ROSQUILLAS Y CAFÉ CALIENTE 20 CTVOS
Mientras Missy contemplaba las fotografías, Buck se puso a calcular:
- Si no nos embarcamos hasta abril… quedan ocho o nueve meses de espera. ¿Qué podría hacer yo? ¿Qué podríamos hacer todos… para ganar dinero?
- ¡Ajá! -exclamó el Grano, sin vacilar-. Hay que buscar el empleo mejor pagado que se pueda encontrar… sea lo que sea.
Pero Buck, que llevaba un año sin empleo de ningún tipo, no podía creer que fuera tan fácil encontrar trabajo; en esa situación, el veterano resultó más útil que nunca.
- ¿Qué sabes hacer, Tom? -preguntó.
- Repartir periódicos. Lo hago muy bien.
- ¡Eso sí que no! No se gana lo suficiente.
El Grano iba a dejar de lado esa posibilidad cuando el muchacho aclaró, con el entusiasmo que provocaba siempre el puerto de Seattle:
- No hablo de repartirlos de puerta en puerta. Me refiero a todo este puerto… Se podría salir al encuentro de los barcos que llegan. Hay muchas posibilidades nuevas.
- Y tú ¿qué sabes hacer? -preguntó el Grano a Buck.
- Papá es un contable excelente -intervino Tom.
- ¿Qué experiencia tienes?
- En ferretería y maquinaria.
- Se necesita a un hombre como tú -exclamó el minero, levantándose de la silla.
Seguidos por Missy y Tom, el Grano llevó a Buck a rastras a lo largo de tres manzanas, en dirección al centro de la ciudad. Fueron a Ross Raglan, la tienda en la que había comprado su equipo años antes, la primera vez que quiso viajar al Ártico; ahora estaba repleta de los artículos que solicitaban los buscadores de oro. El Grano hizo llamar al señor Ross y recordó a ese laborioso escocés quién era él, enseñándole los recortes de periódicos para demostrar su identidad.
- Quiero que contrate a este hombre, señor Ross. Sabe trabajar con mercancías y puede poner un poco de orden en este lugar.
Muchos de los empleados de Ross Raglan se estaban yendo a Alaska, y el comerciante estaba ansioso por encontrar un sustituto responsable. Después de formular unas cuantas preguntas a Buck para poner a prueba su capacidad, quiso saber:
- ¿Puedo pedir referencias a su anterior jefe?
- No -contestó Buck-. Me fui de San Luis después de un malentendido. Pero ya verá usted que los tres somos responsables.
- ¿Esta señora es su esposa?
- Claro que sí -dijo el Grano.
El entusiasmo de ese minero que, según los periódicos, había traído casi sesenta mil dólares en el Portland, era muy contagioso; en contra de su propio criterio, más acertado, el señor Ross contrató inmediatamente a Buck.
El Grano llevó luego a Tom a las oficinas del Post-Intelligencer e insistió en que el periódico contratara al inteligente muchachito para organizar la distribución del periódico en zonas que hasta entonces sólo eran atendidas esporádicamente.
- Me refiero al puerto, las nuevas tabernas, los barcos que lleguen…
También en esta ocasión, el entusiasmo provocado por la fiebre del oro se había extendido tanto que los administradores del periódico tuvieron en cuenta la propuesta, aunque un año antes la habrían rechazado por ridícula. Tom consiguió un empleo, a prueba; entonces, el incansable minero dirigió su atención a Missy.
Antes de que oscureciera por completo, llevó apresuradamente a los Venn por una de las calles principales, hasta que llegaron a un restaurante de lujo. Tras dejar a Buck y a Tom frente a la puerta principal, llevó a Missy hasta la trasera. Entró por la fuerza en la cocina y preguntó por el gerente; en Seattle, en aquella época de locura, estaban acostumbrados a las conductas extrañas, de manera que el hombre escuchó la presentación del Grano del Klondike, que le mostró sus credenciales y explicó:
- Esta joven amiga mía es jefa de camareras, muy bien considerada en San Luis. Se dirige a las minas de oro, y necesita un empleo hasta abril.
- ¿Soporta usted el trabajo pesado? -preguntó el gerente. Ante la respuesta afirmativa de Missy añadió, con un suspiro de alivio-: En ese caso, Puede comenzar ahora mismo.
- Estaré aquí dentro de una hora -prometió ella.
- No me falle -le contestó el gerente.
En poco más de una hora, el minero de Carolina del Norte había conseguido tres buenos empleos para sus nuevos amigos; de nuevo en la taberna, cuando le preguntaron por qué les había ayudado de esa forma, explicó:
- Me gustaría tener otra vez treinta años. Volver a pasar por el Chilkoot, navegar por el Yukón en una balsa construida con mis propias manos. Quiero que vosotros hagáis bien las cosas. -Sin embargo, cuando se levantaban para salir, les asustó, porque apoyó las manos sobre la mesa y les miró fijamente, uno por uno:
- Vosotros tres me gustáis -les dijo-. Sois personas de carácter, y os voy a ayudar hasta el final. Pero quiero saber quiénes sois y por qué habéis venido.
- ¿Qué quieres decir? -tartamudeó Buck.
El Grano le dio una palmadita tranquilizadora en el brazo:
- Cuando entraste en esa oficina a pedir los pasajes estabas muerto de miedo. Me miraste dos veces para asegurarte de que yo no era un policía o un detective. ¿Qué has robado? ¿Qué crimen has cometido? ¿De qué estáis huyendo? -Antes de que el hombre pudiera responder, el Grano se volvió hacia Missy-: ¡Y tú! Eres la sal de la tierra, ya se ve. Pero no puedes ser la madre de este niño, ¿verdad? ¿Qué edad tienes?
- Veintidós.
- Y no estás casada con éste, ¿no es cierto? -Cuando la mujer quiso protestar, el minero continuó-: ¿Que cómo lo sé? No tenéis aspecto de casados. No le tratas como a tu marido. -Missy preguntó qué quería decir con eso, y el minero respondió-: Le tratas demasiado bien.
Entonces le tocó el turno a Tom:
- En cuanto a ti, jovencito: ¿Te han secuestrado? ¿Te sacaron de un reformatorio?
Tom iba a hablar, pero el Grano le puso una mano en el brazo.
- Ahora no. Pensadlo. Decidid si podéis o no confiar en mí. De la gente que pasa por aquí, la mitad tiene secretos que preferiría no revelar. -Entonces miró muy serio a cada uno de los tres-: Ahora bien, para que yo pueda seguir ayudándoos, vengáis de donde vengáis (que, por cierto, no es de San Luis), necesito que me digáis la verdad.
Muy impresionados por la última descarga del Grano, los tres se reunieron a medianoche, cuando Missy terminó su turno en el restaurante, y se enfrascaron en una agitada discusión sobre el aprieto en que se encontraban.
- Ese tipo me da escalofríos -dijo Missy-. Recuerdo que en dos ocasiones me miró de una manera rara cuando dije algo que no era del todo cierto.
- ¿Cómo habrá sabido que no somos de San Luis? -preguntó Tom.
Entonces Buck planteó la verdadera cuestión, la que los otros dos no formulaban, por miedo:
- ¿Y si fuera un detective? ¿Y si la policía de Chicago le hubiera enviado un telegrama con nuestras descripciones?
En el pequeño cuarto alquilado se hizo el silencio mientras los tres fugitivos consideraban esa aterradora posibilidad; con los sonidos de la vida resonando en sus oídos, se acostaron y trataron de dormir.
En caso de que el Grano fuera un detective, se comportaba de una forma contradictoria, ya que durante los días siguientes hizo todo lo posible Por ayudarles a empezar bien en sus nuevos empleos; al terminar la jornada de trabajo, repasaba con ellos, una por una, las cosas que Tenían que comprar para la gran aventura en las minas de oro:
- Son tres mil kilos, y cada gramo debe servir para algo.
Logró que Ross Raglan concediera a Buck, como empleado, un descuento en las compras que hiciera allí; también localizó un almacén que deseaba liquidar su surtido de alimentos secos antes de Año Nuevo:
- Cómpralos, Buck, que no se echarán a perder.
Pero fue el mismo Buck quien compiló la famosa lista que tantos recién llegados usarían después como guía de compras. Enumeraba el centenar de artículos que un buscador de oro prudente tenía que adquirir antes de partir de Seattle. En la parte de arriba de la tarjeta estaba escrito: «Todos los elementos de este equipo se pueden encontrar en Ross Raglan». Además, Buck demostró que su ingenio iba en aumento al añadir al pie un útil recordatorio:
Ross Raglan, teniendo siempre en cuenta el bienestar de sus clientes, recomienda encarecidamente que cada buscador lleve consigo un pequeño botiquín con los medicamentos indispensables.
BÓRAX - ESENCIA DE JENGIBRE - LÁUDANO - TINTURA DE YODO - CLORATO DE POTASIO - CLOROFORMO - QUININA - GOTAS PARA EL DOLOR DE MUELAS - ANTIPIRÉTICO YODOFORMO - SOLUCIÓN DE ÁCIDO NÍTRICO - HAMAMELIS ANALGÉSICOS - EMPLASTOS DE BELLADONA - UNGÜENTO CARBÓLICO
Este botiquín se puede adquirir por menos de diez dólares en la farmacia de Andersen, que no tiene vinculación alguna con Ross Raglan. Andersen recomienda también llevar sales de Monsell para las hemorragias, en cantidades adecuadas a la susceptibilidad de cada persona.
La declaración de que R R no tenía intereses económicos en la farmacia de Andersen y no recibía compensasión por esa publicidad gratuita sólo era cierta en parte, porque Buck cobraba una pequeña comisión por cada botiquín que ayudaba a vender.
Siempre que se reunían con el Grano del Klondike, se percataban de que él les observaba con mucho más interés del justificado, y todavía les ponía más nerviosos que les invitara a comer con él.
- En Seattle vosotros sois mi familia -decía.
Una vez, Missy le preguntó:
- ¿No tienes parientes en Carolina del Norte?
- Ese lugar parece cada vez más lejano -contestó el minero, eludiendo la respuesta. Entonces, en vez de instarlos a revelar sus secretos, les confesó él uno-: Cuando zarpé de aquí con rumbo a Alaska, hace años, tenía una sola ambición: mostrar a esos idiotas de Carolina de qué era capaz. Y mientras pasaba privaciones en el Klondike me consolaba pensando que ya les enseñaría, cuando volviera con mi oro.
- ¿Y qué es lo que ha cambiado? -preguntó Missy.
- Carolina del Norte ya no me parece tan importante -dijo el Grano pero se apresuró a corregir-: En realidad, allá nadie comprendería, siquiera remotamente, cómo es el Klondike.
En cierto modo, los tres se sintieron halagados por el hecho de que el minero les hubiera revelado sus pensamientos; no obstante, eso no disminuyó sus sospechas, pues, tal como Buck solía recordar cuando estaban solos:
- Aun así puede ser un detective.
Dado que los tres trabajaban laboriosamente, iban aumentando Sus ahorros, lo que daba a los dos adultos una agradable sensación de seguridad; sin embargo, era Tom quien más disfrutaba, ya que, a medida que iba conociendo el puerto, con los deslumbrantes vapores procedentes de San
Francisco o los viejos barcos que llegaban renqueando desde Saint Michael, comenzaba a percibir la magia de Seattle. La ciudad era la más importante del extremo noroeste de la nación, y cada día llegaban trenes, desde diversos lugares del país; además, controlaba el comercio con Alaska, que no contaba con otro mercado para sus productos. Era una ciudad construida en un atractivo terreno ribereño, que tenía lagos, islas y extensiones de agua que se sucedían hasta el horizonte, por el norte, el sur y el oeste. La ceñían grandes montañas, tanto al este como al oeste, y, lo que sorprendía a Tom, al igual que a Buck y a Missy, era que la ciudad no quedara junto al mar, como siempre habían creído, sino unos ciento veinte kilómetros tierra adentro, junto a canales que iban a parar tanto al Canadá como a los Estados Unidos.
- ¡Esta ciudad me gusta! -solía exclamar Tom, cuando la veía desde la cubierta de algún barco recién llegado, después de vender a sus pasajeros el Post-Intelligencer, o bien cuando salía al encuentro de una destartalada embarcación, que había llegado de Skagway y Juneau manteniéndose a flote a duras penas, cargada con tres hombres que traían oro y con otros sesenta y tres que venían sin nada.
Conocía el funcionamiento del puerto de Seattle con tanto detalle como podía llegar a conocerlo un muchacho en el tiempo que llevaba allí trabajando. Una noche fue corriendo al restaurante en el que trabajaba Missy:
- ¡Tengo una noticia estupenda! El Alacrity, ese pequeño vapor de Ross Raglan, necesita una jefa de camareras para la travesía de Skagway y me han dicho que pueden darte el empleo.
- ¿Cuándo?
- Zarpan mañana, a las cuatro de la tarde.
- ¿Cuánto pagan?
- Me han dicho que las propinas son abundantes… realmente generosas.
La mujer pidió a Tom que la esperara hasta que ella pudiera salir del restaurante y le acompañó hasta el sitio donde estaba anclado el Alacrity, que ultimaba los preparativos para el viaje de regreso a Skagway. Mientras se acercaban al bonito navío, Tom comentó:
- Los barcos nuevos como éste hacen el viaje a Skagway en seis días, contando las dos paradas.
Nervioso, y al mismo tiempo orgulloso, Tom llevó a Missy ante el capitán, que llevaba puesta la camisa de dormir.
- Capitán Reed, aquí está la mujer de la que le hablaba.
- ¿Es usted trabajadora?
- Ya se lo habrá dicho el chico, ¿no?
- Estoy hablando de un trabajo muy duro. ¿Podrá mantener a raya a la tripulación en el comedor?
- Puedo hacerlo, pero ¿cuánto pagan?
- Las propinas son generosas.
- Pero, ¿cuánto pagan ustedes, por poner las cosas en orden?
El capitán Reed consideró la pregunta y eludió la respuesta:
- Me imagino que usted abandonará el barco en cuanto lleguemos a Skagway.
- Ya sabe usted que mi hijo estará aquí, en Seattle.
- El muchacho dijo que era su hermano.
- Bueno, ¿cuánto pagan?
- Dos dólares al día. Alojamiento y comida. Y las propinas son siempre muy generosas.
- Por tres dólares, acepto.
- He dicho dos, y también he dicho que se la tratará con generosidad. ¿Acepta o no?
- Acepto.
- Preséntese aquí a las siete de la mañana.
- El chico dijo que zarpaban a las cuatro de la tarde.
- Pero a las ocho de la mañana damos de comer a la tripulación. No llegue tarde.
t Missy se enfrentaba a tres obligaciones: tenía que informar a su jefe de que dejaba el restaurante, tenía que decir a Buck que pasaría los meses siguientes a bordo del Alacrity y, honradamente, tenía que explicar la situación al Grano, que tanto les había ayudado. Comenzó por lo más sencillo: pidió a Tom que volviera con ella al restaurante y la esperara fuera mientras ella hablaba con el propietario. El hombre lo comprendió:
- En Seattle pasa de todo. Buena suerte en las minas.
- Por ahora no voy -intentó explicarle la joven.
- Ya irá -replicó el patrón, no sin simpatía. Y, para asombro de la mujer, le pagó cinco dólares de más-: Si vuelve sin un centavo, la emplearemos otra vez.
Al principio no fue nada difícil explicar las cosas a Buck, porque él comprendió que Missy ganaría bastante más que en el restaurante, y además, se enteraría de cómo llegaban los buscadores a las minas; pero cuando ella añadió que quería aclarar las cosas con el Grano, el hombre exclamó, muy preocupado:
- ¿Y eso por qué?
- Para que no haya malentendidos.
- ¿Y si fuera un detective de verdad?
- No es Posible que ese buen hombre sea una mala persona -contestó Missy. Y Tom se mostró de acuerdo.
A eso de la una de la madrugada, horas antes de que Missy se embarcara Para su primer viaje al norte, los tres entraron muy serios en la taberna, donde el Grano ocupaba su mesa de costumbre.
- Estos dos quieren hablar contigo -dijo Buck.
El Grano se levantó, hizo una cortés reverencia y preguntó:
- ¿Por qué venís a verme a estas horas?
- Mañana empiezo a trabajar en un barco de R R, y te debemos una explicación -respondió Missy seriamente-. Eres como un padre para nosotros.
- He tratado de serlo.
Para sorpresa del minero, fue Tom quien rompió el hielo, diciendo:
- Ocurrió en los tiempos del hambre, en Chicago. Mi abuela, mi Padre y yo no teníamos qué comer, ni trabajo ni nada.
- Fue cuando la crisis de 1893 -explicó Missy.
