IV. LOS EXPLORADORES

El Día de Año Nuevo del 1723, un cosaco destinado en el puesto más oriental de Siberia, en la lejana ciudad de Yakutsk, ucraniano de origen y alto como un gigante, degolló al gobernador, el cual se había comportado como un tirano. Le arrestaron inmediatamente seis jóvenes oficiales, ya que tres no hubieran bastado para dominarlo, y le golpearon, le encadenaron con grilletes y le exhibieron atado a una columna del patio de armas, situado frente al río Lena. Allí, tras recibir diecinueve latigazos en la espalda desnuda, escuchó su sentencia:

- Trofim Zhdanko, cosaco al servicio del zar Pedro (cuya vida ilustre guarde el cielo), se os pondrán grilletes en los tobillos, se os trasladará a San Petersburgo y allí se os ahorcará.

El día siguiente, a las siete de la mañana, horas antes de que saliera el sol en aquella lejana latitud septentrional, partió una tropa de dieciséis soldados hacia la capital rusa, distante 6.500 kilómetros al oeste, y, al cabo de un arriesgado viaje de trescientos veinte días a través de las zonas deshabitadas y poco transitadas de Siberia y de la Rusia central, llegó a Vologda, que pasaba por ser un lugar civilizado, desde donde se adelantaron al galope unos veloces mensajeros para informar al zar de lo que le había ocurrido a su gobernador de Yakutsk. Seis días después, la tropa entregó al prisionero esposado a una húmeda prisión, donde le arrojaron a una mazmorra oscura.

- Lo sabemos todo sobre ti, prisionero Zhdanko -le informó el guardián-. El viernes por la mañana te cuelgan.

La noche siguiente, a las diez y media, un hombre todavía más alto e Imponente que el cosaco abandonó una casa magnífica situada junto al río Neva y se apresuró a subir a un carruaje que le aguardaba, tirado por dos caballos. Iba envuelto en pieles, pero no llevaba sombrero y el viento frío de noviembre agitaba su espesa cabellera. En cuanto se acomodó, se dispusieron delante y detrás del carruaje cuatro jinetes fuertemente armados, porque se trataba de Pedro Romanov, Zar de Todas las Rusias, a quien la historia recordaría como Pedro el Grande.

- A la cárcel de los muelles -ordenó-. ¿No te alegras de que no sea primavera? -gritó después el zar, inclinado hacia el cochero, que conducía Por los callejones helados-. Estas calles estarían llenas de barro.

- Si fuera primavera, sire -gritó a su vez el hombre, con evidente familiaridad-, no iríamos por estos callejones.

- No los llames callejones -le espetó el zar-. El año que viene los van a pavimentar.

Cuando el carruaje llegó a la prisión, que previsoramente Pedro había mandado construir cerca de los muelles, donde habría peleas entre los marineros de todas las naciones marítimas de Europa, el zar bajó de su carruaje sin dar tiempo a que su guardia formase, avanzó a grandes pasos hasta el portón, fuertemente atrancado, y lo golpeó ruidosamente. El vigilante que dormitaba en el interior tardó un minuto en poder acudir, quejoso, a la pequeña mirilla abierta en el centro del portalón.

- ¿Quién arma tanto ruido a estas horas? -preguntó.

- El zar Pedro -respondió amablemente Pedro, sin mostrarse ofendido por el retraso que le causaba aquel funcionario.

El Vigilante, invisible detrás de su mirilla, no delató ningún asombro ante una respuesta tan inusual, pues sabía desde hacía tiempo que el zar era aficionado a hacer visitas sin avisar.

- ¡Abro inmediatamente, sire! -contestó en seguida.

Pedro oyó el crujido de los portones mientras el vigilante los abría. Cuando el carruaje podía pasar por la abertura, el cochero hizo señas a Pedro para que subiera y pudiesen entrar en el patio de la prisión con la debida ceremonia, pero el altísimo gobernante ya se había adelantado a grandes pasos y estaba llamando al jefe de los carceleros.

Antes de que se levantara el jefe, los prisioneros, que se habían despertado por el ruido, al ver quién les visitaba a aquellas horas comenzaron a bombardearle con peticiones:

- ¡Sire, estoy aquí injustamente!

- ¡Sire, mirad qué tunante tenéis en Tobolsk! ¡Me robó mis tierras!

- ¡Justicia, zar Pedro!

El zar, que aunque no prestaba atención a los delincuentes que gritaban sí tomaba buena nota de sus quejas contra cualquier empleado de su gobierno, continuó directamente hasta la pesada puerta de roble en la entrada principal del edificio, donde golpeó con impaciencia la aldaba de hierro; solamente dio un golpe porque en seguida llegó arrastrando los pies el vigilante del portón.

- ¡Mitrofan, es el zar! -anunció a viva voz.

Pedro oyó entonces el ruido de la actividad frenética que se desarrollaba tras las sólidas puertas, construidas con la madera que él había importado de Inglaterra. En menos de un minuto, el carcelero Mitrofan había abierto la puerta y se inclinaba con una reverencia.

- Estoy ansioso por obedecer vuestras órdenes, sire.

- Mejor así -dijo el emperador, mostrando su acuerdo con una palmada en el hombro-. Quiero que traigas al cosaco Trofim Zhdanko.

- ¿Que le traiga adónde, sire?

- A la habitación roja que está frente a la tuya.

Convencido de que sus órdenes se cumplirían de inmediato, sin que nadie lo guiase, el zar se fue a la habitación cuya carpintería había construido él mismo unos años atrás. No era grande, porque Pedro la había ideado, ya en los primeros días de SU nueva ciudad, exactamente para el uso que se proponía darle ahora, y contenía solamente una mesa y tres sillas porque estaba destinada al interrogatorio de los prisioneros: había una silla detrás de la mesa, para el funcionario, otra al lado, para el empleado que tomaría nota de las respuestas, y una más para el prisionero, situada de manera que la luz de la ventana le diera de lleno en la cara. Si era necesario llevar a cabo un interrogatorio por la noche, la luz procedía de una lámpara de aceite de ballena que colgaba del muro, detrás de la cabeza del funcionario. Y, para que el ambiente tuviera la solemnidad que requería su propósito, Pedro había pintado el cuarto de un sombrío color rojo.

Mientras esperaba que trajeran al prisionero, Pedro reacomodó el mobiliario, pues no quería resaltar el hecho de que Zhdanko estaba preso. Sin pedir ayuda, trasladó la estrecha mesa hasta el centro, puso una silla a un lado y las otras dos enfrente. Seguía aguardando la llegada del carcelero, y empezó a pasearse de un lado a otro, como si no pudiera dominar su energía que era tanta; cuando oyó acercarse los pasos por el corredor de piedra, trató de recordar al malhumorado cosaco, a quien cierta vez había sentenciado a prisión. Guardaba de él la imagen de un ucraniano enorme y con bigotes, tan alto como él mismo, que al salir de la cárcel había sido destinado a la ciudad de Yakutsk, donde iba a servir como policía militar, haciendo cumplir las órdenes del gobernador civil. Antes de meterse en problemas serios, había sido un soldado leal.

- Fue una suerte que no le ahorcaran allí mismo -murmuró el zar, al recordar aquellos tiempos mejores.

El cerrojo repiqueteó, se abrió la puerta, y allí estaba Trofim Zhdanko, con su metro ochenta y cinco de estatura, los hombros anchos, el pelo negro, un adusto bigote largo y una gran barba que se erizaba hacia adelante cuando su propietario avanzaba el mentón al discutir. Mientras iba hacia el cuarto de los interrogatorios, rodeado de guardias, el carcelero le había anunciado quién era su visitante nocturno, y por ello el alto cosaco, todavía con grilletes, se inclinó profundamente al entrar y habló con suavidad, no con humildad afectada sino con un respeto sincero:

- Me honráis, sire.

El zar Pedro, que detestaba las barbas y había tratado de prohibirlas en su imperio, contempló por un momento a su hirsuto visitante. Luego, sonrió.

- Carcelero Mitrofan, puedes quitarle los grilletes.

- ¡Pero si es un asesino, sire!

- ¡Los grilletes! -rugió Pedro. Y añadió, suavemente, cuando las cadenas cayeron al suelo de piedra-: Ahora, Mitrofan, sal y llévate a los guardias.

Como uno de los guardias parecía poco decidido a dejar solo al zar con aquel notorio criminal, Pedro se rió entre dientes, se acercó un poco más al cosaco y le dio una palmada en el brazo.

- Siempre he sabido manejar a éste.

Entonces los otros se retiraron, y, cuando se hubieron ido, Pedro indicó al cosaco que ocupara una de las dos sillas, mientras él se sentaba en la de enfrente y apoyaba los codos sobre la mesa.

- Necesito tu ayuda, Zhdanko -comenzó a decir.

- Siempre la habéis tenido, sire.

- Pero esta vez no quiero que asesines a mi gobernador.

- Era una mala persona, sire. Os robaba tanto a vos como a mí.

- Lo sé. Los informes de su mala conducta tardaron en llegarme. Los recibí hace apenas un mes.

- Cuando uno es inocente -confesó Zhdanko, después de hacer una mueca-, viajar encadenado desde Yakutsk a San Petersburgo no es ninguna excursión.

- Si alguien podía soportarlo, ése eras tú -se rió Pedro-. Te envié a Siberia porque sospechaba que allí algún día podrías serme útil -dijo, más serio. Y añadió, sonriendo al hombretón-: Ha llegado el momento.

Zhdanko puso las dos manos sobre la mesa, bien separadas, y miró al zar directamente a los ojos.

- ¿Qué? -preguntó.

Pedro no dijo nada. Se mecía hacia atrás y hacia adelante, como si estuviera desconcertado por algún asunto demasiado complejo que no pudiera explicar con facilidad, y, sin dejar de mirar fijamente al cosaco, le hizo una primera pregunta decisiva:

- ¿Todavía puedo confiar en ti?

- Conocéis la respuesta -contestó Zhdanko, sin mostrarse humilde ni falso.

- ¿Puedes guardar un secreto importante?

- Nunca me han confiado ninguno, pero… supongo que sí.

- ¿No estás seguro?

- Nunca me han puesto a prueba. -Como comprendió que podía haber parecido poco respetuoso, añadió, con firmeza-: Sí. Si me advertís que debo mantener la boca cerrada, sí puedo.

- Juras mantener la boca cerrada?

- Lo juro.

Pedro aceptó su promesa con un gesto de satisfacción, se levantó de la silla en dirección a la puerta, la abrió y gritó hacia el pasillo:

- Traednos cerveza. Cerveza alemana.

Cuando entró el carcelero Mitrofan con una jarra llena del líquido oscuro y con dos grandes vasos, encontró al cosaco y al zar sentados delante de la mesa, en el centro de la habitación, uno junto al otro, como dos amigos.

Hacía un año que no probaba esto -dijo Zhdanko en cuanto bebió el primer trago.

Entonces Pedro inició una conversación sobre el asunto que iba a cobrar gran importancia en su vida durante los meses siguientes, y en la existencia entera de Zhdanko:

- Estoy muy preocupado por Siberia, Trofim. -Era la primera vez que usaba el nombre de pila del prisionero y los dos fueron conscientes de lo que aquello significaba.

- Esos perros siberianos son difíciles de manejar -asintió el cosaco-, pero son cachorros comparados con los chukchis de la península.

- Son los chukchis quienes me interesan -dijo el zar-, Cuéntame.

- Me he enfrentado dos veces con ellos y las dos veces he perdido. Pero estoy seguro de que se pueden dominar, si se actúa adecuadamente.

- ¿Quiénes son?

Era evidente que el zar estaba retrasando la cuestión. No le interesaban las dotes guerreras de aquellos chukchis establecidos en el lejano extremo de su imperio. Todos los grupos que sus soldados y administradores habían encontrado durante su marcha irresistible hacia el este se habían mostrado difíciles al principio, pero sumisos después, cuando se aplicaba un gobierno de confianza y se les trataba con resolución, y estaba seguro de que ocurriría lo mismo con los chukchis.

- Como OS dije en mi primer informe, se parecen más a los chinos (en su aspecto y sus costumbres, quiero decir) que a los rusos como Vuestra majestad, o que a nosotros, los ucranianos.

- Pero no serán aliados de los chinos, espero.

- Ningún chino les ha visto nunca. Ni tampoco muchos rusos. Vuestro gobernador… -hubo una breve vacilación-, el que murió, les tenía un miedo mortal.

- Pero, ¿tú has estado entre ellos?

Era una invitación para que Zhdanko se hiciese el héroe, pero él se contuvo.

- Dos veces, sire, aunque no por propia voluntad.

- Cuéntamelo. Si lo incluiste en el informe, lo he olvidado.

- No lo incluí en el informe porque no me fue muy bien.

Entonces, en el silencio de la habitación, cerca de la medianoche, el cosaco narró al zar sus dos intentos de navegar hacia el norte, desde los cuarteles de Yakutsk, en la orilla izquierda del gran Lena, el mayor río del este, y cómo había fracasado la primera vez debido a la oposición de las tribus siberianas hostiles que infestaban la zona.

- Me gustaría que me hablaras del Lena.

- Un río majestuoso, sire. ¿Habéis oído hablar de las bocas del Lena? Son unos cincuenta riachuelos que desembocan todos en el gran océano del norte. Un páramo de agua. Allí me perdí.

- Pero -repuso suavemente Pedro- seguramente no te encontrarías con ningún chukchi en el Lena ni en sus cincuenta bocas, como las Ramas. Por lo que he oído decir -continuó después de una vacilación-, los chukchis están mucho más al este.

Zhdanko mordió el anzuelo.

- ¡Sí, sí! Están allá, en la península. Donde acaba la tierra. Donde acaba Rusia.

- ¿Cómo lo sabes?

El cosaco alargó una mano hacia atrás para tomar su cerveza y después se volvió a Pedro y le hizo una confesión:

- No se lo he dicho a nadie, sire. Casi todos los hombres que participaron han muerto. Vuestros funcionarios de Yakutsk, como ese maldito gobernador, nunca se interesaron por esto, como si lo que yo había descubierto no tuviera ningún valor. Y dudo que vuestros otros funcionarios, los de aquí, de San Petersburgo, se hubieran interesado tampoco. Sois el primer ruso a quien esto le importa algo, y sé exactamente por qué habéis venido esta noche.

Pedro no se mostró disgustado por aquel estallido inmoderado de rabia, aquella crítica indiscriminada contra sus funcionarios.

- Dime, Zhdanko -preguntó, sonriendo con un aire conciliador- ¿po r qué estoy aquí?

- Porque creéis que yo sé algo importante sobre las tierras del este.

- Sí -dijo Pedro, sonriendo de nuevo-. Sospecho desde hace tiempo que, cuando hiciste ese viaje por río al norte de Yakutsk, del que sí me informaste, no te limitaste a navegar aguas abajo por el Lena hasta sus muchas bocas, como decías en el informe.

- ¿Adónde creéis que fui? -preguntó Zhdanko, como si él también estuviera participando en un juego.

- Creo que te adentraste en el océano del norte y navegaste hacia Oriente, hasta el río Kolimá.

- Así fue. Y descubrí que este río también desemboca en el océano a través de varias bocas.

- Eso me han dicho otros que también las han visto -dijo el zar, con un tono que mostraba su aburrimiento.

- No sería nadie que hubiera llegado a ellas desde el mar -replicó ásperamente Trofim.

Pedro se echó a reír

- Fue en el segundo viaje -continuó el cosaco-, del que no me molesté en informar a vuestro despreciable gobernador.

- Ya te encargaste de él. Deja que su alma descanse.

- Fue en ese viaje cuando me encontré con los chukchis.

Era una revelación tan importante, y estaba tan relacionada con las difíciles preguntas que se planteaban en los círculos cultos de París, Amsterdam y Londres, por no mencionar a Moscú, que a Pedro empezaron a temblarle las manos. De los mejores geógrafos del mundo, hombres que casi no soñaban con otra cosa, había oído dos versiones sobre lo que ocurría en el extremo nordeste de su imperio, en aquellos cabos cubiertos de niebla que pasaban más de medio año congelados, como unas grandes tartas de hielo.

- Eminente sire -habían argumentado algunos, en París-, en el círculo Ártico, e incluso más abajo, vuestra Rusia está conectada ininterrumpidamente por tierra con América del Norte, por lo que no tiene sentido la esperanza de hallar un paso marítimo entre Noruega y Japón, rodeando el extremo oriental de Siberia. Muy al norte, Asia y América del Norte se convierten en una sola tierra.

Pero otros, en Amsterdam y Londres, habían intentado convencerle de lo contrario:

- Recordad lo que os decimos, sire: cuando encontréis marinos valientes, capaces de navegar desde Arkangel, más allá de Nueva Zembla, hasta las bocas del Lena… -el zar no les interrumpió, por no revelar que ya se había conseguido- descubriréis que, si lo desearan, podrían continuar navegando desde el Lena hasta el Kolimá, rodear el cabo más oriental, y descender directamente hasta Japón. Rusia y América del Norte no están unidas. Entre ellas se interpone un mar que, aunque probablemente está congelado la mayor parte del año, no por eso deja de ser un mar, y por lo menos durante el verano quedará abierto.

En los años transcurridos desde la época en que viajaba por Europa y ttrabajaba en astilleros holandeses, Pedro había ido recopilando cualquier retazo de información que pudiera obtener de relatos, rumores, evidencias firmes y de las prudentes especulaciones de geógrafos y filósofos, hasta que, finalmente, aquel año 1723, había llegado a la conclusión de que, entre sus posesiones más occidentales y América del Norte, existía un paso oceánico abierto durante la mayor parte del año. Tras aceptar esta idea como algo probado, pasó a interesarse por otros aspectos del problema y, para resolverlos, necesitaba saber más cosas sobre los chukchis y sobre el peligroso territorio que ocupaban.

- Háblame de tu segundo viaje, Zhdanko. Ése en el que te encontraste con los chukchis.

- Esa vez, al llegar a la desembocadura del Kolimá, me dije: «¿Qué habrá más allá?», y navegué varios días con buen tiempo, confiado en el hábil marino siberiano que capitaneaba mi barco, un hombre que parecía no conocer el miedo. Como ninguno de nosotros entendía las estrellas, no sabemos hasta dónde llegamos, pero el sol no llegó a ponerse en todo aquel tiempo, de modo que debíamos de estar bastante al norte del Círculo, de eso estoy seguro.

- Y ¿qué encontrasteis?

- Un cabo, y después una desviación brusca hacia el sur; y cuando intentamos desembarcar nos topamos con esos condenados chukchis.

- ¿Y qué ocurrió?

- Nos vencieron, dos veces; en batallas campales. Si hubiéramos tratado de desembarcar por la fuerza, no dudo que nos habrían matado.

- ¿Pudiste hablar con ellos?

- No, pero estaban dispuestos a comerciar con nosotros y conocían el valor de lo que tenían.

- ¿Les hiciste preguntas? Por señas, digo.

- Sí. Y nos dijeron que el mar continuaba infinitamente hacia el sur, pero que había unas islas más allá, entre la niebla.

- ¿Navegaste hasta esas islas?

- No. -El cosaco vio que el zar se mostraba desilusionado, y le recordó-: Sire, estábamos lejos de la patria… en un barco pequeño, y no podíamos adivinar dónde estaba la tierra. A decir verdad, teníamos miedo.

El zar Pedro, aunque comprendía que al ser el emperador de un vasto dominio estaba obligado a conocer cuál era la situación en todos sus rincones, no replicó ante aquel reconocimiento sincero del miedo y del fracaso.

- Me pregunto qué hubiera hecho yo -dijo, tras beber un largo trago de Cerveza.

- ¿Quién sabe? -contestó Zhdanko, encogiéndose de hombros.

Pedro se alegró de que el cosaco no exclamara efusivamente: «¡Sire, estoy seguro de que hubiérais continuado!», porque él sí que no estaba nada seguro. Cierta vez, en la travesía de Holanda a Inglaterra le atrapó una fuerte tormenta en el Canal, por lo que sabía a lo que el miedo puede conducir a un hombre, en un barco pequeño. Pero después dio una Palmada, se levantó y empezó a pasearse por el cuarto.

- Escucha, Zhdanko, ya sé que no hay una conexión entre Rusia y América del Norte. Y quiero hacer algo al respecto, pero no ahora sino en el futuro.

Parecía que allí se acababa el interrogatorio, que el zar iba a volver a su palacio inacabado y el cosaco, a su horca; por eso, Zhdanko, peleando por su vida, alargó audazmente la mano y agarró la manga derecha de Pedro, cuidando de no tocar su persona.

- Comerciando, sire, obtuve dos cosas que podrían interesaros.

- ¿De qué se trata?

- Francamente, sire, quiero cambiároslas por mi libertad.

- Si he venido esta noche ha sido para darte la libertad. Abandonarás este sitio para alojarte en el palacio próximo al mío.

Zhdanko se levantó, y los dos hombretones se miraron de cerca, hasta que apareció una gran sonrisa en el rostro del cosaco.

- En ese caso, sire, os ofreceré mis secretos sin compensaciones y con mi gratitud -dijo, y se inclinó para besar el borde forrado de pieles de la túnica de Pedro.

- ¿Dónde están esas cosas secretas? -preguntó Pedro.

- Las hice sacar a escondidas de Siberia -respondió Zhdanko-, y las tiene ocultas una mujer que conocí hace tiempo.

- ¿Vale la pena que vaya a verla esta noche?

- Sí.

Con esta simple declaración, Trofim Zhdanko dejó sus grilletes en el suelo de la cárcel, aceptó el manto de pieles que el carcelero le tendió por orden del zar y, caminando junto a Pedro, cruzó la puerta de roble y subió al carruaje que esperaba, mientras los cuatro jinetes armados formaban para protegerles.Abandonaron los muelles del río, donde Zhdanko pudo ver los tristes maderos de varios buques en construcción, pero, antes de llegar a la zona que conducía al tosco palacio, dieron la vuelta para alejarse del río, tierra adentro, y, en la oscuridad de las dos de la mañana, buscaron un mísero callejón, donde se detuvieron ante una casucha protegida por una puerta sin goznes. Despertaron al ocupante de la casa que, soñoliento, informó a Zhdanko:

- Se fue el año pasado. La encontraréis tres callejones más allá, en una casa con la puerta verde.

Allí supieron que María, la mujer, seguía guardando el valioso paquete que el prisionero Zhdanko le había enviado desde Yakutsk. Cuando volvió a ver a su amigo Trofim, no demostró sorpresa ni alegría, porque la presencia de los soldados le hizo suponer que el corpulento acompañante de Zhdanko era algún funcionario que iba a arrestar al cosaco por aber robado lo que hubiera en el paquete.

- Tomad -murmuró, depositando un bulto grasiento en las manos de Pedro. Después se dirigió a Zhdanko-: Lo siento, Trofim. Espero que no te ahorquen.

El zar desgarró ansiosamente el envoltorio y en su interior encontró dos pieles, cada una de un metro y medio de longitud; era la piel más suave, fina y fuerte que había visto en su vida. Su color pardo oscuro brillaba bajo la débil luz, y tenía los pelos mucho más largos que los de las pieles que él conocía, aunque los comerciantes sólo le traían las mejores. Procedían de la valiosa nutria marina, que habita en las aguas heladas al este de las tierras chukchis, y eran las primeras de su clase que llegaban al mundo occidental. Ya en un primer momento, al examinar aquellas pieles tan especiales, Pedro se dio cuenta de su valor, y pudo imaginarse la gran importancia que adquirirían en las capitales europeas, si era posible suministrarlas en cantidades regulares.

- Son excelentes -opinó Pedro-. Explicad a esta mujer quién soy y dadle algunos rublos por habérmelas guardado.

- Éste es tu zar -le explicó a María el capitán de la guardia, mientras le entregaba unas monedas-. Te da las gracias.

La mujer se arrodilló y le besó las botas. Pero aquella extraña noche no se acabó con su gesto, porque Pedro gritó a uno de los guardias, cuando la mujer iba a incorporarse:

- Tráemela.

Antes de que el hombre regresara, el zar ya había obligado al asombrado Zhdanko a sentarse en la única silla de la choza. El guardia volvió con una navaja larga, roma y de aspecto asesino.

- Ningún hombre, ni siquiera tú, Zhdanko, llevará barba en mi palacio -exclamó Pedro; y, con una energía considerable, procedió a afeitar la barba del cosaco, arrancando también con ella una buena porción de piel.

Trofim no podía protestar, pues, como ciudadano, sabía que la ley le prohibía llevar barba; además, como era un cosaco, tenía que soportar sin inmutarse que aquella navaja mellada le arrancara los pelos de raíz o le cortara la cara. Permaneció impasiblemente sentado hasta el final del afeitado, luego se levantó, se limpió la sangre de la cara descubierta, y dijo:

- Conservad vuestro imperio, sire. Nunca seréis un buen barbero.

Pedro arrojó la navaja a un guardia, que la dejó caer al suelo para no cortarse. Abrazando a su atónito cosaco, el zar le condujo al carruaje.

La aparición de un nuevo tipo de pieles de gran calidad no distrajo a Pedro el Grande de su principal interés, que era la lejana Siberia oriental. Por supuesto, hizo que su sastre, un francés llamado DesArbes, añadiera las pieles a tres de sus atuendos de ceremonia, pero luego se olvidó de ellas, porque su continua preocupación era la actualidad de Rusia: cuál era su situación, qué relaciones mantenía con sus vecinos, y cómo la conservaría para el futuro. Últimamente había sentido unos ocasionales golpes de sangre en la cabeza que le advirtieron que incluso él, tan fuerte, era mortal, por lo que empezó a concentrarse en tres o cuatro grandes proyectos que era preciso orientar o consolidar. Rusia no tenía aún ningún puerto marítimo seguro y, desde luego' ninguno de aguas cálidas. No tenían buenas relaciones con los turcos todopoderosos. A veces, el gobierno interno de Rusia era un desastre, sobre todo en los distritos alejados de San Petersburgo, donde podían esperar ocho meses hasta recibir una carta con instrucciones, y, si el destinatario se retrasaba en obedecer o en contestar, la respuesta podía tardar dos años en regresar a la capital. La red de carreteras era deplorable en todas partes, a excepción de la ruta, bastante pasable, entre las dos ciudades principales, y, en el lejano este, ningún funcionario parecía saber qué ocurría.

Por lo tanto, a pesar de la importancia de las pieles, y, aunque gran parte de la riqueza de Rusia dependía de los valientes tramperos que cazaban en los páramos de Siberia, ninguna acción inmediata se derivó del descubrimiento providencial de que las aguas contiguas a las tierras chukchis podían proporcionar unas pieles tan espléndidas como las de la nutria marina. pedro el Grande había aprendido, más por su experiencia en Europa que por lo visto en Rusia, que en el lejano oriente su nación se enfrentaba a dos peligros potenciales: China y la nación europea que llegase a dominar la costa occidental de América del Norte. Ya sabía que España, a través de su colonia mexicana, tenía una posición de fuerza en la parte de América que daba al océano Pacífico y que, además, su poder se extendía irrebatible por todo el territorio del sur, hasta el cabo de Hornos. Pedro estudiaba constantemente los mapas por entonces disponibles, que cada año eran más completos, y comprendía que, si España trataba de proyectar su poder hacia el norte, cosa probable, tarde o temprano entraría en conflicto con los intereses de Rusia. Por eso le interesaba tanto el comportamiento de España.

Pero, con la intuición que frecuentemente caracteriza a los grandes hombres, especialmente si son responsables del gobierno de su patria, preveía que otras naciones, por entonces más poderosas que España, podían extender también su poder a la costa norteamericana del Pacífico, y vio que, si lo conseguían Francia o Inglaterra, cada una de las cuales tenía dominios en el Atlántico, podría encontrarse con que uno de estos dos países le atacara en Europa, sobre sus fronteras occidentales, y en América, sobre las orientales.

A Pedro le gustaban los barcos, había navegado mucho y estaba convencido de que, si su vida se hubiera desarrollado de otro modo, hubiera llegado a ser un buen capitán y marino. Como consecuencia, le fascinaba la capacidad que tenía un buque de moverse libremente por los mares del mundo. Estaba a punto de conseguir su gran propósito de convertir a Rusia en una potencia marítima europea, y esta posición comportaba tantas ventajas para su imperio que estaba estudiando la posibilidad de construir una flota en Siberia, si la situación lo permitía. Pero antes tenía que saber cuál era la situación.

Por lo tanto, dedicó mucho tiempo a planear un vasto proyecto para fletar en los mares de Siberia un buque ruso sólidamente construido, encargado de explorar la zona, aunque no en busca de una información específica, sino de aquellos conocimientos generales en los que tiene que basarse el jefe de un imperio para poder tomar una decisión prudente. En cuanto a la importante cuestión del punto de contacto entre Siberia y América del Norte, estaba convencido de que no existía. Sin embargo, tenía grandes intereses comerciales en la zona. Pedro mantenía con China, por vía terrestre, Un comercio ventajoso, pero quería saber si sería posible establecerlo más fácilmente por mar. Y tenía mucho interés en comerciar con Japón, cualesquiera que fuesen las condiciones, porque las pocas mercancías que llegaban a Europa desde aquellas tierras misteriosas le entusiasmaban, como a todos los demás, por su calidad. Lo que quería saber, por encima de todo, era lo que hacían en aquel decisivo océano España, Inglaterra y Francia, y quería poder deducir las posibilidades de estos países. Ochenta años después, el presidente estadounidense Thomas Jefferson, un hombre bastante parecido a Pedro, quiso saber lo mismo sobre las posesiones recién adquiridas a lo largo del Pacífico.

Cuando sus ideas se encontraban todavía en estado embrionario y no estructurado que suele preceder a los pensamientos más constructivos, mandó llamar a aquel cosaco en el que había llegado a confiar, aquel hombre rudo e iletrado que parecía mejor informado sobre Siberia que los cultos funcionarios destacados allí por su gobierno, y, después de sonsacarle y comprobar con satisfacción que Zhdanko continuaba conservando su energía y su interés, llegó a una conclusión favorable:

- Tienes veintidós años, Trofim, una edad estupenda. Pronto entrarás en la mejor época del hombre. ¡Señor, cómo me gustaría volver a los veintidós! Tengo pensado -continuó, indicando a Zhdanko que se sentara a su lado en el banco- enviarte de nuevo a Yakutsk. Más allá, tal vez. Quizás hasta la misma Kamchatka.

- Esta vez, ponedme a las órdenes de un gobernador mejor, sire.

- No estarás a las órdenes de un gobernador.

- ¿Y qué podría hacer yo por mi cuenta, sire? No sé leer ni escribir.

- No irás por tu cuenta.

- No comprendo -dijo el cosaco, que se levantó y comenzó a pasearse por la habitación.

- Irás en un barco -explicó Pedro-. Estarás bajo el mando del mejor marino que podamos encontrar. Irás a Tobolsk -continuó Pedro completamente entusiasmado, agitando las manos y hablando con voz cada vez más fuerte, antes de que Trofim pudiera mostrar su estupefacción-, en busca de algunos carpinteros; a Yeniseysk, a por hombres que sepan trabajar con brea; luego, a Yakutsk, donde ya conoces a todo el mundo y puedes aconsejar qué hombres convendría llevar a Ojostsk, donde construirás tu barco. Un barco grande. Yo te daré los planos.

- ¡Sire! -interrumpió Zhdanko-. No sé leer.

- Ya aprenderás; comenzarás hoy mismo, pero, mientras estudies, no digas a nadie por qué lo haces. -Pedro se levantó y comenzó a pasearse por la habitación del brazo de Trofim-. Quiero que busques trabajo en los muelles. Allí estamos construyendo nuestros barcos…

- No entiendo mucho de maderas.

- No te preocupes por la madera. Tienes que escuchar, juzgar, comparar, servirme de ojos y de oídos.

- ¿Para qué?

- Para informarme de quién es el mejor hombre de allí. Alguien que entienda mucho de barcos. Que sepa cómo tratar a los hombres. Sobre todo, Zhdanko, alguien que sea tan valiente como tú has demostrado ser.

El cosaco no dijo nada; no trató de negar su valor con falsa modestia, puesto que lo que había atraído la atención del zar sobre él habían sido sus audaces hazañas en Ucrania, cuando tenía quince años. Pero Pedro apenas podía imaginarse qué valentía había necesitado aquel hombre, que no sabía nada del mar, para aventurarse por el río Lena y para continuar a lo largo de la costa hasta la tierra de los chukchis, y para defenderse durante el trayecto.

- Me gustaría ser el capitán de ese barco -dijo Pedro finalmente, mientras paseaban juntos- y llevarte como oficial al mando de las tropas. Zarparíamos desde la costa de Kamchatka, dondequiera que esté, hacia toda América.

Durante la época que pasó trabajando en los astilleros de día y aprendiendo a leer de noche, Trofim descubrió que la mayoría de los logros que llevaban a cabo en San Petersburgo, (y eran muchos) no estaban a cargo de rusos, sino de especialistas procedentes de otras naciones europeas. Su maestro, Soderlein, era un alemán de Heidelberg, igual que dos de los médicos de la corte. La enseñanza de las matemáticas estaba en manos de unos brillantes parisinos. Había profesores traídos de Amsterdam y Londres que escribían libros sobre diversas materias. Expertos de Lille y Burdeos investigaban sobre astronomía, que interesaba mucho a Pedro. Y, allá donde se necesitasen soluciones prácticas, Trofim se encontraba con ingleses y escoceses, especialmente estos últimos. Éstos dibujaban los planos de los barcos, instalaban las escaleras de caracol en los palacios, enseñaban a los campesinos cómo ocuparse de los animales, y guardaban el dinero. Un día en que Pedro y Trofim discutían la expedición al este, todavía poco definida, el zar dijo:

- Cuando necesites ideas, recurre a los franceses y a los alemanes. Pero si quieres acción, contrata a un inglés o un escocés.

Una vez que llevó unas cartas a la Academia de Moscú, Zhdanko la encontró llena de franceses y alemanes; el portero que le guiaba por los salones recién amueblados le susurró:

- El zar ha contratado a los hombres más brillantes de Europa. Están todos aquí.

- ¿Qué hacen? -preguntó Trofim, aferrado al paquete que llevaba.

- Piensan.

Durante el segundo mes de su aprendizaje, Zhdanko descubrió otro dato sobre su zar: aunque los que se ocupaban de pensar eran los europeos, especialmente franceses y alemanes, eran Pedro y un grupo de rusos como él los que se encargaban de gobernar. Ellos proporcionaban el dinero y decidían dónde tenía que ir el ejército y qué barcos se iban a construir; y eran ellos quienes dirigían Rusia, sin ninguna duda. Y aquello le dejó perplejo, pues, para colaborar en la selección del marino que comandaría la vasta expedición imaginada por Pedro, se sentía obligado a elegir a un ruso que fuera capaz de dirigir una tarea de tal magnitud. Pero, cuanto más observaba a los hombres de la costa y cuantos más informes escuchaba sobre ellos, con más claridad veía que no había ningún ruso remotamente capacitado para aquella tarea, cosa que detestaba decirle a Pedro, hasta que un día tuvo que ser franco, cuando éste le preguntó cómo marchaba su investigación.

- Sé de dos alemanes, un sueco y un danés que podrían servir. Pero los alemanes, con sus modales altaneros, no podrían dirigir a rusos como YO Y, en cuanto al sueco, combatió tres veces contra nosotros en las guerras del Báltico antes de pasarse a nuestro bando.

- Le hundimos todos los barcos -se rió Pedro-, de modo que tenía que unirse a nosotros, si quería seguir siendo marino. ¿Te refieres a Lundberg?

- Sí, es muy buen hombre. Si le escogéis, confiaré en él.

- Y, ¿quién es el danés? -preguntó Pedro.

- Vitus Bering, capitán de segundo rango. Sus hombres hablan bien de él.

- Yo también -asintió el zar, y el asunto no volvió a discutirse.

A solas, Pedro reflexionó profundamente sobre lo que sabía de Bering:

«Le conocí hace veinte años, el día en que nuestra flota de adiestramiento se detuvo en Holanda. Nuestros almirantes estaban tan ansiosos de contar con alguien con experiencia en el mar que le nombraron subteniente sin examinarle. Y eligieron bien, pues ascendió de prisa a capitán de cuarto rango, de tercero y de segundo. Combatió virilmente en nuestra guerra contra los suecos».

Bering, ocho años menor que Pedro, se había retirado con todos los honores a comienzos del año 1724, para establecerse en el majestuoso puerto finlandés de Vyborg, donde esperaba pasar el resto de su vida cuidando su jardín y contemplando los navíos que pasaban por el golfo de Finlandia, rumbo a San Petersburgo. Ya avanzado el verano de aquel mismo año fue llamado a Rusia para entrevistarse con el zar.

- Vitus Bering, hice mal en permitir que te retiraras. Se te necesita para una misión de la mayor importancia.

- Tengo cuarenta y cuatro años, Majestad. Ahora no me ocupo de barcos, sino de jardines.

- Tonterías. Si yo no hiciera falta aquí, iría personalmente.

- Pero vos sois un hombre especial, Majestad.

Bering, un hombrecito rechoncho, de mejillas regordetas, con la boca torcida y el pelo que le caía sobre los ojos, decía la verdad, porque Pedro medía casi cuarenta centímetros más que él y tenía un porte imponente del que él mismo carecía. Era un danés terco y eficiente, como un perro bulldog, que había alcanzado un puesto importante gracias a su determinación y no porque tuviera unas cualidades especiales para el mando. Era lo que los marinos ingleses solían llamar «un lobo de mar», y esos hombres, cuando clavan sus dientes en un proyecto, pueden arrasar.

- A tu modo -dijo Pedro-, y de un modo vital para este proyecto, eres también especial, capitán Bering.

- ¿Y cuál es vuestro proyecto?

De manera típica en él, desde un comienzo Bering adjudicó el proyecto al zar. Fuera lo que fuese, era una idea de Pedro, y para Bering sería un honor colaborar con él.

Zhdanko no oyó la respuesta de Pedro a Bering, pero dejó más adelante un informe de cierta importancia, donde contaba que Pedro le había dado al capitán más o menos la misma explicación que a él: «Dijo que deseaba saber más cosas sobre Kamchatka, dónde terminaban las tierras de los chukchis y qué naciones europeas tenían colonias en la costa oeste de América». Zhdanko estaba seguro de que no se había discutido la posibilidad de que el territorio ruso estuviera unido por tierra con América del Norte: «Ambos hombres daban eso por sabido».

Después, Zhdanko vio deambular por los astilleros durante unas semanas, al regordete danés, que luego desapareció.

- Le han llamado a moscú para reunirse con unos académicos destinados allá -le contó un obrero-. Esos fulanos de Francia y Alemania, lo saben todo y no son capaces de atarse la corbata. Si les hace caso, se meterá en líos.

Dos días antes de Navidad, una festividad que agradaba especialmente a Zhdanko, el capitán Bering estaba de vuelta en San Petersburgo, y le habían convocado a una reunión con el zar, en la que también se esperaba la asistencia de Zhdanko.

- Estáis trabajando demasiado, sire -espetó el cosaco al entrar en la sala de reuniones del palacio-. No tenéis buen aspecto.

Pasando por alto el comentario, Pedro ofreció asiento a los hombres.

- Vitus Bering -dijo, cuando el ambiente se revistió de cierta solemnidad-, te he ascendido a capitán de primer rango porque quiero encomendarte la importante misión de la que hablamos el verano pasado.

Bering comenzó a protestar, diciendo que era indigno de aquel ascenso, pero Pedro, que, desde que había saltado impulsivamente a las aguas heladas de la bahía de Finlandia para rescatar a un marinero que se ahogaba, estaba constantemente enfermo y temía que la muerte interrumpiese sus grandes proyectos, pasó por alto las formalidades:

- Sí, harás una travesía por tierra hasta los límites orientales de nuestro imperio, donde construirás barcos, y llevarás a cabo las exploraciones de las que hablamos.

- Excelsa Majestad, consideraré esta expedición como vuestra y navegaré bajo vuestro mando.

- Bien -repuso Pedro-. Enviaré a nuestros hombres mejor preparados contigo; y, como asistente, tendrás a este cosaco, Trofim Zhdanko, que conoce bien aquellas zonas y goza de mi aprobación personal. Es un hombre de confianza.

Con estas palabras, el zar se levantó y se situó junto a su cosaco; y el gordezuelo Bering, al colocarse entre aquellos dos gigantes, parecía una colina entre dos grandes montañas.

Un mes más tarde, el zar Pedro, merecidamente apodado el Grande, falleció a la temprana edad de cincuenta y tres años, sin haber tenido la ocasión de trazar los detalles del plan. El gobierno de Rusia cayó entonces en manos de su viuda, Catalina I, una mujer extraordinaria, que había nacido en una familia de campesinos lituanos, había quedado huérfana siendo joven y se había casado, a los dieciocho años, con un dragón sueco que la abandonó tras una luna de miel que duró ocho días de un verano. Fue la amante de varios hombres bien situados, hasta que cayó en manos de Un poderoso político ruso que se la presentó a Pedro, el cual, después de que ella le diese tres hijos, se casó con ella de buen grado. Había sido una esposa leal y, ahora, fallecido su esposo, deseaba tan sólo llevar a cabo las órdenes que él había dejado sin cumplir. El 5 de febrero de 1725, concedió a Bering el nombramiento temporal como capitán de flota que éste ostentaría durante la expedición y le entregó las órdenes que debería seguir.

Estaban expuestas en un confuso documento de tres párrafos, cuyo borrador había redactado Pedro en persona poco antes de su muerte; aunque eran claras las instrucciones relativas a la travesía de Rusia y a la construcción de los barcos, no estaba nada claro qué había que hacer con aquellos barcos, una vez construidos. Los almirantes habían interpretado que Bering tenía que averiguar si el este de Asia estaba unido a América del Norte; otros hombres, como Trofim Zhdanko, que había hablado personalmente con Pedro, creían que su intención había sido llevar a cabo un reconocimiento de la costa americana, con la posibilidad de reclamar para Rusia las tierras no ocupadas. Ambas interpretaciones coincidían en que Bering tendría que intentar encontrar colonias europeas en la zona e interceptar los navíos europeos para interrogarlos. Ningún gran explorador, como era Vitus Bering, había iniciado antes un viaje tan largo con unas órdenes tan imprecisas por parte de los patrocinadores que pagaban los gastos. Antes de morir, Pedro sabía, seguramente, cuáles eran sus intenciones, pero los que le sobrevivieron las ignoraban.

Entre San Petersburgo y la costa oriental de Kamchatka, donde debían construirse los barcos, había la pavorosa distancia de 9.400 kilómetros, que superaban los 9.600 si se tenían en cuenta los inevitables desvíos. Las carreteras eran peligrosas o no existían. Era preciso aprovechar los ríos, pero no había embarcaciones para hacerlo. Había que conseguir trabajadores durante el trayecto, en pueblos remotos donde no había nadie cualificado. Había que franquear largos trechos de tierra desierta, que nunca antes había cruzado un grupo de viajeros. Y, lo que acabó resultando más irritante que todo lo demás: no había manera de que los funcionarios de San Petersburgo pudieran avisar a sus delegados en la lejana Siberia de la próxima llegada de aquel grupo de hombres, que les plantearían exigencias que, sencillamente, no podían resolverse en la zona. Al cabo de la segunda semana, Zhdanko le dijo a Bering:

- Esto no es una expedición, es una locura -y esas palabras se repitieron durante la mayor parte del viaje.

Se adelantaron a Bering veintiséis de sus mejores hombres, que conducían veinticinco carretas cargadas con los materiales necesarios, y él les siguió poco después con seis compañeros, incluido su asistente Trofim Zhdanko, con quien estableció la más firme y productiva de las relaciones. Durante el recorrido en troika hasta Solikamsk, una aldea insignificante que marcaba el comienzo de las tierras deshabitadas, los dos hombres tuvieron oportunidad de descubrir cada uno las debilidades del otro, algo que resultó de suma importancia, puesto que el viaje no iba a durar meses, sino años.

Según descubrió su asistente, Vitus Bering era un hombre de principios firmes. Respetaba el trabajo bien hecho, estaba dispuesto a elogiar a sus hombres cuando se desempeñaban bien y se exigía a sí mismo idéntico esfuerzo. No era un hombre de libros, lo cual tranquilizó a Zhdanko, que había tenido problemas con el alfabeto, pero otorgaba gran importancia a los mapas y los estudiaba habitualmente. No era demasiado religioso, aunque rezaba. Sin ser un glotón, apreciaba una comida decente y una bebida reconfortante. Por encima de todo, era un jefe respetuoso con sus hombres, y, como siempre tenía presente que era un danés con autoridad sobre rusos, trataba de no ser nunca arrogante, aunque dejaba en claro que el mando era suyo. Sin embargo, tenía una debilidad que inquietaba al cosaco, el cual tenía un modo muy distinto de dirigir a sus subordinados: Bering, en cualquier momento crítico, hacía lo que los oficiales rusos: reunir a sus subordinados para consultar con ellos la situación que debían enfrentar. Ellos tenían que elaborar sus recomendaciones y presentarlas por escrito, a fin de que el jefe no se viera obligado a asumir toda la responsabilidad si las cosas salían mal. Lo que inquietaba a Zhdanko era que Bering tenía realmente en cuenta las opiniones de sus colaboradores y se guiaba con frecuencia por ellas.

- Yo les preguntaría qué opinan -gruñía Zhdanko-, y después quemaría el documento firmado.

Sin embargo, a pesar de aquel defecto, el corpulento cosaco respetaba a su capitán y juró servirle bien.

Por su parte, Bering veía en Zhdanko a un hombre resuelto y valeroso, que había sido capaz, cuando la crisis de Yakutsk, de arriesgar su vida para matar a su superior, al ver que la conducta irracional de éste ponía en peligro la situación de Rusia en Siberia. El mismo zar Pedro le había confesado a Bering, al informarle sobre Trofim:

- El hombre a quien mató se lo tenía merecido. Zhdanko me ahorró el trabajo.

- En ese caso -preguntó Bering-, ¿por qué le trajisteis encadenado a la capital?

- Tenía que tranquilizarse -contestó Pedro. Y después añadió, riendo-: Y yo tenía proyectado desde siempre utilizarle más adelante para un proyecto importante. El vuestro.

Bering reconocía la enorme fuerza de aquel cosaco, tanto en lo físico como en lo moral, y encontraba un motivo especial para tenerle simpatía, pues, como se decía a sí mismo: «Ha navegado por el río Lena. E intentó explorar los mares del norte». También observó que su asistente tenía un apetito pantagruélico, se enojaba con rapidez, perdonaba con igual prontitud, y tendía siempre a elegir el modo más difícil de hacer las cosas, si representaba un desafío. Al principio del viaje decidió que no pediría consejo a Zhdanko, aunque sí confiaría en su ayuda durante los momentos difíciles. En Solikamsk tuvo oportunidad de poner a prueba sus teorías sobre el cosaco.

Solikamsk era una de esas estaciones de paso poco importantes, donde los viajeros se paran solamente por algo de comida grasienta, para ellos, y por algo de carísima avena, para sus caballos. Había solamente dieciséis toscas chozas y un posadero malhumorado al que llamaban Pavlutsky, que empezó a quejarse en cuanto los hombres y las carretas de Bering cayeron sobre él:

- Nunca ha habido tanta gente aquí. ¿Cómo queréis que yo…

Bering intentó explicar que la nueva emperatriz le había ordenado personalmente aquella empresa.

- Os lo habrá ordenado a vos, no a mí -se quejó Pavlutsky.

Tenía razón en su protesta. El pobre hombre, acostumbrado a que sólo de vez en cuando llegara algún correo solitario de la ruta entre Vologda y Tobolsk, estaba abrumado por aquella afluencia inesperada.

- No puedo hacer nada -avisó.

- Claro que sí -intervino Zhdanko-. Puedes quedarte aquí sentado y no abrir la boca.

Dicho esto, levantó en brazos al posadero y lo dejó caer sobre un taburete. Tras amenazar al hombre con romperle la cabeza si pronunciaba una sola palabra más, el corpulento cosaco empezó a dar órdenes a sus propios hombres y a los de Pavlutsky, para que sacaran toda la comida que hubiese, y reuniesen todo el forraje posible para los caballos. Como en la posada no había más que una parte de lo que precisaban, ordenó a sus hombres que registrasen las chozas cercanas y trajeran, además de provisiones, mujeres para preparar la comida y hombres para ocuparse de los animales.

En media hora, Zhdanko había movilizado a casi todos los habitantes de Solikamsk, y entre el crepúsculo y la medianoche, los aldeanos corrieron frenéticamente arriba y abajo para satisfacer los deseos de los viajeros. A la una de la mañana, cuando habían vaciado sus dos barriles de cerveza, Pavlutsky se acercó humildemente a Bering.

- ¿Quién pagará todo esto? -preguntó.

Bering señaló a Zhdanko, quien rodeó con un brazo los hombros del posadero.

- La zarina -le aseguró-. Os voy a dar una factura que pagará la zarina.

YZhdanko escribió, a la vacilante luz de una lamparilla de aceite: «El capitán de flota Vitus Bering consumió 33 comidas y 47 caballos. Páguese al proveedor Iván Pavlutsky, de Solikamsk».

- Estoy seguro de que os lo pagará -afirmó, mientras entregaba el documento al desconcertado posadero, quien confió que así fuese.

Viajaron en troikas, a través de campos helados, desde Solikamsk hasta la importante parada de Tóbolsk, pero más hacia el este había mucha nieve y se vieron forzados a detenerse allí durante casi nueve semanas, que Zhdanko aprovechó para recorrer la zona y reclutar más soldados, desoyendo las protestas de los comandantes locales. Por su parte, Bering ordenó a un monje y al comisario de una pequeña aldea que se incorporaran también a la expedición, de modo que el grupo contaba con sesenta y siete hombres y cuarenta y siete carretas en el momento de partir de Tóbolsk rumbo al norte.

Al abandonar aquella ciudad, donde habían disfrutado de cierta comodidad, llevaban exactamente cien días de viaje y habían cubierto la considerable distancia de 22,500 kilómetros en lo peor del invierno, pero a partir de allí se acababan los caminos para el correo, que estaban bien atendidos, y ellos se vieron obligados a viajar a lo largo de los ríos, a través de tierras yermas y a la sombra de adustas colinas. Pasaron de la cómoda troika, con sus cálidas pieles, a los carros, a los caballos después, y, finalmente, a las raquetas con las que se calzaban los pies para andar pesadamente a través de la nieve amontonada.

A principios del verano de 1725, solamente habían recorrido 330 kiló metros (Tobolsk, Surgut, Narim), pero al final fueron a parar a una zona fluvial por donde pudieron viajar rápidamente en balsa. Un día llegaron a la lúgubre fortaleza fronteriza de Marakovska, donde Bering pronunció una plegaria por el gran misionero Filofei el arzobispo, quien, pocos años antes, había convertido del paganismo al cristianismo a los habitantes de la zona.

- Acercar las almas humanas al conocimiento de jesucristo es una obra noble -dijo el danés a su asistente.

- ¿Cómo vamos a cruzar las montañas hasta el río Yeniséi con nuestros hombres y con todo este equipaje? -le contestó Zhdanko, que tenía otros problemas.

Lo consiguieron con grandes esfuerzos, y las siguientes semanas avanzaron fácilmente, porque se extendía ante ellos una serie de ríos que pudieron recorrer navegando hasta el pueblo de llimsk, a orillas del Lena, aquel gran río cuya lejana parte alta había explorado Zhdanko en otros tiempos. Pero les esperaba otro invierno abrumador y tuvieron que abandonar sus intentos de continuar hacia el este. En unas chozas miserables, alimentándose mal, sobrevivieron al sombrío invierno de 1725 y 1726, y alistaron a otros treinta herreros y carpinteros. Ahora eran noventa y siete en total, y, si alguna vez se cumplía la remota posibilidad de que llegasen al Pacífico, siquiera con una parte de los materiales que llevaban, estarían en condiciones de construir barcos. Ninguno de ellos, exceptuando a Bering, había visto nunca un auténtico barco, y, desde luego, no habían construido ninguno. Zhdanko había navegado solamente en embarcaciones improvisadas, pero, tal como dijo un carpintero llamado Liya, cuando le reclutaron: «Alguien capaz de construir un bote para el Lena, puede construir un barco para como quiera que se llame el océano que haya por allí».

Vitus Bering rara vez se dejaba arredrar por las circunstancias que escapaban a su control y, cuando se vio encerrado en aquella miserable prisión aislada por la nieve, demostró a Zhdanko y a sus oficiales hasta dónde podía llegar su terquedad. Puesto que no podía avanzar hacia el norte ni hacia el este, dijo:

- Veamos qué hay al sur.

Cuando investigó, le informaron de que el actual voivoda de la importante ciudad de Irkutsk, distante casi quinientos kilómetros, había prestado servicio en Yakutsk, la ciudad hacia la que se encaminaban, aquélla cuyo gobernador había matado Zhdanko.

- ¿Qué clase de hombre era ese Izmailov? -preguntó Bering a su asistente.

- ¡Le conozco bien! -respondió Trofim con entusiasmo-. ¡Uno de los mejores!

Sin más información, los dos hombres emprendieron un arduo viaje en busca de cualquier otro dato que el voivoda pudiera darles sobre Siberia.

Fue inútil viajar hacia el sur, porque, tan pronto como Zhdanko vio al voivoda, comprendió que no era el Izmailov que él conocía. En realidad, el actual gobernador nunca había asomado la nariz por las tierras situadas al este de Iakutsk y no podía prestarles ninguna ayuda para los viajes por aquella zona. Pero el gobernador era un tipo enérgico y deseoso de ser útil.

- Me enviaron aquí desde San Petersburgo hace tres años -les dijoGrigory Voronov, a vuestro servicio.

Al saber que Zhdanko había explorado una vez el territorio del este Y había llegado hasta la aldea siberiana de Ojotsk, le interrogó extensamente sobre la situación de aquellos territorios orientales, que se encontraban bajo su autoridad. Pero también se mostró interesado por los descubrimientos que Bering podría efectuar:

- Os envidio por la oportunidad que tenéis de navegar en esos mares árticos.

Después de conversar los tres durante una hora, Voronov llamó a un criado:

- Dile a la señorita Marina que estos caballeros agradecerían una taza de té y un platillo de dulces.

Poco después, entró en el cuarto una bonita muchacha de dieciséis años, de ojos brillantes, huesos grandes, hombros anchos y una forma de moverse que proclamaba: «Ahora mando yo».

- ¿Quiénes son estos hombres, padre? -preguntó.

- Exploradores de la zarina. -El gobernador se volvió a Bering-: Con respecto al comercio de pieles, tengo noticias buenas y malas. En Kyakhta, en la frontera con Mongolia, los comerciantes chinos nos están comprando pieles a precios extraordinarios. En vuestro viaje deberíais adquirir todas las que os sea posible.

- ¿No es peligroso visitar la frontera? -preguntó Bering, a quien habían dicho que las relaciones entre rusos y chinos eran tensas.

Fue Marina quien respondió, con una voz trémula de entusiasmo:

- Yo he estado allí en dos ocasiones. ¡Qué hombres tan extraños! Tienen algo de rusos, algo de mongoles y la mayor parte de chinos. ¡Y qué bullicio, el del mercado!

Las malas noticias del voivoda se referían a la ruta terrestre que conducía a Yakutsk:

- Mis agentes me dicen que sigue siendo la peor de Siberia. Sólo los más valientes se atreven a recorrerla.

- Yo fui tres veces -replicó serenamente Zhdanko. Y se apresuró a añadir, con una sonrisa-: En el viaje se pasa un frío espantoso, os lo aseguro.

- A mí me encantaría hacer un viaje así -exclamó Marina.

Cuando los visitantes se retiraron para preparar el viaje hacia el norte, Bering comentó:

- Esa jovencita parece dispuesta a ir a cualquier parte.

Después de regresar a Ilimsk, Vitus Bering y su compañía avanzaron con dificultad a través de casi quinientos kilómetros de tortuoso territorio, y se detuvieron a orillas del río Lena, todavía congelado, hasta que la primavera desheló por fin los valles y los arroyos y pudieron navegar en balsa, a lo largo de unos 1.500 kilómetros, para alcanzar Yakutsk, el puesto más oriental. Allí, Trofim, con gran entusiasmo, mostró a Bering la parte del poderoso Lena que él había recorrido en dos ocasiones, y el capitán danés respetó todavía más a su vigoroso asistente, cuando vio la impresionante masa de agua, que en cierto sentido era ya el océano Ártico.

- Me muero por navegar en ese río -dijo Bering, con profunda emoción-, pero tengo órdenes de ir hacia el este.

- Pero, si nuestro viaje prospera -repuso Zhdanko, con un sentimiento similar-, ¿acaso no veremos el Lena desde el otro extremo?

- Me gustaría ver esas cien bocas de las que me habéis hablado -respondió Bering.

Necesitaron todo el verano y parte del otoño de 1726 para cubrir el recorrido de 1.200 kilómetros entre Yakutsk Y Ojotsk, aquel puerto inhóspito Y solitario en el gran mar del mismo nombre, y llegaron a comprender claramente el sentido de la temible palabra: «Siberia». Se extendían hasta el horizonte vastos páramos en los que no había ninguna señal de habitantes.

Se interponían colinas y montañas, y se encontraban con arroyos turbulentos que tenían que vadear. Los lobos seguían a cualquier grupo humano, a la espera de un accidente que les proporcionara una víctima indefensa. Llegaban desde el norte intempestivas tormentas de nieve, alternadas con ráfagas de calor inesperadas procedentes del sur. Nadie podía planear un recorrido con la esperanza de cubrirlo en el tiempo previsto, y era una locura planificar nada con vistas a una semana o a un mes.

Cuando uno se encontraba en las mesetas solitarias de aquel territorio desértico con un viajero que venía en dirección contraria, podían darse dos casos: que fuera un hombre que no hablase en ningún idioma conocido y no pudiera ofrecer ninguna información; o que fuese un asesino fugado de alguna temible prisión, invisible desde el camino. Era ésa la Siberia que aterrorizaba a los malhechores y los antimonárquicos de la Rusia occidental, puesto que, si los condenaban a aquella monotonía absoluta, eso equivalía habitualmente a la muerte. Y, por aquellos años, lo peor de todo el territorio era la región que tenía que cruzar el capitán de flota Bering, el cual, a finales del otoño, cuando no había llegado al puesto oriental ni siquiera la mitad de su equipaje, comenzaba a pensar que jamás llegaría a ser un verdadero capitán de flota, pues aquella flota parecía condenada a no existir.

Aquel año resultaba enormemente difícil ir y volver entre las dos poblaciones, y muchas veces los porteadores se dejaban caer al suelo, totalmente extenuados, en cuanto llegaban a Ojotsk con sus pesadas cargas. Bering tuvo que efectuar aquel arduo viaje a caballo, pues no era posible atravesar las montañas ni las planicies cubiertas de barro con carretas ni con trineos, y hasta los trineos de carga se atascaban en la nieve. Zhdanko permaneció al principio en el extremo occidental del recorrido, custodiando las provisiones, hasta que, finalmente, en un arrebato de energía, emprendió dos viajes de ida y vuelta.

Cuando consiguió traer los últimos maderos, enflaquecido por el agotamiento, supuso que podría descansar por fin, ya que no creía poder Completar otro viaje; sin embargo, tan pronto comenzaron las nieves del invierno, Bering se enteró de que un reducido grupo de sus hombres se encontraba todavía inmovilizado en las tierras yermas, pero no tuvo necesidad de pedir a su guardia que los rescatara, porque Zhdanko se ofreció voluntariamente.

- Yo iré a buscarlos -afirmó.

Regresó, acompañado de unos pocos hombres como él, a aquellos caminos cubiertos de nieve, en busca de las provisiones vitales, y, afortunadamente, consiguió su propósito, porque en el grupo de trineos que rescató estaban muchas de las herramientas necesarias para construir los barcos.

Si se contaban los desvíos y los retrocesos, Bering y sus hombres habían recorrido más de 8.000 kilómetros desde San Petersburgo, y ya iban a entrar en el tercer invierno de su viaje. Pero las peores dificultades no empezaron hasta entonces, cuando tuvieron que construir dos barcos sin contar con experiencia ni con materiales apropiados. Decidieron que lo conseguirían más rápidamente si en vez de trabajar en el pueblo de Ojotsk se iban más lejos, al otro lado del mar, a la península de Kamchatka, que todavía no estaba colonizada.

Después de tomar esa primera decisión, tenían que pasar a la siguiente cuestión, que era algo complicada: si construían rápidamente un barco provisional con el cual zarpaban de Ojotsk, desembarcarían en la costa occidental de la península, pero la exploración tenía que partir desde la costa oriental. ¿En qué orilla era preciso construir los barcos definitivos? Cuando Bering, siguiendo su costumbre, lo consultó con sus subordinados, pronto surgieron dos opiniones claras. Todos los europeos o los que se habían preparado en Europa recomendaban desembarcar en la costa oeste, atravesar las altas montañas de la península y construir en la costa oriental, y afirmaban: «Desde allí podréis navegar sin obstáculos hacia la meta». Pero los rusos (sobre todo Trofim Zhdanko, que conocía las aguas del norte) argumentaban que lo único sensato era construir los buques en la costa occidental, la más próxima, y después navegar con ellos alrededor del extremo sur de Kamchatka para continuar rumbo norte, hacia el auténtico objetivo.

La recomendación de Zhdanko era muy sensata, porque eso permitía que Bering evitase el agotador transporte del equipo de construcción a través de la cordillera central de Kamchatka, cuyas montañas llegaban a alcanzar los 4.500 metros; sin embargo, tenía un importante punto débil: como, por entonces, nadie sabía hasta dónde se extendía la península por el sur, si Bering seguía el consejo de su asistente, se arriesgaban a pasar un año inútilmente en su intento de llegar al cabo sur, dondequiera que estuviese. En realidad, estaba a unos 220 kilómetros del lugar donde se iban a construir los barcos, y hubieran podido alcanzarlo en cinco o seis días de cómoda navegación; pero los mapas de la época no se basaban en ningún dato comprobado, y los que se arriesgaban a opinar situaban el cabo cientos de kilómetros al sur.

Bering, contra la enérgica protesta de Zhdanko, decidió desembarcar en un lugar solitario y ventoso de la costa oeste, un asentamiento de catorce míseras chozas llamado Bolsheretsk. A finales del verano, el indómito danés, que ya tenía cuarenta y siete años, comenzó allí una operación que sorprendió a sus hombres e infundió el asombro en la imaginación de los marinos y los exploradores que más adelante supieron de ella. Decidió que no podía Permitirse el lujo de perder un cuarto invierno sin hacer nada y ordenó transportar todo el equipo, incluida la madera que se usaría para los barcos, en trineos tirados por perros, cruzando toda la península y por encima de las montañas, que estarían cubiertas de nieve. Lo hizo para poder construir en la costa oriental y embarcarse directamente hacia el norte cuando terminara el invierno. Cuando vio partir a los primeros hombres, extremadamente cargados, Zhdanko se estremeció al imaginar lo que les esperaba más adelante; cuando cerró la marcha con la parte más valiosa del equipo, según lo planeado, apretó los dientes y dijo a sus hombres:

- Allí delante, en las montañas, hay unas tormentas de nieve infernales. Cuando estalle una purga, como las llaman, que cada cual cave su hoyo.

Él y su grupo alcanzaron las montañas más altas en el mes de febrero, cuando la temperatura descendió a 45 grados bajo cero, y, aunque a esas temperaturas no suele soplar el viento, llegó rugiendo una temible purga desde el norte de Asia, que descargó nieve y aguanieve como si disparara balas. Zhdanko nunca se había visto atrapado por una tormenta semejante, pero las conocía de oídas.

- ¡Cavad! -ordenó a sus hombres.

Excavaron furiosamente tres, cuatro, hasta seis metros de nieve a sotavento de unas grandes rocas, y se refugiaron en aquellos agujeros, alrededor de los cuales se iba amontonando la nieve.

Zhdanko tuvo que cavar más de cinco metros antes de tocar base sólida, y, como tenía miedo de morirse si quedaba cubierto a esa profundidad, se iba empujando constantemente hacia arriba por entre la nieve que caía mientras arreciaba la tormenta, hasta que ésta amainó al amanecer, cuando consiguió salir por fin y buscó a sus compañeros. Una vez desenterrados, fuera ya de sus madrigueras, dos de los hombres comenzaron a insistir en regresar al punto de partida, y los otros les hubieran apoyado, de no ser porque Zhdanko, con aquel orgullo feroz que motivaba casi todas sus acciones, derribó sobre la nieve, de un puñetazo, a uno de ellos. Al verle caer, saltó sobre él como un gato montés, empezó a aporrearle en la cabeza con sus fuertes manos, y, cuando estaba a punto de matar a aquel hombre indefenso, uno de los que no había dicho nada intercedió, serenamente:

- ¡No, Trofim!

El hombretón se echó atrás, avergonzado de sí mismo, más por haberse excedido de aquel modo que por haber castigado al hombre. Alargó una mano, arrepentido, para ayudarle a levantarse.

- Ya has trabajado bastante por hoy -le dijo, jocosamente-. Vete a la retaguardia. Pero no trates de escaparte para regresar -añadió después-. No lo conseguirías.

Aquel viaje realizado en pleno invierno a través de la península fue uno de los más infernales en la historia de la exploración, pero Bering consiguió mantener agrupados a sus hombres hasta llegar a la costa oriental, donde inmediatamente les ordenó retirar la nieve, a fin de poder iniciar la construcción del barco. Para el improvisado astillero habían elegido un sitio desolado, que resultó ser el mejor escenario que tuvo Vitus Bering en toda su vida de aventurero. Parecía construir él mismo el buque, porque siempre se presentaba en cualquier punto peligroso, cuando le necesitaban. Trabajaba dieciocho horas al día, aprovechando los largos crepúsculos de la primavera, y, cuando parecía incomprensible algún aspecto de los proyectos decididos en San Petersburgo, él lo descifraba o bien creaba en el acto sus propias reglas. Tenía una increíble capacidad de improvisación.

Durante el trayecto se había perdido la brea para calafatear, pero no servía de nada culpar a nadie. En algún punto de los 9.600 kilómetros recorridos desde la capital (quizá en uno de los botes improvisados con los que surcaron un río sin nombre, o en el espantoso trayecto al este de Yakutsk, o durante las dos grandes ventiscas sufridas en los pasos montañosos de Kamchatka), se había perdido la brea, y el San Gabriel, como decidieron llamar al barco, no podía zarpar si no lo calafateaban, pues por las costuras abiertas de sus flancos entraría agua suficiente para hundirlo en veinte minutos. Bering pasó casi todo el día estudiando el problema.

- Talad esos alerces -ordenó por fin.

Cuando consiguió un gran montón de troncos, hizo que los cortaran a lo largo y destiló de la corteza una especie de sustancia pegajosa que, mezclada con abundante hierba, servía para calafatear, lo que permitió proseguir con la construcción del barco. Pero fue otra invención suya la que le hizo popular entre sus hombres.

- Nadie debe hacerse a la mar en un barco sin licores para las noches frías -les dijo.

Ordenó que recogieran hierbas, pastos y raíces, hasta que tuvo un buen surtido, con el que inició un proceso de fermentación que, tras vanos intentos fallidos, produjo finalmente una bebida fuerte que él llamó aguardiente, y de la cual se proveyeron sus hombres en gran cantidad. Con una intención más práctica, pidió a otros hombres que hirvieran agua de mar para obtener nuevas provisiones de sal, e indicó a Zhdanko que pescara todo lo posible, a fin de preparar un aceite de pescado que reemplazaría a la mantequilla. Secaron los pescados más grandes para sustituir a la carne, de la que carecían, y utilizaron hierbas fuertes entretejidas para fabricar unas sogas que podían servirles en caso de emergencia. Aquel hombre tan tozudo construyó, en solamente noventa y ocho días (desde el 4 de abril hasta el 10 de julio), un barco para alta mar, con el que emprendieron uno de los viajes de exploración más importantes del mundo, y se hizo a la mar tras descansar apenas cuatro días. Entonces se produjo uno de los misterios propios de la vida en el mar: aquel ser atrevido, que había desafiado tantos peligros y llevaba ya tres años y medio en la gesta, navegó rumbo al norte sólo durante treinta y tres días, para dar la vuelta al ver que se acercaba otro invierno, y regresar a la base de Kamchatka, adonde llegó tras viajar únicamente cincuenta y un días en total, contando la ida y la vuelta, aunque en el San Gabriel había provisiones para un año, y medicamentos para cuarenta hombres.

De nuevo en tierra, como estaban a punto de iniciarse las grandes nevadas, los hombres se acurrucaron en unas cabañas improvisadas y pasaron el invierno de 1728 y 1729 sin hacer nada útil. Bering interrogó a un grupo de chukchis, quienes le dijeron que, con frecuencia, en días despejados, se veía una costa misteriosa al otro lado del mar, pero, como continuó haciendo tan mal tiempo, no llegó a ver aquella tierra.

Cuando la primavera trajo el buen tiempo, botó nuevamente el San Gabriel, navegó audazmente durante tres días hacia el este y, después, descorazonado, regresó a Ojotsk. Esta vez, irónicamente, se dirigió hacia el sur, tal como le había sugerido Trofim Zhdanko dos años antes, y rodeó con facilidad el extremo sur de Kamchatka. Si hubiera seguido aquella ruta desde un principio habría dispuesto de meses enteros para navegar por el norte del Pacífico, y se habría ahorrado la espantosa travesía de la península bajo las tormentas de nieve.

Era el momento de volver a casa. Como ya conocía lo bueno y lo malo del sistema siberiano de carreteras y ríos, llegó rápidamente a San Petersburgo, en siete meses y cuatro días. Sus heroicos viajes le habían mantenido ausente durante más de cinco años; pero explorando el mar había pasado apenas tres meses; y la mitad de ese tiempo, en trayectos de regreso.

Ahora bien, puesto que no había recibido instrucciones precisas, no se puede decir que el viaje hubiera sido un fracaso. Por supuesto, Bering no logró confirmar la convicción de Pedro de que Asia y América del Norte no estaban unidas, y tampoco navegó lo suficiente para encontrar colonias españolas o inglesas. Sin embargo, espoleó el interés de los rusos y los europeos por el Pacífico Norte, y dio los primeros pasos para convertir aquella zona desolada en una parte del imperio ruso.

Vitus Bering, el danés testarudo, antes de que pasaran dos meses tras su regreso a la capital, desoyendo las críticas y los reproches que resonaban en sus oídos y lo acusaban de no haber navegado hacia el oeste para alcanzar el río Kolimá, ni hacia el este para demostrar que Asia no estaba unida a América del Norte, tuvo la temeridad de proponer al gobierno ruso una segunda expedición a Kamchatka, la cual, en vez de emplear un centenar de hombres, como en la primera oportunidad, se desarrollaría en una escala que requeriría más de tres mil. Adjuntó a su propuesta un presupuesto detallado que demostraba que podría lograrlo con diez mil rublos.

Lo impresionante de su conducta durante aquella negociación era que Bering se negaba amablemente a admitir que había fracasado la primera vez; y, cuando sus críticos le atacaban por sus supuestos fállos, les sonreía con indulgencia y señalaba:

- Pero yo hice todo lo que me ordenó el zar.

- No encontrasteis a ningún europeo -le decían ellos.

- Porque no había ninguno -replicaba, y continuaba insistiendo al gobierno para que lo enviaran otra vez.

Pero la suma de diez mil rublos no se podía gastar a la ligera y, además, como el mismo Bering admitía, la expedición que tenía pensada podría requerir hasta doce mil, por lo que los funcionarios del gobierno comenzaron a valorar cuidadosamente su competencia. Al entrevistar a sus principales asistentes se encontraron con el cosaco Trofim Zhdanko, quien manifestó que no había observado nada malo en la conducta de Bering durante la primera expedición y que, por no tener familia ni negocios urgentes en el oeste de Rusia, estaba dispuesto a partir otra vez hacia el este.

- Bering es un buen comandante -aseguró a los expertos-. Yo estaba a cargo de las tropas y puedo asegurar que sus hombres trabajaban y es~ taban contentos, cosa nada fácil de conseguir. Sí, me sentiría orgulloso de trabajar otra vez con él.

- Pero, ¿qué hay del hecho de que no llegara lo bastante al norte para demostrar que los dos continentes no están en contacto? -le preguntaron.

La respuesta del cosaco les sorprendió:

- Cierta vez, el zar Pedro me dijo…

- ¿Queréis decir que el zar os consultó? -le interrumpieron, boquiabiertos.

- En efecto. Vino a verme la noche en que iban a ahorcarme.

En ese punto, los interrogadores pusieron fin a la entrevista, para averiguar si el zar Pedro había acudido realmente a una cárcel de los muelles para charlar a medianoche con un cosaco prisionero llamado Trofim Zhdanko;

Como el carcelero Mitrofan confirmó que era cierto que el zar había ido con ese propósito, volvieron apresuradamente a entrevistar a Zhdanko.

- Pedro el Grande, que Dios le tenga en su gloria -comenzó solemnemente Zhdanko-, en el año 1723 ya estaba pensando en la expedición, y seguramente le contó más adelante a Bering lo mismo que discutió conmigo aquella noche. Ya sabía que Rusia y América no estaban en contacto, pero le interesaba saber más cosas sobre América.

- ¿Por qué?

- Porque era el zar. Porque era conveniente que él lo supiera.

Los investigadores acorralaron durante toda la mañana al cosaco, pero únicamente llegaron a saber que Vitus Bering no había fracasado en ninguno de los encargos del zar, salvo en la búsqueda de europeos, y que Zhdanko estaba ansioso por volver a navegar con él.

- Pero tiene cincuenta años -adujo uno de los científicos.

- Y es capaz de trabajar como un hombre de veinte -replicó Trofim.

- Decidme -inquirió bruscamente el jefe de la comisión investigadora-, ¿confiaríais diez mil rublos a Vitus Bering?

- Le confié mi vida y volvería a hacerlo -respondió sinceramente Zhdanko.

Aquel interrogatorio y otros parecidos se llevaron a cabo en el 1730, cuando Trofim tenía veintiocho años, y, durante los años siguientes, se debatió vivamente si la expedición debería llevarse a cabo exclusivamente por mar, lo que resultaría más rápido y más barato, o bien por mar y por tierra, lo que permitiría al gobierno de San Petersburgo obtener más datos sobre Siberia. Se tardó dos años en tomar una decisión, y Bering no pudo abandonar San Petersburgo, por tierra, hasta el 1733, a sus cincuenta y tres años.

Junto con Zhdanko, pasó otros dos crudos inviernos inmovilizado por la nieve en la Rusia central y, una vez más, se detuvo en Ojotsk; entonces comenzaron sus verdaderos problemas, porque los contables de San Petersburgo presentaron al erario ruso un informe devastador:

- Este Vitus Bering, quien nos aseguró que su expedición costaría 10.000 rublos, 12.000 a lo sumo, ha gastado ya más de 300.000 sin pasar de Yakutak. Tampoco ha puesto un pie a bordo de sus dos barcos. No podría, puesto que aún no los ha construido. -Y los aprensivos contables añadían una inteligente predicción-: De este modo, un absurdo experimento presupuestado en 10.000 rublos puede llegar a costar dos millones.

En un sordo e inútil acceso de ira, las autoridades redujeron la paga de Bering a la mitad, y le negaron el ascenso a almirante que había solicitado. Él no se quejó Y, cuando llevaban cuatro años de retraso, se limitó a ajustarse el cinturón, luchó por mantener el buen ánimo de su equipo, y prosiguió la construcción de sus naves. En el 1740, siete años después de abandonar la capital, consiguió botar el San Pedro, que estaría bajo su mando, y el San Pablo, que capitanearía su joven y eficiente colaborador Alexei Chirikov. El 4 de septiembre de aquel mismo año zarpó con los dos barcos, rumbo a su importante viaje de exploración de los mares septentrionales y de las tierras que los rodeaban.

Navegaron valientemente por el mar de Ojotsk, rodearon el extremo sur de Kamchatka y desembarcaron en la ciudad portuaria de Petropávlovsk, recientemente establecida, que cobraría gran importancia a lo largo del siglo y medio siguientes. La ciudad se levantaba en el extremo de una bahía singular, que quedaba protegida por todos sus lados y se abría hacia el sur, lejos de las tormentas. Los barcos anclados quedaban salvaguardados por unos largos brazos de tierra, y en la costa se alineaban cómodas casas para los oficiales y barracones para la tripulación. Aún no vivían civiles, pero constituía una espléndida instalación marítima que con el tiempo llegaría a ser un lugar importante. Bering y Zhdanko se establecieron allí para pasar el octavo invierno de su empresa, que se había prolongado desde el 1734 hasta el 1741.

Uno de los hombres que ocupaban las casas construidas sobre la costa era un naturalista alemán de treinta y dos años, con un talento fuera de lo común; se llamaba Georg Steller y había llegado junto con los astrónomos, los intérpretes y los demás científicos que conferían el necesario prestigio intelectual a la expedición, cosa que él podía realizar mejor que nadie. Ansioso por aprender, había estudiado en cuatro universidades alemanas, las de Wittenberg, Leipzig, Jena y Halle, de las que salió decidido a ampliar los conocimientos de la Humanidad; por eso se dedicó a estudiar durante el viaje por tierra todo el material disponible sobre la geografía, la astronomía y la vida natural de Rusia, desde el mar Báltico hasta el océano Pacífico, y, al término de aquel viaje tedioso e interrumpido por largos retrasos, estaba ansioso por zarpar para visitar islas desconocidas y pisar las costas inexploradas de América del Norte.

- Con suerte, podré descubrir un centenar de nuevos animales, árboles, flores y hierbas -le confió a Zhdanko, en su imbatible entusiasmo.

- Yo creía que toda la hierba era igual.

- ¡Claro que no!

Y el entusiasta alemán, chapurreando el ruso, le describió a Zhdanko veinte o veinticinco variedades de hierba, cuándo florecían, qué animales las comían y la utilidad que podrían tener para el hombre si se sabían cultivar.

Para desviar la conversación de un tema que le interesaba muy poco, Zhdanko comentó:

- A veces habláis de los pájaros y de los peces como si fueran animales.

- ¡Es que lo son, Trofim, lo son! -y siguió otra conferencia que se prolongó durante casi toda la mañana.

- Para mí, un pájaro es un pájaro, y una vaca es una vaca -interrumpió el otro al cabo de un rato.

- ¡Y así debería ser, Trofim! -aplaudió Steller, casi gritando de gozo-. Y para vos, el águila es un pájaro. Y el halibut es un pez. Pero los científicos saben que todas esas bestias, incluido el hombre, son animales.

- Yo no soy un pez, soy un hombre -gritó Zhdanko, irguiendo la espalda.

Steller reaccionó como si el hombretón fuera un alumno brillante de la clase preparatoria, y se inclinó hacia adelante para preguntarle amablemente:

- Pues bien, maestro Trofim: una gallina, ¿qué es? Según cómo, parece un pájaro, pero anda por el suelo.

- Si tiene plumas, es un pájaro.

- Pero también tiene sangre. Y se reproduce sexualmente. De modo que, para los científicos, es un animal.

- ¿Qué animales nuevos os proponéis encontrar?

- Qué pregunta tan tonta, Trofim. ¿Cómo puedo saber qué voy a encontrar si todavía no lo he encontrado? -dijo, riéndose de sí mismo. Y añadió-: Pero he oído hablar de un animal singular, la nutria marina.

- Una vez tuve dos pieles de nutria marina.

Steller estaba ansioso por saber todo lo posible sobre aquel animal legendario, de modo que Trofim le relató cuanto recordaba sobre sus dos pieles de nutria, y le contó cómo se las regaló al zar, bendita fuera su alma, y lo espléndidas que quedaron en las vestiduras de Pedro. Steller se inclinó hacia atrás, observó al cosaco y le dijo, admirado:

- -Deberíais dedicaros a la ciencia, Trofim. Os fijasteis en todo. Es muy interesante. -Entonces asumió de nuevo su papel de maestro-. Veamos: ¿como llamaríais a la nutria marina? Ya sabéis que nada como un pez. Pero es evidente que no es un pez, eso también lo sabéis.

- Si nada, es un pez.

- Pero si yo os empujara ahora mismo por la borda, vos también nadaríais. ¿Os convierte eso en un pez?

- Como no sé nadar, sigo siendo un hombre.

Las dos naves continuaban amarradas en el puerto de Petropávlovsk, pues unos frustrantes accidentes retrasaron su marcha. Para aprovechar el verano a fondo, hubieran debido hacerse a la mar antes de mediados de abril; habían planeado zarpar el primero de mayo, pero hacia finales de aquel mes los obreros todavía estaban haciendo reparaciones y cambios. Además, se supo que estaba completamente estropeada la provisión que tenían de galleta, el principal alimento de los marineros, por lo que la partida tuvo que demorarse otro invierno más. Puesto que tenían que esperar hasta conseguir suficientes provisiones, se convocó una reunión de emergencia, y la plana mayor propuso y confirmó un plan de acción.

Entonces intervino la ciencia, que tanto alababa el alemán Steller, y la aventura se complicó aún más. Hacía más de un siglo, algún sabio había concebido la idea, inspirada en rumores, de que había un vasto territorio entre Asia y América del Norte. Según la leyenda, lo había descubierto el año 1589 el indómito navegante portugués Dom Joáo da Gama, y se suponía que contenía grandes riquezas. Se le dio el nombre de Terra da Gama, y, como podía aportar grandes beneficios al primer país que se apoderara de ella, los rusos tenían la esperanza de que Bering descubriera la isla, trazara sus mapas, permitiera que Steller la explorase en busca de minerales, y ocultara el hecho a las demás naciones.

Pero, como las naves no podrían abandonar el puerto antes de junio Y la temporada de navegación sería corta, era evidente que tendrían que dedicar la mayor parte de los días buenos a la búsqueda de Terra da Gama, y reservar solamente unos pocos para la búsqueda de América; aun así, el 4 de mayo de 1741, los sabios de aquella expedición, que eran muchos, coincidieron en que su obligación principal era encontrar Terra da Gama, y ratificaron con sus firmas la decisión: el comandante Vitus Bering, el capitán Alexei Chirikov, el astrónomo Louis De Lisle de la Croyére, y siete nombres más. El 4 de junio de 1741, cuando ya llevaban un retraso fatal, iniciaron su inútil búsqueda de una tierra inexistente, bautizada con el nombre de un portugués legendario que no había navegado nunca a ninguna parte, por la sencilla razón de que él tampoco había existido nunca.

Cuando se convencieron de que Terra da Gama no existía nihabía existido nunca, los barcos se dirigieron hacia el este, pero tuvieron la mala fortuna de que un vendaval los separase, y, aunque los dos capitanes actuaron correctamente durante una búsqueda frenética que duró dos días, los dos barcos nunca volvieron a verse. El San Pablo de Chirikov no había naufragado sino que continuaba navegando, pero el San Pedro de Bering ya no podía alcanzarlo. Después de navegar inútilmente en una y otra dirección, Bering recuperó el rumbo este, y los barcos rusos se dirigieron hacia América del Norte, manteniendo una formación en tándem.

¿Habría que culpar al capitán de flota Bering (por usar el título que se le había concedido temporalmente al iniciarse la desdichada expedición) por la separación de sus dos barcos? No. Antes de hacerse a la mar, había dado instrucciones detalladísimas para no perder el contacto, y él, cuando menos, siguió sus reglas. Pero le acosaba la mala suerte, como había ocurrido en muchas ocasiones durante su larga exploración de los mares orientales; las tormentas separaron sus barcos y las densas neblinas imposibilitaron su reencuentro. Fue culpa de la mala suerte, no de la ineficacia, y el hecho de que ambos barcos consiguieran llegar a las costas de América del Norte demuestra que las órdenes de Bering fueron claras y que fueron obedecidas.

Pero el 6 de julio cambió la suerte de Bering, pues a las doce y media del mediodía cesó de lloviznar y surgió entre las nieblas que se disipaban un conjunto de las montañas nevadas más altas de América. Se alzaban en el ángulo de lo que sería después la frontera entre Alaska y Canadá, su blanco esplendor alcanzaba los 5.000, los 5.500 y hasta los 5.700 metros en el cielo azul, y había además una veintena de picos menores agrupados. Era un espectáculo magnífico que justificaba todo el viaje, y entusiasmó a los rusos con su promesa de lo que podría ocurrir si conseguían alguna vez la soberanía de aquella tierra majestuosa. Cuando se hizo visible la montaña que Bering llamó San Elías, con sus más de 5.400 metros de altura, fue un momento sobrecogedor. Los europeos habían descubierto Alaska.

Pero los mares que custodiaban aquella tierra prodigiosa del Ártico no solían facilitar una investigación prolongada, y, pocas horas después, el libro de bitácora del San Pedro decía: «Nubes pasajeras, aire denso, imposible orientarse porque la costa está oculta tras unas densas nubes». Al día siguiente, temprano, decía: «Nubes densas, lluvia», y más tarde, la anotación habitual para cualquier barco que intentara navegar por aquellas aguas: «Nubes densas, lluvia».

Al tercer día, cuando hubiera debido empezar la exploración de la tierra recién descubierta, el libro de bitácora indicaba: «Viento, niebla, lluvia. Aunque la tierra no está lejos, debido a la densa niebla y a la lluvia no podemos verla». Por eso, Bering, que descubrió Alaska para Europa, nunca pisó el continente; sin embargo, cuatro días después de avistar el monte San Elías, llegó a una isla estrecha y larga a la que también llamó San Elías, porque era el santo de la fecha. Los rusos posteriores la rebautizaron con el nombre de isla Kayak, por su forma.

Entonces ocurrió uno de los increíbles fracasos de las expediciones de Bering. El capitán, a quien preocupaba fundamentalmente la seguridad de su barco y la necesidad de regresar a Petropávlovsk, decidió realizar solamente una somera inspección de la isla; pero el adjunto Steller, que era quizá el intelecto más brillante de aquellos viajes, protestó casi hasta el límite de la insubordinación, porque su vida durante la última década había estado dedicada exclusivamente a aquel instante supremo en que pisaría una tierra nueva, y armó un alboroto tan infantil que Bering le permitió a regañadientes que efectuase una breve visita a la costa. Cuando abandonó la nave, un trompeta hizo sonar un toque sardónico, como si saludara a algún gran hombre, y los marineros se rieron burlonamente. Steller se llevó consigo como único ayudante a Trofim Zhdanko, a quien había convencido de la importancia de la ciencia. Desembarcaron, y ambos iniciaron un nervioso recorrido para recoger rocas, observar los árboles y escuchar a los pájaros. Trataban de estudiarlo todo al mismo tiempo, porque sabían que en cualquier momento zarparía el San Pedro; y, cuando llevaban solamente siete u ocho horas de recolección, una señal del barco indicó a Zhdanko que estaba a punto de levar anclas.

- ¡Herr Doktor Steller, tenéis que daros prisa!

- Pero es que acabo de empezar.

- El barco está haciendo señales.

- Pues que las haga.

- Señales nerviosas, Herr Doktor.

- ¡Yo sí que estoy nervioso!Tenía motivos para estarlo, pues durante largos años de estudio se había preparado en Alemania para una oportunidad semejante, había recorrido Rusia durante ocho años antes de llegar a Kamchatka, y llevaba últimamente varias semanas en el mar; pero, ahora que por fin desembarcaban en el continente americano, o por lo menos en una de sus islas, a menos de cinco kilómetros de la costa, no le concedían siquiera un día para llevar a cabo su trabajo. Era algo demencial, desconsiderado y absurdo, como le dijo a Zhdanko, pero el cosaco, que en cierto modo era un oficial del barco, sabía obedecer órdenes, y el capitán de flota Bering indicaba con sus señales que la embarcación tenía que regresar inmediatamente, junto con Steller.

En realidad, lo que Bering había dicho era:

- Haced señales a Steller de que si no sube inmediatamente a bordo nos haremos a la mar sin él.

Tenía que pensar en su barco, y, aunque podría haber concedido fácilmente al científico alemán dos o tres días en tierra, era un danés nervioso que no olvidaba el acuerdo firmado antes de zarpar: «Pase lo que pase, el San Pedro y el San Pablo regresarán a Petropávlovsk antes del último día de septiembre de 1741».

- Adjunto Steller -dijo severamente Zhdanko, acercándose al sudoroso científico, que tenía los brazos cargados con diversas muestras-, vuelvo a la embarcación, y vos venís conmigo.

Y, a empujones, se llevó a rastras de la isla al alemán, que protestaba. Esa noche se anotaron en el libro de bitácora los siguientes comentarios:

El esquife ha vuelto con agua, y sus tripulantes informan que han encontrado restos de una hoguera, huellas humanas y un zorro a la carrera. El adjunto Steller ha traído-hierbas.

Más tarde, cuando Bering se disponía a emprender el regreso, envió de nuevo a la isla San Elías a Zhdanko y a unos pocos miembros de la tripulación, con una misión que simbolizaba su interés personal en realizar un buen trabajo para los patronos rusos; pero, en esta ocasión, no permitió que Steller desembarcara, pues le habían informado de la negativa del alemán a suspender su recolección al final de la primera visita a la isla.

Los hombres que han vuelto en el esquife han anunciado el descubrimiento de una choza subterránea, parecida a un sótano, pero sin gente. Han encontrado en la choza pescado seco, arcos y flechas. El capitán comandante ha ordenado a Trofim Zhdanko que lleve a aquella choza varios objetos pertenecientes al gobierno: doce metros de tela verde, dos cuchillos, tabaco chino y pipas.

De este modo, generosa y silenciosamente, se inició el lucrativo comercio que pronto iba a mantener Rusia con los nativos de Alaska. George Steller hizo un resumen más áspero de la jornada: «He pasado diez años preparándome para una tarea de bastante importancia, y se me han concedido diez horas para llevarla a cabo».

Aunque Bering no reconocía el valor de lo que había conseguido Steller en el tiempo asignado, sí lo hizo la historia, ya que el científico había comprendido, durante las breves horas pasadas en la isla, la significación de América del Norte, la naturaleza de sus baluartes occidentales y la importancia que podía llegar a tener para Rusia. Su trabajo de aquel día constituye uno de los mejores ejemplos de cómo puede usarse la inteligencia humana dentro de unos límites restringidos.

Vitus Bering no fue el primer ruso que vio Alaska, pues, cuando su barco, el San Pedro, perdió contacto con el San Pablo, el capitán de éste, Alexei Chirikov, pasó casi tres días enteros buscando a su compañero perdido, hasta que anotó finalmente en su libro de bitácora:

A la quinta hora de la mañana hemos abandonado la búsqueda del San Pedro y, con el asentimiento de todos los oficiales del San Pablo, hemos continuado la marcha.

El joven capitán continuó metódicamente con su exploración, y, el 15 de julio de 1741, un día antes de que Bering divisara la cordillera de grandes montañas' Chirikov avistó tierra unos 750 kilómetros más al sudeste. Mientras navegaba hacia el norte, a lo largo de la costa, pasó cerca de una hermosa isla que más adelante ocuparían los rusos, la isla Baranof, y de la preciosa bahía que albergaría a la capital, Sitka. Durante el trayecto, vieron un volcán nevado, casi perfecto, al que bautizó más adelante un explorador posterior y mucho más famoso: era el monte Edgecumbe; pero no se detuvieron a investigar aquella zona, una de las mejores de la región.

Sin embargo, un poco más al norte, el capitán Chirikov envió a otra isla una lancha, al mando del patrón de flota Dementiev, asistido por diez hombres armados. El bote se perdió de vista entre un nido de pequeñas islas y no volvió a saberse de él. Tras seis días de nerviosa inmovilidad causada por el mal tiempo, el capitán Chirikov embarcó a tres técnicos en un segundo bote (el contramaestre Savelev, el carpintero Polkovnikov y el calafateador Gorin) y les envió en busca del primer grupo.

- Yo también quiero ir -gritó en el último momento el marinero Fadieu, a quien se permitió acompañarlos.

Este bote desapareció también, con lo que los hombres del San Pablo tuvieron que tomar algunas arriesgadas decisiones. No tenían ningún bote pequeño con el que traer a bordo agua o alimentos, y, como sólo les quedaban cuarenta y cinco barriles de agua, se enfrentaban al desastre.

A primera hora de la tarde, los oficiales han adoptado la siguiente decisión, que hacen constar por escrito: continuar directamente hasta el puerto de Petropávlovsk, en la costa oriental de Kamchatka. Se ha ordenado a la tripulación que recoja el agua de lluvia y que se racione.

De este modo, la gran expedición propuesta por Vitus Bering avanzaba vacilante hacia un final improductivo. Ningún oficial había puesto el pie en Alaska propiamente dicha, las exploraciones científicas se habían suspendido, no se había trazado ningún mapa útil, y ya se habían perdido quince hombres. La aventura, que según Bering se podía emprender con diez mil rublos, habría consumido a fin de cuentas los dos millones pronosticados por los contables, y lo único, aparte de lo ya sabido, que habría llegado a demostrar era que Alaska sí existía, y Terra da Gama, no.

Entonces ocurrió lo peor. El barco de Bering, el San Pedro, se dirigió hacia el oeste tras su encuentro con las grandes montañas, siguiendo aproximadamente la grácil curva de las islas Aleutianas, pero la nave avanzaba muy lentamente y, contra el viento, apenas podía recorrer unos veinticinco kilómetros por día. De vez en cuando, los vigías avistaban una de las islas, y también eran visibles algunos de los volcanes que salpicaban la cadena, elevándose perfectos en el cielo, con sus picos cubiertos de nieve.

Poco podía consolar aquella belleza a los marineros, porque les atacó un brote especialmente virulento de escorbuto. Privados de alimentos frescos' y con poca agua potable para acompañar la galleta que les quedaba, comenzaron a hinchárseles las piernas, y los ojos se les volvieron vidriosos. sufrían violentas punzadas de hambre y perdían el equilibrio al andar. La situación empeoraba día a día, hasta que las anotaciones del libro de bitácora se tornaron lúgubres y monótonas:

Tormenta espantosa y olas muy altas… durante todo el día, han barrido la cubierta las olas, desde ambos lados… tempestad muy violenta… veintiún hombres en la lista de enfermos… por voluntad de Dios, Alexei Kiselev ha muerto de escorbuto… veintinueve hombres en la lista de enfermos…

Durante los últimos días en que fue posible continuar con las actividades habituales, el San Pedro se aproximó a la costa de la isla de Lapak, allí donde, 12.000 años antes, el Gran Chamán Azazruk había conducido a sus emigrantes-, encontraron a unos isleños que les proporcionaron agua y carne de foca, lo cual les ayudó a resistir durante el mes de septiembre.

Como la mayor parte de los oficiales de menor rango estaban ya incapacitados por el escorbuto, el esquife enviado a la costa Iba a cargo de Trofim Zhdanko, quien solicitó la asistencia del adjunto George Steller; fue una elección afortunada, pues, a los pocos minutos de estar en tierra, el alemán empezó a corretear de un lado para otro, arrancando hierbas.

- ¡No es momento de tonterías! -protestó Zhdanko.

Pero Steller agitó un manojo de hierbas ante su cara y gritó alegremente:

- ¡Trofim! ¡Esto es antiescorbútico! ¡Puede salvar a todos nuestros enfermos!

Con la ayuda de tres niños aleutas, continuó recogiendo unas hierbas de sabor ácido, que podían combatir el temible escorbuto. De haber tenido tiempo, quizá hubiera podido salvar a los miembros de la tripulación en los que la muerte ya había fijado su mirada.

Pero el hombre en quien aquella breve visita iba a ejercer una influencia más duradera era Trofim Zhdanko, quien se encontró, ya avanzado el día, con una choza excavada en el suelo, como las demás, pero con una fachada recubierta de piedras cuidadosamente dispuestas y con un techo sólido, formado por huesos de ballena y fuertes vigas de madera de deriva. Quiso conocer mejor al hombre que la había construido con tanto cuidado, cuando finalmente se adelantó vacilante un individuo asustado, con el pelo negro caído sobre los ojos y un gran hueso de morsa que le atravesaba el cartílago de la nariz. Zhdanko le entregó algunos de los objetos que le había dado el capitán Bering para entablar relaciones con los nativos.

- Toma: tabaco chino y un espejo de mano. Mírate. ¿Verdad que estás guapo, con ese hueso tan grande que llevas en la cara? Esta tela tan fina es Para tu esposa; estoy seguro de que estás casado, con esa bonita cara que tienes. Y un hacha, una pipa y más tabaco.

El aleuta que recibía aquellos generosos obsequios, de los que el capitán Bering había querido desprenderse antes de volver a Siberia, comprendió que le estaban haciendo regalos cuyo valor ya quedaba probado solamente con el prodigioso espejo, y decidió, siguiendo la costumbre de su pueblo, dar algo a cambio a aquel corpulento forastero, dos cabezas más alto que él. Pero, al contemplar la magnificencia de lo que Zhdanko le había entregado, sobre todo de aquel hacha de metal, se preguntó qué podía darle que no pareciera pobre. Y entonces se acordó de algo.

Indicó por señas a Zhdanko que le siguiera y bajó con él a un depósito subterráneo, de donde el aleuta sacó dos colmillos de ballena, dos pieles de foca y, de la oscuridad del fondo, la piel de una nutria marina, más larga y hermosa que las que Trofim había entregado al zar. Medía más de dos metros y era suave y blanda como un ramo de flores. Zhdanko no ocultó al aleuta que le parecía magnífica.

- ¿Hay muchas de éstas por aquí? -preguntó, señalando el mar.

El hombre demostró que le comprendía, pues agitó los brazos en el aire para indicar abundancia. También indicó que su kayak, varado en la costa, era el mejor de la isla para cazar a las nutrias.

Mientras tanto, Steller había logrado recoger una gran brazada de hierbajos y estaba masticando algunos furiosamente; cuando el contramaestre hizo señas de que la lancha iba a partir, el científico llamó a Zhdanko y le ofreció un puñado de aquella hierba salvadora, cuyo ácido ascórbico contrarrestaría los ataques del escorbuto. Al ver la piel de nutria marina, le recordó a Trofim la conversación que habían mantenido, con la evidente esperanza de que Trofim se la regalara para aumentar su reducida colección. Pero el cosaco no quiso saber nada de eso.

- Qué isla tan maravillosa -manifestó, volviéndole la espalda, ¿Cómo se llamará?

Entonces el alemán demostró su ingenio. Entregó a Zhdanko su brazada de hierbas, se encaró con el aleuta y, con un despliegue muy bien orquestado de movimientos de manos y de labios, le preguntó qué nombre daba su Pueblo a la isla.

- Lapak -contestó el hombre, al cabo de un rato.

Entonces Steller se inclinó para tocar la tierra, se volvió a levantar y abarcó con un gesto de los brazos la isla entera.

- ¿Lapak? -preguntó, y el isleño hizo un gesto afirmativo.

Steller se volvió para contemplar la isla, y vio, hacia el norte, mar afuera, un pequeño cono de roca que surgía del agua; entonces volvió a inquirir con gestos si era un volcán, y el aleuta volvió a asentir.

- ¿Explota? ¿Fuego? ¿Corre lava hacia el mar? ¿Silbidos?

Steller hizo todas aquellas preguntas, que se le contestaron. Le encantaba haber descubierto un volcán en activo e intentó averiguar su nombre, Pero aquel concepto tenía un grado de dificultad demasiado grande para el idioma que acababan de inventar esos hombres en sólo media hora; por eso no pudo saber que, a lo largo de los 12.000 años transcurridos desde que Azazruk viera por primera vez aquel volcán incipiente, que entonces se alzaba apenas treinta metros por encima de la superficie del mar, había entrado en erupción cientos de veces, y, alternativamente, se había elevado en el aire hasta gran altura y casi se había sumergido bajo las olas. En aquel momento alcanzaba una altitud intermedia, de unos 900 metros, y estaba coronado por una ligera cobertura de nieve. Su nombre, en el idioma aleuta, era Qugang, el Silbador.

- Me gustaría volver -le dijo a Steller Trofim Zhdanko, mientras observaba cómo el volcán se alzaba bellamente entre las olas.

- También a mí -replicó el alemán, recogiendo sus hierbas.

El elixir destilado por Steller resultó ser una cura casi perfecta para el escorbuto, porque proporcionaba todos los elementos nutritivos de los que carecía la dieta de galleta y manteca salada de cerdo, que llenaba la barriga pero empobrecía la sangre. Sin embargo, se produjo una de las habituales ironías de la vida en el mar: los mismos hombres cuya vida podía salvarse si bebían aquel brebaje de sabor horrible, se negaron a probarlo. Steller se lo bebió, al igual que Trofim, quien, finalmente, se había convencido de que el científico alemán sabía lo que hacía, y les imitaron también tres oficiales de menor rango, que de este modo salvaron la vida. Pero los otros continuaron negándose, y el mismo capitán Bering les apoyaba.

- Llevaos esta porquería -rugió-. ¿Queréis matarme?

Como Steller protestara amargamente contra la estupidez de rechazar la sustancia salvadora, algunos hombres susurraron:

- No será un condenado alemán el que me haga beber hierba.

A mediados de octubre, mucho después de la fecha en que el San Pedro hubiera debido estar sano y salvo en Petropávlovsk, los hombres que se movían con dificultad por el barco azotado por las tempestades estaban ya agonizando por los efectos fatales del escorbuto, y las anotaciones del libro de bitácora se volvieron patéticas:

Una galerna espantosa. Hoy he enfermado de escorbuto, pero no me cuento entre los enfermos.

Tengo tales dolores en las manos y los pies que apenas puedo cumplir mi guardia. Treinta y dos en la lista de enfermos.

Por voluntad de Dios, ha muerto el soldado Karp Peshenoi, de Yakutsk, y hemos arrojado su cuerpo al mar.

Ha muerto Ivan Petrov, el carpintero naval.

Ha fallecido el tambor Osip Chenstov, de la guarnición siberiana

A las diez en punto ha muerto el trompeta Mikhail Totopstov. Ha entregado su vida el granadero Iván Nebaranov.

El 5 de noviembre de 1741, cuando el San Pedro se acercaba a una de las islas más pobres de los mares septentrionales, mucho más allá de las Aleutianas, el capitán Bering, atacado también de un grave escorbuto, reunió a sus oficiales para analizar objetivamente la trágica situación; abriendo la sesión, Zhdanko leyó el informe preparado por el médico, que estaba demasiado enfermo para participar:

- Tenemos pocos hombres para manejar este barco. Ya han muerto doce. Treinta y cuatro están tan débiles que pueden morir en cualquier momento. El número total de hombres en condiciones de trabajar con las sogas es de diez, siete de los cuales se mueven sólo con mucha dificultad. No tenemos comida fresca y queda muy poca agua.

Ante aquellos hechos indiscutibles, Bering no tenía otra opción y recomendó que su e~nbarcación, en la cual había soñado lograr tantas cosas, fuera varada en aquel desolado lugar, donde intentarían construir un refugio para los marineros más enfermos, que quizá allí tendrían la oportunidad de sobrevivir al crudo invierno que ya se acercaba. Así se hizo, pero, de los primeros cuatro hombres enviados a tierra, tres murieron en el bote de rescate: el cañonero Dergachev, el marinero Emilianov y el soldado siberiano Popkov; el cuarto hombre, el marinero Trakanov, murió en el momento en que le desembarcaban.

A esto siguió un vendaval de tristes anotaciones: murió Stepanov, lo mismo que Ovtsin, Antipin, Esselberg; finalmente, una frase patética:

Debido a la enfermedad, no puedo continuar llevando regularmente el diario y me limito a tomar notas como ésta.

El 1 de diciembre de 1741, durante el día más negro del viaje, el capitán Bering buscó a su asistente y, con un arrebato de energía extraordinario para una persona tan anciana y tan enferma, se paseó por el campamento, animando a todo el mundo y asegurándoles que aquel invierno pasaría, como tantos otros períodos difíciles que habían compartido. Se negaba a admitir que la situación no era difícil, sino algo mucho peor, y cuando Zhdanko trató de explicarle el peligro en que se encontraban, el anciano se detuvo y miró a su asistente.

- No esperaba estas palabras de un ruso sano -dijo.

Al comprender que el capitán divagaba, Zhdanko le condujo amablemente hasta el lecho, pero no consiguió que el viejo león se acostara. Bering continuó moviéndose de un lado a otro y dando órdenes para el gobierno del campamento. Finalmente, se tambaleó, trató de asirse donde no había nada, Y cayó en brazos de Zhdanko.

Le llevaron inconsciente a la cama, de donde ya no se levantó. Durmió durante el segundo día, pero al tercero comenzó a preguntar detalles sobre todo lo que se estaba haciendo a bordo y volvió a desmayarse, lo que Zhdanko consideró una misericordia divina, porque el anciano luchador sufría grandes dolores. El 7 de diciembre, un día intensamente frío, quiso que le llevaran al barco, pero Zhdanko se negó. En los momentos de lucidez, Bering analizaba con inteligencia el trabajo que aún había que efectuar antes de conseguir el éxito de la expedición; él opinaba que lo más conveniente era atrincherarse allí para pasar el invierno, desarmar el San Pedro y construir con la madera una pequeña embarcación de dos palos, navegar con ella hasta Petropávlovsk cuando mejorara el tiempo, y armar allí un barco nuevo de estructura más resistente, con el que volver a explorar seriamente las atractivas tierras próximas a la gran agrupación de montañas que se extendía hasta el mar.

Mientras Bering soñaba, Zhdanko le animaba, y pasó la noche del 7 de diciembre durmiendo junto al extraordinario danés, a quien había llegado a querer y respetar. Hacia las cuatro de la madrugada, Bering se despertó con un montón de planes nuevos y aseguró a Zhdanko que las autoridades de San Petersburgo los aprobarían; cuando quiso explicárselos con detalle recurrió al idioma danés, pero ninguno de sus compatriotas había sobrevivido para interpretarle.

- Volved a dormir, querido capitán -dijo Zhdanko.

El anciano murió poco después de las cinco, en aquella isla barrida por las tormentas. Entonces los supervivientes se hicieron cargo de la situación, tal como Bering había esperado, y, a pesar de las ventiscas y de la mala comida, los cuarenta y seis valientes lograron inspeccionar la isla, establecieron una relación de todas sus posibilidades, y cumplieron exactamente lo que Bering había pensado: aprovechando los restos del antiguo San Pedro, construyeron otro pequeño San Pedro de diez metros de longitud, tres y medio de ancho y uno y medio de profundidad. En aquella embarcación frágil y atestada, los cuarenta y seis hombres navegaron durante los 550 kilómetros que les separaban de Petropávlovsk, donde desembarcaron el 27 de agosto de 1742, después de haber pasado unos agotadores nueve años y ciento sesenta y tres días desde su partida de San Petersburgo, el 18 de marzo de 1733.Cuando desembarcaron, supieron que el otro barco, el San Pablo, también había tenido dificultades. De los setenta y seis oficiales y marineros que habían zarpado en junio, cuatro meses después, en octubre, habían regresado solamente cincuenta y cuatro. Se enteraron de la triste desaparición, en las cercanías de una bella isla, de dos botes con quince marinos experimentados a bordo; y pudieron imaginar los sufrimientos de sus compañeros, cuando escucharon la información de un oficial de la zona:

- En el viaje de regreso a Petropávlovsk les atacó el escorbuto, y murieron muchos de ellos.

Lo peor que se dijo de Vitus Bering fue que había tenido mala suerte. Parecía que todo había conspirado contra él: sus barcos hacían agua, no llegaban a tiempo las provisiones que esperaba, o se perdían, o se las robaban. Muchos capitanes habían emprendido viajes mucho más largos, tanto en distancia como en tiempo, que el de ida y vuelta entre Kamchatka y Alaska realizado por Bering, pero el escorbuto no les había atacado con aquella violencia; él, en cambio, estaba marcado por un destino tan adverso que, en su travesía, relativamente breve, perdió a treinta y seis hombres en un barco y a veintidós en el otro. Y murió sin haber encontrado nunca a los europeos que buscaba.

Sin embargo, aquel danés menudo y valiente dejó un honroso legado, y una tradición marinera en la que se inspiró la flota de una gran nación. Navegó por los mares del norte con una energía que entusiasmaba a sus compañeros, y en los libros de bitácora de sus barcos no hay una sola anotación que indique mala voluntad contra el capitán o que refiera peleas entre los hombres bajo su mando.

Las mismas aguas que recorrió tan infructuosamente, conmemoran en dos lugares su valor. El agua helada que se extiende entre el océano Pacífico y el Ártico lleva su nombre: es el mar de Bering; y parece que el marino le prestó también su carácter. Es un mar severo, se congela hasta endurecerse, es difícil navegar por él cuando se llena de hielo, y castiga a quienes no han sabido calcular su poder. Pero, al mismo tiempo, bulle con una rica fauna, y recompensa generosamente a los buenos cazadores y pescadores. En repetidas ocasiones a lo largo de esta narración, que siempre lo tratará con respeto, volveremos a encontrarnos con este mar, el cual merece llevar el nombre de una personalidad tan firme como la de Bering. A finales del siguiente siglo, acudieron en tropel miles de personas a sus costas, y algunos hallaron en sus mágicas arenas la dorada riqueza de Creso.

Los rusos dieron también su nombre a la desolada isla en la que murió, que constituye la conmemoración más triste que se ha concedido nunca a un buen marino. También habrá siempre quien afirme que no fue tan buen marino, críticos que clamen: «Nunca un navegante tan bueno intentó tanto, lo llevó a cabo con tanta dificultad, y logró tan poco». Y a la historia le resulta difícil dirimir tal debate.

La exploración de Alaska corrió a cargo de dos tipos contrarios de hombres: unos eran decididos exploradores de sólida reputación, como Vitus Bering y los demás personajes históricos que conoceremos dentro de poco; y otros, eran aventureros tercos y anónimos, en busca de negocios, que muchas veces consiguieron mejores resultados que los profesionales que les habían precedido. En los primeros tiempos, esta segunda oleada de hombres estaba formada por pícaros, ladrones, asesinos y vulgares matones, nacidos en Siberia o que habían prestado servicio allí, y el lema de sus primeras incursiones en las islas Aleutianas era breve y claro: «El zar está lejos, en San Petersburgo, y Dios, tan alto en el cielo que no puede vernos. Pero nosotros estamos aquí, en la isla, de modo que hagamos lo que nos convenga».

Trofim Zhdanko, que había sobrevivido milagrosamente a la muerte por inanición durante el invierno pasado en la isla de Bering, se convirtió, por una extraña combinación de circunstancias, en uno de esos comerciantes aventureros. Había llegado al punto más oriental de Rusia, el puerto marítimo de Ojotsk, y suponía que desde allí le enviarían a su casa, pero durante una espera de seis meses fue comprendiendo que no tenía ningún deseo de regresar. «Tengo cuarenta y un años -se decía-, y mi zar ha muerto: ¿qué me queda, pues, en San Petersburgo? Mi familia también ha muerto: ¿qué me queda, entonces, en Ucrania?» Cuanto más consideraba sus limitadas perspectivas, más le atraía quedarse en el este, de modo que comenzó a interesarse por las posibilidades de conseguir un empleo público de cualquier tipo; pero, tras unas pocas averiguaciones, aprendió un hecho básico de la sociedad rusa: «Si hay un buen puesto en cualquiera de las provincias alejadas, como Siberia, se concede siempre a un funcionario nacido en la madre Rusia. Es inútil que los demás presenten una solicitud».

Como ucraniano afincado en Ojotsk, el mejor trabajo al que podía aspirar era el de peón en la construcción del nuevo puerto que se pensaba destinar al comercio con Japón, China y las Aleutianas; eso si alguna vez llegaba a emprenderse tal comercio, algo que parecía improbable puesto que los puertos de las dos primeras naciones estaban cerrados a los barcos rusos y en las Aleutianas no existía puerto alguno. Estaba deprimido y desconcertado, pues pensaba que, de regresar a San Petersburgo ahora que el gobierno estaba en otras manos, podría encontrarse en situaciones desagradables Pero, una mañana de junio del año 1743, cuando estaba holgazaneando al sol, le abordó un hombre moreno, de cuello muy corto y de rasgos mongoles, que evidentemente era un siberiano.

- Soy el caballero Poznikov, comerciante -le dijo-. Parecéis un hombre fuerte.

- He conocido hombres que podían superarme.

- ¿Habéis navegado alguna vez?

- He estado en la otra costa -contestó Zhdanko, señalando hacia América.

El comerciante se sorprendió mucho, le tomó del brazo y le hizo girar en redondo para observarlo mejor.

- ¿Estuvisteis con Bering?

- Yo le enterré. Era un gran hombre.

- Tenéis que venir conmigo. Voy a presentaros a mi esposa.

El comerciante le condujo a una elegante casa que daba al puerto, y allí conoció Zhdanko a madame Poznikova, una arrogante mujer que no era siberiana, desde luego.

- ¿Por qué me presentas a este obrero? -preguntó con cierta aspereza a su marido.

- No es un obrero, cariño -respondió él, muy dócilmente-. Es un marinero.

- ¿Por dónde ha navegado? -inquirió ella.

- Estuvo en América… con Bering.

Al escuchar aquel nombre, la mujer se acercó más a Trofim y, tal como había hecho su esposo en la calle, le hizo volverse para inspeccionarlo mejor, y le movió de un lado a otro la cabezota como si tuviera la impresión de haberle visto antes. Luego se encogió de hombros.

- ¿Vos viajasteis con Bering? -preguntó, con cierto tono desdeñoso.

- En dos ocasiones. Era su asistente.

- ¿Y visteis aquellas islas?

- Bajé a tierra dos veces y, como sabéis, pasamos allí un invierno entero.

- No lo sabía -reconoció ella.

Como le interesaba continuar con la conversación, invitó a Trofim a sentarse mientras iba en busca de una bebida hecha con los arándanos que abundaban en la zona. Antes de reanudar el interrogatorio, se aclaró la garganta.

- Decidme ahora, cosaco, ¿es cierto que hay pieles en aquellas islas?

- por todas partes donde estuvimos.

-Sin embargo, los del primer barco que regresó, el del capitán Chirikov, me dijeron que no habían visto pieles.

- porque ellos no desembarcaron; pero nosotros, sí.

La mujer se levantó bruscamente y empezó a pasearse por la habitación; se sentó después junto a su esposo y le puso una mano en la rodilla, como si le pidiera consejo o le rogara permanecer en silencio.

- Cosaco -preguntó entonces, muy lentamente-, ¿estaríais dispuesto a volver a las islas? Quiero decir, enviado por mi marido. Para traernos pieles.

Zhdanko aspiró profundamente, tratando de disimular el entusiasmo que experimentaba ante aquella ocasión de escapar a una existencia gris en la Rusia occidental.

- Bueno, si se puede…

- ¿Qué queréis decir? -preguntó la mujer, ásperamente-. ¡Si ya lo habéis hecho! Tripulaciones, barcos… -continuó, descartando cualquier otra pregunta con un gesto de la mano-, para eso está Ojotsk. ¿Iríais? -preguntó finalmente, poniéndose bruscamente de pie frente a él.

- ¡Sí! -contestó él, que no vio motivos para retrasar el entusiasmado asentimiento.

Durante la discusión que siguió sobre la organización de la expedición, fue la mujer quien estableció las reglas:

- Navegaréis hasta el nuevo puerto de Petropávlovsk; el viaje de 1.500 kilómetros se puede hacer fácilmente en un sólido barco de Ojotsk, propiedad del gobierno. Allá estaréis a apenas 1.000 o 1.300 kilómetros de la primera isla, así que podréis construir vuestro propio barco y zarpar a principios de la primavera. Pasaréis todo el verano pescando y cazando, para volver en otoño, y cuando lleguéis aquí, Poznikov llevará vuestras pieles a Iacutsk…

- ¿Por qué tan lejos? -preguntó Zhdanko.

- Es la capital de Siberia -le espetó ella-. En esta parte de Siberia, todo lo bueno proviene de Iakutsk. Yo misma soy de Iakutsk -continuó, con una exhibición de modestia-. Mi padre era el voivoda de allí.

Al decir estas palabras, ella y Trofim se señalaron de repente el uno al otro, y rompieron a reír.

- ¿Cuál es el chiste? -preguntó Poznikov.

Ella, muerta de risa, tomó a Trofim de la muñeca y la sacudió con fuerza.

- ¡Es cierto que viajó con Bering! ¡Yo le vi con él! ¿Cuántos años hace de aquello? -preguntó, apartándolo un poco para observarlo.

- Diecisiete -contestó Trofim-. Nos servisteis el té, y vuestro padre nos habló del tráfico de pieles con Mongolia. ¿Alguna vez regresasteis a aquel puesto comercial de la frontera? -preguntó, al cabo de un momento.

- Sí. Allí le conocí a él -señaló al marido que les escuchaba impasible, sin demostrar un gran cariño aunque sí un gran respeto por él-. Voy a contratar a este cosaco ahora mismo, Iván -exclamó, dando una palmada-; será nuestro capitán.

Iván Poznikov era un cincuentón curtido por los crueles vientos de siberia, y todavía más por las duras prácticas que se había visto obligado a emplear en sus tratos con los chukchis, los kalmucks y los chinos. Era alto, menos que Zhdanko aunque más ancho de hombros, y tenía los brazos igual de fuertes; sus manos eran muy grandes y, en varias ocasiones en que tuvo que enfrentarse a un peligro mortal, había ceñido con sus largos dedos el cuello de su adversario y había continuado apretando hasta que el hombre había quedado inerte en sus manos y había muerto. Era igualmente brutal en los negocios, pero como su esposa le había insistido desde el principio de su desigual matrimonio, había permitido que ella se encargase de los asuntos de la familia.

La mañana en que conoció a los Poznikov, Trofim se preguntó cómo era posible que aquella dinámica mujer, la hija de un voivoda enviado desde la capital, hubiera aceptado casarse con un vulgar comerciante siberiano, Pero durante las semanas siguientes advirtió que la pareja controlaba el comercio de pieles de la zona este y recordó el interés que ella había demostrado en esta actividad, cuando era todavía la jovencita que conoció en Iakutsk. Al parecer, había considerado que Poznikov le daría la mejor oportunidad de conocer los misterios de la Siberia oriental, por lo que había renunciado a sus ambiciones sociales, le había aceptado como esposo y había multiplicado por seis el volumen de los negocios del comerciante. Era ella quien controlaba el comercio y tomaba la mayoría de las decisiones importantes.

- Me va mejor cuando le hago caso -confesaba Poznikov.

Un día, mientras los dos hombres intentaban perfeccionar sus proyectos para establecer una cadena de puestos comerciales en las Aleutiannas, Poznikov hizo un comentario casual, que daba a entender que tal vez la proposición de matrimonio había partido de la madame, como la llamaban los dos:

- Estábamos en la frontera con Mongolia y yo, atónito por lo bien que ella conocía los precios de las pieles, le dije: «¡Sois maravillosa!». Para sorpresa mía, ella replicó: «Vos sois maravilloso, Poznikov. juntos formaríamos un equipo poderoso».

Ninguno de los dos hizo más comentarios. Cuando resultó evidente que iban a necesitar mucho más tiempo del previsto para organizar el primer viaje a las Aleutianas, fue madame Poznikova quien sugirió:

- Ha llegado el momento de llevar nuestras pieles a Kyakhta, en la frontera con Mongolia.

Propuso que Zhdanko contratara a seis guardias armados para que lo escoltaran durante los primeros ochocientos kilómetros, entre Ojotsk y Lena, que estaban llenos de bandidos. Empero, una vez arreglados los detalles, Trofim se enteró de que, además de al comerciante y a su esposa, tendría que proteger también al hijo de ambos, un jovencito de dieciséis años, descarado y de malos modales, que llevaba el muy inapropiado nombre de Irmokenti.

Ya durante las primeras horas pasadas en su compañía, Trofim descubrió que el hijo era arrogante, testarudo, brutal en el trato con sus inferiores y absolutamente malcriado por culpa de la madre. Irmokenti lo sabía todo y pretendía tomar todas las decisiones. Como era un muchacho corpulento, sus firmes opiniones tenían más peso del que hubieran tenido de otro modo, y además, experimentaba un placer especial en dar órdenes a Zhdanko, a quien consideraba poco más que un siervo. La distancia a Yakutsk era de 1.300 kilómetros, y pronto se vio que aquel viaje con las pieles no resultaría muy agradable.

Ucrania:

¡De Irkutsk a Ilimsk, a Yakutsk, a Ojotsk! Nombres como ésos quién los va a pronunciar. ¡De Ojotsk a Yakutsk, a Ilimsk, a Irkutsk! Para un cosaco son coser y cantar.

- Qué canción tan estúpida -dijo Irmokenti-. ¡Basta ya!

Pero a los seis guardias les gustaban tanto los extraños nombres y el ritmo quebrado que pronto la columna entera, salvo el muchacho, estaba cantando: «De Ojotsk a Yakutsk a Irkutsk…», y los tediosos kilómetros se habían vuelto más soportables.

Cuando ya habían cubierto más de la mitad del trayecto hasta Yakustk, Trofim se sentía muy complacido con el avance de la marcha y con la amabilidad de los dos Poznikov mayores; por ello, una noche, mientras acampaban en la ladera yerma de una de las montañas de Siberia, llamó por señas al corpulento negociante de cuello corto y bigotes caídos.

- Traje conmigo una piel especial. Creo que es valiosa -murmuró, a la luz de la luna-. ¿Me haríais el favor de venderla cuando llevéis las vuestras a Mongolia?

- Con mucho gusto. ¿Dónde está?

Trofim sacó del interior de su voluminosa blusa aquella piel tan especial que había adquirido en la isla de Lapak. En cuanto Poznikov apreció su extraordinaria calidad, aun antes de acercarla a la luz, adivinó:

- Seguro que esto es nutria marina.

- En efecto -confirmó Trofim.

- No sabía que fueran tan grandes -silbó el comerciante.

- Por allá el mar está lleno.

Al cabo de un momento, Poznikov dispuso la vacilante luz de modo que iluminara la piel sin descubrir su existencia a los seis guardias, que Podían estar espiando, y Zhdanko tuvo ocasión de comprender por qué el siberiano cuellicorto había tenido tanto éxito, incluso antes de casarse con su eficiente mujer. El comerciante levantó las puntas una por una y comprobó su calidad frotándolas entre los dedos; estiró primero suavemente, para asegurarse de que el pelaje no estuviera pegado al cuero con cola, y, después, mientras Zhdanko no miraba, dio un fuerte tirón. Cuando se hubo asegurado de que la piel era auténtica, aunque de una clase que le resultaba desconocida, se la llevó a la cara y luego sopló para separar los pelos y apreciar las sutiles variaciones de color que se producían en toda su longitud. Súbitamente, con un gesto que sobresaltó a Trofim, presionó el pelaje con las dos manos y lo separó para dejar a la vista la piel del animal, a fin de comprobar su estado; y, para acabar, se levantó, se alejó de la lámpara de modo que sólo podía verle Zhdanko, levantó en el aire, por encima de su cabeza, la mano derecha con la que sujetaba un extremo de la magnífica piel, y la dejó caer para que ésta pudiera verse en toda su longitud. Entonces se acercó de nuevo a la luz, envolvió la piel, se sentó junto a Trofim y se la entregó.

- Madame tiene que ver esto -susurró.

Él y Trofim se deslizaron silenciosamente en el interior de la tienda de la señora.

- Hemos encontrado un tesoro -le explicó el marido.

Indicó a Trofim que enseñara la piel a su esposa y a Irmokenti. En cuanto la mujer la vio, trató de calcular su valor utilizando unos recursos muy diferentes a los de su marido. De pie, muy erguida y con la actitud de una princesa, aquella imponente mujer de treinta y cuatro años se cubrió los hombros con la piel, dio unos pasos, se volvió, dio algunos pasos más y se inclinó ante su hijo, como si él la hubiera invitado a bailar. Sólo entonces pronunció su opinión:

- Es una piel muy buena; vale una fortuna.

- Cuánto?-preguntó Trofim, titubeando.

Ella aventuró una cantidad en rublos que equivalía a más de setecientos dólares, y el cosaco exclamó:

- Allá, en el mar, las hay a cientos.

La mujer volvió a examinar la piel, la sopesó y se la llevó a la cara.

- Novecientos, quizá.

Por desgracia, Irmokenti les oyó, y a la mañana siguiente no pudo evitar presumir ante uno de los guardias siberianos:

- Tenemos un nuevo tipo de piel. Vale más de mil rublos.

Y el guardia lo fue contando a los demás guardias durante los días siguientes:

- En esos fardos que siempre están cerrados tienen cientos de pieles que valen mil quinientos rublos cada una.

Entonces los siberianos comenzaron a planear una conspiración. Cuando la pequeña caravana entraba en un cañón flanqueado por unas colinas bajas, uno de los siberianos silbó y, acto seguido, los seis se arrojaron contra los Poznikov y contra Zhdanko, su guardaespaldas personal. Como sabían que tenían que eliminarlo primero a él, se echaron sobre Trofim los tres guardias más corpulentos, armados con garrotes y cuchillos; pensaban que lograrían matarlo inmediatamente, pero él, con el instinto que había desarrollado a lo largo de muchos enfrentamientos similares, previó su ataque y consiguió desembarazarse de ellos haciendo acopio de su enorme fuerza.

Para asombro de los guardias, que al atacar a los tres Poznikov habían confiado en una fácil victoria, la familia resultó ser una manada de tigres siberianos, o algo peor. Madame Poznikova empezó a gritar y a blandir a su alrededor un bastón, que empuñaba con furia y con tino. Su hijo no corrió a esconderse, como hubiera hecho cualquier jovencito asustado de dieciséis años, sino que asió a uno de los hombres por un brazo y le hizo girar hasta arrojarlo contra un árbol, y, cuando el canalla comenzó a tambalearse, Irmokenti saltó sobre él y le dejó inconsciente a fuerza de puñetazos. Pero fue Poznikov en persona quien demostró ser el más valiente, porque, después de librarse del hombre que le había atacado, tras estrangularlo con sus manos enormes, corrió en ayuda de Zhdanko, que aún se defendía de sus tres agresores.

Como uno de los hombres amenazaba el cuello de Trofim con una navaja larga y afilada, Poznikov, que había vencido a los otros dos, saltó sobre él aunque no logró quitarle el arma; desesperado, el hombre hundió profundamente el puñal en el vientre del comerciante, tiró de él hacia arriba y a un lado, y lo dejó clavado para que completara su obra. Poznikov comprendió que estaba herido de muerte, pues la navaja había atravesado fatalmente sus órganos vitales, y en una antigua lengua siberiana llamó a gritos a su esposa, que cesó de blandir su bastón y corrió a su lado.

Al ver lo ocurrido, se convenció, como él, de que la muerte era segura, y entonces tomó el mango del largo cuchillo y lo arrancó del vientre de su esposo, mirando nerviosamente a su alrededor. Vio al hombre a quien su hijo había dejado inconsciente, se arrojó sobre él y le hundió el puñal en la garganta. Se detuvo solamente para arrancarlo y se volvió hacia el bandido que su esposo había derribado, se inclinó sobre él con un grito salvaje y le asestó tres puñaladas en el corazón.

Los otros cuatro guardias, que observaban horrorizados lo que estaba haciendo aquella mujer enloquecida, intentaron huir, abandonando el supuesto botín de pieles de nutria, pero Irmokenti le hizo la zancadilla a uno, le sujetó cuando caía, pidió la navaja a su madre, que se la dio, y entonces apuñaló varias veces al hombre.

En el cañón yacían muertos los tres bandidos siberianos y el comerciante Poznikov, y, después de que Trofim e Irmokenti hubieron sepultado a éste bajo un montón de piedras, la madame, con solemnes palabras, describió lo ocurrido en la lucha:

- Irmokenti ha demostrado mucho coraje y me siento orgullosa de él. Y yo supe qué hacer con la navaja. Pero nos hubieran asesinado a todos si Zhdanko no hubiese logrado mantener a raya a los tres primeros… durante tanto tiempo y con tanto valor.