CAPÍTULO 03
—¿TE gustaría beber algo? —le preguntó Karen, inclinándose sobre el mini-bar, tan casualmente como si él no estuviese allí de pie, exhibiendo el falo empapado después de que ella lo hubiese aniquilado con una mamada de noventa segundos.
Mike se quitó la camisa mientras atravesaba la habitación; después, los mocasines. Karen se puso rígida y lo observó con la misma expresión imperturbable mientras él se quitaba los pantalones, los calzoncillos y los calcetines.
—No lo creo —dijo él.
Después le miró el miembro y sonrió burlona al notar que, en un santiamén, se había recuperado totalmente.
—Qué halagador —susurró sugestivamente al mismo tiempo que colocaba el vodka y las botellas de tónica sobre el frigorífico. Pero, a pesar de toda su bravuconería, era innegable el inconfundible temblor de sus manos.
Él acortó la distancia, le pasó un brazo por la cintura y le levantó la falda al tiempo que la llevó a rastras, casi en volandas, hacia la cama. Karen quedó boquiabierta cuando la hizo rebotar contra la cama king-size.
Ella luchó por incorporarse, pero él la inmovilizó fácilmente apoyándole una mano sobre el pecho al tiempo que con la otra encendió la luz empotrada junto a la cama. Bajo ningún concepto lo haría a oscuras.
Ella luchó por desasirse.
—Mike, espera un segundo.
—Oye. No eres tú quien toma todas las decisiones.
Ella le descargó una lluvia de golpes contra el pecho, moviéndose frenéticamente, clavándole los tacones aguja letalmente peligrosos. Se las arregló para escabullirse hasta el borde de la cama antes de que la inmovilizase con todo el peso de su cuerpo. Para enfatizar su posición, le clavó los dientes en la cavidad del cuello y el hombro, no tan fuerte como para lastimarla, pero lo suficiente como para disuadirla para que abandonase la pelea.
—Mi turno —le susurró, rozándole la lengua por la marca que le había dejado en la piel bronceada. Escuchó el gemido gutural de deseo que escapó de su boca y su miembro se agitó excitado contra la suave carne.
La hizo darse vuelta, la desvistió con presta eficiencia desafiando el temblor de sus manos.
—Gracias a Dios, sigues sin usar mucha ropa —murmuró mientras ella lo ayudaba a desabotonar la blusa.
En segundos, estaba completamente desnuda, salvo por los zapatos de tacón aguja. Cuando se inclinó para desajustarlos, él la detuvo, asiéndole con firmeza la muñeca.
—De ningún modo. Déjatelos puestos.
—Pervertido. —Enarcó una ceja y se reclinó contra los cojines, con la espalda arqueada y las piernas ligeramente abiertas, en una pose claramente estudiada.
Le atrapó los muslos con las rodillas y se apoyó en las manos, inmovilizándola. Deliberadamente, le recorrió el vientre con la punta del miembro erecto, fascinado por su temblor, como si recibiese una descarga eléctrica. Ella se humedeció los labios, otro gesto sumamente estudiado, sin duda, pero que evidentemente surtió efecto, a juzgar por la reacción del pene. Se inclinó hacia ella y le deslizó la lengua sobre los labios hasta que abrió la boca.
Nada era fingido, pensó con suficiencia, en la ansiosa respuesta femenina a su beso húmedo, carnal. Se deleitó con su sabor dulce a vodka. Lo invadió el recuerdo de cómo amaba besarla, de la manera en que había anhelado el sabor de esa boca en el pasado, al igual que un adicto a la heroína.
Como si escuchase sus pensamientos, susurró:
—Adoro el sabor de tu boca, Mike. Me había olvidado del sabor increíble de tus besos.
Apartó la boca con un movimiento brusco, ignorando la protesta que ella le susurró en la nuca. No iba a permitir que se convirtiese en una recreación del pasado. Ya estaba en terreno peligroso.
Mike se apartó, permaneció sobre ella apoyado en las rodillas y aprovechó la oportunidad para observarla detenidamente. Seguía teniendo uno de los cuerpos más seductores que había visto en su vida. Aunque menuda, tenía extremidades largas, musculosas y bien torneadas. Su busto no era demasiado grande, pero con solo mirar sus pezones color rosa se le despertaban los instintos más salvajes. Tenía el abdomen chato y bronceado, y se le secó la boca al mirar las marcas blancas en sus caderas. ¿Por qué sería que las marcas blancas en el cuerpo bronceado de una mujer la hacían parecer más desnuda?
