XII. EL ANILLO DE FUEGO
En1969, el gobierno de Estados Unidos comenzó a preguntarse con seriedad cómo respetar y proteger los antiguos derechos territoriales de los nativos de Alaska. Un principio de equidad motivaba todas las decisiones. Quien mejor lo formuló fue el senador de Dakota del Norte, que dijo durante el debate:
Cualquiera que sea el modo en que enfoquemos el difícil problema de garantizar la justicia a las diversas tribus nativas de Alaska, debemos hacer algo mejor de lo que hicimos con nuestros indios en Los cuarenta y ocho de abajo. El sistema que ideemos deberá evitar las reservas, que son tan destructivas para la moral de los indios. Debe asegurar a los nativos el dominio de sus tierras ancestrales. Debe protegerlos de blancos avariciosos que quieran despojarlos de esas tierras. Y si es posíble, debe capacitarlos para preservar y practicar sus modos de vida tradicionales.
En los subsiguientes debates particulares predominaban dos términos opuestos: «reserva» y «asimilación», este último utilizado como verbo. «Opino que cuanto antes asimilemos a los indios, mejor será. Cortemos todo apoyo a las reservas. Démosles ayuda donde haga falta. Pero alentémosles a entrar en la corriente principal de nuestra vida nacional y a buscar su propio lugar». En apoyo de esta recomendación, sus defensores citaban horribles estadísticas sobre los efectos de la política histórica de reservas:
Una reserva india es un gueto: ningún deseo piadoso puede disimularlo. Destruye la iniciativa, fomenta la embriaguez e impide el acceso a la madurez. Mantener a nuestros indios en reservas es mantenerlos en la cárcel. De cien indios jóvenes que van a la universidad, en las condiciones más favorables (con becas, orientación y clases especiales) sólo tres se matriculan el penúltimo año. ¿Y por qué fracasan? Ciertamente, no porque les falte inteligencia innata. Fracasan porque el horrible sistema de las reservas opera contra ellos: cuando regresan, sus amigos se burlan de ellos y sus padres se quejan: «¿Para qué quieres ir a la universidad, si jamás tendrás un buen empleo, aunque te gradúes? Los blancos no lo permiten». La única solución que se me ocurre es cerrar todas las reservas, arrojar a los indios a la vida normal y dejar que cada uno se hunda o se mantenga a flote, según su capacidad. Reconozco que la primera generación puede pasar tiempos difíciles, pero los miembros de las siguientes serán estadounidenses en todo.
Esas draconianas recomendaciones eran pronto descartadas Por quienes pensaban igual que los congresistas de los cien últimos años, que si se lograban administrar bien las reservas, el sistema vigente podía funcionar:
Si expulsamos a los indios de sus reservas, donde un gobierno benigno se esfuerza por protegerles, preservar sus antiguas costumbres y permitirles llevar una vida decente, ¿adónde irán? Ya hemos visto adónde irán: a los callejones de Seattle, a las madrigueras atestadas de Minneapolis, a los desesperados arrabales de pequeñas ciudades. Arrojarlos a la vida normal, como se ha dicho, es invitarles a ahogarse.
El debate podría haber terminado allí, en el punto muerto donde permanecía desde hacía un siglo, a no ser por dos notables testigos que se presentaron a declarar ante el Senado. El primero era un sacerdote jesuita, relativamente joven, director de una escuela católica que funcionaba en una reserva de Wyoming:
Es un amargo placer ver a nuestros jóvenes nativos, varones y niñas, al comienzo de la adolescencia. Norteamérica no tiene juventud mejor. Los muchachos son viriles, se destacan en los deportes, están llenos de ánimo y ansiosos de aprender. ¿Las niñas? No existencriaturas más hermosas en este país. Cuando se les enseña, niñas y varones por igual desbordan de esperanzas y prometen convertirse en adultos capaces de participar en el liderazgo de esta gran nación, mejorándola.
Así son a los catorce años. A los veintiocho, las mujeres aún tienen esperanzas y están dispuestas a trabajar para llevar una vida decente. Sus maridos, en cambio, han comenzado a beber, a pasar el tiempo sin hacer nada y a degenerar. Con frecuencia vuelven borrachos al hogar y golpean a sus mujeres, que empiezan a mostrar ojos amoratados y mellas en la boca. Entonces también ellas caen en la bebida. Muy pronto se pierde toda la esperanza y ambos se convierten en prisioneros de la reserva.
A los treinta y seis años están perdidos, hombres y mujeres por igual; tejen la vida con hebras enredadas, sin producir nada. Parte el corazón ver ese implacable declive. Por favor, los funcionarios de la reserva vinieron a mi oficina, en Wyoming, para discutir qué hacer con los hijos de John y Mabel Harris. El nombre indio del padre era Pájaro Gris; en condiciones normales, habría sido un jefe de cierta importancia en nuestra comunidad.
Pero tanto él como su esposa se habían aficionado tanto al alcohol que apenas podían mantenerse. Con nuestra ayuda, los dos hijos, una niña de trece años y un varón de once, hacían lo posible por mantener unida a la familia, pero empezaba a ser evidente que fracasarían. Por eso, aunque angustiado, recomendé que se apartara a los hijos del hogar y se los entregara a una familia más estable. Todos estuvieron de acuerdo en que ésa era la única solución, incluidos los niños, pero yo dije: «Una escuela religiosa no puede tomar sobre sí la responsabilidad de apartar a los hijos de sus padres, aunque yo, personalmente, lo recomiende así». Por tanto, losfuncionarios se hicieron cargo de la tarea y llevaron a los niños a un nuevo hogar.
Esa noche, John Harris, completamente borracho, fue a la casa de la nueva familia, desvariando y vociferando que quería a sus hijos. Pero los mismos niños, no los padres sustitutos, le convencieron de que deseaban quedarse allí. Se retiró furioso y, tambaleándose, se cruzó en el camino del camión que recolectaba los residuos de la reserva, que hacía sonar desesperadamente el claxon, y murió.
Sus propios hijos salieron corriendo de la casa, al oír la conmoción, y llegaron junto al cadáver destrozado a tiempo de escuchar que el camionero decía a los curiosos: «Estaba borracho perdido. Siempre estaba borracho perdido». Y esa noche, hace tres días, su esposa se mató de un disparo. La ebriedad y el suicidio son la herencia que hemos dado a los indios, como consecuencia de nuestras leyes. No reproduzcamos esas leyes en Alaska.
También se presentaron indios ante las diversas comisiones, para rogar al Congreso que estableciera en Alaska algún sistema mejor que el que funcionaba en estados como Montana, Wyoming y los Dakotas:
- Tiene que haber algo mejor. Es responsabilidad de ustedes hallar la manera.
El segundo testigo de importancia fue una mujer de Alaska, de cuarenta y un años, tan diferente del sacerdote jesuita como se pueda imaginar. Era Melody Murphy, la nieta de aquella famosa Melissa Peckham. que había llegado al Klondike desde Chicago, en la década de 1890 y, después de comenzar el siglo en los campos auríferos de Nome, se había instalado en la capital Juneau, donde demostró ser un aguijón para las nalgas de cualquier gobier'lo. Siempre luchando por los derechos del oprimido, en 1936 Missy había aparecido en la colonia de Matanuska, donde apoyó a los blancos de Minnesota con tanto vigor como antes a los aleutas de Kodiak. Había muerto al pie del cañón, luchando por la ciudadanía plena para todos los habitantes de Alaska. Su nieta no sólo había heredado de ella- la voluntad de combatir contra la ignorancia y la injusticia, sino también su indiferencia hacia el matrimonio.
En realidad, Missy Peckham había convivido fuera del vínculo conyugal con cuatro hombres diferentes. Cuando Matthew Murphy, su compañero de muchos años, quedó por fin en libertad de casarse con ella, a ninguno de los dos le pareció que hacerlo tuviera mucho sentido. Melody, la nieta, una bonita mujer que descendía de cuatro cepas muy distintas, también detestaba el matrimonio, pero no a los hombres; a los treinta años era conocida como una de las grandes mujeres de Juneau. Su madre, la hija de Melissa había sido más tradicionalista; a edad temprana se casó con el hijo de un siberiano chiflado, Abraham Lincoln Arkikov, y su esposa esquimal. Por tanto, los cuatro abuelos de Melody eran la estadounidense Melissa, el irlandés Murphy, el siberiano Arkikov y la esquimal Nellie, sin que hubiera en ese cuarteto un solo debilucho. Y por motivos que ella nunca explicaba, a temprana edad prefirió el apellido Murphy.
El abuelo Arkikov, con extraña habilidad, había comprado en Juneau bienes raíces que nadie quería, con la corazonada de que «alguien va a querer esto, más adelante». Beneficiada por esas ganancias, viajó a Washington pagando los gastos de su propio bolsillo, para presentar ante el Congreso una visión de una Alaska muy diferente de la que ellos habían estado analizando:
- El censo informal del año pasado indicó que ahora tenemos una población de doscientos noventa y un mil ochocientos habitantes. Y puedo asegurar que se duplicará antes de que se efectúe el próximo. Y si hallamos petróleo a lo grande, como prevén algunos, podría cuadruplicarse. Tenemos ya uno de los estados más bellos de la Unión, que tiene el mayor potencial de crecimiento. No veo fin en lo que Alaska podría llegar a ser. Pero para ponerla en el camino correcto, simplemente debemos resolver los problemas de propiedad, de los cuales el más complicado es hallar el modo de asegurar a nuestros nativos el derecho a las tierras que siempre han ocupado.
Entonces un senador preguntó:
- Señorita Murphy… Así se llama usted, ¿no?
Y ella replicó:
- En efecto.
- Díganos, señorita Murphy: ¿Es usted nativa? ¿Tiene algo que ganar si asignamos tierras a los nativos?
Ella se echó a reír, con esa risa libre y desenvuelta que podía haber heredado de sus antepasados alaskanos. Se inclinó hacia delante para ayudar a los senadores:
- En la curiosa mezcla que se produce en Alaska, se me consideraría medio nativa. Uno de mis abuelos era un buscador de oro irlandés que fue al Yukón y no halló nada. El otro, un siberiano loco que buscaba oro en Nome; encontró una playa colmada de pepitas. Una de mis abuelas era de origen inglés; la otra, esquimal. ¿Yo? Yo soy alaskana y, como mi abuelo siberiano halló oro, puedo darme el lujo de ser desinteresada en lo que respecta a mis derechos personales, pero me interesan muchísimo los derechos de otros.
El presidente de la comisión tuvo entonces que sermonear a los asistentes por sus vítores.
- De nuestra población total, un trece por ciento puede ser clasificado como nativo; a grandes rasgos, se dividen en indios, esquimales y aleutas. Pero en la vida de los nativos de Alaska no hay nada tan simple, pues los indios, a los que en realidad deberíamos llamar atapascos, se dividen en varios grupos, de los cuales el más importante es el de los tlingits. Los esquimales también se dividen en inupiats y yupiks. Y hasta los aleutas se distribuyen en dos clases: los aleutas originarios de las islas y los del continente.
- Y usted ¿qué es? -preguntó a Melody uno de los senadores.
