- En latitudes mayores el aire es más escaso, tal como en las alturas más elevadas. El Everest, muy alto y más húmedo. El Denali, no tan alto, pero de aire muy escaso en toda su altura. -Seguro de haber justificado su respeto por el Denali, pasó al segundo punto-. Es cierto que el Denali no presenta casi dificultades con las rocas. Y en eso consiste el problema para nosotros, los japoneses y los alemanes. Como estamos habituados a las rocas escarpadas y a las grandes alturas, correteamos hasta la cumbre y chillamos, jubilosos: «¡Ya ven ustedes que no era nada!». Y luego, en el regreso, la euforia nos hace descuidados; entonces caemos al abismo o nos perdemos en una avalancha, sin que nadie vuelva a vernos. -Se interrumpió para mirar fijamente a sus interrogadores-. Ni siquiera aparecen los cadáveres.

Después de una pausa añadió, penosamente:

- El Denali es el cementerio de los escaladores alemanes y japoneses que descienden llenos de regocijo. -Y pidió a Kenji Oda, que había estudiado con él en Waseda, que mostrara a la comisión el mapa y el gráfico preparados. Exhibía la luctuosa cifra de alemanes arrogantes y japoneses distraídos.

- He aquí un equipo de cuatro alemanes; estupendo ascenso y tiempo récord, según creo. Más adelante dijeron que no habían tenido ninguna dificultad… los dos miembros que no murieron en el descenso. -Señaló a otro grupo de cinco alemanes-. Un equipo magistral. Yo practiqué alpinismo con tres de ellos. Eran capaces de escalar cualquier cara rocosa. Otros dos muertos.

Señaló otro grupo de siete que había perdido dos miembros y el último, que de cinco habían regresado tres.

- ¿Cómo es posible que una montaña relativamente fácil, como el Denali, mate a tantos montañeros experimentados? -preguntó un fabricante que había escalado con Takabuki-sensei en años anteriores.

Y el decano de los montañistas añadió el tercer dato significativo sobre esa alta, bella y terrible montaña:

- Porque te llama como las sirenas de Ulises, pero cuando estás allí arriba, en la cima, triunfante, es capaz de desatar tempestades de magnitud infernal. Vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora, temperaturas de cuarenta grados bajo cero, con sensaciones térmicas inferiores a ochenta. Y cuando ataca una tormenta, el que no se entierra en una cueva de nieve, como los animales, perece. -Los presentes no dijeron nada. Por fin, el hombre que había escalado con el Sensei observó:

- Pero usted dijo que los japoneses fueron descuidados. Si te ataca una tormenta así, no parece que se pueda hablar de descuido.

Entonces Takabuki se puso casi solemne, como si fuera el sepulturero de alguna población rural:

- Tiene usted razón, Okobi-san. Los nuestros se entierran y se protegen de la tormenta, pero cuando ésta acaba descienden retozando por las cuestas, no tienen cuidado de mantener las sogas tensas y caen al abismo.

- ¿Cómo lo sabe? -preguntó un hombre.

- No lo sé: lo supongo. Sólo conocemos las horribles cifras. Muéstreles, Oda-san.

Se exhibió otro resumen escalofriante.

- ¡Miren este registro! Once japoneses muertos sin que se recobrara un solo cuerpo. Desaparecieron. ¿En una grieta, por aquí? ¿En algún abismo? No lo sabemos. Se esforzaron, triunfaron y desaparecieron. Y el Denali se niega a decirnos cómo los venció.

En ese punto se interrumpió, apretando los puños con reprimida cólera. Sólo Kenji Oda, que miraba a ese hombre adorado, conocía el desagradable dato que Takabuki estaba a punto de revelar:

- Caballeros: los japoneses hemos tenido un desempeño muy pobre en el Denali. Al subir somos imbatibles; al descender… -Le tembló la voz. Después de dominarla dijo con amargura, señalando el risco donde habían desaparecido sus antecesores-. ¡Vean ustedes cómo llaman a este lugar! ¡Acérquense a mirar!

Los hombres vieron entonces que ciertos estadounidenses cínicos habían dado un nombre odioso al barranco donde caían tantos japoneses. Como la mayoría de los presentes comprendían el inglés escrito, aunque no lo hablaran, Takabuki no lo tradujo, pero dos miembros preguntaron:

- ¿Qué significa esa palabra?

- El Expreso de Oriente -respondió él hoscamente-. El lugar donde los japoneses nos perdemos velozmente de vista.

Allí estaba el nombre burlón, destacándose en un mapa más o menos oficial. Cuando se reanudó la discusión, el profesor dijo, sereno:

- A mí me corresponde, a mí y a Oda, conducir una expedición japonesa para demostrar lo que somos capaces de hacer, qué disciplina nos imponemos. Hemos sido hasta ahora tan descuidados, tan temerarios, individualistas y desdeñosos del riesgo, que los habitantes de esa zona, los verdaderos montañeros… ¿Saben ustedes cómo nos llaman, cuando nos presentamos en Talkeetna para subir a los aviones que nos llevarán a la montaña? Los Kamikazes. Pues bien, esta expedición no será un ataque banzai. ¿Cuento con el permiso de ustedes, y con el presupuesto necesario?

Antes de que se diera una respuesta, el presidente planteó un problema que desconcertaba a los montañeros de muchas naciones:

- Los mapas llaman McKinley a esa montaña. Ustedes, los escaladores, la llaman Denali. No lo comprendo.

- Es muy simple -explicó Takabuki-. Siempre se ha llamado Denali. Los verdaderos alaskanos y los escaladores no la conocen de otro modo. Es un nombre indio, muy antiguo, que significa La Alta.

- ¿Y de dónde sale McKinley?

- En 1896, según creo… -El Sensei buscó la confirmación de Oda, que asintió-. El Partido Demócrata postuló para la presidencia a un político sin mayor importancia, creo que de Kansas, llamado McKinley. En el plano nacional no lo conocía nadie; en el local, no se tenía gran opinión de él. El partido necesitaba un gran acontecimiento para otorgarle preponderancia; entonces algún político tuvo la idea de dar su nombre a la gran montaña. Muy popular,… entre los demócratas.

Los miembros de la comisión se echaron a reír. Uno dijo:

- Ese tipo de cosas ocurre también aquí, en Japón. ¿Por qué no le ponen el verdadero nombre?

Durante la discusión siguiente, Kenji Oda, que había estudiado en Norteamérica, dijo en voz baja al presidente:

- Yo no sería capaz de contradecir al Sensei en público. Tampoco en privado, en realidad. Pero McKinley era del Partido Republicano, los conservadores de allá. No demasiado malo, en realidad. Y tampoco era de Kansas, sino de Ohio-

- ¿Seguirá dando nombre a la montaña?

- Todos los que tienen sentido común están tratando de cambiarlo.

La temporada para escalar el Denali estaba rigurosamente definida: antes del 1 de mayo la nieve, las tormentas y el frío eran demasiado intensos; desde mediados de julio, el calor ablandaba tanto la nieve que se producían atronadoras avalanchas y se derrumbaban los puentes sobre las grietas. Por lo tanto fue a principios de junio cuando Takabuki-sensei y los cuatro miembros de la expedición cubrieron en avión la breve distancia entre Tokio y Anchorage, donde se presentaron en la tienda del peletero Jack Kim, que servía como coordinador para todos los escaladores japoneses. Era un coreano de sonrisa simpática y profundo conocimiento de los asuntos de Alaska, que conocía la reputación de Takabuki. Tras una breve discusión, cargó al grupo y a su escaso equipo de montaña en una gran rubia y los llevó a Talkeetna, doscientos dieciocho kilómetros hacia el norte.

Algunos kilómetros al sur de la pequeña ciudad, el joven que iba al volante se desvió hacia un lado de la carretera, pisó el freno y exclamó:

- ¡Allí está!

De la llanura casi horizontal se elevaban las tres grandes montañas de la cordillera de Alaska: Foraker a la izquierda, Denali en el centro y Silverthrone a la derecha; después, el notable cubo negro llamado Mooses Tboth. Formaban un majestuoso desfile contra el cielo azul, una línea de montañas que habría llamado la atención en cualquier lugar; pero allí, en una planicie tan baja, no muy por encima del nivel del mar, se elevaban enormes, coronadas de blanco, acogedoras y también llenas de una sutil amenaza.

- Cada montaña del mundo es diferente -dijo Takabuki-sensei a su equipo-. Y cada una es preciosa, a su modo.

- ¿Qué tiene ésta de diferente? -preguntó una de las mujeres.

Y él dijo:

- El terreno circundante es muy común, muy bajo; las montañas, elevadísimas y muy próximas entre sí. Son como conspiradoras, allá donde sopla el viento, y están tramando tormentas para nosotros.

En Talkeetna, como tantos equipos japoneses precedentes, buscaron a LeRoy Flatch, que ahora se ocupaba de llevar a los escaladores hasta una elevación de dos mil ciento sesenta metros, en la bifurcación sudeste del glaciar Kahiltria. Una vez retirados los asientos posteriores de su Cessna-85, podía acomodar allí, según decía, «a tres estadounidenses rechonchos o a cinco japoneses delgados». Con ayuda de sus ruedas retráctiles y sus patines, había depositado a muchos escaladores nipones en el punto de partida de la gran aventura; generalmente regresaba por ellos diecinueve o veinte días después.

Claro que, si debían sepultarse en cuevas de nieve durante alguna tormenta monumental, él aguardaba a que los guardabosques le hicieran llegar un mensaje por radio e iba a buscarlos después de veintisiete, hasta treinta días. Era la cuerda salvadora que los llevaba a la montaña y los sacaba de ella.

Flatch les aseguró que estaba dispuesto y que los informes meteorológicos anunciaban buen tiempo para los días siguientes. Entonces el equipo de Takabuki se retiró a la cabaña reservada a los escaladores visitantes. Todos sacaron cada uno de los objetos del voluminoso equipo para una última verificación y escucharon con atención las instrucciones del Sensei:

- Esta expedición tiene un solo propósito: restaurar el honor de Japón. Y hay un solo modo de lograrlo: poner tres hombres en la cumbre de esa montaña y regresar los cinco sanos y salvos. A nosotros nos corresponde borrar el oprobio de esa frase insolente: el Expreso de Oriente.

»Ahora, las reglas. Acarrearemos alto y dormiremos bajo. Eso significa que hemos de escalar con diligencia durante todo el día para llevar nuestro equipo montaña arriba, pero por la noche retrocederemos, a fin de aclimatarnos gradualmente y de un modo ordenado. A los cinco días acamparemos a tres mil trescientos metros. Rodearemos con mucho cuidado Windy Corner y continuaremos hacia los dos últimos campamentos: a cuatro mil quinientos metros y a cinco mil.

»Esquíes hasta los tres mil trescientos, crampones para el resto. Tres irán atados conmigo y dos, con Oda-san. Nada de cuerdas flojas. En la última parada construiremos una base sólida que se pueda convertir en una cueva de nieve, si se desata una tormenta. Desde allí, los tres hombres ascenderemos hasta la cumbre, ida y vuelta en un solo día, mientras las dos mujeres se encargan del equipo y las provisiones en el campamento. Quedarán sólo novecientos metros que cubrir, muy empinados. Escalamos ligeros de peso y volvemos de prisa.

»Ahora bien -y aquí su voz se redujo a un susurro-: una vez alcanzada la cima, la parte fácil, comienza nuestra verdadera misión: regresar a esta cabaña los cinco, sanos y salvos, sin haber llamado a los guardabosques ni a los aviones para que nos rescaten. Y sin desapariciones. Quiero que todos ustedes observen este mapa.

Entonces desplegó el ofensivo mapa delante de ellos. Cada uno de los cuatro escaladores leyó en inglés el nombre insultante: «Expreso de Oriente», y cada uno juró para sus adentros que, en esa ocasión, no habría japoneses que cayeran por esas empinadas laderas hasta perderse en la nada final.

El equipo de Takabuki había sido formado inteligentemente. Por supuesto, él era uno de los primeros escaladores del mundo, con experiencia en casi todo lo que pudiera ocurrir en una montaña. Su resistencia era extraordinaria; pese a ser un hombre delgado, que no llegaba a pesar setenta y dos kilos, podía trepar por los montes más altos del mundo llevando, no sólo un equipo que habría hecho tambalear a cualquiera, sino también una mochila sagazmente preparada, que pesaba unos veintisiete kilos. Takabuki-sensei estaba decidido a escalar el Denali y luego a descenderlo.

Igualmente decidido estaba Kenji Oda, que había sido su comandante de base en su segundo intento en el Everest, el que tuvo éxito.-Yamada, el tercero, no había Participado en expediciones previas, pero era un atleta estupendo' famoso por su resistencia en diversos deportes de resistencia. De las dos mujeres, sólo Sachiko tenía alguna experiencia como escaladora; Kimio, la hija de Takabuki, había rogado a su padre que le permitiera participar de esa expedición, a lo que él consintió en el último momento.

- Las mujeres se encargarán de cocinar y de atender el campamento -había dicho el Sensei, al concluir sus instrucciones-. Los hombres establecerán el campamento y cargarán lo más pesado.

Las cinco personas y todo el equipo fueron llevados hasta el punto de partida, en el glaciar Kahiltria, por LeRoy Flatch, que los transportó fácilmente en dos vuelos con su Cessna, provisto de patines para la nieve. Pasaron la primera tarde a dos mil ciento sesenta metros, en la faz del glaciar nevado, poniendo en orden el equipo. Cuando estaban enzarzados en ese trabajo, el Sensei dijo:

- Llevemos arriba la primera carga.

Los tres hombres se vistieron, calzaron los esquíes y, con las enormes cargas a la espalda, partieron a buen paso por la primera parte del ascenso, mientras las dos mujeres terminaban de armar el campamento. Noventa minutos después estaban de regreso, mojados por el sudor y dispuestos al descanso. Por excelente que fuera su estado físico, la altura los había obligado a respirar a mayor ritmo y no les desagradó que las mujeres prepararan la cena.

Durante los días siguientes, con paciencia, acarrearon sus mochilas hacia arriba, perdiendo en peso sólo aquello que comían. Después de muy cuidadosos preparativos, como si se encaminaran hacia la cima del Everest, llegaron a la marca de los tres mil trescientos metros, donde dejaron la primera parte del equipo: los esquíes. A la mañana siguiente, mientras se disponían a ponerse los pesados crampones de acero, tuvieron en cuenta una regla sagrada del montañismo: «Mantener la cabeza despejada y los pies calientes». El escalador que faltaba a una de esas dos normas podía tener graves dificultades. Por eso Takabuki supervisó personalmente el calzado de su equipo. Sobre los pies desnudos, a los que se había permitido respirar durante toda la noche, cada miembro se ponía un par de calcetines de trama fina, sumamente caros, hechos de un poliéster sedoso que absorvía el sudor, alejándolo del cuerpo. Sobre ellos iba otro par de calcetines muy finos; luego, un tercero, de punto grueso y trama abierta, para proporcionar abrigo y protección. A continuación se calzaba una de las zapatillas más ligeras y flexibles que se puedan imaginar, en parte fabricada con un metal exótico, y en parte con lona hecha de una fibra nueva. Ése era el secreto de los escaladores japoneses: un calzado flexible, sumamente fuerte y adaptable, que envolvía el pie como un guante, preparándolo para recibir la pesadísima bota plástica que se ponía sobre él, para que proporcionara una buena protección y también una especie de aire acondicionado.

Cualquier observador desinformado, al ver que el pie quedaba encerrado en cinco capas de tejido, metal y materiales de la era espacial, habría supuesto que lo siguiente eran los crampones metálicos. Pero eso era prematuro, pues sobre la bota coreana iba una polaina gruesa, flexible y aislante, para que la nieve no pudiera penetrar dentro ni subir por la pernera del pantalón. Sólo con esto atado en su sitio era posible atarse los crampones. Hecho eso, el escalador tenía en los pies alrededor de cuatrocientos dólares de equipo, tan efectivo que podía llegar a la cumbre y descender sin peligro de congelamiento, pero tan pesado que se requería una fortaleza nada común para levantar una pierna tras otra, abriendo asideros en la empinada cuesta de hielo, aun sin cargar una mochila de treinta kilos.

Ese año no habría una sola persona en el equipo de Takabuki que padeciera de congelamiento; los médicos de Denali no tendrían que amputar un solo dedo de esos pies.

El ascenso marchaba bien. Los tres hombres avanzaron audazmente a lo largo del «Expreso de Oriente» y por la última cuesta hasta la cima, donde cada uno fotografió a los otros dos, entre la nieve y el hielo. Por fin, el Sensei instaló su cámara en ángulo, sobre un montón de nieve, preparó el disparador automático y tomó una fotografía de los tres, en la que se le veía enarbolando orgullosamente el estandarte del Club Alpino de la Universidad de Waseda en la cima del mundo, a seis mil noventa y seis metros de altura.

En el crítico descenso las cosas continuaban bien. Cuando llegaron al campamento establecido a cinco mil metros, a eso del mediodía, estudiaron la posibilidad de iniciar inmediatamente el descenso. Pero a Takabuki no le gustaba el aspecto de las nubes que se estaban agolpando por el oeste y dijo:

- Sería mejor que sacáramos las dos palas.

Cuando se desató esa ventisca de verano (pues en el Denali las ventiscas podían atacar cualquier día del año) los cinco japoneses estaban abrigados en su cueva de nieve, donde permanecieron acurrucados durante tres días tempestuosos.

Hubo un solo incidente desafortunado. Kimiko salió con intenciones de alejarse sólo unos pasos para orinar, pero su padre, al verla, gritó de un modo que ella jamás le había oído:

- ¡Kimiko! ¡La soga!

Oda-san alargó una mano y la sujetó por la pierna. Una vez que estuvo a salvo dentro de la cueva, Takabuki dijo serenamente:

- Es así como se muere: saliendo sin cuerdas.

Después de disculparse por su error, Kimiko dijo:

- De cualquier modo, necesito salir.

Se ató con una cuerda, que Oda-san sujetó a una pica para hielo clavada dentro de la cueva, y no corrió peligro.

Al amainar la tormenta descendieron a un plano inferior y comenzaron a establecer el último campamento. Pero Takabuki-sensei, sabiendo que los escaladores cansados cometen errores mortales, probó personalmente la nieve hasta asegurarse de que estaba firme; sólo entonces permitió que se extendiera la fuerte tela impermeable sobre la cual se armarían las tiendas. Siguiendo la inflexible regla del profesor: «¡Nada de fogatas en la tienda grande!», pues muchos equipos perdían las tiendas, las provisiones y hasta la vida en esos incendios, el grupo levantó una simple tienda para cocinar a poca distancia, y a ella fue Kimiko para preparar las raciones calientes. Al cabo de algunos momentos Sachiko fue a ayudarla, pero volvió casi de inmediato, gritando:

- ¡Ha desaparecido!

Los veinte segundos siguientes fueron un ejercicio de férrea disciplina, pues Takabuki se plantó suavemente ante la salida, con los brazos extendidos para evitar que cualquiera saliera corriendo: si algo se había llevado a su hija, eso mismo podía tragarse a quien se precipitara tras ella.

- Según las reglas -dijo en voz baja, sin dejar de bloquear el paso. Kenji Oda reaccionó en cuestión de segundos y se envolvió instintivamente el cuerpo con una soga, atando nudos poderosos y extraños; luego tomó una pica para hielo y entregó el otro extremo de la cuerda a Sachíko y Yamada. Por fin, apartando al Sensei, salió cautelosamente para ver qué había ocurrido, seguro de que sus dos compañeros mantendrían la cuerda tensa, a fin de que él no los arrastrara a la muerte si caía en alguna grieta profunda.

Miró dentro de la tienda-cocina y creyó comprobar que Kimiko no había caído, por algún descabellado accidente, a través de la gruesa tela de nylon que servía de base. Pero al explorar la zona a la izquierda de la entrada ahogó una exclamación y volvió a la tienda grande, muy pálido:

- Se ha hundido en una grieta.

Nadie cayó en el pánico. El Sensei se arrastró hasta la tienda-cocina y, hurgando con su hachuela, vio el misterioso agujero por el que Kimiko había caído a una profundidad desconocida. Oda, que continuaba actuando rápida y efectivamente, en una serie de movimientos ininterrumpidos, depositó el mango de madera de su pica en el borde del agujero; de ese modo, cuando su soga se clavara en el borde, el mango impediría que se hundiera en la nieve, provocando quizás una pequeña avalancha que pudiera envolver a la persona caída. Dónde estaba Kimiko y en qué estado, nadie podía adivinarlo.

Sin un momento de vacilación, Oda se introdujo en la apertura por donde Kimiko se había hundido y se fue descolgando diestramente, formando un ocho con la soga para frenar la caída, hasta adentrarse profundamente en la grieta.

Era un agujero monstruoso, de varios metros de profundidad y sin fondo discernible, pero por voluntad de las fuerzas que lo habían tallado, sus lados no eran parejos, sino que formaban una serie de salientes melladas que podían detener un cuerpo en caída. Pero Kimiko no estaba a la vista, aun cuando Oda encendió su linterna para observar las terribles formaciones de hielo.

De pronto oyó un gemido; en una cornisa, nueve o diez metros más abajo, vio la silueta de Kimiko en la penumbra. Con señales de cuerda ideadas muchos años antes, hizo saber a los otros que por fin la tenía a la vista. Sin vacilar un solo instante, descendió más y más. Cuando estaba a un par de metros de ella notó que la violenta caída, además de dejarla inconsciente, la había introducido como una cuña en un sitio reducido, del que no tenía manera de salir.

- ¡Kimiko! -llamó, acercándose. No hubo respuesta. Entonces, mientras esperaba a que le llegara la cuerda para el rescate, estudió el modo de atársela para lograr la máxima efectividad. Pero antes de empezar se la ató alrededor del cuerpo con firmeza; de ese modo, si ocurría algo en los minutos siguientes, al menos impediría que la muchacha muriera.

Sólo entonces tomó la segunda cuerda y, con una desconcertante serie de nudos ideados para ese tipo de emergencias, la ató formando una hamaca de la que no podría caer. Pero cuando trató de liberarla descubrió que no podía, pues la muchacha estaba aprisionada en aquel rincón. Tal vez un fuerte tirón desde arriba la desprendiera. Lo pidió por señas y, cuando los tres de arriba tiraron de la segunda soga, después de haber asegurado la primera, Oda vio con alivio que Kimiko salía de su prisión.

En cuanto la joven estuvo libre, ordenó por una seña que dejaran de tirar. Allí, en las heladas penumbras de la grieta, por la que descendía la luz del atardecer, le pellizcó la cara y le apretó los hombros para devolverle la conciencia. La segunda parte de su terapia fue peor, pues el hombro derecho estaba dislocado por la caída y la presión fue tan grande que la muchacha revivió y, al verse sujetada por Oda, sollozó de dolor.

Por entonces, Alaska tenía una población de cuatrocientos sesenta mil ochocientas treinta y siete personas; por lo tanto, había unos setenta y cinco mil jóvenes en edad de enamorarse o pensar en el matrimonio. De hecho, ese año se celebraron seis mil cuatrocientos veintidós matrimonios, pero ninguno se forjó en un aprieto tan extraordinario como el que unió a Kenji Oda y Kimiko Takabuki, colgados a quince metros de profundidad en una grieta, en las heladas laderas del Denali. Mientras ella se estiraba para besarle, ambos vieron que, de no haberse estrellado contra la cornisa que le dislocó el hombro, ella habría continuado descendiendo hasta una profundidad insondable.

