II. LA FORTALEZA DE HIELO

En el pasado más remoto, y en distintas ocasiones, se produjo, por motivos todavía no aclarados, una gran acumulación de hielo en los Polos, donde se espesaba y extendía cada vez más, hasta que se formaron unas inmensas placas heladas que invadieron los continentes circundantes. La nieve caía con más velocidad de la normal, por lo que no llegaba a fundirse, tal como hubiera hecho en otras circunstancias. Por el contrario, se amontonaba hasta alcanzar alturas considerables, y el peso de la parte superior era tan enorme que la nieve de las primeras capas se helaba; mientras siguió nevando, continuó formándose hielo, hasta alcanzar un espesor de casi dos kilómetros y medio en ciertos lugares. Algunas zonas de la superficie terrestre, muy cargadas de hielo, soportaban un peso tan opresivo e ineludible que empezaron a hundirse visiblemente; de este modo, tierras que se alzaban sobre la superficie del océano descendieron hasta el nivel del mar e incluso por debajo de él.

Cuando en una región determinada la acumulación de hielo se producía sobre una meseta plana, se formaba un enorme casquete de hielo que se extendía con lentitud; pero la violenta formación de la superficie de la Tierra había creado un relieve irregular en el que predominaban los valles y las montañas, por lo que en la mayoría de ocasiones el hielo se depositaba en pendientes, la fuerza de la gravedad lo desplazaba poco a poco hacia elevaciones más bajas y, al descender, por la fuerza de su peso, arrastraba una masa de escombros compuesta por arena, grava, rocas y algún enorme canto rodado. Este transporte de materiales se producía dondequiera que el hielo acumulado entraba en movimiento, pero tenía consecuencias espectaculares cuando se juntaba gran cantidad de nieve en alguna meseta alta. En esos lugares se formaban glaciares que descendían por valles de vertientes pronunciadas, y el hielo desgajaba entonces el suelo del valle y formaba en sus laderas unos surcos muy pronunciados que aún serían visibles a lo largo de los milenios posteriores.

Estos glaciares no podían fluir eternamente; a medida que se adentraban en tierras más bajas y cálidas empezaban a fundirse por los extremos y originaban grandes ríos que transportaban hasta el mar hielo, cantos rodados y aluvión. Eran ríos glaciales de una blancura lechosa, coloreada por los fragmentos de roca que arrastraban, y, cuando se depositaban las piedras que acarreaban, se formaban nuevas tierras con los detritus que dejaba el hielo fundido.

Si el valle que recorría el glaciar llegaba hasta la costa, la impresionante superficie de hielo alcanzaba el borde del mar; allí, con el tiempo, se iban desprendiendo fragmentos del glaciar, del tamaño de una catedral o incluso mayores, y, cuando uno de los icebergs así formados se estrellaba contra el océano, por donde seguiría viajando durante meses, años o décadas como una entidad independiente, el estruendo resonaba en el aire hasta varios kilómetros más allá. Entonces se convertía en un objeto de majestuosa belleza, con la luz del sol que centelleaba en sus altos picos, las olas que jugaban a sus pies y las aves primitivas que le saludaban al pasar, raudas.

Por supuesto, con el tiempo, los grandes icebergs acababan fundiéndose, el agua que llevaban se sumaba a la del océano y las nubes que pasaban por lo alto la recogían, la transportaban tierra adentro y la depositaban en forma de nieve fresca sobre la acumulación de hielo que continuaba extendiéndose y alimentando a los glaciares.

Normalmente (si puede aplicarse esta palabra a una función natural que por su propio carácter es variable) la formación de nieve quedaba compensada por su desaparición al fundirse en agua, de modo que los casquetes de hielo no llegaban a ocupar territorios que no estuvieran ya anteriormente cubiertos por él, aunque el equilibrio se alteró durante los períodos que hemos dado en llamar glaciaciones, cuando el hielo se formaba a gran velocidad sin que le diera tiempo a fundirse y disiparse. Lo que provocó ese desequilibrio es un misterio que fascina a los estudiosos desde hace siglos.

Hay siete u ocho factores que se han sugerido como posible explicación de las glaciaciones: una inclinación del eje terráqueo hacia el sol, que habría provocado la formación de hielo en las partes de la Tierra que hubiesen quedado apartadas, siquiera levemente, del calor solar; la traslación de los polos terrestres, que no están fijos y en algunos períodos se han encontrado cerca del actual ecuador; la órbita elíptica de la Tierra alrededor del Sol, que se desvía de forma que la distancia entre ambos planetas puede variar mucho en el curso de un año; algunos cambios en el interior del mismo Sol, que podrían haber alterado la intensidad del calor que éste emite; posibles alteraciones químicas de la atmósfera; cambios físicos en los océanos; junto con otras interesantes e imaginativas posibilidades.

Estos factores podrían actuar durante un período tan breve como un año de calendario o tan prolongado como cincuenta o cien mil años, por lo que aventurar una teoría que explique cómo interactúan todos para provocar una glaciación resulta, evidentemente, un problema muy complejo y aún no resuelto. Por ofrecer un ejemplo sencillo, si cuatro factores diferentes de un problema complejo operan en ciclos de 13, 17, 23 y 37 años, respectivamente, y si tienen que coincidir todos para producir el efecto deseado, habrá que esperar 188.071 años (13 x 17 x 23 x 37) para que ocurra. Pero si el resultado fuese satisfactorio solamente con la coincidencia de los dos primeros factores, podríamos esperar que ocurriera al cabo de 221 años (13 x 17).

Hoy en día se ha planteado una teoría muy interesante según la cual, en tiempos relativamente recientes, en Europa y en América del Norte se han producido extensos períodos de glaciación obedeciendo a tres ciclos, cuya explicación no se conoce, de unos 100.000, 4 1.000 y 22.000 años. Por motivos no del todo comprendidos, después de estos intervalos el hielo empieza a acumularse y se extiende hasta cubrir zonas en las que durante milenios no ha habido casquetes de hielo ni glaciares. Es posible que con el correr del tiempo se descubran las causas de este fenómeno, que son naturales; los escritores de ciencia ficción incluso imaginan que podrían llegar a ser controlables, de manera que las futuras glaciaciones no se extenderían tan al sur por Europa y América del Norte como ocurrió en el pasado.

Es curioso que en el Polo Sur, que era un continente, con el tiempo llegó a formarse una capa permanente de hielo, mientras que en el Polo Norte, que era mar, no se formó ninguna. Los glaciares que cubrían América del Norte se originaron en los casquetes helados del Canadá; los que inundaron Europa, en los países escandinavos; y los que atacaron a Rusia, junto al mar de Barents. En América del Norte, el hielo se desplazó principalmente hacia el sur, de modo que Alaska nunca se encontró cubierta por una gruesa capa de hielo, a diferencia de Wisconsin, Massachusetts y una docena de estados más. Alaska llegaría a ser conocida como una tierra fría y yerma, cubierta de hielo y de nieve; sin embargo, en toda su historia nunca llegó a tener tanto hielo como el que hubo en ciertas épocas en estados actualmente más habitables, como Connecticut, Massachusetts y Nueva York.

Ha habido muchas glaciaciones en el mundo, entre ellas dos que se prolongaron durante una impresionante cantidad de milenios y aplastaron a gran parte de Europa y América del Norte bajo un monstruoso espesor de hielo. En ese tiempo, los vientos aullaban a través de páramos sin fin, y la noche, gélida, parecía no -acabar. Cuando salía el sol, su resplandor resultaba improductivo, pues brillaba sobre superficies congeladas y muertas. Desapareció cualquier forma visible de vida: las hierbas y los árboles, los gusanos y los insectos, los peces y el resto de animales. Durante aquellos vastos períodos de esterilidad helada imperaba la desolación y debía parecer imposible que algún día volvieran el calor y la vida.

Sin embargo, cada interminable glaciación venía seguida por un intervalo feliz, igualmente largo, durante el cual retrocedía misteriosamente el hielo, y la tierra quedaba libre de su prisión helada, estallaba de energía y volvía a ser capaz de recuperar la vida en todas sus manifestaciones. Otra vez florecía la hierba con la que se alimentaban los animales y éstos se apresuraban a regresar. Los árboles crecían y daban frutos. Los campos, fertilizados por minerales que no se habían aprovechado desde hacía tiempo, rendían cosechas abundantes, y los pájaros cantaban. Los Wisconsin y las Austria del futuro rebosaban de vida, mientras el sol traía de nuevo el calor y el bienestar. El mundo había regresado a una vida de abundancia.

Estas dos primeras grandes glaciaciones se iniciaron hace tanto tiempo (digamos unos 700 millones de años) que podríamos prescindir de ellas; ahora bien, hace aproximadamente dos millones de años, antes de comenzar el registro de la historia, se produjo otra serie de glaciaciones mucho más breves, cuyas fechas, duración y características se conocen con tanta precisión que han llegado a recibir nombres diferentes: de Nebraska, de Kansas, de Illinois, de Wisconsin (y en Europa: Guriz, Mindel, Riss, Würm); en total son seis, porque el último segmento de cada grupo se subdivide en tres partes. No volveremos a referirnos a ellas, por lo que podemos ignorar sus nombres, pero hay dos hechos significativos que no podemos pasar por alto: hace sólo 14.000 años que terminó la última de estas seis recientes glaciaciones; y hace solamente 7.000, en lo que por entonces era América del Norte quedaban todavía restos de glaciares que situaban a sus habitantes en una glaciación. Basándose en el ritmo de ampliación y reducción que normalmente ha seguido el casquete polar, puede deducirse que dentro de 20.000 años habrá otra incursión de hielo en zonas de Estados Unidos situadas tan al sur como Nueva York, Iowa y los estados que hay entre ellos. Claro que, por entonces, si podemos fiarnos de la historia, Alaska estará libre de hielo y será un lugar relativamente atractivo, donde podrán refugiarse los habitantes de los estados del norte.