- Mi abuela esquimal era yupik. En cuanto a mi abuelo siberiano, ahí tenemos un interesante problema. Sus antepasados más remotos deben de haber sido atapascos. Más tarde pudieron ser progenitores de los inupiats. Y si nos remontamos lo suficiente por mi estirpe inglesa, sabe Dios qué encontraremos. A mí me gusta pensar que soy en parte picta.
En ese punto el público rió por lo bajo, pero pronto rompió en carcajadas al oírla concluir:
- Digamos que soy una buena mezcla. Si yo fuera perro, ustedes me llamarían Pirata y estarían muy contentos de tenerme en casa.
»Por tanto, Alaska tiene ocho grupos nativos principales: cuatro indios, dos esquimales y dos aleutas. Y todos convivimos bastante bien, En general, cualquier solución que ustedes ideen deberá aplicarse equitativamente a todos. Y les aseguro que los diversos grupos estarán dispuestos a adaptarse, aunque algunos de los detalles puedan oponerse a sus tradiciones peculiares. ¿El problema básico? Los nativos deben tener sus tierras. ¿El siguiente? Sus derechos de propiedad deben ser protegidos hasta que llegue el momento, tal vez en el 2030, en que puedan tomar decisiones sobre sus tierras sin esa protección.
Al terminar su testimonio, un senador formuló la pregunta que desconcertó a todos:
- Señorita Murphy, ¿ha atestiguado usted como nativa o como no nativa?
Y ella respondió:
- Como les he dicho, caballeros, soy mitad y mitad. Cuando juré decir la verdad tenía conciencia de que Alaska está compuesta en un ochenta y siete por ciento de caucásicos como ustedes y de un trece por ciento de nativos, como los esquimales y los atapascos puros. A ustedes les corresponde hallar una solución que permita a ambos grupos avanzar con seguridad y esperanza.
La Ley de Asignación de Concesiones a los Nativos de Alaska (Alaska Native Claims Settlement Act o ANCSA), aprobada en 1971, fue una de las legislaciones más intrincadas y sin precedentes surgida nunca del Congreso estadounidense. La liberalidad de sus provisiones se debió, principalmente, al complejo de culpa que sufría el pueblo estadounidense por el mal trato que había dado a sus indios. Ahora estaba decidido a comportarse mejor Con los nativos de Alaska. Era un conjunto de leyes de las que el pueblo estadounidense podía enorgullecerse… tal como se las entendía en 1971. La ANCSA no era una solución para muchos siglos, pero sí un generoso paso hacia adelante para la época.
Alaska tenía 1.524.671 kilómetros cuadrados (una superficie 2,19 veces mayor que la de Texas), con un total de 150.121.472 hectáreas. De éstas los nativos recibirían 17.600.000, el doce por ciento de toda Alaska, más un pago en efectivo de 962.500.000 dólares. Hasta allí, muy bien. Pero para alcanzar algunas de las metas que Melody Murphy proponía, y especialmente para evitar el despilfarro durante la euforia, cuando los nativos obtuvieran sus propias tierras, esa vasta superficie no sería distribuida individualmente entre ellos, sino entregada a manos de doce enormes corporaciones nativas localizadas regionalmente, a fin de repartir todo el estado entre ellas, más una notable decimotercera corporación, que incluiría a todos los nativos de Alaska que vivieran fuera del estado y, por lo tanto, no habitaran ninguna zona específica.
Todos los nativos de Alaska nacidos antes de 1971 y residentes en cualquier lugar del mundo serían, por tanto, miembros de una entre trece grandes corporaciones y recibirían títulos de propiedad sobre una parte proporcional de una corporación. Así por ejemplo: Melody Murphy. domiciliada en Juneau, se convirtió en accionista de la poderosa Corporación Sealaska, una de las mejor administradas y también favorecida por el tipo de tierra que recibió. Vladimir Afanasi en el remoto cabo Desolación, pasó a ser propietario parcial de la vasta Corporación Regional de la Vertiente Ártica, que tenía una superficie mayor que muchos estados. Existía una interesante provisión para la corporación basada en la poblada zona de Anchorage, pues allí las mejores tierras habían pasado ya a manos privadas; por lo tanto, el Congreso permitió a los líderes nativos de ese lugar que eligieran tierras comparables entre las que el gobierno poseía en partes muy diseminadas de Estados Unidos. Así, un es quimal que vivía en una aldea próxima a Anchorage podía descubrirse propietario parcial de un edificio federal de Boston o de un depósito fuera de uso de Honolulú.
La tierra había sido devuelta a los nativos, pero nadie la recibió individualmente, debido a dos provisiones de la ley: las tierras asignadas a cada corporación no podían ser vendidas, hipotecadas ni enajenadas antes de 1991; por otra parte, el estado no podía cobrar impuestos sobre ellas. El Congreso creía que, en esos veinte años de latencia, los nativos tendrían tiempo de aprender a administrar por sí mismos sus bienes en la sociedad estadounidense contemporánea. Todos deseaban y algunos predecían que, durante esas dos décadas, los nativos prosperarían de modo tan asombroso que, al terminar el período de tutela, no querrían vender sus acciones ni transferir de modo alguno sus 17.600.000.
Pero entonces, como para hacer más difícil ese rompecabezas, el Con~ greso fomentó también el establecimiento de unas doscientas corporaciones subsidiarias que controlarían las tierras y propiedades de las aldeas; de este modo, la gran mayoría de los nativos era miembro de dos corporaciones. En Cabo Desolación, por ejemplo, Vladimir Afanasi pertenecía a la enorme Corporación Regional de la Vertiente Ártica, con vastas propiedades, pero también tenía acciones de Administración Desolation, una diminuta empresa que se encargaba de los asuntos comerciales de la aldea. En los primeros tiempos del nuevo régimen comprendió claramente que, a veces, los intereses de la pequeña empresa no coincidían con los de la corporación, de la cual formaba legalmente parte. Un día dijo a sus amigos, mientras cazaba morsas en el hielo:
- Haría falta un ingeniero del MIT (Massachusetts Institute of Technology) y un administrador de la Escuela de Comercio de Harvard para desenredar estos embrollos.
Aunque había estudiado dos años en la Universidad de Alaska, situada en Fairbanks, se sentía incapaz de trazar el curso que debían tomar sus dos corporaciones.
- Y dudo que haya otro esquimal capaz de entenderlas.
Los cazadores de morsas lo pensaron por un rato, mientras contemplaban el mar helado. Por fin uno dijo:
- Dentro de veinte años nuestros chicos pueden aprender, si alguien les da la educación que corresponde.
Y Vladimir respondió:
- Serán los veinte años más interesantes de la historia esquimal.
Cuando los avariciosos abogados y administradores de Los cuarenta y ocho de abajo descubrieron que las tribus nativas de Alaska, con frecuencia iletradas y sin instrucción, tendrían casi mil millones de dólares y toda esa tierra, experimentaron de pronto un apasionado interés por el Ártico. Desde Boston, Tulsa, Phoenix y Los Ángeles comenzaron a aparecer forasteros ansiosos de guiar a los nativos en sus intrincadas responsabilidades nuevas, cobrando por eso sustanciosos honorarios.
Cierto novato, que había terminado el bachillerato en Dartmouth en 1973 y se había graduado en Derecho en Yale, en 1976, no tenía intención alguna de pasarse la vida en Alaska; difícilmente habría pronunciado ese nombre fuera de las clases de geografía elemental. Pero en el verano de 1976, al aprobar los exámenes del colegio profesional con muy altas calificaciones, su padre le dio a elegir entre un coche nuevo o una excursión de caza por el norte del Canadá. Jeb Keeler, que solía recorrer las colinas de New Hampshire en busca de venados, optó por la aventura canadiense. Partiendo desde Dartmouth hacia el norte, aterrizó en la remota Tierra de Baffin, en Canadá, con intenciones de cazar un caribú.
De nada le sirvió adentrarse audazmente en la tundra, al norte del Círculo Polar Ártico. Pero una noche de julio en que la noche no existía, mientras holgazaneaba en el bar de un albergue para cazadores de la ensenada Pond, un hombre grande y rubicundo, vestido con un costoso atuendo de cazador, se sentó a su mesa sin pedir permiso y dijo:
- Se te ve muy triste, hijo.
- Lo estoy. Vine a cazar un caribú y… nada.
El desconocido visitante descargó una palmada contra la mesa, diciendo:
- ¡Qué curioso! Yo vine aquí para lo mismo. Y no cacé nada. Me llamo Poley Markham, de Phoenix, Arizona.
- Pero alguien, por aquí, ha cazado un caribú. Allí está, colgado.
- Ése es mío -informó Markham, orgulloso-. Pero para cazarlo tuve que volar hasta la península de Brodeur.
- ¿Dónde está eso?
- Al oeste, bastante lejos. -Se reclinó hacia atrás para estudiar su caribú. Luego dijo-: Ése podría ser uno de los animales más importantes que he cazado jamás.
Como Jeb le preguntó qué significaba eso, el de Phoenix pidió bebidas para los dos y se lanzó con entusiasmo a un notable monólogo, con tantos giros inesperados que apasionó al joven:
- Tal como has descubierto, la gente dice que el caribú es muy común, que está por todas partes. Salvo cuando quieres cazar uno. Y no eran nada comunes, por cierto, cuando traté de cazar uno en Alaska. Hace años, en el río Yukón, decidí cazar mis ocho grandes. Ya tenía siete de las cabezas en mi pared, allá en Phoenix, lo que los cazadores llaman «las difíciles». Pero no podía conseguir ese condenado octavo, el más fácil de todos: el caribú.
»¿Los ocho grandes de Alaska? Estupenda mezcla, un desafío para cualquier cazador serio. Los dos tremendos osos: el polar y el americano. Los conseguí en poco tiempo; me costaron mucho esfuerzo, pero los cacé. Después, los dos grandes de tierra: el alce y el buey almizclero del Ártico; difíciles, pero se puede. A continuación, los dos grandes de montaña: la cabra y el carnero de Dall. Con ésos van seis; restan el más difícil y el más fácil: la morsa y el caribú.
»Pues bien, volé hasta un sitio grande, al norte del Círculo Polar Ártico, llamado Cabo Desolación, donde vive un cazador que te recomiendo, por si alguna vez vas allí. Un tipo excelente, esquimal, de nombre ruso: Vladimir Afanasi. Me había ayudado a conseguir el oso polar y ahora me llevaría a cazar la morsa. Cuatro días difíciles, pero derribé una bestia majestuosa; mientras preparábamos la cabeza y los colmillos para embarcarlos le dije sin pensarlo: "Ahora termino con un caribú y ya tendré mis ocho grandes".
»Mira, recorrí todo el norte de Alaska buscando ese condenado caribú sin ver ninguno. Alguien me dijo que había medio millón de caribúes vagando por Canadá y Alaska, y yo no pude ver uno solo, como no fuera desde un avión, hasta el otro día en la península de Brodeur.
Jeb dijo:
- Usted habla de los ocho grandes de Alaska pero mató su caribú en Canadá.
Y Markham explicó:
- Lo que importa es el animal, no el sitio donde lo cazas. Bien pude haber estado en aguas rusas cuando maté mi oso polar.
Complacido por el interés que el joven Keeler manifestaba por la caza, Markham preguntó:
- ¿Dices que acabas de aprobar el ingreso en el colegio profesional? ¿Diplomado en Yale, con buenas calificaciones? jovencito, en tu lugar ¿sabes lo que haría? Tomaría el primer avión para ir a Alaska. Y ya que te gusta la caza, al llegar allí continuaría viaje hasta Cabo Desolación.