Buck, que aún se avergonzaba de haber defraudado a su familia durante aquellos días, permaneció callado, pero Tom continuó:
- Missy estaba a cargo de las obras de caridad de nuestra iglesia. Así nos conocimos. -La miró con cariño entre el humo de la taberna.
- El pastor vino a verme -continuó la joven-, y me dijo: «Missy, hace tres semanas que no vemos a una de nuestras familias. Son los Venn. Tal vez están pasando hambre y no dicen nada». Y así era.
Los recuerdos de esa época terrible volvían dolorosamente; Poco a poco, los tres fueron contando cómo Missy Peckham había entablado relación con los Venn, cómo unos pocos dólares semanales facilitados por la iglesia les permitieron seguir con vida y cómo su entereza les mantuvo a flote. Pero Tom añadió algo más:
- Todo fue gracias a Missy. Me enteré de que, cuando se acababa el dinero de la iglesia, ella nos daba el suyo; fue entonces cuando todos nos enamoramos de ella.
Ante esa extraordinaria frase, el Grano señaló a Buck, que aún no había abierto la boca, y a Missy:
- ¿Tú también? ¿Tú también te enamoraste?
- Estaba casado -explicó Missy.
- Mi madre era una mujer malísima -intervino Tom, antes de que Missy describiera la situación-. Mala de verdad.
- Está muy feo que un niño diga eso -le reprochó el Grano.
- Es cierto -confirmó Missy-. Engañó a Buck para que se casara con ella, porque…
- ¿Es necesario que me contéis todo esto? -interrumpió el Grano, al percatarse de que estaba recibiendo más respuestas de las que quería saber.
- Sí -dijo Missy~. Tú nos lo preguntaste. Además, eres nuestro único amigo.
- Te tomamos por un detective -se atrevió a decir Buck, por fin-. Pensamos q'ue te habían enviado desde Chicago para detenernos.
- Y vosotros dos, parejita, ¿qué hicisteis? -preguntó el minero, volviendo a señalarles-. ¿La matasteis?
- No -dijo Missy-, aunque no nos faltaban ganas. Abandonó a Tom en cuanto nació y se escapó con dos o tres viajantes de comercio. Era una mujer muy vanidosa.
- En once años no se preocupó por mí -intervino Tom otra vez-. cuando mi padre… (No es mi verdadero padre, pero es mucho mejor que si lo fuera.) Cuando mi padre, Missy y yo habíamos tomado una familia, ella volvió a Chicago y reclamó que yo era su hijo.
- Fue una desgracia -dijo Missy-. Se presentó con dos abogados para obligarnos a entregarle al niño, y Tom les mandó a todos al diablo. Eso estuvo muy mal, porque el juez se enfureció al saber que el hijo había mandado a su madre al diablo. Dijo que no sólo nos quitaría a Tom, sino que haría encarcelar a Buck por adulterio.
- En ese momento decidimos huir a Alaska -dijo Buck, en voz baja-. El juez dictó una orden, y no hicimos caso.
El Grano se inclinó hacia atrás y pidió bocadillos y bebidas para todos.
Entonces señaló el mostrador atestado y les dijo:
- La mitad de esta gente también ha desobedecido alguna orden judicial, y si quisieran investigar lo que hice en Dawson, también habría alguna condena en contra mía.
Pasaron las dos horas siguientes desenmarañando la complicada historia de Chicago y el mal trato recibido por los tres fugitivos. De pronto, el Grano dijo:
- Mira, Buck, adiviné algo de esto la primera vez que te vi, cuando hablabas con tu familia en la calle. Parecías un hombre derrotado, alguien con una terrible carga a sus espaldas. Y tú, Missy, tú parecías una mujer emprendedora que era el apoyo de los tres.
- El mío no -dijo Tom.
- El tuyo también -replicó el Grano, mirándole con indulgencia-. Muchos niños menores que tú se ponen a buscar trabajo cuando no tienen padre o cuando el padre no consigue empleo.
- Tal vez usted lo haya hecho en sus tiempos, señor, pero entonces no era lo mismo que en 1893 -intervino Missy ásperamente. Y añadió con dureza-: No había trabajo, y con el escasísimo dinero que me daba la iglesia, yo trataba de mantener a once familias. Hemos pasado por todo -añadió, poniendo su mano en la de Buck-. Las minas de oro no nos asustan.
A las cinco de la mañana, cuando ya se servían las primeras rondas de café para el desayuno, el Grano dio a los Venn un buen consejo:
- Ahora que Missy y Buck tienen un empleo, ganaréis bastante. Tenéis que ahorrar y guardarlo en un banco, no en cualquier calcetín para que os lo robe un ladrón o vosotros mismos os lo gastéis en cuanto penséis que necesitáis algo. Tenéis que ir al Klondike con dinero en el bolsillo, porque así conseguiréis imponeros.
A las seis, mientras él esperaba con Missy en medio de la calle, Buck y el niño subieron a su cuarto en busca del equipaje.
- ¿Por qué has sido tan bueno con nosotros? -le preguntó la joven.
Él se quedó callado, pues había demasiadas respuestas: su soledad, su deseo de ayudar a los desvalidos… Pero al fin eligió una:
- Porque Alaska se inventó para gente como vosotros. Si tenéis mala suerte, os ponéis a luchar. -Añadió algo extraño-: Y porque tú has ayudado tanto a tu compañero.
- ¿Y a ti? -preguntó Missy-. ¿Qué te impulsó a las minas, hace años?
Una vez más, podía elegir un montón de respuestas: batallas Perdidas, pueblecitos reducidos a cenizas, precarias hipotecas… Contestó implicándola a ella:
- Tú y yo nos parecemos, Missy. Cásate con él.
- Ya nos hemos arriesgado demasiado -objetó ella-. Hemos cometido un secuestro, hemos desobedecido la ley… No nos conviene cometer también bigamia.
- Pero la otra ¿no está divorciada… y vuelta a casar?
- No se toma esas molestias -contestó tristemente Missy.
A las siete, los tres hombres la acompañaron hasta el Alacrity, le dieron un beso y le dijeron adiós, antes de que se embarcara para viajar como criada.
- Sois mi familia -insistió el Grano-. Portaos bien.
De este modo, por una serie de afortunadas casualidades, el destino de los Venn quedó ligado al de los armadores y comerciantes Ross Raglan. El excelente trabajo que desarrolló Buck en la empresa le mereció un ascenso y la oferta de un puesto fijo si decidía quedarse en Seattle y renunciar a la fiebre del oro. Missy se mostró tan eficiente a bordo del Alacrity que también ella fue ascendida a puestos de mayor responsabilidad.
Hasta Tom se vio atraído hacia la órbita de Ross Raglan, ya que al ampliar sus actividades en el puerto resultó de utilidad para los barcos pequeños que poseía la firma, tal como había demostrado el servicio prestado al capitán del Alacrity. Una mañana, cuando iba a entregar los periódicos en la oficina que Ross Raglan tenía en el puerto, el gerente, el señor Grimes, le llamó desde su escritorio:
- ¡Oye, muchacho!
Tom, que era un chico bien educado, fornido y alto para su edad, se presentó ante la mesa del gerente.
- Nos vendría bien contar con un jovencito como tú -dijo Grimes.
- ¿Para hacer qué?
- Para llevar recados a los barcos, ir a buscar las mercancías, y cosas así.
- Me gusta trabajar aquí.
- Ya me he fijado. Trabajarías bien en lo que estoy pensando.
De este modo, Tom firmó un contrato con Ross Raglan, aunque no abandonó el lucrativo reparto de los periódicos. Todos los días comenzaba a las cuatro de la mañana y terminaba mucho antes de que abriera la oficina naviera.
Como los Venn estaban prosperando sin problemas, tenían que empezar a plantearse el futuro, de modo que, durante la siguiente estancia en el puerto del Alacrity, la familia sostuvo largos debates; Tom era partidario de quedarse en Seattle:
- Tenemos buenos empleos. Estamos ahorrando dinero. Y el señor Grimes ha dicho que, si quiero volver a la escuela, tendré las mañanas libres.
Cuando el Grano se enteró de que Tom proponía olvidarse de las minas de oro y quedarse en Seattle, se enfadó:
- ¡Hijo! ¿Qué te pasa? ¿Quieres perderte la mayor aventura del siglo?
- ¡Pero si tú nos has dicho veinte veces que no encontraremos oro!
- ¿Oro? ¿Quién habla de oro? Conocí a cuatro hombres excelentes en Dawson que nunca descubrieron oro. He confiado siempre en ellos, y apostaría a que ahora son tan felices como yo.
- Me di cuenta de eso en el viaje a Skagway -añadió Missy-. Los hombres que vienen de las minas parecen volver con un secreto: «Lo hemos conseguido. Hemos estado allá».
Finalmente se acordó que, a mediados de marzo, retirarían sus ahorros del banco, tomarían un vapor de Ross Raglan hasta Skagway, viajarían por terreno llano hasta Dyea y emprenderían la travesía del Chilkoot.
- Mi corazón estalla de alegría por vosotros -les comunicó el Grano, al saber de esta decisión-. No os arrepentiréis.
Pocos días después desapareció. Nadie supo adónde se había ido ni por qué medios salió de Seattle. A Missy le sorprendió (y lo dijo con franqueza) que no se hubiera despedido de ellos ni le hubiera dejado un recuerdo a Tom; pero un mes más tarde recibió una carta certificada desde San Luis, enviada a la tienda y a nombre de Buck. Había dos billetes de cien dólares, los primeros que veía la mujer: el anverso era de un bonito color verde, el reverso, de un dorado resplandeciente. Cada uno tenía una nota prendida. En una ponía: «Esto es para vosotros». En la otra: Cuando lleguéis a Dawson buscad en los burdeles de Paradise Alley a una señora a la que llaman «la Yegua Belga». Dadle este billete y decidle que se lo envía el Grano del Klondike.
El quince de marzo de 1898, los Venn, pesarosos, dejaron sus empleos en Ross Raglan, reunieron el equipaje, que habían escogido cuidadosamente, y reservaron pasajes para la próxima travesía a Skagway del Alacrity. El viaje, incluido el sitio donde dormirían y todas las comidas, costaba treinta y cuatro dólares por adulto y veinticuatro en el caso de Tom; no obstante, cuando Buck fue a pagar los pasajes, el señor Grimes le dijo:
- El precio total es de cincuenta dólares, por gentileza del señor Malcolm Ross, quien espera que todos ustedes vuelvan a trabajar para él.
Buck, que subía a un barco por primera vez, lo miraba todo desde la borda, mientras Missy le explicaba qué territorio era estadounidense y cuál canadiense. Para él, ese pasaje, con montañas al este, grandes islas al oeste y vastos glaciares abriéndose camino hasta el mar, era un placer para la vista, así como una promesa de paisajes más grandiosos. Le impresionaba la magnitud de la aventura que habían emprendido y estaba decidido a triunfar. Mientras pensaba en el temido Chilkoot y en los amenazadores rápidos del Yukón, descubrió que cada vez se acordaba menos de aquel oro que, según había advertido el Grano, no iban a encontrar.
A Tom le entristeció irse de Seattle; mientras el Alacrity se alejaba del muelle, con una celeridad que hacía honor a su nombre, sintió que los Ojos se le llenaban de lágrimas: «Esta ciudad es estupenda; me gustaría vivir en Seattle. Espero que descubramos oro por un valor de millones de dólares y lo traigamos aquí». Mientras contemplaba la lejana silueta de la ciudad que había llegado a querer, iba reconociendo las ensenadas de la accidentada costa y las colinas por las que había subido con sus periódicos. Podía sentir la vitalidad de aquel hermoso puerto, oculto entre montañas protectoras, y le gustaba hasta el extraño sonido de su nombre: «¡Seattle! ¡Ya volveré!».
El 23 de marzo al atardecer, antes de llegar al puerto alaskano de Skagway (a la ciudad había que acercarse por una amplia extensión de playa arenosa pues el límite del agua navegable estaba a un kilómetro y medio), Buck y su familia se reunieron para decidir la estrategia que les permitiría circular entre la multitud de ladrones sin perder sus ahorros y sus pertenencias.
- Se puede conseguir -explicó Missy-. He estado muchas veces en Skagway. Hay bandidos por todas partes, pero si uno se mantiene al margen, no pasa nada.
- Me he cosido el dinero a la ropa -les tranquilizó Buck-. No hablemos con nadie. Alquilaremos caballos para llegar a Dyea cuanto antes.
Sus precauciones resultaron innecesarias, ya que el capitán del Alacrity anunció durante la cena:
- Puesto que hay un montón de gente que- quiere salir de Dyea, dentro de tres días llevaremos el barco hasta allí. Los que prefieran desembarcar en Dyea pueden quedarse a bordo.
De este modo, evitaban tener que pasar por el infierno de Skagway; durante los dos días que el barco estuvo anclado frente a ese infame puerto, Buck permaneció en el camarote, custodiando el dinero de la familia y vigilando el equipaje amontonado en cubierta. Tom, sin embargo, quería visitar la famosa ciudad, y, para sorpresa de Buck, Missy dijo que tenía muchas ganas de charlar con dos mujeres que había conocido cuando trabajaba en el barco. El segundo día, Missy acompañó a Tom hasta la pasarela y pagó veinticinco céntimos a un hombre fornido para que la llevara a hombros hasta la playa, atravesando el suave oleaje. Tom, que rechazó la ayuda, chapoteaba tras ella, observándolo todo: había botes de pocos centímetros de calado que iban a descargar el barco, y carros de caballos que circulaban por la arena; la pequeña población costera se alzaba en las laderas de las montañas.
Una vez en tierra, Tom descubrió que Skagway era un lugar inquietante, porque Missy insistía en prevenirle contra casi todas las personas que encontraban:
- Ése no es sacerdote. Es Charley Bowers. Habla muy bien y te roba hasta el último céntimo. -Un poco después, continuaba-: Ése de ahí no es policía de verdad. Es el Flaco lim Foster; si te metes con él te matará de un balazo. -Además, según ella, en Skagway los establecimientos eran tan poco de fiar como la gente-: ¿Ves ese banco? En realidad, no es ningún banco. Se quedan con tu dinero y ya no vuelves a verlo. -Y la oficina de correos tampoco era auténtica; de las cartas que se echaban en el buzón no se tenían más noticias.
- ¿Y por qué nadie denuncia todo esto al sheriff? -preguntó Tom.
- Hay un sheriff -le explicó Missy-. Ahí está. Pero tampoco es un sheriff de verdad. Las cosas que le cuentas las utiliza para robártelo todo.
- ¿Hay algo auténtico? -preguntó Tom.
- Las tabernas -respondió la mujer, sin vacilar. Y en las calles más importantes, sin Pavimentar y llenas de baches, Tom vio por lo menos cuarenta antros en los que se servía whisky.
A pesar de todo, Missy no se dejaba intimidar por esa población nacida de la prosperidad repentina; demostrando una gran valentía, en opinión de Tom, le llevó a un edificio de fachada falsa, con salón adyacente, conocido como el Oyster Bar 317.
- Soy Missy Peckham -se presentó la joven, que entró muy decidida-. Me gustaría ver a Soapy, si está -y señaló la trastienda, donde tenía su guarida el conocido cacique de Skagway.
Un camarero dejó de abrir ostras y desapareció; volvió al cabo de un momento con un hombre barbudo y flaco, muy elegante, vestido con un traje de calle que no habría desentonado en Denver, de cuyas agotadas minas de oro había venido apenas un año antes. Tenía unos treinta y cinco años y su aspecto era tranquilizador; saludó con anticuada cortesía a la señorita Peckham, a la que había conocido en un viaje en el barco donde ella trabajaba.
- Tom -dijo Missy, mientras el hombre se inclinaba solemnemente-, éste señor es Jefferson Randolph Smith, un caballero muy importante de esta ciudad.
- Fue usted muy atenta conmigo a bordo del Alacrity -comentó el famoso jugador-. ¿Me permite invitarles a una sopa de ostras, a usted y al señorito Tom?
- Sería un honor, señor Smith -contestó Missy~, pero Tom quiere ir a ver donde empieza el puerto de White Pass.
- Bueno, supongo que ya lo verá cuando llegue el momento de cruzarlo.
- No. Pensamos atravesar las montañas desde Dyea.
- No me diga que piensan seguir esa espantosa ruta -dijo Soapy, menos amable ante la mención de la ciudad rival, la odiosa competidora en la travesía hasta el Klondike-. Hijo, con una vez que subas hasta el paso de Chilkoot te quedas agotado para toda una semana, ¡y tendrás que ascenderlo unas cuarenta veces! Por favor, señorita Peckham, por su propio bien, tome la ruta fácil. Desembarquen el equipaje aquí, en Skagway, y deje que mi gente les ayude a organizar el viaje.
