- Claro que tal cosa requeriría un divorcio. Y si su esposa, que pertenece a una raza que Rusia se esfuerza en conquistar para la cristiandad, se opusiera… -se encogió de hombros.

Al examinar los documentos confidenciales que confirmaban la extraordinaria propuesta, el padre Vasili experimentó dos reacciones que solamente pudo expresar para sus adentros: «Yo no soy digno de este honor, pero si la Iglesia, en su sabiduría, me reclama, ¿cómo voy a negarme?»; e, inmediatamente: «Pero ¿cuál será el papel de Sofía en todo esto?». Sin discutir el complicado problema siquiera con su hijo, salió de la catedral y caminó arriba y abajo, de una esquina a otra de la empalizada, pasando junto a los almacenes que había ayudado a construir y junto a las tiendas cuya instalación había promocionado Kyril Zhdanko, hasta llegar al otro lado de las murallas, al lugar donde se agrupaban los tlingits, y volvió a esa iglesia que nunca hubiera existido sin el duro trabajo que llevaron a cabo él y su mujer. Al recordar su nombre y su imagen, comprendió la crueldad de la elección que le proponían.

No pudo mencionar la cuestión ante ella en tres días; tenía un buen motivo para evitarlo, pues estaba seguro de que, si su esposa se enteraba de la oportunidad que tenía en Irkutsk y quizá más adelante en la capital, le animaría a cambiar de hábitos y aprovechar la oportunidad, aunque tal cosa significara abandonarla. Y él, por educación, no deseaba ponerla en situación de ser ella quien eligiera. Pensó decidir por sí mismo qué era lo correcto y exponer después su idea a Sofía, para pedirle que se opusiera, si consideraba que era su deber.

Convencido de que ninguno de los dos actuaría con egoísmo o precipitación, pasó la mayor parte del cuarto día dedicado a sus plegarias, que pronunciaba con la sencillez que siempre le había caracterizado:

- Padre Celestial, desde que era niño supe que deseaba pasar la vida a Tu servicio. He luchado humildemente por hacerlo; siendo joven, pronuncié mis votos sin siquiera pensar en una alternativa. Pero tres años después los revoqué para poder casarme con una muchacha nativa.

» Como bien sabes, ella me brindó una nueva perspectiva de lo que podían ser Tu Iglesia y su misión. Ella ha sido la santa; yo, el servidor, y no puedo hacer nada que la hiera. Pero ahora se me reclama para un servicio más elevado dentro de Tu Iglesia, y para aceptarlo es preciso que reconsidere mis votos y cause un grave perjuicio a mi esposa.

»¿Qué voy a hacer?

Aquella noche era la quinta vez que se iba a dormir preocupado Por su problema; como en las anteriores, dio vueltas y vueltas en la cama, inquieto y sin poder pegar ojo, pero hacia el alba cayó en un sueño profundo y reparador, del que no despertó hasta cerca de las diez. Su esposa, sabiendo que, desde la llegada del último barco ruso, Vasili había estado bajo cierta tensión nerviosa, le dejó dormir; cuando despertó, la encontró esperando, con un vaso de té y unas palabras amables:

- Has estado preocupado por algún difícil problema, Vasili, pero puedo ver en tu cara que Dios lo ha resuelto mientras dormías.

Él aceptó el té que su mujer le ofrecía, sacó los pies de la cama y, después de beber un largo trago, dijo con aire pensativo:

- El zar y la Iglesia quieren que vaya a Irkutsk como obispo y, a su debido tiempo, quizá me nombren para encabezar la Iglesia desde San Petersburgo. -Sin vacilar, pues hablaba con una gran fe, comenzó a añadir-: y eso significaría…

Pero fue su esposa quien acabó la frase:

- Significaría que tendrías que retomar el hábito negro.

- Así es -afirmó Vasili-. Y después de consultar con Dios, he decidido.

- Comenzaste tu carrera con el hábito negro, Vasili. ¿Tan grande sería el cambio que ahora te impide dormir?

- Pero significaría…

Los dos amantes, cada uno de los cuales había adaptado su vida a la del otro, saltando barreras que hubieran asustado a personas menos valientes, ahora que tenían que tomar sin ayuda de nadie una decisión, intercambiaron una mirada por encima del corto espacio que les separaba: ella, una mujercita aleuta, que no llegaba al metro y medio de estatura, de tez oscura y con un disco de hueso de ballena en el labio; él, un alto ruso en camisa de dormir, canoso, barbudo y preocupado. Durante un difícil momento ninguno supo qué decir, pero luego la mujer retiró el vaso, tomó a su marido de las manos y dijo, con la extraña y encantadora pronunciación del ruso que se debía a su origen aleuta y a la presencia del disco labial:

- Vasili, ahora tengo a Arkady aquí para protegerme, y tal vez pronto podrá ayudarme también su esposa; no tengo nada que temer, y nada de que quejarme. Haz lo que Dios te indique.

- Anoche, cuando sonaron en el castillo las campanadas de medianoche, comprendí que debía ir a Irkutsk -dijo él, con dulzura-, estrechó las manos de su mujer y añadió-: Y que Dios me perdone por el daño que te estoy haciendo.

Una vez hubieron tomado una decisión, ninguno de los Voronov quiso volver a considerarla ni someterla a dudas o censuras. Aquel memorable día, por la mañana, pidieron a su hijo que les acompañara al castillo, donde solicitaron entrevistarse con Zhdanko; se acomodaron los cuatro en los asientos del porche, desde donde se veían la bahía y las montañas, y el padre Vasili explicó fríamente:

- Me han elegido obispo de Irkutsk. Eso significa que tendré que volver a adoptar el hábito negro que llevé cuando joven. También significa que tengo que anular mi matrimonio con Sofía Kuchovskaya -hizo una pausa para permitir que la dramática noticia hiciera su efecto y estrechó las manos de Zhdanko y de Arkady-. Tengo que dejar a esta maravillosa mujer a vuestro cuidado -añadió; y ya no volvió a hablar en la media hora siguiente.

Los otros discutieron algunos problemas evidentes: quién iba a sustituir a Vasili en la catedral, dónde viviría Sofía y cuál sería la responsabilidad de Zhdanko y Arkady. En cuanto a éstos: ¿qué haría Zhdanko cuando terminara su período como administrador general interino? Incluso se preguntaron si la empalizada sería lo bastante fuerte para resistir un ataque de los tlingits, lo que era una constante amenaza. Ocuparse de estos asuntos prácticos era una forma de recordarse a sí mismos que en Nueva Arkangel la vida debía continuar, aunque la autoridad espiritual de la comunidad pasara a más altas obligaciones. Los tres conversadores escogieron entre las diferentes posibilidades que se les ofrecían, y lo hicieron con mucha sensatez, como si admitieran que el padre Vasili ya no formaba parte de sus vidas. Pero en cuanto el futuro de Sofía estuvo bastante claro, dentro de lo razonable, el padre Vasili no pudo controlarse más, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar. Estaba a punto de abandonar el paraíso que él mismo había contribuido a crear y cuyos valores espirituales había desarrollado y defendido. Había colaborado en la construcción de un mundo y ahora renunciaba a él.

Se había convertido en un anciano de pelo blanco, algo encorvado, de movimientos un poco lentos. Hablaba con mayor prudencia y tendía a pensar más en sus derrotas que en sus victorias. Conocía bien las locuras del mundo y, aunque estaba dispuesto a perdonar, lamentaba no haber tenido más tiempo para combatir los aspectos injustos de la vida. Para decirlo con sencillez, se sentía más cerca de Dios que nunca y creía estar preparado para llevar a cabo la misión divina, porque había aprendido a cumplirla desde cualquier puesto que le correspondiera ocupar.

El barco que había traído la noticia de su ascenso al obispado necesitaba Once días para concluir sus obligaciones en el estrecho de Sitka, y durante las últimas jornadas de esa estancia, el padre Vasili ultimó los detalles relacionados con su partida. Pero el último día, cuando todos sabían que el barco tenía que zarpar a las ocho de la mañana Siguiente, se encontró cara a cara con la necesidad de despedirse en pocas horas de su esposa, para siempre, lo que se tornó más doloroso al ponerse el sol, con las largas horas de la noche al acecho. Sentado con Sofía en la habitación principal de la modesta casa construida junto a la catedral, comenzó por decir:

- Ya no recuerdo cuándo te vi por primera vez. Sé que fue en Puerto Tres Santos y el chamán tuvo algo que ver -vaciló y soltó una risita al recordar su largo enfrentamiento con aquel hombre enloquecido-. Ahora lo comprendo: la única diferencia entre nosotros era que mis padres me habían dado a conocer a Dios y a Jesús, mientras que los suyos no tuvieron oportunidad de hacer lo mismo.

- Era muy obstinado -asintió su mujer-. Ojalá yo sepa defender mis creencias con tanto valor como él defendió las suyas.

Hablaron de la trágica manera en que habían muerto tantos aleutas durante la ocupación rusa, y Vasili dijo, sin faltar a la verdad:

- A veces pasan meses enteros, Sofía, sin que yo piense que eres una aleuta.

- Yo pienso en ello todos los días -replicó ella rápidamente-. Lloro la pérdida de nuestro mundo, y a veces, por la noche, veo a las mujeres abandonadas en Lapak, demasiado viejas y débiles para atreverse a salir en busca de la última ballena. Y se me parte el corazón.

Luego hablaron de los buenos tiempos: del nacimiento de Arkady y de la consagración de la catedral, lo que hizo reír a Vasili:

- Parece que ahora voy a tener una catedral de verdad, incluso lujosa; pero, cualquiera que sea su aspecto, no podrá ser una casa de Dios más sagrada que la que construimos tú y yo aquí, en Nueva Arkangel.

Al mencionar este nombre, se acordaron de Baranov, gracias a cuya fuerza de voluntad se había podido edificar la pequeña y próspera colonia.

- Él la consideraba la París del Este -recordó Vasili; y en la oscura habitación se hizo el silencio.

Un hombre piadoso se disponía a abandonar a su esposa, todavía más devota, para el resto de sus vidas, sin que ella le hubiera dado ningún motivo; y no había más que decir.

Cuando llegó a Nueva Arkangel Praskovia Kostilevskaia, hija de la destacada familia moscovita de los Kostilevsky, los hombres que estaban trabajando en el muelle se detuvieron para mirarla, porque en raras ocasiones se había visto en aquel pueblo de frontera una joven de una belleza y una elegancia tan llamativas. Era mucho más alta que las mujeres aleutas o criollas y su cutis era mucho más blanco, pues era de esas rusas que tienen una marcada proporción de sangre alemana; en su caso, sajona, lo cual explicaba sus ojos azules y su bonito pelo rubio muy claro. Tenía una sonrisa cálida, pero también unos ademanes inconfundiblemente aristocráticos, de alguien que sabe mostrarse amable con los superiores y altanera con los inferiores; en general, daba la impresión de ser una mujer inteligente y segura de sí misma.

- Él es criollo, no le durará mucho una mujer como ésa -dijeron los cínicos, cuando se supo que la joven venía desde tan lejos para casarse con Arkady Voronov.

La boda con Arkady tuvo que esperar tres semanas, para que Praskovia tuviera tiempo de cumplir con la Iglesia; durante esos días, la muchacha comenzó a tener sus dudas sobre Nueva Arkangel, al comprobar el mal tiempo propio de esa región de Alaska. Desde Japón llegaba una corriente cálida, a través del Pacífico Norte, que se acercaba mucho a la costa y provocaba la formación de unas nubes densas y húmedas que se quedaban prendidas de las montañas, ocultando su visión durante días enteros. Al cabo de diecinueve días de lluvia ininterrumpida, Praskovia perdió la paciencia y escribió a su familia; como solían hacer las rusas cultas, usaba una gran cantidad de expresiones francesas para describir sus emociones:

Chéres Maman et Soeur:

Llevo ya diecinueve días en esta isla lluviosa y no he visto más que bruma, niebla, nubes y la naturaleza en el aspecto más sombrío que puede presentar a un ser humano. Todo el mundo me asegura que, en cuanto salga de nuevo el sol, podré contemplar una magnífica serie de montañas a nuestro alrededor, con un precioso volcán hacia el oeste.

Como estoy dispuesta a creer que no todos aquí han de ser unos mentirosos, supongo que las montañas existen realmente; pero es preciso aceptarlo como artículo de fe, porque rara vez se ofrecen a los ojos del visitante. Una encantadora dama, intentando animarme, me aseguró ayer. «Rara vez pasa un mes entero sin que, por lo menos un día, se aparten las nubes»; con esta esperanza me acostaré esta noche, rezando para que mañana sea ese único día de cada treinta.

La compañía de Arkady resulta aún más agradable de lo que creíamos en Moscú, y yo estoy contentísima. Hemos adquirido una casita de madera cerca del castillo y, con imaginación e inventiva, la transformaremos en nuestro palacio secreto, porque desde fuera no parecerá gran cosa.

No estoy segura de si circuló por Moscú la interesante información sobre el padre de Arkady, pero le han designado obispo de Irkutsk, con todas las probabilidades de convertirse, antes de que termine el año, en el metropolitano de todas las Rusias. Conque vosotras veréis al padre en vuestra ciudad mientras yo estoy viviendo con el hijo aquí, en la mía.

Y ahora, la noticia mejor de todas. han nombrado administrador adjunto a Arkady y le han encargado supervisar la cesión al administrador general definitivo del mando que ahora ostenta el interino, después de lo cual Arkady continuará como adjunto hasta que le llegue el momento de convertirse en jefe. Por ahora su madre vive con nosotros; es una mujer aleuta maravillosa, que no llega al metro y medio de estatura y lleva una especie de pendiente de marfil insertado en el borde del labio inferior. Sonríe como un ángel y no me permite hacer nada, pues me dice, hablando el ruso con gran corrección: «Pásalo bien con tu esposo ahora que sois jóvenes, que los años transcurren demasiado deprisa». Más adelante, en otra carta, os contaré qué le ocurrió a su matrimonio, aunque lo más seguro es que vosotras mismas os lo podéis imaginar.

Sofía Voronova, que prácticamente se había convertido en una viuda, al oír que su futura nuera se quejaba del clima de Sitka (prefería usar el nombre tlingit para su ciudad), temió que la aristocrática joven no resultara una buena esposa para su hijo, por lo que la observó atentamente mientras Praskovia se paseaba por la colonia. «Sabe lo que está haciendo. Y no tiene miedo», pensó al ver que Praskovia salía de las murallas para hablar con las tlingits del mercado. Pero esa anciana mujer aleuta había presenciado tantos acontecimientos dramáticos en la vida que, instintivamente, creía que Praskovia, que era muy bonita y provenía de una ciudad, acabaría creándole dificultades a su esposo; por eso esperaba la próxima boda con cierto temor.

Pero aquella brillante hija de la sociedad moscovita, como si hubiera adivinado las aprensiones de Sofía, fue a visitarla dos días antes de la ceremonia.

- Madre Voronova -le dijo-, ya sé que seguramente me encuentra extraña y no trataré de hacerla cambiar de idea. Pero también sé otra cosa: Arkady es un hombre excelente, y eso se debe a que quien le educó le enseñó buenos modales y la forma en que se debe tratar a una esposa. Como estoy segura de que fue usted, se lo agradezco. -Entonces Praskovia preguntó, ante la sorpresa de Sofía, que no había conocido en Sitka a otra rusa tan atrevida: ¿Cómo se llama esa cosa que lleva en el labio?

- Es un disco labial -respondió Sofía, admirando su franqueza.

- Muy bien, ahora dígame qué es un disco labial -preguntó con descaro su visitante.

La anciana se lo explicó, pero Praskovia no se quedó contenta.

- Supongo que ése tiene que ser muy especial. ¿Podría…? -no acabó de formular la petición.

Durante un largo momento Sofía la contempló, preguntándose: «Si se lo cuento, ¿lo comprenderá?» Finalmente, decidió que no importaba si la joven forastera lo comprendía o no; iba a convertirse en la esposa de Arkady, por lo que, cuanto más supiera de sus orígenes, mejor. En voz muy baja, comenzó a explicarle cómo era la vida en la isla de Lapak, cómo habían condenado a muerte a los suyos, y cómo su madre, su bisabuela y ella misma habían matado a la ballena:

- Una mujer de la aldea talló el disco con un hueso de la ballena que matamos y me lo dio cuando yo me fui de la isla. -Al comprobar que la historia estaba impresionando mucho a Praskovia, añadió-: Yo fui la única mujer de Lapak que consiguió escapar, y pienso llevar este disco labial hasta que muera, por amor a mi raza.