- Mire, apenas estoy en los comienzos y lo que usted dice significa invertir mucho dinero.
- Mucho dinero, sí.
- Nadie gana tanto con la caza. Por el contrario, se gasta mucho.
- ¿Y quién habla de cazar?
- Nosotros.
- No -aclaró Markham-. Estamos hablando de Alaska. Después de ganar mucho dinero en Alaska, dedicas las vacaciones a cazar tus ocho grandes.
Mientras escuchaba esas palabras, Jeb Keeler, de veinticinco años, rubio, atlético, soltero, se veía en el hielo de Cabo Desolación, cazando osos o niorsas, y en los altos, riscos, rastreando carneros de Dall y hermosas cabras. Lo que no sabía era cómo costearse esas aventuras antes de los cincuenta años.
Entonces el hombre de Phoenix explicó:
- A partir de 1967 trabajé para una comisión del Senado dedicada a estudiar la asignación de tierras a los nativos de Alaska. Me gradué en Derecho en Virginia y siempre me interesaron los asuntos indios. Pero vamos al grano: en 1971 el Congreso aprobó una concesión de tierras tan complicada que ningún ser humano corriente la entenderá jamás, por no hablar de aplicarla. El mismo día en que entró en vigencia, algunos abogados nos reunimos a cenar y el de más edad alzó su copa en un brindis: «Por la ley que aprobaron hoy. Nos dará trabajo a los abogados por el resto del siglo». Y tenía razón. Tendrías que venir aquí y cortar tu pedazo del pastel.
- ¿Y por qué no lo hace usted? -preguntó Keeler, con la franqueza que caracterizaba su conducta, tanto en los cotos de caza como en las aulas.
- Sí que lo hago. Soy asesor de una de las entidades más grandes, frente al Océano Glacial Ártico. Paso tres o cuatro semanas tratando de ordenarles las cosas, emisiones de bonos y demás. Después, tres semanas cazando y pescando. Luego vuelvo a casa, a Phoenix.
- Y ellos ¿pueden pagarle? ¿Unos cuantos esquimales?
- ¿No has oído hablar de Prudhoe Bay, hijo? ¡Petróleo! Esos esquimales tendrán tanto dinero que no sabrán qué hacer con él. Necesitan de hombres como tú y como yo para que los orientemos.
- ¿De veras?
- A eso me dedico. Y también varios del equipo que trabajaba conmigo en Washington. Las corporaciones de nativos desbordan dinero y los abogados listos como tú y yo tenemos derecho a nuestra parte.
Markham era un hombre alto y obeso, de aspecto fofo. Pero le gustaban los rigores de la caza y solía sorprender a los tipos más atléticos, pues los superaba en resistencia cuando rastreaba al animal deseado. Ahora, continuando con su afición, hizo una propuesta asombrosa:
- Me gustas, Keeler. Veo que sabes de caza y sería un orgullo ayudarte a conseguir el primer caribú. He estado trabajando mucho y disfrutaría de otra excursión. ¿Quieres acompañarme?
Para sorpresa de Jeb, ofreció contratar un guía de la zona con un hidroavión, para volar al norte sobre el mar abierto, hasta la isla de Bylot, donde se podían encontrar caribúes al pie del glaciar. Era un trayecto de gran belleza para quien pudiera disfrutar de los sitios desolados y de sentirse próximo al fin del mundo; mientras volaban sobre la parte principal de la isla, detectaron grandes rebaños de caribúes.
- ¿Cómo puede haber tantos aquí y tan pocos cuando yo quiero ver uno? -preguntó Jeb.
- Eso es lo interesante de la caza. Ya verás cuando salgas en busca de tu cabra. -Se volvió para estudiar a su joven compañero-. Vas a cazar los ocho grandes, ¿no? Creo que es el mayor desafío para cualquier cazador.
- ¿Y los leones, los tigres, los elefantes?
- Cualquiera puede marchar por la jungla calurosa, en un safari seguro. Pero enfrentarte con el Ártico, con el invierno de Alaska, para conseguir tu oso polar, eso es cosa de hombres.
Cuando aterrizaron, el guía les llevó a una zona donde había visto caribúes con frecuencia, durante las migraciones anuales:
- Cruzan a nado ese canal o esperan a que se congele. Son animales fantásticos.
Al tercer día, cuando se encontraban a cierta distancia de la tienda, dieron con un buen macho, de excelente cornamenta. Jeb estaba a punto de disparar, pero Markham le contuvo:
- Es bueno, pero no es perfecto. Avancemos en silencio hacia allá.
Y al hacerlo encontraron justo lo que ese experimentado cazador esperaba: un macho enorme, de pie junto a un pequeño rebaño. Markham susurró:
- ¡Ahora!
Con un disparo perfecto, aprendido en Dartmouth cuando cazaba venados, Keeler derribó su trofeo y trató de asumir una actitud despreocupada, mientras el guía le tomaba una fotografía instantánea junto a él.
Fue esa fotografía la que decidió el futuro de Jeb Keeler. Mientras la examinaba, durante el viaje de regreso a la ensenada Pond, dijo a Markham:
- Me gustaría cazar mis ocho grandes.
Y el otro replicó:
- Si vienes a Alaska, te ayudaré a comenzar. Pero ahora las reglas son algo más estrictas. La gente de Los cuarenta y ocho de abajo, como tú o yo, ya no puede cazar morsas, osos polares ni focas. Están protegidos para asegurar la subsistencia de los nativos.
- ¿Y por qué no me lo ha dicho antes?
Entonces Markham expresó la ley básica de la vida en el norte:
- En Alaska siempre hay maneras de saltarse las normas desagradables que te restringen.
- Me gusta ese desafío -dijo Jeb.
Pero su compañero le advirtió:
- Los empleos bien pagados, en las corporaciones más importantes, ya están ocupados. Pero hallarás muchas oportunidades en las corporaciones de las aldeas, como la de Cabo Desolación. Avisaré a Afanasi de que irás.
Cuando el avión aterrizó, ya estaba acordado que Keeler pondría en orden sus asuntos, se despediría con un beso de las muchachas universitarias y viajaría al norte para ejercer su profesión en Alaska. Pero en el viaje de regreso a Estados Unidos, con la cabeza del caribú en la panza del avión, se desvió hacia New Haven para consultar con el hombre que le había guiado en sus estudios y en los exámenes profesionales. El profesor Katz era uno de esos intelectuales judíos para quienes la ley era una trama de experiencia humana pasada y aspiraciones futuras. Antes de que Jeb pudiera acabar su descripción del acuerdo con los nativos, Katz le interrumpió:
- Seguí el debate de esa ley en el Congreso. Es lamentable que la hayan hecho tan complicada. No hay manera de que esos nativos puedan manejar sus corporaciones y defenderlas contra los codiciosos que vayan desde Estados Unidos.
- ¿Usted está de acuerdo con el señor Markham en que necesitan abogados?
- ¡Por supuesto que sí! Necesitan orientación, apoyo técnico ymeticuloso asesoramiento sobre cómo proteger sus bienes. Un muchacho brillante como usted podría proporcionarles servicios valiosísimos.
- Al parecer, usted aceptaría ese trabajo.
- Sí. Si fuera más joven, por un tiempo. Si usted fuera a Nueva York el próximo otoño e ingresara en un despacho de abogados ¿qué experiencia adquiriría? Una prolongación de lo que le enseñamos en Yale. Eso no tiene nada de malo, pero limita. Si fuera a Alaska, en cambio, tendría que ocuparse de problemas que aún no han sido definidos. Es un verdadero reto, una oportunidad para abrir caminos nuevos.
- Dicho por el hombre de Phoenix parecía excitante. Dicho por usted suena a desafío. Lo voy a pensar.
El profesor Katz se levantó para acompañarle hasta la puerta y le tomó por el brazo, acercándolo hacia sí, como había hecho en las últimas semanas previas a los exámenes:
- Usted ya es un hombre adulto, señor Keeler, pero tiene la exuberancia de la juventud. En una sociedad fronteriza como la de Alaska, eso podía hacerle caer en malas conductas. Allí las leyes son más flexibles para el hombre blanco; las normas se adaptan con más facilidad. Si va para enderezar las cosas, tome precauciones triples para actuar con honor. No conozco otra palabra que exprese esto. No hablo de actuar con honradez, porque la ley se encarga de eso. Ni con astucia, porque eso implicaría torcer las cosas para obtener ventaja. Digo honorablemente, como debe comportarse un hombre de honor.
- Espero haber aprendido eso de usted y de mis padres, señor.
- Uno nunca sabe si lo ha aprendido o no mientras no es puesto a prueba por la realidad.
Fue en estas condiciones que Jeb Keeler abandonó la Costa Este para ir a Alaska, llevando consigo sus dos escopetas de caza, su equipo de acampar y las recomendaciones de sus dos consejeros. Katz, el mentor de Yale, le había dicho: «actúe honorablemente». Markham, su mentor de Phoenix: «Puedes ganar un montón de dinero». Él tenía intenciones de hacer ambas cosas y, entre tanto, conseguir el resto de sus ocho grandes. Para comenzar tenía ya un bonito caribú y un buen diploma de abogado. Lo que necesitaba ahora era cazar los otros siete animales y una oportunidad de aplicar su talento para las leyes a algo constructivo y rentable.
Cuando Jeb llegó a Juneau para presentar sus credenciales de abogado en la capital del estado, descubrió que Poley Markham le había allanado el camino enrolándole como miembro de su firma; eso le permitió eludir los exámenes del colegio local y ponerse a trabajar a los cinco días de pisar el aeropuerto.
Tal como markham le había advertido, los puestos importantes estaban ocupados, pero dos de las corporaciones nativas mejor administradas, Sealaska de Juneau y la gran Doyon de Fairbanks, encontraron pequeños trabajos para él. En ellos, Jeb aprendió lo básico para trabajar como asesor en Alaska.
Se había desempeñado bien en la defensa de los bienes de la corporación frente a un contrato con una empresa constructora de Los cuarenta y ocho de abajo, y estaba a punto de presentar su factura cuando Markham llegó desde Phoenix, para supervisar una operación en la Vertiente Norte.
- Me gustaría revisar tus papeles -dijo-. Conviene que mantengamos la coherencia. -Y al ver la factura que Jeb se proponía presentar exclamó-: ¡No puedes cobrar esto!
- ¿Qué tiene de malo?
- ¡Todo! -Con un audaz movimiento de estilográfica, tachó la modesta cifra de Jeb, la multiplicó por ocho y se la devolvió-: Hazla pasar a limpio.
Cuando la nueva factura fue presentada, se le pagó sin demoras.