- Tom quiere ir a ver White Pass. Quiere verlo todo.
- Mi querida amiga -Smith hizo un gesto cortés ante el desaire de Missy-, si el muchacho quiere ver el principio de este amplio camino,que es la única forma sensata de llegar al Klondike, tienen que ir ustedes cómodamente. Fue usted muy amable en el barco, y yo no lo puedo ser menos aquí, en mi ciudad.
Smith hizo venir de la trastienda a un hombre llamado Ed Burris, quien llamó a silbidos a otro de los bandidos, apodado Otto Diente Negro:
- Saca los caballos y lleva a pasear a estos dos.
- ¿Adónde?
- Hasta White Pass.
- ¿Van a cruzarlo?
- ¡Cállate y anda! -y en seguida Diente Negro llegó con tres caballos bastante buenos.
En enero de 1897, en Skagway sólo había unas pocas casas diseminadas; en julio de ese mismo año ya se había convertido en un pueblo grande, formado por tiendas de campaña; y en marzo de 1898 era ya una próspera ciudad, como muchas de las que habían crecido rápidamente en Alaska: tenía calles llenas de polvo o de barro, en cuyo centro había Postes de medio metro de altura; las casas eran de madera sin pintar y muchas veces carecían de ventanas; las tiendas tenían las inevitables fachadas falsas, adornadas con letreros de lona escritos con letra cuidada y a veces recargada, que anunciaban un montón de servicios diferentes. En aquella época el nombre de la ciudad, formado a partir de palabras indias que significan «el hogar del viento del norte» solía escribirse «Skaguay», pero las variaciones en el nombre no lograban disimular la fea monotonía de la población.
Otto Diente Negro era un hombre grandote y estúpido, que hablaba más de lo que a su patrón le habría gustado. Mientras cabalgaban hacia el pedregoso cañón, donde comenzaba el pasaje que entraba en Canadá a través de las montañas, al principio dijo, tal como le habían ordenado:
- Ya lo ven, ¿no? Esto es mucho mejor que el paso de Chilkoot, ¿no? Si vienen a Skagway, no tendrán problemas. -Pero después se puso a hablar del tema que de verdad le fascinaba-. La semana pasada mataron a cinco hombres en White Pass. En aquel recodo; lo ven, ¿no?
Tom, que cabalgaba delante, llevado por el entusiasmo de su primer día en tierras de Alaska, continuó por el sendero hasta rodear un grupo de rocas y entonces vio, balanceándose sobre el camino, el cuerpo de un ahorcado.
- ¿Qué hizo? -preguntó Tom con voz temblorosa, mientras se apartaba para no tocar el cadáver con el hombro.
- El sheriff y los otros le detuvieron.
A Tom le pareció extraño que una detención oficial acabara en un ahorcamiento junto al sendero. Además, lo siguiente que explicó Otto Diente Negro fue que «el sheriffy los otros» eran también responsables de las cinco muertes.
- Soapy Smith -susurró Missy, aclarando el misterio.
Mientras se adentraban en el cañón, el guía mencionó otros incidentes que únicamente se podían atribuir al malvado Soapy.
- ¿Y por qué nadie…? -comenzó a decir Tom; pero Missy le indicó mediante gestos que era mejor tener la boca cerrada, y el muchacho cambió de pregunta-. ¿Y por qué el sheriff y los otros tuvieron que matarles?
- El señor Smith cuida de todo -explicó Diente Negro- Es un buen hombre, ¿no?
Entonces la atención de los viajeros se apartó del curioso sistema de gobierno del señor Smith para fijarse en un horror mucho más próximo: al llegar a los primeros tramos del sendero de White Pass, que era bastante menos empinado de lo que sugerían las famosas fotografías que ellos habían visto, empezaron a ver cadáveres de caballos, aparentemente muertos de agotamiento, entre las Piedras que lo cubrían: el primero tenía una pata delantera rota y una bala entre los ojos; luego vieron un animal enflaquecido que se había caído, no había podido levantarse y había muerto en el mismo lugar donde se había venido abajo.
Tom sintió náuseas ante la visión del desgraciado final de los nobles animales, pero después, en el recodo siguiente, se encontró con un desfiladero absolutamente atestado de caballos muertos. Contó siete, con las patas torcidas en ángulos extraños y los cuellos colgando grotescamente sobre las rocas; finalmente llegaron junto a un grupo de cuatro que habían caído muertos uno encima del otro, y el muchacho se mareó.
Después surgió un horror diferente. Un poco más allá, Diente Negro detuvo la marcha:
- Será mejor volver -dijo.
Dos hombres, que habían viajado juntos desde Oregón, habían llegado al término de su expedición y de sus caballos; dos de los tres animales, absurdamente cargados, habían caído a tierra, y cada uno de los tipos estaba dando patadas y maldiciendo al caballo que tenía a su cargo; poco a poco, comprendieron que los animales no volverían a levantarse, y entonces empezaron a dar gritos, como si la culpa fuera de los caballos y no de la falta de avena, de la carga mal acomodada y del pedregoso sendero. Era una escena de locura, que ponía en evidencia los horrores del camino; cuando uno de los hombres sacó un revólver para matar a uno de los caballos caídos, el otro se acordó de lo que habían pagado por los animales y, confiando en que de alguna manera todavía podrían serles útiles, intentó protestar:
- ¡A mi caballo no, idiota!
Ante lo cual, su socio apartó el arma de los caballos caídos y atravesó de un disparo la cabeza de su compañero.
- Volvemos, ¿no? -dijo Otto, sin temor alguno y sin que le preocupara mucho el incidente.
Tom y Melissa le siguieron obedientes; durante el resto del trayecto, el muchacho no se quejó de las dificultades del paso de Chilkoot, porque conocía la alternativa.
Esa noche, al volver al Alacrity, se encontraron con otro cambio de planes: el capitán explicó que Soapy Smith había subido al barco para advertirle que, si se atrevía a continuar hasta Dyea para que desembarcaran allí los pasajeros que querían atravesar por Chilkoot, en vez de dejarles en Skagway para que sus matones pudieran tenerles a raya, él mismo ordenaría al sheriff que no permitiera al barco volver a amarrar en Skagway, y cualquier miembro de la tripulación que estuviera ya en tierra sería arrestado y se quedaría entre rejas hasta que se congelara el canal de Lynn. Para hacer cumplir este ultimátum, Soapy aPostó a su guardia armada en la playa, con órdenes de apresar a todos los marineros que habían recibido licencia para desembarcar.
Como estaba claro que Soapy era quien dominaba la situación, el capitán accedió y anunció a los pasajeros que continuaban a bordo:
- Tendrán que desembarcar aquí. El señor Smith dispondrá el traslado de los equipajes hasta la costa y luego hasta Dyea, atravesando la montaña.
Algunos de los viajeros, que ignoraban la reputación de Soapy, quisieron protestar, pero el simpático dictador sonrió, se excusó por su brusca intromisión, y explicó:
- Es cuestión de ley y orden.
Por tanto, a la mañana siguiente los venn tuvieron que supervisar el desembarco de sus tres toneladas de equipaje y el laborioso traslado Por la extensión de arena hasta la playa, en la que se apilaban caóticamente enormes montones de bultos, a cierta distancia de la orilla, para evitar que les alcanzara la marea. Cuando hubieron reunido el equipaje, a bastante distancia de la ciudad y a unos quince kilómetros del puerto gemelo de Dyea, Buck contó a Missy y a Tom:
- Esta noche sí que tendremos problemas. Un oficial del barco nos avisó de que, si los hombres de Soapy Smith consiguen hacerte ir a la ciudad, te asaltan aquí en la playa o por el camino.
Temeroso de dejar sus cosas en la playa, sin vigilancia, Buck decidió ponerse de acuerdo con otros viajeros para prestarse mutua protección; cuando iba a explicar su propuesta a un desconocido, advirtió las nerviosas señales que le hacía Missy y desistió. Volvió rápidamente con su familia y se enteró de que el hombre era un miembro de la banda de Smith, y de que éste le había enviado precisamente para organizar acuerdos de este tipo.
- Si hubieras hablado con él -dijo Missy~, nos habría llevado a cualquier sitio para derribarnos de un golpe y se habría quedado con todo lo de valor.
Los Venn optaron por pasar la noche en la playa, vigilando sus cosas y sin acercarse a la ciudad, donde el peligro habría sido mayor. Tuvieron más suerte que dos valientes mineros que habían buscado oro en California: cuando irrumpieron en la ciudad, decididos a medirse con quien se atreviera a molestarles, dos pistoleros de Soapy les dispararon al corazón con toda tranquilidad, y dejaron que los cuerpos se desangraran en el suelo polvoriento de la calle; a la mañana siguiente, los transeúntes pasaron sin prestarles atención.
¿Cómo se podían permitir asesinatos tan flagrantes? ¿Cómo podía una ciudad nueva, que evidentemente pertenecía a los Estados Unidos, no tener más ley que la boca humeante de un revólver? Entre los pueblos de Wyoming a los que el ferrocarril había llevado una súbita riqueza, las poblaciones ganaderas de Kansas, las que crecieron en torno al oro de California y las ciudades que comenzaban a prosperar gracias al petróleo en el sudoeste, ninguna exhibía esa falta de ley con un desprecio tan evidente por la sociedad organizada; en todas se intentaba por lo menos mantener cierta forma de gobierno y siempre se podía encontrar algún sheriff honrado o algún sacerdote con carisma que conseguían atraer a la comunidad hacia una forma de vida más respetable.
En Alaska no era así porque su pasado era diferente. En tiempos de los rusos, los antecesores eslavos de Soapy Smith solían decir: «San Petersburgo está lejos, y Dios está en el cielo». Cuando el poder pasó por fin a manos estadounidenses, durante un increíble período de treinta años, los nuevos propietarios no hicieron intento alguno de gobernar Alaska, ni la dotaron de leyes ni de tribunales que las aplicaran. Nadie, en los estados organizados, y menos todavía en el Congreso, podía imaginarse la cruel anarquía en que Alaska, ese último territorio añadido a la Unión, que tenía posibilidades de convertirse en el más importante, se estaba pudriendo, como si fuera un melón en el extremo de un tallo demasiado largo. Soapy Smith, ese jugador fanfarrón de Colorado, que cometía en Skagway crímenes aún peores que los conocidos por los Venn, era el resultado de la forma en que Estados Unidos gobernaba sus colonias. Él y sus secuaces eran una deshonra para Estados Unidos, pero el culpable no era Smith, sino el Congreso estadounidense.
Por la mañana, los Venn, que casualmente conservaban intactos el dinero y todas sus cosas, quisieron contratar a dos de los hombres de Smith para que transportaran el equipaje hasta Dyea, a unos quince kilómetros de distancia, a través de las colinas. Este negocio les habría resultado peligroso y podrían haberlo perdido todo, de no ser porque Otto Diente Negro, que rondaba la playa para ver qué podía conseguir, vio a Missy y a Tom y les identificó como amigos de Soapy. Volvió a toda prisa al pueblo y entró en el oyster Bar 317 con la noticia.
- Señor Smith, la señora y el niño de ayer. Están en la playa.
Smith ordenó a Diente Negro y a otro secuaz que fueran en busca de caballos y de un carro; luego caminó tranquilamente hasta la playa, saludando al pasar a los ciudadanos y observando detenidamente las mejoras que se habían producido en el pueblo desde su última visita de inspección. Lo que vio le gustó, pero le impresionó todavía más la gran cantidad de objetos amontonados en la playa. Suponiendo que durante los últimos días hubieran desembarcado cuatrocientos cincuenta viajeros, y teniendo en cuenta que cada uno de ellos llevaba una tonelada de equipaje, los bienes amontonados en la orilla alcanzaban un valor casi incalculable; Soapy se había propuesto quedarse con la parte que le correspondía: con el treinta por ciento del total, por poner una cifra.
Cuando se encontró con los Venn se mostró excepcionalmente amable con Missy, de quien era un admirador, y bastante cortés con Buck. Se ofreció para ayudarles en todo lo que necesitaran.
Confío en que habrán decidido atravesar White Pass en lugar de ese desastre de Chilkoot -les dijo.
Buck, casi temblando de miedo por estar tan cerca de Smith y al mismo tiempo desconcertado por su amabilidad, le aseguró firmemente, aunque sin muestra alguna de agresividad:
- Hemos decidido intentar la travesía por Chilkoot.
- Comete usted un grave error, amigo mío.
- Vimos esos caballos muertos en su cañón -dijo Tom.
- Nuestro cañón no está hecho para los caballos -replicó Soapy con un ligero tono de irritación-. Las personas pueden cruzarlo sin problemas.
Les invitó a desayunar con él antes de irse a Dyea, pero Missy le respondió, como si aún trabajara de camarera en el Alacrity.
- Ayer ya abusamos bastante de su amabilidad.
Soapy se despidió de la familia, besó la mano de Missy y dio una seca orden a Diente Negro:
- Cuida bien de estas personas.
El primero de abril de 1898, antes del mediodía, los Venn llegaron a Dyea, un pueblo mucho más pequeño que Skagway, pero a salvo de las acciones de Soapy Smith y su banda; allí consideraron su situación.
- Podemos dar gracias a Dios por habernos librado de Soapy Smith -dijo Buck-. Sólo faltan ochocientos ochenta y cinco kilómetros de camino, y la mayor parte será una cómoda travesía por el Yukón.
Sin embargo, no estaban del todo a salvo de Soapy Smith, Porque otto Diente Negro se quedó esperando a que terminaran de hablar y después les sorprendió cuando dijo:
- Me han ordenado que les lleve en carro hasta Finnegan’s Point.
El sitio estaba a unos ocho kilómetros más adelante; como era preciso cruzar varias veces el riachuelo que corría por el medio del sendero, Diente Negro les estaba ofreciendo una ayuda inestimable.
- Iremos contigo -contestó Missy inmediatamente. Buck comentó que no le parecía prudente, pero ella le dio una sabia explicación-: Cualquier cosa, con tal de acercar el equipaje al paso.
Después de atravesar el puente de troncos que conducía a Finnegan’s Point surgió un problema que siempre sorprendía a los recién llegados: no había ningún hotel, ningún sitio donde almacenar los equipajes ni ningún tipo de protección policial.
- ¿Tenemos que dejar aquí el equipaje? -preguntó Buck.
- Es lo que hace todo el mundo -contestó Diente Negro.
- ¿Y quién lo vigila?
- Nadie.
- ¿No lo pueden robar los ladrones?
- ¡Que no se les ocurra tocar nada!
Diente Negro era incapaz de considerar a su jefe, Soapy Smith, un ladrón; para él, lo que pasaba en los caminos de los alrededores de Skagway era siempre culpa de los viajeros descuidados. Después de despedirse de los Venn, su compañero y él dejaron a la familia en el sendero, junto al montón de provisiones.
- No pienso dejar todo esto aquí sin vigilancia -juró Buck, mientras comenzaba a montar la tienda de lona.
Sin embargo, un hombre que había recorrido muchas veces la peligrosa ruta le aconsejó lo contrario:
- Créame, amigo, será mejor que vuelvan a Dyea y pasen la noche en un hotel cómodo, ahora que todavía pueden.
Sin que se lo hubieran pedido, echó a correr y llamó a Diente Negro con un silbido, para que diera marcha atrás y llevara a esa buena gente otra vez a Dyea.
Entonces los Venn se enfrentaron a un dilema: una buena cama y comida caliente, o quedarse vigilando S’us bienes.
- Tarde o temprano tendremos que estar nosotros en un sitio y nuestras cosas en otro -dijo finalmente Buck.
- Eso es hablar, amigo -intervino el viajero que les había aconsejado-. Mire cuántos montones hay. Es lo que hacemos todos.
Mientras volvían tranquilamente al hotel, los Venn se fijaron en las caras de los buscadores de oro que venían por el sendero; después de observar a unos cuantos, Missy fue capaz de establecer diferencias entre ellos:
- El grupo que viene por ahí, es la primera vez que van a Finegan. Tienen los ojos brillantes, miran de un lado a otro y se emocionan al ver las montañas cubiertas de nieve. En cambio, ¡mirad a esos tres! Han hecho diez veces este viaje. ¿Que cómo me doy cuenta? Porque solamente miran al suelo, para ver dónde pisan.
Antes de dejar a los Venn en el hotel Ballard, Otto Diente Negro le contó a Tom:
- ¡Si hubiérais estado anoche en Skagway! Mataron a dos tipos en la calle mayor.
- ¿Qué habían hecho?
- Estaba oscuro. No se veía.