Praskovia se quedó mucho tiempo sentada en silencio, tapándose la cara con las manos, hasta que se levantó y salió sin pronunciar palabra; pero volvió al día siguiente y, con una risa alegre y juvenil, dijo a Sofía:

- En Rusia es costumbre que la novia se ponga algo que haya llevado su madre en su propia boda. Me gustaría poder llevar, solamente ese día, su disco labial.

Y las dos mujeres se abrazaron, convencidas de que nunca habría problemas entre ellas.

A partir de entonces, con la expresión «los Voronov», los habitantes de Nueva Arkangel se referían al joven administrador y a su atractiva esposa; casi se habían olvidado de los antiguos poseedores del nombre. Tampoco se mencionaba con mucha frecuencia a Baranov, y también Kyril Zhdanko desapareció de las conversaciones, en cuanto le sustituyó el administrador general definitivo enviado desde Rusia, un hombre que tenía un pequeño título nobiliario. Una nueva generación había accedido al poder y administraba lo que era ya una ciudad nueva; el último representante de la antigua estirpe desapareció con la muerte del estadounidense Tom Kane, el constructor de barcos, mientras que la llegada de un barco de vapor de San Francisco indicaba el comienzo de una nueva época en el mar.

Arkady Voronov, cuando llevaba poco tiempo encargándose de los asuntos de la Compañía, vio puestas a prueba sus dotes de mando: los tlingits de las islas del norte, bajo la dirección de un nuevo toyón, habían decidido que era un buen momento para intentar una vez más reconquistar la colina del Castillo, derribar la empalizada y devolver la colonia a sus primeros dueños. Lo planearon cuidadosamente, reunieron bastantes armas y, con el sigilo que les caracterizaba, comenzaron a infiltrarse en los territorios del sur, a un ritmo muy regular, de modo que pronto hubieron formado un ejército importante al este del pueblo, en los valles.

Como el heroico Kot-le-an había muerto, les encabezaba el viejo y experimentado guerrero Corazón de Cuervo, que contaba con el ferviente apoyo de su mujer, la implacable Kakina, y de su hijo de veinte años, que era conocido con el nombre de Orejas Grandes, porque le habían crecido de una manera espectacular. Los tres juntos constituían una potente unidad de combate; Kakina animaba a sus hombres a continuar y les proporcionaba comida y un lugar seguro cuando tenían que recuperarse de las heridas o planear el próximo ataque.

Corazón de Cuervo decidió apostar a sus mejores hombres cerca de las puertas de la empalizada, por donde tenían que entrar las mujeres tlingits con lo que llevaban al mercado. En el momento preciso, él, Orejas Grandes y otros seis hombres se abrirían paso por la fuerza a través del portón y lo arrancarían de sus goznes, lo que permitiría que un centenar de guerreros penetrara en la empalizada. Del éxito de la primera oleada dependería lo que ocurriese después, aunque todos, a fin de vencer a los rusos, estaban dispuestos a aceptar que al principio se produjeran grandes pérdidas.

A las seis de la mañana, los hombres que estaban escondidos entre las Píceas, al norte de la colina del Castillo, oyeron el toque de corneta matinal; a las ocho vieron que dos soldados rusos ordenaban a seis obreros aleutas que abrieran de par en par las puertas de mimbre. Entró una mujer tlingit, cargada con almejas. Llegó otra, con algas marinas. Cuando se adelantaba una tercera, que llevaba pescado, Corazón de Cuervo, su hijo y sus audaces compañeros se abalanzaron en el interior del recinto, mataron a un soldado ruso y obligaron a otro a escapar. Al cabo de unos minutos había comenzado la batalla por Nueva Arkangel, y los tlingits se habían adjudicado lo que en un principio parecía una victoria.

Pero Arkady Voronov, que llevaba el mando desde la colina, era uno de los jóvenes a los que no asusta tomar decisiones rápidas: en el momento en que vio desplomarse las puertas, se dio cuenta de la necesidad de acabar con la amenaza, por lo que, sin tener en cuenta las consecuencias que sufriría tanto su Propia gente como el enemigo, ordenó abrir fuego a sus cañoneros.

Dos balas de hierro cayeron con una potencia devastadora sobre la muchedumbre que luchaba frente a las puertas y mataron a quince de los atacantes tlingits y a siete criollos, cinco hombres y dos mujeres, que habían acudido allí para comerciar con los tlingits sometidos.

Corazón de Cuervo vio que algunos de sus mejores hombres caían bajo las balas de cañón; entró en cólera al principio, pero se dominó al comprender que iban a entrar en funcionamiento los nueve grandes cañones instalados en las murallas del castillo.

- ¡Poneos a cubierto! -gritó a sus hombres.

Los tlingits permanecieron tres horas en el interior de las murallas y refugiándose en casas y portales, acabaron con todo cuanto pudieron alcanzar sin ponerse al alcance de los cañonazos. Fue una guerra cruel que, de no ser porque Voronov decidió tomar medidas drásticas, podría haberse prolongado hasta el anochecer.

- Presentadles batalla -dijo a sus hombres, corriendo de un parapeto a otro-. No dejéis que huyan a través de las puertas. Pero retiraros a todo correr en cuanto oigáis el toque de corneta, porque voy a disparar los cañones.

Dicho esto, corrió colina arriba hasta las murallas del castillo y apuntó seis de los cañones hacia el centro del combate: un lugar cercano a las puertas, donde los rusos y los tlingits se confundían en una intrincada multitud.

- ¡Corneta! -gritó.

Los rusos abandonaron en seguida el lugar, todos menos un muchacho que tropezó y cayó entre los tlingits. Durante una fracción de segundo, Voronov pensó retrasar los disparos para dar al caído una posibilidad de escapar, pero finalmente, al ver a los tlingits arremolinados, gritó «¡Fuego!», y cayeron seis balas rebotadas sobre la confusa multitud, que mataron o dejaron lisiados a dos de cada tres tlingits.

El toque de corneta había alertado a Corazón de Cuervo, que se salvó de los disparos; pero, cuando corría hacia la muralla e intentaba dar un gran salto detrás de su hijo, Voronov ordenó a sus cañoneros que dispararan de nuevo: una bala enorme alcanzó al jefe tlingit en plena espalda, le rompió los huesos y le lanzó despedido contra la cerca que estaba a punto de escalar. Los postes le atravesaron la carne, los huesos y las destrozadas ropas, y durante un momento su cuerpo pendió lánguidamente, hasta que lo derribaron unos disparos de rifle que provenían de una casa cercana.

Así terminó el ataque de 1836 y, con él, las últimas esperanzas de los tlingits… durante aquella generación. Más de un tercio de los cuatrocientos sesenta y siete hombres de Corazón de Cuervo habían muerto dentro del recinto, incluido él. Las colinas verdes y cubiertas de píceas, que tan hermosas se veían bajo el sol o bajo la nieve, no volverían a ver a la raza tlingit.

Kakina, ahora viuda, condujo a su hijo hasta un nuevo refugio en una isla más apartada que Chichagof; una vez allí, el muchacho no olvidó aquella jornada y planeó dirigir una expedición de venganza, porque ningún tlingit como Kot-le-an o Corazón de Cuervo hubieran aceptado nunca la derrota. Y Orejas Grandes, que cavilaba tristemente en su isla, era un buen tlingit como ellos.

Sofía Voronova, la madre del joven comandante, contempló la batalla desde el castillo; al principio se sintió orgullosa por el valiente comportamiento de su hijo, pero cuando los enormes cañones, con la victoria asegurada, continuaron bombardeando casas que estaban bastante apartadas de las murallas «para dar una lección a los tlingits», comprendió que se trataba de una matanza de los pacíficos indios que habían decidido vivir al lado de los rusos.

- ¡Basta' -exclamó, corriendo hacia los artilleros.

Su hijo y Praskovia se quedaron atónitos al oír los lamentos de Sofía, tan distintos a los gritos que ellos proferían en aquel momento de victoria. Apartaron la vista de las últimas salvas del bombardeo para volverse hacia ella, asombrados, y vieron que la mujer les miraba como si lo hiciera por primera vez. En aquel momento se elevó entre ellos una barrera tan alta como el monte Denali.

Tan pronto como callaron los cañones, Sofía volvió la espalda a su hijo y descendió la escalera para ocuparse de los heridos, de dentro y fuera de la empalizada; ayudó a los que habían perdido un brazo, un amigo o un hijo y entonces descubrió que no se identificaba con los rusos vencedores sino con los derrotados tlingits, como si supiera que eran éstos y no aquéllos quienes merecían su ayuda.

Los tlingits la convencieron de que el ataque de Corazón de Cuervo les había tomado por sorpresa, igual que a los rusos, y Sofía sintió una repentina tristeza por ese pueblo transtornado, que había renunciado a una vida de completa libertad por establecerse en una comunidad instalada al margen de lo que su marido llamaba la «civilización cristiana», con el único resultado de que les había atrapado una guerra en la que, sin tener arte ni parte, habían sido las víctimas principales. Recordó otras injusticias cometidas en su niñez y llegó a la conclusión de que era inevitable que ocurrieran ese tipo de cosas cuando chocaban modelos de vida diferentes; siguió yendo y viniendo entre los tlingits de fuera de las puertas y los rusos del interior, asegurando a unos y a otros que la vida podía continuar como en el pasado y que nadie tenía la culpa.

Convenció a pocas personas: su hijo le comentó que los rusos podían verse obligados a expulsar a todos los tlingits; los que vivían al otro lado de las puertas no le hicieron caso y la amenazaron con abandonar Nueva Arkangel Y unirse a los rebeldes para emprender otro ataque. Como Sofía se negó a aceptar su desilusión, recordó que en Kodiak había desempeñado un papel indispensable en el acercamiento entre rusos y aleutas e insistió en sus esfuerzos para reunir a los dos obstinados grupos en un conjunto coherente) hasta que poco a poco se impuso su visión del futuro.

- Di a los de fuera -le pidió su hijo, una mañana- que no deseamos que se vayan. Diles que mañana, cuando se abran las puertas, podrán traer sus mercancías, como siempre.

- Los necesitáis, ¿verdad? -sugirió Sofía.

- Sí -reconoció su hijo-, y ellos a nosotros.

Esa misma tarde Sofía fue en busca de los tlingits, que seguían mostrándose recelosos.

- Mañana se abrirán las puertas. Tenéis que traer comida y pescado, como siempre.

- ¿Podemos confiar en ellos? -preguntó un hombre que había Perdido a un hijo en el combate.

- Es preciso -contestó Sofía.

Más tranquilos, se agruparon a su alrededor para interrogarla amablemente.

- ¿Eras aleuta antes de que los rusos llegaran a tu isla? -preguntó uno.

- Continúo siéndolo -Sofía se rió, llenando de alegría el atardecer.

- Pero en esos tiempos ¿no formabas parte de su Iglesia?

Ella respondió que no.

- Pero ahora estás con ellos, ¿no? -preguntó una mujer curiosa.

Sofía les explicó que había estado casada con el hombre alto y barbudo que predicaba en la catedral.

- ¿Tu nueva religión es…? -quisieron saber entonces varios de ellos, pero no supieron cómo terminar la pregunta.

- ¿Hay un dios, como ellos dicen? -soltó por fin un hombre.

Esa noche Sofía pasó largo rato con los tlingits, hablándoles de la belleza que había encontrado en el cristianismo, de su mensaje de amor, que se dirigía también a los niños, del papel benéfico desempeñado por la Virgen Santa y de la promesa divina sobre la vida eterna. Les hablaba con un convencimiento tan natural que por primera vez, en aquellos momentos de desgracia, algunos tlingits consideraron que había una religión más benévola y digna de respeto que aquélla a la que ellos habían pertenecido hasta entonces. Sofía les describió el cristianismo con gran poder de persuasión, pues aunque hacia el final de su vida esa religión la había tratado mal y le había arrebatado al marido, quedaba todavía el esplendor de los años intermedios, que parecían tener más importancia.

Sin embargo, si bien contribuyó a que los desorientados tlingits encontraran un equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, ella misma no consiguió alcanzarlo. Por la noche, en la oscuridad de su habitación, sentía una intensa nostalgia por el pueblo al que había pertenecido durante su niñez. A veces su mente divagaba y creía estar otra vez en la isla de Lapak o en el kayak, con su madre y su bisabuela, cazando a la ballena; su añoranza del pasado se volvió constante, por lo que una mañana atravesó las puertas de la empalizada para hablar con dos tlingits que había conocido durante los días que siguieron a la batalla.

- ¿Podríais llevarme a los baños termales? -preguntó, señalando hacia el sur, hacia aquel agradable lugar donde habían estado tantas veces su marido y ella, acompañados por Baranov y Zhdanko, para descansar y recuperar fuerzas.

- Ya te llevarán los rusos -protestaron los hombres, que temían que un comportamiento desacostumbrado por su parte fuera interpretado como una nueva agresión.

- No, quiero ir con los míos -Sofía descartó así sus temores.

Con estas palabras, tomó la última decisión importante de su vida. Ella no era rusa, no formaba parte de su sociedad; era lo que había sido siempre: una muchacha aleuta muy valiente, una indígena como los tlingits, pariente de los jefes Kot-le-an y Corazón de Cuervo. En su visita al manantial que había pertenecido a los indios desde hacía mil años, quería que la acompañaran los valerosos tlingits de las islas cercanas a la costa.

- Cuando nos hayamos marchado -ordenó a algunas mujeres, con la intención de proteger a los hombres que la llevarían al sur-, id hacia las puertas, preguntad por Voronov y decidle: «Tu madre se ha ido al manantial. Está bien y volverá al anochecer; y si no, por la mañana».

Seguidamente, se puso en camino hacia una de las regiones más bellas de Sitka. Se abrieron paso entre la gran cantidad de islas, dejando al oeste el gran volcán, y atravesaron difíciles estrechos, con las montañas al este, protegiéndoles, y con el tranquilo océano Pacífico sonriéndoles, al otro lado de los islotes. Aquel día, la travesía resultó tan bonita como la primera vez que había ido a los baños con su marido y con Baranov, y Sofía se sorprendió pensando: «Ojalá no acabara nunca». Después sintió un deseo más inquietante. «Cuando lleguemos, me gustaría que Vasili, Baranov y Zhdanko me estuvieran esperando». Sumida en tales pensamientos, agachó la cabeza, sin prestar atención al círculo de montañas que le daban la bienvenida.

- No me quedaré mucho tiempo -aseguró a los dos tlingits, cuando la dejaron en la playa; y añadió, esperanzada-: Estoy muy cansada, ¿saben?; tal vez las aguas termales me ayuden.

Subió lentamente la suave cuesta hasta el lugar donde surgían de la tierra las aguas sulfurosas y calientes; al entrar en la baja construcción de madera que había levantado el infatigable Baranov, se quitó la ropa y se sumergió con impaciencia en el agua tranquilizadora; al principio la encontró demasiado caliente, pero al cabo de un rato se acostumbró a la elevada temperatura y disfrutó del alivio que le procuraba.

Después de permanecer durante algún tiempo tendida, con el agua hasta el cuello, de modo que sentía tan cerca como era posible los terapéuticos efluvios del manantial, entró en un mundo onírico en el que sonó una voz fantasmal que susurraba su verdadero nombre:

- ¡Cidaq!

Abrió los ojos, asombrada, y miró a su alrededor, pero no había nadie más en el baño; se adormeció otra vez, y de nuevo llegó la misteriosa voz desde el techo abovedado:

- ¡Cidaq!

Entonces se despertó y se echó agua a la cara; se rió entre dientes, recordando el día en que Baranov y su marido la habían llevado a la choza levantada bajo el árbol grande de Puerto Tres Santos, a fin de convencerla de que el astuto chamán Lunasaq conseguía hacer hablar a su momia por medio de ventriloquía. «Era un truco, Sofía -le había explicado el regordete Baranov-. Yo no sé hacerlo muy bien, porque no tengo práctica. Pero mírame los labios»; y ella se había quedado atónita al ver cómo Baranov mantenía los labios casi cerrados aunque seguían brotando las palabras, que parecían surgir de una raíz que él no dejaba de golpear con un palo.

¡Cómo se habían reído ese día!; los dos hombres intentaron no burlarse de Sofía por haber creído en los espíritus, y a ella le produjo una gran alegría entrar en la hermandad de su nueva religión. Ahora se reía también, al pensar en lo equivocada que estaba. Al cabo de un rato, hundida casi hasta la boca en el agua caliente, volvió a divagar; deseosa de conversar otra vez con la anciana de Lapak, comenzó a hablar, como en una alucinación hipnótica, ahora con sus propias palabras, ahora con las de la momia:

- ¿Te has enterado de que me han quitado al marido?