Mientras viajaba por el estado ejecutando esos pequeños trabajos, Jeb descubrió que Markham había cumplido un largo aprendizaje en esas tareas menores antes de conseguir su puesto actual, en una de las corporaciones más importantes. Al parecer, había estado en todas partes, ofreciendo a esquimales, atapascos y tlingits la ayuda fraternal que las pequeñas empresas necesitaban en esos primeros días. Jeb descubrió que, cuando mencionaba el nombre de Markham en las aldeas pequeñas, los nativos respondían invariablemente con una sonrisa, pues Poley, con su simpatía, había dado a esos aldeanos no sólo orientación, sino un sentido de su propia valía. Los había convencido de que podían administrar esa súbita riqueza. Un fin de semana, estando Jeb en Anchorage por cuestiones profesionales, escuchó atentamente el cuadro que Poley trazaba de la envidiable situación en que se encontraban los abogados de Los cuarenta y ocho de abajo:
- Tomemos la corporación aldeana común, de las que hay más de doscientas. Ellos necesitan hacer ciertas cosas que la ley exige y en la aldea no hay nadie que sepa hacerlas. Deben constituirse en sociedad comercial, y tú sabes cuánto papeleo requiere eso. Luego tienen que organizar la elección de la junta directiva, con papeletas impresas y todo. Pero no pueden hacerlo sin tener antes la lista completa de sus miembros. Y para lograr eso necesitan formularios, direcciones y cartas. Cuando se sabe quiénes tienen derecho a ser accionistas, hay que imprimir las acciones y registrarlas. Y para eso se requiere un abogado.
»Ahora empieza lo divertido, porque la aldea debe identificar la tierra que va a elegir, y eso requiere agrimensores, escrituras legales y registros catastrales. Entonces se organizan auditorías para las cuales se contratan contadores públicos; hay que redactar minutas, organizar asambleas públicas y, lo más complicado, a mi modo de ver, mantener informados al público y a los miembros de las operaciones que realice la nueva corporación.
»Éste es el paraíso de los abogados, y no por obra nuestra, sino del Congreso. Pero ya que es así y el dinero está en el banco, tenemos derecho a obtener nuestra parte. ¿Cuál es nuestra parte? Bueno, si el gobierno dio a las corporaciones casi mil millones de dólares, yo diría que nos corresponde un veinte por ciento.
- ¡Pero eso equivaldría a doscientos millones de dólares! -exclamó Jeb-. ¿Lo dices en serio?
- Claro. Si tú y yo no tomamos nuestra parte, algún otro lo hará.
- Tú, personalmente, ¿qué pretendes? En términos reales, quiero decír: ¿Cuánto es posible?
- Entre una cosa y otra, no sacaré menos de diez millones.
- ¿Qué quieres decir, Poley, con eso de «entre una cosa y otra»?
- Oh, nada, nada. Es el modo en que se hacen estos tratos. Pero tengo algunas cosas interesantes al norte del Círculo Polar Ártico.
Jeb comprendió entonces que jamás tendría una imagen clara de cómo obraba ese hombre corpulento y amistoso. Cuando estaba a punto de deducir que los manejos de Poley rondaban los límites de la legalidad, el abogado de Phoenix le echó un brazo al hombro y dijo, riendo:
- Tendrías que seguir mi regla: «Si hay en juego ocho céntimos, deja un reguero de recibos firmados».
- No tengo intenciones de robar.
- Tampoco yo, pero dentro de tres años algún cerdo tratará de probar que lo has hecho.
Más tarde, al reflexionar, Jeb cayó en la cuenta de que Poley no había dicho directamente, como el profesor Katz: «No hagas nada deshonroso». Lo que decía era: «Hagas lo que hagas, deja un montón de papeles para demostrar que no lo hiciste». Pero Poley desvió su atención de estos eufemismos morales chasqueando los dedos y haciendo una pregunta súbita:
- ¿Has ido al norte para ponerte en contacto con Afanasi? ¿No? ¿Cómo van tus ocho grandes?
- Sólo tengo el caribú que me ayudaste a cazar.
- Bien. Iremos a Desolation para tratar de conseguir tu morsa.
- ¿No dijiste que cazar morsas era ilegal para la gente como nosotros?
- Sí y no.
Poley insistió en que Jeb ordenara su escritorio y le acompañara a Barrow, donde le presentó a Harry Rostkowsky y a su maltrecho Cessna 185 monomotor.
- ¿Vamos a viajar en eso? -preguntó Jeb.
Y Poley replicó:
- Como siempre. Y dentro de dos semanas volveremos en eso con tu cabeza de morsa.
Cuando Jeb supo que la distancia entre Barrow y Desolation era de sólo sesenta kilómetros, tuvo la esperanza de evitar el viaje en el cacharro de Rosty, pero una vez en vuelo Poley le señaló la desnuda tundra de abajo, sin un árbol a la vista: kilómetros y kilómetros de montículos, pantanos y lagos poco profundos:
- Allí abajo no hay carreteras. Probablemente no las haya nunca. Aquí vas en avión o no vas.
Para preparar el aterrizaje en Desolation, Rostkowsky se alejó bastante sobrevolando el mar y descendió hacia la aldea, compuesta por unas treinta casas, una tienda y una escuela en construcción. Jeb notó, asombrado, que había allí cientos de hectáreas sin utilizar, pese a lo cual la población se asentaba precariamente en el extremo sur de una saliente expuesta al mar por un lado y a una gran laguna por el otro.
- ¿Cómodo, no? -gritó Rostkowsky, mientras pasaba dos veces a baja altura para alertar a los aldeanos.
Luego descendió hábilmente en la pista de grava y rodó hasta el grupo que empezaba a formarse. Antes de que sus pasajeros pudieran abandonar el avión, abrió la ventanilla y arrojó afuera dos bolsas de correspondencia y varios paquetes; luego abrió la portezuela y dijo a sus pasajeros:
- Sí. Con la ayuda de Dios, lo logramos otra vez.
Cuando los habitantes de Desolation vieron bajar a su viejo amigo, poley Markham, empezaron a adelantarse en silencio, pero nadie hizo ningún gesto de bienvenida entusiasta. «Si tratan con tanta reserva a un viejo amigo -se dijo Jeb, ¿cómo saludarán a alguien que no les guste?» Pero al mirar más allá, hacia las pobres casas de esa primera aldea esquimal, vio a un lado a un hombre bajo y rechoncho, de unos cuarenta y cinco años, cuya cabeza descubierta exhibía el pelo gris cortado a lo Julio César, peinado hacia adelante sobre la frente oscura.
- ¿Ése es Afanasi? -preguntó, asestando un codazo a Poley.
- Sí. No es ningún Adonis.
Cuando todos los aldeanos hubieron saludado a Markham, que había realizado muchos servicios caritativos para esa población, los dos hombres se acercaron al esquimal que iba a acompañarlos a cazar la morsa.
- Te presento a mi joven amigo Jeb Keeler -dijo Poley-. Es abogado.
- ¿No conoces a nadie que se gane la vida trabajando? -preguntó Afanasi, y los dos hombres rieron.
En los días siguientes, Jeb descubrió que ese esquimal silencioso y capaz, dueño del único camión de la ciudad, tenía veinte características peculiares:
- ¿Estudiaste dos años en la universidad?
- Sí.
- ¿Y pasaste dos años trabajando en Seattle?
- Sí.
- ¿Y recibes la revista Time?
- Sí, con tres semanas de retraso.
- ¿Y eres el presidente de la junta escolar local?
- Sí.
Luego, la pregunta que desconcertaba a Keeler, pero a Afanasi no:
- ¿Y sin embargo, prefieres vivir según las viejas tradiciones de subsistencia?
Al pronunciar esa palabra, de tremenda importancia, Jeb Keeler se catapultó directamente hacia el corazón de la Alaska contemporánea, Pues se había iniciado una gran batalla, que se prolongaría por el resto del siglo, entre los nativos, que aceptaban como inevitable el comprar casi todos sus alimentos enlatados, pero también deseaban mejorar su suerte cazando de vez en cuando una foca o un caribú a la manera antigua, y las fuerzas del gobierno y la modernidad, deseosas de inculcar a los nativos un modo de vida urbano y una economía basada en el dinero. En los salones del congreso, la lucha había sido descrita como perpetuación de las reservas contra evolución hacia la corriente principal. Si bien esta disyuntiva era importante para los indios de Los cuarenta y ocho de abajo, en Alaska, que formalmente nunca había tenido reservas, no ocurría lo mismo. Aquí la lucha se manifestaba como una elección entre la subsistencia antigua y la urbanización moderna. Afanasi, que había experimentado lo mejor de ambos sistemas, trataba de ser ecléctico:
- Quiero penicilina y radio, pero también encuentro una gran satisfacción espiritual en el viejo modo de subsistencia.
Y Jeb quedó cautivado al enterarse de lo que eso significaba:
- Si va a trabajar en Alaska, señor Keeler, oirá hablar mucho de la subsistencia, de modo que le conviene conocer las definiciones. En Los cuarenta y ocho de abajo, según me dicen, significa sólo arreglarse con la ayuda de lo que da el gobierno. Subsistir dentro de la pobreza. En Alaska, la palabra tiene un significado muy diferente. Se refiere a nobles patrones de vida que se remontan a veintinueve mil años atrás, a la época en que todos vivíamos en Siberia y aprendimos a sobrevivir en el ambiente más difícil del mundo.
El modo en que Vladimir empleaba esa extraña palabra y su vocabulario en general hicieron que Keeler preguntara:
- ¿Tú eres esquimal? Tienes un vocabulario muy amplio.
Afanasi se echó a reír:
- Soy uno de los esquimales más puros que se pueden encontrar en estos tiempos.
Eso instó a Keeler a preguntar:
- Pero ¿y tu nombre ruso?
- Retrocedamos cinco generaciones, contando la mía. Eso no es difícil si se es esquimal. Un siberiano se casó con una aleuta; tuvieron un hijo que se convirtió en el conocido padre Fyodor Afanasi, faro espiritual del norte. Ya bastante maduro, éste se casó con una atapasca de cierto puesto misionero en el que había trabajado. Su iglesia le envió aquí para que cristianizara a los esquimales paganos, que se apresuraron a asesinarle. Su hijo Dmitri también se convirtió en misionero, al igual que el hijo de éste, mi padre. En cuanto a mí, la obra misionera no me gusta. A mi modo de ver, nuestro problema era el desafío del mundo moderno. Pero ¿usted me preguntó qué ascendencia tenía? Un dieciseisavo de ruso, sin que sepa una sola palabra de ese idioma. El mismo porcentaje de aleuta, igualmente ignorante al respecto. Un octavo de atapasco, y tampoco domino una palabra de ese lenguaje. Esquimal puro en tres cuartas partes, pero cuando digo que doce de mis antepasados eran esquimales puros sólo Dios sabe lo que eso significa en realidad. Tal vez hubo allí sangre de algún marinero de Boston, tal vez algo de noruego.
»Pero sea como sea, soy un esquimal comprometido con una vida de subsistencia. Quiero ayudar a que mi aldea cace una o dos ballenas por año. Quiero cazar osos polares y morsas cuando sea posible. Quiero dos o tres 'alibúes, cuando aparezcan en estampida. Y también vivimos de patos, gansos, algas, salmones. Y lo que más importa en estos días: quiero andar mucha tierra adentro para obtener el alimento que necesito. Y eso me pone en conflicto con los cazadores forasteros como usted. No quiero que usted venga hasta aquí y cace mis animales como trofeo, para llevarse la cabeza al sur y dejar el cuerpo aquí, pudriéndose.