Buck se levantó antes del amanecer y apuró a sus compañeros para que se dieran prisa en volver junto a sus cosas, donde se encontraron con un grupo de indios sonrientes que les estaban esperando.
- Nosotros cargar cosas. Campamento Ovejero. Diez céntimos el kilo.
Buck, horrorizado, calculó que les costaría trescientos dólares recorrer una distancia de sólo doce kilómetros, y desde el campamento ovejero hasta la cumbre, les saldría por el doble.
- Las llevaremos nosotros -dijo.
- Vosotros arrepentir -aseguraron los indios.
Como no habían llegado todavía al trecho más empinado, Buck propuso cargar él treinta kilos, Tom, veinte, y Missy, quince, y se pusieron en marcha. Recorrer doce kilómetros sobre terreno llano y sin mochilas ya habría requerido un esfuerzo considerable, pero la misma distancia, por ese camino pedregoso de continua subida, resultó un tormento. Aun así, como estaban en forma y tenían ganas de llegar, ese día hicieron dos viajes de ida y vuelta. Al atardecer Buck retomó sus cálculos:
- Entre los tres hemos cargado sesenta y cinco kilos por viaje. No creo que podamos hacer más de dos viajes al día. Para transportar tres toneladas… -Se puso pálido como la cera-: Tardaremos más de tres semanas. Sumando la cuenta del hotel y todo lo demás, tal vez sea mejor buscar a algunos indios.
Missy se encargó de esa tarea y encontró a otro grupo de jóvenes robustos, dispuestos a llevar la carga hasta el Campamento Ovejero por cien dólares. Después del esfuerzo de ese día, Buck no puso ninguna objeción.
Cinco días después, cuando ya estaban sanos y salvos en las balanzas, esperando que les pesaran el equipaje, la altura se volvió más importante que la distancia. Faltaba un kilómetro y medio para llegar a la cima, y cuando los Venn vieron la increíble escalera de mil doscientos peldaños tallados en el hielo, Tom consultó su mapa e informó a los otros:
- Cuando lleguemos a la cumbre… estaremos a mil ciento veinte metros de altura.
- ¿Tenemos que subir tres toneladas hasta allí arriba? -Buck se estremeció.
- ¡Vaya! Uno podría desembarcar desnudo en la playa de Dyea y equiparse aquí mismo, por mucho menos dinero o incluso sin pagar nada -comentó Missy, con su sentido práctico, sin hacer caso de las quejas de sus compañeros ante la espantosa ascensión-. Por lo visto, los que llegan hasta aquí Y ven esos escalones deciden de pronto que no les hace ninguna falta una mesa plegable o una máquina de coser -dijo, señalando los grandes montones de objetos abandonados. Acto seguido, empezó a seleccionar las cosas de las que estaba segura que podría prescindir.
Esa noche los Venn pudieron apreciar, en toda su crudeza, una demostración de por qué era posible dejar un tesoro sin custodia en mitad del camino: fuera se oyó un alboroto y unos gritos:
- ¡Le hemos atrapado!
- ¡Le hemos pillado con las manos en la masa! -exclamó una voz grave.
Todos, incluso los que ya dormían, salieron de las mugrientas tiendas (había once) para presenciar el juicio sumarísimo de un vagabundo llamado Dawkins, que había cometido el único delito imperdonable de la travesía. Se aceptaba el homicidio, si se producía en un momento de cólera y tenía alguna excusa, por leve que fuera; abandonar a la esposa era algo bastante común, y se toleraban los delitos más bajos, típicos de los pueblos de frontera. Ahora bien, en la frontera ártica, donde tocar las provisiones de alguien podía causar la muerte de esa persona, el robo era imperdonable.
Algunos tramperos podían dejar sus provisiones para un mes en alguna cabaña tan alejada que difícilmente podría llegar alguien hasta allí. Pero si durante una tormenta inesperada, se acercaba un hombre perdido y exhausto, y se encontraba con el bote de cerillas, la leña cortada, las agujas de pino y la comida que le salvarían la vida, podía consumir, si era necesario, esas provisiones para todo el mes, siempre y cuando las reemplazara. Tenía que cortar más leña, asegurarse de que volvía a haber cerillas en condiciones y dejarlo todo en su sitio, para la próxima emergencia. Aunque tuviera que retroceder ochenta kilómetros para reponer lo consumido, era una cuestión de honor; además, era una tradición sagrada, puesto que había salvado la vida de muchos tramperos y buscadores de oro. En una tierra sin ley, ésa era la ley suprema: no violar nunca un depósito de provisiones.
En cualquier caso, Dawkins había visto, cerca de las balanzas, un chaquetón que le vendría muy bien para sustituir la prenda raída y mal forrada que llevaba él. El chaquetón estaba cuidadosamente atado en un fardo y quedaba medio oculto entre un montón de objetos, de modo que no se podía pensar que alguien lo hubiera abandonado; sin embargo, Dawkins lo cogió. Le vieron y le atraparon. Entre el público que se había congregado, los pioneros (es decir, los veteranos de Alaska, por contraposición a los novatos, los recién llegados) formaron un tribunal de mineros, algo temible pero que se había hecho necesario, puesto que el gobierno no ejercía ningún control.
Mientras alguien acercaba una linterna a la cara del acusado, los que le habían sorprendido robando explicaron lo ocurrido, y Dawkins no pudo negarlo.
- ¡Matadle! -gritó un pionero de pelo blanco.
Otros repitieron el grito, pero un sacerdote presbiteriano, que se dirigía a las minas de oro con la intención de llevar un poco de moralidad a esa tierra de pecado, protestó:
- Amigos, esta sentencia es exagerada. Tenemos que demostrar compasión.
- Él no la ha demostrado. El que roba provisiones es un asesino-
- Dadme un revólver -vociferó otro-. Le mataré yo.
El sacerdote suplicó con tanto fervor que algunos de los pioneros sólo reconsideraron su actitud; uno de los veteranos se puso frente al pastor, a unos centímetros de su cara y propuso:
- Démosle treinta latigazos.
- Gracias a Dios -dijo el pastor, sin sospechar cuál sería el final de la sentencia.
- Pero se los dará usted mismo. Si no, le mataremos de un disparo.
Dawkins rompió el silencio, porque sabía que los pioneros hablaban en serio:
- Por favor, reverendo…
Por lo tanto, desnudaron a Dawkins, le ataron las manos a una estaca (ya que no había ningún árco cercano) y entregaron al sacerdote una correa de cuero con un mango de madera y un gran nudo en la punta.
- Nosotros contaremos -dijeron dos de los pioneros.
El sacerdote, lívido, tomó el improvisado látigo, pero luego se echó atrás:
- No puedo.
- ¡Azótelo o disparo! -gritó un pionero.
- ¡Por favor! -suplicó Dawkins.
El pastor, tembloroso, mordiéndose los labios y cerrando los ojos en el momento crucial, agitó la correa y golpeó con el grueso nudo la espalda del hombre. Dawkins no emitió ningún quejido, y los que estaban mirando gritaron:
- ¡Más fuerte!
Al sexto latigazo, cuando al acusado ya le sangraba la espalda, el sacerdote sólo veía la imagen de Jesucristo azotado por los soldados romanos, camino del Calvario; cayó postrado sobre la nieve, con los hombros sacudidos por los sollozos.
Un viejo minero, que en una ocasión se había salvado al encontrar un depósito de provisiones al norte del Círculo, le arrebató el látigo y prosiguió con el castigo, mientras se oía contar con voz solemne: siete, ocho… diecinueve, veinte… Antes de que cayera el vigésimo primer golpe, Missy Peckham se lanzó contra el brazo del viejo y cesaron los latigazos. Desataron a Dawkins, que se había desmallado, le pusieron su chaquetón y le reanimaron con nieve. Cuando estuvo en condiciones de caminar le hicieron bajar la montaña, rumbo a Dyea.
- ¡Andando! -le ordenaron.
No se le volvió a ver.
Al día siguiente, los Venn durmieron hasta tarde pues era domingo; pero a eso de las ocho, Buck comenzó a liar nueve fardos con el equipaje y advirtió a su familia:
- Hoy empezaremos a subir los escalones. Habrá muchas horas de luz, así que intentaremos hacer tres viajes. -Luego tomó una decisión muy sensata-: Olvidémonos de lo que tratan de acarrear los demás. Nosotros llevaremos menos peso. Yo, veinticinco kilos, Tom, diecisiete, y Missy, doce.
- ¡Bueno! Para transportar las tres toneladas tendremos que hacer cincuenta y cinco viajes -volvió a calcular Tom, al oír la noticia.
- Pues que sean cincuenta y cinco -replicó Buck.
Cuando iba a cargar el fardo de Missy a las espaldas de la joven, llegaron unos hombres al campamento, gritando:
- ¡Un alud! ¡Han muerto todos!
No era una simple advertencia, había ocurrido realmente. Por la ladera sur de una montaña, a más de seiscientos metros de altura por encima del paso de Chilkoot, se había derrumbado una gran acumulación de nieve y de hielo, que había dejado una parte de la senda sepultada a una profundidad de siete u ocho metros.
- ¿Cuántas personas han quedado atrapadas? -gritó Buck, arrojando a un lado el fardo de Missy y tomando una de las palas.
- Un centenar, más o menos.
El mensajero recorrió el campamento dando gritos, mientras los voluntarios cogían lo que podían y echaban a correr hacia el lugar donde se había producido el alud; la avalancha había sido aún mayor de lo que había dicho el asustado mensajero y había mucha más gente sepultada.
No estaban todos muertos. Los novatos, con pocos días en la ruta, hombres y mujeres por igual, intentaban apartar la nieve y el hielo con las manos por si era posible rescatar a alguien. Varios habían llevado palas y las usaban diestramente; un hombre de Colorado, con experiencia en cuestión de aludes, había tenido la precaución de coger un palo, que iba hundiendo en la nieve. Cuando tocaba algo duro, los demás cavaban como topos en el sitio que les indicaba; muchas veces no encontraban más que piedras, pero de vez en cuando sacaban a la superficie a alguien todavía vivo. Con el palo, este hombre salvó a más de doce personas.
Aquella mañana de domingo murieron unos sesenta buscadores de oro en total; sin embargo, ni siquiera un desastre de tal magnitud consiguió disminuir el ansia de oro de los supervivientes ni retrasó el incesante movimiento en lo alto de la montaña. Había comenzado la ascensión una gran multitud a la que, al parecer, nada podría detener, ni siquiera la amenaza de morir aplastados. Media hora después de que la avalancha de nieve hubiera borrado el sendero que llevaba a la cima, los enloquecidos buscadores de oro habían trazado ya otro camino; miraban de soslayo el lugar de la tragedia y continuaban la marcha.
Como los Venn habían pasado medio día colaborando en las tareas de rescate, hasta última hora de la tarde no pudieron unirse a la fila de buscadores que trepaban por la escalera; después de conseguir un sitio en esa cadena, que avanzaba laboriosamente, ya no les fue posible echarse atrás o pararse a descansar: habían comenzado a recorrer un empinado camino que subía hasta el infierno. Si alguien sentía necesidad de orinar, podía apartarse a un lado y hacerlo sin que le vieran, pero podía costarle más de una hora intentar volver a la cadena. En el Chilkoot, nadie ayudaba a nadie. Los tres Venn, tenazmente aferrados a sus puestos, alcanzaron los sesenta últimos peldaños al anochecer; por un instante Missy flaqueó y temió tener que abandonar su sitio en la fila, pero continuó trepando hasta la cima, jadeando y casi desmayada por el agotamiento, luego se volvió para mirar al enjambre de personas que la seguían mecánicamente Y pensó: «¡Dios mío! ¡Tener que repetir esto cincuenta y cuatro veces más!».
Al escalar hasta la cumbre de la montaña, donde se apilaban los equipos en montones de hasta cinco metros de altura, los Venn y los demás aventureros entraban en un mundo totalmente nuevo. Era un mundo caóti co y arbitrario, pero en el cual reinaban también la razón y la ley. Aquella ladera pretendía ser la frontera entre Alaska, perteneciente a los Estados Unidos, y el Territorio del Yukón, canadiense. Era una línea trazada en la nieve, sin autoridad legal que la justificara; en realidad, el límite estadounidense debería haber estado unos kilómetros más al este, pero aquel elevado puerto de montaña se convirtió en la frontera permanente entre las dos naciones, porque así lo decidieron unos pocos hombres singularmente valientes.
Se trataba de un contingente de la Policía Montada del Noroeste, destacados en una frontera indeterminada para imponer una ley indeterminada.
Pocos estadounidenses hicieron más por su país: en cuanto vieron la absurda situación a que se había llegado sin que los estadounidenses intervinieran, tomaron una decisión sencilla pero firme:
- La ley será la que nosotros digamos.
A partir de entonces, esta norma, sumamente apropiada y razonable, fue adoptada, puesta en práctica y aceptada.
En efecto, muchos de los estadounidenses que llegaban hasta el paso del Chilkoot desde la ciénaga moral de Skagway se alegraban de encontrar en la cima de la montaña a un grupo de hombres decididos que aseguraban:
- Aquí está la frontera y aquí están las leyes. Tendrán que respetar ambas cosas.
Igual que niños traviesos que hubieran crecido como salvajes, sin ninguna supervisión, pero sabiendo en el fondo que es mejor un poco de disciplina, los novatos que escalaban el pasaje aceptaban de buen grado la ley de la Policía Montada.
En la cumbre se habían desarrollado unas reglas prácticas: «Nadie puede entrar a menos que traiga provisiones para un año, sobre todo alimentos. Hay que pagar en la aduana canadiense por cada artículo que se introduzca. No se podrá navegar por los lagos ni por el Yukón, a menos que se haya construido un bote seguro, capaz de cargar a una persona junto con su equipo. Se numerará cada bote, para poder controlar si ha terminado la travesía hasta Dawson». La Policía Montada justificaba esta última exigencia con un dato siniestro: «En la época en que se cruzaban los lagos en cualquier embarcación y sin una numeración apropiada, se ahogaron muchas personas».
Obedeciendo estas reglas, el domingo 3 de abril de 1898, al anochecer, los Venn dejaron bajo la vigilancia de la Policía Montada las primeras cosas que habían acarreado y, por primera vez desde su marcha de Seattle, sintieron que podían abandonarlas sin peligro. Los siguientes días, sin embargo, fueron un fracaso, pues los tres viajes diarios de ida y vuelta que había previsto Buck resultaron imposibles de realizar. La escalera de hielo era demasiado empinada y las cargas que llevaban demasiado pesadas, de manera que sólo Podían efectuar un máximo de dos viajes; además, algunos días había que esperar mucho para unirse a la fila y sólo llegaban a hacer un viaje.
- ¡Dios mío! -se quejó Missy una noche, al deslizarse dentro de su saco de dormir-. Nos pasaremos aquí todo el mes de abril.
Sin embargo, se afanaron diligentemente en subir los peldaños de hielo, siempre alertas por si se producía otro alud, sin poder dar un paso, erguidos, con el torso paralelo al suelo, las piernas debilitadas, los Pulmones a punto de reventar, los ojos llorosos fijos en la tierra aunque sin dejar de Observar a la persona que les precedía, y la espalda encorvada porque subían la escalera helada con una carga de veinticinco kilos.
Ninguno de los pioneros que colonizaron el continente estadounidense igualó aquel esfuerzo humano. Nadie se enfrentó a una tarea tan difícil como esas treinta mil personas que escalaron el paso de chilkoot cuando aún amenazaban las últimas tormentas invernales.
En uno de los viajes, al llegar a la cumbre, Missy y Tom encontraron los primeros cargamentos sepultados por una repentina ventisca bajo cuatro metros y medio de nieve; ni siquiera podían hacerse una idea de dónde estaban sus valiosos bienes. En su desesperación, recibieron la ayuda de un apuesto sargento de la Policía Montada, un joven pulcramente afeitado y de ojos azules, nacido en Manitoba, en el centro de Canadá: se llamaba Will Kirby, tenía veintiocho años y estaba decidido a hacer carrera en el Cuerpo de Policía del Noroeste. Le encantaba el aire libre; había sido trampero y había viajado mucho en canoa por ríos remotos, contratado por Compañías peleteras, para investigar las posibilidades comerciales.
Cuando vio a Missy y a Tom removiendo las nieves de abril, en busca de su tesoro enterrado, acudió en su ayuda:
- No tienen que preocuparse por un poco de nieve como ésta. El pasado enero teníamos aquí más de veinte metros.
- Eso es imposible -dijo Missy, que no estaba dispuesta a tolerar aires de condescendencia después de una ascensión tan agotadora.
El sargento sacó una fotografía en la que aparecía junto a dos compañeros de la Policía Montada, de pie en ese mismo sitio, sin que se viera ninguna vivienda alrededor.