Por esa vez, el «Expreso de Oriente» no se cobró ninguna víctima entre los japoneses.

Cuando Kendra Scott regresó a Desolation, después de su inesperada visita a Jeb Keeler, supo vagamente que un forastero se había instalado en un cobertizo abandonado, al norte de la aldea. Según rumores, allí vivía pobremente, con trece perros esquimales y malamutes bien adiestrados.

Los rumores eran correctos. Era uno más de esa inagotable raza de jóvenes estadounidenses, graduados en buenas universidades y preparados para hacerse cargo de la empresa familiar, que renunciaban después de cuatro o cinco años aburridos, abandonando un puesto excelente y quizás una esposa igualmente envidiable, para probar suerte en las carreras de trineos que se celebran en los páramos de Alaska. Se los encuentra en las afueras de Fairbanks, Talkeetna y Nome, trabajando como esclavos en los muelles, durante el verano, para ganar los enormes salarios que gastan durante el invierno, alimentando a quince o dieciséis perros. Generalmente dejan de afeitarse; a veces ganan algún dinero organizando excursiones en trineo para los turistas. Con frecuencia hay también universitarias deseosas de experimentar la vida en el Ártico, que trabajan como camareras y se instalan con ellos por un tiempo, corto o largo.

El sueño de esos hombres, que se cuentan por veintenas, es participar en la Iditarod; no para ganarla, por supuesto, basta con llegar al final de esa competición, con justicia considerada la más difícil del mundo. En lo peor del invierno ártico, con ventiscas aullando desde Siberia y temperaturas inferiores a los cuarenta grados bajo cero, unos sesenta intrépidos parten de Anchorage con sus trineos y sus perros, para cubrir una penosa distancia hasta Nome, oficialmente establecida en 1.049 millas: mil millas mas en el cuadragésimo noveno estado; en realidad, varía entre mil cien y mil doscientas millas (mil setecientos sesenta a mil ochocientos veinte kilómetros), por un territorio increíblemente arduo.

- Es como correr de la ciudad de Nueva York hasta Sioux Falls, en Dakota del Sur, si todavía no hubiera carreteras -explicó Afanasi a Kendra-. Pese a lo que muchos piensan, el conductor no suele viajar sobre los patines de su trineo, sino que corre detrás cuatro veces de cada cinco.

Kendra no podía comprender que una persona en su sano juicio malgastara tantos miles de dólares en comida para perros y pagara una inscripción de mil doscientos dólares para sufrir ese trato, sobre todo teniendo en cuenta que el primer premio era de sólo cincuenta mil dólares. Afanasi dijo:

- Yo participé cuando era más joven. La gloria de deslizarse hasta esa línea de llegada, ganes o pierdas, te dura toda la vida.

Naturalmente, los jóvenes de Los cuarenta y ocho de abajo que venían al norte para competir, en general sólo efectuaban una vez el horrible trayecto. Después volvían a casa, se casaban y retomaban su puesto en la empresa familiar. Pero al envejecer colgaban detrás del escritorio el certificado donde se probaba que, en 1978, habían competido en la Iditarod y llegado a la meta. Eso los diferenciaba de los atletas locales que hubieran ganado algún premio en competiciones menores.

El joven que ocupaba el cobertizo de Desolation, para brindar a sus perros la experiencia del verdadero Ártico, era en muchos sentidos el típico ejemplo de esos intrusos: graduado en la Universidad de Stanford, treinta años de edad, cinco de trabajo en la empresa paterna, divorciado de una dama de la alta sociedad que, al conocer su decisión de emigrar al Círculo Polar Ártico con trece perros, contó a sus amigos que él padecía un desequilibrio mental. Pero en ciertos aspectos era único. Para empezar, era Rick Venn, vástago de la poderosa familia que controlaba los intereses de Ross Raglan en Seattle. En segundo lugar, de todos los advenedizos sólo él tenía vínculos históricos con Alaska, y tercero, por ser el nieto de Malcolm Venn y Tammy Ting, tenía sangre tlingit y china; por lo tanto, era en parte nativo. Su tez era tan oscura y sus facciones tan asiáticas que habría podido pasar fácilmente por uno de los jóvenes de Alaska, mezcla de rusos y nativos.

También se distinguía de los otros en que, si bien su cabaña también era un caos, cuidaba de su aspecto personal tal como lo hubiera hecho en Seattle. Se afeitaba, se recortaba el pelo con tijeras y, una vez a la semana, lavaba una tina llena de ropa. Pero era como los otros en el afecto que mostraba a sus perros y en el cuidado amoroso con que los hacía trabajar: en la arena si no había nieve, en los montículos más profundos cuando la había. Polar era un perro esquimal de siete años, con un cruce de lobo algunas generaciones atrás y, en tiempos más recientes, de malamute. Había varios perros más grandes que él en el equipo, pero su inteligencia salía fuera de lo común y era, entre ellos, el líder indiscutible. Polar, perfectamente adaptado a su amo, obedecía de inmediato las órdenes de Rick. A los perros de trineo se los adiestra para girar a la derecha o a la izquierda según la voz de mando; hay cinco o seis palabras más que tienen su significado específico. Pero Polar tenía la notable habilidad de anticiparse a las intenciones de Rick, casi antes de que gritara la orden, y conducía diestramente a los otros perros en la dirección debida.

Aunque los perros formaban un buen equipo, no era raro que, mientras esperaban impacientes, dos de ellos se enfrentaran mostrándose los colmillos. Si alguien no los detenía de inmediato, la amenaza podía degenerar rápidamente en una lucha salvaje y sangrienta. Si Rick estaba presente era él quien interrumpía de inmediato la pelea, naturalmente. Pero en caso contrario, Polar daba un paso atrás, emitía un profundo gruñido y los perros se separaban. También mordía a cualquier perro perezoso y era siempre él quien se lanzaba hacia delante con mayor energía, cuando Rick pedía más velocidad. Se trataba de un perro excepcional. Cuando llegó la nieve, para él fue un placer conducir a su equipo por trayectos de mil quinientos, dos mil y hasta tres mil metros por la tundra.

Como en Desolation no existían restaurantes para turistas, ninguna joven aventurera de Los cuarenta y ocho de abajo convivía con Rick. Pero cuando llevó su equipo a la aldea para hacer una exhibición sobre arena, entre la multitud reunida vio a Kendra Scott, cerca de Vladimir Afanasi. Reconoció en ella al tipo de mujer que valía la pena tratar y, después de la demostración, buscó a Afanasi para preguntarle quién era.

- La mejor maestra que hemos tenido en mucho tiempo. Viene de Utah.

- ¿Mormona?

- Puede ser. Tal vez por eso quiso explorar el norte.

- ¿Nos puede presentar?

- Creo que es inevitable.

Una tarde soleada, Afanasi llevó a Kendra al desordenado cobertizo. Ella se echó a reír en cuanto bajó del camión, pues un cartel pulcramente pintado proclamaba: PERRERAS DE KENSINGTON, como si se tratara de un costoso alojamiento para perros mimados. Cuando el propietario asomó la cabeza por la puerta para averiguar el origen de esa carcajada, Kendra vio a un joven apuesto y bien parecido, algo mayor que ella, vestido con un mono azul.

- ¿Qué pasa?

- Me gusta tu letrero. ¿Esto es un alojamiento para perros?

- Sin duda. Hay trece.

Y Rick señaló el sitio donde ataba a sus perros esquimales y malamutes, cada uno a su propia estaca y con cadenas cortas, para que no se molestaran entre sí.

- ¿Para la Iditarod?

- ¿Has oído hablar de esa carrera?

- Hay que estar loco para intentarlo.

- Lo estoy -reconoció él.

Pero sólo cuando se adelantó a estrecharle la mano cayó Kendra en la cuenta de lo chiflado que estaba. En la pechera de su mono llevaba grabado ese tipo de lema que encanta a los universitarios quijotescos: ¡REUNAMOS A GONDWANA!

- ¿Qué significa esto? -preguntó ella.

El joven explicó que había cursado la licenciatura de geología en Stanford, donde ése era el grito de guerra.

- Pero ¿dónde queda ese lugar?

- Es un continente que se rompió en pedazos hace doscientos cincuenta millones de años. Creo que el Polo Sur formaba parte de él.

- Puedes enrolarme en tu cruzada.

En los días siguientes, cuanto más oía hablar Kendra sobre los rigores de la Iditarod, más le interesaban los procedimientos por los que Rick adiestraba a sus perros. Cuando llegó la nieve, comenzó a pasar los sábados y domingos en el cobertizo, para darle algún aspecto de respetabilidad. Pero evitaba cualquier relación romántica, pues aún se consideraba vagamente comprometida con Jeb Keeler. Por cierto, cuando el joven abogado visitó Desolation por sus negocios con Afanasi, prácticamente se instaló en el apartamento de Kendra, donde se quedaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Rick, al observarlo, preguntó si estaban comprometidos. Ella respondió:

- Cuando se está tan lejos de casa es difícil decidirse.

Cuanto menos una vez por semana, si la nieve era adecuada, Rick la llevaba a dar un largo paseo de adiestramiento en su trineo. Era una magnífica experiencia sentarse allí, envuelta en mantas, y recorrer quince kilómetros hacia los lagos helados. Rick corría detrás y, de vez en cuando, subía a la parte posterior de los largos patines, gritando indicaciones a Polar y alentando ocasionalmente a los otros perros.

- Comprendo que la carrera fascine a los hombres -dijo Kendra un día, mientras descansaban a medio camino.

- No sólo a los hombres. -Rick le recordó que, últimamente, mujeres de más edad que ella habían ganado la carrera.

- ¿Las mil cien millas? Deben de ser amazonas.

Y él la corrigió:

- Para esta carrera no se necesitan músculos, sino cerebro y resistencia.

El cerebro hacía falta porque cada participante debía ponerse de acuerdo con un piloto para que dejara caer desde el avión grandes bultos de salmón seco u otros tipos de alimento a lo largo del camino, tanto para los perros hambrientos como para su conductor, y la planificación de ese aprovisionamiento requería a la vez buen criterio y dinero. Más de un novato gastaba sus ahorros de todo el año, más el dinero que le enviaba su familia, sólo para cubrir los gastos de la Iditarod.

- ¿De dónde salió ese nombre? -preguntó Kendra un día.

- Es el de un antiguo campamento minero -dijo Rick-. Por allí pasaba una senda; ahora nuestra carrera la usa cada año.

En las primeras semanas del invierno, Kendra vivió casi en un mundo de sueños. Ordenaba el cobertizo, trabajaba con los perros, y disfrutaba de largos viajes de adiestramiento en el fin de semana. Comenzó a pensar que esa gloriosa experiencia sería eterna: la interminable tundra blanca, con sus fuertes ventiscas, y la maravillosa seguridad de que Rick sabía lo que estaba haciendo. La posibilidad de que se enamoraran aún no había surgido, pues él aún estaba afectado por el naufragio de su primer matrimonio y ella se consideraba más o menos comprometida con Jeb Keeler. Pero ambos sentían, cada vez más, que después de la Iditarod sería ineludible tomar ciertas decisiones, aunque por el momento se mantuvieran así.

En una de esas excursiones por la nieve hacia el sur, ella se vio obligada a recordar hasta qué punto los esquimales inupiats del Ártico vivían al borde del desastre. Mientras recorrían la costa, a varios kilómetros de Desolation, Rick divisó una vivienda de estilo antiguo, con paredes de madera y pesado techo de hierba. Sin pensar que podía ser una intromisión, dio una orden a Polar, que inmediatamente dirigió el equipo hacia la choza. Cuando el trineo se detuvo ante la puerta, Kendra notó con espanto que era la casa de su destacada alumna, Amy Ekseavik, que allí había sido criada y allí vivía ahora, ayudando a su madre viuda. La jovencita apareció en el oscuro umbral, mirando furiosamente a los perros por debajo del espeso flequillo. y entonces vio a su maestra envuelta en mantas.

Fue un reencuentro glacial, pues Amy había perdido hasta la leve humanidad que se había permitido adquirir bajo el cuidado de Kendra. Mantuvo a los visitantes a distancia y, cuando ellos pidieron ver a su madre, se apartó sin decir nada.

Por la viuda, Kendra supo que se había establecido un acuerdo por el cual la madre, supuestamente, daba enseñanza a la niña en su propia casa. Así se cumplía con la ley del estado, aunque hubiera buenas escuelas en la zona. Pero resultaba obvio que la Rama finalmente encendida en esa criatura milagrosa, durante el año escolar anterior, se había apagado o vacilaba tanto que pronto se extinguiría.

Angustiada por haberse entrometido en la vida de Amy y en sus problemas sin solución, Kendra se despidió torpemente de la niña y volvió hacia el norte, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando se detuvieron a descansar dijo a Rick:

- Se me parte el corazón. Es demasiado horrible.

Y se derrumbó contra la chaqueta de su compañero, sollozando. Cuando él quiso saber de qué se trataba, le contó la gélida llegada de Amy a la escuela, el año anterior, y su gradual deshielo, hasta convertirse en una de las niñas más brillantes y prometedoras que Kendra conociera en su vida.

- Tal vez hayamos hecho algo espantoso, Rick, al pasar por aquí y recordarle mundos perdidos. -Los temores de Kendra estaban justificados. Tres días después llegó a Desolation la noticia de que Amy Ekseavik, de quince años y con un futuro brillante, había salido de la cabaña mientras su madre dormía, dejando el cuaderno de tareas abierto en la mesa, para suicidarse con la escopeta de su padre.

Ese primer año de Kendra al norte del Círculo Polar Ártico estuvo lleno de sorpresas por las costumbres locales, hasta alcanzar mesetas de las que se congratulaba: «Ahora entiendo Alaska», seguidas por explosiones que la obligaban a confesarse: «En realidad, no sé nada». Pero ninguna de las grandes revelaciones la dejó tan estupefacta como la llegada a Desolation de una mujer alta y decidida, que vivía con su familia en una cabaña de troncos, unos trescientos kilómetros al este, en uno de los rincones más desolados del territorio, donde tenía un albergue para cazadores, se podían pescar peces espectaculares y cazar piezas de caza mayor.

Venía acompañada de su hijo y traía una proposición notable:

- Desde que mi hijo era niño le doy clases en casa, concursos por correspondencia que me envían desde Estados Unidos. Aunque es algo temprano, creo que debería presentarse a los exámenes oficiales, pues estoy convencida de que tiene talento para ir a la universidad.

Luego presentó a su hijo: Stephen Colquitt, de un metro ochenta y dos centímetros, tímido, pero cuyos oyos volaban de un lado a otro como los de un halcón, absorbiéndolo todo.

- He venido a preguntarle… -explicó la mujer al director Hooker, nerviosa-. Tenemos buenos informes de la señorita Scott; dicen que es una buena profesora de matemáticas. Y queremos saber si estaría dispuesta a preparar a Stephen en álgebra.

Hooker se sintió incómodo.

- Eso sería muy irregular… tal vez imposible. No podemos inscribirle en nuestra escuela si no vive en nuestro distrito.

- ¡Oh, no tenemos intención de inscribirle aquí. Lo que queremos son clases particulares. -Antes de que el director pudiera responder, añadió-: Estamos dispuestos a pagar las clases.

- Yo no cobraría nada -dijo Kendra-. Será un placer desempolvar mi álgebra.

- Y la trigonometría -agregó Stephen.

- Echaremos un vistazo a eso también.

Las semanas siguientes fueron tan productivas que Stephen, con su galope triunfal por el álgebra, la geometría y la trigonometría, la alejó un poco de los remordimientos por la muerte de Amy. Una noche, Kendra dijo a Afanasi y a Hooker:

- Es increíble lo que ha logrado esta señora con esos cursos por correspondencia. Cuando Stephen presente los exámenes oficiales tendremos que hacernos a un lado, porque va a reventar el sistema.

Kasm Hooker quedó impresionado en un sentido muy diferente:

- El padre jugaba un poco al baloncesto en el colegio y tienen una cancha reglamentaria junto al río. Las jugadas que conoce este chico no os las podéis ni imaginar.

En los partidos amistosos que celebraba la aldea cuando no había escuelas visitantes, se acordó que Hooker jugaría con Colquitt uno a uno. En el primer partido el muchacho dejó atónitos a todos desplegando una gran habilidad para pasar la pelota sin que tocara el suelo; pero lo que provocó gritos de elogio fue su diestro uso del doble salto. Parecía que iba a tirar, engañando así a Hooker, que saltaba para bloquearle el tiro; entonces él retenía la pelota y la arrojaba en el momento en que Hooker descendía, fuera de posición.

- ¿Dónde has aprendido eso? -preguntó el jadeante director, durante una pausa.

- Papá tiene una antena parabólica y yo solía observar a Earl.

Cuando llegaron las notas obtenidas por Steve en los exámenes oficiales, todo el mundo pudo comprobar lo que la señora Colquitt sabía desde un principio:

- Este muchacho puede ir a cualquier universidad -dijo Hooker, habituado a notas que no llegaban a los cuatrocientos puntos. Entonces envió cartas de recomendación a diversas instituciones, añadiendo también una nota del entrenador de Fairbanks:

En los tiempos en que Creighton tenía un equipo, tanto yo como Kasm Hooker, de Desolation, jugábamos bastante bien al baloncesto; por eso puedo asegurar que este jovencito de dieciséis años, con una estatura de un metro ochenta y dos, que no dejará de aumentar, está en condiciones de jugar en cualquier equipo importante. Ha tenido que practicar solo, sin posibilidades de jugar con un equipo. Si se le da esa oportunidad, será otro Johnson.

En la primavera, Harry Rostkowsky trajo cartas de nueve grandes universidades y colegios mayores que ofrecían a Stephen Colquitt becas; otras seis lo querían para sus equipos de baloncesto. Su madre y Kendra clasificaron los ofrecimientos y se decidieron por Virginia, lo cual satisfizo también a Hooker y a Steve.

La noche en que terminaron de llenar los formularios de ingreso, Kendra no pudo dormir. Estaba tratando de imaginar cómo había podido esa mujer producir semejante genio, viviendo en una cabaña remota y sin una sola ventaja, salvo cursos por correspondencia y la televisión por vía satélite. «Al parecer no se necesitan escuelas de ochenta y cuatro millones de dólares. Claro que eso ayuda».

Pero al reírse de esa conclusión, Kendra se echó súbitamente a temblar, abrumada por un terrible malestar espiritual.

Vestida sólo con su camisón, salió de su apartamento para llamar furiosamente a la puerta de Kasm Hooker. Después de un largo silencio, pues eran casi las dos de la mañana, la señora Hooker abrió la puerta, exclamando:

- ¡Por Dios, hija! ¿Qué pasa?

Al verla entrar, temblando como por efectos de alguna fiebre misteriosa, el matrimonio comprendió que la maestra no podía dominarse.

- ¡Siéntate, Kendra! Ponte esta bata. Ahora cuéntanos: ¿qué demonios ocurre?

Sólo después de beber un poco de chocolate caliente, preparado por la señora Hooker, Kendra recobró en parte la compostura:

- Estuve pensando en Stephen y en su buena suerte.

- Eso no es un motivo para llorar -observó Kasm-. Martha y yo lo estuvimos festejando. -Y añadió, casi hosco-: Pero eso fue hace tres horas.

- También yo. Pero mientras me felicitaba… y también a él… pensé en Amy… muerta en el lodo.

Y rompió en sollozos convulsivos. Los Hooker, habituados a lidiar con una catástrofe al menos una vez al año, la dejaron llorar. Al cabo de un rato ella levantó la vista, patéticamente, y preguntó:

- ¿Por qué un muchacho blanco, con una madre decidida, puede alcanzar las estrellas, cuando una niña igualmente brillante, pero hija de una esquimal, fracasa? -Miró acusadoramente a Hooker-. Hasta usted envió cartas para ayudarle. En cambio nadie movió un dedo para ayudar a Amy.

- Tú fuiste muy buena con ella, Kendra -aseguró la señora Hooker-. Kasm me lo dijo.

- Parece tan injusto… Tan horrible, en lo social y en lo moral…

Kasm encendió una pipa y dijo, golpeándose los dientes con la boquilla:

- Si usted permite que las tragedias escolares la afecten tanto, Kendra, tal vez debería pensar en abandonar la enseñanza. Lo digo sinceramente.

- ¿Usted no las toma en serio?

- En serio, sí. Trágicamente, no. Tampoco permito que afecten mi vida interior. -Antes de que Kendra pudiera protestar por esa falta de humanidad, el director se sentó junto a ella, mientras su esposa traía otra taza de chocolate, y le tomó una mano-. A partir de la escuela secundaria, jamás he estudiado ni enseñado en un lugar en el que no haya muerto un chico, varón o mujer, por suicidio o por algún accidente terrible.

- ¿Y qué hacía usted?

- Enterrarlos, consolar a los padres y continuar con mi trabajo. Porque esas cosas no se pueden evitar. Sólo es posible adaptarse.

- Me niego a adaptarme a tamaña injusticia.

- En ese caso, Kendra, tiene razón mi esposo. Si permites que la vida de tus alumnos te afecte hasta ese extremo, tal vez te convenga dejar la enseñanza. Si continúas, te destruirá.

Kendra reaccionó a ese sabio consejo, nacido de años de experiencia docente, con un renovado ataque de temblores, tan convulsivos que la señora Hooker se sentó para tomarle la otra mano:

- ¿Qué edad tienes, Kendra?

- Veintiocho.

- Es muy importante que te cases. Afanasi me contó que ese joven abogado, ese tal Keeler, te tiene muchísima estima. Y veo que también te ronda el hombre de los perros, el que vive al norte de la aldea. Cásate con uno de ellos mientras tengas la oportunidad. Si te quedas en Alaska para convertirte en una maestra solterona, que se aflije por todos los desastres de los esquimales, se te partirá el corazón.

Pero Kendra parecía no escuchar.

- Para los jóvenes esquimales todo parece muy injusto.

- Para todos los jóvenes, siempre. Hace años, cuando yo enseñaba en Colorado, el problema eran los coches veloces y la marihuana.

- Y un punto muy importante -añadió la señora Hooker-: a los esquimales no les gusta que las maestras de buen corazón, como tú, se interesen demasiado por sus problemas familiares. En realidad, les desagrada. La muerte es algo que ocurre, que siempre ha ocurrido, y ellos no quieren que nadie ande metiendo las narices y llorando en público.

Los Hookers acompañaron a Kendra a su cuarto. Por la mañana, la señora le llevó otro poco de chocolate caliente.

En marzo, toda Desolation centró su interés en la potente radio de onda corta que poseía Vladimir Afanasi, pues de hora en hora transmitía las novedades de la Iditarod. Con buen clima, para variar, los sesenta y siete equipos partieron de Anchorage, para recorrer un trayecto que ese año cubría mil ochocientos treinta kilómetros, con veintisiete paradas opcionales donde podían obtener alimentos para perros y conductores. Rick había comprado enormes cantidades de salmón seco para sus perros; Kendra preparó para él un gran montón de galletas de chocolate, llenas de pacanas, sabrosas y alimenticias. A Rick también le gustaban los higos secos, pues podía chupar las semillas cuando desaparecía la pulpa. En cada punto establecido, los equipos debían descansar durante veinticuatro horas seguidas y había veterinarios que examinaban a los animales. En los últimos años dos mujeres habían resultado ganadoras (la segunda, con el asombroso tiempo de once días y quince horas); en los campamentos todos se preguntaban si esa vez sería un hombre el que pudiera reclamar el trofeo y el primer premio de cincuenta mil dólares.

Rick, uno de los veintiséis que probaban suerte por primera vez, sabía que no tenía posibilidades de ganar contra los hábiles expertos que habían participado muchas veces desde el comienzo de la competición, en 1973, pero reveló a Kendra que esperaba terminar entre los nueve primeros y en no más de quince días.

Durante la primera semana de carrera pareció ocurrir de todo. Los alces, impulsados hacia el sur por las ventiscas, cruzaron la ruta marcada; alterados por los perros, mataron a coces a seis animales, cuyos conductores tuvieron que abandonar. Una tempestad intensamente fría llegó desde el norte, en contra de lo que era habitual, haciendo que otros siete participantes se retiraran de la carrera. La misma tormenta impidió que diez o doce aviones entregaran el salmón seco a los puntos de aprovisionamiento, a lo largo de la ruta. Privados así de combustible, se podría decir, algunos competidores se vieron obligados a abandonar. En Ruby, un participante de Nome ganó dos mil dólares por ser el primero en cruzar la meta que marcaba la mitad del recorrido, pero Rick vio que ya habían abandonado dieciocho corredores, con equipos tan buenos como el suyo.

En Desolation, Afanasi, Hooker y Kendra montaron una guardia de veinticuatro horas junto a la radio. Vladimir la manejaba en las horas de clase; los maestros se turnaban por la noche. Así recogieron suficientes noticias fragmentadas como para saber que Rick aún estaba entre los competidores, aunque no pudieron determinar qué puesto ocupaba. Por fin, el decimotercer día, un hombre de la aldea irrumpió en el aula donde Kendra estaba enseñando álgebra a sus alumnos.

- ¡Cuando partieron de Unalakeet, Venn iba tercero!

Poco después Afanasi corrió a la escuela con la confirmación:

- Por Dios, ningún novato tiene derecho a ocupar el tercer lugar.

Pero Kendra dijo:

- Polar bien puede ser el mejor perro guía de toda la carrera.

Y con la ardiente aprobación del señor Hooker, dieron por terminadas las clases del día para reunirse junto a la radio, donde escucharon fragmentariamente el relato de uno de los incidentes más dramáticos en la historia de las Iditarod. Afanasi explicó la situación a Kendra:

- Esto no es como una carrera olímpica, en la que todos los participantes van en grupo. En la Iditarod están diseminados. El hombre de Nome que va adelante lleva casi medio día de ventaja; nadie lo alcanzará. El del puesto dieciséis puede estar un día y medio más atrás. En cuanto al último, quizá una semana entera.

Hooker interrumpió:

- Pero esta vez, al parecer, todos van agrupados.

Y tenía razón.

Una mujer, que nunca había pasado del decimocuarto puesto, ocupaba el segundo lugar. Pero mientras azuzaba a sus perros por el hielo de Norton Sound, un alce que se acercaba a la costa cayó presa del pánico, corrió hasta enredarse con los perros y, al liberarse, pateó a la mujer en el estómago y las piernas, hiriéndola de gravedad. Rick, que iba en el tercer lugar, bastante más al sur y ya a salvo en el tramo de hielo que llevaba hasta la línea de llegada, vio lo que ocurría. Otros cinco participantes lo vieron también, pero se apresuraron para ocupar los nueve primeros puestos, tan codiciados. Rick, en cambio, se desvió a un lado y, exigiendo a Polar la máxima velocidad, llegó a tiempo para ahuyentar al enfurecido alce y poner en su trineo a la mujer herida.

Con la muerte de dos de sus perros, ella no tenía ninguna posibilidad de continuar compitiendo, pero se vio capaz de llegar hasta el final por sus propios medios, de modo que le dio las gracias a Rick por su ayuda y le abrazó, diciéndole:

- Continúa. Tú sigues compitiendo.

Pero él no podía dejarla así, con los perros muertos aún enganchados y necesitada de atención, de modo que abandonó la carrera por unas dos horas, para retirar a los perros muertos y atender las heridas de la conductora. Luego la dejó partir hacia Nome.

Nunca recuperó el tiempo perdido por ese gesto caballeresco. A medida que los otros corredores pasaban a toda velocidad, comprendió que había perdido toda posibilidad de ocupar el tercer puesto y, probablemente, de terminar entre los nueve primeros. Efectivamente, acabó decimotercero, pero fue vitoreado al cruzar la línea, pues la mujer había contado lo ocurrido a un periodista apostado en el trayecto. Un borracho que salió de su bar hizo la observación más atinada:

- Nunca pensé que llegaría el momento en que vitoreara a un hijo de puta de Ross Raglan, pero éste vale la pena.

Y esa noche, Rick, por su noble acción, fue el héroe de la ciudad.

El ganador, un recio veterano de Kotzebue, había terminado en catorce días, nueve horas, tres minutos y veintitrés segundos, pero la carrera sólo terminó una semana después, cuando el último de los cuarenta y seis conductores restantes llegó a duras penas para recibir la honrosa lámpara roja, símbolo de la luz que solía brillar en el último coche de los trenes, para indicar que habían pasado todos los vagones. Era un estudiante de la Universidad de Iowa; había tardado veintiún días y dieciocho horas en concluir esa penosa carrera, pero estaba casi tan orgulloso de su lámpara roja como el ganador de sus cincuenta mil dólares.

Cuando Rick volvió a Desolation, con Polar y los otros doce perros, se lo recibió como a un héroe. Muchos aldeanos se agolparon en las perreras de Kensington para prestar tributo al equipo que se había conducido tan honrosamente en la Iditarod. Su caballerosidad había sido tema de varios artículos en los periódicos de Seattle y Nueva York. La revista Time publicó su fotografía con el epígrafe: «Ganar no lo es todo». Esa publicidad provocó una larga carta de su abuelo, Malcolm Venn, presidente de Ross Raglan, Seattle. Era la primera vez que Rick tenía noticias suyas en más de dos años.

Esa tarde, después de que todos se fueron, mostró la carta a Kendra. A ella le gustó por su estilo viril y por el obvio orgullo que el anciano sentía por su aventurero nieto.

Cuando viajaste al norte te dije que imitaras a tu bisabuelo. No tengas miedo de intentar algo. Y si comienzas, termina a lo grande. Seguimos tu avance por las noticias sueltas que transmitía la televisión local y festejamos la perspectiva de que terminaras quinto y hasta tercero, pero estamos mucho más orgullosos de tu decimotercer puesto.

- Yo no recibo cartas como ésa de mis padres -dijo ella, sin autocompasión.

Y al mirarle, con el certificado de la Iditarod colgado en la pared, detrás de él, le vio bajo una luz mucho más clara. Le admiraba por el modo en que manejaba a sus perros, con amor y severidad, inyectándoles un feroz y leal impulso para competir. Disfrutaba de su humor irreverente y apreciaba el retrato que entreveía en la carta del abuelo: una familia estrechamente unida, en una larga tradición de respeto mutuo. Sobre todo, veía en él a un hombre más fuerte y más consolidado que Jeb Keeler. Algo de esos pensamientos debió de brillarle en los ojos, pues cuando estaba por salir del cobertizo para volver a la Residencia él la detuvo, preguntando en voz baja:

- ¿No es hora de que te quedes?

Y ella susurró:

- Sí. -Pues había hallado a un hombre al que podía amar.

Al día siguiente, por la tarde, en su propio alojamiento, Kendra hizo lo que cualquier persona honorable se habría sentido obligada a hacer: escribió una sincera carta a Jeb Keeler, agradeciéndole su valiosa amistad y explicándole que se había enamorado de otro: «Parece que ha desaparecido cualquier posibilidad de que nos casemos y lo siento muchísimo. Lo discutiremos en tu próxima visita a Desolation, pues ansío conservarte como amigo».

Después de cerrar el sobre dijo en voz alta, con la confianza que muchas mujeres han expresado en circunstancias semejantes:

- Bueno, esto ha terminado.

En esos días, justamente, estaban ocurriendo en Washington cosas que alterarían la vida de varias personas de la aldea; la más dramáticamente afectada sería Kendra.~La secuencia se inició cuando el gobierno de Estados Unidos despertó tardíamente al hecho de que la Rusia soviética, Canadá y hasta Noruega estaban avanzando rápidamente en la adquisición de conocimientos sobre el Ártico. Con un esfuerzo algo frenético por ponerse a su altura, el presidente había nombrado una prestigiosa comisión sobre asuntos árticos, que reunió a un consorcio de universidades estadounidenses, a fin de patrocinar y supervisar una minuciosa investigación. No sólo debían descubrir el modo de sobrevivir en ese clima, sino también cómo utilizar el Ártico, tanto en la paz como en la guerra. Una vez tomada la decisión y provistos los fondos, ese equipo de hombres y mujeres brillantes decidió que uno de los primeros pasos a tomar era proseguir los estudios iniciados años antes en T-3, la isla de hielo flotante. En cuanto eso quedó acordado, los eruditos a cargo del asunto empezaron a buscar a gente del Ártico que tuviera experiencia práctica en T-3, y eso los puso directamente en el regazo de Vladimir Afanasi, esquimal universitario que, cuando era joven, había tenido a su cargo durante tres años el mantenimiento y las operaciones de T-3.

La llamada telefónica provenía de la Casa Blanca; era el asesor científico del presidente:

- ¿Habla Vladimir Afanasi? ¿El que trabajó en T-3?… ¿Qué edad tiene usted ahora, señor Afanasi?… ¿Puede todavía trabajar en climas muy fríos?… ¿Y estaría dispuesto a reactivar T-3?… Ahora mismo… Claro,sabemos que T-3 desapareció hace tiempo, pero su sucesora… tal vez la llamemos T-7. Creo que es la siguiente… ¿Estaría usted dispuesto?… Eso me alegra mucho, señor Afanasi. No se imagina cómo ha sido elogiado por los hombres asociados con este proyecto. A propósito: ¿es usted ciudadano estadounidense?

- ¿Esto es un secreto de Estado o algo así?

- ¡Señor Afanasi! Si lo fuera yo no estaría usando una línea telefónica común. Nosotros sabemos lo que están haciendo los soviéticos y ellos saben lo que hacemos nosotros… o lo que estamos a punto de hacer. Bienvenido al grupo. Ya tendrá noticias nuestras.

Tres días después, una comisión de tres grandes especialistas en el Ártico (uno de Dartmouth, otro de Michigan y el tercero, de la Universidad de Fairbanks) se reunieron con Afanasi en Desolation. Durante tres días trabajaron intensamente en la reactivación de un puesto de investigación en lo que llamaban T-7. Había extendidos mapas del Ártico por todas partes. Se pusieron al día viejas listas del material requerido en T-3, se redactaron acuerdos formales y, al terminar esas reuniones, Afanasi, que era el de más edad entre los presentes, dijo:

- Quiero el derecho de contratar a mi propio asistente.

- Si es alguien calificado, sí. Y si pasa los exámenes de seguridad.

- No habrá problemas. Es alguien muy versado en asuntos árticos. Graduado en Stanford con excelentes notas. Y lo más importante: está disponible.

- ¿Vive por aquí?

- En las afueras de la ciudad. Voy a presentarlo.

Los cuatro hombres fueron a las Perreras de Kensington, donde los saludó el ladrido agitado de trece hermosos perros, que ellos admiraron por un momento.

Encontraron a Rick Venn tendido en la cama, leyendo uno de los grandes libros sobre la Antártida: El peor viaje del mundo, de Apsley Cherry-Garrard. El hecho de que un hombre de su edad conociera ese clásico hizo que se ganara el corazón de los tres eruditos.

- ¿Conoce usted la tragedia de Scott? -preguntó el hombre de Dartmouth.

Y Rick dijo:

- Un poco. Los relatos de Amundsen, algunos de los estudios recientes…

- ¿Usted es de Scott o de Amundsen? -preguntó el científico de Michigan, recordando las enconadas animosidades que habían atormentado a los dos exploradores del polo.

- Estrictamente de Amundsen. Él era un profesional, y Scott, un romántico.

- No tenemos nada que hacer con este joven -decidió el hombre de Michigan-. Está completamente echado a perder.

- Un momento -dijo Venn, poniéndose los pantalones-. Si yo quisiera escribir un poema sobre la Antártida, eligiría a Scott, por supuesto.

El de Michigan se echó a reír:

- No es lo ideal, pero sí aceptable. Continuemos.

Fue Afanasi quien habló. Rick quedó impresionado por el respeto con que esos eruditos trataban al viejo esquimal:

- En Barrow, Rick, teníamos un Laboratorio de Investigaciones Árticas, dirigido por la Marina. Hizo grandes cosas, pero el gobierno lo cerró. Para ahorrar dinero. Los rusos se nos han adelantado mucho en los conocimientos sobre el Ártico. Para alcanzarlos vamos a reactivar las investigaciones que realizábamos en T-3.

- Leí que se derritió hace tiempo.

- Eso mismo dije yo cuando abordaron el tema. Se trata de una isla nueva. La llaman T-7. Quieren que yo sea una especie de factótum. Y yo quiero que tú me acompañes y seas mi mano derecha.

- ¿Por cuánto tiempo? ¿Dos años, tres?

- ¿Quién sabe?

Rick Venn se quedó mudo. Eso era lo que todos los jóvenes capaces soñaban al graduarse: hallarse en el corazón de alguna gran iniciativa en su especialidad, rodeado de los grandes intelectos de las generaciones precedentes, para aplicar todo lo aprendido en los años de esfuerzos y proyectar lo aprendido hacia delante. Era la esperanza de los jóvenes médicos, geólogos, críticos literarios o geógrafos. Y rara vez se presentaba una oportunidad como la de T-7.

- Será un orgullo trabajar con ustedes -dijo por fin.

- ¿Qué hará con sus perros? -preguntó el de Dartmouth.

- Llorar un poco, despedirme de cada uno con un beso y entregárselos a otra persona. -El joven los miró desde dentro-. Me llevaron al decimo tercer puesto en la Iditarod, ¿saben?

- Se dijo que habría podido terminar tercero -comentó el de Michigan

- ¿Usted se enteró? ¿Tercero? quién sabe… -De pronto apartó la vista de los perros-. ¿Esto es secreto?

- No.

- ¿Y ya está en marcha! ¿me están ofreciendo trabajo!

Afanasi miró a los otros tres; el presidente de la comisión, el de Dartmouth, alargó la mano:

- Así es.

En el viaje de regreso a Barrow, en el Cessna de Rostkowsky, el profesor de Dartmouth dijo:

- ¿Se dieron cuenta de que ninguno de los dos habló de honorarios?

Y el de Michigan respondió:

- Este mundo es de ellos. Aman el norte y son parte de él. Hemos tenido una gran suerte al encontrarlos.

Esa tarde, sobre los mapas dejados por la comisión, Rick describió su nuevo trabajo a Kendra, que experimentó una punzada de aprensión al enterarse. El único hombre al que amaba iba a partir en una misión de duración indefinida:

- Desde hace cincuenta o sesenta mil años, y probablemente mucho más, en este extremo septentrional de Canadá llamado isla Ellesmere, hay inmensos glaciares, de los que ocasionalmente se desprenden témpanos tan monstruosos que no se los puede llamar témpanos. Son islas de hielo, que pueden medir hasta ochocientos kilómetros cuadrados y cuarenta y cinco metros de grosor.

- Eso es increíble.

- Es lo que dice todo el mundo al enterarse. Pero existen y navegan durante varios años por el Océano Glacial Ártico, en la dirección de las manillas del reloj, hasta que llegan al Atlántico. En 1912, una de ellas hundió al Titanic.

Le mostró el recorrido de la famosa T-3, que había navegado al norte de Alaska durante muchos años.

- ¿Por qué no se quedó en su sitio? -preguntó ella.

- Porque flotaba en un océano. Al parecer, nadie comprende que al decir «Ártico» hablamos de un océano; al decir «Antártico» de un continente. -Luego le reveló el dato más notable-: Las islas son tan grandes y tan planas que es bastante fácil trazar en ellas una pista aérea, durante el tiempo que sea necesaria. Se puede aterrizar hasta con un 747 en una isla de hielo, como hacen los rusos.

- ¿Ellos tienen algunas de esas islas flotantes? ¿Y nosotros, otras?

- En realidad, no. Oficialmente, no. Pero funciona así. Al menos, funcionaba. -Entonces pasó a los motivos por los que Estados Unidos había decidido reactivar un puesto de investigación en una isla de hielo-. Rusia está mucho más adelantada que nosotros en su capacidad de aprovechar el Ártico. Ellos siempre han tenido hombres en las islas de hielo. Nosotros hicimos un intento y abandonamos. Lo cierto es que prácticamente les hemos puesto el Ártico en las manos.

- ¿Y los tres hombres que vinieron en avión? -En Desolation, hasta los niños se enteraban si llegaba una carta importante-. ¿Van a ponerlo otra vez en marcha?

- Sí, y quieren que Vladimir supervise las operaciones.

- ¿Y él quiere que tú le ayudes?

- Sí.

- ¿Y has aceptado?

- Sí.

Ella habría querido gritar, desesperada: «¿Y nuestras relaciones?». Pero comprendió intuitivamente que, para perder a un hombre fuerte como Rick Venn, la manera segura era atarlo con lágrimas o sujetarlo con obligaciones; él se liberaría de las ataduras y saldría volando. Kendra sospechaba también que el joven aún no estaba preparado para un compromiso definitivo, de modo que enfocó su problema de forma indirecta:

- ¿Qué harás con los perros?

- Tenía la esperanza de que tú los cuidaras hasta hallar a alguien que los quiera.

- ¿Quieres que los venda?

- Si puedes. Si no, regálalos. Pero sólo a alguien que los haga correr. -Miró a los perros que tan bien le habían servido-. Son campeones. Merecen competir. Lo llevan en la sangre.

Esas palabras tuvieron para Kendra un significado especial. Vio a Rick como un campeón destinado a competir. Y la isla de hielo era un desafío adecuado. Pero el hecho de que lo comprendiera no hacía que se sintiera menos sola, como todas las mujeres que han dejado pasar a un buen hombre para probar suerte con otro mejor, perdiéndolos a ambos en la apuesta.

- Y yo debo quedarme aquí, año tras año, cuidando de tus perros.

Aquello no marchaba como ella había querido, pero fueron los ojos de Rick los que se llenaron de lágrimas, no los suyos.

- ¡Querida! Me he buscado a una mujer de verdad. Volveré.

- ¿Y estás seguro de que yo esperaré dos años o lo que sea? ¿Cómo sabes que, si Jeb viene a llamar a mi puerta, no diré: «Al diablo con todo, me caso con él»?

- Estoy seguro de que no -replicó él, simplemente.

Y repitiendo su promesa de volver para casarse con ella, cerró el cobertizo donde habían sido tan felices, entregó sus perros y voló con Afanasi a Barrow. Después viajó seiscientos kilómetros hacia el norte, sobre el Océano Glacial Ártico, hasta una isla de hielo flotante, de diecisiete kilómetros de longitud y cinco de anchura, que esperaba una tardía experimentación.

Aparte de esa comisión estadounidense, había otros expertos interesados en el Pacífico Norte. Dos de los mejor informados vivían en pequeñas aldeas asiáticas, donde pasaban sus días y muchas de sus noches dedicados a estudios que de algún modo afectarían a Alaska, si no inmediatamente, sí a medio plazo, pues esos dos hombres apreciaban mejor que ningún estadounidense la posición de ese territorio como piedra fundamental del gran arco que encierra el Pacífico Norte.

Los dos hombres (el uno japonés, el otro ruso) no se conocían entre sí y cada uno ignoraba la existencia del otro. Pero ambos tenían en la pared de su estudio un gran mapa donde se veían todas las naciones que rodeaban el Pacífico: desde Chile, en el extremo sudeste, pasando por México y Estados Unidos al este, Siberia y Japón por el oeste, y descendiendo por el sudoeste hasta Indonesia, Australia y Nueva Zelanda. Era un territorio colosal, más aún teniendo en cuenta la proliferación de puntos rojos y negros que sembraban la circunferencia de ese vasto océano. En realidad, el mapa daba la impresión de que cien abejas habían picado sitios como Colombia, Kamchatka y las Filipinas, levantando feas ronchas rojas. Eran los grupos de volcanes, apagados y activos, que encerraban el Pacífico en un anillo de fuego. Eran las altas montañas explosivas, con nombres tan poéticos como El Misto, Cotopaxi, Popocatepetl, Monte Shasta, Fujiyama, Krakatoa, Vulcan y Ruapehu, que delataban el violento carácter de esas zonas.

Los puntos negros, mucho más numerosos, indicaban los sitios en que, en tiempos históricos, la tierra había sido sacudida por desvastadores terremotos; gruesas cruces negras señalaban los temblores que nivelaron sectores de la ciudad de México en 1885, de San Francisco en 1906, de Anchorage en 1914, de Tokio en 1923, de Nueva Zelanda en 1931. Bastaba echar un vistazo a esos mapas para revelar el constante ataque de la lava y los temblores de tierra a lo largo del Pacífico, registro de la fuerza tremenda e implacable de las placas errantes.

Así, cuando la placa de Nazca se retiró bajo la placa continental, los bordes se fragmentaron y partes de la ciudad de México se derrumbaron. Cuando la placa del Pacífico rozó la placa de Norteamérica se produjo el incendio de San Francisco, y cuando el lado opuesto de la placa del Pacífico se retiró bajo la placa Asiática, los edificios de Tokio cayeron hechos trizas. Cuando la parte norte de la placa del Pacífico se abrió paso por debajo del poco profundo mar de Bering, emergió de modo colosal la cadena de volcanes más concentrada del mundo, mientras la familia de terremotos más incesante de la Tierra sacudía el continente y, si se iniciaban debajo del mar, enviaban grandes tsunamis que se extendían por todo el Pacífico.

Alaska, que ocupaba la corona de ese llameante anillo, tenía una posición de preeminencia, no sólo geográfica, como vínculo entre Asia y América del Norte, sino también económica y militar. En esos últimos años del siglo, al experto japonés le interesaba primordialmente lo económico; al ruso, lo militar.

En una hermosa aldea de montaña, a unos treinta kilómetros de Tokio, en el pequeño río Tama, continuaba sus estudios Kenji Oda, el hábil montañero que había rescatado a Kimiko Takabuki de su caída en la grieta. Tamagata, aldea de graciosas casas de madera y piedra al estilo japonés tradicional, había sido escogida por la poderosa familia Oda como centro de sus operaciones de investigación. La familia tenía muchos intereses comerciales, pero Kenji, el mayor y el más capacitado de los varones de la tercera generación, se había concentrado en las propiedades de pulpa de madera. Para perfeccionar sus conocimientos en esa especialidad internacional, se familiarizó con los bosques de Noruega, Finlandia y el estado de Washington, en Estados Unidos. Mientras se ocupaba de esos intereses papeleros en Washington, escaló el monte Rainier en pleno invierno, con un equipo de aficionados estadounidenses.