Era un suscinto resumen de lo que significaba la subsistencia para los esquimales, aleutas y atapascos, el mejor que Keeler podía oír. En días subsiguientes, mientras se alejaba entre los témpanos con Markham para cazar morsas bajo las directivas de Afanasi, su respeto por ese tipo de vida se fue intensificando. Una noche, mientras preparaban la cena en una tienda armada a cinco kilómetros de tierra firme, comentó:
- Siempre me he considerado cazador. Cuando era chico, conejos. En New Hampshire, un venado. Pero tú eres un cazador de verdad. Si no cazas, pasas hambre.
- No del todo -observó Afanasi-. Siempre tengo la posibilidad de ir a Seattle o a Anchorage y emplearme en una oficina. Pero ¿hasta qué punto es una opción viable para un esquimal? ¿Para alguien como yo, que sabe lo que significa estar aquí fuera, en pleno hielo? Vuelva usted cuando salgamos a cazar ballenas y verá que toda la aldea participa en la ceremonia de agradecimiento a la ballena cazada. Después, mientras troceamos la carne, hasta las mujeres más viejas se ponen de pie para recibir su parte de lo que el mar nos ha regalado: la grasa de ballena, la esencia de la vida.
En el cuarto día sobre el hielo, cuando estaban ya en el límite más alejado, con el azul del agua abierta visible a la distancia, Poley Markham divisó algo que podía ser una morsa trepando al hielo. Afanasi enfocó aquello con sus prismáticos y confirmó el avistamiento. Luego, con una destreza aprendida de sus tíos esquimales, guió a su equipo de modo tal que Jeb Keeler, el miembro más joven, pudiera clavar una bala en el cuello de la gran bestia. Pero en el momento en que Jeb disparaba, Afanasi y Markham lo hicieron también, desde bastante más atrás, para asegurarse de que el animal no quedara herido y pereciera en las profundidades. Los tres disparos se sincronizaron tan bien que Jeb no se percató de la medida. Corrió hacia la bestia caída con tanto entusiasmo como si él solo hubiera matado a ese admirable espécimen, pero apenas hubo llegado junto a la presa cuando Afanasi inició el regreso, a fin de informar a los aldeanos que habían cazado una morsa.
Esa noche, Jeb y Poley permanecieron en el hielo para proteger la presa. Por la mañana los despertó un grupo de aldeanos, hombres y mujeres, que habían venido a trocear la morsa para llevar a casa su nutritiva carne. Fue un día triunfal; hasta los niños participaban del regocijo. Cuando se distribuyó la carne, varios de los pequeños corrieron a llevar porciones a los enfermos que estaban en cama. Por la tarde hubo baile; la cabeza y los enormes colmillos de la morsa ocupaban el sitio de honor, pero entonces una sombra descendió sobre las celebraciones, pues un joven esquimal se acercó a Keeler y dijo:
- Usted sabe, no puede llevarse la cabeza.
- ¿Que no puedo?
- Es la ley. Matar morsas no deporte.
Jeb quedó tan sorprendido que corrió hacia Poley Markham; le encontró bailando una especie de jiga con una anciana esquimal y su esposo; los tres anadeaban como patos en tierra.
- Me dicen que no puedo llevarme la cabeza a Anchorage.
- Eso dice la ley -confirmó Markham, dejando de bailar.
- ¿Para qué vinimos, pues? ¿Sólo para decir que matamos una morsa?
- No tenemos por qué obedecer la ley.
- No quiero problemas. ¡Un abogado que apenas comienza su carrera!
- Ahora es el momento para aprender cómo debes arreglarte con las leyes estúpidas que los legisladores insisten en promulgar -replicó Poley.
Cuando la cabeza de la morsa apareció misteriosamente en el apartamento que Jeb ocupaba en Anchorage, el joven abogado la colgó en el sitio de honor, sin preguntar cómo había llegado hasta allí.
Al trabajar con las diversas corporaciones aldeanas en toda Alaska, Jeb observó dos hechos: dondequiera que había manejos financieros turbios, se podían ver las sutiles maquinaciones de Poley Markham, el mago de Virginia, Phoenix y Los Ángeles. Pleitos contra una corporación, procesos legales en beneficio de otra, demandas de terceros para proteger determinada corporación grande, defensas de terceros para trastornar las esperanzas de otra más pequeña: en todas esas batallas legales estaba enredado Poley, hasta tal extremo que aquel hombre parecía no tener ninguna base moral. Su única función, por lo visto, era generar disputas entre las corporaciones nativas y litigar por ellas, cobrando siempre honorarios tan desorbitantes que, según se rumoreaba, estaba ganando alrededor de un millón de dólares por año, aunque pasaba en Alaska apenas tres o cuatro meses de cada doce. Era una prueba viviente de que, como se había dicho en 1971, la Ley de Concesiones era «una bonanza para los abogados», sobre todo si no tenían escrúpulos morales, como Poley Markham.
Pero al mismo tiempo, cada vez que Jeb aceptaba la ayuda de Poley para cazar el siguiente de sus ocho grandes, descubría en él la imagen de la generosidad y del buen deportista.
- ¿Por qué malgastas un tiempo precioso ayudándome a cazar una cabra de montaña? -le preguntó Jeb un día, mientras escalaban las altas montañas tras el valle de Matanuska.
- Me encantan los sitios altos -replicó Poley-. La caza. Me divertí tanto viéndote derribar a ese carnero de Dall como al cazar el mío.
Al cazar, no permitía atajos; con él no se alquilaban helicópteros para llegar a los puntos elevados, no. Se iba tras él jadeando por cuestas empinadas, en las que parecía incansable, y se aguardaba en el sitio por donde podían pasar las huidizas bestias. Se esperaba, siempre al abrigo del viento, donde las cabras podían estar escondidas, y se helaba. Cuando volvía tambaleante, sin haber visto siquiera una cabra, apreciaba el gran respeto que Poley tenía hacia los animales y la emoción de perseguirlos.
- De todos los ocho grandes -dijo una noche, después de haber perseguido inútilmente a las cabras-, creo que lo más excitante fue cazar la cabra.
- ¿Aun más que el oso polar? -preguntó Jeb, que había matado a un gran oso americano bajo la dirección de Poley, pero aún no tenía su oso Polar.
- Creo que sí. Para cazar un oso polar basta con persistir. Salir a los témpanos de hielo. Y con el tiempo se consigue. Pero con la cabra de montaña hay que trepar tanto como ella. Hay que tener el paso igualmente firme y ser un poco más inteligente. No es tarea fácil. -Después de cavilar un momento, añadió-: Tal vez porque es un animal tan bonito. Se te corta la respiración cuando ves una cabra en la mira. Tan bella, tan pequeña, tan alta en la montaña. -Se dio una palmada en el muslo, echó más leños al fuego ~, concluyó-. Aplica la prueba de atención. Allá en mi albergue de Phoenix te estuve observando. Las cabezas de mis ocho grandes estaban en las paredes, pero ¿cuál mirabas con más frecuencia? A esa espléndida cabra blanca. Como si representara la verdadera Alaska.
En tres extensas expediciones a diversas montañas, Jeb y Poley no tuvieron ninguna cabra a tiro; por eso los ocho grandes de Keeler se mantenían en seis: el caribú, el buey almizclero, el oso americano, la morsa, el carnero de Dall y el alce, en ese orden; faltaban el oso polar y la huidiza cabra de montaña.
- Ya los conseguiremos -juraba Poley. Y su insistencia en que le ayudaría le mantenía siempre cerca del joven. Eso, a su vez, lo llevaba a ceder más asuntos legales a Jeb. Por ejemplo: cuando la corporación basada en la isla de Kodiak cayó en espantosas batallas legales sobre el derecho a constituir el directorio, Poley estaba muy ocupado con las empresas petroleras que explotaban las enormes reservas de Prudhoe Bay y no podía prestar plena atención a los diversos pleitos por apoderado. Entonces pasó el lucrativo caso de Kodiak a Jeb, quien empleó en él la mayor parte de un año y cobró casi cuatrocientos mil dólares por resolver un problema que nunca debería haber surgido. Al terminar el tercer año como asesor de las corporaciones nativas en sus riñas intestinas, comprendió que antes de cumplir los treinta años sería millonario.
Su mayor ganancia se produjo cuando Poley le hizo participar en las intrincadas batallas legales centradas en el gran campo petrolífero de Prudhoe Bay. Voló hasta ese remoto sitio del Ártico, caminó por los témpanos que le mantenían encerrado durante diez meses al año y observó a los hombres de Oklahoma y Texas, que mantenían los taladros en funcionamiento veinticuatro horas al día. Su primera visita a Prudhoe se produjo en enero, cuando no había luz diurna, y su cuerpo no supo indicarle cuándo era hora de dormir. Fue una experiencia extraña, acentuada por su visita al equipo de California que proveía a los hombres de alojamiento y comida:
- Hemos descubierto que, para retener aquí a trabajadores de lugares como Texas, tenemos que proporcionarles tres lujos. Un buen salario, de unos dos mil dólares por semana, digamos. Películas veinticuatro horas al día, para que puedan entretenerse cuando termine su turno de trabajo. Y mesa de postres.
- ¿Qué es eso? -preguntó Jeb.
El concesionario de California le explicó:
- Mantenemos la cafetería abierta las veinticuatro horas, con desayuno y comida que servimos en cualquier momento. Pero lo que hace tolerable la vida es la mesa de postres.
Llevó a Jeb hasta una amplia zona, en un extremo del comedor. Allí, en algo de tamaño similar al de una mesa de billar, había no menos de dieciséis postres, de los más apetitosos que Jeb hubiera visto en su vida: pasteles, tortitas de pacana, bizcocho, natillas, ensaladas de frutas.
- Ahí está lo que más les gusta -dijo el concesionario.
Junto a la mesa, rodeados de hielo, había seis envases de acero de cincuenta litros, llenos de helado en otros tantos sabores diferentes: vainilla, chocolate, fresa) pacana, cerezas y una maravillosa mezcla llamada tuttifrutti. Y para darle mayor atractivo al sector, en dos enormes platos, junto a las latas de helado, se amontonaban galletitas de chocolate y avena.
- ¡Vea! -dijo el concesionario de Califórnia, con cierto orgullo-. Ese grandullón ha cenado por tres hombres normales, pero ahora atacará la mesa de postres.
El petrolero texano tomó una porción de pastel, otra de bizcocho, un inmenso cuenco de helado tutti-frutti y seis galletas de chocolate.
- Mientras se les mantenga la panza satisfecha -explicó el californiano- estarán contentos. Las galletas fueron la gran solución. El helado ya lo esperaban, pero las galletas les parecieron una atención extra. -Y añadió, con criterio profesional-: Los hombres golosos siempre escogen las de chocolate. Los que cuidan la salud prefieren las de avena.
En su segundo viaje para atender los problemas legales de Prudhoe, Jeb fue en compañía de Poley Markham. Los dos abogados vivieron entonces una de las aventuras más espantosas de su existencia. Era el mes de marzo y la luz diurna había vuelto al Ártico. Sin embargo, como suele ocurrir con la aviación, eso resultó más un estorbo que una ayuda. El piloto supo, por su radio guía, que se estaba aproximando a Prudhoe e inició el descenso, pero la luz disponible era de un gris plateado y, con la nieve que levantaba el viento, toda la visibilidad se transformó en una exquisita pintura al pastel, sin horizonte, cielo ni pista de aterrizaje nevada. No había tiempo, estación ni hora del día, nada discernible: sólo esa misteriosa, encantadora y tal vez fatídica claridad.