- Aquí arriba nieva de verdad. Bueno, ¿cómo habían dispuesto sus cosas?
Missy, que se había calmado al ver la fotografía, aunque sospechaba que era falsa, le indicó más o menos dónde habían dejado sus bienes y describió su aspecto; mientras los tres cavaban, daban patadas y hurgaban con palos en la nieve, el sargento Kirby les dijo:
- El pasado enero, durante una fuerte tormenta, a un hombre se le ocurrió algo muy ingenioso.
Les explicó lo que había hecho aquel viajero, y tanto Missy como Tom pensaron inmediatamente que podía dar resultado. En cuanto hallaron sus cosas, con la ayuda de Kirby, bajaron a toda prisa la montaña para contar a Buck lo que habían escuchado.
- ¡Funcionará! -exclamó su compañero.
Necesitaría varias cosas: una roca firme en lo alto del Chilkoot, donde había varias; dos trineos, que se podían fabricar fácilmente con trozos de madera; una soga muy larga, y otros cinco hombres, que pesaran bastante. Buck se dio cuenta en seguida de que podía conseguir todo eso excepto la larga cuerda, pero entre los enseres domésticos abandonados junto al camino que iba del Campamento Ovejero a las balanzas había visto varios rollos de soga gruesa. Dejó a Missy y a Tom con el equipo y bajó por el sendero que acababa de subir. Aunque no localizó la cuerda que recordaba haber visto, encontró otras que alguien había abandonado más tarde entre los baúles, los muebles y los artículos domésticos sobrantes.
Cogió la cuerda y volvió a toda prisa a las balanzas, donde se fijó en los hombres que trabajaban a su alrededor; finalmente se decidió por cuatro posibles candidatos. El sargento Kirby había recomendado emplear a seis personas, pero Buck pensaba que lo haría mejor con cuatro más. Se reunió con ellos delante de la tienda y les explicó el plan:
- Si subimos hasta lo alto de Chilkoot, sujetamos una polea a una roca firme y construimos dos trineos donde quepamos los cinco, ¿qué tendremos?
Los cuatro que le escuchaban comenzaron a imaginarse lo que el policía canadiense había contado a Missy y Tom:
- ¡Caramba! ¡Si los cinco nos montamos en uno de los trineos y nos dejamos deslizar montaña abajo, el otro trineo, cargado con el equipo, tendrá que subir!
Resultó. Subieron hasta lo alto del pasaje y buscaron, con la ayuda de Kirby, una roca apropiada, a la que fijaron un tosco aparejo, con la soga pasada por la polea. Una vez atados los trineos, vacío el de arriba y el de abajo cargado con parte del equipo, los cinco subieron a la cima con muy poca carga, que dejaron apresuradamente junto a lo que ya tenía cada uno depositado en el lado canadiense. Después corrieron hacia el trineo vacío y se acomodaron de manera que pudieran empujarse con las manos; con el vehículo en lo alto de la empinada pendiente, Buck dio la señal, y el hombre que iba sentado atrás empujó el trineo hasta que cobró impulso. Dio un último impulso, que lo envió colina abajo, montó en el trineo de un salto, y los cinco tuvieron el extraordinario placer de sentirse deslizar por la montaña, mientras el otro vehículo, cargado con el pesado equipaje, subía la cuesta como si tiraran de él unas manos invisibles.
El experimento funcionó mejor de lo que había pronosticado el sargento Kirby. Cuando Missy y Tom volvieron a lo alto de la montaña, Kirby les dijo:
- Los estadounidenses sí que saben construir máquinas.
Le complacía ver cómo habían perfeccionado el mecanismo. Aquellos estadounidenses, en particular, franquearían el paso de Chilkoot de la manera más cómoda.
Mientras tanto, Missy y Tom continuaron escalando el pasaje con cierta alegría, porque llegaban a la cima con mucha menos carga, pero eso sí siempre con una pala. Después de descargar sus bultos en el depósito de los Venn y saludar al sargento Kirby, se apartaban del pasaje Chilkoot y se dirigían a una cuesta más empinada, cubierta por varios metros de nieve. Missy Ponía una tabla sobre la pala, dirigía el mango montaña abajo y se sentaba tan adelante como le era posible. Tom se instalaba detrás de ella, medio en la pala, medio en la tabla que sobresalía, y se sujetaba a Missy por la cintura; de esta forma, se deslizaban pendiente abajo, como si fueran niños en un trineo de colores.
El descenso resultó tan estimulante y vital, con el viento frío dándoles en la cara, que subieron a toda prisa los últimos peldaños de Chilkoot y corrieron de nuevo a la empinadísima pendiente para arrojarse cuesta abajo sobre su pala mágica. Tom, aferrado a Missy, que guiaba a medias la pala con los talones, disfrutaba como nunca en su vida; pero Kirby, al verles descender con tanta rapidez, se inquietó y quiso hablar con ellos cuando volvieron a subir a lo alto del pasaje:
- La he visto dirigir la pala con los talones, señora Venn. Yo no lo haría; a esa velocidad, si se le enganchara el pie en algo, aunque sea en un trozo de hielo, se le torcería la pierna hacia atrás y el impulso podría incluso arrancársela. Cuanto menos, se le rompería.
Después de eso, hicieron los viajes con un poco más de prudencia, Pues tanto Missy como Tom evitaban que la pala bajara a demasiada velocidad.
Un anochecer, el trineo de Buck y la pala de Missy llegaron a las balanzas al mismo tiempo; uno de los hombres del vehículo explicó a Missy:
- Nos gusta la forma en que organiza las cosas su marido. Seguro que está usted orgullosa de él.
Mientras conversaba con Tom, durante uno de los ascensos de la montaña, Missy comentó:
- Tom, ¿te has dado cuenta del poder de tu padre? Los otros le tratan con respeto. Él toma una decisión y se atiene a ella.
- Es como si en todos estos años hubiera estado esperando que ocurriera esto -replicó Tom.
Missy, en un arrebato de afecto por el muchacho, que se estaba haciendo mayor, le tomó de la mano.
- A ti te está pasando lo mismo, Tom -le dijo-. Cuando lleguemos a las minas serás todo un hombre.
El sargento Kirby, al ver lo bien que trasladaba su carga el valiente grupo, dijo una noche a sus compañeros:
- En esta cuesta hemos visto a algunos estadounidenses muy inútiles, pero esos tres Venn compensan por muchos de los otros.
- ¿Por qué te preocupas tanto por ellos? -le preguntó uno de los policías montados.
- En casa está mi hijo, mucho más pequeño que el suyo. Me gustaría mucho que al hacerse mayor fuera igual de responsable. -Caviló unos momentos sobre lo que acababa de decir, y añadió-: Además, siento un gran respeto por Venn, que sabe hacer funcionar las cosas y poner orden.
- También la señora Venn te inspira bastante respeto, ¿verdad? -Preguntó uno de los policías montados de más edad. Allí se acabó la conversación.
En el paso de Chilkoot también había fotógrafos: eran hombres osados y tenaces, que acarreaban grandes cámaras y pesadas placas de vidrio hasta los sitios más apartados, para captar con exposiciones de tres minutos imágenes en las que se veían diminutas figuras humanas ante un fondo de vastos campos nevados. Uno de esos audaces experimentadores era un sueco de veintiún años, educado en Wisconsin, donde había instalado un estudio fotográfico profesional cuando contaba quince años de edad. Estaba fascinado por la magnitud de la estampida hacia el oro del Klondike, pero era uno de esos hombres prudentes que no pretendían hacer fortuna lavando arena en algún arroyo de las montañas, sino fotografiando a los hombres que lo hacían.
Parecía estar en todas partes, pues su diligencia y su buena suerte le permitían acudir al sitio apropiado en el momento oportuno. Aquel domingo fatal en que se produjo el alud, por ejemplo, no andaba muy lejos, en tres de sus fotografías se podía ver a Buck Venn y a su hijo, entre cientos de personas, cavando para desenterrar los cuerpos. Pero uno de sus mejores retratos, tomado el mismo día, mostraba a Missy Peckham, menuda, decidida Y atractiva, contra un fondo de nieve. Aparecía erguida, con gruesas botas y un vistoso tocado de campesina rusa. Llevaba una falda muy ancha, que caía en pliegues hasta la parte alta de las botas y quedaba recogida en torno a una cintura tan estrecha que parecía dividir a la mujer en dos mitades separadas. la blusa, no demasiado gruesa a pesar de la nieve, ceñida al cuerpo pero voluminosa a la altura de los hombros, terminaba en un cuello pequeño y primoroso. Seis botones brillantes adornaban la pechera, pero a todos estos detalles los eclipsaba la decisión que le iluminaba la cara. No era un rostro bonito, como los de los anuncios, pero demostraba un prodigioso dominio de sí que casi lo convertía en heroico. La joven que miraba fijamente desde la fotografía estaba decidida a llegar a las minas de oro.
El día en que los cinco hombres introdujeron en Canadá el último cargamento de provisiones, después de pagar los derechos aduaneros, se separaron, pues cada uno tenía sus propias ideas sobre el modo de llegar a las minas de oro. Cuando los Venn se disponían a llevar la carga montaña abajo en nueve o diez viajes con el trineo, el sargento Kirbv les llamó para contarles algo curioso
- Si alguien se muere en la cuesta y ha venido solo, me corresponde a mí cuidar de sus pertenencias. Si sabemos su dirección, enviamos el dinero y los papeles a su casa. En cuanto al equipo, lo vendemos… por lo que nos quieran dar. El otro día murió aquí un anciano de unos sesenta años.
- ¿Y cuál es el problema? -preguntó Buck.
- No dejó mucho, pero tenía una vela de lona muy buena -explicó Kirby-. Tal vez había trabajado en algún barco, porque está muy bien cosida.
- No comprendo.
- ¿Nadie se lo ha dicho, señor Venn? El lago Lindeman está bastante lejos. Al llegar lo encontrarán helado, y cuando terminen de cruzarlo habrá otro largo trayecto hasta el lago Bennett, donde tendrán que construir un bote para viajar por el río hasta Dawson. Pero si ponen una vela en el trineo, con los vientos tan fuertes que hay por aquí, podrán deslizarse hasta el lago. Le vendo la vela por dos dólares -añadió-, y le aconsejo que se quede con ella.
Buck le entregó los dos dólares, y Kirby pidió un recibo firmado y fechado.
- Preferimos hacer las cosas estrictamente dentro de la ley, ya que hay dos países implicados.
Fue casi un placer bajar la vertiente canadiense del paso de Chilkoot: Tom se quedó en la cima para cargar el trineo, en tanto que Buck llevaba a Missy hasta el pie de la empinada cuesta, donde la mujer se encargaría de ir reuniendo las cosas a medida que su marido las bajara; Buck descendía tan velozmente que, cuando pasaba sobre algún montículo, se elevaba en el aire.
- El sargento Kirby me aconsejó que no sacara las piernas a la velocidad que llevábamos Tom y yo -le avisó Missy, al ver cómo tomaba una curva mientras se acercaba al montón de bultos-. Tú estás bajando al doble de esa velocidad. Ve con cuidado.
Una vez que la carga estaba al pie de la montaña, los quince kilómetros que les separaban del lago Lindeman no eran más que una suave pendiente fácil de recorrer; fue entonces cuando la vela del viajero fallecido resultó de’ utilidad, pues Buck construyó una pequeña caja de madera en la que plantó el extremo inferior del mástil, y lo sujetó con cuerdas para que el otro extremo se mantuviera erguido. Un penol le permitía exponer un gran trozo de vela; con ese impulso, casi se podía navegar sobre la nieve endurecida.
Una vez más, los tres Venn se separaron: Tom custodiaba el equipo al pie de la montaña, Missy aguardaba al final del trayecto, y Buck se deslizaba alegremente por la cuesta con una carga o subía a pie con el trineo vacío.
En el último descenso desde lo alto de Chilkoot, Buck bajó con Tom. Cuando el trineo se detuvo donde Missy esperaba, el muchacho vio que toda la carga estaba ya acumulada junto al primer lago, una hermosa extensión de agua en cuya orilla se levantaban una multitud de tiendas blancas, que albergaban a una improvisada ciudad de varios miles de personas, con caminos nevados y con dos hoteles en los que se servía comida caliente. Al contemplar el extraordinario panorama, Tom exclamó, impresionado:
- El mundo entero parece haberse vuelto blanco.
Los Venn estaban ya en lo que parecía ser el nacimiento del Yukón, que era también donde acababa la ruta de Soapy Smith, procedente de Skagway. Atravesaron varias veces con su carga el lago Lindeman, que medía unos diez kilómetros de una a otra orilla; cada travesía les pareció un sueño, porque la superficie helada era lisa y el trineo podía deslizarse fácilmente por encima. Las montañas circundantes estaban cubiertas de nieve, la atmósfera era seca y desde Chilkoot soplaba un viento constante que les impulsaba en la dirección que querían seguir.
- Es la mejor travesía que haremos -pronosticó Buck, mientras avanzaban entre aquella belleza invernal, ya con un claro anuncio del verano en el aire.
En su tercer viaje por el Lindeman, Buck dejó que el trineo se deslizara más a la derecha, lo que le condujo a un trecho de hielo desigual. A causa del viento, o debido al fluir de alguna invisible corriente que desembocaba allí desde las montañas, se habían alzado bloques de hielo que alteraban la superficie lisa. Buck dio una patada para apartar el trineo y se torció el tobillo derecho. Aunque no era grave, no quiso volver a tener ese problema en los próximos recorridos, de modo que, tras arrastrar el trineo para volver a la orilla occidental del lago, pidió a Tom que buscara algún palo que le permitiera maniobrar entre los bloques de hielo; el muchacho encontró uno de unos dos metros setenta de longitud, lo bastante fuerte como para proteger el trineo, En los viajes siguientes, el viento continuó empujando a Buck hacia la orilla derecha, pero con el palo consiguió impulsar el trineo y apartarlo de los bloques.
En la última travesía cargó el trineo con los cuatrocientos kilos de equipo que quedaban y subió a Tom en lo alto del montón. Echados hacia atrás, guiando el trineo por medio de las cuerdas que sostenían la vela) se deslizaron a bastante velocidad hacia el lago Bermett, donde tenían que construir ung bote para navegar por el Yukón.
- No hay una sola colina entre este lugar y Dawson -exclamó Tom con alegría-. Podemos navegar directamente hasta nuestra mina de oro. -Sin embargo, de pronto el muchacho gritó-: ¡Papá! ¡Bloques de hielo ahí enfrente!
- ya lo veo -respondió Buck-. Pasaremos.
Hizo girar el palo hacia fuera, pero en esa ocasión la carga era tan pesada y la velocidad tan alta que el extremo de la vara chocó contra un enorme bloque de hielo y se enganchó en una grieta. Como el palo se estaba doblando de un modo alarmante, Tom volvió a gritar:
- ¡Papá! ¡Suéltalo!
Demasiado tarde. El palo se rompió: un extremo pendía inútilmente entre las manos de Buck, mientras el otro, desgarrado y mellado, saltó como una flecha disparada por un arco gigantesco. Alcanzó a Buck en el medio del pecho, más como el extremo partido de una lanza que como una astilla de acero, y le abrió una profunda y dolorosa herida.
Cuando Buck vio que le salía sangre, dirigió a su hijo una mirada de desesperación, y Tom vio palidecer la cara de su padre, curtida por el viento. Buck soltó el palo y estrechó las manos contra la herida. Miró una vez más a su hijo, mientras le brotaba un chorro de sangre por la boca, y se derrumbó sobre el trineo, que avanzaba pausadamente por el lago, con la vela en alto.
Will Kirby se encontraba vigilando los siete mil botes que se estaban construyendo junto al lago Lindeman y el curso de agua que llevaba al lago Bermett, cuando se enteró de que se había matado otro buscador de oro en el descenso del pasaje Chilkoot; con cierta rabia contra esos estadounidenses que se metían en situaciones peligrosas que no sabían controlar, corrió hacia el lugar donde había ocurrido el accidente. Se impresionó mucho al descubrir que el fallecido era Buchanan Venn, que se había mostrado tan responsable en la travesía del puerto; al ver a Missy y al chico, temblando junto al lago, solos e incapaces de pensar en los muchos problemas a los que ahora se enfrentaban, sintió una gran pena por ellos e hizo lo que pudo por ayudarles.
- Nosotros les cuidaremos. No queremos que las mujeres sufran en esta ruta. -Llamó a Tom aparte, y le dijo, con firmeza-: Ahora veremos si vas a ser un hombre o no.