- ¿El joven Voronov?

- Ya no es tan joven. Es el metropolitano de todas las Rusias, nada menos -añadió con orgullo.

- Pero se ha ido. Y Lunasaq se ha ido. Aunque tú has vivido bien en Kodiak y en Sitka, ¿verdad? -la momia no empleó los modernos nombres rusos, sino los antiguos.

- Sí, pero al principio no era feliz, porque pensaba que os había perdido a ti y a Lunasaq.

- ¿Tiene eso alguna importancia? ¿No crees que también él y yo estuvimos tristes, al haberte perdido durante un tiempo?

- Mi nueva religión no me hace sentir desgraciada.

- ¿Y quién ha dicho que te sientas así?

- Acabas de decir que estuvisteis tristes por haberme perdido.

- Al perderte como amiga. ¿Qué más da cómo reces? Lo que importaba de verdad hace muchísimo tiempo, y lo que nunca dejará de tener importancia… -la voz de la anciana se extendió por toda la bóveda-: es vivir en esta tierra como una recién casada con su esposo. Reconocer a las ballenas como hermanas. Alegrarse al ver retozar una nutria marina con su cría. Encontrar un refugio para las tormentas y un lugar donde disfrutar del sol. Y tratar a los niños con respeto y cariño, pues con el pasar de los años se convierten en nosotros mismos.

- He tratado de hacer todo eso -dijo Cidaq.

- Lo has intentado, niña -aceptó la vieja, igual que lo intenté yo, y también tu bisabuela. Y ahora estás muy cansada de tanto intentarlo, ¿no es cierto?

- Sí -confesó Cidaq.

- ¿Tiene eso alguna importancia? -preguntó dulcemente la anciana, antes de desaparecer.

En el silencio que siguió, Cidaq se tendió, dejando que el agua saliera cada vez más caliente y sulfurosa, clavó la vista en el techo y pensó: «La religión de la momia tiene que ver con la tierra, el mar y las tormentas, y es necesaria para vivir bien. La religión de Voronov hablaba de los cielos, las estrellas y las luces del norte, y también es necesaria».

Las paredes del baño se cubrieron con imágenes de sus dos vidas: el gran maremoto que había echado por tierra la iglesia de Vasili aunque había dejado en pie la solitaria pícea del chamán; las sombras que cubrían el crucifijo de Vasili al atardecer; la primera ballena que había aterrorizado a las mujeres al pasar por su lado y que aun ahora le parecía enorme; el grupo de niños que había quedado a su cargo después del maremoto; Baranov, con la peluca torcida; la alegría con la que había llegado Praskovia Kostilevskaya, de una noble familia moscovita, para casarse con Arkady en la lejana Nueva Arkangel, y, por encima de todo, el majestuoso volcán blanco, irguiendo en el crepúsculo su perfecta forma cónica.

Comprendió que había sido un privilegio pertenecer por igual a los dos mundos; además, aunque al rechazar las costumbres rusas los había perdido a ambos, conservaba lo mejor de cada uno, por lo que estaba agradecida. El calor iba en aumento y las imágenes se convirtieron en un calidoscopio de los años transcurridos entre 1775 y 1837; la voz había dejado de oírse, porque su última pregunta lo resumía todo: «¿Tiene eso alguna importancia?».

- ¡Sí que importa! -decidió Cidaq-. Importa muchísimo. Pero no hay que tomarlo demasiado en serio.

- ¿Le habrá ocurrido algo a la vieja? -comentó uno de los remeros tlingits, cuando llevaban más de dos horas esperándola en la playa.

Insistió para que su compañero subiera con él la colina, para poder explicar la verdad si es que algo había ido mal. Cuando llegaron a los baños encontraron a Sofía flotando boca abajo en la superficie del agua.

- Ya sabía yo que esto nos traería problemas -comenzó a quejarse el más precavido.

La envolvieron en sus vestidos, la llevaron cuesta abajo, la cargaron en el centro de la canoa y comenzaron a remar para volver a casa. Al acercarse al embarcadero, al pie del castillo, hicieron señales con los remos; las personas que estaban en tierra vieron a los dos hombres a proa y a popa y a la antigua esposa del sacerdote erguida en el asiento del centro, pero se dieron cuenta de que estaba muerta en cuanto la canoa se acercó a la playa.

- ¡Voronov! -gritaron entonces algunos hombres, echando a correr hacia el castillo.

En los años posteriores a la muerte de Sofía Voronova, la próspera ciudad de Nueva Arkangel descubrió, al igual que tantos otros pueblos en el pasado, que su destino dependía de acontecimientos ocurridos en lugares muy lejanos y que escapaban a su control. En 1848 se descubrió oro en California; en 1853 estalló la guerra de Crimea, que enfrentó a Turquía, Francia e Inglaterra, por un lado, con Rusia, por el otro, y en 1861 se inició en los Estados Unidos una atroz guerra civil entre el Norte y el Sur.

El oro de California atrajo la atención de personas de todas partes, hizo que se reuniera una variopinta multitud en San Francisco y transtornó las alianzas políticas existentes en todo el Pacífico oriental. En Nueva Arkangel tuvo consecuencias totalmente inesperadas porque el administrador general envió a su asistente a Hawai y California, en un viaje de reconocimiento, para averiguar cómo afectaría a los intereses de Rusia la afluencia de estadounidenses hacia el oeste. Arkady dejó a sus hijos al cuidado de dos niñeras aleutas y rogó a su mujer que le acompañara; en Honolulú, bajo las palmeras, oyeron por primera vez un rumor que les sorprendió. Un capitán inglés, recién llegado de un viaje a Singapur, Australia y Tahití, preguntó al desgaire, como si todos los rusos estuvieran enterados del asunto:

- Dígame, ¿qué hará un hombre como usted si se llega a pactar?

- ¿De qué pacto habla? -preguntó Voronov, a quien interesaba cualquier insinuación de que las negociaciones entre Gran Bretaña y Rusia pudieran obtener algún resultado.

- Me refiero a si Rusia da luz verde y decide vender Alaska a los yanquis.

Arkady se inclinó hacia atrás, sorprendido, y miró consternado a su mujer.

- ¡Pero si no hemos oído hablar de esa venta!

- Nosotros sí, más de una vez, cuando llegábamos a puerto -dijo el inglés.

- ¿Eran ingleses quienes hablaban? -preguntó atinadamente Voronov.

- No había nada en firme, ¿sabe?; pero los que hablaban del tema eran de distintos países.

- ¿Alguno era ruso? -insistió Voronov.

- Claro que sí -respondió el hombre sin rodeos-. Generalmente eran los rusos quienes sacaban el asunto a colación.

- No es mi intención presumir -dijo serenamente Voronov, reclinándose-, pero desde hace varios años soy administrador adjunto en Nueva Arkangel. Mi padre era una autoridad en las islas antes de que le ascendieran, y le puedo asegurar que ninguno de nosotros tiene intención de ceder un territorio que se está convirtiendo en una joya de la corona rusa.

- Dicen que Sitka es un lugar precioso -comentó rápidamente el inglés.

En Honolulú nadie volvió a mencionar una posible venta de las colonias rusas en América; después de lograr un acuerdo para que se enviara regularmente a Nueva Arkangel fruta y carne de Hawai, los Voronov se trasladaron a San Francisco, y cuando llevaban tres noches anclados en la magnífica bahía abierta detrás de los promontorios, un capitán ruso se hizo llevar a remo hasta el barco de Arkady y, tras un intercambio de saludos, le pidió detalles sobre una eventual venta de Alaska a los Estados Unidos.

- -No hay nada de eso -aseguró Voronov al hombre, que se mostraba preocupado; pero en seguida rectificó-: Al menos en Alaska, y creo que nosotros seríamos los primeros en enterarnos.

No se volvió a hablar del asunto. Al día siguiente, Voronov desembarcó para visitar por su cuenta la floreciente ciudad y, mientras sudaba por el calor en una taberna del puerto donde se reunían los marineros, oyó decir a uno de los taberneros:

- Lo que se necesita en este sitio es que alguien nos traiga hielo de las montañas.

- No se forma hielo aprovechable -explicó uno que tenía experiencia en las tierras altas-. Nieva, sí, pero hielo no se forma.

- Pues debería formarse -replicó el sudoroso tabernero. Y las palabras que añadió tuvieron como consecuencia un incremento del prestigio de Voronov en la colonia rusa-: Alguien tendría que traer hielo desde el norte.

Esa noche, de nuevo en el barco, Arkady dijo a su esposa:

- Esta tarde he oído una idea extrañísima.

- ¿Que vamos a vender realmente Alaska?

- No, eso es asunto acabado. Pero en la taberna hacía mucho calor y estábamos sudando, y un hombre dijo: «Alguien tendría que traer hielo hasta aquí».

Praskovia, que se abanicaba con una palma traída de Honolulú, miró detenidamente a su marido durante un momento y exclamó entusiasmada:

- ¡Se podría hacer, Arkady! Tenemos barcos, y ¡bien sabe Dios si tenemos hielo!

A principios de octubre, tan pronto volvieron a Nueva Arkangel, fueron en seguida a un gran lago que había en el interior de las murallas y, después de bastantes preguntas, se enteraron de que a fines de noviembre se formaba una capa muy gruesa de hielo, que duraba hasta bien entrado marzo.

- ¿Hasta qué altura del verano se mantendría congelado, si estuviera bien protegido? -preguntó Arkady a los hombres que le asesoraban.

- Mire. -Y Voronov vio que en las montañas que rodeaban el estrecho, en cuevas a las que no daba el sol e incluso en barrancos en los cuales habían quedado montones aprisionados, había grandes cantidades de nieve, la cual se había mantenido a lo largo de un verano caluroso-. Bien envuelto para que no le toque el aire y guardado en un granero donde no llegue el sol, aquí conservamos el hielo hasta julio.

- ¿Se podría hacer lo mismo en un barco?

- Mejor aún. Sería más fácil protegerlo del viento y el sol.

Voronov pasó tres días discutiendo apasionadamente su insensato proyecto con todos los expertos que pudo encontrar; el cuarto día ordenó al capitán de un barco que se dirigía a San Francisco:

- Dígales que este año, el 15 de diciembre, les enviaré un barco cargado con el mejor hielo que habrán visto nunca. Busque un comprador.

Aquel año llegó pronto el frío, y cuando se formó una gruesa capa de hielo sobre el lago, Voronov y unos hábiles obreros aleutas inventaron un sistema para cortar rectángulos perfectos de hielo, de cantos rectos, que medían ciento veinte centímetros de largo por sesenta de ancho y tenían un grosor de veinte centímetros. Lo que hicieron fue construir un formón tirado por caballos: no cortaba directamente, sino que constaba de una reja en el lado izquierdo que servía solamente para trazar hileras rectas, y de una afilada punta metálica en el derecho, que tallaba una larga línea continua en el hielo. Hecho esto, se le daba la vuelta al formón, de modo que el marcador pasara de nuevo sobre la línea ya grabada, mientras que la punta metálica hacía un corte paralelo a una distancia de sesenta centímetros del primero. Luego se colocaba el artefacto de manera que pudiera cortar el hielo a través de las dos líneas marcadas, con lo cual se conseguía perfilar el rectángulo.

Hecho esto, avanzaban en pareja a lo largo de los rectángulos algunos hombres cargados con grandes troncos de pícea, los dejaban caer pesadamente sobre el hielo y desprendían unos bonitos bloques de color verde azulado, que llevaban a toda prisa al puerto para almacenarlos en el barco que aguardaba. Después de llenar la bodega, sin dejar ninguna abertura por la que pudiera entrar el aire y alcanzar los apretados bloques, se cubría el hielo con gruesas esteras y se colocaban encima ramas de pícea: así se formaban huecos en donde quedaría atrapado el aire que se filtrara desde cubierta. De este modo, por apenas treinta y dos dólares la tonelada, se enviaba a San Francisco el impecable hielo de Nueva Arkangel.

Tres semanas antes de la fecha prevista, el primer cargamento de hielo enviado Por Voronov zarpó hacia el sur, donde se vendió al asombroso precio de setenta y cinco dólares por tonelada. Arkady acababa de poner en marcha un negocio que, cuando menos durante los meses más fríos, prometía resultar más lucrativo que el de las pieles. Con los beneficios obtenidos, el joven y activo administrador adjunto puso en marcha una política de construcciones gracias a la cual Nueva Arkangel se convirtió, con diferencia, en la ciudad más importante del Pacífico Norte. Reforzó la empalizada, reformó la catedral de su padre, introdujo mejoras en la asistencia a los barcos en el puerto y levantó un aluvión de edificios nuevos: almacenes, un observatorio astronómico, otra biblioteca, una iglesia luterana con órgano incluido y, en el piso superior del castillo, que se había ampliado bastante, un teatro donde podían representar comedias o dar conciertos de canto y orquesta las tripulaciones de los barcos que hacían escala en el puerto.

En la época en que se terminaron las obras, Nueva Arkangel había alcanzado una población de casi dos mil personas, sin contar los novecientos tlingits que seguían viviendo apiñados fuera de las murallas; tal como comentó Voronov durante una cena ofrecida en el castillo a los prohombres locales:

- Sería ridículo que alguien hablara de vender este sitio a nadie.

Pero en 1856 la guerra de Crimea se convirtió en una gran carga para la economía rusa y amenazó gravemente su seguridad en Europa, por lo que las más altas instancias del gobierno consideraron seriamente la conveniencia de que el imperio se deshiciera de sus posesiones orientales. Si bien en Nueva Arkangel, Arkady Voronov podía esgrimir razones muy sólidas que aconsejaban conservar unos territorios con tantas posibilidades como Kodiak y Nueva Arkangel, en San Petersburgo estaba el antiguo azote de Baranov, Vladimir Ermelov, convertido en almirante de encumbrado y poco merecido prestigio, quien, en documentos oficiales sobre la cuestión, contradecía ásperamente los razonamientos de Arkady:

Aunque nuestra actual situación en Crimea no fuera tan peligrosa, y aun si fueran más estables y previsibles las circunstancias en América del Norte, sería aconsejable que Su Majestad Imperial se deshiciera de la pesadilla que suponen nuestros territorios orientales. Si fuera posible, habría que vender todo el territorio llamado Alaska en la vulgar lengua vernácula, o malvenderlo en caso necesario. Cuatro hechos básicos obligan a tomar esta solución práctica.

En primer lugar, Alaska está a una distancia increíble de la verdadera Rusia; se tardan meses desde Ojotsk, y varias semanas llenas de peligro, desde Petropávlovsk. Es imposible comunicarse por tierra, incluso desde una a otra región de Alaska, y es arriesgado, caro y lento hacerlo por barco. Si se envía un mensajero desde San Petersburgo a un lugar como Nueva Arkangel, puede transcurrir un año antes de que vuelva con la respuesta, sin que haya ninguna posibilidad de acelerar el proceso.

En segundo lugar. al acabarse el tráfico de pieles de nutria, dada la práctica extinción de estos animales, no hay modo Posible de obtener beneficios económicos en Alaska. El único recurso natural son los árboles, pero los de la cercana Finlandia son mucho mejores. Alaska no dispone de reservas de metales, actualmente no se lleva a cabo ningún tipo de comercio y los nativos no están capacitados para fabricar nada con lo que se pueda comerciar en el futuro. Será siempre una posesión deficitaria, por lo que deshacerse de ella permitiría ahorrar dinero.

En tercer lugar: Amérika del Norte pasa por una situación caótica. El futuro de los Estados Unidos, así como el de los territorios canadienses, es precario, y cabe esperar que México lleve a cabo algún tipo de acción bélica para recuperar los territorios que le robaron. En cuanto a nosotros, permanecer en Alaska significa que nos encontraremos, con toda seguridad, con dificultades en varios frentes.

En cuarto lugar (he dejado para el final el motivo más importante): aun cuando los Estados Unidos muestran indicios de disgregarse, sus ciudadanos también parecen muy decididos a apoderarse de todo el norte de América, desde el Polo Norte hasta Panamá, y si nosotros nos quedamos con las posesiones de esa zona que los estadounidenses han escogido para ellos, tarde o temprano entraremos en conflicto con esta floreciente potencia. Aunque los Estados Unidos aún no se han percatado de ello, sus súbditos más previsores han empezado a soñar con Alaska, y ese deseo se extenderá los próximos años.