Incapaz de saber si la tierra estaba arriba, abajo o a los lados, el piloto no podía o no deseaba deducir, por sus instrumentos de vuelo, dónde estaba ni a qué altura. Entonces disminuyó drásticamente la potencia y trató de descender. Cuando estaba cerca del suelo, Poley Markham aulló:
- ¡Excavadora!
Y en el último instante el piloto se elevó, en un impulso tremendo, esquivando apenas una enorme excavadora negra, aparcada a seis metros de la empobrecida pista.
Descompuestos de miedo, piloto y pasajeros volaron en círculos, en un gris sin definiciones. Poco a poco, la omnipresente e ineludible fuerza de gravedad empezó a hacerse sentir y, con la ayuda de sus instrumentos, el piloto estableció su posición con respecto al suelo nevado que debía estar abajo' Después de alejarse sobre el océano helado, se concentró en la radio guía, diciendo a Markham y a Keeler:
- Manténganse alertas. Las señales son fuertes y claras, gracias a Dios.
Y el avión, tímidamente, avanzó a tientas por ese mortífero gris. «En un libro de cuentos, hace años, vi una imagen como ésta -pensó Jeb-. El héroe se aproximaba a un castillo con la visera del yelmo baja, sin ver nada. Y había una niebla, una bonita niebla gris.»
¡Cristo! El campo nevado estaba quince metros más arriba de lo que el Piloto había calculado. El avión chocó cuando aún estaba en posición de vuelo, rebotó en el aire y cayó nuevamente diez metros antes de lo debido; rebotó otra vez y rodó hasta detenerse, tambaleándose. Cuando la tripulación de tierra llegó en un jeep de ruedas inmensas, el conductor gritó:
- La tierra subió hacia ti, ¿eh?
- Ya lo creo -reconoció el hombre. Y el otro le alentó:
- No ha pasado nada.
Ese día, después de la comida, Jeb se sirvió un enorme plato de tuttifrutti con cuatro grandes galletas de avena.
Jeb ganó sumas enormes con su trabajo como abogado en Prudhoe; en adelante, cada vez que se encontraba con Poley Markham, en las poco frecuentes visitas de éste a Alaska, le decía:
- Aún no hemos cazado la cabra.
Y Poley le recordaba:
- Yo tardé tres años en conseguir la mía. No te apresures.
Jeb descubrió así que él y Poley tenían actitudes muy diferentes.
- A ti te gusta la caza, ¿no? Yo, en cambio, quiero completar mis ocho grandes y terminar con eso.
Poley le advirtió:
- Nunca se termina. El mes pasado llevé a un muchacho a cazar a la isla Baranof, donde está Sitka. Atrapar esa cabra fue tan divertido como cuando salí por primera vez.
Un día, Jeb le dijo:
- Me han contado, Poley… Algunos hombres de Barrow, blancos, esquimales, hablan de los trabajos que estás haciendo allí. ¿Qué pasa?
Por primera vez en esa agradable y provechosa relación, Poley no se limitó a mostrarse evasivo, como lo hacía cuando no deseaba responder a una pregunta directa, sino casi furtivo y nervioso, como si se avergonzara de lo que había estado haciendo:
- Oh, allí están pensando a lo grande. Necesitan asesoramiento.
No dijo más, pero en los meses siguientes Jeb vio cada vez menos a su mentor. En Anchorage y ocasionalmente en Prudhoe comenzaron a aparecer recién llegados de Los cuarenta y ocho de abajo, difíciles de identificar o de localizar en el escenario de Alaska. Si uno veía, en el aeropuerto de Fairbanks, a tres hombres que parecieran petroleros de Oklahoma o de Texas, se podía apostar a que iban hacia la Prudhoe Bay o pensaban abrir un restaurante de comida rápida en Fairbanks para los trabajadores de los pozos petrolíferos que salían de vacaciones. Pero los visitantes de Poley Markham eran muy diferentes entre sí: un constructor de carreteras proveniente de Massachusetts, un contratista de California del Sur, el director de una planta eléctrica de Saint Louis. Y todos ellos, al parecer, iban al norte del Círculo Polar Ártico-
Después, Markham desapareció por unos seis meses; llegaron rumores de que estaba en Boston, metido en negocios con bonos de enorme magnitud:
- Recibí una carta de un amigo que está relacionado con un pequeño banco de Boston. Dice que Markham, y daba el nombre completo, estaba maniobrando para conseguir una emisión de bonos de trescientos millones. Mi amigo no sabía para qué.
Ése fue el segundo descubrimiento que Jeb Keeler hizo con respecto a su amigo: Poley estaba realizando negociaciones muy delicadas, relacionadas con ciertos funcionarios de Barrow, y las sumas en juego eran descomunales. Al principio Jeb creyó que, de algún modo, Poley y sus compinches habían descubierto un nuevo yacimiento petrolífero, pero sus contactos en Prudhoe le dijeron:
- Imposible. Nosotros lo sabríamos antes de que pasaran seis horas.
- ¿Qué hace?
- Quién sabe…
Pero luego el petrolero sugirió:
- Mira, Keeler, ese yacimiento de Prudhoe inyecta sumas enormes a la vertiente Norte. Impuestos, salarios… Allí circula mucho dinero. Y Markham siempre ha sido de los que se sienten atraídos por la riqueza.
- También yo -dijo Jeb, a la defensiva. Y ustedes. De lo contrario, ninguno de nosotros estaría en este lugar dejado de la mano deDios.
- Sí -reconoció el director petrolero, en tono reflexivo-, pero tú y yo parecemos trabajar dentro de límites definidos. Markham no.
Durante casi un año, Jeb no tuvo posibilidades de interrogar a Poley, pues éste pasó casi todo ese período en Los Ángeles y Nueva York, buscando financiación para las enormes operaciones que se llevaban a cabo al norte del Círculo Polar Ártico. Pero un día, mientras Jeb resolvía un problema legal en Prudhoe, recibió de Markham una carta urgente: «Espérame el viernes en Anchorage. Tal vez podamos cazar tu cabra». Excitado, Jeb voló al sur con un avión ARCO, donde encontró a Poley esperándole en una suite del nuevo Hotel Sheraton:
- Un hombre me avisó por teléfono que se ha visto a un gran rebaño de cabras en las montañas de Wrangell. Vamos.
Llegaron en coche hasta Matanuska y continuaron hasta Palmer, donde ambos adquirieron licencias de caza para no residentes por sesenta dólares cada una. Jeb compró también, por doscientos cincuenta más, el rótulo metálico que debería atar al cuerpo de cualquier cabra que matara. Por fin, en un pequeño avión que Markham había utilizado algunos años antes para cazar la suya, volaron entre las colinas bajas, al pie de la gran cordillera Wrangell, de cuatro mil ochocientos metros. El piloto, siempre dispuesto a ganar algunos dólares más, sugirió que podía dejar a los dos hombres bien arriba en las montañas, donde probablemente estarían las cabras, pero Poley no quiso saber nada de eso:
- Déjenos donde la ley lo ordene.
Y una vez en tierra, con su tienda y sus escopetas, abrió la marcha hacia la boca del valle donde se habían visto las cabras.
Cuando llegaron al extremo cerrado del valle, Jeb miró hacia atrás y vio una de las escenas más encantadoras de su existencia como cazador: un rebaño compuesto por más de noventa hembras con sus crías (sin un macho a la vista), pastando en las cuestas rocosas, donde se intercalaban bandas de suculenta hierba. Un espectáculo como ése, con las pequeñas cabras retozando a la luz del sol bajo la vigilancia de sus madres, con el pelaje de una blancura reluciente, los cuernos oscuros y las montañas alzándose protectoramente, hacía que valiera la pena dedicarse a la caza.
- Maravilloso -susurró Jeb, al acercarse al rebaño. Pero luego se impuso su instinto de cazador-: ¿Dónde están los machos?
- Escondiéndose más arriba.
Y Markham, aunque tenía quince años más que Jeb, tomó la delantera por la empinada cuesta que les llevaría a las laderas del monte Wrangel, trescientos metros por encima del lugar en que estaban las hembras.
- Para cazar un macho -explicó por tercera vez, puesto que Jeb no había cazado ninguno en las dos excursiones anteriores-, la treta consiste en situarse por encima de ellos. Como siempre están alertas a cualquier peligro que pueda llegar desde abajo, podremos descender hacia ellos.
Ese día, la táctica no dio resultado. Terminada la temporada de celo, en el mes de diciembre, los machos formaban grupos de dos o de tres, por lo que detectaron con facilidad a los cazadores y se pusieron fuera del alcance de las escopetas. Al ver que se alejaban, Markham dijo:
- Es extraño, ¿no? En la temporada de celo luchan furiosamente entre sí. Se abren grandes heridas con esos cuernos afilados y llegan a matarse, si es necesario. Pero cuando desaparece la pasión… grandes amigos. Tres semanas de combates y apareamiento, cuarenta y nueve paseando del brazo.
- Me gustaría que algunos pasearan del brazo frente a mí.
- A propósito, Jeb, para ti ¿cuándo comienza la temporada de celo?
Mientras descendían trabajosamente por el valle, pasando junto al estupendo grupo de blancas hembras con sus crías, Jeb respondió:
- En Dartmouth solía pasar el fin de semana con mujeres muy bonitas.
- Ah, ¿con chicas?
- Las que yo invitaba no querían que se las tratara de «chicas». Lo decían con toda claridad: «Sois hombres, no muchachos. Y nosotras somos mujeres, no chicas».
- Es difícil vivir con una chica así. Ya lo he visto.
- Son las únicas con las que un tipo como yo puede vivir -aseguró Jeb.
Poley se echó a reír.
- Nunca es fácil, hijo. Aunque las reglas hayan cambiado mucho, nunca es fácil.
- ¿Estás divorciado?
- ¡Ni pensarlo! Eso lleva a la bancarrota. Mi esposa vive en Los Ángeles, asiste a las funciones culturales de la universidad y, aunque esto te horrorice, también se encarga de administrar nuestro dinero.
- En Prudhoe dicen que te estás forrando con lo de la Vertiente Norte.
- Los esquimales necesitan orientación. Merecen el mejor asesoramiento que puedan conseguir y yo se lo proporciono.
- ¿Haciendo emitir bonos, entablando pleitos falsos y ejerciendo influencias en el Congreso, por ejemplo?
- Si Estados Unidos dice que es hora de olvidarse de la grasa de ballena y pasar al mundo moderno, alguien tiene que enseñarles a hacer el cambio-
El asunto quedó así. En los dos días restantes no pudieron acercarse a un solo macho cabrío, pero se mantuvieron en contacto con las hembras Y las crías. Como no volvieron a hablar de ello, Jeb sabía ahora tanto de aquel asunto como antes de iniciarse la cacería. Pero mientras guardaban el equipo, a la espera del avión que les llevaría de regreso a Anchorage, Poley dijo:
- Podrías hacerme un gran favor, Jeb, y a ti mismo. Vladimir Afanasi me ha pedido que vaya a Desolation a resolver los problemas de su corporación aldeana. La verdad es que no tengo tiempo, pero estoy muy en deuda con Vlad. ¿Por qué no vas tú y te ocupas de lo necesario?
- Me gustaría volver allí -dijo Jeb-. Tal vez consiga mi oso polar. Parece casi imposible hacerse con una cabra de éstas.