Le complació ver que la respuesta del muchacho era hacerse cargo del trineo que había matado a su padre. Kirby se reunió con los dos en la orilla del lago y les dijo:
- Como ustedes saben, mi deber es asegurarme de que los bienes de las personas fallecidas queden a cargo de alguien que legalmente tenga derecho a disponer de ellos. -Al ver la cantidad de dinero que llevaba Buck, quedó sorprendido y advirtió-: No puedo entregarle a usted todo este dinero, señora Venn. Es demasiado peligroso. Pediré al comisario Steele que se haga cargo de esta suma hasta que ustedes lleguen a Dawson.
La decisión de Kirby hizo aflorar dos cuestiones complicadas, que Missy se dispuso a explicar, una por una:
- Yo no estaba casada con Buck Venn. Pero la mitad del dinero que él llevaba me pertenece. Y no voy a entregar mi parte a nadie.
Kirby asintió, aunque se atuvo a su primera opinión:
- Esperaremos a que llegue el comisario Steele, en su visita de inspección.
Al revisar las pertenencias de Buck se descubrieron dos cosas que Missy y Tom no quisieron que fueran a parar a manos de Kirby. La primera era un sobre con el billete de cien dólares para la Yegua Belga; tal como Missy explicó, eso pertenecía a su destinataria:
- Nosotros sólo tenemos que entregarlo.
- Pero ¿no se da cuenta, señora? -el sargento Kirby sonrió con indulgencia-. No podemos permitir que ese dinero circule por ahí, con una mujer indefensa. Tengo que guardarlo yo. Le aseguro a usted que la destinataria lo recibirá.
- Soy yo quien tengo que entregárselo personalmente. Se trata de un compromiso.
- Y lo va a cumplir -pero Kirby se guardó en la chaqueta el sobre con el dinero.
En cuanto al papel que reclamaba Tom, no hubo discusiones:
- Un ingeniero dibujó esto para mí. Son los planos del bote que tenemos que construir.
- Ese hombre sabía dibujar -dijo Kirby, después de mirar el diseño y devolvérselo a Tom-. Quienquiera que sea, entiende de barcos.
- Si construimos uno así -preguntó Tom-, ¿cree usted que podremos navegar hasta Dawson?
Will Kirby se vio obligado a hablarles de un problema gravísimo, al cual se había tenido que enfrentar otras veces:
- Siéntense, por favor. Necesito que me presten toda su atención.
De pie frente a ellos, firme como un soldado, muy apuesto con su elegante uniforme de pantalones a rayas, pulcra chaqueta con adornos y ancho sombrero, Kirby constituía la imagen de la autoridad; tanto Missy como Tom se dispusieron a escucharle.
- Ésta es la cuestión: ¿De verdad quieren ustedes ir a Dawson? Un momento, no se apresuren a responder. -Comenzó a enumerar los inconvenientes de la situación-: En estos lagos hay veinte mil personas esperando a que se funda el hielo. Se encontrarán perdidos en medio de una estampida. No tienen a ningún hombre que les ayude. Podrían atropellarles. Además, aun en el caso de que consigan llegar, han de saber que todos los sitios buenos ya estarán ocupados. Quizá no estén ocupados solamente los buenos, sino cualquier sitio, los buenos y los malos. Estas provisiones les durarán seis meses, como mucho. Después empezarán a quedarse sin dinero. ¿Qué van a hacer entonces?
Missy y Tom se miraron, y la mujer respondió:
- El hombre que nos dio ese dinero para la belga… El Grano del Klondike, dijo que se llamaba…
- He oído hablar de él. Estaba un poco loco, pero era de fiar. -El policía se rió entre dientes y les preguntó-: ¿Les dijo él lo mismo que yo acabO de decirles?
- Así es.
- y sin embargo, ustedes decidieron venir.
- Sí.
- Señora Venn… Disculpe, pero los documentos dicen que usted es la señorita Peckham y este joven, el señor Venn, hijo. Ir a Dawson con un hombre que la proteja y la guíe es una cosa. Ir sola, otra muy distinta. -Consideró necesario impresionar a esas personas para que tuvieran en cuenta la realidad-: No creo que una mujer como usted… quiera trabajar en un burdel, ¿verdad?
- No es ésa mi intención -contestó Missy sin vacilar.
- Bueno, tengo que asegurarme de que los bienes del señor Venn pasann a quien legalmente corresponde. A usted y al muchacho les entregaré el trineo, el equipo completo y lo necesario para construir el bote. En cuanto al dinero y los papeles, exceptuando los planos para el bote, tengo que quedarme con ellos.
Para sorpresa de todo el mundo, Tom se levantó y dio un paso adelante:
- No puede hacer eso. Sabemos lo que pasaba en Skagway.
Kirby asintió, más complacido que ofendido al ver que el muchacho tomaba una actitud tan protectora.
- Tienes razón. Tienes derecho a querer asegurarte.
Envió a Tom al otro lado del lago, en busca de otros miembros de la Policía Montada del Noroeste; cuando dos jóvenes uniformados se presentaron en la tienda de los Venn, Kirby les devolvió el saludo y explicó la situación:
- Por la experiencia que han tenido antes en Skagway, la señorita Peckham y el señor Venn, hijo, se niegan a dejar a nuestro cargo los bienes del fallecido hasta que no lo disponga así una sentencia.
- ¡Pero es que tienen que hacerlo! -dijo el más joven de los dos policías.
- ¿Cómo podemos fiarnos de él? -preguntó Missy~. ¿Cómo podemos fiarnos de ustedes?
- Señora -contestó el policía-, si usted no se fía del sargento Kirby, es que no se fía de nadie.
- Si piensa ir sola hasta Dawson -añadió el otro-, tendrá que confiar en alguien.
Ante la vista de los dos policías montados, Kirby extendió un recibo, lo firmó y se lo entregó a Missy, quien a su vez se lo dio a Tom:
- Él es el hijo de Buck -explicó.
- Pero usted, ¿no era su esposa? -preguntó uno de los policías.
- No -contestó Missy.
Tres días después, mientras millares de personas se apiñaban en la orilla inferior del lago Lindeman, haciendo los preparativos para correr hacia el lago Bennett y construir allí sus barcos, el sargento Kirby acudió a la tienda de los Venn con un oficial corpulento y bigotudo, que tenía fama de ser «el león del Yukón». Era el comisario Samuel Steele, incorruptible ejecutor de la justicia en la frontera. Alto, de anchos hombros, de aspecto poderoso, usaba un amplio sombrero negro de vaquero y no llevaba ningún arma a la vista; todos sus movimientos, todos sus gestos, revelaban autoridad, pero también compasión. Su jurisdicción se aplicaba a un territorio salvaje y prácticamente ingobernable, en el que había en ese momento más de veinte mil forasteros dispuestos a irrumpir en una ciudad que ni siquiera existía tres años antes; pero todos los policías que actuaban bajo sus órdenes estaban de acuerdo en que era un hombre justo.
Permitió que se reservara una calle para las prostitutas, donde reinaba la Yegua Belga. Dejó que funcionaran abiertamente las tabernas y los garitos, pero tanto las bebidas como las ruletas tenían que ser de fiar. Antes de que se abriera el primer banco en la ciudad, se encargaba del dinero de los mineros, que nunca perdieron nada mientras él lo tuvo a su cargo. Insistió en que se respetaran los domingos. En las calles de su ciudad no se producían los tiroteos que tanto abundaban en los pueblos enriquecidos súbitamente en los Estados Unidos; el homicidio se perseguía. Si alguien osaba transgredir estas normas, él mismo iba en su busca, se enfrentaba con él y le expulsaba del Canadá.
Este hombre estaba ahora frente a Missy Peckham y a Tom:
- Lamento muchísimo esta trágica pérdida.
Missy no respondió; se reservaba las fuerzas para la inminente discusión.
- Y comprendo que usted se muestre renuente a confiarnos el dinero de su difunto esposo.
- No era mi esposo -aclaró Missy.
- Nosotros le considerábamos así -inclinó solemnemente la cabeza al decirlo, ya que Kirby le había informado del carácter leal de Missy. -Ahora bien, señora: hemos decidido que el dinero pertenece legalmente a este joven.
- Estoy de acuerdo. No es mío, desde luego. -Pero cuando el comisario Steele esbozaba una sonrisa ante su rápida aceptación, Missy le interrumpió-: En cuanto a mi mitad, la que gané trabajando como camarera y a bordo del Alacrity, ésa sí que la quiero.
- Por supuesto que se la daremos -aseguró Steele-; pero no aquí, en medio de esta selva, donde no podemos protegerla a usted.
- ¿Por qué no?
- No pienso tanto en usted como en mis hombres, señora. No pueden protegerla desde aquí hasta Dawson. Lo que van a encontrarse… -hizo una pausa-. ¿Está decidida a seguir? Si prefiere regresar, señora, la ayudaremos a cruzar de nuevo el puerto. Creo que es lo que más le convendría.
- Iremos a Dawson.
- Cuando lleguen a la ciudad les devolveremos el dinero.
Missy estaba al borde de las lágrimas. En el breve tiempo transcurrido desde la muerte de Buck se había forzado a comportarse como una mujer resuelta, consciente de los peligros a los que ella y Tom se enfrentarían al viajar sin protección hasta Dawson, pero la continua presión de la escalada del paso de Chilkoot, de la muerte y ahora de esos hombres autoritarios era casi insostenible.
- ¿Cómo sabemos que ustedes no son otra banda como la de Soapy Smith?
Era un ataque directo y tan pertinente que el comisario Steele retrocedió un paso. Claro, ¿cómo podía saber una mujer indefensa que no se trataba de lo mismo? Su respuesta, un poco extraña, la tranquilizó:
- Me gustaría pasar una semana en Skagway, señora, con tres o cuatro hombres como el sargento Kirby.
Missy se estremeció, se llevó una mano a los labios y miró a los dos hombres; entonces Kirby le reveló algo asombroso:
- ¿Sabía usted que el día del alud Soapy envió a cuatro de sus hombres al lugar de la tragedia para que robaran lo que pudieran entre las pertenencias de los muertos? Iban bajo las órdenes de un tipo cruel llamado Otto Diente Negro. Y se llevaron bastante, por lo que nos han dicho.
- ¿Cómo pudieron ustedes permitir algo así?
- Ocurrió en Alaska, señora -le recordó Steele-. No en nuestro territorio. Y así se hacen las cosas allí. En Canadá no lo permitimos.
- El comisario Steele y uno de sus hombres acabarían con Soapy en una sola tarde -añadió Kirby-. No tendrían que esperar hasta la noche.
Missy, más tranquila, decidió confiar en esos hombres. Cuando se iban, Steele dijo:
- Nunca hemos perdido a un cliente. Nos veremos en Dawson. Sargento Kirby -añadió-, encárguese de que construyan una buena barca. Y póngale un nombre que dé suerte. En Dawson necesitamos gente como ellos.
No volvieron a ver a Kirby hasta después de trasladar penosamente todas sus cosas por el corto trayecto que separaba el lago Lindeman del lago Bennett; éste era más importante, pues se podía comparar en dificultad al nevado paso de Chilkoot: había que tomar decisiones de vida o muerte. Este tipo de decisiones tenían que ver con los barcos, ya que la Policía Montada exigía a quienes viajaban a Dawson que construyeran o compraran una embarcación capaz de navegar los ochocientos veinticinco kilómetros hasta su destino, lo bastante sólida como para superar la travesía de un peligroso cañón y de varios tramos de violentos rápidos.
Si no vieron a Kirby fue porque éste tardó un tiempo en localizarles. Las orillas del lago Bennett albergaban una gran ciudad de tiendas de campaña, con unas veinte mil personas que querían ser buscadores de oro, todos dedicados a construir barcas. Los árboles eran derribados a un ritmo que iba dejando peladas las montañas próximas, y por doquier se excavaban hoyos para aserrar los troncos. La canción del lago Bennett era el siseo de los serruchos y el martilleo de los clavos, y esta música se oía las veinticuatro horas del día. Personas que cuatro meses antes no habían visto el agua, aho ra decidían el modo de curvar una tabla para ajustarla a la forma de un bote; los resultados eran de una asombrosa variedad e ineptitud. Un grupo de hombres construyó una barcaza en la que se habría podido cargar un tren. Un aventurero solitario se fabricó una cómoda barquita, de unos dos metros y medio; como los policías montados no le permitieron navegar con ella en los tramos peligrosos, contrató a un indio para que le ayudara a llevarla a rastras a lo largo de diez kilómetros. Los más prudentes conservaban las velas con las que habían descendido la ladera de la montaña y habían cruzado el lago Lindeman; los que entendían un Poco de rápidos y barrancos pedregosos construían unos remos muy largos y pesados, llamados espadillas, que montaban en la parte trasera de los botes. Manejando una espadilla, un hombre con nervios de acero podía esquivar muchos obstáculos.
Missy y Tom levantaron la tienda en un buen sitio, cerca del borde del lago y con un hoyo para aserrar ya cavado; consiguieron ese sitio porque la aguda vista de la mujer localizó a dos hombres a punto de marcharse y trasladar su embarcación terminada, de seis metros y medio, a un lugar donde fuera más fácil botarla. Cuando ella les preguntó si podían quedarse en el sitio que dejaban libre, le respondieron:
- Claro que sí. Pero si aún no han comenzado a construir su bote, no tendrán tiempo de unirse a la flota.
Esa tarde, Missy y Tom acometieron la formidable tarea de construir una embarcación de casi siete metros. Tom recorrió todos los campamentos a los que se podía llegar caminando para preguntar si alguien le vendía algún tablón o unos buenos clavos, y consiguió más tablas aserradas de lo que había esperado. Después se fue con su hacha a lo que quedaba de los bosques y taló árboles hasta el atardecer. Como estaban ya en primavera, hasta las ocho no comenzó a ponerse el sol y no se hizo de noche hasta una hora después; en ese momento Tom estaba rendido.
A la mañana siguiente comenzaron a trabajar antes de que amaneciera, a las cuatro y media; así transcurrieron los días que quedaban del mes de abril. Missy dedicaba la mañana a cocinar para algunos hombres que le pagaban bastante bien por unas tortas, pan y unas judías; por la tarde iba a los bosques y ayudaba a Tom a llevar hasta la tienda los troncos talados. Cuando calcularon que tenían bastante madera para construir el bote, apretaron los dientes y se pusieron a la dura tarea de aserrar las tablas necesarias.
Una vez que lograron poner el primer tronco encajado sobre el borde del hoyo, hubo que resolver quién trabajaría arriba y quién en el fondo, tirando del serrucho hacia abajo. Tom se ofreció para manejar desde abajo la sierra de dos metros, convencido de que ése era el trabajo más duro; en eso se equivocaba, pues la persona de arriba tenía que tirar hacia lo alto hasta que le dolían los brazos, pero tenía razón al pensar que trabajar abajo era mucho más desagradable, ya que en el fondo del hoyo era inevitable tragar una lluvia constante de serrín.
Era muy fácil describir el proceso, pero llevarlo a cabo resultaba terriblemente difícil. Al terminar la primera jornada, Missy y Tom apenas habían dado forma al primer tablón, y lo habían hecho tan mal que los bordes seguían una línea ondulada, como trazada por un borracho. Venciendo la desesperación, cuando estaban los dos en la tienda, por la noche, Missy dijo tercamente:
- ¡Maldita sea, Tom! Si no aprendemos a cortar tablones nos pudriremos aquí cuando los otros se vayan.
Tom no le recordó que en gran parte su fracaso se debía a que ella no conseguía mantener la sierra en línea recta.
Al día siguiente emprendieron el trabajo con más seriedad; aunque Missy aserraba con menos rectitud de lo conveniente, consiguieron cortar tres buenos tablones y se fueron a dormir convencidos de que con paciencia llegarían a dominar la sierra. Tom estaba tan agotado que se durmió sin cepillarse el serrín del pelo.
Durante cinco espantosos días, mientras el hielo del lago Bennett Comenzaba a deshacerse, la pareja continuó con la penosa tarea de aserrar. Las manos se les llenaron de ampollas y más tarde de callos. Se les endurecieron los músculos de la espalda y se les apagó la mirada, pero ellos continuaron cortando sin parar las valiosas tablas de las que muy pronto dependería la vida de ambos.
Un día en que Missy dudaba de poder resistir mucho tiempo más, pues apenas podía levantar los brazos para tirar de la pesada sierra, apareció el sargento Kirby, después de buscarles en unas dos mil tiendas.
- Has hecho maravillas -dijo, dando una palmada en el hombro de Tom-. Veo que Missy está arriba, como tiene que ser. Te felicito.