Aconsejo encarecidamente que Rusia se deshaga lo más pronto posible de esas condenadas colonias.

Es posible que una copia del informe llegara clandestinamente a manos del presidente James Buchanan, que había sido secretario de Estado y había actuado como embajador en Rusia en 1831, época en la que adquirió un sincero afecto por ese país. De cualquier modo, al acercarse a su fin la guerra de Crimea, varias autoridades estadounidenses se enteraron de que Rusia estudiaba la posibilidad de vender Alaska a los Estados Unidos.

En aquella época la historia mundial vivió una interesante evolución, a la que se llegó prácticamente por casualidad. En los montañosos campos de batalla de Crimea luchaban los soldados de varias naciones europeas, aliadas contra Rusia, que les plantaba cara sin ayuda. Rusia perdía una y otra batalla, pues sus enemigos eran más numerosos y estaban mejor dirigidos, pero contaba con un fiel partidario y aliado en los centros de la opinión pública mundial: los Estados Unidos. En todos los momentos críticos, los estadounidenses tomaron abiertamente el partido de Rusia, aunque nunca explicaron sus motivos. intentaron evitar que se formara una coalición todavía más poderosa contra el zar. Enviaron varias cartas el las que declaraban su apoyo moral y no hicieron nada que comprometiera a Rusia en relación con la posible venta de Alaska. De todas las naciones que intervinieron directa o indirectamente en la guerra de Crimea, las dos que formaron una alianza más estrecha fueron Rusia y los Estados Unidos.

Por lo tanto, no resultaba extraño que, después de la guerra, los rusos partidarios de ceder lo que juzgaban una carga excesiva consideraran favorablemente a los Estados Unidos y, en la época en que se estudió seriamente la posibilidad de una venta, en Rusia nadie criticó a los Estados Unidos como posible comprador; si la situación hubiera sido normal, es bastante probable que el presidente Buchanan hubiera efectuado la compra entre 1857, año en que comenzó su mandato, y 1861, año en que terminó el mismo y se inició la guerra de secesión.

Aquella guerra atroz, que afectó a un territorio muy grande y tuvo unos efectos devastadores porque se interrumpió el comercio y se perdieron muchas vidas, impidió llevar a cabo ninguna empresa en el extranjero, como era la adquisición de una región desconocida del mundo. La guerra se prolongaba; no había dinero disponible para nada más, y durante un turbulento período de dos años pareció que la Unión acabaría destrozada sin que quedara nadie con autoridad para negociar la compra con Rusia.

Pero entonces se dio otro momento de aquella extraña evolución a la que nos referíamos: cuando el destino de la Unión parecía más precario que nunca y varias naciones europeas se mostraban ansiosas por lanzarse sobre sus restos, Rusia envió su flota a aguas americanas, con la promesa implícita de colaborar en la defensa del Norte contra cualquier incursión de las potencias europeas, especialmente de Gran Bretaña y Francia. Una escuadra rusa entró en el puerto de Nueva York, y otra, en San Francisco; aguardaron allí, en silencio, sin hacer ninguna ostentación de su presencia, esperando ancladas, simplemente. Para el Norte, en 1863, estos buques significaron lo mismo que habían significado para los rusos en 1856 las cartas de apoyo de los estadounidenses; no se trataba de una colaboración militar efectiva, sino de algo que quizá tenía el mismo valor: la seguridad de no estar solo en los días funestos.

En la primavera de 1865, al terminar la guerra, las dos naciones que se habían apoyado mutuamente en esos momentos de crisis estaban dispuestas a efectuar la transacción discutida durante tantos años, y es significativo que cada una creyera estar haciendo un favor a la otra. Los Estados Unidos pensaban que Rusia buscaba comprador porque necesitaba vender; Rusia tenía la impresión de que en Washington todo el mundo ansiaba apoderarse de Alaska. ¡Qué equivocados estaban los dos aliados!

Durante la guerra de secesión estadounidense y la guerra de Crimea, Arkady Voronov, ya un hombre maduro, y Praskovia, su elegante esposa, continuaron viviendo y trabajando en Nueva Arkangel como si el futuro de esa región de Rusia estuviera grabado en mármol. Restauraron el castillo Y se instalaron en una de las alas nuevas; intensificaron el comercio con países del Pacífico central y occidental, como Hawai y China, e introdujeron mejoras en prácticamente todos los aspectos de la vida colonial.

Había sido idea de Praskovia enviar a estudiar a San Petersburgo a los jóvenes criollos con más posibilidades, y ya habían empezado a regresar algunos, convertidos en médicos, maestros o funcionarios. Inspirándose en las obras de su piadoso suegro, Praskovia solicitó a los monasterios de toda Rusia que cedieran los valiosos iconos, estatuas y brocados que ahora adornaban la catedral y la convertían en una de las más ricas, desde el punto de vista artístico, al este de Moscú.

San Petersburgo, como si pretendiera aumentar el atractivo de Alaska, envió como gobernador a un gallardo joven, el príncipe Dmitri Maksutov, CUYO título se remontaba a los tiempos en que invadieron Rusia los tártaros del Asia central, a quienes los rusos deben las facciones asiáticas que les diferencian de otros europeos. Era un hombre apuesto y de talento, que cuando pertenecía al ejército del zar se había casado con una atractiva mujer cuyo padre enseñaba matemáticas en la Academia de Marina. Esta elegante señora había muerto prematuramente después de darle tres hijos, de modo que el príncipe llegó a Alaska con su encantadora segunda esposa, una joven llamada María, que conocía bien la situación de Alaska porque era la hija del gobernador general de Irkutsk. Se reveló como una princesa perfecta para aquel puesto fronterizo, como una mujer amable que se interesaba por todo, y formó una corte en la que permitió participar a sus convecinos.

El primer día que pasaron en la nueva casa, el príncipe Dmitri explicó sus proyectos a María:

- Pasaremos aquí diez o quince años. Convertiremos este lugar en una auténtica capital. Después volveremos a San Petersburgo, para recibir otro título y un ascenso importante.

Cuando llevaban muy poco tiempo instalados, el matrimonio comprendió que, para alcanzar lo que ambicionaban, tenían que contar con un colaborador local de confianza; no tardaron mucho en localizar a la persona más capacitada para prestarles este apoyo.

- Ese tal Voronov -dijo el príncipe a su esposa-, es excepcional.

- ¿No es criollo?

- Sí, pero a su padre lo escogió el zar Nicolás en persona para nombrarlo arzobispo metropolitano.

- Y la madre? ¿No era nativa?

- Una santa, según dicen. Tienes que averiguar cosas sobre ella.

Todas las personas a quienes interrogó la princesa dijeron que Sofía Voronova había sido una auténtica santa, y la joven se convirtió en la más ferviente partidaria de Arkady. Ella misma invitó a su casa a los Voronov y charló con Praskovia mientras los maridos iniciaban una importante conversación. Hablaron ante una mesa cubierta de mapas, y ya los primeros comentarios del príncipe demostraron que estaba decidido a dar a las líneas de los mapas una realidad que hasta entonces no tenían.

- Voronov, cada vez que oigo la expresión que usted ha empleado en los últimos informes, siento incluso malestar físico.

- ¿Qué expresión, Excelencia? -preguntó Voronov, con desarmante naturalidad, porque su edad y su intachable reputación le permitían mantener el aplomo ante el nuevo comandante.

- «La isla imperial de Rusia en el oriente».

- Le pido disculpas, pero creo que no comprendo sus objeciones. ¡Una isla, una isla! Si en San Petersburgo nos toman por un grupo de islas, no nos darán importancia. Sin embargo, Alaska -señaló con un gesto de la mano hacia el continente desconocido- es un vasto territorio, quizá tan extenso como toda Siberia. -Dio una fuerte palmada sobre uno de los mapas y dijo-: Voronov, quiero que usted explore este territorio, para informar a San Petersburgo de lo que poseemos realmente.

- Excelencia, ya he estado donde señala -repuso Voronov, que apartó del mapa la mano del príncipe e indicó la inhóspita región en la que, en el futuro, se alzaría la capital de Juneau-. Es igual que Nueva Arkangel: una costa escarpada y, más allá, nada más que montañas, adentrándose en lo que debe de ser el Canadá.

- Aquí se levantó una ciudad bastante buena -Maksutov señaló con impaciencia el lugar donde se alzaba el castillo-. ¿Por qué no se puede hacer lo mismo allá?

- Detrás de nuestra ciudad, Excelencia, se extiende una bella zona de bosques Voronov mostró la diferencia con su delgado índice-, Pero aquel territorio no es más que una vasta extensión de hielo, una región eternamente congelada, de la que surgen continuamente glaciares que fluyen hasta el mar.

El príncipe Maksutov sintió Por un momento, en la comodidad de su castillo, la dureza de la región que le correspondía gobernar, pues, aunque en algunos libros ingleses y alemanes había contemplado grabados que mostraban la fuerza destructiva de los glaciares, nunca había sospechado que hubiera ninguno tan enorme a ciento cincuenta kilómetros del lugar donde estaba sentado. En cualquier caso, saberlo no le hizo cambiar de idea, ya que no era su dignidad de príncipe lo que le había permitido avanzar en la carrera política, sino su tozudez. Renunciando a su proyecto de erigir una ciudad nueva en el continente, apartó audazmente la mano para señalar hacia el norte, donde algún entusiasta cartógrafo ruso (basándose en datos parciales contenidos en los documentos que enviaban a San Petersburgo capitanes de barco, comerciantes de pieles y misioneros) había trazado lo que pensaba que podía ser el curso del gran y misterioso río Yukón. El príncipe y Voronov observaron la impresionante extensión de ciento cincuenta kilómetros de costa donde el Yukón se convertía en una maraña de bocas, algunas de las cuales no llegaban a alcanzar el mar. A cualquier viajero sin experiencia le sería imposible localizar la ruta correcta, tanto desde el río como desde el mar, y enviar a alguien, por muy inteligente o atrevido que fuera, a esa peligrosa espesura de ríos, estrechos y pantanos, significaba condenarlo a debatirse por la región cuando menos durante un año; pero Maksutov era un hombre obstinado.

- Voronov, quiero que remonte el Yukón. Esboce mapas. Hable con los habitantes, si los hay. Explíquenos qué tenemos por allí.

Arkady, que había heredado de sus antepasados ortodoxos el valor y un sentido de la responsabilidad ante los deberes de su cargo, respondió a su superior:

- Comprendo que necesita saber qué pasa por aquí -extendió la mano y señaló en el mapa una amplia región helada-, pero no sé si habría que adentrarse desde la desembocadura del Yukón. Mejor dicho, desde sus bocas.

- ¿De qué otro modo, pues? -preguntó Maksutov.

- Su Excelencia -Voronov eludió la cuestión-, piense en lo que puede ocurrir si me introduzco en esa maraña de bocas… Además, ¿quién me asegura que podré localizar la ruta correcta? -Ante la mirada atenta del príncipe, Voronov siguió con el dedo la inmensa curva que describe el Yukón hacia el sur, en el último tramo de su curso hacia el mar-: Uno podría pasarse un año entero avanzando por un laberinto así.

- Es cierto -reconoció Maksutov; pero entonces se dio una palmada en el puño, que sonó como un disparo-: ¡Qué demonios!, Voronov, sé que algunos sacerdotes han remontado el Yukón hasta un asentamiento misionero llamado…

No pudo acordarse del nombre del lugar, aunque sí recordó haber oído que un sacerdote de los que estaban aquellos días en la catedral para presentar sus informes a los superiores, había realizado exactamente la misma travesía que él acababa de proponer a Voronov, por lo que envió a un mensajero aleuta en busca del hombre.

- Estoy dispuesto a ir -aseguró Voronov al príncipe, mientras aguardaban-. Quiero ver el Yukón. Pero prefiero llegar como es debido.

- Eso es lo que le he propuesto -repuso Maksutov.

El sacerdote, un hombre desaliñado, increíblemente flaco, de barba descuidada, ojos legañosos y edad indefinida (igual podía tener cuarenta y siete que sesenta y siete años), se presentó ante los dos funcionarios y acto seguido comenzó a proferir insistentes disculpas, sin que los dos administradores pudieran adivinar por qué.

- ¿Cómo se llama? -preguntó secamente el príncipe, intentando atajar tal verbosidad.

- Soy el padre Fyodor Afanasi -respondió el nervioso sacerdote.

- ¿Es cierto que ha remontado el río Yukón?

- Durante nueve años.

- ¿Qué edad tiene?

- Treinta y seis. -Esta sencilla declaración permitió a los que le interrogaban descubrir algo muy importante sobre ese vasto río: allí los jóvenes envejecían.

- Así que conoce bien la zona -inquirió el príncipe, en un tono de voz más amable.

- Remonté a pie cientos de kilómetros -respondió el sacerdote.

- ¡No me diga! No puede haber caminado por el Yukón: es un río.

- Pero está congelado la mayor parte del año.

- ¿La mayor parte del año? -preguntó el nuevo gobernador.

- Desde septiembre hasta julio, digamos -asintió el padre Fyodor.

- ¿Hasta dónde remontó el río?

- A lo largo de setecientos cincuenta kilómetros. Hasta Nulato. Es lo más lejos que han llegado las tropas rusas. -Vaciló antes de añadir una mala noticia-: De hecho, es sólo el comienzo de nuestro territorio, ¿sabe? Nulato está sólo un corto trecho río arriba.

- ¿Cómo se podría llegar a Nulato? -preguntó Voronov, tras un silbido de asombro.

Lo que ocurrió a continuación les sorprendió, tanto a él como al príncipe, pues el sacerdote, después de pedir permiso humildemente, revolvió los mapas hasta encontrar uno que abarcaba gran parte del Pacífico oriental.

- Lo mejor es navegar desde Nueva Arkangel hasta San Francisco…

Era algo tan absurdo que sus dos oyentes protestaron:

- Pero nosotros queremos ir al norte, al Yukón, por aquí -Y Señalaron en el mapa que el estrecho de Sitka quedaba al sudeste del río.

- Por supuesto -repuso el padre Fyodor-, pero no hay barcos que sigan esa ruta. Es preciso ir a San Francisco, lo cual requiere unos veintiocho días, y cruzar el mar hasta Petropávlovsk.

- Es que no queremos ir a Siberia -vociferó el príncipe-, sino al Yukón.

Es el único modo de llegar al Yukón. La etapa dura aproximadamente un mes.

Voronov, que iba anotando en un papelito los tiempos indicados, observó que ya llevaba dos meses en el mar y aún le faltaban un océano y un continente para alcanzar su objetivo.

- Desde Petropávlovsk -continuó en tono monótono el sacerdote-, cruza usted el mar hasta Saint Michael, ese pequeño puerto tormentoso; serán unos diez días.

- Pero no está nada cerca del Yukón -protestó Voronov.

- Ya lo sé -dijo el sacerdote, haciendo una mueca-. Una vez pasé ahí dos meses inmovilizado.

- ¿Por qué?

- Los barcos grandes no pueden entrar en el Yukón. Hay que esperar en Saint Michael que una canoa de piel le lleve a uno a través de la bahía, hasta el río. -Marcó en el mapa la peligrosa ruta y añadió-: Las canoas suelen naufragar durante la travesía.

- Y ahora, después de tres meses, ¿hemos llegado al río? -preguntó Voronov, con la boca seca.

- Ya estamos. Y con un poco de suerte y dos meses de remo y pértiga, se puede llegar a Nulato antes de que el Yukón se congele.

- ¿En qué mes estamos? -preguntó Voronov.

- Todo tiene que planearse de acuerdo con el Yucón -explicó el sacerdote-. Está libre de hielo durante muy poco tiempo. Zarpando de Nueva Arkangel a finales de marzo, debería llegar a Saint Michael a finales de junio, justo en la época del deshielo. De ese modo estaría en Nulato bastante antes de que el río comience a congelarse.

- ¿Eso significa que tengo que pasar todo el invierno en Nulato? ¿Hasta que el hielo desaparezca?

- Eso es.

Cuando Voronov calculó el tiempo que le tomaría ir y volver de Nueva Arkangel a Nulato, tanto él como el príncipe Maksutov se dieron cuenta de que, solamente para ir de una a otra base de Alaska, tendría que estar ausente por lo menos durante un año y medio. Los dos se horrorizaron.

- Cierta vez seguí una ruta muy diferente -el padre Fyodor ofreció un leve rayo de esperanza.

- ¡Me gustaría oírlo! -exclamó Voronov, y el sacerdote volvió a sus mapas.