Tenía un pequeño tatuaje en el borde bronceado de su cadera izquierda, algo parecido a un sapo. No tuvo tiempo para estudiarlo con detenimiento porque lo distrajo totalmente lo que tenía en la entrepierna.
Se preguntó si alguna vez había visto algo más sexy que ese coño lampiño que le ofrecía la visión sin reparo de los húmedos labios de la vulva, brillantes por el ardiente flujo. El clítoris, rojo e hinchado, aparecía entre los pliegues de los labios, rogándole su atención. Parece una reina pomo, pensó mientras le deslizaba la mano por el vientre, dirigiéndose implacablemente a la hendidura apenas cubierta por una franja de vello rubio.
Sorprendido, la miró a los ojos con el ceño fruncido. Ella le sonrió burlona.
—No te preocupes. Es resultado de un trabajo profesional de teñido.
Una sonrisa lasciva le curvó los labios. Sabe Dios por qué, le pareció sumamente erótica la imagen de Karen con las piernas abiertas aplicándose en la entrepierna productos químicos y potencialmente tóxicos. Incapaz de resistir la tentación, deslizó la mano desde el vientre hacia los labios brillantes y húmedos de su sexo, hasta apoyar el pulgar sobre el clítoris palpitante.
Ella inhaló profundamente ante ese contacto, produciendo un ruido agudo que hizo eco en toda la habitación. Él le capturó nuevamente la boca al tiempo que le introdujo dos dedos en los pliegues húmedos; sin dejar de acariciarla en círculos con el pulgar, se deslizó hacia abajo y se apoyó en el codo. Le hundió apenas los dedos en la entrada de la vagina, atormentándola con movimientos poco profundos hasta que ella levantó las caderas de la cama y gimió dentro de su boca.
—Más adentro —le susurró, intentando guiarlo con su propia mano para mostrarle lo que deseaba.
Él apartó la mano y le cogió los senos, pintándole los pezones con su propio flujo. Saboreó por turnos cada pezón y después los succionó, deleitándose con el sabor de la excitante esencia femenina. Karen dejó escapar un grito ahogado y él habría podido jurar que su miembro creció otra pulgada.
—Dios, sabes tan bien… —La lamió, la succionó. Su sabor intenso lo incitó, le nubló la mente y se estremeció por la necesitad de hundirle la lengua en lo más profundo de su sexo. —Pero quiero sentirte más.
Se deslizó hacia abajo y le apartó los muslos. Le deslizó el pecho y el vientre sobre el sexo húmedo femenino; la rica esencia de la excitación de mujer le nubló por completo el cerebro y nada le importó, salvo la necesidad de poseerla.
Se acodó debajo de las rodillas femeninas, regodeándose con la visión expuesta a él, y tragó con dificultad. El sexo quedó frente a su rostro, rosado, húmedo, brillante, lubricado con el zumo del deseo femenino. Quería gozar de él toda la noche, pero la exquisita fricción de las sábanas contra el pene le advirtió que no le quedaba mucho tiempo.
Se dio un momento para inhalar profundamente, esforzándose en mantener la libido en un nivel controlable. Tenía a Karen Sullivan ardiendo bajo su cuerpo, completamente a su merced, y no iba a estropearlo todo por perder el control de sí mismo otra vez.
—Oh, Dios, Mike —susurró ella, arqueando las caderas para separarse de la cama.
No estaba rogando todavía, pero lo haría pronto. Quería torturarla aún más, pero no podía resistir la visión de los labios húmedos y turgentes de su sexo. Inclinó la cabeza y separó con la legua los sensibilizados pliegues. Sonrió cuando ella pegó un salto. Dejó escapar un quejido de frustración cuando él le sopló suavemente el clítoris, se asió desesperadamente de las sábanas.
Mike rio entre dientes y le rozó el clítoris con la lengua, acechando con roces enloquecedores a uno y otro lado del montículo agrandado. Finalmente lo capturó con los labios y lo succionó manteniendo una presión gentil pero firme.