Tenía ahora treinta y nueve años; disfrutaba de su retiro en Tamagata, que le proporcionaba un ambiente tranquilo en el que reflexionar a distancia sobre el equilibrio de esos mercados internacionales; además, desde allí tenía fácil acceso a los vuelos internacionales que partían de Tokio casi cada hora, hacia todas las partes del imperio familiar: las fábricas de Sao Paulo, los hoteles recién adquiridos en Amsterdam, los bosques de Noruega y Finlandia. Pero cuanto más estudiaba los problemas que existían mundialmente con el papel y el limitado acceso de Japón a las grandes selvas, veía con más claridad que los bosques de Alaska, casi infinitos, debían convertirse en blanco principal para quien estuviera interesado en la fabricación y distribución de ese elemento.

- Por muchas razones prácticas -dijo a su grupo de estudio-, las selvas de Alaska están más cerca de Japón que de los centros principales de Estados Unidos. Un fabricante del este estadounidense puede conseguir con más facilidad pulpa de madera en las Carolinas, en Canadá o Finlandia que en Alaska. Nuestros grandes barcos pueden andar en los puertos alaskanos, cargar pulpa y volver a través del Pacífico Norte, hacia nuestras plantas de rayón y papel, aquí en Japón, con mucho menos gasto del que tendrían los estadounidenses si transportaran esa misma pulpa en camiones o por tren.

Un representante de la Compañía Naviera Oda señaló que la distancia marítima entre Japón y Sitka era bastante mayor de lo que Kenji indicaba. Este último rió entre dientes:

- Usted tiene buena vista. Pero si llevamos a cabo esto no iremos a Sitka. He echado el ojo a una isla bastante grande, al norte de Kodiak, a este lado de la bahía.

Y señaló una isla densamente boscosa, que suministraría materia prima a las Papeleras Oda durante los siguientes cincuenta años.

- En nuestros viajes a Denali -explicó a los hombres-, nuestro avión se abrió paso entre las nubes justo aquí; hacia abajo vi esta isla sin aprovechar. Como ya habíamos iniciado el descenso hacia Anchorage, estábamos a baja altura y pude apreciar que era selva virgen; pícea, probablemente, fácil de talar, fácil de reducir a pulpa, fácil de llevar a nuestras plantas en forma líquida.

- ¿Hay alguna posibilidad de que consigamos la explotación a largo plazo? No hablo de obtener la propiedad, directamente.

Antes de responder a esa difícil pregunta, Oda tomó una actitud reflexiva. Luego contempló el gran mapa que ocupaba casi toda la pared, frente a los hombres, y señaló Alaska:

- Estratégicamente hablando, esta zona pertenece más a Japón que a Estados Unidos. Todos los recursos naturales de Alaska son más valiosos para nosotros que para Norteamérica. El petróleo de Prudhoe Bay debería estar viniendo a nosotros, directamente por el Pacífico. El plomo, el carbón y, por cierto, la pulpa de madera. Los coreanos no son estúpidos, están metiéndose en todas partes. China va a mostrar un enorme interés por Alaska. Singapur y Taiwan podrían aprovechar los recursos de Alaska con tremendos beneficios.

Cuando las atractivas azafatas interrumpieron la discusión para traer el té de la mañana con galletitas de arroz, Kenji aprovechó la pausa para sugerir que salieran al jardín, donde la belleza del paisaje japonés, tan cuidado en comparación con lo que había visto de Alaska, serenaría a los hombres. Al reanudarse la reunión, dijo:

- Se comprende mejor a Alaska si se la mira como a un país del Tercer Mundo, una nación subdesarrollada cuyas materias primas han de ser vendidas a los países más desarrollados. Estados Unidos jamás aprovechará debidamente Alaska; nunca lo ha hecho y jamás lo hará. Está demasiado lejos, es demasiado fría… Norteamérica no tiene idea de lo que posee y muestra muy poco interés en averiguarlo. Eso nos deja el mercado abierto.

- ¿Qué podemos hacer al respecto? -preguntó uno de los hombres.

- Ya lo hemos hecho -replicó Kenji-. La última vez que fui a Denali, a mi regreso inicié negociaciones para alquilar esa isla boscosa. Bueno, la tierra no, ya comprenderán ustedes, porque ellos no lo permitirían. Pero sí el derecho a talar árboles, construir un molino y edificar un muelle para nuestros barcos.

- ¿Hubo suerte?

- ¡Sí! Tengo el placer de informarles que, tras varios meses de dificilísimas negociaciones… Los alaskanos distan de ser estúpidos. Creo que aprecian su situación tan claramente como nosotros. Se saben huérfanos en su propia tierra. Saben que deben cooperar con los mercados asiáticos. Y saben… al menos las personas con que traté sabían lo profundo que sería su vínculo con China y con Rusia. No pueden escapar. Por eso no tuve problemas para que me prestaran atención. Creo que preferían comerciar con Japón, vendiéndonos la madera, el petróleo y los minerales por lo que nosotros podamos suministrarles a cambio.

Casi todos los miembros del grupo habían llegado a Tamagata en coche, antes del desayuno; ahora descansaban al sol, masticando sembei y bebiendo té. Uno de ellos, que enseñaba geografía como consejero a media jornada en una universidad, dijo:

- No quiero pasar por el gran experto en geopolítica, pero ese mapa, allí dentro… ¿No podríamos echarle otro vistazo?

Cuando estuvieron sentados como antes, continuó:

- Nosotros y China tenemos una afortunada ventaja en nuestros posibles acuerdos con Alaska. Pero ¡miren ustedes qué cerca está Alaska de la Rusia Soviética! En estas dos pequeñas islas, que no figuran en este mapa, las dos superpotencias están separadas por dos kilómetros. Si se permitiera el viaje aéreo comercial entre las dos zonas… aquí arriba, donde sobresalen las dos grandes penínsulas, separadas por unos noventa kilómetros, se podría cubrir la distancia en unos diez minutos.

- ¿Adónde quiere usted llegar? -preguntó Oda.

Y el hombre dijo:

- Creo poder predecir que Alaska y la Unión Soviética siempre tendrán sospechas mutuas. No hay comercio ni amistad posible. Además, lo que Alaska tiene, Siberia lo tiene también, de modo que no son socios comerciales por naturaleza. Por el contrario, lo que tiene Alaska es lo que nosotros necesitamos, lo que necesitan Taiwan y Singapur, por no mencionar a China.

- ¿Su conclusión?

- Construyamos la planta de pulpa. Enviemos nuestros barcos de carga a… ¿Cómo se llama la isla?

- Kagak. Antigua palabra aleuta, según creo, que significa algo así como horizontes magníficos.

- Enviemos nuestros buques a Kagak. Pero mientras tanto, no olvidemos las minas de cobre, ese petróleo que, según el sentido común, debería venir a nosotros, y cualquier otra cosa que ese gran territorio desierto pueda proporcionarnos en el futuro.

Oda tomó entonces la palabra:

- Desde hace algún tiempo tengo muy claro que el papel de las naciones del Tercer Mundo es proporcionar materias primas a buen precio a las naciones tecnológica y culturalmente más avanzadas. Que los países como Japón y Singapur apliquen la inteligencia y la habilidad mecánica a esos materiales; luego pagarán por ellos enviando a los países del Tercer Mundo sus productos terminados, sobre todo aquellos que por falta de habilidad, no podrán inventar ni fabricar por sí mismos.

Varios jóvenes, bien informados sobre el comercio internacional, señalaron que ese tipo de intercambio quizá no fuera posible indefinidamente. Oda indicó la calculadora que había estado usando su experto en finanzas:

- Watanabe-san, ¿cuántos botones tiene su calculadora? Como ustedes pueden ver, no es más grande que un naipe.

Watanabe tardó más de un minuto en resumir la intrincada y maravillosa capacidad de las treinta y cinco teclas de su calculadora manual:

- Diez teclas para los dígitos y el cero. Veinticinco más para diversas funciones matemáticas. Pero muchas de las teclas operan hasta tres funciones diferentes. En total: treinta y cinco teclas visibles, más sesenta y tres funciones variables ocultas, suman noventa y ocho opciones.

Oda sonrió:

- Cuando compré el predecesor de ese milagroso artefacto de Watanabe, me ofrecía diez numerales y las cuatro funciones aritméticas. Era tan simple que cualquiera podía manejarla. Pero cuando se añaden ochenta y ocho funciones adicionales, se la pone por encima de la capacidad de la persona no preparada. Y casi todos los habitantes del Tercer Mundo están en esa categoría. Tendrán que dejar que nosotros nos ocupemos de pensar, inventar y fabricar.

- Un momento -protestó uno del equipo-. En nuestro último viaje visité la Universidad de Alaska, en Fairbanks. Allí tienen veintenas de estudiantes de ingeniería que pueden manejar ordenadores más grandes que la calculadora de Watanabe.

- ¡Exacto! -concordó Oda-. Pero cuando se gradúen buscarán trabajo en lo que ellos llaman «Los cuarenta y ocho de abajo». Sin ellos, Alaska seguirá siendo una nación del Tercer Mundo. No lo olvidemos. Cortesía, ayuda, actitud modesta; escuchemos en vez de hablar y proporcionemos, en toda ocasión, la asistencia que Alaska necesita. Porque nuestra relación con ese gran depósito no utilizado puede ser una magnífica ayuda para ambas naciones.

Según estos principios, Kenji Oda y su esposa, Kimiko, que conocía profundamente Alaska, se trasladaron a la isla de Kagak, al norte de Kodiak, para establecer la gran Compañía Unida de Pasta de Papel de Alaska. Era significativo que la palabra «japonesa» no apareciera ni en el nombre ni en el material impreso de la firma. Tampoco participarían trabajadores japoneses en la construcción de la complicada planta, que reduciría las píceas de Kagak a pulpa líquida, para ser llevada por el Pacífico hasta Japón. Y cuando la planta estuvo lista para operar, no apareció ningún japonés para talar los árboles. Sólo tres ingenieros nipones se establecieron en Kagak, para supervisar la compleja maquinaria.

Kenji y Kimiko, sí. Instalaron su residencia en una modesta casa de la isla y alquilaron en Kodiak una oficina, también modesta, a la que llegaban de vez en cuando técnicos altamente especializados de Tokio, para inspeccionar y supervisar los procedimientos. Al cabo de algunos meses, en una empresa en la que se habían invertido unos diecinueve millones de dólares, sólo había seis japoneses en escena y de los barcos que llevaban la pulpa a Japón, al menos la mitad navegaban bajo una bandera distinta de la del Sol Naciente, pues los grandes industriales de Japón estaban decididos a ocuparse de la explotación y aprovechamiento de la materia prima alaskana, pero no deseaban que ello fuera demasiado evidente para no generar así animosidades locales.

A ese respecto, el comportamiento de los Oda era ejemplar. Kenji no hacía nada que atrajera sobre él las críticas adversas, pero sí muchas cosas que aumentaban su reputación en la comunidad de Kodiak. ¿Se quería traer de Seattle a un cuarteto de cuerda? Él contribuía apenas un poquito menos que los tres ciudadanos principales. ¿Los talentos literarios del lugar producían un buen espectáculo al aire libre, sobre Baranov y la colonización rusa de las Aleutianas y Kodiak? Como experto en papel, él corría con todos los gastos de la impresión de programas. En dos ocasiones invitó a los principales funcionarios de Kodiak a pasar las vacaciones con él y Kimiko, en su boscosa aldea de Tamagata; y una vez pagó los gastos de dos profesores de la Universidad de Alaska en Anchorage, para que asistieran a un congreso internacional en Chile, sobre el anillo del Pacífico. Como resultado de estas contribuciones, él y Kimiko eran conocidos como «esos simpáticos japoneses, que tienen un interés tan creativo por Kodiak y Alaska». Entre quienes escuchaban esa evaluación, alguno añadía: «Y los dos escalaron el Denali; es más de lo que pueden decir los estadounidenses de por aquí».

Pero cuando se ausentaba de la planta de Kagak, cuando no estaba de vacaciones en Tamagata ni en Chile, asistiendo a algún congreso, Oda se dedicaba a investigar discretamente las partes remotas de Alaska, buscando sitios como Bornite, donde se podía hallar cobre, o Wainwright, que tenía ricas minas de carbón. Cierta vez oyó hablar de una lejana ladera del noroeste del ártico, que podía contener promisorias concentraciones de zinc. Después de enviar a Tokio muestras del material tomado en varios puntos de la zona, acordó un derecho de explotación por noventa y nueve años, sobre una vasta zona. En su siguiente visita a Tamagata, cuando se le interrogó sobre eso, dijo francamente y con tanta sinceridad como pudo:

- Japón no quiere «apoderarse de Alaska», como sugieren algunos críticos. Sólo queremos hacer con otras materias primas lo que ya estamos haciendo tan bien con la pulpa de madera. Permítanme destacar, por si surge el tema cuando yo no esté presente, que Alaska se beneficia tanto como nosotros con nuestro acuerdo. Podríamos decir que es la relación perfecta. Ellos venden una materia prima que no pueden aprovechar por falta de capital, y nosotros obtenemos los materiales que podemos procesar y que nos son de una gran utilidad.

- ¿Podemos hacer lo mismo con el plomo, el carbón y el zinc de Alaska?

- Mejor aún. Tienen menos volumen; las ganancias potenciales son mayores.

Los sabios japoneses estudiaron eso por algunos minutos, pues así funcionaba su imperio isleño: falta de materias primas, exceso de mano de obra, superexceso de cerebros. El único anciano, que había experimentado el gran rechazo experimentado por el mundo hacia un Japón similar, en la década de 1930, preguntó serenamente:

- Pero ¿cómo es posible que Estados Unidos nos permita obrar de este modo?

Y Oda le dio la única explicación sensata:

- Porque así lo han hecho desde 1867, cuando compraron Alaska con la idea de que era una zona inútil. Durante los primeros cincuenta años de posesión ignoraron totalmente lo que tenían, incapaces de percibir su verdadero valor. Aún persisten esos conceptos erróneos, que contaminan los procesos mentales de una nación. Y pasará buena parte del próximo siglo antes de que los líderes estadounidenses se den cuenta de lo que tienen en su «nevera». Mientras tanto, es preciso pensar en Alaska como si formara parte de Asia, y eso la pone limpiamente en nuestra órbita.

Ese mismo día, mientras los japoneses preparaban planes de largo alcance para utilizar las desaprovechadas riquezas de Alaska, otros industriales en Corea, Taiwan, Hong Kong, y Singapur llegaban a la misma conclusión y daban pasos similares para llevar a Alaska hacia su propia órbita.

El segundo intelectual asiático que, en esos días, contemplaba Alaska con asidua atención, era un hombre de sesenta y seis años que vivía en una pequeña aldea, al sur de Irkutsk, cerca del lago Baikal. Allí había reunido un tesoro de documentos familiares y estudios imperiales relacionados con la colonización y ocupación rusa de Alaska. Con el apoyo del gobierno soviético, se estaba convirtiendo en la indiscutible autoridad mundial sobre el tema.

Era Maxim Voronov, heredero de esa distinguida familia que había proporcionado a la Alaska rusa hombres y mujeres capaces, incluido el gran eclesiástico Vasili Voronov, que tomó como esposa a la aleuta Cidaq y la abandonó para convertirse en metropolitano de todas las Rusias.

Ahora, a una edad avanzada, aún delgado y erguido, pero con una abundante melena blanca que peinaba hacia atrás con los dedos, este Voronov se había retirado a la Irkutsk de sus antepasados, donde tenía la colección de documentos más destacada de Rusia sobre el descubrimiento de las Aleutianas y el gobierno colonial de Alaska. Puesto que conocía estos asuntos mejor que cualquier otro ruso, sabía ciertamente más que ningún esta~ dounidense. En el curso de sus laboriosos análisis de registros históricos, después de haber dedicado a eso los años comprendidos entre 1947 y 1985, llegó a ciertas conclusiones interesantes que comenzaron a despertar el interés del liderazgo soviético. Durante el verano de 1986, cuando el clima en el este de Siberia era casi perfecto, un equipo de tres expertos rusos en política exterior pasaron dos semanas de prolongadas discusiones con Voronov, en las que Alaska fue el centro del debate. Los tres eran más jóvenes que Maxim y respetaban su edad y su erudición, pero no su interpretación de los datos.

- ¿Cuáles serían sus conclusiones, camarada Voronov, en cuanto a las fechas practicables?

- Lo que voy a decir debería ser de importancia crucial para sus ideas, camarada Zelnikov.

- Por eso hemos venido a verlo. Continúe, por favor.

- A menos que se produzcan alteraciones imprevistas de la mayor magnitud, no veo ningún momento propicio antes del año 2030. Es decir: dentro de cuarenta y cinco años. Naturalmente, podría ser más.

- ¿Qué piensa usted?

- Primero: es probable que Estados Unidos siga siendo fuerte entonces. Segundo: la Unión Soviética no habrá adquirido aún suficiente superioridad, ni en poderío ni en liderazgo moral, como para que la acción sea posible. Tercero: Alaska tardará todos esos años en retrasarse hasta tal punto que nuestra acción le parezca a un tiempo sensata y tentadora. Y cuarto: el resto del mundo requerirá de ese tiempo para adaptarse a la justificación histórica y a la factibilidad de nuestra medida.

- Sus estudios, es decir, los trabajos básicos ¿estarán en mejores condiciones hacia el 2030?

- Yo no estaré aquí, por supuesto, pero quien me sustituya habrá podido perfeccionar mis estudios.

- ¿Ha pensado en algún sucesor?

- No.

- Sería conveniente que buscara uno.

- Eso significa que ustedes están dispuestos… Es decir, que Moscú da a esto suficiente importancia…

- Es vital. La cuestión está lejos, pero es preciso mantenerla en lenta ebullición. En el 2030 el camarada Petrovsky podría estar vivo aún. Y si no lo está, será otro.

Petrovsky sonrió, diciendo:

- Supongamos que por entonces aún estoy vivo. ¿Qué secuencia de pensamientos debería seguir entretanto?

Lentamente, con paciencia y gran convicción, Maxim Voronov detalló su visión de las relaciones futuras entre la Unión Soviética y Alaska. Mientras hablaba, sus visitantes moscovitas comprendieron que, en ocho generaciones, los Voronov de Irkutsk no habían dejado de pensar en las Aleutianas y en Alaska como una parte más del Imperio Ruso.

- Comenzaremos por un hecho que no es suposición. Alaska pertenece a Rusia por los tres derechos sagrados de la historia: descubrimiento, ocupación, gobierno establecido. Y por el derecho geográfico, porque Alaska era tanto parte de Asia como lo era de América del Norte. Y por el hecho de que, mientras la zona estuvo en poder de Rusia, ésta le dio un gobierno responsable, mientras que los estadounidenses, al ocupar la región, no lo hicieron. Y lo más convincente: nosotros hemos demostrado que podemos desarrollar creativamente nuestra Siberia, mientras que Norteamérica está muy por detrás de nosotros en su desarrollo del norte de Alaska.

»En sus análisis del futuro, los estadounidenses han inventado una palabra muy adecuada: "escenario", tomada del teatro. Significa "esquema ordenado,que indica cómo podrían desarrollarse las cosas. Lo que necesitamos ahora es un escenario soviético por el cual podamos recuperar la Alaska que nos pertenece por derecho, y hacerlo con un mínimo de trastorno en las relaciones internacionales.

- ¿Puede existir un escenario semejante? -preguntó Zelnikov.

Voronov aseguró a sus visitantes que no sólo podía existir, sino que tenía un plan para devolver a Alaska a la órbita rusa.

- Usaremos dos grandes conceptos: Rusia, en el pasado histórico, y la Unión Soviética en el presente, sin que haya discontinuidad entre ambas. Son una entidad moral y ninguna está en conflicto con la otra. Utilizaré la palabra «Rusia» cuando me refiera al pasado, y «Unión Soviética», al hablar del presente o del futuro. Nuestra misión consiste en devolver a Alaska al seno de la Rusia atemporal; nuestra Unión Soviética es el agente mediante el cual debemos trabajar. El escenario es simple, las reglas que lo gobiernan, implacables.

»En primer término: en las décadas venideras no debemos revelar nuestro objetivo, ni verbalmente ni en nuestros hechos, ni siquiera con el pensamiento más intrascendente. Si el gobierno estadounidense descubre nuestros propósitos, actuará para impedirlos. Yo no discuto estos planes con nadie, motivo por el cual no he señalado a ningún sucesor. Ustedes tres deben mantener sus planes también en secreto.

»En segundo término: no debemos hacer prematuramente una sola tentativa. Será el estado del mundo, no nuestras esperanzas, el que indique cuándo habrá llegado el momento de hacer conocer nuestras intenciones y nuestros reclamos. No sería demasiado esperar durante ochenta años el momento propicio, pues estoy seguro de que, a su debido tiempo, llegará.

»Tercero: la señal significativa será el declive del poderío estadounidense y, más importante aún, el gradual decaimiento de la voluntad estadounidense.

- ¿Podemos esperar ese declive? -preguntó Zelnikov.

Y Voronov replicó:

- Es inevitable. Las democracias se desgastan. Pierden impulso. Preveo el momento en que quieran liberarse de Alaska. -Hizo una pausa-. Tal como nosotros quisimos deshacernos de ella en 1866 y 1867.

Este paréntesis le llevó a su estrategia principal:

- Ahora olvidémonos de Rusia y concentrémonos totalmente en la Unión Soviética. Nuestro argumento debe ser, invariablemente, que quienes entregaron tan miserablemente a Alaska no tenían autoridad para hacerlo. No hablaban por el pueblo ruso. No representaban en modo alguno el alma de Rusia. La venta fue corrupta desde el momento de su concepción. No tenía la menor validez. No transfirió ningún derecho a Norteamérica; sus condiciones serán anuladas por cualquier corte internacional imparcial o por la sabia comprensión del resto del mundo. La venta de Alaska fue fraudulenta, carente de base moral, y está sujeta a anulación. Alaska fue, es y será rusa. Así lo exige toda la lógica de la historia mundial.

Los tres visitantes, que no conocían suficientes detalles históricos para juzgar los fundamentos de esta pretensión, pidieron que la explicara. Entonces él citó las tres bases sólidas que la Unión Soviética tenía para reclamar Alaska:

- Esto es una advertencia para ustedes, señores, y para los que ocupen SU lugar. He redactado mi memorándum justamente sobre este punto, y Ustedes deben mantenerlo en los archivos, para sus sucesores y para el mío. Hay que basar nuestro reclamo sobre principios legales, nunca en la fuerza, y les aseguro que nuestro derecho legal es irrefutable. Tiene que imponerse en el tribunal de la opinión pública mundial.

»Primero: el gobierno ruso existente por entonces no tenía competencias para hablar por el pueblo ruso. Era una tiranía corrupta, de la que la inmensa mayoría del pueblo ruso quedaba excluida. Puesto que no poseía autoridad, sus actos eran ilegales, sobre todo los referidos a la disposición de territorios sobre los que no ejercía ningún control moral. La transferencia se tornó ilegal en el momento de la venta, que fue en sí totalmente venal y, por lo tanto, carente de legitimidad.