Alaska no llegó a quedar sumergida bajo esos intensos pesos de agua congelada, pero sufrió el ataque de glaciares aislados, algunos de tamaño considerable, formados en sus propias montañas. Durante una de las glaciaciones menores, en el norte, la cordillera Brooks quedó cubierta por un dedo helado, que talló y reajustó las montañas y excavó hermosos valles. Mucho después, en el sur, en la cordillera Alaska, se adentraron glaciares de cierto tamaño, y aún hoy existen enormes casquetes de hielo de donde surgen glaciares que penetran en las regiones situadas más al sur, donde los vientos del Pacífico traen continuamente precipitaciones que cubren los casquetes con nieve que se acumula hasta formar hielo, tal como ocurría al formarse los primeros casquetes de hielo de Alaska.

Pero la mayor parte del territorio se libró de los glaciares. No se formó ninguno al norte de la cordillera Brooks. No hubo ninguno en la vasta región intermedia situada entre las dos cadenas montañosas y, en algunas zonas aisladas de la región, hacia el sur, tampoco aparecieron los glaciares. El hielo no llegó a cubrir más que un treinta por ciento de la región.

Sin embargo, en Alaska las consecuencias de las glaciaciones posteriores fueron más dramáticas que en cualquier otro lugar de los Estados Unidos, y eso por un motivo que resulta evidente cuando uno cae en la cuenta. Si gran parte de América del Norte queda cubierta por una capa de hielo de grosor superior al kilómetro y medio, el agua congelada tiene que provenir de algún sitio, dado que no ha llegado misteriosamente del espacio exterior. El agua no puede llegar así como así a la superficie de la tierra, sino que debe provenir del agua ya existente, es decir, tiene que haber sido robada al océano. Esto es precisamente lo que ocurrió: los vientos secos que azotaban los océanos levantaban enormes cantidades de agua, que en las latitudes altas caían en forma de lluvia fría, y en forma de nieve cerca de los polos. Cuando este agua quedó comprimida en forma de hielo, se expandió y llegó a cubrir tierras que estaban secas, lo que hizo que la humedad aportada cayera cada vez más en forma de nieve. Por todo ello, los glaciares existentes crecían y se creaban otros nuevos.

En el período que nos ocupa, más reciente, este robo de agua se prolongó durante miles de años, hasta que las acumulaciones de nieve hubieron aumentado enormemente de tamaño y los océanos vieron reducido considerablemente su caudal. Hace apenas 20.000 años, en el peor momento, el nivel de todos los océanos del mundo llegó a ser casi cien metros inferior al actual. Las costas de los estados norteamericanos situados junto al océano Atlántico se extendían muchos más kilómetros hacia el este que ahora; el golfo de México estaba casi completamente seco y Florida no era una península ni Cape Cod un cabo. Las islas del Caribe formaban unas pocas islas grandes y la costa del Canadá no podía ni verse, pues estaba totalmente sofocada por el hielo.

A causa de este marcado descenso del nivel de los océanos, ciertos territorios que hasta entonces habían estado separados quedaron unidos por unos istmos de tierra que emergían al retirarse las aguas. De este modo, Australia quedó ligada a la Antártida; Ceilán, a la India; Chipre, al Asia occidental; e Inglaterra, a Europa. La unión más espectacular fue la de Alaska a Siberia, porque puso en contacto a dos continentes y permitió que de uno a otro pasaran animales y personas. Fue, además, el único nexo al que se dio un nombre propio; los científicos lo bautizaron como Beringia, la tierra desparecida del mar de Bering.

Los geógrafos designan este fenómeno de unión de territorios con la expresión «puente de tierra», que no es muy afortunada porque la imagen relacionada con la palabra «puente» induce a confusiones. La conexión entre Alaska y Siberia no era un puente en el sentido corriente, es decir, una estructura estrecha por la que se puede circular; era el fondo emergido del mar, una franja que medía apenas 90 kilómetros de este a oeste, y más de 750 kilómetros de sur a norte. En su parte más ancha cubría la misma distancia que media entre Atlanta y Nueva York o entre París y Copenhague. Su anchura era cuatro veces mayor que la de casi toda América Central, medida de océano a océano, y, si un hombre se situaba de pie en el centro, no pensaría que estaba en un puente, sino que creería encontrarse sobre una parte significativa de un continente. Invitaba a cruzarlo, sin embargo, y con este paso podemos iniciar la historia de la Alaska habitada. Comienza con los primeros inmigrantes.

Hace unos 385.000 mil años, cuando los océanos y los continentes ocupaban ya la posición que hoy conocemos, estaba abierto el puente de tierra desde Asia, y un animal enorme y pesado, bastante parecido a un elefante de gran tamaño pero con unos enormes colmillos salientes, empezó a avanzar lentamente hacia el este, seguido por cuatro hembras y sus crías. Aunque no era el primero de su raza en cruzar el puente, sí era uno de los más interesantes porque su experiencia vital simbolizaba la gran aventura que emprenderían los animales de ese período.

Era un mastodonte, y lo llamaremos así, pues era el progenitor de todas aquellas bestias grandes y nobles que se extendieron por Alaska. Un millón de años antes había surgido del mismo tronco que produjo el elefante, pero en África, en Europa y, más adelante, en Asia central, había desarrollado características que lo diferenciaban de este primo suyo. Tenía unos colmillos más gruesos y unas paletas delanteras más bajas, así como unas patas más fuertes y el cuerpo cubierto de un pelo más visible. Su comportamiento era muy similar, comía el mismo tipo de alimentos Y su longevidad era más o menos la misma.

Cuando cruzó el puente, que recorría unos ciento diez kilómetros entre Asia y Alaska, Mastodonte tenía cuarenta años y, si escapaba de los feroces felinos que codiciaban su carne, podía esperar vivir hasta cerca de los ochenta. Las cuatro hembras eran mucho más jóvenes y su esperanza de vida era un poco más larga, algo habitual en el reino animal.

Al llegar a Alaska, los nueve mastodontes se encontraron con cuatro tipos de terreno radicalmente distintos, algo diferentes de la tierra que habían abandonado en Asia. En la región más lejana, muy al norte, frente al océano Ártico, había una franja estrecha de desierto ártico; era una tierra estéril e inhóspita, de arenas movedizas, en la que casi no brotaba nada comestible. En invierno, durante las doce semanas en que no salía el sol, el suelo estaba cubierto de una nieve fina que solamente formaba pequeños montículos cuando los intensos vientos barrían el paisaje hasta llevarla junto a alguna colina o un peñasco donde la depositaban.

Como Mastodonte sabía por instinto que ninguno de su especie podría sobrevivir mucho tiempo en aquel desierto, rehuyó la región apartada del norte; de todos modos, le quedaban por explorar otras tres zonas, más valiosas. Al sur del desierto, confundiéndose gradualmente con él, se extendía otra franja relativamente estrecha; era la tundra, que se encontraba perpetuamente helada desde unos treinta a unos sesenta centímetros por debajo de la superficie, pero que allí donde el suelo estaba suficientemente seco como para permitir su crecimiento, era rica en vida vegetal. Abundaban los líquenes suculentos y los musgos, muy nutritivos; había incluso algunos arbustos, cuyas fuertes ramas tenían hojas que podían usarse como alimento. Como los veranos eran demasiado cortos, no había verdaderos árboles, porque no hubieran tenido tiempo de florecer o de desarrollar sus ramas; por lo tanto, aunque en verano, cuando el desarrollo de las plantas se veía estimulado por la casi continua luz del sol, la tundra ofrecía una alimentación adecuada para Mastodonte y su familia, éstos tenían que huir del lugar al acercarse el invierno.

Quedaban, pues, dos áreas suficientemente ricas entre los glaciares del norte y del sur: la primera era una región espléndida y hospitalaria. La gran estepa de Alaska, un territorio donde abundaba la hierba, muy alta por lo general, y que nunca dejaba de ofrecer algún alimento, incluso en los años poco productivos. En la estepa no solían crecer árboles grandes, pero arraigaban algunos grupos de arbustos bajos en algunos puntos aislados y protegidos del viento abrasador; había sobre todo sauces enanos, cuyas hojas encantaban a Mastodonte. Cuando estaba hambriento, le gustaba desgarrar con sus fuertes colmillos la corteza de estos árboles; a veces se pasaba horas entre un grupo de sauces, comiendo un pedazo de corteza e intentando que las ramas bajas le dieran un poco de sombra que lo protegiera del intenso calor estival.

La cuarta zona disponible era mayor que las tres anteriores, porque por entonces el clima de Alaska era bastante benigno y estimulaba el crecimiento de árboles en regiones que estuvieron antes desprovistas de ellos y que, cuando bajasen de nuevo las temperaturas, volverían a estarlo. En esa parte había álamos, abedules, pinos y alerces, y había también algunos animales, como la mofeta moteada, que compartían el bosque con Mastodonte, a quien le gustaban mucho los árboles, porque podía comer erguido, mordisqueando su abundante follaje. Después de comer, podía rascarse el lomo usando como postes los fuertes troncos de los pinos o de los alerces.