- La primera etapa es la misma: San Francisco, Petropávlovsk, Saint Michael. Pero entonces, en vez de ir en balsa hacia el sur, hasta el Yukón, se dirige uno hacia el norte, hasta un pueblecito llamado Unalakleet.

En el mapa, el lugar parecía un callejón sin salida: no conducía a ningún río ni a ningún camino importante, y estaba a más de cien kilómetros del yukón, que a esa altura se desviaba hacia el norte; pero el padre Fyodor les tranquilizó, al asegurarles:

- Hay un sendero que cruza las montañas, a bastante altura en algunos tramos, y aproximadamente por esta zona va a parar al Yukón.

- ¿Pero cómo voy a recorrer el sendero? -preguntó Voronov.

- A pie -respondió el sacerdote.

- ¿Y cuando llegue al Yukón?

- Iría en grupo, por supuesto. Tiene que hacerlo así, para que no le maten los indios.

- ¿Son como los tlingits? -preguntó Voronov.

- Peores. -Con sus largos dedos, el sacerdote señaló algunas instalaciones rusas que los esquimales o los atapascos habían incendiado, o en las que habían provocado una matanza-: En la mayoría, hicieron las dos cosas. Aquí, en Saint Michael, hubo muchos muertos. En Nulato, a donde quiere ir, tres incendios y tres asesinatos. En esta aldea cercana a la desembocadura del Yukón, dos incendios y seis asesinatos.

- ¿Cuantos días hay desde Saint Michael hasta Nulato, siguiendo la ruta por tierra que propone? -preguntó Voronov, tras un carraspeo.

El sacerdote, que había cubierto el trayecto en ambas direcciones, trató de recordar su propia experiencia:

- Una vez -calculó-, salí de Saint Michael el primero de julio (es una buena época, si no se tienen en cuenta los mosquitos) y llegué a Nulato el cuatro de agosto. -Voronov protestó, pero el padre Fyodor continuó-: Ahora bien, si a usted no le importara tomar un trineo tirado por perros, no le haría falta quedarse nueve meses en Nulato. Podría alquilar un trineo de ésos que tanto les gusta usar a los indios, e ir a parar justo en medio del Yukón congelado, atravesarlo hacia Unalakleet y continuar hasta Saint Michael.

En ese momento, el príncipe Maksutov, cada vez más preocupado por las dificultades que presentaba la exploración de sus dominios, intervino expeditivamente:

- Supongamos, Arkady, que envío uno de nuestros barcos directamente a Petropávlovsk, sin pasar por San Francisco, y que una vez allí se requisa un barco más pequeño para la travesía hasta Unalakleet. Atraviesas las montañas en un trineo tirado por perros, haces una breve visita de inspección a Nulato y vuelves por el Yukón congelado, mientras el barco te espera junto a la desembocadura. ¿Cuánto tiempo sería necesario?

Voronov volvió a sumar, permitiéndose el mínimo retraso en cada úna de las etapas, y declaró con cierta satisfacción:

- Suponiendo que no nos retrasáramos ni una sola vez, unos ciento cincuenta días. Teniendo en cuenta los contratiempos habituales, doscientos.

Sin embargo, el padre Fyodor echó por tierra tales planes:

- Por supuesto, cuando llegue al mar lo encontrará tan congelado como el río.

- ¿Hasta cuándo? -preguntó Voronov.

- Durante el mismo período de tiempo -respondió el sacerdote-, El hielo no se deshace hasta julio… o cuando menos hasta mediados de junio

Los dos administradores refunfuñaron. Pero el príncipe maksutov más decidido que nunca a obtener informes sobre sus dominios, dijo a Voronov:

- Haremos lo que permita el hielo. Prepare el equipaje.

Tras una reverencia, Arkady se volvió para salir, pero se detuvo repentinamente y propuso algo bastante razonable:

- Usted conoce la zona, padre Fyodor. ¿Querría acompañarme para indicarme el camino?

- Me encantaría volver a ver a mi gente. Pasé nueve años con ellos, ¿saben? -respondió el sacerdote, entusiasmado; y sonrió al príncipe, como si el Yukón fuera una especie de isla de Capri, un soleado lugar de Veraneo.

De modo que se planeó el viaje, y el príncipe Maksutov, cumpliendo con sus promesas, envió a Petropávlosk un barco bastante bueno con una carta para el comandante destinado allí, con el ruego de que se facilitara a Voronov una rápida travesía por el mar de Bering hasta Saint Michael. Sin embargo, cuando llegó el momento de la partida, Maksutov y Voronov se encontraron con un problema inesperado: Praskovia Voronova comunicó su intención de ir a Nulato con su marido. Se armó un gran revuelo, pues si bien a Arkady le agradaba la idea de viajar con su inteligente y decidida esposa, el príncipe Maksutov se oponía enérgicamente:

- ¡El Yukón no es lugar para las damas!

Así quedaron las cosas, hasta que un consejo imprevisto permitió resolver la situación: el padre Fyodor, al enterarse de la discusión, declaró, alzando la voz más de lo acostumbrado:

- ¿Una mujer en el Yukón? ¡Estupendo! La tropa estará encantada, y yo también.

- ¡Vaya por Dios! -exclamó Maksutov-. ¿Por qué?

- Es en nombre de Dios precisamente que hago esta propuesta -contestó el sacerdote-. Estaría bien que nuestras atapascas vieran cómo viven las cristianas. Y qué aspecto tienen -añadió, sonrojándose.

De modo que se decidió que Praskovia participara en la expedición.

El trayecto (de Nueva Arkangel a Petropávlovsk, Saint Michael y Unalakleet) cubría dos continentes y varias culturas diferentes. Los viajeros se encontraron con enormes glaciares, una docena de volcanes, ballenas y morsas, frailecillos y golondrinas de mar, hasta que llegaron a una costa pelada Y árida, donde el padre Fyodor pasó tres días llenos de incertidumbre, intentando localizar un grupo de nativos para que transportaran su equipaje cuando ellos atravesaran las montañas que les conducirían al Yukón. Mientras recorrían ese territorio estéril aunque atractivo, jalonado por pequeñas montañas, los Voronov descubrieron la sobrecogedora inmensidad del interior de Alaska, así como la agresividad de sus mosquitos, que algunas veces se arrojaban sobre los viajeros como si fueran una bandada de gaviotas que cayera sobre un pescado.

- ¿Qué se puede hacer con estos horribles bichos? -preguntó Praskovia, desesperada.

- Nada -respondió el sacerdote-. Dentro de seis semanas habrán desaparecido. si estuviéramos en septiembre no nos molestarían en absoluto.

Cuando llevaban varios días recorriendo el sendero, uno de los indígenas, que hablaba ruso, dijo:

- Mañana quizá veremos el Yukón.

Los Voronov se levantaron temprano para echar un primer vistazo a ese amplio río, cuyo nombre fascinaba a los geógrafos y a los que investigaban la naturaleza de la tierra.

- Tiene un nombre mágico -comentó Arkady al sacerdote, mientras desayunaban algo de salmón ahumado.

- Tiene un nombre cruel -le corrigió el padre Fyodor-. Ese río no te deja nunca recorrerlo sin problemas.

A Voronov no podían desanimarle las explicaciones de otra persona, de modo que, después del desayuno, se adelantó con Praskovia, y, tras una dura ascensión, llegaron a un punto desde el cual se veía el amplio valle abierto a sus pies. Como se había despejado la niebla que de vez en cuando lo ocultaba, Arkady y Praskovia pudieron contemplar tranquilamente el enorme y caudaloso río, que era mucho más ancho de lo que se imaginaban, y de un color mucho más claro, debido a la impresionante cantidad de arena y sedimentos que acarreaba desde las lejanas montañas.

- ¡Qué grande es! -exclamó Arkady, cuando el padre Fyodor llegó jadeando a la atalaya.

- Cuando se desborda -explicó tranquilamente el sacerdote al encontrarse de nuevo con su viejo amigo, con su castigo-, lo he visto llegar desde esa colina hasta aquí.Y al final de la primavera, cuando comienza a deshacerse el hielo, por el centro del río se ven bajar trozos tan grandes como una casa, y ¡pobre de lo que se interponga en su camino!

Cuando ya había pasado de largo el resto del grupo, los Voronov siguieron en la colina, imaginando cómo sería el río mil quinientos kilómetros más arriba, donde estaban los primeros asentamientos del Canadá, esa nación misteriosa que nunca vieron los rusos. El Yukón les cautivó, les impresionó su fuerza turbulenta, y quedaron fascinados por su incesante fluir: era el mensajero de las regiones heladas, el símbolo de Alaska.

- Vamos -invitó el padre Fyodor-. Ya se cansarán del Yukón antes de que lo dejemos.

Cuando el grupo descendió hasta la altura del río y comenzó a remontar la orilla derecha, pudieron comprobar la verdad de la opinión que el padre Fyodor había expresado con tanta franqueza, porque constantemente se les interponían pequeños riachuelos que bajaban desde el norte para incorporarse a la corriente principal: había que vadearlos y, como aparecía uno cada media hora, los Voronov pasaron casi todo el primer día con los pies mojados. Pero al atardecer llegaron a Kaltag, un pueblo pequeño pero importante, y, entre los ladridos de los perros, los niños comenzaron a gritar:

- ¡El padre Fyodor! ¡Ha vuelto!

Durante los momentos de tensión que siguieron, los Voronov pensaron que la vida en el interior de Alaska era muy diferente, porque se Vieron rodeados por unos nativos distintos a los que conocían: eran los atapascos más altos y fornidos, cuyos antepasados habían llegado a Alaska mucho antes que los esquimales y los aleutas. Al igual que los tlingits, sus descendientes, formaban una tribu guerrera; sin embargo, al ver que había vuelto el padre Fyodor, su antiguo sacerdote, se agruparon a su alrededor, gritando, ofreciéndole regalos y demostrando su cariño de muchas maneras. Los dos días que pasaron los viajeros en la aldea fueron apasionantes, y los Voronov pudieron hacerse una idea de lo que significaba ser misionero en la frontera.

Aquellos días, Arkady tuvo ocasión de comprender el curioso comentario expresado por el padre Fyodor cuando el príncipe se había opuesto a que Praskovia participara en la expedición: «Estaría bien que nuestras atapascas vieran cómo viven las cristianas», porque las mujeres de Kaltag la seguían dondequiera que iba, maravilladas de su aspecto, y riéndose con ella. Las que hablaban ruso le hacían muchas preguntas (querían saber, por ejemplo: «¿Es de verdad, ese pelo tan claro que tienes? ¿Por qué es tan diferente del nuestro?»). Como ella contestaba con gran naturalidad incluso las preguntas más personales, se dieron cuenta de que las respetaba y las trataba de igual a igual, y su simpatía las animó a preguntarle más cosas.

- Arkady, al observar el comportamiento de su mujer, se dijo: «¡Le gustan la aldea y el río!», y el deseo que ella mostraba de tratar y aceptar Alaska tal como era hizo que la quisiera todavía más que antes. Cuando se lo comentó, después de una de sus conversaciones con las mujeres, Praskovia exclamó:

- ¡Me gusta mucho esta tierra tan extraña! Me parece que ahora conozco Alaska.

La mañana del tercer día, cuando estaban a punto de marcharse, Praskovia, gracias a su intuición femenina, se dio cuenta de que una atapasca (que ya no era una niña, pero tampoco era todavía una mujer) demostraba un interés especial por el sacerdote: le llevaba las mejores raciones de comida e impedía que los niños le molestaran. Praskovia observó detenidamente a la joven, reparó en su porte elegante, en la delicadeza de su tez, en su atractivo peinado de trenzas, y pensó: «Está hecha para ser una madre y una buena ama de casa».

- Esa muchacha, la que sonríe, sería una buena esposa -le dijo al padre Fyodor, cuando llegó el momento de dejar la aldea.

El sacerdote enrojeció, miró hacia donde señalaba Praskovia, y dijo, como si fuera la primera vez que veía a la mujer:

- Sí, sí. Es hora de que empiece a buscar marido -e hizo un ademán con el que parecía agradecer a Praskovia el haberle dado un consejo tan sensato.

Hicieron falta tres días para remontar el Yukón hasta Nulato, pero fueron días que los Voronov no iban a olvidar jamás: a medida que avanzaban hacia el norte, el río se iba ensanchando hasta alcanzar dos kilómetros y medio de una orilla a otra, convertido en una inmensa extensión de agua que no dejaba de avanzar en dirección al océano lejano, el cual, debido a los meandros, quedaba a unos ochocientos kilómetros río abajo. En el seno del río, que parecía fluir junto a la barca con una rígida determinación, los Voronov se sentían como si estuvieran adentrándose en el corazón de un vasto continente; nunca habían experimentado algo así en la región de Alaska en la que vivían, menos inhóspita, donde predominaban las islas y la amplitud del mar.

- ¡Mira esos campos desiertos! -exclamó Praskovia, señalando las tierras que llegaban hasta la orilla del río y parecían prolongarse hasta el infinito.

- Decir «campo» -reflexionó su esposo- te hace pensar en algo ordenado, en terrenos vallados y cultivados. Pero estas tierras se extienden sin límites.

Era cierto, y el hombre no había hollado aún la mayor parte de aquellos parajes; al contemplar su sobrecogedora inmensidad, los Voronov comenzaron a formarse una idea del territorio que gobernaban. Había grandes trechos sin árboles, colinas ni animales, sin ni siquiera nieve: sólo un interminable vacío, adusto y solitario.

- Apostaría a que ni siquiera hay mosquitos -susurró Praskovia.

- ¿Quieres que te dejemos salir para comprobar tu teoría? -le preguntó Arkady.

- ¡No, no! -gritó su mujer.

Sin embargo, lo que fascinaba morbosamente a los Voronov era precisamente el brutal vacío de aquel viaje aguas arriba del Yukón.

- Esto no tiene nada que ver con las huertas del Neva -comentó Arkady, expresando de antemano la opinión de los hombres que llegarían a millares desde todo el mundo, y que no tardarían en apiñarse en los espacios vacíos de Alaska. Se lamentarían de la soledad, las dificultades del viaje y la atroz experiencia de vivir a cuarenta grados bajo cero; pero también se alegrarían de haber sido capaces de enfrentarse y conquistar aquel vasto y peligroso territorio: cincuenta años después, al final de sus vidas, su hazaña más apreciada sería haber recorrido el Yukón.

Al acercarse el final de su tercer día en el río, pasado un recodo, los Voronov se encontraron con un espectáculo que les hizo prorrumpir en exclamaciones de alegría: el pequeño fuerte cercado de Nulato, con sus dos torres de madera que desafiaban al mundo y una bandera rusa ondeando en el mástil central. Al acercarse, los soldados de la orilla empezaron a disparar salvas con un cañón viejo y rifles herrumbrados.

- Éste es el último puesto de avanzada del imperio. ¡Dios mío, cuánto me alegro de haber venido! -exclamó Arkady, repentinamente emocionado.

La veintena de comerciantes y soldados rusos que componían la guarnición, con la misma alegría que habían sentido los de Kaltag al ver de nuevo al padre Fyodor, corrieron a abrazarle a la orilla, donde descubrieron asombrados que una mujer, bonita por añadidura, había llegado hasta aquellas alturas del Yukón. Cuando Praskovia quiso desembarcar, cuatro hombres la tomaron en brazos, levantándola en el aire, y la llevaron al fuerte gritando e imitando el sonido de la corneta, mientras el marido les seguía,

hablando con el comandante de la guarnición y explicándole cuál era su cargo en el gobierno y el interés que tenía por el fuerte.

Se trataba de un tosco reducto fronterizo, que se alzaba a cierta distancia de la orilla derecha del Yukón, aunque su situación le permitía dominar, en todas direcciones, grandes tramos del río. Estaba construido a la manera tradicional: se extendían cuatro largos pabellones que al juntarse delimitaban una plaza central, bastante amplia; sobresalían dos sólidas torres, y estaba defendido por una cerca reforzada que rodeaba todo el conjunto. Les habían invadido ya tres veces, lo que había provocado grandes bajas entre los rusos, pero no pensaban convertirse en un blanco fácil en el futuro: durante las horas de claridad había un soldado en cada torre; por las noches, dos.

Los samovares comenzaron a bullir con té caliente, se pronunciaron unos brindis, y los miembros de la guarnición narraron sus experiencias con los atapascos de los alrededores, que en su opinión eran unos salvajes. El oficial al mando, un joven y vigoroso teniente barbirrapado llamado Greko, hizo una señal a uno de sus hombres, el cual enrojeció, se adelantó unos pasos y se inclinó ante los Voronov.