»Segundo: el agente que logró la venta, la persona sin cuya infame participación no se habría llevado a cabo, no era ruso; no estaba formalmente autorizado a efectuar negociaciones, no es posible afirmar que actuara en nombre del pueblo ruso. El barón Edouard De StoeckI, como gustaba llamarse, no tenía derecho al título que ostentaba. Era un aventurero griego o un lacayo austríaco, que se entrometió en las negociaciones sabe Dios cómo, si se me permite esta vieja expresión popular. En la mayor parte de este asunto actuó sólo por su cuenta, sin consultar con San Petersburgo. La venta la hizo él, no Rusia.

Llegados a este punto, Maxim mostró a los hombres venidos de Moscú tres estantes de libros, en siete u ocho idiomas diferentes, que trataban del barón Edouard De StoeckI, más dos cuadernos en los que él mismo había registrado la vida de ese hombre misterioso, mes a mes, por un período de casi cuatro décadas. Pero mucho tiempo antes había decidido que la publicación de ese material, por el momento, no ayudaría a la reclamación de la Unión Soviética sobre Alaska:

- Está todo aquí, señores, en estos cuadernos. Ustedes pueden publicar una devastadora biografía de De StoeckI cuando gusten. -Rió con nerviosismo-. Les agradecería que me citaran en alguna de las notas a pie de página.

Por fin estaba listo para continuar con uno de los puntos más importantes:

- Tercero, existe ese feo asunto de los doscientos cincuenta mil dólares que faltan: En este segundo par de libretas tengo datos, datos desagradables. He rastreado hasta el último rincón, justificando cada kopeck o poco menos, el dinero que De StoeckI manejó en esta maloliente cuestión. Sin la menor ambigüedad y sin alterar cifras, he demostrado que De StoeckI tenía en sus manos, no los ciento cincuenta mil dólares que citan los eruditos estadounidenses, sino casi el doble. ¿Dónde fue a parar esa suma? Los historiadores estadounidenses sospechan desde hace tiempo que el barón De StoeckI utilizó ese dinero para comprar votos en el Congreso de Estados Unidos, pero nunca han podido probarlo. Yo sí. Con el mayor cuidado y mucha discreción, he comprado registros de familia, viejas cuentas, sospechas de periódicos y pruebas firmes. Documentos estadounidenses, ingleses, informes del consulado alemán (y esos alemanes son inteligentes, sí) y esta serie de fuentes rusas. Tomadas en conjunto, demuestran sin lugar a dudas que De StoeckI corrompió al Congreso Estadounidense de una manera increíble.

Allí hizo una pausa dramática, sonrió a cada uno de sus visitantes y destacó el punto principal:

- ¿Comprenden ustedes lo que significa esto? Que la venta fue un fraude desde el momento en que se acordó en el Congreso. El gobierno estadounidense, en su sabiduría, no quería Alaska. Sabía que esas tierras remotas no formaban parte de su territorio. La votación resultó consecuentemente en contra de comprar nuestras tierras y de pagar por ellas si se las adquiría. Pero De StoeckI, ese maldito aventurero salido de la nada, obligó a Norteamérica a tomarla. Y efectuó esa coerción pagando a los congresistas de Estados Unidos para que votaran en contra del interés nacional. La adquisición de Alaska por parte de Norteamérica fue totalmente corrupta y debe ser rescindida.

En la discusión siguiente, Voronov propuso que algún erudito soviético («Yo no, porque eso podría llamar la atención sobre lo que estoy haciendo») fuera autorizado a publicar un pequeño volumen de mucho impacto, cuyo título podía ser: ¿Qué pasó con los doscientos cincuenta mil? Revelaría los sorprendentes datos acumulados allí, en Irkutsk, daría el nombre de los congresistas que aceptaron los sobornos y establecería, en los círculos internacionales, la sólida base sobre la cual la Unión Soviética podría reclamar después Alaska. Pero el camarada Zelnikov, desde hacía algún tiempo, venía desarrollando su propio escenario para la recuperación definitiva de Alaska, y aconsejó paciencia:

- Le aseguro que despertaría sospechas que los eruditos soviéticos retomaran ese tema ahora. Estoy de acuerdo con usted, Voronov, en que los eruditos internacionales se darían cuenta de los hechos y se crearía una base sólida para reclamaciones posteriores. Pero podríamos perder a largo plazo más de lo que ganaríamos en este momento. Reserve sus cuadernos para el 2030; entonces los usaremos, como todo lo demás, con un efecto devastador.

Maxim Voronov descendía de una familia de luchadores y no estaba dispuesto a aceptar tan fácilmente un revés:

- ¿No podríamos alentar a los eruditos extranjeros para que hicieran el trabajo por nosotros?

- No veo cómo. Si hiciéramos algo subrepticio, forzosamente se sabría.

- Pero los estudiosos de Estados Unidos y de Canadá, sobre todo estos últimos, ya están buceando en estas aguas fangosas, para ver si pueden localizar algo en el fondo.

Mostró a los hombres cinco o seis publicaciones notables, apenas conocidas en Occidente, donde canadienses y estadounidenses sacaban a relucir algunos de los hechos más evidentes que él había descubierto cuando terminó la segunda guerra mundial. Cualquiera de esos escritores estaba en una elevada plataforma de aprendizaje, desde donde podía partir y alcanzar los niveles más altos ya ocupados por Voronov, pero los cuatro conspiradores no pudieron idear ninguna estrategia por la cual la Unión Soviética pudiera fomentar o suscribir los estudios necesarios.

- Sería demasiado arriesgado -advirtió Zelnikov.

A lo cual Voronov contestó:

- Los rusos no podemos hacerlo y no hay forma de conseguir que lo hagan los canadienses ni los estadounidenses. Por lo tanto, la verdad sólo puede ser revelada muy lentamente. Y tal vez se pierda si pasa demasiado tiempo.

- Con esos cuadernos, no -aseguró Zelnikov-. Quiero llevarme fotocopias a Moscú. Comenzaremos la tarea en cuanto podamos traer un equipo de fotografía del ejército.

- Aquí tenemos buenas fotocopiadoras -objetó Voronov.

Zelnikov sonrió:

- ¿Confiaría usted sus cuadernos a cualquiera? Probablemente esas máquinas estén manejadas por la CIA.

Así comenzó a funcionar la bomba de tiempo sobre Alaska, tanto en Irkutsk, donde Voronov iba armando asiduamente los mosaicos de su obra, como en Moscú, donde astutos funcionarios como Zelnikov y Petrovsky estudiaban los movimientos geopolíticos necesarios para reclamar Alaska con éxito. Todos los que trabajaban en ese delicado proyecto tenían en la memoria la frase con que Maxim Voronov había cerrado la reunión de Irkutsk:

- El momento de actuar no madurará jamás a menos que el mundo entero sufra grandes cambios. Pero siglo a siglo, esos cambios se producen. Y cuando llegue el próximo, nosotros deberíamos estar preparados.

Ni él ni Zelnikov creían que Estados Unidos renunciaría a Alaska, de buena o mala gana.

- Esa gente trabajó demasiado para extender su territorio desde el asidero que tenían en el Atlántico hasta el Pacífico. No van ahora a renunciar a nada -predijo Voronov.

Pero Zelnikov le contradijo:

- No serán ellos quienes decidan la renuncia. Lo hará la opinión internacional, las condiciones internacionales, y ellos no podrán negarse a ello.

Existía un tercer experto, pero no en Asia, que mantenía la vista fija en Alaska. Era un vulcanólogo nacido en Italia, que había pasado sus primeros años en una finca a la sombra del Vesubio. Como era un niño precoz, a los catorce años se había convertido casi en un experto en volcanes y terremotos. A los quince se inscribió en la Universidad de Bolonia, donde se destacó en ciencias. A los veinte, en el Instituto de Tecnología de California, obtuvo un doctorado en sismología, su ciudadanía estadounidense y un nombramiento para trabajar en una estación sismológica federal, en la región de Los Ángeles. Allí no tardó en dominar los detalles de la medición, la evaluación y la predicción de un terremoto, siendo los conocimientos de las dos primeras especialidades mucho más complejos que los de la última.

A los cuarenta y un años, Giovanni Spada se encontraba en la pequeña ciudad alaskana de Palmer, el sitio donde LeRoy había pilotado sus primeros aviones. Allí, en una calle tranquila y bordeada de árboles, supervisaba las operaciones en un discreto edificio blanco: el Centro de Investigaciones sobre Maremotos. Por cuenta de los gobiernos de Estados Unidos, Canadá, Japón y la Unión Soviética, Spada estudiaba la conducta de los volcanes, terremotos y devastadores tsunamis que se originaban en el punto más septentrional del Cinturón de Fuego. Entre otras responsabilidades, tenía la de alertar a las zonas del Pacífico Norte, desde Japón a Hawaii, a México y a todos los puntos del norte, si el volátil arco de las Aleutianas generaba un tsunami que pudiera cruzar el océano con fuerza creciente, rumbo a una costa lejana.

En el verano de 1986, con el deseo de hacer notar a un nuevo grupo de colaboradores, recién asignados al Centro, la posibilidad que los terremotos tenían de generar enormes perturbaciones marinas, llevó a su equipo hasta la bahía Lituya, unos setecientos veinte kilómetros hacia el sudeste. Desde allí los guió hasta un punto de las montañas circundantes, desde donde se veía la hermosa bahía:

- Observen ustedes que es una bahía larga y estrecha, de laderas empinadas y una angosta abertura al Pacífico.

Cuando sus jóvenes colegas se hubieron familiarizado con el terreno, les contó algo que los dejó atónitos.

- El nueve de julio de 1958, a ciento cincuenta kilómetros de aquí, en la zona de Yakutat, se produjo un terremoto que registró una intensidad de ocho en la escala de Richter. La sacudida fue tan fuerte que, de esa pequeña montaña, en el extremo de la bahía, se desprendieron unos cuarenta millones de metros cúbicos de roca y tierra, que se precipitaron al mismo tiempo en la bahía. El chapuzón resultante provocó la ola más grande que el mundo haya visto en la historia conocida. Pueden ver ustedes con sus propios ojos la magnitud de la devastación que produjo.

Al mirar hacia abajo, los jóvenes comenzaron a notar que esa ola, cercada como estaba en la estrecha bahía, había alcanzado una altura tremenda, arrancando todos los árboles a su paso. Spada sugirió:

- Alguien que tenga experiencia en mediciones, ¿puede calcular hasta qué altura se elevó la ola por las laderas de la montaña?

Un muchacho de la Escuela de Minería de Colorado fue marcando los estratos con los dedos, desde el nivel del mar hasta la línea de denudación. Al cabo de un rato exclamó, con voz sobrecogida:

- ¡Por Dios, son más de trescientos metros de altura!

Spada apuntó, serenamente:

- En realidad, esa ola subió quinientos veintidós metros. Es el tipo de tsunami que un terremoto submarino puede generar en un área cerrada.

En Palmer, con su batería de delicados sismógrafos sondeando la corteza terrestre y con comunicación abierta con estaciones similares de Canadá, California, Japón, Kamchatka y las Aleutianas, Spada controlaba las inquietas placas que entrechocaban entre sí muy por debajo de la superficie oceánica, ya avanzando, ya sumergiéndose, ya fracturándose y, con frecuencia, deslizándose una contra la otra, para producir los terremotos submarinos que daban nacimiento a los devastadores tsunamis. Tenía la responsabilidad de comunicar cualquier tsunami que se originara en las Aleutianas, pues habían demostrado ser capaces de destruir grandes ciudades y aldeas a lo largo de la costa, a miles de kilómetros. Cuando el estilo de sus sismógrafos se estremecía, indicando que algo se había deslizado en algún sitio, él alertaba a unas sesenta estaciones de todo el Pacífico, advirtiéndoles que podía haber un tsunami en marcha. Pero Spada controlaba también los terremotos que no eran submarinos y los que transmitían su potencia directamente a sectores interiores del continente. De ese modo, en 1964 había detectado los primeros estremecimientos del violento sismo que atacó Anchorage, hundiendo algunas zonas de la ciudad unos doce metros, elevando otras y provocando el caos en una zona muy amplia. Se perdieron más de ciento treinta vidas en ese terremoto, que se registró en la escala Richter con una intensidad de 8.6, aunque más tarde se calculó que había alcanzado 9.2, la mayor registrada jamás en América del Norte. Fue diez veces más potente que el terremoto que destruyó San Francisco en 1906.

Spada lo registraba todo en un mapa, donde se podía ver con gran detalle la supuesta estructura de la cadena Aleutiana. Cada vez que se producía un sismo en esa región, rellenaba con un lápiz rojo esa porción del arco aleutiano. Cuando el mapa quedó completo, dijo a sus asistentes:

- Gradualmente, desde 1850, hemos ido anotando las zonas donde las placas se han movido. -Señaló nueve arcos diferentes que llenaban espacios en su mapa-. En cada uno de estos sitios se ha producido un terremoto. Las placas se han reajustado. -Después de dar tiempo a sus asistentes para que asimilaran los datos, añadió-: Por lo tanto, en estos tres blancos…

No necesitaba decir más.

Desde la isla de Lapak al oeste, donde se unía a Tanaga, hasta Gareloi, se veía un pulcro arco de puntos rojos. A principios de siglo, el movimiento de esas placas había provocado allí un gran sismo, pero al este de Lapak, hasta Adak y Gran Sitkin, el mapa permanecía cadavéricamente blanco. Eso significaba que aún no se había producido el gran reajuste de las placas en ese lugar. Un hombre nuevo en el Centro preguntó:

- ¿Cabe esperar que haya allí un gran terremoto, un día de éstos?

Y Spada respondió:

- Cabe.

Aquella noche del 19 de septiembre de 1985, al deslizarse violentamente la placa de Nazca, él estaba de guardia, solo. Su vista captó la vigorosa actividad del brazo trazador antes de que sonaran las señales audibles. «Ése es bastante grande», se dijo, y al consultar con los sismógrafos de referencia emitió un silbido: «¡Siete punto ocho! Eso va a tener consecuencias!».

Por entonces, sus ayudantes, alertados por las señales electrónicas que se encendían en sus dormitorios, corrieron al Centro.

- ¿Hay alguna posibilidad de que se produzca un movimiento al norte? -preguntó un novato.

- Con siete punto ocho puede repercutir en cualquier parte.

- ¿Dónde está el epicentro? -preguntó el joven.

- Todavía no podemos determinarlo.

Pero entonces los informes de otras diez o doce estaciones de control le permitieron triangular la dirección y localizar el foco, con bastante exactitud, en un punto del océano Pacífico, al sudeste de México.

- Está bastante lejos de la costa; no presenta peligros a las zonas continentales -dijo, con cierta confianza-, pero toda la costa del Pacífico podría verse afectada por un tsunami.

Sin embargo, a los pocos minutos llegaron informes de que un tremendo terremoto había asolado la ciudad de México. Spada se horrorizó:

- ¡Tal potencia a tanta distancia del deslizamiento! Tiene que haber sido de una intensidad muy superior a siete punto ocho.

Después de reunir datos de todo el mundo, fue el primero en calcular que el deslizamiento de Nazca había producido un sismo de 8.1 en la escala de Richter, mucho más potente de lo supuesto en un principio.

En esa ocasión no se produjo ningún tsunami; sólo el interior de México sufrió la plena potencia de esa titánica alteración. Aun antes de que se conocieran las bajas de la capital, Spada advirtió a su equipo:

- Habrá muchos muertos.

Hubo más de diez mil. Pero tres días después su atención se desvió a la casi imperceptible actividad del volcán Qugang, en la isla de Lapak, una zona que generaba perturbaciones de uno u otro tipo. Despachó un avión para inspeccionar la situación y se tranquilizó al llegar el informe:

- Hemos pasado seis veces a niveles diferentes. No hay señales de actividad mayor ni indicaciones de que pueda producirse algo importante.

Spada despertaba en sus superiores respeto y a la vez simpatía. Tenía una percepción misteriosa en lo que se refería a volcanes, terremotos y tsunamis, como si sus experiencias infantiles junto al Vesubio le hubieran acostumbrado a prever el comportamiento de los volcanes. Era valiosísimo para rusos, japoneses y canadienses, por la minuciosidad de su vigilancia en esas fronteras. Como humanista (su padre había sido profesor de latín y de mitología romana), creía que el mundo antiguo relacionaba los fenómenos naturales con toda una serie de causas primordiales, mientras que después los hombres se dejaron llevar demasiado por las particularidades.

En su tiempo libre escalaba las montañas de Talkeetna o exploraba el fascinante glaciar de Matanuska con su esposa estadounidense. A veces se sentaban en una colina a beber té con hielo y a comer bocadillos; entonces contemplaba la violencia que caracterizaba al Pacífico Norte:

- Grandes láminas de hielo avanzan montaña abajo. Los mares se congelan y arrojan enormes bloques de hielo hacia arriba. Hay volcanes como el Qugang que entran en erupción, vomitando millones de toneladas de lava y cenizas. Hay terremotos que destruyen ciudades enteras y, en el fondo del mar, se desatan tsunamis capaces de barrer una población en su totalidad.

Un día, su esposa respondió a esas reflexiones argumentando en voz alta.

- Y mientras tanto, en los polos, el hielo empieza a acumularse y los glaciares se extienden implacablemente, hasta que se traguen todo lo que hemos hecho. -Y añadió, sirviendo más té-: Cuando se vive en Alaska, se vive con el cambio. -Ella misma se rió de su pomposidad-. Dentro de veinte mil años, cuando el puente de tierra haya vuelto a abrirse en el estrecho de Bering, ¿no sería gracioso que todos volviéramos caminando a Asia?

Así continuaban las especulaciones. Kenji Oda, en Tamagata con sus visitantes, hacía conjeturas sobre el futuro económico de Alaska. Maxim Voronov, en su cabaña de Irkutsk, trataba de prever cuándo su bienamada Rusia, soviética o no, sería lo bastante fuerte para recuperar Alaska. Giovanni Spada, en su austero edificio blanco de Palmer, rastreaba la conducta de volcanes, terremotos y tsunamis. Y en el corazón del Océano Glacial Ártico, en la isla flotante T-7, Rick Venn luchaba por ayudar a Estados Unidos en el intento de ponerse a la par de otras naciones con un amplio conocimiento de los mares septentrionales y los movimientos del fondo oceánico, en el que se estaban construyendo mundos nuevos, las placas errantes que algún día construirían una Alaska modificada, el Cinturón de Fuego que ordenaba la vida en el Pacífico y los casquetes polares en lento avance, por el sur y por el norte, que con el tiempo envolverían buena parte del mundo en otra glaciación.

- Hay tanto que aprender -dijo a Afanasi, mientras estudiaban las estrellas polares-, tanto que ordenar…

Sin que lo supieran estos genios de Japón, Siberia y Alaska, en la jurisdicción de esta última, existían tres grupos poderosos, cuya misión consistía en controlar todo lo que ocurriera en las zonas áridas. Desde la Base Aérea de Elmendorf, cerca de Anchorage, y en Eielson, cerca de Fairbanks, dos de las más poderosas del mundo, los pilotos despegaban noche y día para vigilar los movimientos aéreos de los rusos. De vez en cuando, estos centinelas enviaban mensajes codificados: «Dos invasores sobre cabo Desolación». Y los aviones de combate estadounidenses partían para hacer saber a los rusos que estaban bajo vigilancia. Desde luego, los aviones rusos mantenían una guardia similar desde bases secretas instaladas en Siberia.

Y en la distante isla de Lapak, donde se había desarrollado tanta historia desde la llegada de hombres y mujeres, doce mil años atrás, se elevaba un alto edificio negro, sin ventanas, con una altura de diez pisos. Contenía artefactos secretos, que sólo sabían manejar unos cientos de expertos en todo Estados Unidos (más unos veinte inteligentes analistas de Moscú), y que eran el principal escudo intelectual de Norteamérica contra un ataque comunista por sorpresa. Si la antigua momia hubiera ocupado aún su cueva de Lapak, habría disfrutado con ese gran edificio negro, aprobando el novedoso uso que se estaba dando a su isla.

De esa manera silenciosa e inquieta continuaba el duelo perpetuo de mentes brillantes: japonesas, coreanas, chinas, rusas, canadienses y, a veces con la mayor efectividad, estadounidenses, todas ellas empeñadas en el provocativo juego de adivinar: «¿Qué será lo próximo que ocurra en el Ártico?».

Fue en otoño cuando LeRoy Flatch experimentó una pasajera pérdida de conciencia que le asustó, pues duró varios segundos. Por suerte no iba pilotando su Cessna cuando ocurrió eso, pero al reponerse exclamó:

- ¡Cristo! ¿Y si hubiera estado tratando de aterrizar?

Cuando contó el incidente a su esposa, ella dijo con firmeza:

- Es hora de que no vueles más, LeRoy. -Y comenzó a averiguar quién tenía interés en comprar un Cessna- 185. Ese año, LeRoy había cumplido los sesenta y siete y no tenía muy buena salud. Algunos de los viejos pilotos rurales volaban hasta los ochenta años o más, pero eran hombres delgados y fibrosos, que habían cuidado su propio físico; de lo contrario, los aviones se estrellarían constantemente. Flatch no era de ésos; le gustaba la cerveza y la grasienta comida mexicana, por lo que no podía mantener un peso normal, y los excesos añadían quince años a su aspecto. Por eso escuchó el consejo de su esposa y hasta consultó con posibles compradores para su avión.

Pero se vio obligado a postergar la venta de lo que su esposa llamaba «tu trampa mortal», por dos hechos que no parecían guardar relación entre sí y que le llevaron a pilotar de nuevo. A principios de octubre se supo en Talkeetna de un extraordinario descubrimiento, próximo a una excavación arqueológica llamada Sitio del Abedul; allí, un cazador solitario que bajaba en canoa por el río vio sobresalir en la orilla, a la altura de su vista, el colmillo pardo y manchado por el agua de un mamut, que debía de haber quedado atrapado allí doce o trece mil años atrás. El cazador había estudiado dos años en la Universidad de Fairbanks y, después de asistir a un par de cursos de geología, conocía la importancia de semejante hallazgo. Por lo tanto, marcó cuidadosamente el punto en su mapa, continuó viaje en su canoa y corrió a Talkeetna, donde se puso en contacto con la universidad:

- No soy ninguna autoridad en el tema, pero después de haber revuelto el cieno creo que éste aún tiene casi todo el pellejo y el pelo intactos.

La reacción no se hizo esperar. Dos equipos de investigadores volaron a Talkeetna, buscando pilotos independientes para que les llevaran a ese sitio. De ese modo, LeRoy Flatch volvió a su avión para llevar a los profesores con su carga a noventa y tres kilómetros de distancia, hasta la ribera donde, con desacostumbrada celeridad para escapar del congelamiento, los científicos desenterraron el cadáver completo de un mamut. La prueba del carbono 14 lo fechó en doce mil ochocientos años antes de nuestra era. Desde luego, los restos no se parecían a los de un mamut vivo y erguido, pues los siglos pasados bajo tierra habían comprimido el cuerpo, convirtiéndolo en una masa plana como una tortilla, empapada en lodo. Pero el entusiasmo fue grande cuando hasta los novatos pudieron ver que el animal estaba entero, con los órganos vitales en su lugar, de modo que los investigadores pudieron averiguar qué había estado comiendo en las horas previas a su muerte.