- Hay un problema, Jeb. Yo nunca cobro a Afanasi por la ayuda que le presto. Con ese tipo de obras caritativas conservo la decencia. No quiero que tú le cobres tampoco. Pero como ningún abogado debe trabajar gratuitamente, pásame la factura a mí.
Cuando el avión sobrevoló el majestuoso glaciar Matanuska, rumbo a Anchorage, Markham le entregó el primer cheque por diez mil dólares.
En los primeros años del estado de Alaska, varios grupos opuestos de ciudadanos estadounidenses viajaron al norte en busca de aventuras y riqueza. Con el descubrimiento de petróleo en Prudhoe Bay, en 1968, de Oklahoma y Texas llegaron en torrentes trabajadores que ganarían salarios altísimos a las orillas del mar de Beaufort, brazo helado del Océano Glacial Ártico. Entre ellos se destacaban los abogados y comerciantes, como Poley Markham y Jeb Keeler, que con frecuencia hablaban de radicarse allí definitivamente, pero nunca lo hacían. En 1973, cuando el presidente Nixon autorizó la construcción de un gigantesco oleoducto entre Prudhoe Bay y Valdez, una multitud de obreros de la construcción llegó a Fairbanks, desde donde trabajarían hacia el norte y hacia el sur para realizar ese milagro de la ingeniería. Y es ahora cuando la familia Flatch, de Matanuska, entra de nuevo en escena.
LeRoy, el hijo aviador, estaba deseoso de participar, pero justo cuando las compañías petroleras de Prudhoe solicitaban con urgencia aviones locales que sirvieran de transporte (había repuestos que se necesitaban de inmediato, visitantes encumbrados que se debían trasladar desde Fairbanks, obreros heridos que evacuar), LeRoy tuvo la mala suerte de estrellar su Waco YKS-7 de postguerra y no pudo participar de la bonanza.
Con cierta preocupación, averiguó si había en la zona algún avión adecuado para trabajar en Alaska; debía tener el revolucionario adelanto de patines permanentes con ranuras para bajar las ruedas. Lo mejor que pudo enContrar fue un Cessna-185 de cuatro plazas, nuevo, al altísimo precio de cuarenta y ocho mil dólares, muy por encima de sus posibilidades. Entonces reunió a su familia para decir:
- Necesito ese Cessna. Estamos perdiendo una fortuna todos los días.
Su esposa le sugirió que tratara de obtener un préstamo bancario, pero él temía que fuera imposible, pues acababa de estrellar su única garantía. Y al parecer, sumando los ahorros de todos los Flatch (el matrimonio mayor, LeRoy y su esposa Sandy, la hermana Flossie y su marido, Nate Coop), no alcanzarían siquiera para el pago inicial.
Pero entonces se produjo el milagro de Prudhoe, pues se necesitaban allí tantos trabajadores que hasta Elmer Flatch, lisiado y con más de setenta años, fue reclutado para pagar los jornales de la empresa petrolera. A Sandy Flatch la emplearon como coordinadora en el puesto de Fairbanks, encargada de que los obreros y sus materiales llegaran pronto a Prudhoe. Pero fueron Flossie y su esposo, el enamorado de la naturaleza, quienes recibieron los mejores cargos.
- El administrador vino especialmente a vernos -explicó Nate-. Había estado cazando en nuestro albergue y recordaba lo bien que Flossie se entendía con los osos y los alces. Nos ofreció un trato que no os podéis imaginar. Nos dijo: «Los fanáticos de la naturaleza comienzan a importunarnos por el futuro del caribú. Dicen que, si construimos ese oleoducto justo en medio de las rutas de emigración, los caribúes quedarán separados de su hábitat natural y morirán todos». Quiere que trabajemos con los naturalistas de la universidad para hacer lo posible por ayudar a los caribúes.
Debían comenzar inmediatamente a trabajar. Los diversos miembros de la familia Flatch podían ahorrar casi todo lo que ganaban, pues además del sueldo tenían cubiertos los gastos de alimentación, alojamiento y transporte a sus puestos.
Entonces LeRoy no tuvo problemas en pedirles un préstamo a todos ellos, volar a Seattle, retirar su flamante Cessna- 185 con patines permanentes y ruedas retráctiles y regresar con él a Fairbanks, donde se convirtió en el piloto más activo de la operación Prudhoe. Puesto que la empresa cubría sus gastos de mantenimiento y combustible, en el primer año tuvo una ganancia neta de ciento sesenta y cinco mil dólares. Una noche, mientras Hilda Flatch sumaba los ingresos de su familia, que administraba por todos, rompió en una carcajada.
- ¿De qué te ríes tanto? -preguntó su esposo.
Y ella respondió:
- ¿Recuerdas lo que nos advertían cuando pasábamos hambre en Minnesota? «Si te vas a Alaska no podrás cultivar nada y te comerán los osos polares.»
Eran esos salarios los que atraían a los trabajadores de todos los estados de Norteamérica. Fairbanks se llenó de acentos extraños y de obreros boquiabiertos de Nebraska y Georgia, que pagaban doce o trece dólares por un desayuno a base de una taza de café, una torta, un huevo y una sola loncha de tocino. La comida, desde luego, se aproximaba a los treinta dólares. Entre esos trabajadores, traídos apresuradamente, no eran muchos los que permanecerían en Alaska cuando se terminaran las gemelas Golcondas de la empresa petrolífera y el oleoducto, pero los que se instalaron allí hicieron una enorme contribución a la vitalidad y el entusiasmo de la vida en el nuevo estado. Eran, en general, aficionados al aire libre; amaban el tipo de vida de Alaska y representaban una versión modernizada de los antiguos colonizadores. Fueron bien recibidos.
Petroleros, conductores de excavadoras, soldadores, abogados de vívida imaginación: esos hombres continuaron con la tradición iniciada por los inmigrantes buscadores de oro, los audaces que construyeron las primeras poblaciones y los marineros que tripulaban el Bear a las órdenes de mike Healy. Una vez más, Alaska daba la impresión de ser un territorio para hombres. Pero también había mujeres que buscaban fortuna en la frontera salvaje, tal como en los viejos tiempos: enfermeras, esposas, coristas, fugitivas como Missy Peckham y algunas pocas almas atrevidas, que simplemente deseaban ver cómo era Alaska.
En esos años, una joven en especial experimentó el embrujo de Alaska.
Su llegada al norte pondría muchas cosas en movimiento.
Cierto día, un ingenioso alcalde de Nueva York se opuso a la censura diciendo: «No hay ninguna muchacha que haya sido seducida por un libro». Pero en 1983 una joven de Grand Junction, Colorado, fue engañada por la portada de una revista. Mientras Kendra Scott, de veinticinco años, estaba dando una clase de geografía sobre los esquimales del norte, la bibliotecaria entró en el aula con los dos libros que le había solicitado:
- Registré estos a tu nombre -le dijo la señorita Deller-. Puedes tenerlos hasta abril.
Kendra le dio las gracias, pues no era fácil conseguir buen material sobre los esquimales. La bibliotecaria añadió:
- Y te he traído el último número de National Geographic, de febrero. pero sólo puedo dejártelo durante dos semanas; lo tenemos solicitado.
Como Kendra ya conocía el contenido de los dos libros, miró primero la revista. Y al hacerlo se perdió para siempre. En la portada se veía una de las fotos de infancia más arrebatadoras de cuantas había visto en su vida. Contra el fondo blanco de una ventisca, en el norte de Alaska, una niñita caminaba de cara al viento cargado de nieve; en realidad, podía ser un varón, pues sólo se le veían los ojos. La criatura estaba cubierta de pies a cabeza con el colorido atuendo de su pueblo: grandes pantuflas de piel, pantalones de gruesa lona azul, una vistosa chaqueta ribeteada de piel, brillante cinturón de cuentas y dos gorras, una de lana blanca y otra más grande, de pana gruesa y acolchada con bordes de glotón, para protegerse del hielo y de la nieve. Una enorme bufanda marrón le daba tres vueltas a la cabeza y se protegía las manos con mitones alegremente decorados. Kendra supuso que, bajo la chaqueta larga, probablemente habría otras tres o cuatro capas de ropa.
Pero lo que hacía adorable a aquella niñita (Kendra ya se había convencido de que era una niña) era la actitud resuelta con que avanzaba pese a la tormenta. Su cuerpecito luchaba contra la ventisca; sus ojos decididos, lo único que se veía de su cara, miraban hacia la meta a alcanzar, pese a la nieve. Era un glorioso retrato de la niñez, representación de la humana voluntad de sobrevivir, y el corazón de Kendra se solidarizó con esa criatura que batallaba contra los elementos. Por largo rato no se sintió en la cómoda escuela primaria de Grand Junction, sino en las pendientes septentrionales del Ártico; ante sí no veía a sus alumnos, los niños blancos de clase media estadounidense, con algunos interesantes mexicanos entremezclados, sino a pequeños esquimales que pasaban medio año en la oscuridad y el resto bajo una fuerte luz diurna que duraba casi veinticuatro horas por día. Kendra había quedado atrapada por una pequeña niñita envuelta en pieles, retratada en la portada de una revista, y jamás volvería a ser la misma.
Llevaba algún tiempo convencida de que necesitaba un cambio, pues su vida se encaminaba hacia una esterilidad tal que, si no efectuaba un giro radical, estaba destinada a una existencia desolada e insignificante. La responsabilidad era suya, sin duda, pero uno de los factores que contribuían era su madre, mujer afligida y asustadiza que vivía con el padre de Kendra en Heber City, Utah, a cuarenta y cinco kilómetros al nordeste de Provo. Los Scott no eran mormones, pero compartían la severa disciplina impuesta por esa religión. Cuando Kendra terminó la secundaria, la inscribieron sin consultarle en la respetable Universidad de Provo, Brigham Young, donde se preparaba a los muchachos para ser agentes del FBI y a las jóvenes, para ser esposas obedientes y temerosas de Dios. Al menos, eso era lo que creía la señora Scott.
- Lo bueno de Brigham Young -decía a sus vecinos de Heber City- es que Grady y yo podemos ir casi todos los fines de semana y enterarnos de cómo está Kendra.
Y lo hacían. Querían saber qué materias estaba cursando y si sus profesores eran «hombres decentes y temerosos de Dios». Sobre todo se interesaban por sus compañeras de cuarto, tres muchachas de orígenes tan dispares que ellos sospechaban cuanto menos de dos. Una era una mormona de Salt Lake City, de modo que no ofrecía problemas, pero otra venía de Arizona, donde podía ocurrir cualquier cosa; la tercera, de California, peor aún.
Pero Kendra aseguró a sus padres que las dos forasteras, como decía la señora Scott, eran más o menos respetables y que ella no se dejaría corromper. Esa palabra, «corromper», ocupaba un sitio preferente en el esquema de valores de la familia. La señora Scott consideraba que el mundo era un lugar maligno, de cuyos habitantes las tres cuartas partes, por lo menos, estaban empeñados en corromper a su hija. Sospechaba morbosamente de cualquier hombre que rondara la órbita de Kendra:
- -Debes hablarme de cualquier hombre que se te acerque, hija. Tienes que estar siempre en guardia contra ellos. Las jovencitas no siempre saben juzgar el carácter de un muchacho.