De este modo, tanto la abundancia de la región boscosa como la riqueza de la estepa, menos exuberante pero más segura, permitían que Mastodonte y su familia se alimentaran bien; como éstos habían llegado a Alaska en primavera, se encaminaron hacia una región parecida a la que conocían en Siberia: la tundra, donde les esperaba la hierba y los arbustos bajos. Sin embargo, el calor del sol, gracias al cual crecían las plantas, ocasionaba por otra parte un curioso problema, porque fundía los veinte o veinticinco centímetros superiores del subsuelo helado, con lo que se ablandaba la tierra y se convertía en una especie de cieno pegajoso. Evidentemente, la humedad se estancaba, porque la tierra más profunda estaba, y seguiría estándolo durante incontables años, sólidamente congelada. Al acercarse el verano, se deshelaban miles de pequeños lagos y había cada vez más lodo, de modo que algunas veces Mastodonte había llegado a hundirse hasta las rodillas.

Resbalaba y chapoteaba por la tundra húmeda, tratando de mantener a raya a la miríada de mosquitos que en esa época aparecían dispuestos a atacar a cualquier cosa que se moviera. A veces, cuando levantaba una de sus enormes patas para librarla del barro en el que se iba hundiendo poco a poco, el ruido que hacía al sacarla retumbaba hasta lo lejos.

Ese primer verano, Mastodonte y su grupo pastaron en la tundra casi todo el tiempo, hasta que el sol calentó menos, indicando la proximidad del invierno; entonces empezaron a alejarse hacia el sur, rumbo a la estepa, que les ofrecía sabrosa hierba asomando entre la nieve fina. Al principio del otoño, se encontraban en la línea divisoria entre la tundra y la estepa, y los sauces enanos parecían tentarles en el horizonte con un hogar seguro para el invierno; pero los mastodontes obedecían al impulso, mucho más imperioso, del sol que se debilitaba, y, por eso, cuando aparecieron las primeras nieves en la zona comprendida entre los grandes glaciares, Mastodonte y su familia habían pasado ya a la zona boscosa, que les aseguraba una amplia provisión de comida.

El primer semestre que pasó Mastodonte en Alaska resultó todo un éxito, aunque él no era consciente, por supuesto, de haber efectuado la transición entre Asia y América del Norte; solamente había seguido el rastro de mejores fuentes de alimentación. Ni siquiera había abandonado Asia, porque en aquellos años las sólidas placas de hielo que se extendían hacia el este convertían a Alaska en una parte del continente mayor.

A lo largo del primer invierno, Mastodonte descubrió que él y los otros mastodontes no estaban solos en aquel fértil entorno, pues en su partida del continente asiático les habían precedido una variadísima colección de animales; una mañana muy fría en que Mastodonte estaba solo, sobre la nieve, arrancando los brotes más accesibles de un sauce, oyó un crujido inquietante.

Por miedo de que saltara sobre él algún enemigo escondido en lo alto de los árboles, se apartó prudentemente, y muy a tiempo, porque justo cuando se alejaba del sauce observó como su enemigo más temible surgía de la protección de un bosquecillo cercano.

Era una especie de tigre, con unas garras poderosas y un par de amenazadores dientes superiores de casi noventa centímetros de longitud, increíblemente afilados. Mastodonte sabía que, aunque con aquellos terroríficos dientes el tigre sable no podía atravesarle el pellejo en los costados ni en la parte superior, donde era especialmente fuerte y le protegía, si llegaba a subírsele al lomo podría hincarlos en la piel más fina del cogote. Tenía que defenderse rápidamente de aquel enemigo hambriento, de modo que, con una agilidad sorprendente en un animal tan grande, giró sobre la pata delantera izquierda describiendo un semicírculo con su voluminoso cuerpo y así se enfrentó a la embestida del tigre sable.

Por supuesto, Mastodonte tenía unos largos colmillos, pero no estaban hechos para atacar a un enemigo y ensartarlo con ellos. Su cerebro diminuto empezó a enviar señales que le impulsaron a describir grandes círculos con los colmillos, y, cuando el felino saltó, esperando esquivarlos, el colmillo derecho de Mastodonte golpeó con gran fuerza las patas traseras del tigre sable. Aunque el golpe no logró lanzar por los aires ni inmovilizar al felino, consiguió desviar el ataque y le provocó una magulladura que, sin llegar a desarmarlo, puso rabioso al tigre.

El felino se tambaleó entre los árboles hasta recobrar el control y luego giró rápidamente para atacar desde atrás, esperando alcanzar con un salto gigantesco el lomo de Mastodonte y clavar desde allí los dientes en el cuello vulnerable. El felino era mucho más rápido que el mastodonte y, después de una serie de ataques que cansaron al enorme animal, que intentaba rebatirlos, el tigre saltó con un gran brinco y, aunque no alcanzó, como quería, la parte llana del lomo, logró colocarse entre el lomo y un flanco. Trató de subir hasta una posición más segura, pero, mientras tanto, Mastodonte, con evidente instinto de supervivencia, se frotó contra unas ramas bajas, de modo que, si el felino no hubiera tenido la prudencia de saltar, Mastodonte habría logrado aplastarlo.

Vencido por segunda vez, el gran felino, nueve veces mayor que el tigre actual, rugió ferozmente desde su posición entre los árboles y recuperó fuerzas para un ataque definitivo. Esta vez emprendió un salto aún más poderoso contra Mastodonte, desde un lado, pero el enorme animal, que le estaba esperando, volvió a girar sobre la pata delantera izquierda, describió con los colmillos un arco que alcanzó en el aire al tigre sable y lo envió rodando por el suelo, con una pata dolorosamente herida.

El tigre sable tuvo suficiente por aquel día. Se alejó cabizbajo, entre gruñidos y protestas; había aprendido que para darse un atracón de carne de mastodonte tendría que cazar en pareja y hasta en grupos de tres o cuatro tigres, pues los mastodontes eran bastante astutos para defenderse solos.

En aquella época, en Alaska abundaban los leones, que, comparados con lo que llegarían a ser después, eran mucho más grandes y peludos. No tenían unas hermosas melenas ni unos rabos ondulantes, y los machos carecían del aire regio que los caracterizaría en el futuro; eran como los hizo la naturaleza, unos grandes felinos admirablemente preparados para la caza. Como habían aprendido la misma lección que el tigre sable, nunca atacaban solos a un mastodonte; pero una manada de seis o siete leones hambrientos podía acosarle hasta la muerte, y, por eso, Mastodonte nunca se aventuraba en zonas donde pudiera esconderse un grupo de leones. Evitaba las colinas rocosas cubiertas de árboles, así como los valles profundos, desde cuyas laderas un grupo de leones podía bajar y atacarle; a veces, mientras iba andando ruidosamente, doblando cuando quería los dispersos árboles tiernos, veía en la distancia alguna familia de leones que comía los restos de un animal derribado y cambiaba de rumbo para no llamar su atención.

En ocasiones Mastodonte se encontraba con un animal acuático, el gran castor, que le había seguido desde Asia. Los castores, que alcanzaban un tamaño gigantesco y tenían dientes que les permitían derribar un árbol grande, trabajaban todo el tiempo construyendo unos diques que Mastodonte solía ver desde lejos; pero después del trabajo, a las grandes bestias, cuyo pelaje denso brillaba bajo la fría luz del sol, les gustaba jugar rudamente, con una agilidad que contrastaba con los movimientos pesados de Mastodonte, admirado con las cabriolas de los castores. No mantenía un contacto estrecho con los castores subacuáticos, pero los observaba con perplejidad cuando retozaban después de trabajar.

Mastodonte se relacionaba principalmente con los numerosos bisontes de la estepa, los enormes antecesores del búfalo. Estas bestias lanudas, de cabeza gacha y cuernos poderosos, paralelos al suelo, pastaban en zonas donde a él también le gustaba vagar y, algunas veces, se reunían tantos bisontes en una misma pradera que el suelo parecía completamente cubierto. A menudo, un tigre sable acechaba a los que quedaban rezagados, cuando todos pastaban, dirigiendo sus cabezas en la misma dirección. Entonces, ante alguna señal que Mastodonte no podía detectar, los centenares de bisontes gigantescos echaban a correr para huir de los fatales colmillos del felino y atronaban la estepa con su paso.

De vez en cuando se cruzaba con los camellos. Eran unas bestias altas y desgarbadas que se comían la parte superior de los árboles y parecían fuera de lugar en todas partes; se movían con lentitud y pateaban ferozmente a sus enemigos, pero en cuanto un tigre sable lograba aferrárseles al lomo, se rendían de inmediato. En algunas raras ocasiones, Mastodonte pastaba en la misma zona, al lado de un par de camellos; entonces, esos dos animales tan diferentes entre sí se ignoraban mutuamente, y podían pasar meses enteros hasta que Mastodonte viera a otro camello. Eran unas bestias misteriosas y prefería dejarlas en paz.

Mastodonte vivía su existencia sin sobresaltos, plácida y tranquilamente. Poco tenía que temer si lograba defenderse de los tigres sable, evitaba quedar atrapado en un pantano y escapaba de los grandes incendios provocados por los relámpagos. Había comida en abundancia. Era joven aún y podía atraer y retener a las hembras. Los veranos no eran demasiado húmedos y calurosos, y los inviernos no eran tan fríos y secos. Tenía una vida agradable que recorría a grandes pasos, digna y noblemente. A veces, otros animales, como los lobos o los tigres sable, intentaban matarle para comérselo, pero a él sólo le apetecían los pastos y las hojas tiernas, de los que consumía casi trescientos kilos cada día. Era el más simpático de todos los animales que habitaban Alaska en esos primeros tiempos.