Flatch se sintió serenamente complacido de que los científicos eligieran su avión para transportar el mamut a Talkeetna. Cuando el precioso cuerpo estuvo bien sujeto, pues sólo se habían encontrado unos pocos ejemplares en esas condiciones, tanto en Alaska como en Siberia, el piloto murmuró para sus adentros, preparándose para despegar: «No vayas a desmayarte ahora».

Hizo el viaje sin inconvenientes. El cuerpo fue transbordado a un avión mucho más grande, que lo llevaría a Fairbanks, y Flatch intercambió una respetuosa despedida con los científicos. Ya de nuevo en Talkeetna dijo a su esposa:

- No todos los días tienes la ocasión de transportar una carga de carne de catorce mil años de antigüedad.

Y ella insistió:

- Quiero que te deshagas de ese avión antes de Año Nuevo.

No pudo ser así. Cuando la prensa se enteró del notable descubrimiento, los periodistas llegaron en tropel a Talkeetna, pidiendo a LeRoy que los llevara a ese sitio. En noviembre estuvo muy ocupado haciendo vuelos con patines al Sitio del Abedul. Pero al transportar a tres periodistas científicos de Los cuarenta y ocho de abajo, estuvo a punto de perder el sentido; dominó sus nervios y aterrizó en Talkeetna con un escaso margen de seguridad. Luego volvió la espalda a su avión y caminó hasta su oficina sin hablar con nadie, pero sentía en el pecho la advertencia de que podía volver a desmayarse. Ya dentro de su atestada oficina, Flatch se quitó la gorra de piloto y la colgó en el muro por última vez. LeRoy era uno de los pilotos solitarios que moriría en la cama.

Como Rick Venn estaba en la T-7, Jeb Keeler tenía el campo libre cada vez que iba a Desolation por asuntos de la empresa. Demostró ser un pretendiente tenaz: visitaba a Kendra llevándole flores, una apreciada rareza en el Ártico, e insistía para que se casara con él, señalando lo que ella ya sabía:

- Rick podría pasar allí tres o cuatro años. ¿Y qué sería de ti?

No obstante, por atractivo que fuera Jeb Keeler, ella no podía borrar de su mente la imagen de Rick Venn deslizándose entre la nieve a lo largo de mil seiscientos kilómetros hacia la meta de la Iditarod. Cada vez que le recordaba comprendía que, fundamentalmente, deseaba dos cosas: pasar sus años creativos en el Ártico y compartir su vida con Rick Venn.

Por fin, en lo más profundo del invierno, redactó un extraordinario mensaje que envió a la T-7 por la radio abierta que Afanasi tenía en su cocina. Había llegado a un punto en el que ya no le importaba quién se enterase deltexto:

Rick Venn, T-7, Océano Glacial Ártico. Me caso en junio. Ojalá sea contigo. Kendra.

El impacto fue extraordinario. En Barrow, alguien que controlaba las comunicaciones por radio con la T-7 quedó tan fascinado con ese extraño telegrama que lo pasó a un periódico de Seattle. Los periodistas, alertados por el apellido Venn, lo transmitieron por cable. De ese modo, toda la nación conoció la propuesta de la audaz Kendra Scott a un joven muy adinerado, escondido en una isla de hielo. El resultado fue otro telegrama:

Rick Venn, T-7, Océano Glacial Ártico. Si has tenido la suerte de conseguir a una muchacha como ésa, ve allí en junio. Yo te sirvo de padrino. Malcolm Venn.

Fue una boda memorable, que se celebró en el gimnasio de la escuela, en presencia de todos los habitantes de Desolation y buena parte de los de Barrow y Wainwright. La señora Scott, acompañada por su esposo, llegó en avión desde Heber City y quedó atónita al descubrir quién era Rick y lo admirable de su carácter. Sin embargo dejó bien sentado ante las mujeres esquimales con las que se sentó durante la ceremonia:

- Dios no aprueba el divorcio.

Les dijo varias cosas más sobre las cuales Dios tenía firmes opiniones. Una anciana, cuyos hombres habían cazado ballenas y morsas durante generaciones enteras, comentó con su compañera de asiento:

- Parece misionera.

Malcolm Venn, que llevaba sesenta años tratando con Alaska en casi todos los aspectos imaginables, no había estado nunca al norte del Círculo Polar Ártico. Hizo llevar en avión kilos y kilos de helado y varias docenas de rosas amarillas; según lo prometido, fue el padrino de la boda.

Kendra no podía abandonar Desolation sin presentar sus respetos a las esquimales que tanta consideración le habían demostrado cuando era sólo una forastera. Las invitó a todas a su apartamento, para un último desayuno. Después se paseó sola por la aldea, contemplando el mar de Chukotsk y haciendo una sincera evaluación de sus tres años en la aldea: «No he logrado nada. Ninguno de mis alumnos irá a la universidad. Ninguno de ellos ha tomado conciencia de la capacidad que tiene. No pude hacer que estudiaran; No pude conseguir que redactaran monografías como hacen los chicos que serán líderes, gente productiva. Ni siquiera logré que vinieran regularmente a la escuela o que dejaran de pasearse sin rumbo por la noche. Vine, cobré mi sueldo y no di nada a cambio. En cuatro años más me hubiera convertido en otro Kasm Hooker, dedicada a entretenerlos, sin dejarlos mejor de lo que eran cuando los encontré».

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Para controlarlas exclamó:

- ¡Al diablo con el aprendizaje y las ambiciones! A los dos que amé no pude siquiera salvarles la vida. -Y al pensar en Amy y Jonathan barbotó, desesperada-: ¡Años perdidos! ¡Vidas perdidas!

Algún aldeano habría podido susurrarle, en ese momento: «¡Pero Kendra! La gente de esta aldea, los hombres que te hicimos saltar en la manta, te recordaremos mientras vivamos, pues tu espíritu caminaba con nosotros y así lo sentíamos». Pero ella no lo habría creído.

En cuanto se hubo habituado a ser la única mujer de la isla, la vida de Kendra en T-7 se volvió tan excitante como ella deseaba. Afanasi, como jefe de la estación, le asignó un trabajo a sueldo: supervisar los papeles que circulaban por las oficinas, tarea que los científicos le cedieron de buen grado. Al principio a ella no le hacía muy feliz la idea de que se diera por sentado el hecho de que por ser mujer, sólo fuera capaz de trabajar como secretaria.

- No es exactamente lo que espera una mujer liberada en estos tiempos -se quejó a Rick.

Pero cuando descubrió que el control de la información la ponía en la situación de conocer las últimas noticias antes que nadie, reconoció:

- Un empleo como el mío tiene ciertas ventajas. -Y gradualmente pasó a ser la auxiliar imprescindible de quien la necesitara.

Pero su audaz decisión de proponerle el matrimonio a Rick por la radio pública y su posterior insistencia en acompañarle a la isla de hielo le brindó una recompensa más profunda: largas y desordenadas discusiones que esos grandes científicos mantenían en la interminable oscuridad, entre noviembre y febrero, cuando los contactos humanos y la disección de problemas humanos se volvía casi esencial. Kendra solía encontrarse conversando con varios científicos, en el comedor. Uno de ellos decía al desgaire algo como:

- Supongamos que la unión Soviética, de algún modo, Obtuviera el dominio total de Noruega. De ese modo dominaría exactamente el cincuenta por ciento del Océano Glacial Ártico.

Y otro replicaba:

- Pero si Alaska, Canadá y Groenlandia pueden mantener una unión de intereses mutuos, se harán con la mitad que está más próxima al Polo Norte, y eso tiene su propia ventaja para la dominación.

Casi siempre el debate requería mapas, y Kendra siempre llevaba uno plegado en el bolsillo. Era la ajada copia que el National Geographic había incluido en el número cuya llamativa cubierta mostraba a la pequeña esquimal. Por eso era frecuente que los científicos, pese a contar con mapas del gobierno, se reunieran alrededor del de Kendra. De esas discusiones ella aprendió que el grupo de islas llamado Svalbard (o Spitsbergen, como las había conocido ella) eran vitales para cualquier dominio militar del Océano Glacial Ártico; todos predecían su futura utilización. Un submarino sofisticado sólo podía navegar por el canal que se abría cerca de las islas; las otras salidas tenían muy poca profundidad. Tal como explicaba un científico con conocimientos militares:

- Puesto que el canal Svalbard conecta con el Atlántico, ese océano será dos veces más importante que el Pacífico.

Como los expertos en el Pacífico no se mostraron de acuerdo, admitió:

- Estoy hablando sólo de guerra submarina, relacionada con las grandes vías de navegación. Piensen en el refugio que ofrecerá el Océano Glacial Ártico si los submarinos pueden acechar allí, huir hacia el Atlántico y controlar el tráfico entre América del Norte y Europa.

Esta comparación entre los dos océanos hizo que Kendra preguntara:

- ¿Por qué el Pacífico está circundado de volcanes activos y el Atlántico no?

Y eso llevó a la idea de invitar a Giovanni Spada, el vulcanólogo de Palmer, para que les dictara un seminario sobre los últimos descubrimientos en esa especialidad.

En esos años la tlingit-7, en su prefijada peregrinación, estaba más cerca de Barrow que de ningún otro aeropuerto estadounidense o canadiense, por eso fue relativamente sencillo que un avión de la Fuerza Aérea llevara a Spada y sus gráficos a Barrow y, desde allí, a la isla de hielo, donde fue recibido calurosamente por los hombres que en el pasado habían trabajado con él. Su visita fue sorprendentemente útil, pues trajo consigo los últimos detalles del terremoto que había provocado la destrucción de México y suposiciones bien basadas sobre cuándo el monte Saint Helens podría desatarse otra vez.

Pero la discusión se centró en copias del mapa que había distribuido, mostrando la disposición de los volcanes que se arracimaban en el anillo del Pacífico, y él advirtió:

- Si tuviera espacio para mostrar cada uno de los volcanes que hay en nuestro arco aleutiano, habría sesenta; entre ellos, más de cuarenta están activos desde 1760. Esta cadena de fuego, que custodia las entradas del Océano Glacial Ártico, es la más activa del mundo, en lo que se refiere a surgimiento de islas, terremotos submarinos y actividad volcánica.

- ¿Tan inestable es Alaska? -preguntó un científico de Michigan.

Y Spada ofreció una estadística somría.

- Tomen el período que quieran: una década, una veintena de años, un siglo, y enumeren todos los terremotos importantes del mundo, todas las erupciones volcánicas gigantescas: cuatro de cada diez, terremotos o erupciones, se habrán producido en Alaska. Éste es, sin duda alguna, el segmento más inestable del mundo. Las placas tectónicas lo hacen así.

Todos conocían ese término, menos Kendra, que preguntó:

- ¿Qué es eso?

Spada hizo un brillante resumen, explicando en media hora que en medio del océano Pacífico («Y también en el Atlántico, porque en esta parte del acertijo no somos únicos») el magma fluye por una extensa fisura:

- Créase o no, ese material eruptivo esparce el fondo oceánico hacia afuera, formando las grandes placas en las que descansa la superficie de la tierra, incluidas las montañas más altas y los océanos más profundos. Si se acepta esto, el resto resulta simple.

Con gestos de las manos, mostró cómo colisiona la placa del Pacífico con la placa de América del Norte, a lo largo de las Aleutianas, donde la primera se introduce bajo la otra:

- Y voilá! Donde se produce ese gran choque, nacen volcanes y terremotos que ayudan a descargar las tensiones.

Los científicos de la T-7 le interrogaron por varias horas sobre recientes teorías aceptadas. Él recorrió el Pacífico de punta a punta, exhibiendo datos de Nueva Zelanda, América del Sur y la Antártida, pero regresando siempre a las Aleutianas y a su especialidad: el Sistema de Aviso de Tsunamis, que protegía a los pueblos de Japón, Siberia, Alaska, Canadá y las islas Hawaii de los desastres que solían atacar sin advertencia, cada vez que un vasto terremoto submarino lanzaba en todas direcciones lo que se solía llamar maremoto».

Allí, en la continua oscuridad del invierno, mientras la isla se movía imperceptiblemente siguiendo las manecillas del reloj, como si la sostuviera en órbita un hilo invisible fijado a un inexistente Polo Norte, los científicos escucharon el relato que Spada hizo del acontecimiento que había modificado la historia marítima del Pacífico:

- Primero de abril de 1946. Entra en erupción el volcán Qugang, junto a la isla de Lapak. No fue gran cosa. Las cenizas del feroz eructo no llegaron siquiera a Dutch Harbor, mucho menos al continente. Pero un ratito después se produjo un terremoto submarino bestial en el lado sur de la isla. Desplazó millones de toneladas de tierra blanda.

»Eso dio origen a un tsunami de dimensiones épicas. No era un maremoto que elevara su cabeza a gran altura, sino un desplazamiento lateral de fuerza tremenda, que se dirigió hacia las islas Hawaii. Ese día pasó bajo tres barcos, de los cuales sólo uno lo notó. "Hubo un brusco levantamiento en la superficie del océano, pero inferior a un metro", decía el cuaderno de bitácora. Cinco horas después atacó la ciudad de Hilo, en la costa norte de la Isla Grande, a una velocidad de setecientos setenta kilómetros por hora. No hizo más que entrar y seguir entrando, sin provocar daños. Pero cuando se produjo el retroceso hacia el océano arrastró coches y casas, llevando a la muerte a casi doscientas personas.

»En 1792, un tsunami originado en alguna parte, barrió el primer asentamiento ruso en la isla de Kodiak. Y todos han oído hablar de Lituya, donde el nivel del agua se elevó más de quinientos diez metros.

Los científicos quisieron saber si esas cosas podían repetirse. Spada dijo:

- Seguramente no. El Cinturón de Fuego volverá a actuar, de eso podemos estar seguros, pero las consecuencias serán siempre distintas. Si el terremoto de abril de 1946 se hubiera desviado dos grados, su tsunami habría pasado a cientos de kilómetros de Hawaii. Aun así, no fue de una gran magnitud: sólo siete punto cuatro en la escala de Richter.

En ese punto Kendra interrumpió:

- Todo el mundo habla de la escala de Richter pero nadie dice nunca qué es.

Spada le ofreció una descripción suscinta:

- Es una regla imprecisa, pero útil. Se trata de una medición tomada a unos cien kilómetros del punto de origen, que se representa en una escala logarítmica. Eso significa que cada división mayor es diez veces más potente que la anterior. Por lo tanto, un terremoto de cuatro puntos en la escala de Richter tiene diez veces la magnitud de uno de tres, algo tan débil que los seres humanos no suelen detectar; en cambio, uno de nueve puntos en la escala de Richter, que destruye una ciudad y está cerca del máximo registrado hasta ahora, tiene una magnitud un millón de veces mayor que uno de tres.

Cuanto más interrogaban los científicos a Spada, más notaba Kendra que los mundos del vulcanólogo y sus oyentes se entrelazaban y que el Océano Glacial Ártico, aunque presentara características únicas y fuera, principalmente, una masa de agua permanentemente congelada, el hielo siempre cambiante seguía patrones propios, así como los bordes de las placas, cuando entrechocaban, establecían sus propias y extrañas reglas.

- Pero nadie me ha dicho todavía -apuntó- por qué el Pacífico está cercado de fuego y el Atlántico no.

Eso provocó un largo intercambio de suposiciones. Algunos le recordaron que el Mont Pelée, el Etna y el Vesubio no habían sido, en sus tiempos, volcanes sin importancia. Pero ella prefirió la respuesta de Spada:

- He estudiado dos teorías. Podría ser que el tamaño de la placa del Pacífico, por su misma magnitud, libere fuerzas más grandes cuando colisiona con las diversas placas continentales. Pero la explicación más probable sería que el Océano Atlántico no está montado sobre una placa propia. No está rodeado por zonas de fractura.

Después de esa satisfactoria explicación, Kendra estaba dispuesta a acostarse, pero cuando salió sola del comedor, pues a Rick le correspondía controlar los registros de corrientes oceánicas, vio en el cielo nocturno el despliegue de aurora boreal más impresionante que hubiera presenciado en Alaska. Corrió hacia los otros, que continuaban debatiendo y los llamó fuera. Con una suave temperatura de treinta grados bajo cero, sin viento, presenciaron lo que a todos les pareció un incomparable espectáculo de vastos arcos celestes, ondulaciones y colores cambiantes. Cuando los demás volvieron a sus quehaceres o la cama, pues en enero los relojes tenían poca importancia, Kendra se quedó allí, tratando de relacionar esas encumbradas catedrales de luces septentrionales con las erupciones en el Cinturón de Fuego, la salinidad alterada de varias partes del océano y las relaciones entre la Unión Soviética y Noruega, cada una de las cuales reclamaba, con justificaciones históricas, las tan cruciales islas Svalbard, por donde tendrían que pasar los submarinos en caso de conflicto.

De pronto cobró conciencia de que alguien se le había acercado. Era Vladimir Afanasi, quien dijo:

- Esto quita el aliento. Espectáculos como éste se ven quizá dos veces en toda una vida.

Ella le condujo a un banco y se sentaron allí, en la noche ártica.

- Kasm me dijo que usted se había tomado la muerte de Amy… -Afanasi no pudo seguir.

- Amy y Jonathan… sufro con sólo nombrarlos. A veces pienso que mi estancia en Desolation estuvo llena de sufrimientos.

- Los sufrimientos no acaban nunca, Kendra.

El esquimal calló por un rato, pero era obvio que deseaba decir mucho más. Fue Kendra quien habló, y con su comprensión tocó precisamente la herida que le molestaba:

- Una vez usted dijo, señor Afanasi, que su padre y su tío le enseñaron lo que no debía hacer. Pero nunca me explicó por qué.

- Fueron personajes trágicos, que trataron de hacer lo imposible: mantener un pie en el mundo esquimal y el otro en el de los blancos. No se puede.

- Usted lo hace.

- ¡No, no! Yo nunca dejé de ser esquimal. En la universidad era esquimal, por eso no me gradué. Al trabajar en Seattle, siempre esquimal. Aquí, en la T-7, soy el esquimal: yo y los osos polares.

- ¿Qué fue de su padre y de su tío?

- En realidad, todo empezó con el padre de ellos: Dmítri Afanasi, mi abuelo. Hombre notable. Nació en una familia ortodoxa rusa y se ordenó sacerdote, pero no tuvo ninguna dificultad para convertirse en misionero presbiteriano. Sin embargo, su esposa atapasca tenía mucha influencia sobre los niños. Ella era ortodoxa rusa y se negó a cambiar. No hubo alboroto ni discusiones públicas: «Déjame como estoy, nada más». Fue así como mi padre y mi tío fueron rusos y esquimales, ortodoxos y presbiterianos, del mundo de los blancos y del mundo esquimal. Y los dos murieron.

- ¿Tiene miedo al suicidio?

- No. Miedo, no. Mi hijo se suicidó, como los otros. Mi padre y mi tío fueron asesinados por los horribles cambios que se produjeron en su mundo.

- Parece saltar generaciones; me refiero al impacto. Su abuelo no tuvo problemas. Sus dos hijos, sí. La generación de usted no tuvo problemas. Su hijo, sí.

- Nunca es tan simple, Kendra. Mi hermano, un muchacho estupendo, se suicidó a los diecinueve años.

- ¡Oh, cielos, qué carga tan terrible!

Kendra se llevó la mano a los labios. Luego se volvió para abrazar a ese valiosísimo esquimal, que tanto había significado en su vida. Mientras nacían las nuevas catedrales, grandes edificios construidos de movimiento y luz, con diseños celestes, ellos permanecieron sentados en el banco, especulando sobre el oscuro significado del norte.

La historia suele repetirse, pero rara vez describe un círculo completo y cerrado. Sin embargo, eso fue lo que le ocurrió a Malcolm Venn, cuando se le pidió que echara por tierra los esfuerzos hechos por su familia más de medio siglo antes.

Las familias Ross y Venn, de Seattle, figuraban entre las más respetadas de la costa del Pacífico. Eran gente educada, con principios, interesada siempre por el progreso de la sociedad y generosa con las obras de caridad, que sólo exigía una cosa: el monopolio del comercio con Alaska. Una vez asegurado eso y protegido por las leyes dictadas en Washington, los herederos de Ross Raglan eran ciudadanos tan dignos como podía producirlos la nación. Además, tenían sentido del humor. Por eso, cuando el distinguido Venn, alrededor de los setenta y ocho años, recibió ese absurdo encargo de los otros industriales de Seattle, tuvo perfecta conciencia de sus paradójicas implicaciones.

- Si acepto esta misión, caballeros, y hago declaraciones públicas al respecto, seré el hazmerreír de Seattle y también de Alaska.

Ellos reconocieron que sí, pero señalaron:

- Estamos en una situación crítica y nadie está más capacitado que usted para resolverla.

Por lo tanto, contra su voluntad, aceptó poner la cabeza en el tajo.

Acompañado por su encantadora esposa Tammy Ting, la extrovertida belleza chino-tlingit de Juneau, llegó a Sitka por avión y tomó habitaciones con vistas a la majestuosa bahía, donde pasaba varias horas diarias junto a la ventana, con un par de potentes prismáticos pegados a la cara. Era verano y él presenciaba la llegada incesante de los más bellos trasatlánticos del mundo entero. Todas las mañanas, a las seis, dos o tres de esos graciosos hoteles flotantes anclaban en Sitka y un millar de pasajeros entusiastas corrían a tierra, para ver la antigua ciudad rusa y gastar enormes cantidades de dinero. Luego volvían a la embarcación para terminar una de las mejores giras del mundo: un crucero de siete u ocho días por los fiordos y glaciares del sudeste de Alaska. Si uno quería ver turistas felices y contentos, bastaba con ir a Sitka en verano, pues el comentario general era: «No hay viaje mejor ni más barato».

Durante sus dos primeros días en la ciudad, Venn se conformó con citar los nombres de los grandes barcos a medida que llegaban:

- Ése es el Royal Princess, de la gran naviera P O. No recuerdo lo que significan las iniciales. Dicen que, por dentro, el mejor es ese Nieuw Amsterdam, de la compañía holandesa. Pero los Chalmer me dijeron: «Si quieres hacer el crucero por Alaska, toma aquél».

Contra los picos oscuros que rodeaban la bahía se destacaba el Royal Viking, más allá, el francés Rhapsody, más modesto.

Tammy Venn, que iba registrando los nombres de los navíos a medida que su esposo los citaba, dijo:

- Son todos extranjeros. ¿Por qué no hay ningún barco estadounidense aquí?

- Para eso hemos venido -replicó Malcolm-. Todos están ganando montones de dinero. Y ni un céntimo pasa por Seattle.

- ¿De dónde vienen?

- De Vancouver. Esos hijos de puta vienen todos de Vancouver.

Como su esposo rara vez usaba palabras indecorosas, Tammy comprendió que estaba enfadado, pero preguntó con dulzura:

- ¿Y por qué no haces algo al respecto?

- Eso es lo que me propongo -gruñó él.