Por eso, en sus visitas semanales a Brigham Young, la señora Scott arrancaba a Kendra informes detallados sobre cualquier joven cuyo nombre surgiera en sus largos interrogatorios:
- ¿De dónde es? ¿Qué edad tiene? ¿Quiénes son los padres? ¿A qué se dedican? ¿Por qué estudia geología? ¿Cómo es eso de que pasó las últimas vacaciones en Arizona? ¿Qué estuvo haciendo en Arizona?
Después de ocho o diez acosos semejantes, Kendra reunió coraje para preguntar a su madre:
- ¿Cómo llegaste a casarte, si sospechabas de todos los hombres?
La señora Scott no vio ninguna impertinencia en la pregunta, pues consideraba que ése era el problema principal de cualquier muchacha:
- Tu padre pertenecía a una familia de Dakota del Sur, temerosa de Dios, y no se contaminó estudiando en ninguna universidad.
«Tampoco se contaminó con libros, periódicos ni conversaciones de bares», pensó Kendra. Pero en cuanto hubo formulado esa idea se avergonzó de ella. Grady Scott era un hombre bueno y digno de confianza, que administraba una ferretería decente. Si le faltaba coraje para hacerse valer ante su esposa, tenía al menos carácter para manejar con honor sus negocios y su vida. En esos largos interrogatorios a su hija, él rara vez intervenía.
Durante sus cuatro años de universitaria, Kendra salió sólo con dos hombres, tan parecidos entre sí que hubieran podido ser mellizos: de constitución delgada, pelo muy rubio, hablar vacilante y movimientos torpes. El primero la invitó tres veces; el segundo, siete u ocho. Pero las veladas eran tan aburridas e improductivas que, para Kendra, no valían la pena. Para colmo, su madre le hizo quince o veinte preguntas sobre cada uno y llegó a hacer un viaje de sesenta kilómetros para investigar a los padres del segundo. Quedó muy favorablemente impresionada por la pareja, a la que clasificó como «lo mejor de la sociedad mormona, y eso es mucho decir». Alentó vigorosamente a su hija para que continuara con esa amistad, pero tanto el joven como ella sintieron tanto bochorno por ese proceder (y tan poco interés mutuo) que «el cortejo de Kendra», según dijo su madre, terminó sin pena ni gloria. En realidad, ni siquiera terminó: se fue apagando como un lento gemido.
Kendra se graduó como maestra a los veintiún años, con buenas calificaciones y la posibilidad de elegir entre cuatro o cinco escuelas públicas de renombre que le ofrecían empleo. Entonces se produjo la primera crisis de su vida, pues una de esas escuelas estaba en Karnas, Utah, a menos de cuarenta kilómetros del hogar, y sus padres consideraban que debía optar por ésa, al menos durante los primeros cinco o seis años de su carrera. Tal como señaló la señora Scott:
- Podrías pasar los fines de semana en casa.
En un acto de desafío que sorprendió y alarmó a sus padres, Kendra se decidió, sin consultarles, por la escuela más alejada de su casa. Estaba en Grand Junction, Colorado, cruzando la frontera interestatal, pero aun así a poca distancia de Heber City. Durante el primer otoño que Kendra pasó en su nueva escuela, la señora Scott recorrió en coche aquellos doscientos cincuenta kilómetros en seis ocasiones, para comentar con su hija los problemas a los que se enfrentaba, las maestras con quienes trataba y cualquier hombre de la escuela o de la ciudad que hubiera podido conocer. Según la firme opinión de la señora Scott, los hombres de Colorado eran mucho más peligrosos que los de Utah; por ende, aconsejaba a su hija que se mantuviera alejada de ellos.
- Nunca he podido entender por qué rechazaste a ese joven de Nephi, que era tan buen muchacho.
- YO no le rechacé, mamá. No tuve ocasión de hacerlo.
Consciente de que su hija estaba desarrollando cierta tendencia a la terquedad, las plegarias de Grand Junction manifestaron sutiles cambios:
- Dios Todopoderoso, haz que Tu hija Kendra recuerde siempre Tus preceptos; protégela de las decisiones arrogantes y apresuradas y, con Tu constante supervisión, ayúdala a mantenerse pura.
La bibliotecaria Deller entregó a Kendra aquella copia del National Geographic un martes por la mañana. Esa pequeña que caminaba hacia la ventisca obsesionó a la joven maestra durante tres días enteros. En vez de pasar la revista a sus alumnos, la mantuvo en el escritorio durante el miércoles y el jueves, para contemplarla de vez en cuando. El jueves por la noche se la llevó a casa y la estudió con gran detenimiento antes de acostarse. El viernes se levantó temprano, puso la revista junto a su espejo y se comparó con esa criatura extraordinaria. Se observó en el cristal con claridad, sin exagerar ni denigrarse, pero cada vez que se comparaba con la niña de la tormenta debía admitir, con gran dolor, que le correspondía el segundo puesto:
«Soy inteligente, siempre tuve buenas calificaciones y sé contribuir a los proyectos de grupo. Es decir: no soy idiota ni huraña ni estoy mal de la cabeza. Y no soy una modelo, pero tampoco una mujer repulsiva. De vez en cuando los hombres se vuelven a mirarme y creo que, si los alentara… bueno, eso no tiene nada que ver.
»Buen cutis. Buena postura. Pelo, algo desteñido, pero debo deshacerme de estas trenzas. No soy demasiado flaca, gracias a Dios, ni tampoco demasiado gorda; no tengo marcas que me desfiguren. Mi sonrisa no es gran cosa, pero podría fabricarme una. Mis alumnos me quieren, de verdad, y creo que los otros docentes también.»
Y entonces, con la niña ante sí, rompió en sollozos convulsivos, balbuceando palabras que la horrorizaron al pronunciarlas y la abochornaron después:
- Soy una fracasada de mierda.
Retrocediendo como si alguien la hubiera abofeteado, se miró en el espejo y murmuró, llevándose la mano a la boca:
- ¿Qué dije? ¿Qué me ha pasado? -Una vez aplacado el apasionamiento, comprendió exactamente lo que había dicho y por qué. «Comparada con esa niña, soy una cobarde sin remedio. Da asco el modo en que me he dejado dominar por mi madre. Creo en Dios, pero no creo que Él esté sentado allá arriba, observando con una lupa todo lo que haga una simple maestra de Grand Junction. No soy capaz de enfrentar siquiera una nevada, ni hablar de una ventisca.»
Cogió la revista y se la llevó a los labios para besar a la pequeña esquimal:
- Me has salvado la vida, pequeñita. Me has dado lo que nunca tuve: coraje.
Después de vestirse sin prisa, caminó hasta Terrences's Tresses, la principal peluquería de la región, y se acomodó con expresión ceñuda en la silla, diciendo:
- Tiene que cortarme estas condenadas trenzas, Terrence.
El peluquero objetó, algo espantado:
- ¡Pero señorita! ¡Aquí no hay trenzas tan encantadoras como las suyas!
Ella le refutó:
- Mi madre las usa para estrangularme.
Ante la obvia perplejidad de Terrence, añadió:
- Cada vez que viene a visitarme insiste en trenzarme el pelo; me sienta en una silla, delante de ella… para reforzar mi cautiverio.
- Pero ¿con qué las reemplazará señorita? Quiero decir, ¿qué corte le hago?
- Eso lo decidiremos después. -Y cuando las tijeras cortaron las trenzas exclamó, exultante-: Ahora puedo respirar.
Ya liberada de su carga, estudió con Terrence veinte fotografías con diversos peinados. Por fin dijo él:
- Si me permite el atrevimiento, señorita, este peinado de paje sería perfecto para usted: pulcro y limpio, como su personalidad.
- ¡Adelante! -dijo ella.
Diestramente, el peluquero aplicó peine, tijera y fijador, hasta lograr un resultado que daba a Kendra un aspecto más refinado, pero también más juvenil y aventurero.
- Me gusta -comentó al salir.
Corrió a la escuela, cruzó corriendo el vestíbulo e irrumpió en la biblioteca:
- Señorita Deller, voy a ser muy atrevida…
- ¡Kendra! Casi no te reconozco. ¡Ese peinado es estupendo! Pero ¿qué hiciste con esas trenzas adorables?
- Gracias, pero mi problema es bastante diferente. La verdad es que me da vergüenza plantearlo.
- ¡Cuéntame! Yo sé escuchar.
La señorita Deller usaba el pelo corto y ahuecado; sus movimientos y su manera de hablar eran bruscos. Kendra creía recordar que era de Arkansas.
La maestra se sentó, aspiró hondo y dijo:
- Los fines de semana… es decir, algunas veces… usted va a un albergue de Gunnison, ¿verdad?
- Somos varios los que vamos. Para los maestros hay descuentos especiales. Viene gente de todas partes: Salida, Montrose…
- ¿De qué se trata, exactamente?
- Es una especie de seminario. Invitamos a conferenciantes de distintas universidades. Hay quienes muestran diapositivas de Arabia, del Uruguay y ese tipo de cosas. El domingo por la mañana casi todos vamos a la iglesia. Y luego volvemos a casa, renovados.
- ¿Hay que ir… con un hombre?
- Caramba, no. Algunas van acompañadas. Y a veces una maestra de aquí entabla relación con algún hombre de Salida, pero es una cuestión puramente casual.
Kendra tomó aliento para preguntar:
- ¿Puedo ir? ¿Este fin de semana?
- ¡Por supuesto! Habíamos pensado invitarte, pero nos pareció que eras algo… Cómo decirlo… Reservada, tal vez.
- Así era.
Dio las gracias con tanta sencillez, con la cabeza tan gacha, que la señorita Deller, ocho años mayor, abandonó su escritorio para rodearle los hombros con un brazo:
- ¿Qué te pasa, hija?
- Mi madre. Es tan fuerte… como una bomba de neutrones, modelo nuevo, tamaño familiar.
- Sí, ya lo habíamos notado.
- Quiero ir con vosotros a Gunnison. Dejaré una nota en mi puerta, anunciando que pasaré el fin de semana fuera.
- Dile que te fuiste a Kansas City con un camionero.
- ¡Un momento! De hecho es buena.
- Creo que todas las bombas de neutrones están convencidas de ser buenas, de obrar en beneficio de la humanidad. Dile que se vaya al diablo. No le pidas permiso: infórmale de que te vas, simplemente. Te esperaremos.
Por un momento Kendra temió que, al solicitar la ayuda de la señorita Deller, estuviera metiéndose en aguas demasiado profundas. ¿Qué sabía de la bibliotecaria? ¿Era «una mujer de su casa», como habría dicho su madre? ¿Y qué pasaba en el albergue de Gunison? Pero la señorita Deller, como si le adivinara los pensamientos, le apretó el hombro, diciendo:
- Las cosas nunca son tan feas como una espera, salvo cuando se ponen peor. Si quieres mi opinión, Kendra, harás bien en liberarte. -Después de volver a su escritorio exclamó, chasqueando los dedos-: Creo que tu idea es la más adecuada: déjale una nota y nada más. Hazlo cuatro o cinco veces y dejará de venir.
Ese viernes, a la hora de almorzar, Kendra corrió a su casa y escribió a máquina una pulcra nota que decía:
Querida mamá: Me voy a Montrose a un seminario para docentes. Disculpa. Surgió inesperadamente.