Ella se retorció bajo su cuerpo, esforzándose para acercarse más a él, pero él la mantuvo inmóvil con sus grandes manos, que le abarcaban las caderas casi por completo. Era su juego, e irían a su modo. Tenía la cabeza colmada de su olor, su sabor y sus gritos. Trató de mantener el control que temía perder. Los tacones de los zapatos femeninos se le hundieron en los hombros cuando ella se apoyó para levantar las caderas del colchón y el dolor que sintió le envió pulsaciones vibrantes a su ya dolorida polla.
Se advirtió que debía ir más lento si quería atormentarla hasta que le rogara que la hiciera correrse. La embistió con la lengua y sintió que el vientre femenino se ponía tenso, que le apretaba la cabeza con los muslos y que temblaba espasmódicamente mientras el flujo brotaba abundantemente al correrse.
La saboreó una vez más, profundamente, y sintió su brusco salto como si recibiese una descarga eléctrica. Se incorporó, complacido por la mirada conmocionada que descubrió en los brillantes ojos azules.
Dios, deseó que tuviese preservativos, porque moriría si no la follaba en ese instante.
Pero tan pronto como aflojó el peso de su cuerpo, Karen se escabulló del peso de su cuerpo y voló hacia el baño. Maldijo la lentitud de sus reflejos al observarla correr tambaleándose sobre esos ridículos tacones.
Quizás le había adivinado el pensamiento y había ido a buscar un condón.
Rápidamente descartó esa posibilidad, ya que su cerebro logró captar el ruido del portazo y del cerrojo.
¡Qué diablos!, pensó cuando asió el picaporte. No terminarían hasta que él lo dijera.
Con manos temblorosas, Karen pudo desatarse los endebles zapatos. Después de patearlos descuidadamente hacia una esquina, sin consideración alguna por el precio que había pagado por ellos, se dio vuelta y se sumergió bajo la ducha sin esperar a que se calentase el agua.
—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó a sí misma. Apoyó las manos en los azulejos de la pared del baño, temblando tanto por el agua fría como por la intensidad del orgasmo que había tenido. Pensaba que tenía las cosas bajo control cuando se le echó encima. Los hombres eran débiles con eso, y Karen había aprendido a explotar esa debilidad desde muy temprana edad. Pero a diferencia de la mayoría de los hombres, Mike no había dejado pasar un instante y la había arrastrado a la habitación, raptándola como un hombre de las cavernas.
A pesar de todo lo que había pasado, ella disfrutó cada segundo de lo sucedido. No importaba cuan salvaje y dominante se hubiese comportado él, ella sabía que Mike jamás le haría daño. No físico, al menos.
Sacudió la cabeza, dejando que las gotas cayeran formando líneas serpenteantes en la pared. Por Dios, ¿cómo había podido ser tan estúpida? Después de dos años de duro trabajo en terapia, cómo podía ser que, con una simple mirada a Mike, volviera a estar exactamente donde había empezado. Excepto que con Mike era peor que con cualquier otro hombre, porque él tenía un poder sobre su cuerpo que nadie había logrado igualar.
Se sorprendió por la rapidez con la que se había corrido. Aunque era tentador, no podía excusarse en sus dos años de abstinencia. Durante años había fingido con otros amantes con actuaciones perfectas, dignas de los premios de la Academia, a fin de quitárselos de encima, literalmente.
Con Mike, maldito fuese, no tenía necesidad de fingir. En esa ocasión no había sido muy diferente a la primera vez que la había tocado, cuando ella tenía dieciocho años y la hacía correrse a las nubes como un maldito cohete sin que él tuviese que esforzarse.
—Domínate, Karen —se amonestó. Tenía que reencauzar la situación. Se había corrido una vez, quizá había sido por casualidad. Se tenía que calmar, volver a la habitación como si no hubiese sido nada en realidad, y… ¡follarlo hasta que se le reventaran los sesos! No, le pegarás una patada en el trasero cuando consigas lo que querías, dijo la voz de la pequeña manipuladora que había intentado reprimir durante los últimos dos años.