Los agotados carpinteros se alegraron tanto al ver a Kirby que olvidaron por un momento sus dolores y manejaron con fuerza la sierra; pero el policía se dio cuenta de que Missy estaba trabajando sólo a fuerza de coraje, por lo que trepó a lo alto de la plataforma, bajó con cuidado a la muchacha al suelo y cogió el mango del serrucho. Tan pronto comenzó a manejarlo, Tom percibió la diferencia. La sierra descendía con más fuerza, se ajustaba mejor a la línea marcada y subía imperiosamente hacia arriba. Los dos hombres aserraron el tronco durante casi dos horas, cortando tablones a una velocidad que a Tom le parecía imposible.
Al mediodía, Missy les preparó una sopa, y Kirby pasó la mayor parte de la tarde en el hoyo. Regresó al día siguiente, para ayudar a Tom a terminar las tablas que tenían que formar la cubierta de la embarcación diseñada por Kernel; esa noche, el sargento se quedó a cenar.
Cuando comenzaron la verdadera construcción del bote, ya con la pesada quilla claramente definida, Kirby aparecía con frecuencia, no sólo para darles consejos, sino también para prestarles su valiosa ayuda a la hora de dar forma a la embarcación. También comía con ellos y les llevaba carne y verduras de sus propias fuentes de abastecimiento. Un atardecer, Missy abordó a Tom con una curiosa petición:
- ¿No podrías dormir esta noche en la tienda de los Stanton, Tom?
El muchacho permaneció inmóvil, con las manos en los costados y la cabeza dándole vueltas. Tenía quince años y Missy, veintitrés; bajo ningún concepto hubiera dicho que la amaba, pero muchas veces, en los últimos meses, había tenido que admitir para sus adentros que nunca había conocido a otra mujer como ella. No la veía como a una muchacha, para él, una muchacha era alguien de su edad, y en la escuela había conocido a varias que eran atractivas y prometían volverse aún más atractivas con el correr de los años. Missy era una mujer, había sido la salvación de los Venn en los años de miseria, Y gracias a ella su padre había rejuvenecido. Era una persona maravillosa, valiente, trabajadora y simpática. Los días en que descendían la montaña sobre la pala, él solía aferrarse a ella como si los dos hubieran sido una sola persona enfrascada en una gran aventura. últimamente, cuando manejaban la sierra, se había dado cuenta de lo agotada que estaba la joven, y le habría gustado poder hacer todo el trabajo él solo. Se había puesto a aserrar con el doble de esfuerzo para ahorrárselo a Missy, y lo había hecho con alegría, porque sentía un afecto indecible por esa testaruda mujer. Formaban un equipo, aunque no se ajustaran a los cánones; eran dos personas fuertes, que compartían un parecido modo de pensar. Querían cortar los tablones, construir una barca Y maniobrarla por los cañones y los rápidos; lo que ocurriera al llegar a Dawson no importaba por el momento. Y ahora ella le pedía que se llevara a otra parte la colchoneta donde dormía; Tom se sintió desplazado.
Pero cuando el sargento Kirby se trasladó a la tienda de Missy, la construcción de la barca dio un salto adelante, porque el policía montado había navegado muchas veces por las agitadas aguas a las que se enfrentarían los buscadores de oro en cuanto abandonaran el tranquilo lago Bennett. Su experiencia originó la primera discusión entre él y Tom. Cuando vio que el muchacho se proponía construir el bote exactamente como le indicaban los planos del Grano del Klondike, preguntó:
- ¿Estás seguro de que quieres un barco tan grande? Siendo sólo dos, se puede viajar en una embarcación bastante más pequeña.
- Esto es lo que él dijo. Mira -allí estaban las cifras-: Siete metros de largo y un metro sesenta y cinco en la parte más ancha. Así será la barca.
- El hecho es que hay dos tramos muy peligrosos -explicó Kirby-: el cañón Miles y los rápidos Whitehorse. Allí han naufragado muchas embarcaciones, y también se han perdido muchas vidas.
- Él nos aseguró que con un bote así llegaríamos -insistió Tom, con firmeza, sin aclarar quién era «él».
- No lo dudo. Pero si vuestro bote tuviera la mitad de ese tamaño podríais igualmente embarcar todo el equipo y, al llegar a los tramos malos, contratar a algunos indios para que os ayudaran a llevarlo por tierra. Sé que tenéis dinero para hacerlo.
- El bote tiene que ser así de largo.
Resultaba extraño ver a ese muchacho de ciudad, que no sabía nada de carpintería ni de barcos, fijar los maderos a la quilla y darles forma en la proa. Con la ayuda de Kirby y Missy en las junturas difíciles, consultando sin cesar el dibujo del Grano y usando la escuadra metálica que había comprado su padre, Tom construyó un barco tan bueno como los mejores hechos por expertos.
Al terminar, se enfadó porque vio la cantidad de ranuras que habían quedado entre las tablas, pero Kirby se echó a reír:
- Todos los barcos tienen ranuras, Tom. Para eso está el calafateo.
- ¿Qué es eso?
- Estopa.
- ¿Y eso qué es?
- Cáñamo con brea. Hay que introducirlo a martillazos en las junturas y de este modo se impermeabiliza el bote. De lo contrario os hundiríais.
De pronto, Tom y Melissa cayeron en la cuenta de que iban a confiar sus vidas a esa embarcación llena de grietas, construida por un muchacho de quince años, en un viaje de ochocientos kilómetros por aguas muy peligrosas.
- ¿Dónde se consigue la brea y la otra cosa?
- Deberíais haberlo traído con vosotros, pero no lo hicisteis. Tu Grano no podía pensar en todo, ¿verdad? -Pero Kirby tuvo una idea-: Preguntaremos a los que están terminando sus embarcaciones si nos venden el calafateo que les sobre.
De este modo, reunieron una extraña colección de sustitutos del auténtico calafateo: crin, musgo, tiras de lino o arpillera; metieron un poco de todo en las grietas y las sellaron con otra extraña mezcla de cera, grasa de oso, brea y pez. Cuando terminaron el trabajo, el joven Tom Venn pudo enviar la primera carta a su abuela:
Papá se ha matado por culpa de una vara de pícea, que se rompió Y le atravesó. Murió como un valiente. Missy y yo estamos ahora en Canadá, y como aquí nadie puede arrestarnos, me parece que puedo darte nuestra dirección: Dawson City. He construido un bote de siete metros de largo y uno sesenta y cinco de manga; hemos hecho una prueba y flotó como un pato. En cuanto el lago se deshiele navegaremos por el río Yukón; todo el recorrido es bastante fácil. Ojalá Missy se hubiera casado con papá.
El domingo 29 de mayo de 1898, por la mañana, la gruesa capa de hielo que había encerrado durante casi nueve meses al lago Bennett en un frío abrazo empezó a deshacerse y a precipitarse por el estrecho río; al cabo de ciento cincuenta kilómetros, el río entraba en un alto cañón rocoso y luego saltaba en magníficos rápidos, antes de llegar a la relativa calma del Yukón, a punto de deshelarse. Tom, al ver que en la superficie aparecían, como dagas melladas, las primeras aberturas por donde fluía el agua, gritó:
- ¡Se está deshaciendo!
Pero Missy y Kirby no le oyeron gritar, porque en todo el enorme campamento la gente se había puesto a chillar y a disparar sus pistolas.
- ¡El lago Bennett se está deshelando!
Más de siete mil embarcaciones caseras se acercaron a la orilla, como si todo el mundo quisiera ser el primero en lanzarse al lago y el primero en llegar a las minas del Klondike. Era una flota como nunca se había visto antes, en la que apenas había dos botes iguales, pero todos consiguieron llegar a las gélidas aguas del lago. Los que empujaban y tiraban de las barcas se preguntaban por qué no las habrían construido más pequeñas, para que una persona normal pudiera echarlas al agua sin tanto esfuerzo. Las grandes barcazas se abrían paso a la fuerza. En cuanto a las embarcaciones más pequeñas, para una sola persona, ésas que saldrían del agua antes de llegar al cañón, se las cargaban sus dueños a la espalda. Durante todo ese domingo y los siguientes días, se botaron barcos, se izaron velas y hubo personas que comenzaron a navegar hacia la traicionera cita con los rápidos.
Cada bote que zarpaba, cualquiera que fuese su tamaño, tenía que tener un nombre y un número; en los archivos de la Policía Montada figuraba también una lista de todos los pasajeros, pues se habían ahogado muchas personas durante el año anterior. Cuando llegó el momento de bautizar el bote de los Venn, que sería el número 7.023, el sargento Kirby sugirió varias Posibilidades, pero Tom le interrumpió una vez más, dejando claro que el bote era suyo:
- Se llamará Aurora, como la aurora boreal.
No lo botaron junto a los de la primera estampida, ya que Kirby les recordó:
- vosotros no teneis que competir para llegar los primeros a las minas de oro; dejad que corran los demás. Podemos bajar a la deriva, a nuestro propio ritmo -añadió, delatándose.
- ¿Vienes con nosotros? -preguntó Tom. Por un lado deseaba que la respuesta fuera afirmativa, pues había oído hablar de los peligros del cañón y los rápidos, pero por el otro, deseaba que dijera que no, ya que le molestaba la relación entre Kirby y Missy.
- Quiero asegurarme de que pasáis los tramos malos -respondió Kirby.
El día dos de junio pidió ayuda a otros tres policías montados destacados en el lago Bennet y, dándose ánimos a fuerza de gritos, porque el barco de Tom pesaba mucho, botaron el Aurora; después colocaron el mástil, aparejaron la vela y encajaron en la ranura la larga espadilla que Kirby iba a manejar desde la popa.
- ¡Buen viaje! -gritaron los compañeros de Kirby-. ¡Que encontréis una mina de oro!
Faltaban cuarenta kilómetros para la salida del lago Bennett; el Aurora, a pesar de su ancha vela y del profesional manejo del timón por parte de Kirby, no alcanzó ese punto hasta que una suave penumbra, como una cálida manta, se instalaba ya sobre el agua. Kirby no quería arriesgarse a avanzar de noche por las aguas turbulentas y prefería partir temprano por la mañana; por eso llevó el Aurora hasta la orilla derecha, echó una amarra a tierra y pidió a Tom que la sujetara bien.
Esa noche durmieron en el bote; a la mañana siguiente, temprano, salieron del lago Bennett y emprendieron el largo trayecto hasta el tramo más peligroso del viaje: un escenario de tragedia en el que se mataban las personas atrevidas o imprudentes, sin un conocimiento seguro de lo que estaban haciendo. Cuando el sol de junio, alto ya, derretía la nieve de las montañas de alrededor, Kirby condujo el Aurora a un pequeño arroyo formado por el agua de deshielo que descendía desde las cumbres, y describió a sus compañeros lo que les esperaba:
- En el curso de cuatro kilómetros ocurren tantas cosas y tan rápido, que a nadie se le puede criticar si pierde el valor.
- ¿Qué es lo que hay? -preguntó Missy, sabiendo que, por ser mujer, le correspondería tomar la decisión.
- Primero, un cañón profundo y de corriente muy precipitada. En el centro, el agua es dos metros más profunda que en los lados. Es para quitar el aliento. Después vienen un par de rápidos llenos de rocas.
- ¿Qué hay más adelante?
- Más adelante, un apacible descenso hasta Dawson.
- ¿Has pasado ese tramo en barca alguna vez?
- Sí.
- ¡Vamos, pues! -exclamó Tom.
- No -le frenó Kirby-. Antes de tomar esta decisión, tenéis que verlo con vuestros propios ojos.
- ¿Y si nos entra miedo? -preguntó Missy.
- ¡No pasa nada, mujer! -Kirby dio un respingo, como si le hubieran golpeado-. Algunos de los tipos más valientes de Canadá y los Estados Unidos han echado un vistazo al cañón y han dicho: «No, gracias». Y no porque sean cobardes, sino porque han tenido la sensatez de reconocer que no saben ni un comino de botes. -Fulminó a Tom con la mirada-. ¿Sabes tú algo de botes?
- Nosotros no, pero tú sí -respondió Missy.
Impresionados por la gravedad de aquello a lo que iban a enfrentarse, los tres tripulantes del Aurora navegaron velozmente aguas abajo hasta la entrada del cañón Miles, la primera dificultad, pero al acercarse, unos hombres que estaban en la orilla derecha les gritaron:
- ¡Es mejor que no entréis en el cañón con un bote como ése! ¡Seguro que se hunde!
Tom, que maniobraba en la parte del río más navegable, se dirigió a la orilla; los hombres, al ver a una mujer en el bote, trataron de asustarla:
- No se le ocurra arriesgarse por el cañón en ese bote, señora.
Kirby, al comprender que esos hombres criticaban todas las embarcaciones que pretendían entrar en el cañón, levantó la voz:
- ¿Qué sugieren ustedes?
- Nosotros tenemos práctica. Les haremos pasar sanos y salvos.
- ¿Por cuánto?
- Sólo cien dólares.
- Demasiado caro -exclamó Tom.
- En ese caso vayan por tierra -vociferaron ellos en respuesta-. Los indios cargarán con la barca por doscientos.
- ¡Gracias! -gritó Kirby-. Creo que nos arriesgaremos.
- ¡Señora! Antes de hacerlo, vaya a la otra orilla, deje el bote y suba a esa loma para ver lo que le espera en el cañón. Luego venga, nos paga noventa dólares, y nosotros la haremos pasar sana y salva, como le hemos dicho.
Kirby tomó la espadilla y, una vez lejos de tierra, se dirigió hacia la otra orilla, tal como habían sugerido esos hombres.
- Pensaba hacerlo de todos modos. Quiero que veáis lo que os espera.
Cuando estaban en lo alto de las rocas, contemplando el turbulento cañón en el fondo, hasta Tom se asustó, a pesar de las ganas que tenía de atravesarlo, porque más abajo corrían las aguas heladas que llegaban a torrentes de los lagos y que allí se agitaban con un gran estruendo, arrojando espuma.
- ¡Oh! -exclamó Missy.
Sus compañeros miraron lo que ella señalaba y vieron, en el otro extremo del cañón, una serie de rocas escarpadas que apenas sobresalían en la superficie del agua, con tres o cuatro barquitos encallados. La carga se había hundido en la rápida corriente, aunque, al parecer, los pasajeros se habían salvado aferrándose a las rocas.
Missy y Tom perdieron de pronto sus deseos de arriesgarse por el cañón, pero en ese momento se acercó un bote muy parecido al suyo, tripulado por dos mineros barbudos cuyas caras no se veían con claridad. Igual podían tener unos veinte años que ser unos curtidos veteranos de cuarenta. Los guías voluntarios de la orilla les detuvieron; se produjo la misma discusión Y también rechazaron la oferta de cien dólares. Los dos hombres se aventuraron a entrar en el cañón, confiando en su propia habilidad.
No llevaban ninguna espadilla en la popa, pero parecían ser buenos remeros: mientras su embarcación saltaba hacia las aguas arremolinadas donde el cañón se estrechaba y aumentaba la velocidad de la corriente, ellos remaban furiosamente y con destreza. Tom, que nunca había visto un bote conducido por alguien experimentado, sintió un escalofrío al ver que la embarcación se acercaba a un peligroso peñasco, pero los remeros, heroicamente, la hicieron virar y pasaron de largo. En menos de un minuto Y medio, el bote salió por el otro extremo del cañón y el muchacho lanzó gritos de júbilo.
Ahora, sin embargo, la barca tenía que pasar entre las rocas donde habían fracasado otros intentos anteriores; instintivamente, Tom gritó:
- ¡Cuidado!
Como si obedecieran a su advertencia, los hombres remaron más de prisa que antes y pasaron rozando las rocas a las que se aferraban los mineros encallados. El pesado bote cabeceó y continuó el viaje, como si fuera un pájaro que rozara las tranquilas aguas de un lago y no un barquito atrapado en una corriente turbulenta. Habían maniobrado magistralmente, y tanto Tom como Missy estaban deseosos de imitarles.
- ¿Listos? -preguntó Kirby.
- ¿Podemos hacerlo tan bien como ellos? -preguntó Missy a su vez.
- Para eso he venido con vosotros -respondió Kirby. Y le dijo a Tom-: Tú eres el capitán. El bote es tuyo.
- ¡Vamos!
- Si pasamos, como creo que haremos, ¿quieres ir directamente hacia los otros rápidos?
- Sí -el muchacho estaba seguro de que su padre, de seguir vivo, habría decidido lo mismo.
Los tres bajaron de la loma, regresaron al bote y partieron, mientras los de la otra orilla les gritaban:
- ¡Buena suerte! ¡Ojalá que pasen!