- Amables visitantes -les dijo-: este humilde fuerte perdido en el fin del mundo se considera honrado por vuestra presencia. En señal del respeto que nos merecéis, el teniente Greco y sus hombres os hemos preparado algo especial.

En ese momento estalló en un ataque de risa incontrolada, que desconcertó a los forasteros; pero Greko continuó:

- No ha sido idea mía, sino de este pillo -dijo, señalando al muchacho, mientras le daba un golpecito en el brazo-. Anda, Pekarsky, cuéntales qué habéis hecho tú y los demás.

Pekarsky se llevó una mano a la boca para contener la risa, irguió la espalda, se mordió los labios y rogó, como si fuera un mayordomo:

- Acompáñenme, monsieur et madame.

Pero le pareció excesivo hablar francés en esas circunstancias, y estalló otra vez en tales risas que el teniente Greko tuvo que intervenir de nuevo:

- Excelencia, mis hombres les han hecho un gran honor. Estoy orgulloso de ellos.

Les condujo a la plaza, donde los soldados, que ansiaban ver otra vez a la hermosa moscovita, la miraban fijamente y se daban codazos mientras ella avanzaba, con su pelo dorado brillando en la oscuridad. Fueron hasta un edificio bajo, ante el cual se amontonaba una gran pila de troncos cortados aguas arriba y llevados a flote hasta allí.

- ¡Voilá! -exclamó el joven oficial.

Abrió la puerta, y los Voronov entraron en un típico baño ruso: las paredes eran gruesas; había un cuarto exterior para desvestirse, una pequeña zona intermedia casi rebosante de leña, y una habitación interior con bancos a lo largo de las paredes, frente a algunas piedras dispuestas sobre una hoguera que las calentaba al rojo vivo. Había también seis cubos, pues se arrojaba agua sobre las piedras para producir nubes de vapor, de manera que, al cabo de unos minutos en el baño, uno quedaba envuelto en unos vapores purificadores y sedantes.

- Sin esto no podríamos mantener aquí un fuerte -explicó Greko; después hizo una reverencia a sus distinguidos huéspedes y se marchó.

Era tan tentadora la promesa de un buen baño de vapor, que el matrimonio Voronov echó una carrera, para ver quién lo tomaba primero; ganó Praskovia, que no necesitaba desatar unas botas tan altas, y gritó:

- ¡por fin el paraíso, después de un viaje por el Ártico!

- Estamos a ciento noventa y cuatro kilómetros al sur del Círculo ÁrticO -la corrigió su esposo, con exasperante precisión-. Lo he comprobado.

- Para mí, esto es el Ártico -replicó Praskovia, mientras les cubría el vapor-. Pude darme cuenta de que el río estaba a punto de congelarse -súbitamente, rompió a llorar.

- Pero cariño…

- Ha sido precioso, Arkady. Llevábamos tantos años en Sitka, con nuestro bonito volcán, pensando que vivíamos en Alaska. Cuánto me alegro de que me hayas traído… -lloriqueó durante unos momentos, y después tomó la mano de su esposo-. En el río, tuve la sensación de que avanzábamos hacia la eternidad. Pero después vi a los soldados que bajaban corriendo para abrazar al padre Fyodor, y comprendí que aquí vivían personas y que la eternidad estaba un poco más lejos. -Dejó de llorar, y dijo-: Bastante más lejos, me parece.

Praskovia no se había equivocado en cuanto a la llegada del invierno; una mañana, después de explorar esa parte del Yukón, remontándolo a lo largo

de otra treintena de kilómetros, hasta el lugar en donde afluía un ancho río que llegaba desde el norte, y tras conocer a algunos miembros de tribus atapascas que iban al fuerte a comerciar, Arkady comunicó:

- Creo que estamos listos para ir río abajo.

Creía que podrían recorrer rápidamente los ochocientos kilómetros de trayecto, puesto que se dejarían llevar por la corriente y no sería necesario remar en contra, pero el teniente Greko le explicó que se equivocaba:

- Tendría usted razón, si estuviéramos a principios del verano. Sería un viaje fácil y también agradable. Pero estamos en otoño.

- ¿Y si nos pusiéramos en marcha ahora mismo?

- ¡perfecto! Por aquí el río no está congelado, y seguirá así una temporada. Pero en la desembocadura se congela antes. Los vientos fríos que vienen de Asia llegan allí primero. -Esperó un poco, para que comprendieran la importancia de lo que les decía, y continuó-: Excelencia, si la señora y usted partieran ahora, es muy posible que a mitad de trayecto quedaran varados en el hielo: tendrían que soportar ocho meses de invierno ártico, sin ninguna posibilidad de librarse.

Arkady fue a buscar a su esposa, para que escuchara ella también las advertencias del teniente; pero Praskovia, sin esperar a que Greko terminara de hablar, dijo:

- Nos quedaremos hasta que el río se hiele, y entonces volveremos por donde vinimos.

Greko, temeroso de que se echaran atrás, aceptó entusiasmado la propuesta:

- MUY bien! Les acogeremos con mucho gusto, y además nos dará tiempo de buscar un buen grupo de perros para tirar del trineo a la vuelta.

De este modo, el matrimonio Voronov, el hijo del metropolitano de Todas las Rusias y la hija de una destacada familia moscovita, se atrincheraron a la espera de que comenzara un auténtico invierno de Alaska, y observaron fascinados el continuo, a veces rapidísimo, descenso del termómetro.

Una mañana, Praskovia despertó a su marido con una brusca sacudida:

- ¡El Yukón se está congelando!

Durante todo el día contemplaron cómo el hielo se formaba junto a las orillas, cómo se quebraba, volvía a formarse y desaparecía. Ese día, el río no se congeló.

Sin embargo, tres días después, a mediados de octubre, el termómetro descendió súbitamente a veinte grados bajo cero: el poderoso río cedió, y el hielo empezó a avanzar de una orilla a otra, como si obrara según SUS propias reglas; dos días más tarde, el Yukón estaba congelado.

Los días que siguieron fueron duros: tenían que comprobar el grosor del hielo; pero el teniente Greko les explicó que, por bajas que fueran las temperaturas, el fondo del Yukón no se congelaba nunca.

- La corriente inferior y el aislamiento producido por la nieve acumulada encima evitan que se imponga el frío. A mediados de enero, seguirá corriendo el agua por debajo del hielo.

A Praskovia le encantaron los perros que trajeron para tirar del trineo: eran grandes perros alaskanos de color gris parduzco; perros esquimales de color blanco; perros cruzados, de cuerpo robusto y vigor inagotable, y otros que los rusos llamaban huskies. Eran distintos a los que ella había visto en Rusia; aunque algunos gruñían al verla, otros la consideraban su amiga y demostraban su gratitud por la amabilidad de la mujer. Sin embargo, ninguno se convirtió en su perro de compañía, ni Praskovia lo quiso así, porque eran unos animales nobles, criados para una determinada finalidad, sin los cuales hubiera sido difícil la vida en el Ártico.

Praskovia descubrió que le gustaba vivir bajo un frío extremo; pero una noche, cuando el mercurio descendió hasta los cuarenta grados bajo cero y el termómetro dejó de funcionar, quedó abatida por la crudeza de tan bajas temperaturas. El aire gélido se introducía rápidamente en los pulmones y parecía congelarlos, y uno podía pasar en un minuto de encontrarse bien a sentir la cara completamente helada. Al darse cuenta de que el termómetro no indicaba los valores inferiores a los cuarenta y cinco grados, preguntó a Greko cuál era realmente la temperatura.

- Cuarenta y siete grados bajo cero -le contestó, tras consultar un termómetro de alcohol.

- ¿Y por qué parece como si hiciera menos frío? -quiso saber Praskovia.

- Porque no hay viento ni humedad -respondió Greko-. Solamente este frío tan intenso y opresivo.

Praskovia no sentía su opresión. Todos los días salía del fuerte y se ponía a saltar y a correr, sin volver a entrar hasta que no se encontraba agotada y el frío empezaba a calársele en los huesos.

- Si me quedara ahí fuera -preguntó a Greko-, ¿cuánto tardaría en congelarme?

El teniente fue en busca de un soldado, para que Praskovia viera sus orejas desfiguradas y la gran marca blanca, como una cicatriz, que tenía en la mejilla derecha.

- ¿Cuánto tardó en pasarte eso? -le preguntó Greko.

- Veinte minutos -contestó el hombre-. Hacía tanto frío como hoy.

- ¿Su cara ha quedado dañada para siempre? -preguntó Praskovia.

- Las orejas no tienen remedio -contestó el Soldado-; la cara se me curará, aunque tal vez me quede una mancha oscura.

Esa noche, en aquel lugar del interior de Alaska al que pocos rusos llegarían nunca,Praskovia vivió una experiencia apasionante: por encima del fuerte de Nulato, dentro del cual se acurrucaban veintidós rusos que intentaban resistir el intenso frío, la aurora boreal inició una danza que cubrió todo el cielo. Los Voronov se reunieron con el teniente Greko en el centro de la plaza helada, rodeados por los cuarteles de madera y la doble empalizada, y desde allí contemplaron el hermoso ir y venir de las luces de colores, que giraban en la oscuridad del cielo de medianoche.

- ~A qué temperatura estamos? -preguntó Praskovia.

- A cincuenta y uno o cincuenta y dos bajo cero -respondió Greko; pero los Voronov se limitaron a arroparse más entre sus pieles, pues no querían entrar mientras el fantástico espectáculo ocupara el firmamento.

- Ya hemos conocido Alaska -comentó Praskovia más tarde, mientras bebían junto a Greko algo de té y un estupendo brandy-. Sin su ayuda, ni siquiera habríamos sabido que existía.

- Quedan tres cuartas partes de territorio, que ninguno de nosotros ha visto nunca -replicó Greko; pero estuvo de acuerdo en que dos días después podrían iniciar sin peligro el viaje de regreso al estrecho de Sitka.

Aunque tuvieron que cambiar repentinamente los planes para la vuelta, afortunadamente las consecuencias fueron buenas. Cuando llegaron a la aldea de Kaltag, donde tenían que abandonar el río congelado para continuar hasta Unalakleet por el sendero de montaña, el padre Fyodor les comunicó, un poco azorado:

- Voy a quedarme aquí. Se necesita un sacerdote.

Arkady, a pesar de que le inquietaba la perspectiva de continuar el peligroso viaje sin la ayuda del padre Fyodor, tuvo que aceptar su decisión, pues sabía que ese escuchimizado hombrecito se había adaptado admirablemente a la vida en el Yukón.

- ¿Podrá explicárselo a las autoridades religiosas de la capital? -preguntó el sacerdote.

- Comprendo que en esta aldea le necesitan -contestó Arkady.

Iba a agradecerle la ayuda que había prestado al grupo, pero en aquel momento se acercó Praskovia, llevando de la mano a la atractiva muchacha que le había llamado la atención durante su anterior estancia en la aldea.

- Padre, ha demostrado usted ser muy buen hombre -dijo al sacerdote-. Pero será todavía más bueno si se casa -y puso la mano de la joven en la de él.

Cuando hasta los niños se habían enterado de que el padre Fyodor iba a tomar esposa y a quedarse en la aldea, la novia declaró muy convencida:

- No está bien dejar que esa pareja de rusos cruce sola las montañas.

Con la ayuda de su padre, organizó un grupo de hombres con trineos para que condujeran a los Voronov, al sacerdote y a su prometida a través de la nieve y el hielo, hasta el lugar donde los Voronov pensaban esperar la época del deshielo y la llegada de un barco que les llevaría de regreso a Nueva Arkangel.

Mientras su barco amarraba en el estrecho de Sitka, los Voronov vieron la nerviosa silueta del príncipe Maksutov, que bajaba corriendo desde el castillo, de una forma muy poco decorosa para un gobernador.

- ¡Vayan hacia aquel barco inglés! -gritó el príncipe, en cuanto vio a la pareja.

Los Voronov cambiaron de rumbo y se arrimaron al vapor mercante, en tanto que Maksutov subía a una barca de remos, que dos marineros llevaron hasta el buque inglés. Una vez a bordo del barco extranjero, el matrimonio aguardó a Maksutov junto a la barandilla; cuando llegó, le vieron muy pálido.

- ¡Quiero que oigáis las noticias que nos traen! -les dijo, y les llevó apresuradamente al camarote del capitán, que era un escocés gordo y jovial.

- Soy el capitán MacRae, de Glasgow -se presentó él mismo.

El príncipe Maksutov presentó a toda prisa a sus dos invitados, y acto seguido ordenó:

- Explíqueles lo que me ha contado.

- Es algo tan extraño que me gustaría llamar al joven Henderson -dijo el capitán MacRae-. Él oyó primero la historia, y lo verificó al enterarse de que yo lo había sabido por otras fuentes.

Llamaron a Henderson, mientras los Voronov aguardaban, sin saber nada de lo que había ocurrido durante su larga ausencia. «Probablemente, Inglaterra y Rusia están otra vez en guerra», se dijo Arkady; pero en cuanto Henderson se presentó ante el capitán, los dos británicos explicaron una historia bastante diferente.

- Al parecer -empezó el capitán MacRae-, y lo hemos sabido de fuentes fidedignas (tanto por los estadounidenses de San Francisco como por nuestro cónsul en aquella ciudad), Rusia ha vendido Alaska a los estadounidenses: el territorio, la compañía, los edificios, los barcos… todo.

- ¿Que la han vendido? -exclamó Voronov.

Mucho tiempo antes, él y Praskovia habían oído rumores sobre una posible venta, pero en aquella época Rusia tenía problemas en Crimea, y necesitaba dinero. Sin embargo, era una locura venderla ahora. su esposa y él acababan de descubrir la grandeza y las posibilidades de Alaska, por lo que no lograba entender que se cediera un tesoro semejante. Su imaginación saltaba rápidamente de una posibilidad a la otra. Al final, formuló una pregunta un poco ofensiva:

- Príncipe Maksutov, ¿cómo sabemos que estos dos hombres no nos están contando esta historia para perjudicarnos? Quiero decir que quizá nuestros países estén en guerra.

Al observar que el príncipe palidecía, comprendió que había hecho una pregunta demasiado atrevida, y se dirigió a los dos militares británicos para pedirles disculpas.

- ¡No hay por qué disculparse! -aseguró MacRae, con una sonrisa en su rostro redondo-. Este caballero tiene mucha razón. Tal como le he advertido, príncipe, solamente les hemos contado un rumor que circula por San Francisco. Me atrevería a decir que tiene fundamento; pero mientras no reciban la confirmación oficial de su gobierno, no es más que un rumor. -Rogó a los rusos que se quedaran y ordenó a un camarero que trajera bebidas para todos; como los Voronov guardaban silencio, estupefactos, MacRae dijo, casi en tono alegre-: El amigo Henderson se lució mucho en la guerra de Crimea. Dice que los suyos eran muy hábiles con las armas pesadas.

Estuvieron un rato hablando del episodio de Balaklava, como si no hubiera sido más que un partido de crícquet jugado hacía mucho, sin que quedara ningún rencor; pero después del amable intermedio, Voronov se dirigió a Henderson:

_Por favor, señor, ¿podría contarnos a mi esposa y a mí qué ha ocurrido exactamente?

El joven oficial explicó que en San Francisco, estando con los oficiales de otro barco británico y de uno francés en una de las mejores tabernas del puerto, un comerciante estadounidense les preguntó: «Chicos, ¿alguno de vosotros se dirige a Sitka? Ya sabéis que ahora es de los Estados Unidos, ¿no?». Henderson quiso saber más, puesto que su barco iba rumbo a Alaska, de modo que se inició una conversación en la que participaron también varios estadounidenses, dos de los cuales estaban enterados de la venta.

Henderson volvió rápidamente al barco para avisar al capitán MacRae, que no se creyó la historia; sin embargo, el capitán se apresuró a localizar al cónsul británico, el cual aseguró que, si bien no tenía noticias firmes de la transacción, había recibido veladas advertencias de Washington de que los políticos estadounidenses habían aceptado la venta, por un precio acordado en siete millones doscientos mil dólares.

- ¡Señor! -exclamó Voronov-. ¿Cuántos rublos son?

- Como el rublo vale algo menos de dos dólares, eso hace unos once o doce millones de rublos.

- ¡Señor! -repitió Voronov-. Solamente el río Yukón vale más que eso.

- ¿Han estado en el Yukón? -preguntó MacRae.

- Hasta bastante arriba -contestó Praskovia-. Es un tesoro. No puedo creer que lo hayan vendido.