Oh, pero tenía que lograr controlarse cuando él la tocara, cuando sintiera su imponente pene dentro de su cuerpo; duro y profundo, hasta lo imposible.
Eso es lo que te metió en problemas desde el principio, le advirtió una voz interior. Desear tanto a Mike te hizo perder el control y hacer cosas estúpidas, peligrosas.
Pero ya no soy una estúpida adolescente. Puedo dominarme, mantener la situación bajo control…
¿Lo de esta noche vale como ejemplo?
El crujido de la madera y el ruido de la puerta al abrirse bruscamente la sorprendió e interrumpió su debate interno. Segundos después, la cortina de baño se abrió bruscamente y ella no pudo evitar el impulso de ocultarse de la mirada furiosa de Mike.
Él sonrió con desdén ante su púdica postura, tapándose los pechos y el sexo.
—Creo que es un poco tarde para eso, ¿no crees? —se metió en la ducha y dejó un paquete de aluminio sobre la jabonera.
La ducha, que era realmente espaciosa, de repente parecía estar atiborrada. Mike, desnudo, con el agua deslizándosele por el cabello oscuro, por el vello del pecho, por los músculos abdominales y por la pronunciada erección de su miembro era la expresión pura del sexo y de la intimidación.
—No sé en qué estabas pensando al encerrarte en el baño, Karen —dijo, apretándola contra la pared e inclinándose sobre ella. Le capturó el lóbulo de la oreja con los dientes. —Falta mucho para que lo demos por terminado.
No pudo evitar frotarse contra él cuando se agachó para que ambas caderas quedaran a la misma altura. Le rodeó el cuello con los brazos y se abandonó al beso húmedo de lengua, disfrutando por un segundo del acuciante placer de esa boca, de esa lengua, del contacto de piel contra piel. Le clavó las uñas en la espalda y gimió al sentir la mano masculina entre las piernas, apoderándose de su sexo, invadiéndolo con los dedos.
—Jesús, estás muy ceñida —murmuró.
Intentó no ofenderse por el tono de sorpresa en su voz. Si supiese cuánto tiempo había pasado…
—Sé que quieres follar conmigo. —Sus palabras le resonaron en todo el cuerpo, en perfecta armonía con la intoxicante sensación del dedo dentro de ella, el suave movimiento de su palma contra el pubis.
No quería decirle que así era, no quería darle esa satisfacción, pero no podía evitar el sonido gutural que se le escapaba de la garganta.
Afortunadamente, pareció no soportar más y en pocos segundos se colocó el preservativo. La levantó del suelo y ella sintió la gruesa cabeza del pene dentro de los pliegues de la vagina.
Y después, todo lo que pudo hacer fue colgarse de sus hombros mientras él le hundía el grueso falo en su interior. La piel de las paredes se le dilató, cediendo a pesar del dolor que la hizo gemir. Al percibir su dolor, él se apartó y la besó suavemente, dándole tiempo para que su cuerpo se amoldara para otra embestida que le introdujo cada pulgada de la salvaje erección.
Y penetrándola así, ella quedó empalada, colgada contra la pared, respirando con dificultad mientras los músculos y los tejidos luchaban por amoldarse. Todas sus terminales nerviosas se despertaron, primero al dolor, y después, al placer agonizante. Cuando él se movió lenta y profundamente, se sintió morir, presionó el clítoris contra el falo gimiendo por la dulce fricción con cada embestida. Le envolvió la cintura con las piernas e intentó inducirle un ritmo más rápido, pero para su frustración, no pudo cambiarlo.
De repente él se quedó quieto, se inclinó sobre ella y la mantuvo inmóvil contra la pared. Se retorció y luchó, pero no pudo desprenderse de él, pues la superaba ampliamente en tamaño y peso. El muy bastardo no se movía, solo la sostenía ahí, atormentándola con besos suaves en el cuello y en los hombros, succionándole furtivamente los pezones.
Karen se apretó contra él mientras él escondía el rostro en su cuerpo sudoroso; se contoneó intentando seducirlo para que acelerara los movimientos al ritmo que necesitaba.
Pero en vez de moverse como ella deseaba, Mike se apartó, la levantó y la giró, dejándola de espaldas a él, con el rostro frente a la pared. Tembló al darse cuenta de lo que se avecinaba cuando él la inclinó hacia delante y le hizo apoyar las manos contra los azulejos de la ducha.
Gritó cuando sintió que la penetraba por atrás, colmándola hasta casi explotar mientras se hundía en ella.
Pero siguió sin moverse.
Furiosa por la frustración, Karen trató de hundirse contra el pene, decidida a lograr el orgasmo que no podía alcanzar.
La detuvo con la poderosa mano apoyada en el sacro. Sintió su respiración ardiente en el oído cuando le susurró.
—Sé una buena niña y quédate quieta, Karen, o no te haré correrte.
Quedó tiesa, y se erizó ante su actitud dominante.
Se dio vuelta para decirle que se fuera a la mierda, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Descubrió su rostro acuñando una expresión salvaje, la mandíbula apretada, los labios tensos en una rotunda posición de dominación sexual. Después, lo vio coger la ducha de mano.
Un quejido de indefensión se le escapó de los labios cuando él se la pasó a lo largo de las piernas. Oh, solo unas pulgadas más…
Con una risa malévola, desvió la ducha caliente de la entrepierna y se la deslizó por la espalda, por el vientre, y se hundió aún más en ella…
Karen contuvo la respiración cuando le colocó la flor de la ducha cerca de los pezones, incitándole hasta el paroxismo la piel sensibilizada. Ella retrocedió contra él cuando el otro pezón recibió el mismo tratamiento.
Arqueó la espalda y vibró literalmente ciñéndole el pene cuando le deslizó la ducha por el vientre y con la otra mano le acarició un seno.
—Mike…
—Dime lo que deseas —sintió la presión de agua contra el borde del vello pubiano.
Karen se puso de puntillas buscando que el agua le diera donde más deseaba.
—Dímelo —le repitió, pasándole el chorro de agua tibia por los muslos, rozándole apenas el clítoris. Solo lo suficiente como para que se estremeciera ciñéndolo con más fuerza.
—Necesito… —Las palabras enmudecieron ante el azote de otro chorro de agua. —Oh, Dios, necesito correrme.
—Eso es. Necesitas tan desesperadamente correrte que no puedes disfrutarlo.
Gimió como única respuesta al sentir los largos dedos que le separaban los pliegues solo por un segundo, para después apartarse.
—Pero no puedes correrte si no te lo permito. —Movió el chorro de agua a lo largo de su espalda, del trasero, del vientre. —Ahora ruégamelo. Ruégame que haga que te corras —acompañó la orden con otro movimiento del falo, sacándolo, penetrándola otra vez profundamente, y otro chorro de agua caliente.
Karen se estremeció al límite de lo que podía soportar, presintiendo la explosión de un orgasmo más intenso del que jamás había experimentado. Lo maldijo en silencio, pero repitió las palabras ordenadas: —Por favor, Mike —le dijo, despojada de todo orgullo, del más mínimo reparo—por favor, haz que me corra. Por favor.
Se le quebró la voz cuando finalmente le dio lo que pedía. El chorro de agua le azotó el clítoris y la liberación la recorrió con espasmos frenéticos que se gestaron desde lo más profundo de su cuerpo y le recorrieron las extremidades, haciéndola sacudirse y vibrar descontrolada mientras él la azotaba implacablemente con la verga.
Bruscamente, arrojó la ducha de mano y la azotó con tal fuerza que la levantó del suelo. Se le tensaron los músculos alrededor de la implacable vaina. Ella gozó cuando el gemido del hombre coincidió con la sensación del falo engrosado aún más, dentro de ella.
Los golpes sordos de los cuerpos chocando salvajemente tronaron en la ducha, mientras él la embestía aferrándola de las caderas.
—Oh, Dios —gimió él, y ella sintió la verga retorcerse y sacudirse espasmódica en su vagina. Se derrumbó sobre ella, apoyando las manos contra la pared.
Sintió cómo le latía el corazón desbocado contra su espalda y oyó su respiración entrecortada contra el oído. Cerró los ojos y saboreó la sensación del miembro distendiéndose en su interior, como prueba fiel de que su orgasmo había sido tan intenso como el de ella.
Le depositó un beso en el hombro, una caricia suave que se diferenció de la actitud brutal anterior. Era algo estúpido, pero, de repente, Karen deseó ir a la cama con Mike y permitirse todos los arrumacos «post-coito» de los que siempre se había burlado.
Se apartó de ella sin decir una palabra y Karen aprovechó la oportunidad para recomponerse.
Se envolvió en una toalla y se arregló rápidamente el maquillaje mientras intentaba elucubrar algún plan de acción. Voy a salir, le voy a ofrecer un trago y veré si está listo para otra ronda, pensó mientras se colocaba una crema hidratante.
O quizá debiese agradecerle los servicios prestados y decirle que debía volver a la fiesta.
O quizá, pensó en un momento de cordura, debería decirle la verdad de lo que había sucedido esa noche, once años atrás. Tal vez así él se daría cuenta de que ella no era la persona amoral que suponía.
La manera en que le había besado el hombro al final… quizá permitiese albergar alguna esperanza respecto a sus sentimientos hacia ella.
Abrió la puerta del baño y, asegurándose a sí misma que no se desilusionaría si no lo encontraba acostado en la cama, se dirigió a la sala.
Mike estaba completamente vestido y colocándose los zapatos. Sintió un nudo en el estómago, pero esbozó una sonrisa de «me importa un carajo».
—¿Te vas tan rápido?
La sonrisa masculina no le llegó a los ojos.
—Ha sido divertido recordar viejos tiempos contigo, Karen, pero mis hermanos se van a preguntar dónde estoy.
—No te detendré. En lo que a mí concierne, tu trabajo aquí ha terminado. —La voz le sonó más ronca de lo usual debido al nudo que tenía en la garganta.
El rio suavemente y, por primera vez desde que se habían encontrado en el bar Cleo, una sonrisa sincera le iluminó el rostro.
—Ah, Karen, siempre serás la misma perra. —Se le acercó, le levantó el mentón y la besó con brutalidad. La mira-da color avellana brillaba cuando la liberó. —Pero aún eres genial en la cama. —Se detuvo antes de cerrar la puerta tras de él. —Nos vemos en la boda.
Karen miró fijamente la puerta durante largo rato; aún resonaban en sus oídos las palabras que le había dicho al marcharse.
Muchos hombres le habían dicho que ella era genial en la cama, que hacía cosas increíbles con las manos y la boca. No podía acordarse de alguna vez que no lo hubiese utilizado para sacar ventaja, alguna vez en que no le hubiesen servido, al menos, para reafirmarle el ego.
Después de aquella vez que le había hecho un excelente trabajo manual a Josh Thompson, su compañero de segundo año del instituto, se dio cuenta de que él haría cualquier cosa que ella deseara con solo un indicio de que podrían ir más lejos; desde entonces, fue consciente de su poder sobre los hombres. Por supuesto, Josh le dijo a todo el mundo que habían consumado todo el asunto, así que al poco tiempo, todos los alumnos del Colegio North Tahoe estaban llamando a su teléfono. Jamás había llegado más allá con ninguno de ellos, y pronto se dio cuenta de que ellos quedaban satisfechos con sus artes manuales o con el trabajo de su boca.
Ninguno había admitido que Karen no había querido jamás tener sexo con ellos, por lo que en poco tiempo quedó instalada la creencia de que aquel que salía con Karen, la follaba.
Ella no se molestó en desmentir los rumores porque era una manera de distinguirse de su hermana, el genio empollón del pueblo. En su lógica retorcida de adolescente, era mejor ser considerada una zorra que la hermana boba de la friki.
Y mientras tanto, disfrutó de la atención dispensada y esperó que llegase alguien que la hiciera sentir escalofríos de placer.
Mike.
Con los otros chicos, ella había mantenido un grado de objetividad al guardar distancia, y había sentido un cierto orgullo por su habilidad para llevarlos de la cuerda amarrada a los cojones. Pero no así con Mike. Nunca había sido capaz de manejarlo, y era evidente que tampoco podría hacerlo ahora.
Oh, quedó perfectamente demostrado quién estaba al mando. Y eso tanto en lo referente al plan que se había propuesto para ponerlo de rodillas, como para demostrar que, a pesar de que ella no le gustase, él no podía dejar de desearla. Todo lo que había logrado era probarse a sí misma que, aunque no le gustase a un hombre, le permitiría follarla hasta perder la cabeza. Y, además, que Mike tenía el poder de hacerla sentir débil. De hacerla rogar.