El movimiento de los animales a través de Alaska estaba limitado por una curiosa característica física: el puente de tierra de Beringia sólo existía cuando los casquetes de hielo polares eran lo suficientemente extensos para retener grandes cantidades del agua de los océanos. Para que hubiera un puente, las capas de hielo tenían que ser inmensas.

Cuando esto ocurría, el hielo cubría la parte occidental de Canadá y, aunque no llegaba a formar una masa ininterrumpida hasta Alaska, algunos glaciares actuaban como avanzadilla hasta que, con el tiempo, esos dedos helados alcanzaban la costa del Pacífico y formaban una serie de barreras de hielo que ni hombres ni animales podían franquear. Se podía entrar fácilmente en Alaska desde Asia, pero era imposible adentrarse en el interior de América del Norte. Alaska se convertía, funcionalmente, en una parte de Asia, una situación que se mantendría durante largos períodos de tiempo.

Parece que en ninguna época los animales y los hombres pudieron cruzar el puente y continuar el viaje hasta el interior de América del Norte; no obstante, sabemos que finalmente lograron adentrarse, porque los mastodontes, los bisontes y las ovejas, al igual que los hombres, llegaron al continente estadounidense desde Asia, y cabe deducir que el desplazamiento hacia el interior se produjo después de un largo período de espera en la fortaleza de hielo de Alaska.

Varios datos lo confirman. Algunos animales permanecieron en Alaska mientras sus hermanos y hermanas, durante algún intervalo en que las barreras estuvieron abiertas, se desplazaron hasta el resto de América del Norte. Sin embargo, al cerrarse las barreras, los dos linajes quedaron separados durante milenios de aislamiento y se diferenciaron hasta tal extremo que cada uno desarrolló características propias.

Evidentemente, el trasiego de animales por el puente no se producía en una sola dirección; si bien las bestias más espectaculares (los mastodontes, los tigres sable y los rinocerontes) llegaron desde Asia y enriquecieron así el nuevo mundo, otros animales, como el camello, se originaron en América y ofrecieron sus grandes posibilidades a Asia. El intercambio entre continentes de consecuencias más importantes se dio en dirección oeste, entrando en Asia a través del puente.

Una mañana, en el centro de Alaska, mientras Mastodonte rumiaba entre los álamos situados junto a una ciénaga, observó como se aproximaba desde el sur una hilera de animales mucho más pequeños que los que había visto hasta entonces. Caminaban a cuatro patas, como él, pero no tenían colmillos, ni un pelaje denso, ni la cabeza grande ni las patas fuertes. Eran unas bestias airosas, de movimientos rápidos y mirada viva, a las que observó con el interés de un animal indiferente, inspeccionándolas mientras se acercaban. Permitió que se detuvieran a poca distancia, le mirasen y continuaran la marcha, porque ni uno solo de sus gestos ni de sus movimientos le llevó a sospechar que fueran peligrosos.

Eran caballos, el hermoso regalo que hacía el nuevo al viejo mundo, Y se desplazaban, nómadas, en dirección a Asia, el lugar desde el cual miles de años después sus descendientes se extenderían milagrosamente hacia todos los rincones de Europa. ¡Qué hermosos se veían aquella mañana, cuando pasaron junto a Mastodonte dirigiéndose al corazón de Alaska, donde encontrarían sitio para detenerse en su largo peregrinaje!

En ningún otro lugar pueden observarse tan claramente las sutiles relaciones de la naturaleza. Hielos altos y océanos bajos. Puente abierto, pasaje cerrado. Los mastodontes que avanzan pesadamente hacia América del Norte, los delicados caballos que se trasladan a Asia. El mastodonte, que se dirige torpemente hacia su extinción ineludible. El caballo, que galopa hacia una larga vida en Francia y en Arabia. Alaska, rodeada por el hielo, era una estación de paso para todos los viajeros, cualquiera que fuese su rumbo. Podían descansar en sus anchos valles sin hielo, cuyo saludable clima les hacía realmente acogedores. Ciertamente, Alaska era una fortaleza de hielo, pero entre sus muros congelados, la vida, aunque fuese dura, podía ser también agradable.

Es triste darse cuenta de que esos animales majestuosos que iban llegando a Alaska durante los intervalos de clima templado de la última glaciación, se extinguieron en su mayoría, casi siempre antes de la llegada del hombre. Los grandes mastodontes desaparecieron; los feroces tigres sable se fundieron con la neblina de los pantanos junto a los que cazaban. Los rinocerontes prosperaron durante un tiempo, para sumirse lentamente en el olvido. Los leones no encontraron un nicho estable en América del Norte y ni siquiera el camello pudo progresar en su tierra de origen. América del Norte hubiera sido mucho más hermosa si esas grandes bestias se hubieran quedado para animar su paisaje, pero el destino no lo quiso así. Descansaron en Alaska durante un tiempo y después, sin saberlo, anduvieron hacia su condenación.

Algunos de los animales inmigrantes lograron adaptarse y, desde entonces, su continua presencia ha hecho de nuestra tierra un lugar habitable; fueron el castor, el caribú, el majestuoso alce americano, el bisonte y la oveja. Hubo también un animal espléndido que cruzó el puente desde Asia y sobrevivió el tiempo suficiente para coexistir con el hombre. Podía haber escapado a la extinción; su batalla contra ella constituye una epopeya del reino animal.

El mamut lanudo vino de Asia mucho más tarde que el mastodonte y algo después que los animales que acabamos de nombrar. Llegó en un momento de brusca transición climática, cuando terminaba un intervalo relativamente benigno y se iniciaba otro más extremo, pero se adaptó al nuevo ambiente con gran facilidad, de modo que prosperó y se multiplicó, hasta convertirse en un ejemplo de inmigración con éxito y en el animal más característico de la antigua Alaska.

Sus antepasados más remotos provenían del África tropical; eran unos elefantes de tamaño enorme, con largos colmillos y unas orejas grandes que agitaban constantemente, abanicándose con ellas para mantener baja la temperatura del cuerpo. En África se alimentaban de los árboles de poca altura y arrancaban la hierba con sus trompas prensiles. Eran unos animales magníficos, admirablemente preparados para vivir en un ambiente tropical.

Al desplazarse lentamente hacia el norte, esos elefantes fueron convirtiéndose en unos animales adaptados casi a la perfección a la vida en el ártico. Por ejemplo, sus grandes orejas se redujeron casi a la duodécima parte de lo que habían sido en los trópicos, porque ahora los animales no necesitaban «abanicarse» para soportar un calor intenso y, en cambio, requerían quedar expuestos lo menos posible a los vientos árticos, que les enfriaban.

También se desprendieron de la piel suave que les permitía mantenerse frescos en África y desarrollaron una gruesa cobertura de pelo, cuyas hebras alcanzaban un metro de longitud; después de pasar varios miles de años en climas más fríos, se volvieron tan peludos que parecían cochambrosas mantas ambulantes.

En la época que nos ocupa, la incursión del hielo se encontraba en su punto álgido, de modo que los cambios experimentados eran insuficientes para protegerlos de las gélidas ráfagas invernales de Alaska; por ello, los mamuts desarrollaron, además de ese pelaje denso y protector, una capa interna e invisible de lana espesa, que aumentaba la protección del pelo de un modo muy efectivo y les permitía soportar temperaturas extremadamente bajas.

Los mamuts sufrieron también cambios internos. El estómago se adaptó a la diferente alimentación de Beringia, la hierba dura y baja, mucho más nutritiva que las enormes hojas de los árboles africanos. Desarrollaron huesos más pequeños, de modo que el cuerpo de un mamut común, mucho más reducido que el de un elefante, quedaba menos expuesto al frío. Los cuartos delanteros se volvieron más pesados y más altos que los traseros, con lo que su perfil se parecía menos al de un elefante que al de una hiena: era alto por delante y más bajo por detrás.

En cierto modo, el cambio más espectacular, aunque no el más funcional, fue el que sufrieron los colmillos. En África los colmillos salían de la mandíbula superior y seguían una dirección más o menos paralela, se curvaban hacia abajo y remontaban otra vez hacia adelante. Constituían unas armas formidables que los machos usaban en los combates que entablaban por el derecho a mantener en su grupo a las hembras. Resultaban también útiles para bajar las ramas que les servían de alimento.

En las tierras árticas, los colmillos de los mamuts cambiaron espectacularmente. Se volvieron mucho más grandes que los de los elefantes africanos, hasta medir más de tres metros y medio en algunos casos. Pero se distinguían especialmente porque, aunque comenzaban como los de un elefante, en línea recta, hacia adelante y hacia abajo, súbitamente se desviaban hacia afuera, se separaban del cuerpo y describían una elegante curva hacia el suelo. De haber mantenido esa dirección habrían sido unas armas poderosas, ofensivas o defensivas; empero, justo en el punto en que parecían seguir ese camino, describían un giro arbitrario hacia atrás, en dirección al eje central, hasta que se volvían a encontrar las puntas, que algunas veces llegaban a cruzarse por delante de la cara del mamut.

Al adoptar esta forma extraña, los colmillos dejaron de tener funcionalidad alguna; de hecho, en verano dificultaban la alimentación, pero en invierno tenían cierta utilidad, porque los mamuts podían usarlos para esparcir la nieve que cubría los musgos y los líquenes, que así podían comer. otros animales, como los bisontes, alcanzaban el mismo resultado hundiendo la cabezota en la nieve y moviéndola de un lado a otro.