MacRae, compadecido de los graves problemas con los que se enfrentaban esos rusos que se encontraban tan lejos de la patria, les invitó a almorzar con él e hizo lo posible por aliviar sus preocupaciones; al preguntarles qué harían si los rumores resultaban ser ciertos, las respuestas fueron radicalmente distintas.

- Soy funcionario del gobierno -precisó diplomáticamente el príncipe Maksutov-. Me quedaré aquí, para llevar a cabo una cesión pacífica y organizar la ceremonia de arriar la bandera; después me embarcaré de vuelta a Rusia.

- ~No se opondrá a la cesión?

- En los últimos tres años, he aconsejado seis veces a San Petersburgo que conservara Alaska. Si, como usted insinúa, se ha tomado la decisión contraria, no tengo nada más que decir.

- ¿Y no querría seguir viviendo en el estrecho de Sitka?

- ¿A las órdenes de los estadounidenses? ¡Ni hablar! -Al darse cuenta de que el representante de una tercera potencia podía encontrar despectivo el comentario, el príncipe añadió-: ni a las órdenes de extranjero alguno, ni siquiera de ustedes, los británicos.

- Yo pensaría lo mismo -dijo MacRae, que entendió por qué el príncipe había rectificado.

- ¿Irnos de este hermoso lugar?¡ Jamás! -les interrumpió Praskovia.

- ¿Renunciaría a la ciudadanía rusa?

- ¿Cómo podemos saber el criterio que se seguirá? -intervino Arkady, intentando impedir que su esposa diera una respuesta que más adelante pudiera lamentar-. Si los Estados Unidos han comprado Alaska, quizá pretendan expulsarnos a todos. Su pregunta es prematura.

- ¡Enabsoluto! -contestó bruscamente la testaruda Praskovia-. Hace falta gente en los Estados Unidos. Hay demasiado territorio desierto. Demasiados hombres murieron en la guerra. Nos suplicarán que nos quedemos. -Miró a sus interlocutores, uno a uno, y añadió-: Y los Voronov se quedarán. Esto se ha convertido en nuestro hogar. -Después de lanzar su desafío, se calmó y se quedó mirando al príncipe Maksutov-: Se equivocó, señor, cuando nos envió al fuerte de Nulato. Permitió que viéramos Alaska, y nos hemos enamorado de ella. Vamos a quedarnos aquí y contribuiremos a su progreso; y me importa un comino quién sea su propietario.

¡Bravo! -exclamó MacRae-. Brindaré con vosotros en mis próximos viajes.

Praskovia intentó sonreír ante la broma, pero le fue imposible: hundió la cara entre las manos, y se echó a llorar.

La cesión de Alaska de manos rusas a las de los Estados Unidos constituye un extraño episodio de la historia: hacia el año 1867, Rusia deseaba ardientemente deshacerse de la colonia, mientras que los Estados Unidos, que todavía recuperaban fuerzas después de la guerra de secesión y que estaban preocupados por el inminente proceso del presidente Johnson, se negaban a aceptarla, bajo ningún concepto.

En tales circunstancias, el protagonismo recayó en un hombre extraordinario. No era ruso (cosa que cobraría importancia más de un siglo después), sino un supuesto barón de origen dudoso, medio austriaco, medio italiano; era un hombre encantador, que en 1841 fue escogido para representar temporalmente a Rusia ante los Estados Unidos, y se quedó allí hasta 1868. En esa época, Edouard de Stoecki, que se presentaba como aristócrata, aunque nadie sabía con seguridad cómo ni cuándo había obtenido el título (si es que tenía alguno), se convirtió en un apasionado partidario de los Estados Unidos, hasta el punto de que se casó con una rica estadounidense y asumió la responsabilidad de actuar como mediador entre Rusia, que consideraba su patria, y los Estados Unidos, el país donde residía.

Se enfrentaba a un difícil cometido: al principio, los Estados unidos vacilaban en quedarse con Alaska, por lo que en Rusia perdieron fuerza los partidarios de la venta; más tarde, cuando Rusia estuvo dispuesta a vender, cinco o seis importantes políticos estadounidenses, encabezados por el neoyorkino William Seward, secretario de Estado, comprendieron con gran clarividencia las ventajas de tomar posesión de Alaska y convertirla en el baluarte de los Estados Unidos en el Ártico. Sin embargo, los sensatos empresarios del Senado y la Cámara Baja, así como la mayoría de ciudadanos, se opusieron desdeñosamente a la adquisición. Las pullas más amables fueron: «la nevera de Seward» y «el disparate de Seward». Algunos murmuradores acusaron a Seward de colaborar con los rusos; otros acusaron a Stoecki de comprar votos en la Cámara Baja. Un mordaz escritor satírico pretendía que en Alaska no había más que osos polares y esquimales; y muchas personas se oponían a que los Estados Unidos se quedaran con una propiedad helada e inútil, aunque Rusia se la regalara.

Varios hicieron notar que Alaska no era rica en nada, ni siquiera en renos, que tanto abundaban en otras zonas septentrionales, y algunos expertos aseguraron que en esa parte del Ártico no podía haber minerales ni yacimientos de valor. Se multiplicaron los ataques contra aquel territorio desconocido y algo intimidante; las críticas habrían tenido gracia, de no ser porque influyeron en la forma de pensar y en la conducta de los estadounidenses y condenaron a Alaska a un olvido de décadas.

Pero el barón de Stoecki era un hombre de recursos, al que era difícil apartar de los objetivos que se proponía, y, gracias a las habilidades de estadista de Seward, su acérrimo partidario, se aprobó la compra, por un solo voto de diferencia. Con un margen tan estrecho, los Estados Unidos estuvieron a punto de renunciar a una adquisición que podía resultar muy valiosa; sin embargo, los que habían podido contemplar Alaska en 1867, desde un fuerte Nulato congelado, con el termómetro a casi cincuenta grados bajo cero, y esperando que les invadieran los atapascos rebeldes, pensaban, evidentemente, que venderla por poco más de siete millones de dólares era muy mal negocio.

En ese momento, la situación pasó de cómica a ridícula: aunque el Senado de los Estados Unidos había decidido comprar el territorio, el Congreso se negaba a conceder fondos para pagarlo, por lo que durante varios meses llenos de tensión la venta estuvo pendiente de un hilo. Cuando por fin se consiguió una votación favorable, estuvo a punto de anularse, pues se descubrió que el barón de Stoecki había gastado ciento veinticinco mil dólares en efectivo y no estaba dispuesto a mostrar sus cuentas. Aunque se extendió la sospecha general de que Stoecki había sobornado a algunos congresistas para que votaran a favor de adquirir un territorio que evidentemente no tenía ningún valor, el barón esperó a que la operación se hubiera llevado a cabo y abandonó discretamente el país, tras haber logrado la ambición de su vida.

Un congresista, con un agudo sentido de la historia, la economía y la geopolítica, comentó sobre el asunto: «Si tantas ganas teníamos de agradecer a Rusia la ayuda que nos brindó durante la guerra de secesión, ¿por qué no le dimos los siete millones y le dijimos que se quedara con su maldita colonia? Nunca nos servirá para nada».

Pero la venta se llevó a cabo, y el escenario de la comedia se trasladó a San Francisco, donde un apasionado general del Norte llamado Jefferson C. Davis (sin parentesco alguno con el presidente de la Confederación) recibió la información de que Alaska pertenecía ahora a los Estados Unidos, y los icebergs, los osos polares y los indios quedaban bajo la autoridad del propio Davis. Era un hombre de mal carácter: durante la guerra de secesión había disparado contra un general del Norte que le inspiraba antipatía (el otro general murió, y se absolvió a Davis alegando que era un hombre irritable), Pasó los años posteriores a la guerra persiguiendo a los indios en las Grandes Planicies, y, cuando aceptó su puesto en Alaska, tenía la impresión de que su función allí era continuar acosando a los indios.

El 18 de septiembre de 1867, el vapor John L. Stevens zarpó de San Francisco cargado con los doscientos cincuenta soldados que tenían que controlar Alaska durante las próximas décadas. Uno de los que se fue ese día escribió un lúgubre relato:

Mientras desfilábamos hacia el barco en traje de combate, no hubo doncellas que nos arrojaran rosas desde las esquinas ni multitudes entusiastas que nos vitorearan al pasar. La compra de Alaska había disgustado tanto a los ciudadanos, que éstos solamente nos demostraban su desprecio. Un hombre me gritó: «¡Devolvedla a Rusia!».

Se armó un gran lío cuando el Stevens llegó a Sitka. Los rusos siguen un calendario que está once días atrasado con respecto al nuestro, por lo que reinaba una confusión general. Además, en Alaska mantienen la hora de Moscú, que está un día por delante de la nuestra. Podéis imaginároslo. El caso es que, cuando llegamos, el gobernador ruso dijo: «Han venido demasiado pronto. Esto sigue siendo Rusia y ningún soldado extranjero podrá desembarcar mientras no llegue el representante del Gobierno de los Estados Unidos»; de modo que los pobres soldados tuvimos que quedarnos diez días en nuestros apestosos camarotes, contemplando un volcán no muy lejos, a babor, un volcán que estoy viendo ahora mismo, mientras escribo. No me gustan los volcanes, y Alaska me gusta todavía menos.

Por fin llegó al estrecho el barco que traía a los representantes estadounidenses, y entonces, con cierto retraso, se permitió desembarcar a los soldados; estaban tristes y quejosos, pero en seguida tuvieron que tomar parte en la ceremonia de cesión, que se celebró esa misma tarde, para sorpresa de todos.

El asunto no estuvo bien llevado. El príncipe Maksutov, que podría ha ber manejado estupendamente la situación, no pudo hacerlo a causa de la presencia de un remilgado funcionario de segundo rango enviado desde Rusia en representación del zar; por su parte, a Arkady Voronov, el hombre que mejor conocía la colonia rusa, no se le permitió participar en absoluto. Ahora bien, sí se llevó a cabo una pequeña ceremonia que resultó del agrado de las pocas personas que ascendieron los ochenta escalones que conducían al castillo de Baranov, donde la bandera rusa ondeaba en lo alto de un mástil de veintisiete metros, fabricado con el tronco de una de las píceas de Sitka.

Desde la bahía se dispararon salvas de cañón, y se celebró una ceremonia formal para arriar una bandera e izar la otra; sin embargo, el ritual quedó empañado por un incidente muy estúpido, que Praskovia Voronova relató en una carta dirigida a su familia:

Aunque ya habíamos comunicado nuestra intención de convertirnos en ciudadanos estadounidenses, Arkady, como cabía esperar, quiso que la ceremonia rusa de despedida se llevara a cabo con la debida dignidad, como correspondía al honor de un gran imperio. Hizo que nuestros soldados ensayaran cuidadosamente el momento de arriar la bandera, y yo ayudé a zurcir los uniformes rotos y supervisé el lustrado de los zapatos. Debo decir que Arkady y yo dejamos impecables a nuestros soldados.

Lamentablemente, no sirvió de nada. Cuando un soldado de confianza comenzó a tirar de las drizas para arriar nuestra gloriosa bandera, una súbita ráfaga de viento la enroscó en el mástil, y quedó tan enredada que era imposible soltarla. El pobre hombre, con la cuerda en las manos, miraba tristemente a Arkady, quien le hizo un gesto indicando que tenía que dar un buen tirón. El soldado obedeció, pero sólo consiguió desgarrar la tela que adornaba la bandera y dejarla todavía más enredada en el asta. Era evidente que, por más fuerte que tirara, la bandera no se desplegaría, yo estuve a punto de prorrumpir en gritos de júbilo, porque lo tomé por un presagio de que no se llevaría a cabo la venta.

En aquel momento, Arkady se apartó de mi lado, despotricando por lo bajo, y le oí decir a dos de sus soldados: «Bajad ese maldito trapo ahora mismo». Ellos no tenían ni idea de cómo conseguirlo; me avergüenza confesar que fue un marino estadounidense el que gritó: «¡Hay que izar una silla de calafate!». No vi cómo lo hicieron, pero muy pronto un hombre trepaba por el mástil, como un mono por una cuerda; consiguió desenredar la bandera, aunque con las prisas la desgarró un poco más.

Una vez suelta, la bandera cayó vergonzosamente: fue a parar sobre las cabezas de nuestros soldados, que no consiguieron recogerla con las manos, y luego se enganchó en las bayonetas. Me sentía humillada. Arkady seguía maldiciendo, algo no muy propio de él; el príncipe Maksutov mantenía la vista fija hacia delante como si no hubiera bandera ni mástil, y su guapa esposa se desmayó.

Yo me puse a llorar. Arkady y yo estamos decididos a seguir viviendo en Sitka, como la llaman ahora, y convertirnos en unos buenos ciudadanos de nuestro nuevo país. Él quiere quedarse porque sus padres estuvieron muy vinculados a estas islas; yo, porque he llegado a tomar cariño a Alaska, que encierra enormes posibilidades. El año próximo, cuando vengáis a visitarnos, creo que encontraréis una ciudad mucho más grande y próspera, pues aseguran que los Estados Unidos, en cuanto se hagan cargo del gobierno, invertirán millones de dólares en convertir esto en una importante colonia.

Praskovia y los otros rusos que declararon su intención de adoptar la nacionalidad estadounidense no tomaron una decisión prematura: los días anteriores a la cesión, el príncipe Maksutov reunió a los cabezas de familia para explicarles con gran entusiasmo el tratado rusoamericano por el que se regiría la cuestión. Con su impecable uniforme blanco de oficial y con una cordial sonrisa, manifestó un evidente orgullo por el trabajo que su comisión había llevado a cabo.

- Los dos países se merecen una felicitación por las magníficas normas que han acordado.

Un maestro joven del colegio local, un tal Maxim Luzhin, quiso saber más detalles, y Maksutov explicó pacientemente:

- Yo colaboré en la redacción del borrador del reglamento, y puedo asegurar que, cualquiera que sea la decisión que ustedes tomen, les ampara totalmente.

- ¿Puede dar un ejemplo? -insistió Luzhin.

- Si alguien quiere volver a Rusia -precisó el príncipe-, tiene tres años para hacerlo. Podrá viajar gratuitamente hasta su región de origen. Si decide permanecer aquí y convertirse en estadounidense, el nuevo gobierno promete conceder automáticamente la plena ciudadanía, sin ninguna limitación por el hecho de ser rusos, y otorgar una completa libertad de culto. -Sonrió a su audiencia, que confiaba en él, y comentó con franqueza-: En la vida no es frecuente poder elegir entre dos alternativas, excelentes las dos. Escojan lo que les parezca mejor y no se equivocarán.

Por eso los Voronov participaron en la ceremonia de cesión como ciudadanos estadounidenses; sin embargo, el ingreso en su nueva patria resultó algo violento, porque el primer día, en cuanto la bandera estadounidense estuvo izada en lo alto del mástil, el general Davis profirió una orden alarmante:

- ¡Que los rusos de la colina desalojen sus viviendas antes de la puesta del sol! -Y un comandante ordenó a sus soldados que ocuparan los edificios.

Arkady se presentó ante el comandante para explicarle, en un tono sereno y respetuoso:

- Mi esposa y yo hemos adoptado la nacionalidad estadounidense. Aquí tenemos nuestro hogar -señaló hacia su vivienda, en lo alto del castillo-

- Ustedes son rusos, ¿no? -refunfuñó el comandante-. Salgan antes de la puesta del sol. Me quedo con esa vivienda.

Voronov, muy indignado, le explicó la orden a su esposa, pero ella se echó a reír.

- Al príncipe y la princesa también les han echado de casa. El general Davis quiere sus aposentos.

- ¡No puedo creerlo!

- Mira a esos criados. -Y Arkady vio cómo se llevaban colina abajo las pertenencias de los Maksutov.

Los Voronov trasladaron sus cosas a una casita cercana a la catedral y vieron que sus amigos rusos tomaban angustiosas decisiones. Los que habían tenido en Sitka una vida agradable deseaban continuar allí, y estaban dispuestos, como los Voronov, a confiar su destino a la generosidad estadounidense; pero los amigos que vivían en Rusia insistían tanto en que regresaran que la mayoría decidió embarcarse en el primer vapor que les llevara a Petropávlovsk.

- ¿Qué pasará cuando lleguen a Rusia? -preguntó Praskovia.

- No quiero ni pensarlo -respondió Arkady.

Algunos de los vecinos, preocupados e incapaces de tomar por su cuenta una decisión, se presentaron en casa de los Voronov para pedir consejo a Arkady.

- Volved a casa -proponía él normalmente. Y cuando dos esposos tenían opiniones diferentes, invariablemente les aconsejaba regresar a Rusia-: Allá al menos sabréis qué piensan hacer vuestros vecinos.