Sintió un vuelco en el estómago al recordar sus propias palabras en la ducha: «Por favor, Mike…».
Por favor, Mike…
Igual que esa noche, once años atrás, cuando le había rogado por su amor, su comprensión. En aquel momento, al igual que ahora, él la había rechazado y, a juzgar por la expresión de sus ojos, la había considerado indigna, sucia.
Con movimientos rígidos, se colocó una camiseta y un sweater. Hizo una mueca de dolor por el tirón que sintió en los músculos que hacía tanto tiempo no habían tenido acción. Estaba tan silencioso y se sentía tan sola que, si no fuese por las molestias físicas, parecería que nada hubiese sucedido.
Suspiró y se desplomó sobre la cama. Soy una maldita idiota.
Mike siempre controlaba la situación, y eso no había cambiado en nada a pesar de que ella era ahora mayor y más experimentada. Aun en aquel entonces, cuando ella tenía dieciocho años, Mike con sus veintiuno parecía que le llevara décadas. Su fuerza, su madurez y su espectacular apariencia de macho recio habían sido en sí las razones por las cuales ella se había interesado en él inicialmente.
Lo conocía prácticamente de toda la vida, pero fue el día en que ella cumplió dieciocho cuando realmente se fijó en él. Se había presentado en la fiesta con su hermano Tony. Había regresado a la ciudad durante las vacaciones de verano de la Universidad Davis de California; parecía aburrido, como si se considerase superior al resto de los jóvenes, que acababan de terminar el instituto. Al igual que sus hermanos, era alto y de cabello oscuro, musculoso y de piel aceitunada. Karen se había auto-impuesto la misión de divertirlo.
Por desgracia, en particular para su acompañante de esa noche, Karen se marchó con Mike, quien le provocó su primer orgasmo con la lengua en el asiento de su Bronco.
Se mostró sorprendido al descubrir que ella era virgen. No pudo culparlo, todo se sabía en esa pequeña ciudad; pero por primera vez en su vida sintió una punzada de arrepentimiento por su reputación.
Se enamoró de él casi de inmediato. Nunca supo si fue porque él fue el primer hombre que no pudo manejar, por ser el primero en hacerla correrse, o gracias a la influencia de las novelas románticas que tanto le gustaba leer, pero se apegó irracionalmente al primer hombre con quien había llegado hasta las últimas consecuencias.
O quizá fuese porque él fue el primer hombre que, a pesar de haber obtenido de ella lo que había querido, se interesó en algo más que en sexo.
No se avergonzó de hacer pública su relación, ni le importó que otros se vanagloriasen de haberlo hecho con ella. A Mike le importaba un bledo. Porque, a diferencia del resto, él sabía la verdad.
Ese verano, lo persiguió por todos lados, ansiosa por no perderlo de vista. Aún se estremecía al recordar cuan desesperada estaba por sus caricias. Y por su amor.
Se zambulló de cabeza en esa relación, le dijo que lo amaba a la semana de estar saliendo juntos, y se lo repitió constantemente. Y en cada ocasión, él se mostró conmovido, enternecido; incluso una vez habría jurado que él estuvo a punto de confesarle que también la amaba.
Hacia finales del verano, ella estaba aún más desesperada, dispuesta a hacer cualquier cosa para llamar su atención. Cuando estaban solos, ella se esforzaba en ser la mujer más apasionada, la amante más devota que hubiese tenido alguna vez. Solía vestirse llamativamente para enfatizar su imagen sexy y llamar la atención de todos, particularmente la de Mike.
Sin embargo, en vez de inducirlo a que hiciese lo que ella deseaba, es decir, a decirle que él también la amaba y que la relación que tenían era algo más que una aventura de verano… se volvió distante.
Había sucedido lo que ella más temía. Por fin había intimado con alguien que se había molestado en conocerla, pero, a fin de cuentas, tampoco a él terminó gustándole.