Cuando juzgó que tenía una apreciación preliminar de la situación, visitó algunas tiendas comerciales de Sitka, y averiguó que, durante la temporada de verano (ningún crucero osaba adentrarse en el norte durante el invierno) andaban en Sitka unos doscientos dieciséis de esos elegantes barcos; una cifra aún mayor, doscientos ochenta y tres, lo hacían en Juneau, donde había extraordinarias atracciones turísticas como el gran helero detrás de la ciudad y las glorias del estuario del Taku, con sus glaciares más típicos.

Los expertos locales calculaban que, contando los navíos más pequeños, llegaba un promedio de mil pasajeros por barco: «Los mejores nunca traen una cama vacía; la tripulación recoge el dinero con rastrillos». Eso significaba que a Alaska llegaban por año más de doscientos cincuenta mil turistas adinerados, siempre a través de Vancouver y nunca por Seattle. Contando el tiempo que la mayoría pasaba en los hoteles, restaurantes, dubes nocturnos y taxis de Vancouver, la suma de dinero que Seattle perdía llegaba a ser astronómica.

Con intenciones de obtener una cifra justificable, al tercer día Malcolm Venn empezó a visitar los encantadores barcos, todos limpios y lustrados para exhibirse en la antigua capital rusa. Por casualidad, el primero fue el exquisito Sagaflord, joya de los cruceros. Como Ross Raglan había tenido hasta hacía poco su propia línea de barcos, Malcolm fue bien recibido a bordo. Allí descubrió, atónito, que en ese excelente navío el precio de la excursión por Alaska podía ascender hasta los cuatro mil ochocientos noventa dólares, pero ante su exclamación de asombro el capitán le llevó personalmente a un camarote pequeño y bonito, que sólo costaba mil novecientos cincuenta.

- ¿Cuál es el promedio? -preguntó.

- Es fácil -respondió el capitán-: Vinimos con pasaje completo; bastará con que multiplique las cifras. -Pero le advirtió que eso no era la regla general-. Le convendría visitar uno de los barcos realmente grandes.

En ese momento entraba a puerto el majestuoso Rotterdam, con más de mil pasajeros y todos los camarotes ocupados, por supuesto, a un precio que promediaba, según los tesoreros, los dos mil ciento noventa y cinco dólares.

De nuevo en su cuarto, Malcolm multiplicó las cifras del Rotterdam por el número calculado de visitantes y obtuvo un resultado próximo a los cuatrocientos millones. Añadiendo el dinero que se gastaban en Vancouver, quedó con un total de quinientos millones. «¡Y hasta el último céntimo de esto debería estar pasando por Seattle!»

En los días siguientes descubrió sobre los cruceros de Alaska cosas que le hicieron silbar de admiración por la inteligencia de los operadores europeos que habían organizado esa mina de oro.

- Tú misma lo has visto, Tammy. Fíjate en ese espléndido barco inglés, el Royal Princess. En realidad, es cinco barcos por separado. La oficialidad, exclusivamente británica, los mejores del mar. El personal de comedor, exclusivamente italiano. El personal de cubierta, paquistaní. Bajo cubierta, todos chinos. Y el equipo de entretenimiento, dieciséis, dieciocho estrellas auténticas, estadounidenses del primero al último.

Tammy asintió para confirmar cada punto. Luego dijo:

- Y en el Nieuw Amsterdam, las mismas divisiones, con variaciones propias. Los oficiales, holandeses. En el comedor, italianos, creo, o franceses. En la cubierta, indonesios. Y bajo cubierta, creo que chinos. Cantantes, bandas y toda esa tontería, estadounidenses.

En cada uno de los barcos grandes ocurría lo mismo: los dirigían oficiales europeos muy bien preparados; italianos y franceses proporcionaban elegantes menús; asiáticos de uno u otro país se encargaban de limpiar y mantener el barco; los chinos mantenían los motores en funcionamiento y los estadounidenses proporcionaban la diversión. Todo un ámbito comercial había sido arrebatado a los estadounidenses y entregado a los expertos europeos, que actuaban como magos. Teniendo todo en cuenta, los glaciares y fiordos, la vida silvestre y las ciudades fronterizas de la costa, el crucero por Alaska era, en realidad, un estupendo negocio.

¿Por qué habían permitido los estadounidenses que esa bonanza se les escapara entre los dedos? En una serie de pequeñas reuniones, a las que Malcolm asistió con Tammy, él abrió la primera sesión:

- Caballeros, nos enfrentamos a una crisis de la navegación en Alaska y en la Costa Oeste. El turismo en Alaska, que calculo en más de quinientos millones de dólares por año, está pasando por Canadá, en especial por Vancouver, cuando debería estar beneficiando a Estados Unidos y a Seattle específicamente. -En ese momento se produjo una leve perturbación. En el fondo de la sala, alguien se estaba riendo sin mucha cortesía. Pero Malcolm continuó-: Ustedes y yo sabemos cuál es la causa de este desastre. -Hizo una pausa dramática y barbotó-: La Ley Jones.

Por un momento reinó el silencio en la sala. Luego el hombre de atrás soltó una carcajada. Muy pronto todos los presentes se hacían eco de esa risa al oír al presidente de Ross Raglan renegar de la Ley Jones, que su empresa había ideado, protegido y prolongado durante muchos años de maniobras políticas y presiones muy crueles e injustas sobre las esperanzas económicas de Alaska.

- ¡La ley Jones! -repitió alguien desde un costado. Y la muchedumbre rugió de risa. Venn había predicho en Seattle la recepción que tendría en Alaska, pero sus colegas aducían: «Si usted lo dice, será más efectivo. ¿Qué tiene usted que perder, personalmente o por cuenta de su empresa? Sea amable».

Y él demostró serlo. Levantando las manos, exclamó:

- ¡De acuerdo, de acuerdo! Mi abuelo, Malcolm Ross, ideó la ley. Mi padre, Tom Venn, la mantuvo vigente. Y yo mismo, más adelante, ejercí presiones en el Congreso para conservarla. Siempre la he apoyado, pero ha llegado el momento…

En ese punto, Tammy Ting, siempre irreverente, mojó el pañuelo en su vaso de agua helada y se levantó para refrescar la frente a su esposo, entre los aullidos de la muchedumbre. Era el toque necesario. Cuando las bulliciosas carcajadas cedieron, su esposo dijo:

- Mea culpa. Si alguien tiene un cuchillo me cortaré las venas. Pero ahora no nos enfrentamos a una teoría, sino a una situación. La ley que tenía sentido en 1920, cuando teníamos barcos estadounidenses con tripulaciones estadounidenses, no tiene ningún sentido en la actualidad, pues ya no hay barcos estadounidenses. Estamos clavados a la Ley Jones y, al parecer, no podemos obligar al Congreso a derogarla o modificarla. ¿Y cuál es el resultado? ¿Saben ustedes que no hay un solo barco estadounidense a flote, bajo la bandera que requiere la Ley Jones para traer pasajeros de Seattle a Alaska? Ninguno. Hemos renunciado a los océanos.

Pidió a otro hombre que lo explicara más ampliamente, pues estaba mejor informado que él de esos problemas.

- El mundo ha cambiado. ¿Alguno de ustedes ha viajado a bordo de ese estupendo buque inglés, el Royal Princess? ¿Dónde demonios suponen ustedes que ha sido construido? Con los problemas sindicales que hay en Inglaterra, por las incesantes huelgas y el sabotaje industrial, allí ya no se pueden construir barcos. Escocia está peor. El Royal Princess fue construido en Finlandia, porque en el país socialista las empresas respetan rigurosamente los plazos de entrega y la artesanía es tan buena que Gran Bretaña encargará a Finlandia sus tres próximos trasatlánticos.

Dijo que, según el sentido común, Estados Unidos debía hacer derogar la Ley Jones e imitar lo que hacían los ingleses con su moderna flota:

- Ir a todos los mercados del mundo, buscar los mejores astilleros, los mejores marinos, los mejores Oficiales, e invitarles a tripular los mejores barcos, con los precios más bajos, de Seattle a Sitka o a cualquier otra parte adonde quieran navegar.

El público aplaudió.

Durante sus dos últimos días de estancia en Sitka, Venn empleó a una secretaria, que se encargó de transcribir sus notas y ponerlas en condiciones de ser presentadas a sus colegas de Seattle. Los dos párrafos centrales decían:

Someto estas conclusiones como nieto de Malcolm Ross, el hombre que ideó la Ley Jones, y como hijo de Tom Venn, quien la hizo aprobar por el Congreso; yo mismo, por más de sesenta años, he aprovechado las ventajas de esa ley. En el momento de promulgarla era buena. Cumplía un propósito digno y ha creado riqueza para Seattle. Pero ya no es útil. Los principios en los que se basaba ya no tienen aplicación. Hoy en día nuestra ciudad pierde hasta quinientos millones de dólares por año, pues la Ley impide que el tránsito normal utilice nuestro espléndido puerto. Debe ser derogada ahora mismo. Recomiendo que iniciemos un gran esfuerzo para anular la Ley Jones y ofrezco mis servicios como Portavoz. Mi familia la creó. A mi familia le corresponde eliminar esa maldición.

No sería del todo justo, sin embargo, si no informara de que nuestros primos canadienses de Vancouver, al ver el terreno que inadvertidamente les hemos dejado libre, se han lanzado a él con imaginación, cerebro y amplia financiación para ofrecer algunos de los mejores cruceros del mundo. Deberíamos animar a los turistas estadounidenses a disfrutar de esos estupendos buques, aunque no recibamos un céntimo de ellos, pues tal como decía siempre mi padre: «Lo que conviene a Alaska conviene a Seattle». Y estas excursiones por Alaska se cuentan entre las mejores. Nosotros tenemos derecho a recibir nuestra parte, pero para eso debemos anular la Ley que mifamilia y yo patrocinamos.

Fue lo que se podría llamar una experiencia típica en la aviación de Alaska. El jueves por la tarde, el gobernador dijo a su asistente, en Juneau:

- Desde Washington envían a un hombre para hablar con Jeb Keeler sobre esa deuda de la Vertiente Norte. Encárguese de que Keeler esté en mi despacho el lunes por la mañana.

La operadora tardó veinte minutos en encontrar a Jeb, pero al fin lo halló en Desolation, enfrascado en una seria conversación con Vladimir Afanasi, a fin de acordar una cacería de morsas en el mar de Chukotsk en cuanto se congelara.

- ¿Jeb? Habla Herman. El gran jefe quiere saber si puedes reunirte con él y uno de los federales de Washington. En nuestras oficinas. El lunes a mediodía.

- Ya les he dicho, amigos, que estoy limpio. De veras.

- Eso es lo que les dijo el gobernador, y ellos respondieron que debes de ser el único en toda Alaska. Por eso quieren hacerte algunas preguntas. ¿Puedes venir a tiempo?

- Claro, saldré de aquí el viernes. Tomaré el vuelo de Mark Air a Prudhoe Bay y desde allí a Anchorage. El del lunes a las nueve y cinco de la mañana me llevará hasta Juneau. -La línea quedó en silencio por un momento. Luego-: ¿No me estás ocultando nada? ¿No vienen a ponerme en la picota por algo que nunca he hecho?

- Sé tanto como tú, Jeb. Tal vez nos estén mintiendo, pero creo que todo esto es juego limpio. Sólo tratan de averiguar cómo es posible que la deuda de la Vertiente Norte haya subido tanto en tan poco tiempo.

- Allí estaré.

Ya estaba oscuro cuando Jeb llegó a Anchorage, pero un taxi le llevó rápidamente a su apartamento, donde pasó algún tiempo en las sombras, contemplando ese irritante espacio vacío reservado para su cabra montañesa. Apuntándole con el índice, dijo:

- A partir de mañana, querida, te cazo.

El lunes por la mañana su despertador sonó a las seis. Se levantó de un salto y, después de ducharse y afeitarse, desayunó frugalmente con zumo de naranja, café soluble y tostadas de pan integral. Mientras clasificaba los papeles que podían interesar al investigador de Washington, hizo tres llamadas telefónicas a las personas con las que debía entrevistarse el martes. A cada una le dijo:

- Tengo que viajar a Juneau en el avión de la mañana. Volveré en el vuelo nocturno y nos veremos mañana, como estaba planeado. Aviso sólo por si acaso.

Luego llamó a la agente que se encargaba de reservarle los pasajes:

- Voy por la mañana y vuelvo por la noche. Como siempre, asiento A a la ida, F a la vuelta.

Ella dijo que los pasajes estarían en el aeropuerto.

Siempre era meticuloso al reservar los asientos para sus viajes, pues aunque el cielo solía estar demasiado nublado o neblinoso entre Anchorage y Juneau, si el día era claro, cosa que ocurría una vez de cada veinte, el paisaje de tierra adentro era espectacular.

- Interesante, no -decía a los extranjeros-. Desquiciante.

Por eso pedía invariablemente el asiento A cuando iba hacia el sur y el F cuando iba hacia el norte. En raras ocasiones lograba contemplar un país de maravillas.

Antes de abandonar su apartamento sacó su equipo de viaje y revisó el contenido: las cosas para afeitarse, pijamas, camisa limpia. En sus años de amarga experiencia había aprendido a no abordar un avión en Alaska sin lo necesario para pasar la noche en alguna cama no prevista.

En el enorme aeropuerto de Anchorage, donde se detenían aviones de muchas naciones diferentes, en sus vuelos entre Asia y Europa (algunos iban casi directamente sobre el Polo Norte a Suecia) le dijeron:

- Despegará a la hora prevista. Hay una leve probabilidad de niebla en Juneau.

No hizo caso del parte metereológico, pues casi siempre había probabilidades de toparse con la niebla en Juneau. Según rumores, cuando no la había disparában un cañonazo para celebrarlo, y como es lógico, el cañonazo atraía nuevamente la niebla. Incluso con buen tiempo sólo se conseguía una ventaja de quince minutos para aterrizar. Pilotar hasta Juneau no era para pusilánimes. Aquel lunes por la mañana, su asiento A no le sirvió de nada, pues afuera sólo había niebla. Y no era uno de esos tipos de niebla gris, común, sino algo tan sólido que, si la ventanilla hubiera estado abierta, habría podido caminar por ella.

- Caramba -dijo al hombre del asiento B-, con una bruma como ésta no será divertido aterrizar en Juneau.

- No se preocupe -aseveró el hombre-. Con esta sopa ni siquiera lo intentaremos.

- No haga bromas pesadas -protestó Jeb, medio en serio-. Tengo una reunión importante en Juneau. Creo que los federales quieren encarcelarme.

- Esta noche dormirá en Seattle -dijo el hombre.

- ¿Usted va a Seattle?

- Al parecer, voy allí dos veces al mes, pero no por deseo propio. Apunto a Juneau, pero fallamos con frecuencia.

El hombre tenía razón: cuando el avión se aproximó a Juneau hizo un valiente esfuerzo por aterrizar, descendiendo más y más entre las montañas, mientras el radar emitía señales que daban localizaciones precisas. Cuando Jeb tenía los puños apretados con tanta fuerza que no se veía sangre bajo la piel, oyó que el piloto aceleraba y el gran Boeing 727 viraba cerradamente hacia la derecha y hacia arriba. En la cabina nadie habló pero cuando el piloto volvió a su punto de partida para intentarlo otra vez, Jeb preguntó a su compañero de asiento:

- ¿Está usted tan asustado como yo?

- No, Si la cosa está muy mal, el piloto seguirá volando. Ya verá.

Una vez más, el avión se acercó a muy baja altura hacia el nido de montañas que protegían a Juneau de tormentas y aviones. La niebla se despejó por un momento fugaz, permitiendo que Jeb viera las olas a muy pocos metros bajo las alas y los altos acantilados oscuros, amenazantes en su cercanía.

- ¡Cristo! -susurró al vecino-. ¡Estamos caminando sobre el agua!

Una vez más, el piloto rechazó la idea de aterrizar y ascendió girando.

- No creo que vuelva a intentarlo, ¿verdad?

Y el hombre dijo:

- Muchas veces lo consigue en el tercer intento.

Pero esa vez no fue así. El avión se aproximó rozando el agua y esquivando las montañas, pero en el último momento, mientras Jeb hacía lo posible por no desmayarse, el aparato se elevó a buena altura, muy por encima de las montañas, y se dirigió hacia Seattle. A bordo del 727 había cuarenta y nueve pasajeros que tenían compromisos importantes en Juneau, la capital del estado, pero nadie se quejó a la azafata porque no se hubiera hecho un intento más. Nadie quería pasar la noche del lunes en Seatle, pero ninguno estaba dispuesto a probar suerte contra esa niebla.

Muy cerca del aeropuerto de Seattle había un hotel que proporcionaba buenas habitaciones a precios razonables para los pasajeros afectados por una emergencia. Allí fue donde Jeb se puso el pijama y se sentó a mirar un partido de fútbol por televisión. En algún momento se le ocurrió llamar al asistente del gobernador.

- Estaré allí en el vuelo de mañana, al mediodía.

Y el funcionario le aseguró:

- No te has perdido nada, Jeb. El hombre de Washington se queda. Tal como sospechabas, es del FBI, pero no es a ti a quien investiga. Tú eres sólo una fuente de información. Como yo.

El martes por la mañana, Keeler y otros cuarenta y ocho alaskanos se precipitaron al aeropuerto para abordar el vuelo de regreso a Juneau. El avión efectuó los aterrizajes previstos en Ketchikan y Sitka sin inconvenientes, pero en Juneau el tiempo era tan malo que, después de tres acercamientos escalofriantes, pero inútiles, el 727 tuvo que continuar hasta Anchorage; Keeler, desde su precioso asiento F, contemplaba una niebla quizá peor que la del día anterior.

Después de dos días de viaje y de cuatro mil seiscientos kilómetros de vuelo inútil, volvió a su apartamento. Con una llamada telefónica a Juneau se aseguró de que el observatorio pronosticaba buen tiempo para el miércoles.

- Nos gustaría que lo intentaras, Jeb. El que tú sabes dice que tu información podría ser vital.

Por eso el miércoles, temprano por la mañana, Jeb volvió a poner una camisa limpia en su maleta y se fue al aeropuerto. Aunque había un poco de niebla, se estaba despejando tan de prisa que las encantadoras montañas Chugach estaban a la vista.

- Estoy segura de que tendrá un viaje excelente -le dijo la muchacha del mostrador-. De vez en cuando pasa, ¿sabe?

Alaska Airlines era una organización bien dirigida, cuyo personal hacía lo posible por tranquilizar a los pasajeros. Esa mañana, un afable camarero anunció: «Buen tiempo en todo el trayecto hasta Juneau. Un vuelo magnífico. Las azafatas se llaman Burbujas, Ginger y Trixie. Si alguien fuma donde está prohibido, el ingeniero de vuelo le invitará a salir».

Cuando el avión se elevó en el aire, Jeb ahogó una exclamación, pues las grandes cordilleras refulgían con tal majestad que todos quedaron mudos. Esa mañana tuvo la buena suerte de que el asiento B estuviera ocupado por una mujer mayor, profesora de geografía; aunque se inclinaba por delante de él para mirar las montañas por la ventanilla, a Jeb no le molestó, pues ella conocía las montañas por su nombre y podía identificar los vastos glaciares que se alejaban de ellas hacia el mar.

- Ésa es la cadena Chugach. No es muy alta, pero ¡mírelas! Dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. -Luego aspiró hondo pues debajo de ellos se hallaba la terminal del oleoducto de Valdez, con un helero de enormes dimensiones hacia atrás-. Debe de haber… ¿cuántos glaciares supone usted que hay allí?

- Diez o doce, tal vez.

- ¡Por Dios, usted es ciego! Allí hay cerca de veinte.

Al mirar con más atención, Jeb vio que de ese único helero brotaban por lo menos veinte ríos helados, que serpenteaban entre los valles desgastando los lechos rocosos hasta llegar al mar.

- No me había dado cuenta de que podían surgir tantos glaciares de una misma fuente -reconoció.

Ella le explicó que Alaska sólo tenía glaciares en la parte sudeste.

- En el norte no hay suficientes precipitaciones como para que se acumule tanta nieve. Pero aquí está la Corriente del Japón. ¿Sabe lo que es eso? -Él asintió como un escolar aplicado-. Arroja mucha agua a esas montañas. Como está tan alta y hace tanto frío, no puede fundirse. Entonces se acumula en los glaciares que descienden muy lentamente hasta el mar.

Cuando él iba a preguntarle cómo sabía tantas cosas, la mujer observó con suavidad:

- Ésta es una de las zonas que más me gustan. Enseño a mis alumnos a reverenciarla. ¿Ve usted esa encantadora montaña, de casi tres mil trescientos metros de altura? Es el monte Steller. Y ese enorme glaciar, a sus pies, el Bering. ¿Aprecia usted el significado de esos nombres? Steller y Bering.

Como él respondió que no, la mujer le describió brevemente la relación de aquellos dos hombres notables que habían descubierto Alaska para los rusos.

- Uno era alemán; el otro, danés. No se entendían entre sí. Pero allí están, entrelazados para siempre por el hielo.

Antes de que Jeb pudiera hacer ningún comentario, ella le apretó el brazo:

- ¡Aquí están! Dios mío, nunca los he visto tan colosales! ¡Oh!

Pero cuando ella iba a explicar su arrebato, el piloto anunció por el intercomunicador:

- Señoras y señores: lo que tenemos a nuestra izquierda se ve muy rara vez. Es el pico San Elías, de cinco mil metros, lo primero que los rusos vieron del continente. Detrás está el monte Loan, de Canadá, que mide casi seis mil metros. En sus laderas hay cuarenta o cincuenta glaciares, incluido el gran Malaspína.

La profesora se sonó la nariz y volvió a reclinarse en su asiento, diciendo con suavidad:

- ¿Se imagina? Vitus Bering, en un barco pequeño con vías de agua. Ver eso, preguntarse qué significaba. Y Georg Steller, a su lado, susurrándole: «Tiene que ser un continente. Tiene que ser América».

El piloto volvió al intercomunicador.

- No debemos desperdiciar un día como éste. Como el cielo está tan despejado, vamos a desviarnos un poco hacia el este, para que ustedes puedan ver la cadena Fairweather, muy alta y hermosa. Luego pasaremos a muy poca altura sobre la bahía del Glaciar; ustedes la verán como pocos pueden hacerlo. Después pasaremos sobre los grandes heleros de Juneau, con su veintena de glaciares, y continuaremos hasta aterrizar en Juneau, donde la torre informa que hace buen tiempo y vientos leves del sudeste. Disfruten del paisaje. Gracias.

Los minutos siguientes fueron mágicos. La cadena Fairweather, que pocos viajeros veían jamás, tenía una plétora de cumbres nevadas, muy altas, levantadas a pico sobre el mar que circunda una de las glorias de América del Norte, la serena bahía del Glaciar, en cuyas aguas caían atronando grandes trozos de hielo desprendidos de los glaciares, alertando a los osos que pululaban por sus costas. Era una bahía magnífica, con una veintena de brazos extendiéndose tierra adentro, y tantos glaciares que nadie podía verlos todos, ni siquiera desde un avión.

- Ahora viene quizá lo mejor de todo -dijo la profesora-. ¡Mire!

