Octavio con Roma e Italia, Sicilia y Cerdeña y Marco Antonio con todas las provincias orientales.

Marco Antonio situó su gobierno en Tarso y como estaba totalmente arruinado tras no ser designado heredero de su primo, se dispuso a juzgar, penalizar, multar y castigar a todos, los reinos, territorios, satrapías, provincias y ciudades que habían colaborado con los asesinos de su primo. Entre ellos, se suponía que estaba Cleopatra, que fue llamada a Tarso para ser juzgada por traición al senado del pueblo romano por colaborar con Casio. Todos sabían que era una estratagema para sacarle dinero a Egipto, pues Cleopatra VII nunca hubiese entregado un solo talento de oro a uno de los asesinos de su amante, pero Marco Antonio necesitaba llenar su maltrecha bolsa y en ningún lugar había más oro que en el Nilo.

El ocaso de Alejandría
titlepage.xhtml
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_000.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_001.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_002.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_003.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_004.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_005.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_006.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_007.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_008.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_009.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_010.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_011.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_012.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_013.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_014.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_015.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_016.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_017.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_018.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_019.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_020.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_021.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_022.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_023.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_024.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_025.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_026.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_027.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_028.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_029.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_030.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_031.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_032.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_033.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_034.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_035.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_036.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_037.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_038.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_039.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_040.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_041.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_042.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_043.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_044.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_045.html