De repente, él se empezó a comportar como todos los demás. No quiso hablar ni discutir sobre qué sucedería cuando volviese a la universidad. Todo lo que quería era sexo. Pero, curiosamente, no había sido un sexo egoísta, que buscara solo su propia satisfacción. En vez de eso, parecía deleitarse en permanecer horas con ella, como si le diese más placer hacerla correrse que su propio orgasmo. En parte, al menos. Después de todo, era un hombre.
Le había hecho rogar en ese entonces, al igual que ahora.
Y después todo se había ido al demonio. Los recuerdos le bombardearon el cerebro. Recuerdos que no quería revivir, imágenes que la hacían odiarse a sí misma, a Mike, al mundo, con tal intensidad que parecía que el tiempo no hubiese pasado.
Fue en agosto cuando Mike anunció que se marchaba a la universidad una semana antes. La única explicación que dio fue que: «Hay un problema con el apartamento y tenemos que volver antes».
Esa noche, Mike le dijo que iría con Jeremy a recorrer los bares de Truckee, y dejó claro que no estaba invitada. Ella decidió ir a una fiesta en el lago con su amiga Kit. De ninguna manera se iba a quedar sentada esperando sola en su casa hasta que Mike se escabullese a su habitación.
Karen sintió una punzada acuciante de dolor al recordar el momento en que vio a Mike en la fiesta. Lo descubrió sonriendo a una mujer castaña; los dientes blancos destacaban contra la piel morena, al igual que sus músculos bajo su camiseta de algodón.
Dominada por la furia de los celos, no se le ocurrió hablar con él. Lo único que deseó fue pagarle con la misma moneda. Hacerle sentir tan solo un poco de su inmenso dolor, aunque fuese por una cuestión de orgullo.
Por ende, hizo su gran aparición, saludando a todos en voz alta y contoneándose en la pista de baile hasta asegurarse de que Mike la viese. Después, se encontró con Jeremy y procedió a llevar a cabo su venganza.
Solo que fue una mala decisión. Pensó en coquetear un poco, batir las pestañas sugestivamente, bailar provocadoramente, solo lo suficiente como para que Mike la sacase de allí con presteza.
Pero fue Jeremy quien lo hizo. En realidad, la arrastró hasta uno de los dormitorios. A Jeremy no le gustaba que lo provocaran, y no le gustaba que las jóvenes engatusaran a sus amigos. Consideró su obligación enseñarle una lección a Karen.
Jeremy no era tan grande como Mike, pero con su altura de 5,3 pulgadas y no mucho más de 110 libras, ella no tuvo oportunidad de ofrecer resistencia.
Sintió un gusto amargo en la boca al recordar el aliento hediondo a cerveza de su boca, sus dedos cortos y mochos de uñas carcomidas clavándose en sus senos mientras embestía contra ella. Sintió que se le erizaba la piel y rodó sobre la cama al recordar cómo la había desgarrado, el dolor lacerante que había sentido cuando abusó de ella, la sensación de la palma de su mano sudorosa aplastándole la boca para ahogar sus alaridos.
Después, el rostro de Mike mientras ella salía a tumbos de la habitación; su mirada de desdén la hizo sentir deseos de morirse en el mismísimo lugar.
—Mike, por favor —le dijo.
Las palabras de Jeremy, justo detrás de ella, bamboleando su sostén en los dedos:
—Lo siento, tío, ella no pudo mantener las manos alejadas de mí.
—Mike, por favor —le repitió. —Tienes que escucharme. Él…
—Debí suponerlo —la interrumpió. —Debí escuchar lo que todos me decían.
Recordó cómo lo había seguido tambaleante, con la mano extendida para aferrarse de su brazo como si fuese una soga de rescate.
La apartó como a un bicho molesto. La expresión de su rostro demostraba claramente que la consideraba más insignificante que un insecto. Ella era una porquería. Una basura.
Sin decir una palabra, le había dado la espalda a sus lágrimas de súplica.
En aquel instante, todo se hizo trizas en su interior. En ese momento, ella no pudo discernir qué la había aterrorizado más, si el sentimiento horroroso de indefensión ante la violación o la certidumbre de que Mike jamás la había amado; que la tuviese en tan poca estima que ni siquiera se hubiese molestado en escuchar su explicación. En lo que a él concernía, ella no era más que la zorra que todos suponían.
Y lo peor de todo era que ella también lo había creído así.