De este modo, cuando los mastodontes, mucho más grandes, ya habían desaparecido, los mamuts, protegidos contra el intenso frío invernal y adaptados a la abundante alimentación del verano, proliferaron y se impusieron en el paisaje. Los mastodontes, al igual que los demás animales de aquel antiguo período, habían sufrido el ataque feroz de los tigres sable, pero, tras la extinción gradual de ese depredador, los únicos enemigos que les quedaban a los mamuts eran los leones y los lobos que trataban de robarles las crías. Por supuesto, las manadas de lobos podían acosar hasta la muerte a un mamut viejo y débil; eso no tenía importancia, ya que si la muerte no llegaba de esa forma llegaría de cualquier otra.

Los mamuts vivían unos cincuenta o sesenta años, aunque ocasionalmente un ejemplar fuerte podía superar los setenta, y es precisamente el modo en que el animal moría lo que ha contribuido en gran medida a que se llegue a conocer en la actualidad la fama de la especie. En muchas ocasiones (tan numerosas que podría hacerse un estudio estadístico) tanto en Siberia, en Alaska como en Canadá, un Mamut, de cualquier sexo y edad, pereció al caer en un foso de barro, le alcanzó una inundación repentina, cargada de grava, o bien murió a la orilla de algún río, donde cayó el cadáver.

Si estas muertes accidentales se producían en primavera o en verano, los cuervos y otros animales de presa eliminaban el cadáver rápidamente, dejando solamente huesos raídos y algún mechón de pelo que no tardaba en desaparecer. Se han encontrado en algunos lugares estas acumulaciones de huesos y colmillos, muy útiles para reconstruir nuestros conocimientos actuales sobre los mamuts.

Pero si la muerte accidental ocurría a finales de otoño o a principios de invierno, podía ocurrir que el cuerpo quedara cubierto rápidamente por una capa gruesa de lodo pegajoso, que en pleno invierno se helaba. De este modo, el cadáver quedaba totalmente congelado, lo que imposibilitaba su descomposición y lo conservaba. Podemos suponer que, con frecuencia, en primavera y verano se produciría un deshielo, de modo que desaparecerían los cristales de hielo del lodo protector y el cuerpo acabaría descomponiéndose. Entonces el cadáver se desintegraría en la forma habitual, aunque debido a la congelación el proceso se hubiese postergado una estación.

Sin embargo, en algunas raras ocasiones, que a lo largo de 100.000 años Pueden haber sido bastante numerosas, por algún motivo la congelación inmediata inicial se mantuvo de forma permanente, de modo que el cadáver se conservó intacto durante 1.000, 30.000 o 50.000 años. Mucho después, cuando los humanos ocuparan los valles centrales de Alaska, algún día un hombre curioso vería un objeto, que no sería hueso ni madera conservada, sobresaliendo de una ribera en deshielo, y, al excavar en la orilla, se encontraría frente a los restos completos de un mamut lanudo, muerto hacía miles de años en aquel mismo lugar.

Cuando limpiase con cuidado los restos de lodo viscoso aparecería un objeto muy interesante, algo único en el mundo: un mamut completo, con todo su largo pelaje, con los grandes colmillos de puntas cruzadas retorcidos hacia adelante, con el contenido del estómago tal como quedó después de la última comida y con la enorme dentadura en unas condiciones tan perfectas que se podría calcular, con una aproximación de cinco o seis años, su edad en el momento de morir. Por supuesto, no se trataría de un animal erguido, regordete y limpio, dispuesto en un estuche azul de hielo, sino que estaría aplastado, embadurnado de cieno, asquerosamente sucio y con las articulaciones ya medio desarmadas; pero sería un mamut completo, que ofrecería un gran volumen de información a sus descubridores.

Lo que sigue es importante. Los grandes dinosaurios, que precedieron en millones de años a los mamuts, nos son conocidos porque durante milenios sus huesos fueron penetrados por depósitos minerales que han preservado su estructura íntima. No disponemos de auténticos huesos sino de huesos petrificados, en los cuales, como en la madera petrificada, no queda ni un átomo de la materia original. Antes de un hallazgo efectuado recientemente en el norte de Alaska, ningún ser humano había visto los huesos de un dinosaurio, aunque en los museos cualquiera podía observar sus esqueletos petrificados, preservados mágicamente, como fotografías de piedra de huesos desaparecidos mucho tiempo antes.

Sin embargo, los mamuts conservados por congelación en Siberia y Alaska nos ofrecen los huesos auténticos, el pelo, el corazón, el estómago y un tesoro valiosísimo de conocimientos. Parece ser que el primero de estos gélidos hallazgos se produjo casualmente en Siberia, en algún momento del siglo XVII, y a éste le siguieron otros, a intervalos regulares. No hace mucho que en Alaska, cerca de Fairbanks, se descubrió un mamut casi completo, y es de suponer que antes del fin del siglo se hallarán otros.

¿Por qué cuando se encuentra un animal completo siempre es un mamut? Ocasionalmente se descubren otros animales, no muchos, y rara vez están en tan buen estado como los mamuts mejor conservados. Una de las razones es la gran expansión que alcanzó la especie. Otra, que los mamuts vivían precisamente en las zonas en las que era posible la conservación en lodo congelado. Además, sus huesos y colmillos tenían un tamaño considerable; en la misma época y en las mismas zonas murieron seguramente muchos pájaros, pero como sus huesos no pesaban, en su caso se perdieron los esqueletos, junto con la piel y las plumas. La razón más importante, sin embargo, es que esos mamuts en particular murieron durante una época de glaciación, cuando no solamente era posible, sino muy probable, que se produjera una congelación instantánea.

De cualquier modo, los mamuts lanudos cumplieron una función singular, de un valor inestimable para los seres humanos: gracias a que después de morir quedaban rápidamente congelados, continuaron viviendo para mostrarnos cómo era la vida en Alaska cuando la fortaleza de hielo la convertía en un refugio para los grandes animales.

Hace 29.000 años, un día de finales de invierno, Matriarca, una abuela mamut de cuarenta y cuatro años que ya comenzaba a acusar su edad, condujo al reducido rebaño de seis ejemplares que tenía a su cargo por las suaves laderas de una pradera, hasta la orilla de un gran río que más adelante se llamó Yukón. Alzó la trompa para olfatear el aire tibio, hizo señas a los otros de que la siguieran, se adentró en un bosquecillo de sauces enanos que bordeaba el río y, cuando los demás llegaron a su lado, les indicó que podían empezar a comer los brotes de las ramas de los sauces. Como estaban contentos de dejar atrás las escasas raciones con que se habían visto obligados a subsistir durante el último invierno, hicieron lo que les indicaba, con mucho ruido y movimiento, y, mientras comían hasta hartarse, Matriarca emitía gruñidos de ánimo.

En el rebaño tenía dos hijas, cada una de ellas con dos crías: hembra y macho la mayor, macho y hembra la más joven. Matriarca aplicaba sobre los seis una disciplina severa, porque los mamuts habían aprendido que la supervivencia de la especie dependía muy poco de los grandes machos, con sus colmillos tremendos y aparatosos; los machos aparecían solamente a mediados del verano, durante el período de apareamiento, no se les veía el pelo durante el resto del año, y no se hacían responsables de la crianza y la educación de los jóvenes.

Matriarca, que obedecía a los instintos propios de su especie y a los impulsos específicos de su condición femenina, dedicaba toda su vida al rebaño, especialmente a las crías. En esa época pesaba unos 1.500 kilos; para sobrevivir necesitaba cada día unos setenta kilos de hierba, líquenes, musgo y ramillas; y, si no podía conseguir esa cantidad de provisiones, sentía unas intensas punzadas de hambre, porque lo que comía tenía muy poco valor nutritivo y su organismo lo asimilaba en menos de doce horas, ya que, a diferencia de otros animales, no engullía y después rumiaba, masticando el bolo alimenticio hasta extraer los últimos restos de su valor nutritivo. Lo que ella hacía era atracarse con grandes cantidades de alimentos de poca calidad y eliminar los restos rápidamente. Su actividad más importante era comer.

No obstante, si mientras pastaba sospechaba levemente que sus cuatro nietos no estaban recibiendo su parte, se quedaba sin alimento para que ellos comiesen primero. Haría lo mismo por cualquier mamut joven, aunque no fuera de su familia, si su propia madre y su abuela pastaban en otra zona y lo habían dejado a su cargo. Aunque el estómago vacío se le contrajera de dolor y le advirtiese: «, Come o perecerás!», atendía primero a su descendencia, y solamente cuando ellos habían recibido suficiente pasto y ramillas, mascaba ella los brotes de los abedules y recogía hierbas con su elegante trompa.

Esta característica, que la diferenciaba de otras abuelas mamuts, respondía al amor apasionado que sentía por sus hijos. Años atrás, antes de que la hija menor tuviera a su primera cría, se unió, durante la época de celo, al rebaño un viejo macho orgulloso que, por algún motivo inexplicable, se quedó con ellos después del apareamiento, en lugar de volver con los otros machos, que pastaban por su cuenta hasta la próxima temporada de celo.

Matriarca no había puesto objeciones cuando el viejo macho apareció por primera vez en escena, atraído por sus hijas, que por entonces eran tres.

Sin embargo, cuando vio que permanecía con ellas después del cortejo, se inquietó y, de diversas maneras (por ejemplo, empujándolo fuera de donde había mejor pasto), le indicó que tenía que alejarse de las hembras y de sus crías. Como él se negó a obedecer, Matriarca se enfureció, pero el macho pesaba casi el doble que ella, tenía unos colmillos enormes, era muy alto y la dominaba por completo en tamaño y agresividad, por lo que no pudo hacer otra cosa que demostrar sus sentimientos. Tuvo que conformarse con emitir ruidos y agitar nerviosamente la trompa, expresando así su disgusto.

Un día, mientras observaba al viejo macho, vio como empujaba con rudeza a una joven madre que estaba instruyendo a su hija de un año; podría haberlo aceptado, porque tradicionalmente los machos se reservaban los mejores sitios para alimentarse, pero en esa ocasión Matriarca no pudo tolerarlo porque le pareció que también había maltratado a la pequeña. Se arrojó contra el intruso emitiendo un alarido agudo y penetrante, sin tener en cuenta que él era de mayor tamaño y tenía una gran capacidad para el combate (pues no hubiera podido montar a las hijas de Matriarca si no hubiera logrado alejar a otros machos menos capaces e igualmente deseosos), pero estaba tan decidida a proteger a su descendencia que consiguió que su adversario, mucho mayor que ella, retrocediera unos pasos.

Él, que era más fuerte y disponía de unos grandes colmillos cruzados, impuso rápidamente su autoridad y contraatacó con dureza; la golpeó con tanta fuerza que le rompió el colmillo derecho más o menos por la mitad. Con sólo colmillo y medio, Matriarca se convirtió en una mamut envejecida para el resto de su vida. Desequilibrada y con un aspecto más torpe que el de sus hermanas, cruzaba la estepa con el colmillo quebrado y, para compensar la diferencia de peso, inclinaba su cabeza enorme hacia la derecha, como si mirara de soslayo con sus ojuelos bizcos algo que los demás no podían ver.

Nunca había sido un animal hermoso, ni siquiera gracioso. No tenía la figura admirable de sus antepasados los elefantes, y formaba una especie de triángulo ambulante con el vértice situado en su alta cabeza, la base a lo largo de la línea en que sus patas tocaban el suelo, una vertical que bajaba por la cara y la trompa y una pendiente muy característica, que descendía larga y fea por entre los cuartos delanteros y el trasero achaparrado. Para acabar de darle un aspecto casi informe, tenía todo el cuerpo cubierto de un pelo largo y enmarañado. Además de un triángulo andante, era un felpudo ambulante y, como se había roto su colmillo derecho, había perdido incluso la dignidad que podían prestarle sus colmillos grandes y gráciles.

Ciertamente, no tenía gracia, pero tenía la nobleza derivada de su amor apasionado por cualquier mamut joven que cayera bajo su protección, pues ese animal inmenso y torpe hacía honor al concepto de la maternidad animal.

En aquellos años en que la glaciación se encontraba en su apogeo, el territorio que Matriarca tenía a su disposición para alimentar a su familia era algo más hospitalario que el que habían conocido los mastodontes. Seguía formado por cuatro zonas: el desierto ártico del norte, la tundra perpetuamente helada, una estepa rica en pastos y una franja con bastantes árboles como para denominarla tierra boscosa e incluso selva. La estepa, sin embargo, había aumentado tanto de tamaño que los mamuts que vagaban por ella encontraban suficiente comida con la combinación de las hierbas comestibles y los nutritivos sauces enanos.

De hecho, aquella zona más amplia resultaba especialmente hospitalaria para aquellas bestias enormes y pesadas, hasta el punto de que los científicos, cuando posteriormente trataron de reconstruir cómo se vivía en Alaska hace 28.000 años, le dieron el descriptivo nombre de «Estepa del Mamut»; no podían haber encontrado una denominación mejor, porque aquella zona atrapada en el interior de la fortaleza de hielo era precisamente eso, la gran estepa nutricia gracias a la cual los mamuts de lomo inclinado podían existir en gran número. Durante esos siglos fueron siempre ellos, junto con los caribús y los antílopes, los principales ocupantes de la estepa que recibe su nombre.

Matriarca se movía por la estepa como si ésta hubiera sido creada para su uso exclusivo. Era suya, aunque reconocía que, durante algunas semanas de cada verano, necesitaba la asistencia de los grandes machos que, por lo demás, se limitaban a pastar en sus propias zonas. También sabía que dependía de ella la supervivencia de los mamuts tras el nacimiento de las crías, por lo que le correspondía elegir los lugares donde se alimentarían y, cuando la familia tenía que abandonar un territorio a punto de agotarse, en busca de otros más ricos en comida, era ella quien daba la señal.

Un rebaño pequeño de mamuts como el que ella encabezaba podía recorrer más de seiscientos kilómetros en el curso de un año, de modo que llegó a conocer grandes extensiones de la estepa; durante los peregrinajes que ella dirigía observó dos fenómenos misteriosos, que no resolvió aunque acabó por acostumbrarse a ellos. La estepa, en sus zonas más ricas, disponía de una variedad de árboles comestibles cuyos antecesores seguramente habían conocido los desaparecidos mastodontes: alerces, sauces enanos, abedules y alisos; sin embargo, en los últimos tiempos, en ciertos lugares en los que había agua y se hallaban protegidos de los vendavales, había comenzado a aparecer un árbol de una especie nueva, muy vistoso aunque venenoso.

No perdía nunca las hojas, largas y en forma de aguja, por lo que resultaba especialmente tentador, pero los mamuts lo evitaban incluso durante la época de escasez de comida, en invierno, porque si engullían sus atractivas agujas enfermaban e incluso podían llegar a morir.

Era una pícea, el mayor de los árboles, y su aroma característico atraía y repelía simultáneamente a los mamuts. Matriarca estaba desconcertada: ella no se atrevía a comer las agujas, pero había observado que sus compañeros de bosque, los puercoespines, devoraban gustosamente las hojas ponzoñosas y se preguntaba a menudo por qué. No había observado que, antes de comerse las agujas, los puercoespines trepaban a buena altura por el árbol.

La pícea, que se protegía con tanta astucia como los animales que la rodeaban, había ideado una sagaz estratagema defensiva. En sus cargadas ramas inferiores, que un mamut hambriento podría arrasar en una sola mañana, concentraba un aceite volátil que daba muy mal sabor a las hojas. Pero las ramas superiores, que los mamuts no podían alcanzar ni siquiera con sus largas trompas, seguían siendo comestibles.

La pícea ofrecía un segundo acertijo en los escasos sitios donde crecía. Durante aquellos largos veranos en que el aire se enrarecía y las hierbas y los arbustos se resecaban, en el cielo aparecía de vez en cuando un destello seguido por un gran estruendo, como si un millar de árboles hubiera caído en el mismo instante. Muchas veces comenzaba de pronto, misteriosamente y sin motivo, un incendio en los pastos. O bien alguna pícea muy alta se quebraba, como desgarrada por un colmillo gigantesco, entre la corteza surgía una voluta de humo, luego se formaba una llamita y al cabo de poco ardía todo el bosque y se incendiaba la estepa cubierta de hierba.

Matriarca había sobrevivido a seis incendios similares, y los mamuts habían aprendido que en esos momentos tenían que dirigirse al río más cercano y hundirse en él hasta los ojos, respirando con la trompa por encima del agua. Por este motivo, los animales que encabezaban un rebaño, como Matriarca, trataban siempre de saber dónde se hallaba el agua más cercana y, como sabían por experiencia que si el fuego llegaba a rodearlos no tenían escapatoria, se retiraban a aquel refugio en cuanto estallaba un incendio en la estepa. A lo largo de los siglos, había habido algunos machos que se habían abierto paso audazmente a través del aro fatal: su experiencia había enseñado a los mamuts la estrategia para sobrevivir.

A finales de un verano, cuando la tierra estaba especialmente seca y había dardos de luz y ruidos y chasquidos en el aire, Matriarca vio que cerca de un grupo numeroso de píceas se había iniciado ya un incendio. Como sabía que los árboles no tardarían en estallar en tremendas llamaradas que atraparían a todos los seres vivos, encaminó rápidamente a los suyos hacia un río; pero el fuego se extendió con gran celeridad y atacó a los árboles antes de que ella pudiera apartarse. Oía sobre ella el estallido del aceite de los árboles, que despedía chispas sobre las agujas secas del suelo. Las copas de los árboles y la alfombra de hojas ardieron pronto, y los mamuts se enfrentaron a la muerte.

Matriarca, envuelta en el molesto humo acre, tuvo que decidir en medio del aprieto si era mejor retroceder con su rebaño y salir de entre los árboles, o bien continuar hacia adelante, siguiendo una línea recta en dirección al río. Aunque no sabemos si razonó: «Si retrocedo, el incendio de los pastos no tardará en atraparnos», tomó la decisión correcta. Barritó para que pudieran oírla todos y se lanzó contra una muralla de fuego, la atravesó y encontró un camino despejado hasta el río, donde sus compañeros se arrojaron al agua salvadora mientras el incendio de los bosques rugía a su alrededor.

Pero ésta es la paradoja: aunque el incendio había sido pavoroso, Matriarca había aprendido que el fuego era uno de los mejores amigos de los mamuts y no tenía que abandonar aquella zona devastada, sino que debía enseñar a sus vástagos cómo aprovechar la situación. En cuanto se redujeron las llamas, que antes de apagarse por completo consumirían aún varias hectáreas, condujo a sus pupilos al mismo sitio donde habían estado a punto de perder la vida, y allí les enseñó cómo usar las trompas para arrancar trozos de corteza de las píceas quemadas. El fuego había acabado con los aceites venenosos y había purificado la pícea, que, ahora, además de comestible, era un bocado exquisito, de modo que los mamuts hambrientos se dieron un atracón. La corteza estaba tostada, a su gusto.

Después de extinguirse completamente el incendio, Matriarca mantuvo a su rebaño cerca de las zonas arrasadas, porque los mamuts habían aprendido que tras aquellas conflagraciones las raíces de algunas plantas cuya parte visible se había quemado aceleraban la producción de miles de brotes nuevos, que resultaban el mejor alimento que podían encontrar. Había otra razón más importante: el suelo quedaba abonado por las cenizas producidas en los grandes incendios y se volvía más fino y nutritivo, por lo que los árboles nuevos crecían con un vigor excepcional. En la Estepa del Mamut, donde había tanto árboles como hierba, una de las mejores cosas que podía acaecer era que periódicamente se produjera un gran incendio, porque como consecuencia prosperaban la hierba, los arbustos, los árboles y los animales.

Resultaba extraño que Matriarca y sus descendientes recuperaran fuerzas gracias a algo tan peligroso como un incendio, al que ella había escapado a duras penas muchas veces. El animal no trataba de resolver el acertijo, sin embargo, solamente se protegía durante el peligro y disfrutaba con la recompensa.

Matriarca no tenía ninguna intención de imitar a los mamuts que en esa época decidieron regresar al territorio asiático que habían conocido en sus primeros años. La Alaska que ella conocía tan bien era un lugar acogedor que había hecho suyo. Le parecía inconcebible abandonarlo.

Pero al cumplir cincuenta años empezaron a ocurrir algunos cambios que enviaron unos estremecimientos a su cerebro diminuto, como vagas advertencias; el instinto le prevenía de que esos cambios eran irreversibles, y eran también un aviso de que al cabo de poco tiempo tendría que alejarse y dejar atrás a su familia, para ir en busca de algún lugar tranquilo donde morir. Claro que no tenía ninguna noción de la muerte ni podía comprender el hecho de que la vida terminaba, y tampoco se trataba de la premonición de que algún día tendría que abandonar a su familia y las estepas en las que tan cómoda se encontraba. Pero los mamuts se morían, y para morir seguían un rito ancestral que les ordenaba apartarse, como si con ese simbolismo devolvieran la estepa familiar, sus ríos y sus sauces, a sus descendientes.

¿A qué se debía la nueva conciencia? Matriarca, como los demás mamuts, tenía desde su nacimiento una dentición compleja que durante su larga vida la dotó con doce enormes piezas planas y compuestas en cada mandíbula. En la boca del mamut no aparecían al mismo tiempo esos veinticuatro dientes monstruosos, pero esto no representaba ningún problema, porque eran tan grandes que un par de ellos bastaban para masticar. Podía llegar a tener hasta tres pares de esos enormes dientes y, en tales casos, el mamut tenía una capacidad masticadora muy desarrollada. Pero esa dentición no duraba mucho tiempo, porque con los años los dientes se iban desplazando sin remedio hacia la parte delantera de la mandíbula, hasta caerse de la boca, y, cuando al mamut le quedaba solamente el último par de dientes, presentía que sus días estaban contados, porque al caer este último par se volvería imposible la vida cotidiana en la estepa.

Matriarca tenía de momento cuatro grandes pares, pero notaba que se le movían hacia adelante y era consciente de que se le acababa el tiempo.

Cuando comenzó la época de celo, empezaron a llegar machos desde muy lejos, pero el viejo mamut que había quebrado el colmillo derecho de Matriarca era todavía un luchador poderoso y logró defender su derecho a las hijas, como en años anteriores. No volvía todos los años a esta familia, aunque sí lo hizo en diversas ocasiones, en busca de una zona conocida más que de un grupo particular de hembras.

Aquel año cortejó poco a las hijas de Matriarca; sin embargo, ejerció una gran influencia sobre el hijo mayor de la más joven, un macho joven y robusto, que aún no era bastante maduro para independizarse, pues al observar la vigorosa actuación del viejo macho, el jovencito experimentó una vaga agitación. Una mañana, mientras el viejo cortejaba a una hembra joven que no pertenecía a la familia de Matriarca, el pequeño se abalanzó inesperadamente y sin premeditación sobre ella, lo que enfureció al viejo macho, que castigó sin piedad al joven insolente, golpeándolo con sus cuernos cruzados y extremadamente largos.

Al verlo, Matriarca, no muy enterada de lo que había provocado el arrebato, atacó una vez más al viejo, pero esta vez él la rechazó con facilidad y la apartó para continuar con el cortejo de la hembra extranjera. Una vez cumplido su deber, abandonó el rebaño y desapareció como siempre en las lomas bajas al pie del glaciar. Durante diez meses no volverían a verle, pero dejaba tras él a seis hembras preñadas y a un joven macho desconcertado, que al cabo de un año podría cortejar él mismo a las hembras. Sin embargo, mucho antes de que eso pudiera ocurrir, el macho joven se alejó hacia un bosque de álamos temblones, situado cerca del río grande, donde le aguardaba uno de los últimos tigres sable de Alaska, apostado en la horcadura de un alerce; en cuanto el mamut quedó a su alcance, el felino saltó sobre él y le hundió en el cuello sus temibles dientes en forma de cimitarra.

El primer ataque fue mortal y dejó al mamut sin posibilidades de defenderse, pero, en su agonía, el animal emitió uno de aquellos potentes bramidos que resonaban por toda la estepa. Matriarca lo oyó y, como el joven mamut seguía estando bajo su responsabilidad, aunque tenía ya edad de abandonar la familia, la abuela, sin vacilar, tan rápidamente como le permitía su torpe cuerpo peludo, se puso a galopar en dirección al tigre sable, que acechaba agazapado junto a su presa muerta.

Instintivamente se dio cuenta, nada más verlo, de que el tigre era el enemigo más peligroso de la estepa y podía matarla, pero estaba tan furiosa que no tomó ninguna precaución. Había atacado a uno de los pequeños mamuts que ella cuidaba y solamente podía responder de una forma: si era posible, tenía que aniquilar al agresor y, si no, daría la vida en el intento. Emitiendo un fuerte grito de ira, se lanzó desmañadamente hacia el tigre sable, que la esquivó fácilmente. Ante la sorpresa del felino, ella se volvió con una determinación frenética, hasta que le obligó a abandonar el cadáver y lo arrinconó contra el tronco de un robusto alerce. Al ver al tigre en aquella posición, Matriarca se impulsó con todo el peso de su cuerpo, con la intención de atravesar al animal con sus colmillos o de inmovilizarlo, de la forma que fuese.

En esa ocasión, su colmillo derecho quebrado, grande y romo, no le fue un inconveniente sino una ventaja, porque, además de atravesar al tigre sable, logró aplastarlo contra el árbol; notó cómo se hundía el colmillo en el costillar del felino y, sin pensar en lo que éste podría haberle hecho, continuó empujando.

El colmillo roto hirió al tigre sable y le fracturó las costillas izquierdas, a pesar de lo cual éste no perdió el control y se apartó por si ella volvía a atacarlo. Antes de que el tigre pudiera recuperar fuerzas y contraatacarla, Matriarca lo derribó con el colmillo intacto y lo hizo caer al suelo, al pie del árbol. Entonces levantó una pata inmensa y se la plantó en el pecho, muy rápidamente, sin que el tigre pudiera preverlo ni evitarlo.

Entre bramidos, pisoteó al poderoso felino una y otra vez, le hundió el resto de costillas y llegó a romperle uno de aquellos magníficos colmillos afilados y largos. Enloqueció de furia cuando vio cómo brotaba sangre de una de las heridas, y gritó más aún cuando vio tendido sobre la hierba el cuerpo inerte del joven macho, su nieto. Continuó pateando salvajemente al tigre sable, hasta aplastarlo, y, una vez más calmada, se quedó gimoteando entre los dos cadáveres.

Tampoco en este caso comprendía claramente el significado de la muerte, pero cuando se cernía sobre un animal estrechamente relacionado con la manada, los mamuts y sus descendientes sentían una gran perplejidad. Sin duda alguna, el macho joven estaba muerto; de una forma vaga, Matriarca comprendió que se habían perdido las extraordinarias posibilidades del joven. Los próximos veranos no cortejaría a las hembras, no lucharía para establecer su autoridad contra los machos más viejos, ni engendraría sucesores con las hijas y las nietas de Matriarca. Se había roto una cadena, y, durante más de un día, veló el cadáver, como si confiara devolverlo a la vida. Pero al terminar el segundo día abandonó los cuerpos, sin haber mirado al tigre sable en todo aquel tiempo. El nieto era quien le importaba, y estaba muerto.

La muerte ocurrió entrado el verano, cuando la descomposición se iniciaba inmediatamente y los cuervos y los animales de rapiña acechaban el cadáver, de modo que aquel cuerpo no estaba destinado a permanecer congelado en barro para ilustrar a los científicos muchos miles de años después. Sin embargo, en los últimos días del otoño se produjo otro fallecimiento que tuvo consecuencias muy diferentes.

Cuando abandonó el grupo el macho viejo que había roto el colmillo de Matriarca y contribuido en cierta forma a la muerte de su joven nieto, su aspecto era fuerte y prometía sobrevivir durante muchas más épocas de celo. Pero la última había exigido demasiado de sus fuerzas. Había cortejado más hembras de lo habitual y había tenido que defenderlas ante cuatro o cinco machos jóvenes que consideraban que les había llegado el turno de asumir el mando. Pasó el verano entero combatiendo y procreando, comió Poco, y entrado el otoño empezó a disminuir su vitalidad.

Lo primero que notó fue un mareo mientras remontaba una de las orillas del río grande. La había subido en diversas ocasiones, pero esa vez vaciló y estuvo a punto de caer contra la ladera cenagosa que le impedía avanzar. Más tarde se le cayó el primero de los cuatro dientes que le quedaban y, además, empezó a notar que dos de los otros se debilitaban. Otro síntoma aún más grave era que la inminencia del invierno lo dejaba indiferente, y no empezó, como hacía habitualmente, a comer en abundancia con la intención de crearse unas reservas de grasa para los días fríos, cuando cayera la nieve. No escuchaba la orden inapelable: «¡Come, que pronto llegarán las tormentas de nieve!», y de este modo ponía su vida en peligro.

El primer día que nevó, cuando soplaba desde Asia un viento flagelante y caían a ras de tierra carámbanos de hielo, Matriarca y los cinco miembros de su familia vieron a lo lejos al viejo macho, en el lugar que más adelante se llamaría el Yacimiento del Abedul, pero no le prestaron mucha atención, aunque él mantenía la cabeza gacha y apoyaba en el suelo los grandes colmillos. No les preocupaba su seguridad, porque era su problema y él sabría cómo solucionarlo.

Unos días después volvieron a verlo y, al observar que no se había movido para buscar comida o refugio, Matriarca, fiel a su papel de madre abnegada, quiso acercarse a él para ver si estaba en condiciones de defenderse. Sin embargo, al ver que ella venía a interrumpir su satisfactoria soledad, el macho se alejó; no se marchó deprisa como en los viejos tiempos, se fue pesadamente, emitiendo ruidos de protesta ante su presencia. Matriarca no insistió, porque sabía que los machos viejos preferían que les dejaran en paz, y le vio por última vez mientras caminaba hacia el río.

Dos días después, en medio de una espesa nevada, mientras Matriarca conducía a su familia hacia los grupos de álamos temblones que les refugiaban durante los largos inviernos, la nieta más joven, un animal inquisitivo y curioso, exploraba a solas la orilla del río y divisó entonces al viejo macho que había pasado con ellos gran parte del verano, el cual se debatía sin poder liberarse en una hendidura fangosa en la que había caído. La joven alertó a los demás con un grito agudo, y Matriarca y su familia echaron a correr hacia el lugar del accidente.

Cuando llegaron, el viejo macho, empantanado, estaba en una situación desesperada, y Matriarca y los suyos no pudieron ayudarle. El frío y la nieve arreciaban, mientras ellos contemplaban impotentes cómo forcejeaba en vano el cansado mamut y barritaba pidiendo ayuda, hasta que sucumbió a la atracción irresistible del lodo y al frío glacial. Antes de que cayera la noche había quedado estancado, completamente congelado en su tumba de cieno, de la que sólo asomaba la parte superior de su cabezota, y, por la mañana, incluso ésta había quedado enterrada bajo la nieve. Permaneció allí durante los 28.000 años siguientes, erguido milagrosamente, como un guardián espiritual del Yacimiento del Abedul.

Matriarca se quedó dos días junto a la tumba, en obediencia a los impulsos que regían desde siempre a la casta del mamut, pero, finalmente, intrigada todavía ante el hecho de la muerte, acabó por olvidarlo y se reunió con su familia para conducirla al lugar donde pasarían el largo invierno, una de las mejores zonas de la Alaska central. Era un enclave situado en el extremo occidental del valle, regado por dos arroyos: uno pequeño que quedaba rápidamente congelado y otro mucho más caudaloso por el que la mayor parte del invierno corría agua clara. En ese lugar que les protegía de los peores vientos, ella, sus hijas y sus nietos permanecerían casi todo el tiempo inmóviles para mantener el calor corporal y digerir lentamente la poca comida que encontraran.

Una vez más le resultaba útil el colmillo roto, porque con el extremo áspero y romo podía desgarrar la corteza de los abedules, a los que no les quedaban hojas, y podía usarlo también para apartar la nieve descubriendo los pastos y las hierbas que ocultaba. No era consciente de encontrarse atrapada en una vasta fortaleza de hielo, porque no deseaba trasladarse hacia el este, en dirección al futuro Canadá, ni hacia el sur, a California. La prisión gélida tenía unas dimensiones enormes, por lo que no se sentía acorralada en absoluto, pero, cuando empezó a ablandarse la tierra congelada y los sauces echaron brotes vacilantes, sin poder explicar por qué, sintió que las áreas donde ella se había refugiado y había dominado durante tantos años se habían visto afectadas por un gran cambio. Cualquiera que fuese la manera en que captó el mensaje, quizá gracias a su agudo sentido del olfato, o tal vez porque oyó unos ruidos hasta entonces desconocidos, Matriarca supo que la vida en la Estepa del Mamut había cambiado, para empeorar.

Esta percepción se intensificó con la pérdida de uno de los dientes que le quedaban, y, además, un atardecer, mientras caminaba hacia el oeste con su familia, sus ojos débiles vieron algo que la confundió. Pudo observar que, en la orilla del río que iba bordeando, se alzaba una construcción distinta a todo lo que había visto hasta entonces. Parecía un nido de pájaros puesto en el suelo, aunque era muchísimo más grande. Salían de él unos animales que caminaban sobre dos patas, parecidos a las aves acuáticas que pululaban por la costa, pero mucho más grandes, y uno de ellos comenzó a emitir ruidos en cuanto vio a los mamuts. Del inmenso nido salieron otros en tropel, y, a juzgar por los extraños sonidos que emitían, Matriarca comprendió que su presencia estaba provocando un gran entusiasmo.

Algunas de las bestias, que eran mucho más pequeñas que ella o incluso que el menor de sus nietos, empezaron entonces a correr hacia ella a tal velocidad que Matriarca comprendió que ella y su rebaño se encontraban ante un peligro nuevo. Por instinto, se apartó, empezó a moverse de prisa y acabó corriendo, barritando como una loca.

Pronto descubrió que no podía moverse como quería, porque, allí donde se dirigiesen ella y sus pupilos, surgía de la oscuridad uno de aquellos animales y les impedía escapar. Cuando amaneció, la confusión era mayor, pues aquellos seres seguían insistentemente los pasos de Matriarca, que intentaba conducir a su familia, como lobos que rastrearan a un caribú herido. Al llegar la primera noche no habían cesado de perseguirlos, y aterrorizaron aún más a los mamuts, pues encendieron fuego en la tundra, y los animales creyeron con pánico que la hierba, seca por el calor del verano, ardería en un incendio incontrolado, aunque no ocurrió así. Matriarca miraba con perplejidad a sus vástagos y, a pesar de que no podía dar forma a la idea: «Tienen fuego, pero no es un incendio», experimentó el desconcierto que esa idea le hubiera producido.

Al día siguiente, las extrañas novedades continuaron persiguiendo a Matriarca y sus mamuts hasta que, finalmente, cuando los animales se encontraban exhaustos, los recién llegados consiguieron aislar a la nieta menor. Una vez que el joven animal quedó separado del grupo, se le acercaron los perseguidores; en las patas delanteras, las que no usaban para caminar, llevaban ramas de árbol con piedras atadas, con las que comenzaron a golpear a la mamut acorralada y la hirieron hasta que barritó para pedir ayuda.

Matriarca, que iba por delante de sus hijas, oyó el grito y volvió sobre sus pasos, pero cuando intentó ayudar a su nieta algunos de aquellos animales se apartaron del grupo y la golpearon en la cabeza con las ramas, hasta que tuvo que retirarse. Entonces los gritos de su cría se volvieron tan patéticos que Matriarca tembló de ira, lanzó un potente bramido, se arrojó contra los atacantes, no se detuvo y continuó hasta el lugar en que la mamut amenazada luchaba por defenderse. Matriarca se abalanzó sobre los animales con un gran rugido y les golpeó con su colmillo quebrado hasta obligarlos a retroceder.

Vencedora, pensaba conducir a un lugar seguro a la nieta asustada, pero en aquel momento uno de aquellos extraños seres lanzó el sonido: «¡Varnak!», y otro, un poquito Más alto y pesado que los demás, saltó hacia la mamut acorralada, se dejó caer entre sus peligrosas patas y empujó hacia arriba lo que llevaba en la mano, hundiéndole en las entrañas un arma afilada.

Aunque Matriarca vio que la nieta no estaba herida de muerte, cuando los mamuts intentaron escapar a sus torturadores y se alejaron ruidosamente, resultó obvio que la cría no podría mantener el paso. El rebaño aminoró la marcha, mientras Matriarca ayudaba a su nieta, y de este modo pudieron huir las enormes bestias.

Ante el horror del grupo, las figuritas de dos patas todavía les seguían y se acercaban cada vez más, hasta que, el tercer día, en un momento de descuido en que Matriarca conducía a los demás a un lugar seguro, las bestias rodearon a la nieta herida. Matriarca retrocedió para defenderla, decidida a aplastar de una vez por todas a aquellos intrusos, pero mientras trataba de alcanzar y golpear con su colmillo roto a los atacantes, como había hecho con el tigre sable, se adelantó audazmente de entre los árboles uno que la obligó a retroceder, armado sólo con un largo trozo de madera y otra vara más corta con fuego en el extremo. Aunque el trozo largo de madera tenía en la punta unas piedras afiladas, Matriarca le habría hecho frente, pero contra el fuego, que el animal acercaba directamente a su cara, no podía hacer nada. Por mucho que lo intentara, no podía esquivar aquella brasa ardiente. Tuvo que retroceder impotente, con los ojos irritados por el humo y el fuego, mientras mataban a su nieta.

Las bestias bailaron saltando alrededor del mamut abatido, dando unos fuertes gritos, parecidos a los aullidos triunfales de los lobos cuando logran derribar a la presa herida; luego empezaron a descuartizarla.

Por la noche, Matriarca y el resto de su familia volvieron a ver desde lejos el fuego que ardía misteriosamente sin arrasar la estepa; éste fue el trágico y desconcertante encuentro entre los mamuts, que habían estado seguros en su fortaleza de hielo durante tanto tiempo, y el hombre.