Mientras el 727 describía un lento giro hacia el este, Jeb vio que el vasto helero de Juneau se adentraba profundamente en Canadá, con la extraordinaria montaña llamada Devils Paw («zarpa del demonio») estirada hacia arriba como para atrapar al avión y arrastrarlo a una gélida muerte. De ese helero surgían una veintena de glaciares, incluidos los que se caían con estrépito en el estuario del Taku, al sur. Fue un telón adecuado para ese drama, que no tenía igual en todo el mundo. Tal como dijo la maestra, ya a punto de aterrizar:

- Con buen tiempo, estos noventa minutos entre Anchorage y Juneau deben de ser los más espectaculares de la Tierra. Dicen que los montes del Himalaya son estupendos, pero ¿tendrán esta mezcla de océano, grandes montañas, salvajes heleros e interminables glaciares? Lo dudo.

- Lástima que yo no la tuve a usted como profesora -se lamentó Jeb.

Ella se volvió para agradecerle el cumplido, pero de pronto chasqueó los dedos:

- ¿No he visto su foto en los diarios? ¿Usted no es el muchacho cuya novia se declaró a otro por la radio?

- El mismo.

- Esa muchacha debe de estar loca.

- Eso mismo pensé yo -reconoció Jeb.

En ese tercer intento aterrizaron sin dificultades en Juneau, pero al caer la tarde, cuando Jeb quiso abordar un avión para volver a Anchorage, la niebla causada por la corriente del Japón había vuelto a descender, cerrando todas las operaciones del aeropuerto. Jeb tuvo que recurrir una vez más a los pijamas de su maleta; pasó la noche en el Hotel Baranof, de Juneau, y volvió a su casa a la mañana siguiente, ocupando su precioso asiento con la esperanza de ver nuevamente los glaciares. Naturalmente, las nubes eran impenetrables.

De este modo, su breve reunión de dos horas con el investigador del gobierno le ocupó cuatro días completos: desde el lunes por la mañana hasta el jueves por la tarde. Ningún viaje a Juneau se puede tomar a la ligera.

De una manera paradójica, los cuatro días de viaje valieron la pena, porque a su interrogatorio no asistió sólo el hombre del Departamento de justicia, sino dos agentes locales del FBI y un experto del gobierno de Alaska. Cuando vio al grupo sentado al otro lado de la mesa, comenzó a sudar, pero el hombre de Washington se dio cuenta y tomó una actitud claramente tranquilizadora:

- Señor Keeler, queremos interrogarle sobre algunos asuntos feos, pero le aseguramos desde ahora mismo que no estamos interesados personalmente en usted. Sus antecedentes, al menos según lo averiguado por estos señores del FBI, son impecables; le felicitamos por eso.

Y se estiró para estrechar la mano de Jeb, que estaba bochornosamente húmeda.

- Señor Keeler -comenzó el funcionario de Alaska-, ¿qué sabe usted de la Vertiente Norte?

- He trabajado mucho por allí: en Prudhoe Bay, para las empresas petroleras… en Cabo Desolación y su empresa local… De vez en cuando trabajo para la gran corporación nativa, pero como ustedes saben, es Poley Markham quien maneja casi todos sus asuntos.

- Lo sabemos -dijo el hombre de Washington, en tono casi amenazante-. Pero, ¿alguna vez hizo algún trabajo jurídico, por ejemplo, redactar contratos comerciales, para la administración de la Vertiente Norte?

- No. Sólo para la corporación grande y sus pequeñas satélites. Para esa administración, nunca.

Se refería a un fenómeno de Alaska, una comunidad vasta y desierta, más grande que el estado de Minnesota, pero con una población que no alcanzaba las ocho mil almas. También tenía un ingreso próximo a los ochocientos millones de dólares en concepto de impuestos pagados por las compañías petroleras de Prhudhoe Bay; es decir: alrededor de cien mil dólares en efectivo por cada habitante del área: hombre, mujer o niño.

- Esos súbitos ingresos de dinero tientan a la gente a hacer cosas descabelladas -dijo uno de los hombres del FBI. De una página escrita a máquina leyó algunos de los casos más malolientes, en los que una inesperada riqueza había inducido a los funcionarios locales a una conducta extraña-: Una vía subterránea con calefacción para proteger tuberías de servicios públicos; coste proyectado, cien millones; coste final, trescientos cincuenta; coste real en Oregón, digamos, once millones. Nueva escuela secundaria: coste proyectado, veinticuatro millones…

- De eso estoy enterado -interrumpió Jeb-. El coste final fue de setenta y un millones.

- Se equivoca -objetó el del FBI-. Aún no está terminado. Puede llegar a ochenta y cuatro millones.

- ¿Cuánto costaría en Los cuarenta y ocho de abajo? -preguntó Jeb.

- Hicimos que algunas empresas constructoras de escuelas viajaran desde California. Presupuestaron tres millones doscientos mil.

Entonces intervino el funcionario de Alaska:

- En California, sí. Pero que traten de construirla en la Vertiente Norte, donde es preciso traer hasta el último clavo por barcaza o avión.

El del FBI inclinó la cabeza.

- Los constructores de California dijeron lo mismo. Entonces les pregunté cuánto habría costado la escuela en Barrow. Y dijeron: «Entre veinticuatro y veintiséis millones».

El hombre de Washington gruñó:

- Ése era el cálculo original, el que se elevó a ochenta y cuatro.

Disgustado, pidió al hombre del FBI que no continuara enumerando horrores. En cambio tomó una hoja de papel y garabateó algo. Después lo pasó a Jeb, con la escritura hacia abajo.

- Además de los ochocientos millones de dólares recibidos por impuestos, que han gastado, ¿cuánto cree que esos soñadores pidieron prestados a los mercados financieros de Nueva York y Boston? Eso lo gastaron también, y ahora tienen una deuda enorme.

Jeb estudió el asunto. Por lo que sabía sobre la generosidad de los acuerdos municipales, llegó a la conclusión de que la deuda debía de igualar la mitad de los ingresos.

- Tal vez la mitad de los ochocientos millones. Pueden ser cuatrocientos millones, en bonos vendidos por los bancos del Este.

- Mire el papel -indicó el hombre del gobierno.

Al darle la vuelta, Jeb vio una cifra descomunal: 1.200.000.000.

- ¡Por Dios! -exclamó-. ¡Más de mil millones de dólares! ¿Cómo pudieron unos cuantos esquimales, que nunca fueron a la universidad…?

Entonces, el interrogatorio se tornó breve, seco y brutal:

- ¿Sabe usted de alguna complicación que Poley Markham haya tenido con la administración de la Vertiente Norte?

- Él tiene participación en todo lo que se hace en Alaska.

- ¿Fue él quien dispuso esta emisión de bonos?

- Él ayuda a todas las corporaciones con sus préstamos.

- ¿Posee Markham alguna de las empresas contratistas que obtuvieron los trabajos grandes?

- No creo que haya invertido nunca en empresas ajenas. Actúa por su cuenta.

- En su opinión, ¿Poley Markham es corrupto?

- En mi opinión, es uno de los hombres más honrados que he conocido. Con frecuencia salgo a cazar con él. En el hielo o en la montaña es donde se revela el carácter de un hombre.

- ¿Qué diría si le reveláramos que Poley Markham ha recibido más de veinte millones de dólares en concepto de honorarios por trabajos hechos en Alaska?

- Lo creería. Y apostaría a que tiene recibos firmados por toda esa suma. Hace años me dijo que aquí el dinero corría como agua y que se le podía recoger honradamente.

- ¿Cree usted que se ganó honradamente su parte?

- Sí, señor. Hasta donde yo sé, estoy seguro.

Los hombres le agradecieron esas respuestas y reiteraron que él, por su parte, no estaba bajo investigación.

- No tenemos pruebas firmes de que se haya hecho algo malo. Y confieso que no hemos encontrado nada contra su amigo Markham. Pero cuando hay dos mil millones de dólares flotando por ahí, tenemos que buscar dedos pegajosos.

Esa noche, al llegar a su apartamento de Anchorage, Jeb rastreó a Poley hasta un club campestre de Arizona.

- El FBI te está investigando muy en serio, Poley.

- Vinieron aquí a interrogarme. Y la cosa no es contra mí. Investigan esa increíble maniobra de la Vertiente Norte. Ocho mil esquimales que han gastado dos mil millones de dólares, en total.

Por un momento, Jeb se imaginó a los nativos de Desolation. No lograba ver en esos cazadores, que vivían junto al mar helado, a unos grandes deudores. Luego se acordó de Poley.

- ¿Tú no tienes nada que ver con este desastre?

- Todo el dinero que gané, Jeb, lo cobré en cheques… por honorarios legalmente documentados.

- Eso es lo que le dije al de Washington.

- ¿Un pelirrojo con gafas?

- Ése.

- Cuando se fue de aquí no estaba convencido. Y sospecho que tú tampoco le convenciste. Pero no hallará nada contra mí. -Hubo un momento de silencio. Luego Poley añadió-: naturalmente, recomendé a mis amigos de California y Arizona para los contratos gordos. Pero ellos no me pagaron nada, Jeb. No recibí comisiones. Nadie me construyó un albergue de caza en las montañas.

- ¡Pero dos mil millones de dólares! Ahí tiene que haber algo sucio, Poley.

- ¿Has hecho tú algo sucio? No. ¿Y nuestro amigo Afanasi? Nunca. ¿Y yo? en la vida. Participé de todo, como bien sabes. Pero ya recordarás mi regla de oro: «Donde haya en juego siquiera ocho céntimos, deja un reguero de recibos de un kilómetro».

- Los federales me dijeron que le habían seguido el rastro a más de veinte millones de dólares en recibos.

Y Poley rió:

- Yo no actúo de otro modo.

- Eso es lo que les dije -reconoció Jeb.

Como Poley Markham tenía que viajar a la Vertiente Norte para prestar apoyo a sus clientes durante la investigación del FBI, se detuvo en Anchorage para verificar lo que Jeb hubiera dicho a los investigadores en el interrogatorio llevado a cabo en Juneau. Cuando llegó al apartamento de Jeb había alboroto en la televisión de Alaska. Giovanni Spada, del Centro de Maremotos de Palmer, acababa de anunciar que el volcán Qugang, frente a la costa de Lapak, en las islas Aleutianas, había entrado en erupción, despidiendo enormes nubes de ceniza que se dirigían hacia Anchorage. «Sin embargo, la distancia es tan grande que la mayor parte del polvo se disipará antes de llegar a la zona de Anchorage.»

Sin embargo, al caer la tarde había una nube de ceniza en el aire. Poley sugirió:

- Salgamos de aquí. Un guía me dijo que había algunas cabras montañesas en una costa del Pacífico, justo al norte de las tierras del gobierno en la bahía del Glaciar.

Prepararon el equipo, alquilaron un avión de cuatro plazas y volaron a una zona que pocos habían visto. Allí, en un aire tan límpido que hasta una gota de lluvia parecía intrusa, caminaron hasta ver, bastante más abajo, tres machos de bellas cornamentas.

Poley se dio una palmada en el muslo.

- Por fin hemos tenido suerte. Esta vez están debajo de nosotros, no arriba. Si descendemos con cautela podrías cazar una de esas bellezas. -Pero al inspeccionar lo empinado de la cuesta cambió de planes-. Seguro que caerán algunas piedras. Y si es así los asustaremos. Es mejor esperar a que vengan hacia nosotros.

La decisión resultó acertada, pues las cabras fueron ascendiendo gradualmente, pero con tanta lentitud que los dos hombres tuvieron que esperar casi una hora. Durante ese rato discutieron en susurros el problema crucial que gobernaba los asuntos de Alaska en esos momentos. Y otro mucho más importante, que llegaría a su culminación en 1991. Sobre el primero, Poley dijo:

- ¿No es curioso? Los dos estados que más se rechazan mutuamente son los dos más parecidos.

Jeb le preguntó a qué se refería.

- Alaska y Texas. Cuando pedimos gente experimentada para que viniera a ayudarnos con nuestro petróleo, dos de cada tres venían de Texas. Y creo que la mitad de nuestros habitantes afincados son texanos que se quedaron aquí. -Jeb reflexionó sobre eso y dijo:

- En Fairbanks hay muchos, sí.

- Y como en Texas, aquí no se oye decir nada malo de la OPEP. Nos conviene que esos árabes mantengan el precio del petróleo lo más alto posible. Ellos nos hacen el trabajo.

Pero ambos estaban de acuerdo en que, con la desastrosa caída de los precios, los tiempos gloriosos de Alaska estaban a punto de concluir, tal como parecían estar declinando en Texas.

- Tuvimos suerte de llegar cuando lo hicimos, Jeb. Espero que hayas ahorrado dinero, porque en 1991 habrá oportunidades como nunca has imaginado. El hombre prudente que tenga ocho o diez millones disponibles podrá comprar una gran parte de este maravilloso estado. Yo no veo la hora de hacerlo.

- ¿Cuando las restricciones de la Ley de Concesiones lleguen a su fin?

- Sí.

Sólo otro alaskano habría podido apreciar lo inquietante del comentario de Poley. Significaba que había rastreado las operaciones de las trece grandes corporaciones nativas, las que en verdad poseían la tierra, y sabía que muchas de ellas estaban en un desastroso estado financiero. Por lo tanto, sus propietarios nativos tendrían que venderlas a los blancos de Seattle, Los Ángeles y Denver que tuvieran dinero suficiente para comprarlas. Y ellos podrían ganar una fortuna si administraban inteligentemente ese suelo. Desde luego, eso significaba que los esquimales bien intencionados, como Vladimir Afanasi, corrían peligro de perder las tierras de las que sus antepasados habían dependido por miles de años. Jeb, que veía en Afanasi la salvación de Alaska, se preocupó, pero Poley le tranquilizó:

- Creo que la corporación de la Vertiente Norte es una de las que puede sobrevivir. Pese a la enorme deuda y a la caída de los precios petroleros, hemos construido allí estructuras sociales y políticas muy sólidas. En cuanto a las otras doce, tengo buenos motivos para creer que cinco, al menos, están condenadas. Ésas son las que tomaremos.

Entonces, en esa solitaria ladera que miraba al Pacífico, se rompieron los lazos que unían a los dos amigos. Jeb Keeler, pese a la desilusión de haber perdido a Kendra Scott, había llegado a amar sinceramente Alaska, en la que veía una mezcla única de advenedizos blancos como él y nativos de siempre, como los esquimales, los atapascos y los tlingits para los que trabajaba. Quería que esos grupos coexistieran en armonía, según dijo a Poley, para desarrollar juntos esa tierra de maravillas, para vender sus recursos naturales a países como Japón y China, a cambio de productos elaborados. Específicamente, deseaba que los nativos retuvieran la propiedad de la tierra, para que pudieran, a voluntad, continuar con su estilo de vida. Y cuando manifestó esa conclusión se puso al otro lado de las ambiciones de Poley Markham, quien reveló sus planes con pasmosa claridad.

- Yo no veo las cosas de ese modo. En absoluto, Jeb. Los nativos no pueden administrar sus propias tierras en este mundo moderno de aviones, motonieves y coches, por no mencionar los supermercados y los televisores. Incluso las seis o siete corporaciones que son viables hoy, se marchitarán hacia fines de este siglo. Y los hombres como yo estaremos pendientes.

Jeb pasó algunos momentos cavilando sobre esa sombría predicción. Tenía que reconocer que la tragedia era probable, pero antes de que pudiera hacer un comentario Poley añadió una revelación, descubriendo lo maquiavélico de su carácter:

- ¿Por qué supones que he trabajado tanto con esas corporaciones. No fue por el dinero… al menos, después de haber consolidado mis reservas. Quería conocer la capacidad de cada una, dónde estaban las tierras buenas, cuál era la probabilidad de colapso. Porque desde el primer día me di cuenta de que la descabellada organización establecida por el Congreso no sobreviviría a este siglo. Y eso significaba que las tierras tendrían que llegar a manos de hombres como tú o como yo.

- A las mías, no -aseguró Jeb-. Pienso ayudar a los nativos para que pidan al Congreso una prolongación, más allá de 1991. No permitiremos que las tierras les sean arrebatadas a los esquimales ni a los indios.

Poley se echó atrás para estudiar a ese joven, al que había dado su amistad de tantas maneras, introduciéndole en la fraternidad de expertos de Los cuarenta y ocho de abajo, los que sabían lo que estaba ocurriendo en Alaska.

No podía creer lo que Jeb estaba diciendo:

- Si vas por ese camino, hijo, tú y yo cruzaremos espadas.

- Lo veo venir, Poley. Yo quiero que Alaska siga siendo única, una moderna tierra de maravillas. Tú quieres convertirla en otra California.

- Acéptalo, hijo. -Al utilizar esa palabra, la que había empleado años antes, en el norte de Canadá, hizo que la separación entre ambos se hiciera más evidente-. ¿Qué es Anchorage, sino una San Diego del norte?

- A Anchorage puedo renunciar -reconoció Jeb-. Pero el resto tiene que ser protegido de hombres como tú, viejo amigo.

Poley rió:

- Imposible. El próximo censo mostrará que Anchorage tiene más del cincuenta por ciento de la población. Entonces sus representantes irán en tropel a Juneau y comenzarán a aprobar leyes para poner a este estado dentro del mundo moderno. Probablemente trasladen la capital a Anchorage, donde debería haber estado desde hace tiempo.

- Cuanto más hablas, Poley, más me doy cuenta de que tendré que combatir contra casi todo lo que tratas de hacer.

Si los dos cazadores hubieran tenido la radio encendida, habrían escuchado una urgente transmisión de Giovanni Spada, enviada a todas las naciones que bordeaban el Pacífico Norte:

- Esto es un alerta de tsunami. Repito: alerta de tsunami. Se ha producido un gran terremoto submarino cerca de la isla de Lapak, en la cadena de las Aleutianas, con un registro de ocho punto cuatro en la escala de Richter. Se advierte a todas las zonas costeras que una ola…

En vez de oír esa advertencia, que habría podido influir en sus decisiones con respecto a esa costa vulnerable, se mantenían atentos a las cabras, que se estaban comportando tal como Poley había previsto. Pero antes de iniciar las etapas finales de la cacería, Poley quiso allanar las diferencias políticas que habían brotado entre ellos y cambió completamente de tema.

- ¿Sabes, Jeb, que tu cabra montañesa no es una cabra? Es un antílope al que se ha dado el nombre equivocado.

Jeb, sorprendido, se volvió hacia su futuro adversario:

- No lo sabía. -Por algunos segundos analizó esa extraña novedad-. Supongamos que hubieran llamado a la cabra «antílope de las nieves» o «antílope ártico». Sería doblemente atractivo.

- Para mí no -gruñó Poley-. Me gustan las cosas simples y honradas. -Entonces se convirtió en el implacable director de la cacería, papel para el que estaba predestinado-. Tienes que derribar a una en cuanto aparezcan por allí. Si dejas que se sitúen por encima de nosotros, dalas por perdidas.

Jeb, que había perdido cinco o seis cabras siguiendo sus propias tácticas, se deslizó silenciosamente por el lado protegido del barranco, tomando precauciones para no ser visto por las cabras que se acercaban. Cuando se hubo acomodado de modo que podría interceptarlas en cuanto subieran por el lado opuesto, comprendió que sólo podría disparar una vez, contra aquel de los tres machos que asomara primero la cabeza sobre la línea del horizonte. Miró hacia atrás, buscando la confirmación de Poley, y se sintió gratificado al verle formar un círculo con el pulgar y el índice derechos. Todo estaba preparado; era la mejor oportunidad que Jeb tendría en su vida de cazar el último de sus ocho grandes.

Contuvo el aliento, esperando que apareciera una de las cabras. Entonces experimentó el gran júbilo de ver un macho cabrío, blanco níveo y con perfectos cuernos negros que emergía en la cresta del barranco y se detenía allí por un momento.

- ¡Dispara, por el amor de Dios! -susurró Poley para sus adentros, temiendo de que el menor sonido pudiera ahuyentar a la cabra. Un momento después tuvo el alivio de escuchar el eco de la escopeta. La cabra dio un brinco hacia delante, estremecida, y cayó hacia atrás, perdiéndose de vista para Jeb, al otro lado del barranco.

Pero Poley, desde más arriba, vio con toda claridad que la cabra muerta había caído muy abajo.

- Jeb! -gritó-. La mataste, pero está abajo, en el desfiladero. Ve a buscarla. Yo iniciaré el descenso con el equipo.

Jeb bajó hacia donde había visto por última vez a la cabra, llevando su arma, pero Poley volvió a gritar:

- Deja tu escopeta; yo la llevaré. Está bastante abajo.

Al divisar el sitio en que había caído la cabra, el joven apreció la prudencia de ese consejo y apoyó el arma contra una roca, donde Poley pudiera verle con facilidad. Casi como si los dos estuvieran atados por bandas invisibles, comenzaron a descender juntos. Poley, desde su punto de observación hacia el sitio donde descansaba el arma; Jeb, desde el arma hasta el lugar donde había caído la cabra.

Mientras bajaba en ese triunfal desfile, Jeb no apartaba los ojos del magnífico espécimen. Pero Poley, desde el sitio más elevado, podía ver la escena completa: el océano Pacífico a poca distancia, los dos promontorios marcando el comienzo del pequeño fiordo, las empinadas laderas en que los tres machos cabríos habían estado explorando y la bahía hacia la que Jeb descendía para cobrar su presa. Era casi un artístico escenario en miniatura para una pintura ideal de Alaska.

Pero Poley también vio una súbita y persistente succión de agua desde la bahía y comprendió, por instinto, que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

- ¡Jeb, Jeb! -gritó.

Pero el joven, en su entusiasmo por cobrar la cabra, ya no estaba al alcance de su voz. Aun así Poley siguió gritando, pues ahora veía el agua que regresaba hacia la bahía, acumulándose inexorablemente, como si algún malévolo titán la empujara desde atrás.

- ¡Jeb! ¡Vuelve!

Entonces fue evidente que las olas oscuras, nunca muy altas, pero respaldadas por una tremenda presión, no iban a detenerse sin haber colmado el valle, ascendiendo hasta algún punto increíble, dos mil, dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Y cuando Jeb reparó finalmente en el peligro, el agua estaba ya tan alta y se acumulaba tan velozmente que no pudo hacer nada por salvarse. Vio que las aguas revueltas le arrebataban su cabra, arrojándola de un lado a otro, sumergiéndola en espumas. Luego las olas implacables llegaron hasta él, arrojándole de costado y tragándoselo, mientras escalaban las laderas del valle más de prisa que las mismas cabras. Lo último que vio no fue su trofeo final, destrozado en las profundidades, sino a Poley Markham, que trepaba desesperadamente para llegar a tierras más altas, donde el tsunami de Lapak no pudiera alcanzarle.

Cuando ya estaba a punto de perecer, Jeb vio que Poley tenía posibilidades de salvarse y gritó:

- ¡Adelante, Poley! ¡Tú ganas!

Por el momento, parecía que Alaska sería tal como Poley Markham la deseaba, y no como Jeb Keeler, Vladimir Afanasi y Kendra Scott, cada uno a su manera, la habían imaginado.

This file was created
with BookDesigner program
bookdesigner@the-ebook.org
08/03/2009