El repetir esa recomendación a las personas que abrigaban dudas tuvo un efecto curioso sobre sí mismo: aunque al principio se había hecho el propósito firme de quedarse en Alaska, como continuamente tenía que ponerse en el lugar de otras personas e imaginar su situación y sus opiniones, descubrió lo poco seguro que estaba de su elección. Una tarde, mientras volvía a casa con Praskovia de una reunión con los Maksutov, que se habían resignado a regresar a Rusia e incluso parecían impacientes por hacerlo, Arkady preguntó inesperadamente:

- ¿Crees que hacemos bien, Praska?

Su mujer no le contestó directamente, porque quería saber hasta qué punto dudaba:

- ¿A qué te refieres, Askady?

- En realidad -Arkady le confesó sus dudas-, la decisión me da miedo. Es para toda la vida. Ya no sabemos cómo es Rusia, después de una ausencia tan larga. Y tampoco sabemos cómo son los Estados Unidos, porque no podemos prever cómo van a comportarse dentro de diez años… ni siquiera ahora, de hecho. El general Davis… no sé si tiene idea de lo que es

Alaska. Dudo que sea muy inteligente.

- Las primeras decisiones que tomó no me gustaron mucho, desde luego -reconoció Praskovia-; pero tal vez mejore.

Animó a su marido a que expusiera todos sus temores, y, cuando él se los explicó, Praskovia comprendió que de lo único que se trataba era que la edad les obligaba a actuar con prudencia antes de tomar una decisión tan grave.

- Dime: ¿qué es lo que te da más miedo?

- Que jamás nos veremos ante una elección tan importante -contestó su marido, muy serio-. No es por mí, en realidad. Nunca he sentido mucho cariño por Rusia, como sabes. Pertenezco a las islas. Pero tú…

Se la quedó mirando, con el intenso amor que siempre había caracterizado a los hombres de la familia Voronov. Su bisabuelo y su abuelo, ambos de Irkutsk, habían tenido la buena suerte de amar a sus esposas. Vasili, su padre, había encontrado en las islas, en su compañera aleuta, un amor que pocos hombres conocen. Y a él le había ocurrido lo mismo: no había querido a otra mujer que Praskovia, desde que la conoció, en su época de estudiante en la capital; pero ahora temía estar comportándose como su padre,

que había abandonado a Sofía Kuchovskaya por ascender rápidamente en la Iglesia. Había pensado en sí mismo, en vez de pensar en su esposa.

- Yo soy un isleño -dijo en voz muy baja-. Te estoy obligando a una cruel elección.

Ella no se rió, y ni siquiera sonrió ante la ingenuidad de su marido; le tomó del brazo, le llevó hasta la catedral, donde entraron juntos para sentarse en las toscas sillas del fondo, entre las sombras, y allí Praskovia le explicó su idea del futuro:

- Tienes sesenta y seis años, Arkady. Yo tengo cincuenta y ocho. ¿Cuántos años arriesgamos? No muchos. Aunque cometamos un error, si es que lo cometemos, no habremos malgastado la vida entera. -Antes de que él pudiera contestar, Praskovia continuó con vehemencia-: En Nulato, cuando veíamos cómo corría el Yukón delante nuestro, cuando teníamos que soportar aquel terrible frío, cuando me mostraron los perros del trineo, cuando vi cómo recibían al padre Fyodor en las aldeas… -sonrió y estrechó la mano de Arkady-, entonces tomé mi decisión, sin importarme si Alaska seguía o no siendo rusa. Ésta es mi patria. Quiero vivir aquí, y ver cómo acaba nuestra gran aventura. Arkady -concluyó, antes de dejar hablar a su esposo-, creo que si tú decidieras volver a Rusia, yo me quedaría aquí, sola. No se lo digas al príncipe -añadió finalmente, en voz baja-, pero la verdad es que prefiero el nombre americano de Sitka al nombre ruso de Nueva Arkangel.

Después de ese instante de revelación, Arkady dejó de aconsejar a los demás, y tampoco informó a nadie sobre qué pensaban hacer Praskovia y él cuando zarpara el primer barco, el que iba a llevarse al príncipe Maksutov y a su esposa. En lugar de eso, el matrimonio Voronov compró una casa algo mayor, que había dejado libre una familia que volvía a Rusia, y comenzaron a llenarla con algunas chucherías que, cuando Sitka se convirtiera en una ciudad totalmente estadounidense, representarían mucho para ellos y les servirían de consuelo.

- Será una vida nueva y maravillosa -decía Praskovia; pero Arkady, que día a día presenciaba la incapacidad de los estadounidenses para gobernar las nuevas posesiones, tenía motivos para sentirse receloso.

Poco antes de la Navidad del fatídico 1867, los Maksutov ofrecieron una cena de despedida para demostrar su agradecimiento a los fieles amigos que tanto habían hecho por Rusia, aunque hubieran decidido adoptar ahora la ciudadanía estadounidense.

- No puedo criticar la decisión que habéis tomado -dijo amablemente el príncipe-, pero os ruego que sirváis honradamente a vuestra nueva patria.

Explicó que, si bien él se quedaría dos semanas más para completar la cesión, su esposa se embarcaría al día siguiente. Pero la naturaleza les jugó una mala pasada. Durante esas semanas de cambios, la niebla y las nubes típicas de Sitka habían hecho que la gente tuviera ganas de despedirse; pero el último día desapareció la bruma, y Sitka se mostró en todo su esplendor: allí estaban el magnífico volcán, el círculo de montañas cubiertas de nieve, la infinidad de verdes islas, la gran cúpula de la catedral ortodoxa, la ordenada disposición del puerto más acogedor de la América rusa.

- ¡Ay, Praska! -se lamentó la princesa, abrazando a su amiga-. Hemos perdido la ciudad más bonita del imperio ruso. -Y se fue con un gran sentimiento de amargura.

Dos semanas después, el príncipe Maksutov, escoltado por el matrimonio Voronov, descendió dignamente la colina hasta el bote que le estaba esperando para llevarlo al barco.

- Dejo Alaska en vuestras manos, queridos Voronov. La conocéis mejor que nadie.

Desde lo alto de la colina, el general Davis, que ahora gobernaba el lugar desde el castillo de Baranov, ordenó que se disparara una salva, y mientras el eco resonaba por las montañas y los valles de Sitka, llegó a su fin el imperio ruso en Alaska.

Los Estados Unidos se hicieron cargo de Alaska el 18 de octubre de 1867; a principios de enero de 1868, los Voronov y los Luzhin se habían convencido ya de que no se iba a instaurar ningún gobierno razonable (de hecho, ningún tipo de gobierno, razonable o no). Se suponía que los responsables eran el general Davis y sus soldados, pero no todo era culpa suya.

El culpable fue el Congreso de los Estados Unidos: con argumentos poco serios, que recordaban los de cuando se habían opuesto a la adquisición de Alaska, declararon que era un territorio sin valor y que sus habitantes no merecían ninguna consideración. Por increíble que parezca ahora a los historiadores, los Estados Unidos se negaron a conceder a Alaska ningún tipo de gobierno. Incluso se negaron a darle un nombre adecuado: en 1867 se llamó Distrito Militar de Alaska; en 1868, Departamento de Alaska; en 1877, Distrito Aduanero de Alaska, y en 1884, simplemente Distrito de Alaska. Habría que haberla nombrado, desde el primer día, Territorio de Alaska, pero eso habría supuesto la posibilidad de que se convirtiera en estado. Los oradores que se oponían a la idea despotricaban: «¡Esa nevera nunca tendrá suficientes habitantes para merecer la condición de estado!». Por eso, al principio se negó a la región la experiencia de aprendizaje gradual que hubiera representado ser, al principio, un territorio no autónomo, con jueces y jefes de Policía; después, uno autónomo, con su propia asamblea legislativa Y con un gobierno incipiente, y finalmente un estado de pleno derecho.

¿Por qué no se concedieron a la región los derechos habituales? Porque empresarios, taberneros, cazadores de pieles, mineros y pescadores exigieron carta blanca para explotar las riquezas de Alaska, y tuvieron miedo de que un gobierno autónomo aprobara leyes restrictivas. Y sobre todo, porque en esa época (y posteriormente también) los Estados Unidos tenían prejuicios sobre Alaska. Pasara lo que pasase (por muchas riquezas que se descubrieran, por muchos éxitos que se consiguieran), nunca lo iban a aceptar ni los ciudadanos estadounidenses ni su gobierno. Durante varias generaciones, aquel tesoro quedó abandonado a su suerte en el mar congelado, como un barco vacío cuyo casco se fuera pudriendo lentamente.

A mediados de enero, Arkady Voronov comenzó a temer que una especie de parálisis progresiva se hubiera apoderado de Sitka y el resto de Alaska, pero no comprendió la gravedad del problema hasta que habló con el joven maestro Maxim Luzhin:

- ¡No puedes imaginarte la situación, Arkady! Ha venido al norte, en el barco que trajo a los soldados, un entusiasta empresario californiano. Quiere establecerse aquí y abrir no sé qué negocio. Pero no puede comprar tierras para construir una casa y las oficinas, porque no hay una ordenación del terreno. Y tampoco puede instalar el negocio porque no hay ningún reglamento de comercio. Si se establece aquí, no podrá legar sus propiedades a sus hijos, porque no hay ningún departamento que registre o haga cumplir los testamentos.

Los dos rusos investigaron si había más impedimentos:

- No se puede recurrir al jefe de policía para que proteja los derechos de uno -les aseguraron-, porque no hay policía ni cárcel; ni se puede reclamar en ningún tribunal, porque no hay tribunales ni jueces.

Los dos hombres subieron juntos la colina para comunicar al general Davis que a los rusos les preocupaba su seguridad en semejante caos. Al verlo tan cómodo en sus habitaciones les sorprendió su aspecto apuesto y militar: alto, delgado, muy erguido, con una poblada barba negra, un voluminoso bigote y una romántica mata de pelo negro que le cubría gran parte de la frente. Parecía haber nacido para gobernar, pero la ilusión se hizo trizas en cuanto habló:

- Ojalá pudiera hacer cumplir la ley, pero es que no hay ley alguna. Y no puedo imaginar cómo será porque nadie sabe qué es lo que hará el Congreso. -Le preguntaron qué tipo de gobierno se había instituido, y respondió-: Me parece que según la ley somos un Distrito Aduanero. Supongo que cuando llegue el funcionario de aduanas, será él quien asuma el mando.

Pese a la astucia con que le interrogaron, no lograron arrancar al general ninguna explicación importante, y se fueron confundidos y desalentados; por eso no les sorprendió que, a la llegada de un barco de pasajeros, más de la mitad de los rusos decidiera irse de Alaska y embarcarse hacia Siberia. Cuando el general Davis vio la gran cantidad de personas que se marchaban, trató en vano de persuadirles para que se quedaran; pero ellos estaban hartos de las dudas de los estadounidenses y se negaron a escucharle.

Voronov y Luzhin, que conocían mejor que Davis la categoría de las personas que abandonaban Sitka, pensaron sin embargo: «Los que nos quedamos tendremos más trabajo que hacer y más oportunidades para hacerlo»; este pensamiento esperanzado les consoló, a ellos y a sus esposas, y cada uno de los cuatro decidió convertirse en tan buen ciudadano estadounidense como le fuera posible.

El resto de la historia de los rusos en Alaska puede relatarse con triste rapidez. Una vez se hubo marchado el primer contingente de emigrantes, los indisciplinados soldados estadounidenses, sin una misión precisa que les mantuviera ocupados y sin un jefe severo que les controlara, empezaron a desmandarse; Voronov, igual que los otros rusos que habían decidido quedarse, se escandalizó ante lo que estaba ocurriendo.

Algunas mujeres aleutas que habían trabajado como criadas de familias rusas comenzaron a servir en los cuarteles donde se alojaban los soldados, y en menos de una semana se denunciaron tres desagradables casos de violación. Como no se adoptó ningún castigo contra los soldados, éstos salieron de las murallas y violaron a dos mujeres tlingits, cuyos maridos mataron inmediatamente a un soldado como represalia, aunque no era uno de los violadores.

Este caso en particular se resolvió pagando a los maridos ofendidos veinticinco dólares estadounidenses por cabeza; a la madre del soldado muerto se le envió una medalla, con la noticia de que su hijo había muerto valientemente en combate contra el enemigo.

Pero entonces la violencia se extendió a las familias rusas, que tuvieron que cerrar las puertas con llaves y trancas. Dos hombres se quejaron amargamente ante el general Davis, que no hizo nada. A pesar de todo, Voronov aseguró a su esposa:

- Tanta locura tiene que acabar.

No fue así. Un grupo de soldados borrachos bajó tambaleándose hasta una aldea cercana, donde agredieron a tres mujeres; los tlingits se vengaron con una serie de violentos contraataques, que el general Davis interpretó como una peligrosa sublevación contra el gobierno de los Estados Unidos. Envió un barco cañonero a la aldea rebelde y ordenó que se bombardeara el lugar: la aldea quedó completamente destruida y los tlingits sufrieron muchas bajas.

En consecuencia, se rompieron las relaciones entre las fuerzas de ocupación y los tlingits, con lo cual dejaron de llegar alimentos frescos a la ciudad. Creció la tensión, hasta el punto de que Praskovia, una tarde, cuando volvía de visitar a unos vecinos rusos que tenían problemas, vio algo que la hizo llamar a gritos a su marido.

Cuando los Voronov y los Luzhin llegaron a la puerta principal de la catedral, vieron que en el altar mayor, en el iconostasio y por toda la nave principal de la iglesia, todo lo que se podía romper estaba hecho pedazos; las paredes estaban manchadas de pintura y el púlpito, destrozado. La catedral estaba hecha una ruina; costaría miles de rublos restaurarla, aunque ni siquiera esa cantidad permitiría sustituir los iconos consagrados por el tiempo. Se informó del sacrilegio al general Davis, que se encogió de hombros y absolvió a sus hombres de toda culpa:

- Sin duda, en un momento de descuido se introdujeron algunos tlingits enfadados.

Aquella noche, los rusos con experiencia en la administración o en los negocios se reunieron en casa de los Voronov para discutir qué se podía hacer para proteger sus derechos, quizá incluso la vida; la opinión general fue que, ya que el general Davis no se hacía responsable del comportamiento de los soldados, lo más práctico sería recurrir al capitán del Primer barco extranjero que llegara a Sitka, y Arkady se ofreció voluntario Para esta misión.

Resultó ser un barco francés, cuyo capitán conocía bien el código naval. Después de escuchar las quejas de Voronov, estalló:

- Ningún general decente puede permitir que sus soldados cometan violaciones.

Se fue directamente al castillo, para presentar una protesta formal. La intromisión indignó a Davis; su ayudante, que oyó el nombre de Voronov entre las palabras del capitán, advirtió al francés que, si volvía a intervenir, «ese cañón sabrá cómo actuar».

Aquella noche, tal vez por casualidad, tal vez a propósito, tres soldados entraron en la casa de Voronov, de quien se sabía que estaba ausente por haber acudido a una reunión de protesta, y trataron de violar a Praskovia, que se resistió enérgicamente y salió rápidamente de la casa, pidiendo ayuda a gritos. Antes de que lograra escapar, uno de los hombres la agarró, la arrastró al interior y comenzó a desgarrarle la ropa.

Los vecinos avisaron a Voronov, que llegó corriendo a la casa, a tiempo para encontrar a su esposa en el dormitorio, prácticamente desnuda, peleándose con uñas y dientes con tres hombres, que se reían como locos. Al ver que llegaba el marido, furioso, seguido por tres corpulentos rusos, escaparon, tal como habían planeado, por una ventana de la parte de atrás de la casa, tras romper los cristales, además de toda la vajilla que encontraron a mano.

Los otros rusos quisieron perseguir a los soldados, pero Voronov no lo permitió. En lugar de eso~ recogió la ropa de su esposa, la ayudó a vestirse, y después llenaron apresuradamente tres maletas con todo lo que pudieron meter en ellas. En la oscuridad de la noche, Voronov acompañó a Praskovia y al matrimonio Luzhin junto con sus hijos hasta el puerto, donde estuvieron haciendo señas, en vano, al barco francés. Voronov se quitó los zapatos y la chaqueta, se sumergió en la fría agua y nadó hasta el barco, gritando:

- ¡Capitán Rulon! ¡Solicitamos asilo!

En la oscuridad, la familia Voronov y la familia Luzhin huyeron de Sitka.