La travesía del Aurora fue casi una réplica de la que habían hecho los dos hábiles remeros. Kirby se quedó en la popa para manejar la espadilla, en tanto que Missy y Tom se colocaban en la proa, con sendos remos; apenas llevaban unos metros en el cañón cuando asomó amenazadoramente, desde el lado de Tom, una roca que no habían visto antes. Instintivamente, el muchacho sacó el remo y se dio impulso empujándolo contra la roca; al hacerlo, el remo se arqueó, y Missy lanzó un chillido para advertirle, pero él consiguió apartar el palo sin que ocurriera ningún percance.
Hubo otra diferencia. Cuando el Aurora salió del cañón y se acercó a las rocas donde se arracimaban los náufragos, el sargento Kirby, en cumplimiento de su deber, giró el timón y se acercó a ellos todo lo posible, hasta pasar frente a esas personas aterrorizadas, aunque el barco avanzaba con tanta rapidez que no era posible rescatarles.
- ¡Volveremos a buscarles! -gritó-. ¡Policía Montada!
En toda la travesía del Yukón no podía haber palabras más tranquilizadoras; cuando el Aurora pasó junto a ellos, los hombres abandonados saludaron con la mano y lanzaron gritos, pues ahora estaban seguros de que se salvarían.
Mientras Kirby les llevaba por la última serie de impresionantes rápidos, la espuma saltaba sobre la proa y los botes naufragados parecían guiñarles un ojo como advirtiéndoles: «¡Un solo movimiento en falso de la espadilla y estaréis con nosotros!». El policía montado dirigió el bote rumbo al lago Laberge, donde debía dejarles; cuando la proa del Aurora tocó tierra firme, el sargento dijo, con gesto de aprobación:
- Has construido un buen bote, Tom.
- He pasado miedo -reconoció el muchacho-. En el cañón no, porque si uno se mantiene en el centro, donde hay más agua, se puede pasar. Además, dura muy poco; sólo hace falta valor. Pero en esos rápidos hay que saber lo que se hace. Yo solo no lo habría conseguido.
- Bueno -comentó Kirby-, creo que has dicho la cosa más sabia de todo este viaje: valor en el cañón, experiencia en los rápidos. -Hizo una pausa, guiñó un ojo a ese jovencito, que prometía convertirse en un gran hombre, y preguntó-: ¿Qué opinas, Missy? ¿Qué es lo más importante?
- No creo que se consiga experiencia de verdad si no se tiene valor, para empezar.
- Cualquiera puede tener valor -opinó Tom-. Es cuestión de apretar los dientes. Pero para manejar un bote o una pistola, o para tratar a alguien como Soapy Smith… para eso uno tiene que saber lo que se hace.
- Tampoco hay que exagerar -aconsejó Kirby-. Mucha gente pasa por el cañón y los rápidos.
- Y mucha gente se queda allí -añadió Tom, recordando los naufragios.
El muchacho confiaba en que seguiría viendo a ese hombre excepcional, que sabía cómo hacer frente a las situaciones inesperadas. Después de pasar a toda velocidad por los últimos rápidos, con el Aurora casi vertical en el aire, Kirby lo viró tranquilamente y luego gritó a los dos policías montados que comprobaban los números de los botes en la salida:
- ¡Hay náufragos en el extremo del cañón! Enviad un barco resistente desde el lado opuesto.
Nada de heroísmo ni de discursos. Simplemente, buscaron un barco fuerte y se pusieron en marcha. Tom imaginó el rescate: el bote pasaba junto a las rocas, se arrojaba una cuerda, más abajo se sujetaba un extremo en la orilla, se tensaban las dos puntas y la gente asía la cuerda para llegar a tierra.
- Sería divertido hacer de piloto en estas aguas -dijo el muchacho.
- Hace tres años no pasaban ni seis canoas al año -replicó Kirby-. Dentro de tres años no pasarán ni siquiera siete.
- ¿Crees que el Klondike se agotará?
- Todo se agota.
TOM comprendió que a Kirby y Missy les costaría separarse, y por eso salió del bote y se puso a caminar por la orilla mientras ellos se decían adiós. El sargento explicó a Missy que tenía esposa y un hijo en Manitoba. Le recordó que Tom era un muchacho extraordinario y prácticamente le ordenó que cuidara de él. Dijo que, en cierto sentido, Dawson era peor que Skagway, pero que podrían contar siempre con el comisario Steele. También la retó a que buscara un empleo decente:
- Uno de estos días voy a ir a Dawson y no quiero verte hundida en el fango.
Entonces le dijo cuánto la quería y cuánto sentía que hubiera perdido a Buck Venn, que le parecía uno de los mejores hombres que habían cruzado el paso de Chilkoot; le deseó buena suerte y que se cumplieran todas sus ilusiones, fueran las que fuesen, y terminó con una declaración que ella no olvidaría jamás:
- Eres una mujer fuerte. Eres como los cuervos.
- ¿Qué quieres decir? -le preguntó Missy.
- Los cuervos sobreviven. Incluso en las zonas más terribles del Ártico, consiguen sobrevivir.
Sin decir nada más, se fue rápidamente, para no verse obligado a hablar otra vez con Tom.
Por fin consiguieron descansar. En Chicago no pudieron hacerlo, por miedo a los abogados de la madre de Tom; en Seattle tampoco, pues estuvieron todo el tiempo pendientes de si les había seguido algún detective. En Skagway les asustó Soapy Smith, y en el paso de Chilkoot temieron por todo. Después se encontraron con la muerte, con las dificultades de la sierra, con el cañón y con los rápidos. Ahora, por fin, navegaban por las plácidas aguas del Yukón deshelado, en uno de los mejores barcos del río, y estaban tranquilos.
A Tom le encantaba estar a solas con Missy, como si el viaje a las minas de oro marchara otra vez según lo previsto. Una tarde, mientras pasaban junto a la desembocadura del Pelly, un gran río que llegaba desde el este, preguntó bruscamente a la joven:
- ¿Sabías que el sargento Kirby tenía un hijo en Manitoba?
- Sí -le contestó ella-, y también una esposa, si eso es lo que te preocupa.
- Mira, Missy -dijo el muchacho, después de cavilar algunos minutos-, si insistes en enredarte con hombres casados no vas a encontrar marido.
- ¿Qué te ha cogido ahora, Tom?
- Estaba pensando en lo bueno que sería para todos si pudieras casarte con el sargento Kirby. -Como ella no hizo ningún comentario, Tom añadió-: Así podríamos estar juntos los tres.
Sólo entonces comprendió Missy que al muchacho le preocupaba no saber qué harían al llegar a Dawson.
- No sé qué haremos al llegar, Tom -le confesó-. Me preocupa tanto como a ti. Recuerda una cosa: somos un equipo y no vamos a separarnos.
- Ojalá que no.
- Tú cuidas de mí, Tom, y yo cuido de ti.
- ¿Lo sellamos con un apretón de manos?
Se estrecharon la mano, y Missy dijo:
- Mejor aún, lo sellaremos con un beso. -En el bote a la deriva, se inclinó y dio a Tom un beso en la frente.
En los últimos días de la primavera, ya sin hielo en los ríos, recorrieron esa serie de arroyos cuyas aguas se reunían para formar el gran Yukón: el White, el Stewart y el Sixtynnie; Tom, al pensar en lo vasto que tenía que ser el territorio Cuyas aguas desembocaban en tales ríos, se dio cuenta de la inmensidad de aquella zona canadiense. Cuando Buck, Missy y él habían atravesado en tren los Estados Unidos, le había parecido una nación grande, pero las distancias eran abarcables, porque a lo largo del camino encontraban Pueblos y grandes ciudades. Desde Dyea, que era un pueblucho, hasta Dawson City, que tres años antes no existía, no había nada: ni una aldea, ni un tren, ni una carretera.
Algunas noches llevaban el bote hasta la orilla derecha del Yukón y montaban una tienda, sobre todo si querían cocinar algo; otras noches se limitaban a continuar bajando a la deriva bajo la luz plateada, pues a medida que avanzaban hacia el norte las noches eran más cortas y los crepúsculos duraban más tiempo, hasta el punto de que a veces parecía no haber noche: sólo sombras más profundas por las que volaban los eternos cuervos. Mientras se dejaban llevar por la corriente, en ocasiones les adelantaban otros barcos cuyos pasajeros, ansiosos de llegar al Klondike, remaban enérgicamente en medio de la neblina del Ártico.
- ¿De dónde sois? -preguntaba una voz.
- ¡Chicago! -gritaba Tom.
- ¡Minnesota! -replicaba la voz.
Por alguna razón, ese simple intercambio de nombres representaba mucho para los viajeros.
Por fin, el Aurora, sin apenas filtraciones, dio la vuelta a un recodo del río y sus propietarios vieron frente a ellos, a la derecha, la desdibujada silueta de una población formada por tiendas de campaña, mucho más pequeña de lo que pensaban que sería Dawson. Después de la primera desilusión, Tom consultó el mapa que les había dado el Grano.
- Esto tiene que ser Lousetown. Aquí es donde desemboca el Klondike. Dawson City está más adelante.
En efecto, allí estaba ese lugar fabuloso, con más de mil botes en la orilla del río, indicando su situación. Era una ciudad de sueños, erigida sobre la nada; o quizá una ciudad de pesadilla, con más de veinte mil residentes y unos cinco mil en las excavaciones. Tanto Missy como Tom sintieron que se les aceleraba el corazón cuando el Aurora se acercaba al final de su viaje; estaban nerviosos ante la inminencia de la decisión que deberían tomar dentro de poco, pero también por las ilimitadas posibilidades.
- ¡Lo hemos conseguido, Tom! -exclamó súbitamente Missy, mientras el muchacho acercaba el bote a la orilla y buscaba sitio en el desembarcadero-. ¡Mañana iremos a buscar al comisario Steele y comenzaremos nuestra nueva vida! -La joven no parecía albergar ninguna duda respecto al éxito de su empresa.
Pasaron tres días llenos de incertidumbre antes de encontrar el cuartel de Steele, y entonces se enteraron de que estaba en Circle, a más de trescientos kilómetros río abajo. Una mujer, en el cuartel de la Policía Montada, aseguró a Missy que, efectivamente, el comisario le había advertido de la llegada de la señorita Peckham y que, en efecto, su dinero estaba a salvo. El comisario se lo entregaría en cuanto regresara.
Durante los días de espera, Missy y Tom tuvieron tiempo de sobra Para recorrer Dawson, pero diez minutos les hubieran bastado para enterarse de todo lo necesario. Las calles estaban llenísimas de barro, y las transitaban hombres barbudos, de gruesas ropas oscuras. Había grandes letreros blancos, hechos con materiales de todo tipo, que ofrecían todos los servicios habituales en un pueblo cualquiera, además de otros desacostumbrados, Pero necesarios en una ciudad minera recién aparecida. En opinión de Missy, Dawson era un lugar donde rondaban miles de hombres sin nada que hacer y donde todo estaba en venta. Seis comercios diferentes anunciaban: «vendemos equipos»; otros cuatro los compraban.
Cada noche, Missy y Tom volvían a la orilla del río y a la tienda que habían conseguido montar entre otras cien; después de tres días de vagar sin rumbo por esas calles atestadas y absurdas, entablaron una seria discusión.
- Tom -dijo Missy-, tú y yo nunca encontraremos un sitio en las minas de oro. Eso es para los que saben lo que hacen.
- Yo estoy dispuesto a intentarlo.
- ¡No!
A Tom le molestó la seca negativa de Missy:
- Si las personas que vemos por aquí son capaces de encontrar oro, también podemos serlo tú y yo.
- Eso era hace dos años. Ahora tendríamos que alejarnos del río unos quince o veinte kilómetros, y a lo mejor pasar allí el invierno.
- Supe construir una barca, y sabré construir una cabaña. -A Tom no le afligía la idea de pasar un invierno trabajando con una mujer como Missy; por el contrario, le agradaba.
Pero Missy, obsesionada con las siniestras predicciones del Grano del Klondike, comprendía que el hombre tenía razón. El oro del Yukón lo encontrarían trabajando para esa gran masa de personas, no compitiendo con ellos. En ese mes de junio, dieciséis mineros afortunados se habían enriquecido con sus fantásticos descubrimientos, mientras que seiscientas personas se estaban haciendo de oro gracias a sus tiendas, sus negocios de alquiler de caballos, sus agencias inmobiliarias y sus servicios médicos o legales. Missy también había visto a mujeres emprendedoras, ni más hábiles ni más decididas que ella misma, a las que les iba de perlas adivinando la suerte, dirigiendo burdeles o vendiendo café con rosquillas. Tres mujeres se habían asociado para abrir una lavandería, que no daba abasto con la ropa de los mineros, y una costurera había prosperado desde que remendaba camisas.
- ¿Qué tenemos nosotros para ofrecer? -preguntó Missy, durante el largo crepúsculo.
- Yo sé construir barcos -contestó Tom.
Missy cometió la imprudencia de reír, pero al ver que Tom enrojecía señaló hacia la orilla del río, donde había más de mil barcos en venta, con su misión ya cumplida. Al comprender lo ridículo de su propuesta, Tom también se rió.
- Bueno, puedo construir cabañas.
Continuaron hablando, rechazando una alternativa tras otra, por pocO prácticas; mientras discutían, Missy no perdía de vista el bote cercano, y eso le dio una idea con posibilidades:
- Tom, en el Aurora tenemos doble reserva de comida. Toda la nuestra y toda la de Buck.
Cuanto más lo pensaban, más atractiva les parecía la idea de abrir algún tipo de establecimiento de comidas, y hacer negocio con la que les sobraba. En 1898 no habría hambre en la ciudad, a diferencia de lo que había ocurrido el año anterior, porque en verano llegarían los barcos de la línea que remontaba el Yukón desde el mar de Bering; por el contrario, tenían posibilidades de conseguir grandes beneficios.
Usando la vela que el sargento Kirby les había vendido en lo alto del Chilkoot, Tom pintó un enorme cartel, que se veía en todo el puerto: «MISSY. Comida buena y barata», y pusieron en marcha un restaurante en su tienda de campaña. No lo instalaron en la calle principal, en la que habría tenido demasiada competencia, sino junto al río, donde se veían obligadas a convivir miles de personas los primeros días después de su llegada a la ciudad.
Al mismo Tom le sorprendió que no le doliera desarmar el Aurora, que había construido con tanto cuidado, y después de aprovechar algunas de las tablas para hacer mesas y bancos, compró otro bote por casi nada; estaba tan mal hecho que prácticamente se desmoronó.
Los dos propietarios trabajaban como esclavos en el restaurante: Missy se encargaba de cocinar, y Tom lavaba la vajilla y se abastecía de más alimentos, de distinta procedencia. Utilizaban principalmente su propio cargamento de comida seca, que Buck y el Grano habían elegido con tanto cuidado, y servían un menú en el que abundaban las féculas y la carne de alce o de caribú, traída por algún cazador.
Aprendieron a calcular en dólares el oro en polvo, que en Dawson se usaba como moneda corriente; aunque la pancarta anunciaba comida barata, en realidad los precios eran asombrosamente altos. La especialidad de la casa, a precio de coste para atraer clientela, era un desayuno compuesto de tortas con almíbar, grasienta salchicha de caribú y tazas de café humeante, que cobraban a treinta y cinco céntimos. Los clientes hambrientos que devoraban esa ganga solían regresar para la comida y la cena, lo que proporcionaba a Missy y a Tom unas buenas ganancias.
Llevaban unas seis semanas de boyante negocio cuando regresó el comisario Steele, que, al enterarse que ellos estaban en Dawson, fue al puerto a buscarles.
- Hola -saludó a Tom, al entrar en la tienda-. ¿Me recuerdas? Soy Samuel Steele, y me alegro de ver que os va tan bien.
- ¡Oye, Missy! ¡Ha venido el comisario!
Cuando salió Missy, a la que se veía muy atareada, Steele la felicitó por «haberse hecho una posición», como dijo. Aseguró que le traía el dinero y que estaba dispuesto a entregárselo, pero le sugirió que lo depositara en alguno de los bancos que se habían establecido desde su último encuentro.
- Me parece más aconsejable, señora.
- A mí también -dijo ella, que ya empezaba a preguntarse, como buena mujer de negocios, de qué modo podían proteger ella y Tom el dinero que estaban ganando-. Pero ese otro sobre… el de la mujer. Prefiero que me lo devuelva, porque ese dinero no es mío.
- Aquí lo tengo -dijo Steele.
Esa misma tarde, Missy se dirigió a Front Street, la calle principal, y se desvió para entrar en un callejón con más fama, que corría en sentido paralelo. Se trataba de Paradise Alley, donde algunos previsores empresarios habían abierto unos setenta burdeles, donde trabajaban las prostitutas que se necesitaban en todas las ciudades nuevas como ésa. Sobre las Puertas de aquellas casuchas, dispuestas en ordenadas hileras, pendían carteles que anunciaban el nombre de las ocupantes: