KENDRA

Después de preparar rápidamente dos mudas de ropa, recogió su equipo para la nieve y volvió apresuradamente a la escuela, para hablar con elocuencia sobre los esquimales.

Cuatro maestros recorrieron juntos aquellos doscientos diez kilómetros por el hermoso camino de montaña que llevaba a Gunnison: la señorita Deller, una maestra de ciencias, el asistente del entrenador de fútbol y Kendra, que formaron un grupo animado: El entrenador estaba casado, pero su esposa ya conocía el albergue de Gunnison y, como no le gustaban mucho los deportes de invierno ni las discusiones sesudas, se había quedado en casa. Después de analizar los errores que cometía la administración de escuelas en Grand Junction y criticar la política de Colorado, la conversación recayó en los asuntos nacionales; todos estaban de acuerdo en que el presidente Reagan representaba un saludable giro hacia la derecha.

- Ya era hora de que hubiera un poco de disciplina en este país -dijo el entrenador-. Él está en el buen camino.

Para sorpresa de Kendra, los otros mostraron un marcado interés por saber cómo era una universidad mormona; como a ella le había gustado Brigham Young, hizo una buena descripción. Pero el entrenador preguntó:

- ¿No discriminan a los negros? Ya se sabe que, hoy en día, sin negros no se puede formar un equipo de fútbol decente.

- Todo eso es cosa pasada -le aseguró Kendra-. A mí no me discriminaron, aunque no soy mormona.

Quince minutos después de llegar al albergue ocurrió algo que vino a demostrar, una vez más, de qué modo hechos debidos al mero azar pueden alterar una vida. Al grupo de Kendra se sumó un joven que enseñaba matemáticas en Canon City, a ciento cincuenta kilómetros de allí. Traía seis copias de multicopista grapadas.

- ¡Hola, Joe! -saludó-. Seguí tu consejo y escribí al Departamento de Educación de Alaska. A vuelta de correo recibí todo esto.

- ¿Qué es? -preguntó Joe.

- Información. Formularios de solicitud, si quieres.

El grupo demostró tanto interés por el material que él retiró la grapa y distribuyó los documentos. A medida que varios maestros de Colorado iban leyendo datos de las páginas recibidas, la cafetería se llenó de gruñidos y exclamaciones de alegría.

- ¡Dios mío! ¡Escuchad esto!: «Tres años de experiencia en una buena escuela secundaria. Recomendaciones de la universidad donde se estudió. Escuela rural. Usted dictará todos los niveles y materias del ciclo básico secundario».

Ante esta referencia a un sistema que había desaparecido cincuenta años antes en casi todo el mundo, las exclamaciones fueron en aumento. Un hombre dijo:

- Quieren un milagro. Son cuatro niveles distintos, ocho materias diferentes, y apostaría a que todo se dicta en una misma aula.

- Así es -continuó el que leía-. Aquí lo dice. «Un aula común, pero no atestada».

El protestón se quejó, pero la frase siguiente lo acalló del todo:

- «Sueldo inicial: treinta y seis mil dólares.»

- ¿Qué?

La exclamación surgió de seis maestros, que empezaron a pasar de mano en mano ese increíble documento. Sí, la cifra era exacta: treinta y seis mil dólares como sueldo inicial para el maestro principiante, con incrementos anuales hasta alcanzar los setenta y tres mil dólares para el profesor de secundaria y más aún para el director. Esos maestros de Colorado, que constituían un grupo escogido y experimentado, promediaban los diecisiete mil dólares anuales. Por eso les alteró saber que, en Alaska, los principiantes ganarían más del doble, sin tener en cuenta las condiciones. Para Kendra Scott, que ganaba sólo once mil quinientos por carecer de antigüedad, la diferencia era asombrosa.

Pero la página suelta que había llegado a sus manos contenía un mensaje más profundo que el sueldo a cobrar. Provenía de una entidad de la que ella no había oído hablar: el Distrito Escolar de la Vertiente Norte. Había sido redactado por un equipo de genios que utilizaron todas las triquiñuelas descubiertas por las empresas de turismo para tentar a posibles pasajeros:

Usted viajará en avión hasta Seattle, donde abordará un elegante jet que le llevará a Anchorage. Allí, un representante del cuerpo docente de Alaska lo conducirá a un moderno hotel, donde usted se reunirá con otros maestros principiantes para participar en un seminario titulado: «Introducción al Norte», con filmaciones en colores. A la mañana siguiente, ese cordial representante le llevará a usted al aeropuerto, para que aborde un avión más pequeño, en el que viajará sobre las nevadas cumbres del Denali hasta la metrópoli septentrional de Fairbanks y luego a Prudhoe Bay, donde brota el petróleo que provee a Alaska de sus millones.

Desde Prudhoe volará usted hacia el oeste, sobre el territorio del millón de lagos, con un brazo del gran Océano Glacial Ártico a su derecha. Aterrizará en Barrow, el extremo más septentrional de Estados Unidos. Allí pasará tres días visitando una de las mejores escuelas secundarias de la nación, después de lo cual, un pequeño avión le conducirá al sur, a su escuela de Cabo Desolación, donde se ha desarrollado gran parte de la historia de Alaska. Hay allí una excitante aldea esquimal, cuyos habitantes se esmerarán de buen grado por que usted se sienta como en su casa.

Al terminar este párrafo, Kendra sentía tantos deseos de partir inmediatamente que echó un vistazo a la página, buscando algún número de teléfono. Lo halló en el dorso: «Telefonee usted por cobro revertido a Vladimir Afanasi, Cabo Desolación, Alaska, 907-851-3305». El nombre de ese personaje despertó en ella mucha curiosidad por la historia que resumía. El nombre de pila era, obviamente de origen ruso, pero la muchacha no logró adivinar qué significaba el apellido. «Quizá sea esquimal. ¡Qué sonoro!» Y lo repitió varias veces en voz alta. Pero fueron los dos párrafos siguientes los que cautivaron su imaginación, tal como lo habían buscado sus insidiosos redactores:

Usted no va a ejercer en algún cobertizo de frontera. ¡Nada de eso! La Escuela Centralizada de Desolation, una de las más modernas y mejor equipadas de Norteamérica, tiene instalaciones para la enseñanza primaria y secundaria. Fue construida hace tres años, con un presupuesto de nueve millones de dólares. Se alza sobre una pequeña elevación, frente al mar de Chukotsk; en días claros, desde su aula verá jugar a las ballenas frente a la costa. Pero lo que convierte en una rica experiencia la enseñanza en Desolation (y no se deje intimidar por el nombre, pues a nosotros nos encanta y lo mismo le ocurrirá a usted) son los niños. Su clase estará compuesta por niños de orígenes interesantísimos: esquimales, rusos, descendientes de aquellos balleneros de Nueva Inglaterra que solían frecuentar esta población y niños como usted, hijos de misioneros y comerciantes que se instalaron aquí. Ver a su alumnado por la mañana, con las caras luminosas a la luz del Ártico, es ver una muestra de lo mejor que ofrece América. Sin embargo, para alcanzar todo aquello de lo que son capaces, necesitan de usted. ¿Le gustaría unirse a nosotros en nuestra nueva y brillante escuela?

La invitación era tan tentadora que la deslumbró. se imaginó subiendo el tramo de escaleras que llevaba a una gran escuela (sinduda de mármol, a juzgar por ese presupuesto de nueve millones) y caminando por espléndidos corredores hacia un aula provista de todas las comodidades, donde la esperaban unos veinticinco alumnos de todos los colores, aunque todos se parecían a la niñita del National Geographic, con grandes capuchas de piel y anchas bufandas envolviéndoles la cara. Sólo asomaban los ojos, brillantes y muy ansiosos por aprender.

Ese viernes, cuando salió de su habitación para cenar con los otros, buscó con la vista al joven de Canon City y se acercó a él, con una audacia que nunca había exhibido:

- ¿Usted es el que escribió a Alaska?

- Sí. Soy Dennis Crider, de Canon City. Siéntese con nosotros.

Ella le explicó que había venido con el grupo de Grand Junction.

- Kendra Scott, maestra de primaria. ¿Puedo ocupar esta silla?

- Por supuesto. ¿Le interesa Alaska?

- Cuando pasé por esa puerta no lo sabía, pero esos papeles que usted me dio a leer… ¡Caramba! ¿Usted piensa ir?

- Me lo estoy pensando. Por eso escribí. Y por la celeridad con que me respondieron, ellos también han de estar interesados.

- Pero ¿cómo supo a quién dirigirse?

- Envié la carta al Departamento de Educación Estatal, Juneau, Alaska. Ni siquiera sabía si el nombre y la dirección eran correctos, pero ellos la hicieron llegar a los distritos esquimales.

- ¿Y piensa realmente ir allá?

Las preguntas de Kendra se volvieron tan directas que ella y Dennis, sin prestar atención al resto del grupo, se dedicaron a estudiar profundamente la posibilidad de renunciar a sus puestos para dirigirse a la Vertiente Norte de Alaska, fuera lo que fuese; aunque no tenían mapas de la región, dedujeron que estaba cerca del Océano Glacial Ártico y que, más allá, no existía otra cosa que el Polo Norte.

Pasaron toda la velada del viernes y la mayor parte del sábado analizando seriamente los pasos a dar para mudarse al lejano norte. Cuanto más conversaban, más práctico les parecía tomar la decisión. Pero Dennis señaló un detalle que ella no había leído en su hoja:

- Si te aceptan, debes ir allí en la primera semana de julio, a fin de completar tus planes para el invierno.

- Eso no es problema -aseguró Kendra.

Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormir. En la cabeza le atronaban tumultuosas ideas e imágenes; algunas nada halagadoras: «¿Por qué dije aquellas palabras horribles? No son mías. ¿O quizá sí?». Especuló con la posibilidad de ser dos personas distintas: la Kendra que su madre había atendido tan cuidadosamente, aceptable para el mundo, y una Kendra oculta, llena de ambigüedades tan tortuosas que temía profundizar en ellas.

Después de una noche de insomnio, Kendra se levantó para desayunar temprano. Al encontrar a la señorita Deller sentada a solas, le preguntó:

- ¿Puedo hablar contigo?

- Sí. Ayer te vi conversar muy animadamente con Dennis Crider. ¿Hay algo serio entre vosotros dos?

- NO, hablábamos de Alaska. Lo que quiero saber es qué diferencia horaria tenemos con Alaska.

Como mucha gente sensata, Kendra suponía que los bibliotecarios sabían de todo, pero la confusión que siguió habría sacado a cualquiera de ese error. Las dos jóvenes pasaron diez minutos tratando de decidir si Alaska estaba antes o después de Colorado; luego, otros quince discutiendo acaloradamente qué significaban «antes» y «después». También se preguntaron si la línea del cambio de fecha estaba al este o al oeste de Alaska y qué significaba, pasara por donde pasase.

Las rescató un pedante profesor de geografía que les explicó:

- Esa pregunta sobre la línea del cambio de fecha no tiene nada de tonta. Estrictamente hablando, debería cortar en dos las islas Aleutianas: para las del este, lunes; para las del oeste, martes, como en Siberia. Pero todo el mundo estubo de acuerdo en que era preferible dar el mismo día a toda Alaska. Por eso el meridiano describe una torsión extraña; primero se desvía hacia el este, para que en toda Rusia sea martes, y después hacia el oeste, de modo más marcado aún, para que en toda Alaska sea lunes. Luego vuelve a la normalidad.

- Pero ¿cuál es la diferencia horaria? -preguntó la señorita Deller.

- No puedo hablar de un tema tan complejo si no lo explico todo.

- Prosiga, doctor Einstein.

Él las sorprendió reconociendo:

- No estoy seguro de poder darles la respuesta correcta.

- Sin embargo, usted parece saberlo todo -observó la bibliotecaria, con una sonrisa cordial.

- El problema es que sé demasiado, y que me han estado cambiando las reglas. -Pidió a la camarera que le trajera una hoja de papel, luego sacó los tres rotuladores de colores que llevaba en su estuche y trazó un contorno de la península de Alaska, asombrosamente exacto.

- En la universidad teníamos que saber dibujar bien todos los continentes, pero me he vuelto algo inseguro. -Trazó ocho meridianos-. Sé que son ocho de este a Oeste, pero no recuerdo exactamente la numeración. Digamos que la línea del cambio de fecha pasa por aquí. Es de ciento ochenta grados, como ustedes saben.

- Yo no lo sabía -dijo la señorita Deller.

Él le aseguró que así era.

- Por lo tanto éste, más próximo a Rusia, es el de ciento setenta Este, y el que pasa por el este de Alaska, ciento treinta oeste. El territorio abarcado es tan amplio que debería dividirse en cuatro husos horarios diferentes, geográficamente hablando. Por lo tanto, Alaska debería tener la misma diferencia de horas que existe entre los distintos estados de Norteamérica continental. Cuando son las doce en Nueva York, en Los Ángeles son las nueve. Cuando son las ocho en el este de Alaska, deberían ser las cinco en el extremo occidental de Attu.

- ¿Y no es así?

- No. Está todo mezclado. Antes Alaska tenía tres husos horarios diferentes; la parte oriental tenía la hora de Seattle; el resto, otra y las Aleutianas, una tercera. Pero el otro día leí que han cambiado todo y ahora no sé cómo son las cosas. Lo que sugiero es que llamemos a la compañía telefónica.

Les atendió una alegre muchacha que les dijo:

- No tengo la menor idea, pero puedo averiguarlo. y llamó a alguien de Denver, que les informó:

- Anchorage va dos horas retrasado con respecto a nosotros. Si aquí son las nueve, allá son las siete de la mañana. Cuando el geógrafo se sentó, Kendra les dejó atónitos:

- Voy a llamar -dijo-. Él tal vez no se haya levantado, pero estará en casa.

- ¿Llamar a quién? -preguntó la señorita Deller.

La muchacha les mostró la anotación que tenía consigo: «Vladimir Afanasi, 907-851-3305. Cobro revertido».

- ¿Estás loca? -preguntó la bibliotecaria.

- Puede ser.

La señorita Deller llamó a Dennis Crider, que acababa de entrar en el comedor:

- -¿Qué has hecho con esta muchacha, que era perfectamente normal?

Al enterarse de los planes de Kendra, el hombre dijo francamente:

- Es una locura. Allá ha de ser noche cerrada.

- Son las siete de la mañana. Y voy a llamar al señor Afanasi.

Dicho esto, se acercó al teléfono público, puso diez céntimos, marcó el número de la operadora y dijo, dominando la voz:

- Quiero hacer una llamada a Alaska, de persona a persona, a cobro revertido.

Y dio el número. Menos de un minuto después oyó una voz grave y algo ronca:

- Hola, habla Vladimir Afanasi.

- Le llamo por el empleo de maestra -dijo Kendra.

Los cinco minutos siguientes los dedicó a detallar su preparación y a dar una lista de personas a las que el señor Afanasi podía telefonear si deseaba verificar los datos. Pero quedó boquiabierta al oírle decir, poniendo muchísima atención en sus palabras:

- Antes de continuar, señorita, debo informarle que no tengo autoridad para hacerle ningún ofrecimiento en concreto. Eso corresponde a nuestro superintendente, que está en Barrow, pero como soy presidente de la junta, puedo asegurarle que usted parece ser la candidata que buscamos. ¿Ha leído los detalles?

- Me los he aprendido de memoria.

Ante eso Afanasi rompió en una carcajada que concluyó con una notable declaración:

- Creo que el superintendente le ofrecerá el puesto esta misma tarde, señorita Scott.

Ella puso una mano sobre el auricular y se volvió para gritar:

- ¡Me está ofreciendo un puesto, por Dios!

Siguieron dos preguntas que ella no esperaba:

- ¿Tiene alguna deformación facial visible? ¿Alguna discapacidad?

Ella apreció la franqueza de esas preguntas:

- Si la tuviera y no fuera grave, ¿me contrataría?

- Si está usted en condiciones de andar, más o menos, no tendrá la menor importancia.

- Quiero ese empleo, señor Afanasi. No soy lisiada ni tengo ningún defecto facial. Soy una persona muy normal, en todo sentido, y amo a los niños.

- Envíeme dos fotografías y referencias de dos profesores suyos de Brigham Young (allí tienen un excelente equipo de fútbol), del rector y de su sacerdote. Si todo es como usted dice, estoy seguro de que el superintendente le ofrecerá el puesto. ¿Conoce el sueldo?

- Treinta y seis mil. Parece enorme.

- ¿Es eso lo que la ha decidido a presentarse? -Afanasi continuó, sin esperar respuesta-. En un restaurante de Barrow se paga por una hamburguesa, sin cebolla ni queso, siete dólares con ochenta y cinco céntimos. La enchilada con un poco de salsa, ochenta y cinco. -Ante la exclamación ahogada de la muchacha, añadió-: Pero usted, con su experiencia, estaría en condiciones de ganar cuarenta y cuatro mil dólares. Es el sueldo que voy a proponer al superintendente.

Ella se mordió los labios para no decir una tontería; luego aclaró, con voz suave:

- No puedo enviarle una recomendación de mi pastor, señor Afanasi. Él pondría a mi madre y a toda la comunidad contra mi traslado.

- ¿Su madre no está enterada?

- No. No debe enterarse hasta que todo esté dispuesto.

En la cabina hubo un silencio muy largo; la expresión de Kendra indicaba que nadie decía nada. Sus amigos supusieron que el señor Afanasi había cortado la comunicación y estaban dispuestos a consolar a la muchacha, pero de pronto oyeron la conclusión del diálogo:

- Si usted no tuviera problemas, señorita Scott, este puesto no le interesaría. Todo el que llama tiene dificultades que le obligan a adoptar una solución drástica. Espero que las suyas sean soportables. De lo contrario, no venga a la Vertiente Norte.

Kendra dijo sin vacilar:

- Como ya le he dicho, soy una mujer muy normal, con problemas normales.

- Creo que me dice la verdad. Ahora demuéstrelo.

Fue así como Kendra Scott, de Heber City, consiguió un puesto de docente en Cabo Desolación, Alaska, con un sueldo inicial de cuarenta y cuatro mil dólares.

El vuelo hacia el oeste desde Prudhoe Bay le hizo notar la vastedad de su nuevo terruño. Un folleto turístico, en el bolsillo del asiento, decía: «Créase o no, Alaska tiene un millón de islas y tres millones de lagos». Al mirar hacia abajo Kendra vio reflejarse el sol en un salvaje mosaico de lagos, miles de ellos, algunos, no tan pequeños. «Tendrás que aceptar las cifras -se dijo-. ¡Vaya territorio!»

Aterrizó en Barrow una luminosa mañana de julio, a las diez y media. En cuanto entró en el aeropuerto para retirar su equipaje la detuvo una áspera voz:

- ¿Usted es la señorita Scott? -Y vio venir hacia ella a un desaliñado cincuentón que le extendió una manaza y le dijo:

- Soy Harry Rostkowsky. La llevaré a Desolation. -Al ver sus tres grandes maletas añadió, alegremente-: Llega usted con intenciones de quedarse mucho tiempo. La última aguantó tres semanas. Por eso hay una vacante.

- Pero el folleto mencionaba un período de preparación aquí, en Barrow. Tres días en la escuela nueva.

El hombre se echó a reír:

- Normalmente es así, pero allí la necesitan enseguida. Suba.

El corto vuelo a baja altura proporcionó a Kendra una excelente oportunidad para conocer la zona. Abajo sólo veía la tundra desnuda y sin árboles, con su miríada de lagos, y más allá el mar de Chukotsk, oscuro e inquietante. Durante todo el viaje no vio señales de existencia humana. Cuando Rosty le habló por el intercomunicador, ella observó:

- Más desierto de lo que pensaba.

El piloto señaló hacia el este con la mano izquierda.

- Y sigue así hasta Groenlandia.

- Cuando lleguemos a Desolation, ¿querría usted señalarme al señor Afanasi?

- No hará falta. Él en persona es Desolation. Allí tienen suerte en contar con Afanasi. -Luego el piloto añadió-: Será su nuevo jefe, señorita. No lo hay mejor.

Entonces llegó el momento de desviarse sobrevolando el mar, el brusco descenso y el deslizante acercamiento al extremo sur de esa península, que los esquimales nómadas habían utilizado de vez en cuando como base, durante los últimos catorce mil años.

- ¡Ése es mi nuevo hogar! -exclamó la muchacha saludando hacia Cabo Desolación, que ya era una población establecida. Quedó atónita ante lo vulnerables que parecían esas frágiles viviendas de cara al mar, apretadas como estaban entre el Chukotsk por el oeste y una extensa laguna por el lado opuesto. Pero pronto se olvidó eso, pues estaba tratando de localizar la escuela de los nueve millones. Como no lograba verla entre ese puñado de casas pequeñas, supuso que la habrían edificado tierra adentro, para protegerla de las inundaciones que pudieran llegar desde el mar. Sin embargo, al observar la zona circundante tampoco pudo hallarla.

Rostkowsky pasó dos veces rozando los techos y toda la población, al parecer, corrió a la pista de aterrizaje. Cuando el Cessna se detuvo, todos los que tenían alguna relación con la nueva maestra (y eso incluía a casi toda la aldea, estaban allí para saludarla. Kendra salió del avión, pisó el ala con timidez y se dejó caer al suelo, entre las exclamaciones aprobatorias de los presentes, que apreciaban su juventud, el atractivo peinado de paje, la sonrisa entusiasta y su obvia ansiedad por conocer a quienes serviría. Era un comienzo prometedor, remarcado por el largo silbido de un jovencito esquimal, que bien podía estar cursando el último año de la secundaria. Otros festejaron su audacia. Mientras Kendra era presentada a los miembros de la junta escolar, uno de ellos susurró a su vecino:

- Creo que esta vez conseguimos una buena.

Entonces se adelantó Vladimir Afanasi, con la cabeza descubierta, canoso, bien afeitado y de facciones asiáticas en la cara casi redonda.

- Bienvenida, señorita Scott. Yo soy Afanasi, el que habló por teléfono con usted. Vamos a su alojamiento.

La condujo a lo que llamaban la Residencia: un edificio bajo y pequeño, que tenía dos puertas de entrada, una junto a la otra.

- El señor Hooker ocupa este lado con su esposa. Han salido a pescar. Este lado es para usted. En el interior encontrará todos los muebles y la ropa de cama.

Abrió bruscamente la puerta para conducir a Kendra al interior de un apartamento compacto: cuarto de baño, zona de cocina y cuarto de estar, más pequeño que cuantos ella había visto en Utah y en Colorado. Pero estaba limpio y tenía espacio en las paredes donde colgar ilustraciones, mapas o grabados. Podía ser un hogar agradable para una mujer soltera.

Afanasi dijo con orgullo, pues era él quien había ordenado la construcción de ese alojamiento para los maestros:

- Esto podría convertirse en un confortable refugio para una chica.

Kendra corrigió:

- Prefiero pensar que soy una mujer joven.

- Mujer, de acuerdo -reconoció él, riendo-. He descubierto que, si la gente no tiene orgullo, no vale gran cosa.

Una vez entregadas las tres maletas y puestas en medio del cuarto vacío, Kendra no hizo esfuerzo alguno por ocuparse de ellas. En cambio preguntó:

- Bien, pero ¿dónde está la escuela. Sueño con ella desde nuestra primera conversación telefónica.

- Allí está -dijo Afanasi.

La llevó fuera para mostrarle un edificio de un solo piso, bajo y nada llamativo. Aunque era nuevo, ya necesitaba que volvieran a pintarlo. A Kendra le pareció un almacén medio abandonado en alguna población minera venida a menos.

- ¡Nueve millones! -barbotó sin querer.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras peyorativas, Afanasi se adelantó de un salto para obstruirle el paso y acercó la cara a la de ella.

- Es crucial que usted, desde el primer momento, comprenda cómo es Alaska, el territorio al que ha venido. -Y se volvió hacia todos los puntos cardinales-. ¿Qué ve usted, señorita Scott? ¿Arboles? ¿Grandes tiendas? ¿Grandes depósitos de madera? Nada. El mar donde podemos cazar una morsa de vez en cuando, si tenemos suerte, y alguna ballena. El cielo, que permanece oscuro la mitad del año. Y en esta dirección, hasta donde llega la mente, la tundra, sin una sola planta que pueda servir para encender un fuego.

Con cierta agitación, llevó a su nueva maestra al desolado edificio, que consistía en dos aulas grandes, separadas por un sólido muro aislante, y un gimnasio mucho más grande que el resto de la escuela, cosa que le llamó la atención.

- Ese gimnasio nos hace falta. Es el corazón de nuestra comunidad-

Afanasi inició su instrucción y señalando un clavo en la pared, le dijo:

- Este clavo, esa tabla, ese panel de vidrio: ¿de dónde supone usted que han venido? No pudimos ir por ellos a la ferretería, porque aquí no hay ferretería alguna. Cada objeto de este edificio tuvo que ser especialmente encargado a Seattle y traído aquí en barcaza.

- No lo sabía -reconoció Kendra, como si pidiera disculpas por su falta de consideración.

Afanasi hizo una reverencia, aceptando la excusa. Luego la tomó del brazo y explicó la verdadera desventaja de vivir en el extremo de una línea de navegación al Ártico:

- Debe saber usted, señorita Scott, que la barcaza de Seattle viene sólo una vez al año; generalmente, a fines de agosto. Por lo tanto, si el constructor de esta escuela quiere clavos, debe prever esa necesidad con casi un año de anticipación, pues si perdemos esa barcaza anual es preciso esperar otros doce meses. En un sistema tan implacable, los costes suben mucho.

- ¿Y no se podrían traer los clavos por avión?

- Ah, usted imagina las posibilidades. Créame, señorita Scott, que los cálculos serán uno de sus grandes problemas. Tendrá que mascullar cien veces sobre esto en el año venidero.

- No comprendo.

- Se puede traer por avión casi todo lo que hace falta. Pero la carga (el barril de clavos, por ejemplo) debe ser embalada y llevada al aeropuerto de Anchorage. Desde allí se la lleva a Fairbanks. Allí se la transfiere al avión que va a Prudhoe Bay, desde donde se la lleva a Barrow. Y allí Rostkowsky la carga en su pequeño Cessna para traerla hasta aquí, volando sobre la tundra. Si el barril de clavos viene por barcaza puede costar unos treinta dólares. Por avión, hasta cuatrocientos.

La miró con fijeza, dándole tiempo para digerir esa asombrosa diferencia. Cuando le pareció que ella había comprendido, señaló diversos objetos que hacían algo más acogedora esa desnuda escuela:

- Esto lo trajimos por avión. Y los tableros para el baloncesto. Trajimos muchas cosas que usted ya apreciará. Y al final la escuela costó nueve millones de dólares.

Mientras le escuchaba ella asentía con la cabeza. Su sometimiento a la realidad de Alaska era tan genuino que él se echó a reír. Luego la llevó afuera y señaló los sesenta pilotes sobre los que se levantaba el edificio:

- ¿Por qué supone que gastamos dos millones de dólares en construir estas columnas antes de poner una sola tabla?

- ¿Hay inundaciones en primavera?

- Hay permafrost en las cuatro estaciones del año. -Y Afanasi pasó a explicar que, si se construía una estructura pesada directamente en el suelo, el calor acumulado fundía el permafrost, haciendo que el edificio se hundiera en el lodo para quebrarse cuando éste se moviera. Señaló la Residencia en la que ella se alojaría-: ¿Cuánto cree usted que costó construir eso para usted?

Cuando era niña, Kendra había vivido con su familia en una modesta casa de Heber City; recordaba que sus padres se habían atormentado por el precio, que consideraban exagerado: dieciséis mil dólares.

- En Utah teníamos una casa parecida -dijo, en voz baja-. Dieciséis mil dólares.

- Gastamos doscientos noventa mil… para que usted estuviera cómoda cuando soplara el viento.

Entonces Kendra notó que había sido construida sobre veinte pilotes.

- ¿Fue usted quien tomó esas decisiones? ¿Como Presidente de la junta o lo que sea?

- El presidente de la junta vive en Barrow, pero escucha mis recomendaciones.

- ¿Y esto no le causó…? -La muchacha buscó una Palabra adecuada, pues le habían bastado diez minutos de conversación con Afanasi para comprender que era hombre de fuertes convicciones y que debería confiar en él durante los años venideros.

- ¿Si no dudé de estar haciendo lo correcto? Nunca. No he tenido siquiera una punzada de remordimiento. La Vertiente Norte está recibiendo millones de dólares inesperados por el petróleo de Prudhoe Bay; convencí a nuestra gente de que la mejor manera de gastar este maná era invertirlo en la educación. -La acompañó a la Residencia, añadiendo con tranquilo orgullo-: Yo presenté testimonio en el caso de Molly Hootch.

- ¿Cómo?

- Fue un caso famoso en el Tribunal Supremo de Alaska. Molly Hootch era una niña esquimal cuyo caso clarificó la ley de Alaska. Nuestra constitución, que yo ayudé a redactar, dice que todo niño alaskano tiene derecho a recibir instrucción en su propia comunidad. Pero cuando yo era joven, si un niño de una aldea nativa quería cursar la secundaria, tenía que abandonar su hogar durante todo el año para ir a Sitka; el efecto emocional era horrible. El decreto de Molly Hootch cambió todo eso. Ahora tenemos buenas escuelas en las regiones más desoladas, algunas, con seis estudiantes, con doce, pero todas con maestros de primera.

- La de Desolation ¿es una escuela Molly Hootch?

- Antes del asentamiento había una especie de escuela. Molly Hootch nos proporcionó el dinero para convertirla en secundaria.

- ¿Y cuántos estudiantes tiene?

La respuesta dejó sorprendida a Kendra:

- En la secundaria, donde usted enseñará, tres estudiantes: dos varones y una niña. En la primaria, donde trabajan el director y su esposa… Kasm Hooker, se llevará bien con usted; es un osito de felpa. Enseña en la primaria porque no quiere enfrentarse a los niños mayores; teme que sepan más que él.

- ¿Cuántos alumnos tienen él y su esposa?

- Trece, de primero a octavo grado.

La muchacha se quedó tan estupefacta ante esas cifras que se detuvo por un momento.

- ¡Dieciséis alumnos en una escuela de nueve millones de dólares! -exclamó, mientras Afanasi la esperaba.

- Así es Alaska. Aquí, lo primero es lo primero.

Pero le estaba reservada una sorpresa aún mayor: al regresar a su apartamento, Afanasi acercó dos sillas al escritorio empotrado y hojeó los papeles que la esperaban allí.

- Sí, aquí está, y casi no queda tiempo. Prepare su pedido y yo lo transmitiré a Seattle por teléfono, mañana mismo. justo a tiempo para que lo carguen en la barcaza.

Kendra no comprendió una palabra, pero él le entregó un catálogo de noventa y seis páginas en letra pequeña; entonces la maestra vio que se refería a los comestibles y las provisiones para la casa, como productos de limpieza, papel higiénico y artículos de tocador.

- Su pedido para todo el año. Ross Raglan tiene en Seattle una sucursal que sólo se ocupa de despachar mercancía al norte, para la gente como usted y como yo, que vive en el Ártico.

Durante las dos horas siguientes, Kendra Scott, criada en zonas civilizadas como Utah y Colorado, se vio inmersa en la vida al norte del Círculo Polar Ártico, pues los probados catálogos de R R cubrían todo lo que podía necesitar una familia o un individuo normales en los dos meses siguientes. Además de los formularios, que databan de los últimos años del siglo pasado, época en que Buchanan Venn había compilado la primera versión, Kendra contó con el sabio consejo de Vladimir Afanasi, que había ayudado a varias maestras jóvenes a preparar la primera lista.

Las cantidades sugeridas por Afanasi dejaron estupefacta a Kendra, acostumbrada a hacer compras para una sola persona dos veces por semana:

- Le aconsejo, señorita Scott, que pida ciento cincuenta kilos de patatas.

- Pero ¿dónde los voy a guardar?

- En la despensa.

El hombre se levantó para abrir una puerta, en la parte trasera del apartamento, y le mostró un depósito casi más grande que el cuarto en que se encontraban. Estaba rodeado de estanterías y contaba con pequeñas plataformas sobre las que se podían disponer toneles; había allí un gran refrigerador para almacenar carnes y mercancías congeladas. Sólo al ver los interminables estantes apreció ella la tarea a la que estaba dedicada:

- ¡Tengo que pedir comida suficiente para todo un año!

- No es exactamente así. Pasa lo mismo que con los clavos. Si se le acaba algo, puede pedir a R R que se lo envíe por correo aéreo. Una lata de boniatos cuesta dos dólares por barcaza y seis por correo aéreo.

Cuando Kendra terminó con su lista, Afanasi hizo un rápido cálculo del coste; la factura por barcaza sumaba alrededor de tres mil dólares. Kendra miró la cifra, boquiabierta.

- No tengo dinero para pagar una factura tan elevada.

- Por eso nuestro distrito escolar le pagará un anticipo ahora mismo. -Y Afanasi le entregó un cheque del banco de Barrow, por valor de cinco mil dólares.

Al salir se detuvo y señaló el apartamento vecino ocupado por el director, Kasm Hooker:

- Muchos dicen que es uno de los mejores maestros de la Vertiente Norte, opinión con la que discrepo. Algo más de cuarenta años, muy alto y flaco, casado con una mujer que le adora. Vino de Dakota del Norte, vaya a saber cómo, hace muchos años. No olvide esto, señorita Scott, el principal valor de ese hombre es su habilidad para el baloncesto. Ayúdele en ese sentido y hará una gran contribución a nuestra escuela.

- El nombre de pila es extraño. ¿Religioso?

- Oh, no. Es que Hooker tuvo una preparación muy limitada, nada literaria. Cuando comenzó a enseñar en nuestra escuela utilizaba mucho la palabra inglesa chasm (abismo), pero la pronunciaba tal como se escribe. La repitió así varias veces, pues tiene predilección por ese vocablo; a su modo de ver, el mundo entero se enfrenta a abismos de la peor especie. Por fin uno de sus alumnos vino a decirme: «El señor Hooker pronuncia mal la palabra chasm». Entonces fui a su cuarto (por entonces no estaba casado) y le dije directamente: «Chasm se pronuncia como si se escribiera con K: kasm». inocente como es, al día siguiente dijo a sus alumnos: «Anoche el señor Afanasi tuvo la amabilidad de corregirme un error de pronunciación». Y desde entonces toda la ciudad le llama Kasm Hooker. Ya oirá usted cómo le vitorean en los partidos de baloncesto. Bien vale los noventa y cuatro mil dólares que le pagamos.

Kendra, asombrada por esa cifra, preguntó:

- ¿Y cuánto recibe su esposa?

- Tiene años de experiencia. Cuarenta y nueve mil dólares.

Cuando Afanasi se fue, ella sumó el total de sueldos de la escuela y exclamó:

- ¡Ciento ochenta y ocho mil dólares por dieciséis niños!

Y nadie le había hablado aún de los veintidós mil dólares adicionales que se pagaba a una esquimal, «experta reconocida», para que tratara de enseñar a los estudiantes su idioma inupiat, que menospreciaban en favor del inglés, ni de los cuarenta y tres mil que cobraba el encargado por mantener el edificio en funcionamiento. La suma total, según Kendra descubriría después, era de doscientos cincuenta y tres mil dólares: casi dieciséis mil por alumno sólo en salarios.

Esa noche, la primera que pasaba en su nueva cama, se despertó a las dos y cuarenta y cinco de la madrugada, y se incorporó de pronto. Corrió al escritorio, donde aún estaba el pedido para R R, junto a su sobre, y tomó la estilográfica para añadir en el amplio espacio dejado para cosas varias: «Pacanas sin cáscara, cuatro kilos; almíbar Karo, ocho latas de litro; naranjas chinas en almíbar, una docena de latas». Luego, sintiéndose mejor, volvió a la cama y se durmió profundamente, aunque fuera era pleno día.

En otoño, cuando abrió la escuela, Kendra se había ganado el aprecio de los dos tercios de la población, demostrándoles que era una verdadera entusiasta, amante de los niños y respetuosa de las tradiciones esquimales. Iba de una casa a la siguiente, todas pequeñas y oscuras, respondiendo preguntas sobre su niñez y la vida en Colorado, pero también escuchaba los relatos locales sobre cacerías de ballenas y los comentarios sobre quién era el mejor de la aldea para cazar los grandes cachalotes que se trasladaban al norte o al sur, según las estaciones. Sin embargo, lo que le aseguró la aceptación de la comunidad fue el discurso que pronunció una noche en el gimnasio, al que asistieron casi todos los habitantes para ver cómo se desempeñaba la nueva maestra. El letrero anunciaba el tema «Aciertos Y errores», por lo que algunos asistieron de mala gana, pensando que sería una arenga de misioneros.

¡Qué sorpresa se llevaron! Lo que hizo Kendra fue presentarse como cualquier joven de UTA, agradable y nada afectada, Para compartir con ellos los conceptos acertados y erróneos sobre la vida esquimal que ella había traído consigo:

- Por algún motivo que jamás comprenderé, el sistema escolar estadounidense decidió, hace años, que el tercer grado era el momento ideal para hablar a nuestros niños de los esquimales. Hay libros escritos y algunos estudios sobre el tema; una empresa vende hasta lo necesario para construir un iglú. Enseñé tres veces la materia sobre los esquimales y estaba muy entusiasmada con los iglúes. Me imaginaba que todo el mundo aquí vivía en iglúes. Pero cuando llegué, en el avión del señor Rostkowsky, ¿con qué me encuentro? Con que no hay un miserable iglú.

Sus expresiones, algo irreverentes, sorprendieron a algunos y encantaron a la mayoría. Continuó ridiculizando sus conceptos erróneos sobre la vida esquimal. Se burló de sí misma, con palabras vívidas, gestos y anécdotas atractivas; pero cuando logró que el público riera con ella, entonces volvió a ponerse seria:

- Mis textos también decían muchas cosas ciertas sobre ustedes. Hablaban del amor que los esquimales sienten por el mar, de los bravos cazadores que salen a luchar contra los osos polares y las morsas. Describían los festivales y las auroras boreales, que nunca he visto. Espero que ustedes, en los años venideros, me enseñen las otras verdades sobre su manera de vivir, porque quiero aprender.

Hizo un esfuerzo especial para entablar amistad con su director. Al principio, aquel hombre alto y torpe parecía poco dispuesto a trabar relación con nadie; mucho menos, con una joven audaz que tal vez quería reemplazarle como director de la escuela. Las cosas se mantuvieron en tentativas hasta que un día de agosto, tras haber sido rechazada más de una vez, Kendra le interceptó en el porche para decirle con valentía:

- ¿Quiere pasar por un momento, señor Hooker? -Cuando le tuvo incómodamente sentado en su sala-dormitorio, continuó-: Señor Hoo…

- Kasm, por favor -interrumpió él.

Ella se echó a reír:

- Me contaron lo de su apodo. Reconozco que usted manejó las cosas de manera elegante.

Y él sonrió débilmente.

- Vengo desde muy lejos para trabajar en su escuela -prosiguió ella- y no puedo desempeñarme debidamente a no ser que reciba mucha ayuda y orientación de su parte.

- Cuente usted con toda mi cooperación -asintió él.

Pero Kendra no aceptó esa débil afirmación.

- Me dicen los niños que usted perdió a su maestra anterior porque la trataba como si fuera una paria.

- ¿Quién le dijo eso?

- Los niños de la escuela. Dicen que usted la hacía llorar.

- Era una incompetente y el señor Afanasi lo sabía. Fue él quien le sugirió que volviera a Los cuarenta y ocho de abajo, donde estaría mejor.

- Pero usted podría haberla ayudado, señor Hooker… digo, Kasm.

El director siguió sentado, con las manos apretadas contra las rodillas, en una actitud de celosa autoprotección. Por fin admitió a regañadientes:

- Tal vez en otras circunstancias…

- Conmigo no tendrá ese problema, Kasm. Me gusta este lugar. Estoy deseosa de enseñar, pero más aún de ayudarles, a usted y al señor Afanasi, a administrar una buena escuela.

Ese empleo sutil del nombre de Afanasi recordó al señor Hooker que la muchacha ya había establecido una sólida amistad con ese poderoso ciudadano. Entonces empezó a ceder, pero cuando estaba a punto de decir algo conciliador resonó por la aldea el ruido más importante del año: el eructo de la chimenea de un navío que indicaba su proximidad. Hasta los habitantes más formales corrieron por las calles, gritando:

- ¡Ya viene la barcaza!

Y allí estaba: un enorme depósito de mercancías, arrastrado por un viejo remolcador.

Su llegada fue el comienzo de dos días de celebración, con la aparición de una abundante oferta de provisiones, como si con ello, obedeciendo a alguna orden mágica, se entregara la recompensa a los esfuerzos previos: allí venían los cajones de latas, un camión, un bote con motor fuera de borda, una grúa, montones de tablas aserradas, martillos nuevos, cortes de paños coloridos, libros, lámparas con mechas especiales para cuando fallara la electricidad. Y, como siempre, esos inventos modernos que hacían más soportable la vida en los meses oscuros: un televisor, varios magnetófonos con dos juegos de pilas, una docena de pelotas de baloncesto y una radio de onda corta. Presenciar la descarga de la barcaza anual en Cabo Desolación era formar parte de la vida esquimal en un asentamiento remoto, y Kendra se dejó llevar por la actividad. Pero no estaba preparada para el gesto de amistad que le hizo el señor Hooker. Cuando algunos jóvenes comenzaron a traer desde la costa, en sus camionetas, los enormes cajones y los bultos asignados a la maestra, él dio un paso adelante, se instaló en la despensa y supervisó el ordenado almacenamiento de sus provisiones para todo el año:

- Queremos que usted comience bien -dijo.

La gran sorpresa de ese año se produjo el segundo día, hacia el final de la descarga, cuando bajaron a tierra los nuevos vehículos para nieve. En Desolation hasta los niños tenían skidoos, como los llamaban, y no era raro que una sola familia contara con tres de esas máquinas peligrosas y ensordecedoras. Pero cuando hubieron descargado varias decenas, los muchachos que observaban la operación silbaron de asombro, pues dos marineros subieron por la rampa con un modelo totalmente mejorado: un SnowGo-7 azul y rojo, de orugas anchas, parabrisas de plástico moldeado y manillares de carreras. El precio era de cuatro mil dólares.

- ¿Quién ha pedido eso? -preguntaron los jovencitos, muy excitados.

En respuesta a las repetidas preguntas, un joven apuesto, que se había graduado en la escuela dos años antes, se adelantó para reclamarlo. Una mujer le dijo a Kendra:

- Jonathan Borodin. Su padre y su tío trabajaban en Prudhoe. Ganaban una fortuna.

Kendra reconoció el nombre de una familia a la que no conocía: los orgullosos Borodin, que conservaban las costumbres antiguas, en contraste con Vladimir Afanasi, que aceptaba muchos aspectos de las nuevas. La maestra se preguntó cómo era posible que los tradicionalistas Borodin hubieran concedido a su hijo un vehículo para nieve; en eso había una contradicción. Pero ahí estaba la maravillosa máquina. Al ver con qué placer se la llevaba el joven Borodin, ella comprendió que monopolizaría su imaginación y su vida. Entonces se volvió hacia la mujer para preguntar:

- ¿Era un buen alumno?

Y la respuesta fue:

- Muy bueno. Habría podido ir a la universidad.

- ¿Y por qué su familia se gasta tanto dinero en una motonieve, en vez de gastárselo en la universidad?

- Oh, ya fue -aclaró la mujer-. El año pasado, a una buena universidad en Oregón. Pero a las tres semanas le atacó la nostalgia. Echaba de menos «el humo y las bromas» de nuestras calles, por la noche. Y volvió.

Al anochecer, cuando todo estuvo guardado, los ciudadanos de Desolation se reunieron en la costa para despedir a la barcaza, que levó anclas y zarpó hacia Barrow, donde descargaría el resto. ¡Qué triste era ver alejarse el inmenso navío, para ausentarse durante todo un año! Era la salvación de la zona, un recordatorio grande y sólido de que existía otro mundo allá abajo, cerca de Seattle. Pero lo más emocionante fue el momento en que la barcaza hizo sonar su sirena a modo de despedida, pues entre los ecos los pobladores de Desolation comentaron entre sí:

- Bueno, ahora comienza el invierno.

Kendra pasó el resto de agosto y la primera semana de septiembre familiarizándose con la aldea: las casas castigadas por el viento, los pasillos largos y oscuros que servían como entradas protectoras, los pozos cavados en el permafrost para almacenar carnes, el lago hacia el sur de la ciudad, donde se cortaba hielo de agua dulce que se fundiría después, a fin de obtener agua potable. A Dondequiera que mirara, veía indicios de que esos esquimales se habían pasado siglos luchando con el medio ártico y hallando soluciones aceptables. Por las noches, mientras jugaba al bingo con las mujeres de la aldea, las estudiaba con admiración, sin sombra de condescendencia.

Ellas, a cambio, se encargaron de adoctrinarla debidamente.

- Tienes que encargar a alguien tu ropa de invierno -le advirtieron, señalando por encima del hombro el mar de Chukotsk, cuyas olas libres de hielo llegaban a pocos metros de la aldea-. Cuando llega diciembre el viento aúlla en el hielo, necesitas abrigo.

Pero Kendra quedó atónita ante los precios que debería pagar por su equipo.

- Lo primero son los mukluks -dijeron ellas-. Tienes los pies abrigados, la batalla está ganada.

La maestra descubrió que podía conseguirlos de dos maneras:

- Eres maestra principiante, con poco dinero; tienda vende barato Sorrel Packs, hechos a máquina, goma, plantillas de fieltro y forro, bastante buenos. Quieres ser como esquimales, compras mukluk, suelas de piel de foca, arriba caribú hasta la rodilla, calcetines de vellón, tal vez doscientos cincuenta dólares.

Kendra reflexionó sólo por un momento:

- Si estoy en la tierra de los esquimales porque así lo quise, haremos las cosas como corresponde. Quiero mukluks de verdad.

Su parka, lo esencial del atuendo esquimal visible, presentaba las mismas alternativas:

- J. C. Penney hace una comercial buena, a trescientos dólares. Muchos esquimales la usan porque las verdaderas son muy caras.

- ¿Cuánto cuestan?

- Pieles, hechura, borde para proteger la cara… -La lista de prendas extrañas era interminable-. En total, unos ochocientos dólares.

La respuesta la dejó atónita, pues a Kendra nunca le habían permitido gastar más de cuarenta y cinco dólares por un vestido. Después de aspirar hondo, preguntó:

- ¿Quedaría muy ridícula con mukluks de verdad y una parka de confección comercial?

Las mujeres discutieron entre ellas ese importante problema y dieron una respuesta unánime:

- Sí.

Sin más vacilaciones, Kendra dijo, casi alegremente:

- En ese caso, que sea una parka esquimal.

Para no ofender a las mujeres esquimales con una pregunta sobre dinero, esperó hasta quedarse a solas con los Hooker:

- ¿Cómo hacen estas pobres mujeres para pagar semejantes precios? ¿Y lo que gastan apostando al bingo?

La señora Hooker se echó a reír.

- ¡Estas mujeres tienen los bolsillos forrados, señorita Scott! Los maridos ganan salarios enormes trabajando en los yacimientos petrolíferos de Prudhoe Bay. Además, todos los años reciben una bonificación del gobierno.

- ¿Qué bonificación?

- En Alaska no pagamos impuestos. El dinero del petróleo corre tanto que es el gobierno el que nos paga a nosotros. Dicen que este año serán cerca de setecientos dólares.

Kasm intervino:

- ¿No ha notado usted que casi todas las casas esquimales, aquí en el norte, tienen dos o tres motonieves abandonadas en el patio delantero?

- Iba a preguntar eso.

Y Kasm explicó:

- Como el dinero se gana con facilidad, resulta más barato comprar una nueva que hacer reparar la vieja. Las desarman y sacan repuestos de una máquina para reparar otra.

Cuando las costureras ataviaron a Kendra con su nuevo atuendo invernal, cubriéndole la cara con el borde de la capucha y disimulando los contornos de su cuerpo con el voluminoso ropaje, la maestra se convirtió en una esquimal más, redonda, anadeante y bien protegida. Empezó a transpirar, pero las mujeres le aseguraron:

- En diciembre no hará tanto calor. -Y volvieron a señalar en dirección al mar-. Los vientos de Siberia. Ya verás.

Una de ellas añadió solemnemente:

- Ahora te llamas Kunik. Es «copo de nieve». Ella, yo, todos te llamamos Kunik.

Y la nueva maestra, llamada ahora Kunik, continuó su campaña para entender las costumbres esquimales y hacerse aceptar en la comunidad.

El primer día de clase, Kendra recibió unas cuanta sorpresas: algunas, agradables; otras, no. Cuando entró en la cavernosa aula, con capacidad para cuarenta y cinco estudiantes, encontró en su escritorio un ramillete, hecho con algas marinas y una especie de brezo que crecía en la tundra. Nunca había recibido flores que encerraran tanta emoción. Quedó sin aliento, tratando de adivinar a quién se debía ese gesto de amistad, pero no pudo llegar a adivinarlo.

Después de que sonara un cencerro que pendía del techo de la escuela, dieciséis estudiantes entraron en el edificio. Trece giraron hacia la izquierda, donde el señor Hooker dictaba las clases de primaria; sólo tres, una niña y dos varones, fueron hacia el sector de Kendra. Con ellos sentados en la primera fila, el cuarto parecía decididamente desierto, y la maestra comprendió que a ella le tocaba llenarlo de actividad. El aula era ella, no los libros ni la enorme estructura que había costado la mitad de nueve millones de dólares. Sólo ella podía dar vitalidad a ese sitio inanimado. Y decidió hacerlo así. Esos jovencitos de cara redonda, pelo oscuro, ojos negros y obvia ansiedad, estaban dispuestos a ayudarla a dar vida a esa caverna, pero aunque la maestra había llegado a apreciar a cada uno de ellos durante el verano, sólo al verlos en la escuela notó lo exageradamente asiático de su aspecto. Eran esquimales. Y se sintió orgullosa de ser su maestra.

En muchas escuelas esquimales era costumbre que el maestro se dirigiera a sus alumnos reunidos llamándoles «chicos», palabra que transmitía una buena familiaridad. Desde el comienzo, Kendra la utilizó con frecuencia. Cuando quería infundir una sensación de camaradería, decía a su clase:

- Bueno, chicos, veamos los problemas de matemáticas.

Pero cuando le parecía necesario restablecer la discipina, pasaba a:

- Bueno, chicos, basta de bulla.

Entonces ellos sabían que hablaba en serio y volvían al orden.

Sus alumnos le inspiraban un gran cariño. Después de unas cuantas preguntas y respuestas de prueba, llegó a la conclusión de que tenía tres discípulos superiores al promedio. Pero antes de que pudiera comenzar realmente la clase se produjo una interrupción que modificó todo el día, y de hecho, todo el año.

Vladimir Afanasi entró en la sala llevando de la mano a una asustada niña esquimal de catorce años. Antes de indicarle el asiento que debería ocupar a la aterrorizada pequeña, llevó a Kendra al porche para decirle:

- Se llama Amy Ekseavik. Sus padres son los parias de nuestra aldea. Pasan seis meses al año pescando río arriba. Viven en una casucha, lejos. Amy ha ido a la escuela, a lo sumo, siete u ocho semanas al año.

- ¿Y por qué se permite semejante cosa?

- No se permite. Informé de ello a la policía de Barrow. La niña debe asistir a la escuela, así que sus padres la trajeron para que pase el invierno con la señora Pelowook.

Afanasi volvió al aula y se acercó a la niña, diciendo:

- Éstos son tus compañeros, Amy. Y ella es tu maestra, la señorita Scott.

Dicho esto, besó a la trémula jovencita e indicó a Kendra que a ella le tocaba hacerse cargo.

Pero la maestra no lo oyó, pues ante la aparición de Amy había recibido una abrumadora impresión: «¡Es la niñita de la revista!». El parecido entre la pequeña de seis o siete años y esa muchachita de catorce era tan grande que Kendra se llevó el índice izquierdo a la boca y se lo mordió. Era un milagro, nada menos, que una réplica de aquella fotografía, por la cual la maestra había llegado a ese sitio remoto, hubiera entrado en su aula. Y también era una orden: se la había enviado allí para que sirviera a esa criatura.

- Examínela -dijo Afanasi a punto de salir-. Sabe leer y escribir un poco, pero ha pasado mucho tiempo fuera de la escuela, aparte de las pocas semanas que asistió el año pasado.

Con eso desapareció. Kendra, demasiado sorprendida para reaccionar de inmediato, dejó a la nueva alumna de pie, pero entonces se levantó la otra niña de la clase, se acercó a Amy y la condujo a una silla, que uno de los varones trajo al círculo. Con ese gesto considerado se daba la bienvenida a la extraña que había crecido aislada en las márgenes del mundo.

En su tercer día de trabajo, Kendra encontró en uno de sus cajones un panfleto con datos sobre el distrito escolar de la Vertiente Norte, del que su escuela formaba parte. Tenía una extensión de 219.530 kilómetros cuadrados, con una población total de siete mil seiscientas personas. Como ya experimentaba cierto orgullo por lo que llamaba «mi pradera del norte», esperó a que terminaran las clases del día y visitó al señor Hooker, para pedirle su calculadora portátil.

- La escuela tiene que proporcionarle una -dijo el director, casi gruñendo. Y rebuscó en su escritorio hasta hallar la que le estaba destinada-. Debo de tener por aquí otras cosas que son para usted. Ya las buscaré.

Ese regalo la sorprendió, pero cuanto mejor conocía esa notable escuela más la impresionaba su generosidad. Cada alumno recibía gratuitamente un cepillo de dientes, dentífrico, lápices, bolígrafo, cuaderno, todo el material de lectura, una merienda, una comida caliente y atención médica completa. Los maestros también participaban de la bonanza: hospitalización totalmente gratuita, un seguro de vida por el doble del salario anual, alojamiento, calefacción y electricidad gratuitos y el famoso Plan de Ahorro, que Afanasi explicó así:

- La invitamos a depositar en nuestras manos el seis por ciento de su sueldo. En su caso equivale a dos mil seiscientos cuarenta dólares anuales. Nosotros añadimos el cincuenta por ciento y, sobre el total, le pagamos un once por ciento anual. No queremos que nuestros maestros pasen hambre.

Para probar su calculadora, Kendra se dedicó a ese tipo de juegos tontos que encantan a los académicos: «¿Qué estado tiene aproximadamente el tamaño de nuestro distrito escolar? ¿Cuántos de los estados más pequeños tendrían que unirse para igualar nuestra superficie?». Utilizando los datos proporcionados por la escuela, descubrió con intenso placer que el estado de tamaño más aproximado era el suyo, Utah. El hecho de trabajar en un distrito escolar más grande que todo Utah la dejó estupefacta.

Luego procedió a hacer un segundo cálculo. Descubrió que la Vertiente Norte era más grande que los diez estados menores sumados, comenzando por Rhode Island y terminando con Virginia Occidental. Pero antes de jactarse se preguntó: «Sí, pero, ¿y la población?». La población total de esos diez estados superaba los veintiséis millones de personas, mientras que la Vertiente Norte no llegaba a las ocho mil. Sólo entonces captó la desmesurada extensión de esa zona de Alaska y lo desierta que estaba.

La regordeta Amy Ekseavik, la nueva alumna, estaba resultando ser una personita difícil. En las dos primeras semanas rechazó cualquier intento de quebrar su reserva; su adusta actitud repelía a estudiantes y maestra por igual. Como era la única que vivía lejos de la aldea, nunca había tenido amigos. El concepto de congeniar con otros o confiar en ellos le era extraño; desconfiaba mucho de sus compañeros y, como sus padres la habían tratado siempre con dureza, no podía concebir que la señorita Scott fuera muy diferente. Por lo tanto, la atmósfera del aula era tensa.

A esas alturas, Kendra consultó con el director y descubrió que, en lo relativo a los asuntos escolares, el señor Hooker era un veterano cauto, que enfocaba cualquier problema desde un peculiar punto de vista: «¿Cómo puede perjudicarme esto? Y si puede causar dificultades ¿cómo desactivarlo?». Con esa estrategia dominante, no le hizo muy feliz enterarse de que la nueva maestra tenía problemas con la alumna nueva, pues tenía motivos para creer que Amy Ekseavik, por algún motivo, despertaba un interés especial en Vladimir Afanasi, miembro de la junta escolar de la Vertiente Norte; por lo tanto, había que manejarla con cuidado.

- ¿Dice usted que es intratable?

Kendra solía sorprenderse ante el vocabulario del señor Hooker. Aunque el hombre había cursado magisterio en Greeley, Colorado, una de las mejores escuelas en su especialidad, en realidad era torpe, aunque con posibilidades latentes, y decidió revelarle sus aprensiones.

- Amy es una criatura salvaje, Kasm. ¿Es posible que en su casa la castigaran?

- Ni remotamente. Afanasi no siente simpatía por sus padres, pero dice que no son brutos. Los esquimales nunca maltratan a sus hijos.

- En ese caso, tal vez sea así porque fue criada en un ambiente solitario.

- Es posible. O quizá por ser la menor de la clase. Tal vez estuviera más a gusto si volviera a la escuela primaria. Yo he sabido ablandar a niños como ella.

Automáticamente, con una energía que no habría empleado de sospechar el efecto que podía causar, Kendra exclamó:

- Oh, no. Está donde debe estar. Sus compañeros la ayudarán. Y yo haré todo lo posible por que se sienta a gusto. -De pronto cayó en la cuenta de que estaba tocando una zona sensible y rectificó, diciendo-: Por ayudarla a aprender.

El director Hooker sonrió de una manera tan comprensiva que sorprendió a Kendra:

- No se identifique demasiado con ella, señorita Scott.

- Llámeme Kendra, por favor… si quiere que yo le llame Kasm.

- De acuerdo. ¿Conque desea conservarla? Pero la niña ¿aprende algo?

- Es muy inteligente, Kasm. Muestra gran capacidad de aprendizaje.

- Siga con ella, pues. Felicítela cuando se porte bien y no tema regañarla cuando falle.

En esos fantasmales días del otoño, mientras el sol se hundía más y más en el cielo, como para advertir a la gente de Desolation que pronto se iría, dejando caer la noche, Kendra se esforzó en quebrar la reserva de esa niña huraña, casi salvaje, que le había sido encomendada. La fortalecía en esa difícil tarea la portada del National Geographic que había clavado sobre su escritorio, en el apartamento, y la decisión con que esa otra Amy de seis años avanzaba en medio de la ventisca: «Una criatura criada así tiene que ser recia al llegar a los catorce años. Mi Amy es tal como ésta ha de ser en la actualidad. Y a mí me corresponde mostrarle cuánto mejor puede ser a los veinte».

Así continuaba el difícil proceso educativo que todos los animales jóvenes deben soportar, si quieren convertirse en osos o águilas de primera. Kendra aplicaba constantemente amor y presiones; la dura Amy resistía con todas sus fuerzas. Los otros tres alumnos, niños de crianza normal que habían perdido sus peculiaridades individuales en el contacto con otros niños tan tozudos como ellos, progresaban rápidamente bajo la guía de Kendra. Por tanto, la escuela secundaria de Desolation funcionaba a un ritmo más que satisfactorio.

En una cena organizada por la iglesia, que marcó por casualidad el fin del otoño y el principio de la larga noche invernal, varios padres dijeron a Kendra:

- No oímos más que elogios de usted. Fue Dios el que nos la envió.

Pero la familia que alojaba a Amy Ekseavik le comentó:

- Ella nunca menciona la escuela. ¿Le va bien?

Y Kendra respondió con franqueza:

- Parece estar adaptándose.

En septiembre, octubre y a principios de noviembre, los habitantes de Desolation hacían frecuentes e inquietantes referencias a «la llegada del invierno». Kendra supuso que se referían a los problemas de la noche perpetua, pero en uno de los primeros días de noviembre descubrió el verdadero significado. Puesto que el frío se acentuaba (la temperatura había descendido a diecinueve grados bajo cero y una nieve ligera cubría la tierra) ella había comenzado a usar su atuendo esquimal y se sentía muy cómoda con él. Pero esa mañana, al salir apresuradamente de la Residencia para ir a la escuela, la golpeó un viento de fuerza tan cruel que ahogó una exclamación y arrugó la cara. Cuando llegaron sus alumnos, envueltos en ropas protectoras, le preguntaron:

- ¿Qué le parece el invierno de verdad?

El termómetro señalaba cuarenta grados bajo cero, pero el viento aullante llegaba desde los páramos de Siberia con tanta potencia que la radio de Barrow situó la sensación térmica en «sesenta y ocho grados bajo cero y continúa descendiendo». Era un frío que Kendra no había imaginado nunca, por no hablar de experimentarlo:

- Eh, chicos. ¿Cuánto tiempo dura esto?

Y ellos la tranquilizaron:

- No muchos días.

Estaban en lo cierto. Al cabo de tres espantosos días, el viento cedió. Kendra descubrió entonces que una temperatura de treinta grados bajo cero sin viento era bastante soportable. En esos momentos, en lo profundo de un verdadero invierno ártico, cuando la gente debía unirse para sobrevivir, descubrió en Kasm Hooker a un excelente educador y en Vladimir Afanasi, a un estupendo ciudadano: el gimnasio, que había requerido más de la mitad del presupuesto de la escuela, se convirtió en el punto de reunión de la comunidad. El día de Acción de Gracias y en Navidad hubo celebraciones a las que acudieron todos los aldeanos, salvo los padres de Amy Ekseavik. Trajeron carne helada de ballena, pescado y maravillosos guisos de pato, ganso o caribú. Pero la actividad principal eran los partidos de baloncesto. A veces, Kendra pensaba que el alma de Punta Desolación, al menos en invierno, residía en los partidos que atraían a casi todos los miembros de la comunidad. Pero ella nunca había visto jugar de ese modo, pues la secundaria de Desolation tenía sólo dos varones y, aunque eran bastante buenos jugadores, se necesitaban por lo menos tres más para formar un equipo de cinco.

El problema se resolvía de este modo: cualquier equipo que jugara en Desolation aceptaba la participación de dos muchachos ya graduados y del señor Hooker como quinto miembro, bajo la condición de que no tiraría al aro ni «marcaría» al mejor jugador del equipo contrario. Pero ¿contra quién podía jugar Desolation? La secundaria de Barrow contaba con una brigada completa de quince, pero no ocurría lo mismo con las otras seis pequeñas escuelas de la Vertiente Norte. Lo que la escuela hacía era un tributo a la imaginación de Vladimir Afanasi, el cual explicó así la situación a Kendra:

- Como disponemos de bastante dinero, pagamos los gastos de traslado a otras escuelas para que vengan en avión y jueguen con nosotros una serie de tres partidos amistosos; a veces, sólo dos. La aldea enloquece. Para nuestros muchachos es una gran experiencia. Y los jugadores del equipo contrario tienen la oportunidad de conocer el norte de Alaska. Todo el mundo se beneficia.

El primer equipo importado bajo esas condiciones era el de Ruby, una pequeña ciudad del río Yukón. Llegaron ocho jugadores, acompañados por el entrenador y el director de la escuela. Durante varios días en que el sol no apareció, Desolation sólo pensó en el baloncesto. Como no había diferencia entre la noche y el día, se convocaban los partidos para las cinco de la tarde. Y era algo digno de verse, pues el equipo de Desolation estaba compuesto por los dos estudiantes de Kendra, el graduado Jonathan Borodin (el dueño de la motonieve), otro mozo que se había fichado dos años antes y el señor Hooker, con su metro ochenta y dos y sus setenta y un kilos de peso. Salían a la pista con bonitas chaquetas, que habían costado noventa y siete dólares cada una, y jerseys azul celeste que proclamaban con brillantes letras doradas: AURORA BOREAL. Como tres de los jugadores eran visiblemente bajos, Jonathan Borodin tenía una estatura promedio y el señor Hooker llegaba a las estrellas, formaban una verdadera mezcla. Pero una vez que sonaba el silbato y el árbitro Afanasi lanzaba el balón, se iniciaba un partido lleno de ataques y cambios salvajes.

Kendra se asombró ante la habilidad de sus dos discípulos. Borodin seguía siendo el jugador estrella, como en sus tiempos de estudiante, pero al Promediar el partido la puntuación era: Ruby 28, Desolation 21. Claro que si se hubiera permitido al señor Hooker tirar a la canasta o «marcar» al mejor jugador del equipo contrario, el resultado habría sido diferente. De cualquier modo, Kendra se sintió orgullosa de su equipo y lo animó vigorosamente.

Esa noche, el equipo de Desolation perdió por 39-49, pero la noche siguiente acertó tiro tras tiro y ganó por un margen cómodo: 44-36. Al día siguiente, antes de que llegara el avión contratado para llevar a los jugadores de Ruby de regreso al Yukón, seiscientos sesenta kilómetros más al sur, los dos equipos compartieron un abundante desayuno a base de sucedáneo de huevos revueltos, embutidos de carnes diversas y panecillos proporcionados por la señora Hooker. Todos estaban de acuerdo en que la visita de Ruby había sido todo un éxito; uno de los jugadores visitantes agradeció la hospitalidad con un discurso formal:

- Sigo creyendo que el sol asomará cuando nos vayamos.

Y uno de los muchachos de Kendra, que se había destacado en el segundo partido, le respondió:

- Ven en junio y verás que tienes razón.

Entonces Kendra experimentó toda la maravilla de la vida al norte del Ártico durante el invierno, en esas interminables semanas de noche prolongada, quebrada apenas por unas pocas horas de resplandor plateado a mediodía. A veces, cuando el sol mordisqueaba el borde de las nubes que pendían sobre el río Yukón, mucho más al sur, Kendra miraba por la ventana de su aula y veía figuras difuminadas, imposibles de identificar, moviéndose lentamente por la aldea. Entonces pensaba: «Estoy sumida en un mundo de sueños y nada de esto es real». Pero entonces comenzaban las veintidós horas de completa oscuridad y ella se decía: «Esto es el Ártico real. Esto es lo que vine a buscar». Y disfrutaba de la oscuridad, como si sólo ella, entre todos los graduados de Brigham Young, hubiera tenido el coraje necesario para esa aventura.

Por eso estaba predispuesta a disfrutar de la experiencia. Cada vez que las mujeres de la aldea organizaban algún tipo de festival, ella las ayudaba a decorar el gimnasio y a servir el refrigerio, hasta que todos llegaron a tomarla por un miembro más de la comunidad. Lo que sus alumnos decían de ella era tranquilizador, exceptuando a la huraña Amy Ekseavik, que no la mencionaba en absoluto.

A finales de diciembre, Kendra inspeccionó su despensa y encontró esas provisiones que había añadido a su pedido en el último momento, con intención de utilizarlas como premio para sus alumnos. Recurrió a ellas, sobre todo a las pacanas, el karo y los quinotos en almíbar, y solicitó ayuda a dos mujeres que tenían a sus hijos en la escuela para hacer enormes cantidades de tortas de pacana, cadenas de embutidos de lata, galletas decoradas con frutas escarchadas y muchos litros de batido agridulce, preparado con un concentrado de frutas.

Cuando todo estuvo listo, Kendra invitó a todos los niños de la escuela, con sus padres, y a la pareja con la que Amy vivía. No se hizo nada por impedir la entrada a los vecinos curiosos, que se acercaban para averiguar qué estaba pasando en el gimnasio. Entre los intrusos estaba Vladimir Afanasi, que felicitó a Kendra por la fiesta y por la cordialidad con que introdujo los quinotos entre las mujeres de la aldea. Para los niños, lo mejor fueron las tortas de pacana. Al terminar el festín, hasta Amy Ekseavik admitió a regañadientes:

- Estaban muy buenos.

Kendra observó que el señor Afanasi se apartaba para conversar con algunos hombres de la aldea, acompañado por un forastero. Con la primera mirada que echó a ese hombre blanco, que al parecer provenía de Los cuarenta y ocho de abajo, la invadió una impresión que no olvidaría jamás: se trataba de alguien importante y no estaba en Desolation por casualidad, sino para cumplir con algún gran designio. Era joven y de estatura mediana; iba bien acicalado y tenía una sonrisa encantadora. Aunque no la miraba, su pelo rubio se destacaba tanto entre los esquimales que ella no podía dejar de echarle alguna mirada. Cuando se produjo una pausa en los entretenimientos preparados por los estudiantes, Kendra se acercó a Afanasi como al desgaire. Al verla llegar, él fue en su busca como si adivinara sus intenciones y, tomándola de la mano, la llevó directamente hacia el joven desconocido:

- Permítame presentarle a mi asesor legal, señorita Scott. Jeb Keeler.

- Bienvenido a nuestra fiesta escolar, señor Keeler. ¿Asesor?

- Estudió en Dartmouth y Yale -explicó Afanasi-. Es una persona de importancia vital para nuestra comunidad.

- ¿Así que usted trabaja aquí? -preguntó ella.

Aprovechando la oportunidad, Afanasi describió la original relación que el joven Keeler mantenía con la aldea y sus habitantes. Kendra, impresionada, preguntó:

- ¿Tiene casa aquí?

- Me hospedo en la del señor Afanasi -replicó Jeb-. Es muy cómodo, porque es con él con el que debo realizar casi todo mi trabajo.

Ella se entretuvo con aquellos hombres varios minutos más de lo necesario. Por fin, consciente de su intromisión, se disculpó torpemente, dejando entrever la favorable impresión que le había causado el joven abogado. Pero eso no fue motivo de bochorno, pues él experimentaba lo mismo. Cierta vez había dicho a Poley Markham, su mentor: «Me despedí con un beso de las bellas universitarias». Y era cierto. Ni en Juneau ni en Anchorage, donde trataba con mucha gente por su profesión, había conocido a ninguna mujer que le interesara. Encontrar en Desolation a una joven tan atractiva y capaz como Kendra no era algo que se pudiera pasar por alto.

Al terminar la reunión, se las compuso para acercarse a Kendra, que se despedía de las aldeanas. Cuando se hubo retirado el último de los invitados, le preguntó:

- ¿Le apetece venir a desayunar mañana conmigo? En casa de Vladimir, por supuesto, pero cocinamos muy bien.

- Me gustaría -dijo ella, con una sonrisa irresistible. Pero como usted sabe, el señor Afanasi es mi jefe y debo estar en el aula a las ocho.

- Pasaré por usted a las seis.

- ¿Por qué tan temprano?

- Porque tengo muchas preguntas que me gustaría hacerle.

Y ella aceptó. A la mañana siguiente se levantó antes de las cinco. Cuando llamaron a la puerta, a las seis menos cuarto, ya esperaba con impaciencia. Allí estaba Jeb Keeler, para acompañarla a casa de Afanasi. Mientras caminaban por la oscuridad, tomados del brazo, tuvo la sensación de que él estaba igualmente ansioso de conversar con ella y eso le agradó enormemente. Era su primera cita de verdad, algo planeado con entusiasmo por ambas partes, y la gratificaba de algún modo inexplicable que se produjera tan al norte del Círculo Polar Ártico.

- Después del desayuno, Afanasi tuvo el buen tino de aducir una reunión por asuntos de la aldea y salió rápidamente.

- ¿Ha venido usted por cuestiones legales? -preguntó Kendra.

Jeb explicó entonces sus relaciones con Poley Markham. y los servicios que ambos habían prestado a la empresa de Desolation. Luego la condujo por los entresijos de la Ley de Concesiones, en la que ya era experto. Cuando Afanasi volvió ella pudo preguntarle:

- ¿Cuál cree usted que será el resultado en 1991, cuando los esquimales adquieran pleno derecho sobre sus tierras?

- Conque han estado conversando de cosas elevadas, ¿eh? -Vladimir se sirvió un poco de café y dedicó la hora siguiente a discutir con ellos los desconcertantes problemas a los que se enfrentaba su pueblo-. Me alegra el estado de nuestra unidad local. Con el sobrio asesoramiento de Poley Markham al principio y de Jeb ahora, hemos podido protegernos. No hemos perdido dinero ni ganamos mucho, pero retenemos constructivamente nuestra tierra. En cuanto a las grandes corporaciones… son ellas las que me preocupan. Las buenas prosperan; las pobres corren peligro de zozobrar. Y si eso ocurre, cuando llegue 1991 estarán deseosas de vender todo a los comerciantes de Seattle.

- ¿Podría ocurrir eso? -preguntó Kendra.

Y Jeb intervino:

- Los lobos ya rondan la fogata. Esperan a que llegue 1991 y la oportunidad de apoderarse de las mejores tierras de Alaska. Una vez que eso ocurra, los nativos no podrán recuperarlas jamás. Todo un modo de vida se irá al demonio.

Mientras analizaban esa triste perspectiva, Kendra vio con claridad la estrategia de Jeb y sintió respeto por él:

- Creo que un cincuenta por ciento de las grandes corporaciones están condenadas. Técnicamente ya están en bancarrota o a punto de estarlo. Calculo que esas tierras ya están perdidas, a menos que intervenga el gobierno federal con alguna operación de rescate. Pero también creo que muchas corporaciones aldeanas se pueden salvar, protegiendo sus tierras a largo plazo, y eso es lo que trato de lograr con las que me emplean.

Entonces Afanasi se mostró casi poético en su defensa del vínculo tradicional de los esquimales con su tierra:

- Mi país no es sólo esta tundra vacía, medida en las hectáreas del hombre blanco. Mi país es el océano abierto, congelado en el invierno, camino para las morsas, las focas y los cachalotes en la primavera y en verano. Tierra segura y suficiente para las casas de mi aldea, océano libre suficiente para asegurar la cosecha del mar, del que siempre hemos dependido. -Y chasqueó los dedos-. Vamos, señorita Scott, que son las ocho menos cuarto. ¡Ya debería estar en clase! -Y acompañó a Kendra y a Jeb hasta la escuela.

El trabajo de Jeb Keeler con los líderes de la corporación le obligó a permanecer nueve días en Desolation. Cada velada que pasó con Kendra aumentó su interés; descubrió en ella a una joven inteligente y despierta, con aficiones similares a las suyas y ese tipo de humor tímido que aprecian los hombres como él. Buscaba una mujer que fuera casi su igual en capacidad mental, pero no demasiado agresiva. Estimaba, sobre todo, sus actitudes maduras para con los esquimales, el pueblo que él había tomado bajo su protección.

- Al principio, al ver esas caras oscuras y hoscas, yo pensaba: «Odian a todo el mundo». Luego descubrí que sólo estaban tomándose el tiempo necesario para evaluarme. Una vez que pasé el examen, florecieron como melocotoneros en la primavera.

Él estuvo de acuerdo en que llevaba tiempo interpretar la aparente reticencia de los esquimales. Kendra quiso entonces presentarle a sus cuatro alumnos, de modo que Jeb concertó su trabajo con Afanasi de modo tal que le permitiera pasar la tarde en la escuela. Allí causó una gran impresión a los tres estudiantes de Desolation, pero ninguna en Amy Ekseavik, que le miraba airadamente, como si fuera un enemigo.

Jeb sintió tal desafío que, al terminar sus relatos sobre las cacerías de caribúes en el norte de Canadá y sus temporadas de esquí en Dartmouth, se despidió cordialmente de los tres jovencitos locales, pero pidió a Amy que no se fuera. Ella bajó la cabeza y le miró por entre su flequillo oscuro, aceptando a regañadientes.

- En clase no has dicho nada -comenzó él-, pero noté que tenías muchas preguntas que hacer. Las tuyas, seguramente, habrían sido más interesantes que las otras. Dime: ¿que deseabas saber?

Con la barbilla contra el pecho y el pelo cubriéndole los ojos, ella murmuró:

- ¿Todos los hombres como usted tienen el pelo blanco?

- No es blanco. Nosotros lo llamamos rubio. Más o menos como el de la señorita Scott.

- En las revistas veo muchas mujeres con pelo como el suyo. Hombres, nunca.

- Pero los rubios somos muchos, Amy.

- ¿Por qué ha venido aquí? ¿Para qué?

- Traigo papeles del gobierno, que está en Juneau y en Washington. ¿Sabes algo de Washington, la gran capital?

- Claro.

La contundencia de su respuesta le alentó a formularle varias preguntas, calculadas para medirla información acumulada por una niña de catorce años. Tanto él como Kendra se sorprendieron ante la profundidad y la amplitud de sus conocimientos. Por fin probó con la aritmética y ella volvió a sorprenderle con su destreza.

- Eres una de las jovencitas más brillantes que he conocido, Amy. Ves muchas cosas de las que nunca hablas, ¿verdad?

Obviamente complacida, pero también profundamente azorada por esa intromisión en sus secretos, ella acabó por levantar un poco la cara; miró de frente a Jeb y le dedicó una de las sonrisas más amplias que él había recibido jamás. Desde ese momento en adelante, Jeb y Amy fueron socios. Aunque la maestra no había podido ablandar a esa niña helada, Jeb sacó a relucir todo el calor oculto que anidaba en ese pecho tenso. Cuanto más revelaba Amy de sí misma y de sus extraordinarias dotes para la percepción y el conocimiento, más comprendían Kendra y Jeb que acababan de descubrir a un ser humano en retoño, capaz de lograr casi todo aquello a lo que aplicara su privilegiada mente.

- Tenemos que organizar las cosas para que pueda estudiar en la universidad -dijo Jeb.

Y Kendra estuvo de acuerdo:

- Ya está prácticamente lista. Sin duda la Universidad de Washington ha de tener becas para niñas como ella.

Esa noche, la última que Jeb pasaría en Desolation, pasearon un rato en la oscuridad, con el termómetro marcando treinta y cuatro grados bajo cero. El frío, con poca humedad, era más vigorizante que destructivo; casi era posible disfrutarlo.

- No hay muchos amantes estadounidenses que paseen con treinta y cuatro grados bajo cero -comentó Jeb.

Ella se apartó.

- ¿Desde cuándo somos amantes?

- Podríamos serlo esta noche.

Cuando llegaron a la Residencia él quiso pasar, pero ella le rechazó:

- No, Jeb. -Y luego explicó su negativa añadiendo-: Por la mañana lo sabría toda la aldea.

- ¡Ajá! -apuntó él-. Si estuviéramos en un sitio neutral, como Anchorage, no te negarías.

El silencio de Kendra reveló que ésa era su actitud, exactamente.

- Le abrazó con ardor y se entretuvo en el umbral, para que él pudiera responder una y otra vez. Jeb era, en todo sentido, el hombre más deseable que ella había conocido: un abogado que respetaba profundamente la ley, amigo de los esquimales y, tal como había demostrado con su diestro manejo de Amy Ekseavík, un adulto capaz de proyectarse en el mundo de los niños. Kendra estaba enamorada de Jeb. En otras circunstancias, con la intimidad asegurada, habría estado dispuesta a demostrárselo, pero como compartía la Residencia con su director y los ojos penetrantes de los aldeanos, tenía que reprimirse.

- Eres lo más precioso que ha entrado en mi vida en veinte años, Jeb. Por favor, te lo ruego, mantengamos el contacto.

- Si tú piensas así y yo también, ¿por qué no me dejas entrar?

- Aquí no es posible -objetó ella, sin mucha firmeza.

- Pero si vinieras a Anchorage, ¿podría ser?

Y ella respondió:

- No me atosigues.

Cosa que él interpretó correctamente como: «Es probable».

Una serie de acontecimientos protagonizados por Vladimir Afanasi, que parecía decidido a demostrar que Alaska era a un tiempo extraña y única le permitieron distraerse. El primer día de enero, Afanasi se enteró de que los pagos por los yacimientos petrolíferos de Prudhoe Bay serían mucho más altos de lo que su junta había calculado; entonces anunció en asamblea pública:

- ¡Bien! Eso nos deja las manos libres.

Esa misma tarde pidió a Harry Rostkowsky que le llevara a Barrow, donde tomó el avión de Prudhoe a Anchorage. Allí se alojó en el hotel del aeropuerto, y visitó a los gerentes locales de las diez o doce aerolíneas internacionales que cruzaban sobre el Polo Norte hacia Europa. Al final descubrió que el mejor precio para su proyecto lo ofrecía Lufthansa, pues la firma no quería que otra línea aérea se llevara un negocio a Alemania.

Con un contrato asegurado, como mínimo, por los pasajes de ída y vuelta que necesitaba, volvió apresuradamente a Desolation y, en una gran asamblea convocada en el gimnasio, reveló sus planes:

- Ciudadanos de Desolation: gracias a una cuidadosa supervisión y a la buena suerte de contar con maestros como Kasm Hooker y Kendra Scott, tenemos en nuestra aldea una de las mejores escuelas Molly Hootch de Alaska. -La multitud aplaudió, mientras el señor Hooker saludaba. Pero resulta difícil mantener la moral alta y aprender en los meses invernales que se avecinan.

Allí se interrumpió para permitir una discusión generalizada de esa irrefutable verdad. Era muy difícil manejar una escuela, aunque fuera tan pequeña, cuando no había luz solar.

- ¿Y qué solución propones? -preguntó un pescador.

Afanasi evitó la respuesta directa:

- Nunca he querido que tengamos en Desolation una escuela parroquial.

- ¿Qué significa «parroquial»? -preguntó un hombre.

- Católica -respondió una mujer.

Y Afanasi corrigió:

- Puede significar católica, es cierto, pero en otro sentido es también algo limitado, de miras estrechas.

Mientras él hacía una pausa para permitir que todos comprendieran, Kendra pensó: «¿Adónde quiere llegar?». Y miró a su director en busca de alguna clave, pero éste se encogió de hombros, pues estaba igualmente a oscuras.

- Queremos que nuestros alumnos entiendan cómo es el mundo al sur del Círculo Polar Ártico, ¿no? ¿No es por eso que llevamos nuestros equipos de baloncesto a sitios como Juneau y Sitka, y hacemos que nuestros bailarines y atletas compitan en Fairbanks? Bueno, esta vez vamos a ampliar sus horizontes de un modo que no hemos intentado antes. Dentro de diez días, casi todos nuestros estudiantes, dos de nuestros maestros, tres miembros de la junta y tres madres, que actuarán como acompañantes, volarán a Anchorage en un avión contratado y abordarán un avión de Lufthansa para viajar a FrancfÓrt, Alemania, donde estudiaremos la historia de Europa central; después visitaremos otras seis ciudades alemanas para ver cómo es una gran nación europea.

Hubo exclamaciones, gritos de júbilo, gran entusiasmo entre los escolares y luego, una sobria pregunta:

- ¿Quién va a pagar todo eso?

Y la sonora respuesta de Afanasi:

- La junta escolar. Nuestro presupuesto lo permite. -Luego recapituló-: Pagaremos por lo que he dicho: doce estudiantes?Los cinco más pequeños se quedarán aquí, con la señora Hooker. Dos maestros. Tres miembros de la junta. Tres madres. Eso equivale a veinte personas. Si alguno de los otros quiere pagarse el pasaje, que será muy barato, podemos aceptar a cinco más.

Como los salarios de Prudhoe habían sido desorbitados en los últimos años, cinco voluntarios gritaron sus nombres. Kendra notó que entre ellos estaba Jonathan Borodin, el muchacho de diecinueve años que poseía la motonieve. Antes de levantarse la asamblea se acordaron todos los detalles del viaje a Alemania; Kendra y el señor Hooker recopilaron listas de datos vitales para que el señor Afanasi llevara a la oficina federal de Fairbanks, por la mañana, a fin de tramitar los pasaportes, y se hicieron apresuradamente los arreglos en los trajes de los muchachos y en los vestidos de las niñas.

En sus clases, el señor Hooker y la señorita Scott abandonaron todas las materias para impartir lecciones resumidas sobre geografía, historia y música de Alemania. Una madre tenía viejos ejemplares del National Geographic que trataban sobre Alemania. Otra, grabaciones de la Quinta sinfonía de Beethoven y selecciones de Fausto. Los niños dibujaron mapas de Alemania y la pequeña Amy Ekseavik sorprendió a todos trazando un buen mapa de Alaska, en el centro del cual puso a Alemania del Este y del Oeste, en la misma escala, para mostrar su insignificancia en comparación con la Vertiente Norte y el valle del Yukón. Amy no quiso decir a sus compañeros por qué había hecho eso, pero al terminar la clase susurró a Kendra:

- Quiero ir, aunque no sea gran cosa.

- En eso te equivocas, Amy. Durante dos mil años esa parte de Europa -la mano derecha de la maestra cubrió casi por completo la Alemania de Amy- ha dominado esta parte del mundo. No siempre es el tamaño lo que cuenta. -Y siguiendo un impulso, asió las manos de la niña-. Eres joven, Amy. Podrías llegar muy lejos. El señor Keeler dijo: «Podría ser lo que quisiera. Cualquier cosa».

- Usted está enamorada del señor Keeler, ¿verdad?

- Estoy enamorada de Alaska y de todo lo que representa. Me apasiona la maravillosa capacidad que tienes dentro de ti. Cuando vayas a Alemania, Amy, mira, sopesa y escucha. Y por el amor de Dios, aprende algo.

Soltó las manos de Amy y dio un paso atrás. Desde la puerta del aula, la niña se volvió a mirarla, recordando y evaluando todo lo que le había dicho.

La expedición a Alemania fue un éxito sin precedentes. Cada uno de los aviones despegó a la hora convenida. Los agentes publicitarios de Lufthansa llenaron los periódicos europeos de artículos y fotografías de los estudiantes esquimales. Museos, zoológicos, castillos y centros industriales organizaron giras especiales para los visitantes; un periódico especializado en economía publicó un largo análisis de la estructura financiera de la Vertiente Norte y su bienestar debido al petróleo. El periodista calculaba que esa loable iniciativa escolar había costado a Desolation no menos de ciento veintisiete mil dólares, todo pagado con los fondos de los derechos petrolíferos. Afanasi introdujo una corrección:

- Sólo veinte de nosotros viajamos con los gastos pagados por la junta escolar, gasto que fue unánimemente aprobado por los ciudadanos. Los otros seis pagaron sus propios pasajes, pues querían compartir la experiencia.

Sus cifras eran correctas. Había veinte miembros oficiales en el grupo, más los cinco que se habían ofrecido aquella primera noche en el gimnasio y un viajero inesperado, que pidió incorporarse al grupo cuando éste llegó a Anchorage. Jeb Keeler, abogado de la Corporación Desolation y de la junta escolar, se había sentido en la obligación de acompañar a Afanasi como asesor; tampoco negaba, para sus adentros, que la idea de pasar unos días en Europa con Kendra influía en sus planes. Ella quedó halagada por esa prueba de sincero interés; en la expedición no hubo dos personas que disfrutaran como ellos ese viaje por Alemania. En realidad, el placer mutuo era tan obvio que una de las madres acompañantes dijo a las otras dos:

- No es a los niños a quienes deberíamos estar vigilando.

Pero todos aprobaban esas relaciones. Entre los estudiantes de más edad se especulaba con la posibilidad de que el señor Keeler se escabullera hasta el dormitorio de la señorita Scott, en los diversos hoteles en que se alojaban.

Uno de los temas que Kendra discutía con Keeler habría sorprendido a sus alumnos:

- Sé que esto puede parecerte una traición de la confianza entre cliente y abogado, Jeb, pero necesito saberlo. Por el modo en que Afanasi despilfarra el dinero, como en este viaje, ¿no estará robando a la corporación?

Jeb ahogó una exclamación y sujetó a Kendra por los hombros.

- ¡Qué pregunta sucia! Afanasi es el hombre más honrado de cuantos conozco. Se cortaría el brazo derecho antes que robar un céntimo. -Y la sacudió, bramando-: De eso doy fe ante el mundo entero.

Ella no se dejó apabullar por tan enérgica defensa.

- ¿Y de dónde saca tanto dinero?

Jeb golpeó la mesa con un puño:

- ¡Maldita sea! aunque en Los cuarenta y ocho de abajo no quieran creerlo, en Prudhoe Bay el dinero corre como agua. La junta escolar de Afanasi tiene dinero. Yo tengo dinero. Mi socio Poley Markham tiene dinero. Y todo legal, verificable por los recibos. Ahora acepta los hechos: aquí en el norte, el dinero es muy común.

Quien observaba con muchísimo interés el cortejo, a veces tempestuoso, era Amy Ekseavik. Su apego a Jeb Keeler se había intensificado al observar su cortés conducta en Alemania y sentía ya cierto derecho de propietaria sobre la señorita Scott, pues ella había sido la primera en detectar que la maestra estaba enamorada del simpático abogado. En varios paseos que Jeb y Kendra hicieron solos, invitaron a Amy a que les acompañara; la niña los sorprendía constantemente con su dominio de todo lo alemán.

- Amy -exclamó Kendra un día, en la Pinacoteca de Munich-, estás hablando alemán como si lo hubieras estudiado.

- Lo estudié -respondió la niña.

Y les mostró el libro barato de frases útiles que se había aprendido prácticamente de memoria. Esa noche, después de un interludio romántico que acercó mucho a los amantes a declarar abiertamente sus planes, Kendra dijo:

- Si alguna vez nos casamos, quiero que adoptemos a Amy.

Y Jeb se mostró de acuerdo:

- Haremos que estudie en Dartmouth.

La expedición tuvo dos sorpresas deliciosas: el embajador estadounidense invitó a los esquimales a una comida formal en Bonn; luego organizó un paseo en trineos por la campiña cercana, con una parada en una posada rústica, donde había músicos vestidos con trajes típicos que tocaron viejas canciones tradicionales y bailaron con los esquimales.

A medida que pasaban los plateados días del invierno alemán y los visitantes recordaban con frecuencia la triste oscuridad del terruño, Kendra tomó conciencia de algo que antes no había notado: Jonathan Borodin era un joven de sorprendente capacidad. Durante los primeros seis meses de su estancia en la aldea no le había inspirado simpatía; para ella era sólo un muchacho bastante descarado, que no trabajaba y tenía un vehículo para nieve muy ruidoso, cuyos ecos parecían perturbar su clase cada vez que ella trataba de dar una explicación importante. Al observarle durante el viaje, notó que cuidaba a los niños menores como si fuera su tío y comprendió que el muchacho tenía posibilidades. Le preocupaba tanto el hecho de que no hubiera continuado sus estudios que, en el autobús a Berlín Este, se sentó junto a él para preguntarle:

- ¿Porqué abandonaste la universidad, Jonathan?

Él replicó en tono hosco:

- Echaba de menos la vida de la aldea.

- ¿El humo y las bromas? -preguntó ella, sin dar a sus palabras ningún doble sentido.

- Es nuestro modo de vivir.

Ella se mordió los labios, sabiendo que lo perdería si se burlaba de esa visión, patéticamente limitada.

- Pero te he estado observando, Jonathan, y veo que tienes muchas cualidades.

- ¿Cuáles, por ejemplo? -preguntó él, entre el recelo y el deseo de oír más.

- Eres un excelente administrador. Si estudiaras, podrías trabajar en cualquier parte: en Anchorage, en Seattle o en Washington, como asistente de algún congresista. -Ante la sorpresa del muchacho, añadió-: Lo digo en serio. Tienes un talento especial, pero se marchitará si no lo desarrollas.

Jonathan le dio una respuesta arrogante, que muchos esquimales jóvenes habrían podido darle en esos días embriagadores:

- Puedo conseguir empleo en Prudhoe Bay cuando se me antoje. Ganaría cuatro veces más que usted como maestra.

Ella se puso rígida, pues no aceptaba ese tipo de contestaciones.

- ¿Y quién habla de dinero? Yo estoy hablando de todo tu futuro. Si vas a Prudhoe Bay, trabajarás allí tres o cuatro años, malgastando tus sueldos. ¿Y qué harás el resto de tu vida? Piénsalo, Jonathan.

Se levantó bastante disgustada, para ocupar otro asiento.

El joven demostró tener carácter: cuando volvieron a Berlín Oeste fue en busca de la maestra y le preguntó si podía sentarse a su lado en el restaurante.

- Por supuesto -dijo ella. Y quedó atónita al enterarse de que Jonathan ocupaba un rango más o menos especial en Desolation:

- Mi abuelo… Usted no le conoce y piensa que el señor Afanasi es el gran hombre de la aldea. En la corporación, sí, en la junta escolar, también. Pero el verdadero gran hombre es mi abuelo.

Y se dispuso a compartir con ella los notables dones de su abuelo y el poder que ejercía sobre acontecimientos tales como el nacimiento de un niño o la caza de una ballena. Por fin ella dejó los cubiertos y le miró fijamente, mientras preguntaba:

- ¿Quieres decir que tu abuelo es chamán, Jonathan?

Había oído esa palabra varias veces desde su llegada a Alaska y estaba bien enterada de los extraordinarios poderes que los chamanes habían ejercído en otros tiempos, pero no soñaba que en la actualidad pudiera existir un chamán real y viviente. Desolation tenía un pastor presbiteriano, el undécimo desde el día en que el capitán Mike Healy, del Bear, pusiera al doctor Sheldon Jackson en la costa, con la madera necesaria para construir una misión e instalar en ella al convertido Dmitri Afanasi. En la aldea todos eran presbiterianos y lo habían sido siempre. Resultaba asombroso pensar que un chamán de los antiguos tiempos coexistiera con la iglesia, conduciendo una forma subterránea de religión a la que los aldeanos se adherían subrepticiamente. Era pagano. Imposible. Y excitante.

Cuando el grupo regresó a Munich, la Junta de Turismo Alemana, encantada por la favorable acogida que estaban recibiendo los esquimales, proporcionó entradas para la ópera a los cuatro estudiantes de secundaria, los dos maestros y los adultos acompañantes.

- Lamento que no sea para una ópera fácil, como Carmen -explicó la mujer que iría con el grupo-, pero sus efectos son magníficos y yo explicaré la acción. La Valkiria, de Wagner. Música que jamás olvidarán.

Naturalmente, Amy Ekseavik consiguió una copia del libreto y preparó tanto a sus compañeros como a sus mayores para lo que iban a ver. Con la ayuda de la guía, los de Desolation pudieron seguir la complicada historia. Kendra, que nunca había visto una ópera, se sentó detrás de los estudiantes, con Jeb Keeler a la izquierda y Afanasi a la derecha; Jonathan Borodin se sentó delante de ella, pero a dos filas de distancia, de modo que ella podía verle buena parte de la cara- Cuando se inició la sombría música y comenzaron a desplegarse las antiguas costumbres nórdicas, quedó en evidencia que causaban en Borodin un efecto profundo. Ni entre los estudiantes ni entre los adultos hubo quien siguiera la misteriosa grandeza de la escena wagneriana con tanta intensidad como él, lo cual hizo que Kendra preguntara a Afanasi, durante el primer descanso:

- ¿Es verdad que el abuelo de jonathan Borodin es secretamente un chamán?

La pregunta tuvo un efecto explosivo en el sabio y cultivado líder de Desolation: se volvió abrúptamente hacia Kendra y le preguntó con tono enérgico:

- ¿Quién le ha dicho eso?

Ella señaló al joven Borodin, que permanecía a solas, en una especie de trance, con la vista fija en el gran telón que ocultaba el escenario.

Afanasi guardó silencio por algunos momentos. Luego se inclinó hacia Kendra, para que Borodin no pudiera oír lo que él decía:

- Vivimos en un mundo dual. El pastor presbiteriano nos recuerda los valores cristianos que respetamos desde hace cien años. Pero los ancianos nos recuerdan valores que hemos seguido durante diez mil años. -No quería decir más, pero como Kendra no respondía, la tomó de la mano y le aseguró-: ¿Chamán? ¿En el feo sentido antiguo de esa palabra? No. ¿Magia, curas, maldiciones? Nada de eso. Pero sí es un conservador de las antiguas y apreciadas costumbres que siempre hemos seguido.

Así quedó el asunto, pero en los dos últimos actos de la ópera Kendra vio a Jonathan transfigurado por la majestuosidad del escenario, la dominación de los dioses, la maravilla de los efectos escénicos y el poder del canto, la acción y las invocaciones. Como todos los esquimales, incluido Afanasi, estaba viendo una interpretación de la vida ártica misteriosamente extranjera, pero familiar. La guía se había disculpado al informar a los visitantes de cuál sería la ópera; no podía saber que era la más adecuada para ese grupo proveniente de otro mundo nórdico.

Al salir del gran teatro, el edificio más impresionante que habían visitado los esquimales, Kendra se descubrió caminando junto a Borodin y le preguntó qué le había parecido la ópera.

- Podrían haber sido esquimales -dijo él-. Era como nuestra propia historia.

La pequeña Amy Ekseavik los alcanzó, y añadió:

- Ellos también vivían en un país frío, ¿no?

Y la magia de la representación continuó manifestándose durante la cena y las conversaciones que siguieron.

En el viaje de regreso, Kendra recibió tardías instrucciones sobre los dos temas de conversación prohibidos en una comunidad esquimal.~La advertencia le llegó del miembro más mundano de Desolation: Vladimir Afanasi. Ella se sentó junto a él durante una parte del vuelo, para felicitarle por el éxito de la expedición.

- Usted lo logró -le dijo-. Cuando escuché su proposición de llevar a casi toda la escuela a Alemania me dije: «¡Qué idea más absurda!». Después de pasar dos días en Berlín cambié de opinión.

Él replicó que eso no habría sido posible sin la ayuda de dos maestros como Kasm y ella.

- La gente subestima al señor Hooker. Es una de esas personas afortunadas que saben exactamente dónde desean estar. Y ese lugar es el que les corresponde. Él no serviría de nada en la secundaria, donde es preciso dictar materias específicas, pues hay inspectores que someterán a prueba a los estudiantes. ¿Sabe usted qué enseña él?

- Me lo he preguntado con frecuencia. Sus alumnos, cuando llegan a mi clase, no están muy preparados, como usted sabe.

- Enseña las glorias de la vida esquimal, la caza de la morsa, las ballenas. Sabe impartir bastante bien los conceptos básicos de la aritmética.

- Lo he notado.

- Pero desprecia cosas como la poesía, la historia y los cuentos infantiles tradicionales. Dice que todo eso es basura. Lo que valora es un buen equipo de fútbol americano. Y alienta a sus estudiantes a seguir las antiguas artes esquimales: talla, cestería y talabartería. -Reflexionó sobre eso unos momentos, mientras ambos observaban por detrás al alto director. Por fin continuó-: En nuestras escuelas Molly Hootch, el programa escolar tiende a centrarse en lo que le interesa al profesor. Sólo se puede rezar pidiendo a Dios que algo le interese, importa poco qué sea.

Eso dio coraje a Kendra para comentar:

- ¿Sabe usted, señor Afanasi, que tenemos un cuasi-genio? Es esa pequeña, Amy Ekseavik.

- Usted me la mencionó.

- La otra noche, en Francfort, me dijo que tal vez deba abandonar la escuela.

- ¿Por qué, si es tan buena estudiante, según dicen?

Kendra sabía que iba a decir algo reprovatorio, pero no sospechaba que fuera a ser tan explosivo:

- Me dijo que su padre bebe demasiado y que ella puede verse obligada a regresar para ayudar a su madre.

Oyó que Afanasi aspiraba bruscamente y hacía chasquear los dientes.

- Señorita Scott, hay dos aspectos de la vida esquimal que no deseamos ventilar, sobre todo con los extranjeros que vienen desde Los cuarenta y ocho de abajo. -Su cara oscura se arrugó por la cólera, y apuntando a Kendra con un dedo, dijo ásperamente-: No haga comentarios sobre nuestra ebriedad. No divulgue nuestro número de suicidas. Son problemas que se esconden en el alma esquimal y no nos gusta que otros nos vengan con sermones. Usted, en particular, es aún una forastera entre desconocidos; le aconsejaría que mantuviera la boca cerrada.

Temblando de furia, pues había tenido que dar esa lección a muchos blancos que actuaban entre esquimales, abandonó el asiento y no volvió a hablar con Kendra durante el resto del viaje. Sin embargo, cuando llegaron a Desolation, el padre de un estudiante se presentó tan borracho que no pudo reconocer a su hijo, cosa que le ocurría con frecuencia. Entonces Afanasi dijo a Kendra, señalándole:

- Es el cáncer que nos corroe el alma. Pero tenemos que soportarlo solos. Usted no puede añadir nada: ni condena ni esperanza. Por eso le ruego que siga mi grosero consejo: mantenga la boca cerrada.

Con los labios apretados, Kendra comenzó a observar más de cerca la situación local.

Notó que, bajo el buen humor reinante en las reuniones del gimnasio y los animados entretenimientos a los que ella invitaba a los padres de sus alumnos, existía una silenciosa corriente interior, compuesta por los dos oscuros arroyos que infectaban la vida esquimal: la embriaguez, cínicamente introducida por los balleneros del Boston, como el capitán Schransky y su Erebus, y el malestar general introducido, con las mejores intenciones, por misioneros como el doctor Sheldon Jackson, los portadores de las leyes blancas, como el capitán Mike Healy y su Bear, y los representantes de la educación, como Kasm Hooker y Kendra Scott.

Esa enorme cantidad de cambios, defendidos por su supremacía sobre las antiguas costumbres de los esquimales, había sido imposible de asimilar en tan pocas generaciones. Así es como se desarrolló ese malestar del alma, que llevaba frecuentemente a los esquimales a buscar refugio en el alcohol o la liberación en el suicidio. Ignorante de la verdadera situación, Kendra no había contado los hombres ebrios que había en Desolation; tampoco tenía información suficiente para calcular el número de suicidios en los cinco últimos años. Pero una vez que fue consciente de ello, compiló un lamentable recuento de las dos horribles cargas de los esquimales.

Una de sus informantes, una anciana, le reveló, sin saberlo, la causa de las bruscas reacciones de Afanasi:

- Su abuelo, misionero, hombre que vino de Dios para ayudarnos. Trae muchas cosas buenas. Muchas veces trata de alejar alcohol de la aldea. Pero siempre los blancos traen otra vez. Mucho dinero. Ese Afanasi trata de ayudar a los perdidos. Siempre dice: «Hay que mirar a Dios», pero nada cambia. Y sus hijos. Ellos también perdidos. Uno, el padre de Vladimir, siempre borracho. Fuerte cazador, podía ser, pero muere joven. El hermano Iván, tío de Vladimir, se pone muy callado. No habla más. No pesca más. No caza más. Queda así. Y después se mata de un tiro.

La mujer interrumpió su relato para estudiar a la joven maestra por algunos instantes. Luego añadió:

- Enfermedad esquimal salta generaciones, como el salmón aguas arriba. Primer Afanasi hombre noble; sus dos hijos se destruyen. Nuestro Afanasi, siguiente generación, hombre noble, pero ¿sabes qué pasó a su hijo?

- No lo sé -dijo Kendra. Y ahogó una exclamación al oír la respuesta:

- Un día, sin motivo, se mata de un tiro. -Y concluyó, meneando la cabeza-: Quizá un día la hermana de Vladimir, la de Seattle, tiene un nieto, quizá hombre noble también.

Ese primer invierno terminó con una espantosa serie de días en los que el termómetro se mantuvo siempre por debajo de los treinta y cinco grados bajo cero, llegando con frecuencia a los cuarenta. Kendra, buscando alivio para el aburrimiento que atacaba a sus estudiantes, les hablaba de las maravillas de Salt Lake City y Denver o trataba de explicarles cómo eran los rodeos. Cuando supo que una maestra de Barrow había pasado unas vacaciones en Honolulú y tenía buenas películas de las islas, preguntó al señor Hooker si contaba con fondos para invitarla a disertar ante los alumnos. El director dijo:

- Lo haremos para toda la comunidad.

Fue una velada festiva. Pero junto con las coloridas tomas de flores tropicales y bailarines de hula, que se arrojaban fieras espadas unos a otros, la película tenía un fragmento especial, que la maestra presentó con mucha delicadeza:

- Ahora veremos la inauguración de una escuela secundaria. Vean ustedes qué encantadores murales… imaginen un gimnasio sin paredes… eso es un campanario. Pero quiero que vean a este anciano: ha venido a bendecir el edificio antes de que nadie pueda entrar, asegurando a los dioses de las islas que todo está en orden. Es un kahuna… el que habla con los dioses. Es lo que nosotros llamaríamos chamán.

La película mostraba las solemnes ceremonias, las montañas detrás de la escuela nueva, la estupenda cara arrugada del kahuna, que pedía una bendición.

- Pero quiero llamarles la atención sobre esos cuatro hombres de negro que están mirando… Son sacerdotes católicos. Los kahunas no les gustan, pero invitaron a éste a bendecir su escuela… ¿a que no adivinan por qué?

Entonces detuvo la proyección y dijo, con solemnidad:

- Observen ustedes con atención las próximas escenas. Ocho meses antes de lo que acabamos de ver se terminó una versión anterior de la escuela. Los estudiantes estaban a punto de asistir a clase, pero alguien advirtió a los sacerdotes católicos: «Conviene que el kahuna bendiga la escuela; si los dioses no están contentos, tal vez se incendie». Los sacerdotes dijeron que era una tontería. ¡Y vean ustedes lo que ocurrió!

Mostró escenas tomadas anteriormente, donde se veía el enorme incendio que consumió el edificio. Al cabo de varios minutos, ya apagadas las llamas y con las cenizas visibles, dijo:

- El kahuna se lo había advertido sin que ellos escucharan. Por eso, cuando la escuela quedó lista otra vez, le pidieron que fuera. Lleva alrededor del cuello las hojas de un árbol sagrado: el maile. Ruega al dios del fuego: «No quemes esta escuela». Al dios de los vientos: «No derribes esta escuela». Y ahora bendice a los mismos sacerdotes que le combatieron: «Conserva la salud a estos buenos hombres y ayúdales a enseñar». Ahora el anciano nos bendice a todos: «Ayuda a todos a enseñar». Y la escuela no tuvo más problemas, pues el chamán hawaiano la había protegido del modo correcto.

Esa película tuvo sobre Jonathan Borodin un efecto tan perturbador que no pudo dormir. Hacia las dos de la mañana fue a llamar a la puerta de Kendra.

- ¿Quién es? -preguntó ella.

- Jonathan. Necesito hablar con usted.

- Por la mañana, Jonathan. Ahora estoy durmiendo.

- Es preciso. Tengo que verla.

Pese a sus reparos, Kendra se puso la bata, abrió la puerta con timidez y dejó pasar al perturbado joven.

Su problema era muy especial. Tanto en Alemania como en la película de Honolulu había visto que hombres y mujeres sensatos reverenciaban las costumbres antiguas; en ambas culturas sobrevivían seres tan apreciados como los chamanes.

- ¿Qué tiene mi abuelo de malo? -preguntó de manera tan abrupta y combativa que ella se echó atrás.

- Absolutamente nada, Jonathan. Dicen que es un buen hombre. Así me lo ha dicho el señor Afanasi.

- ¡Afanasi! -repitió el muchacho, con desdén-. En nuestra pequeña aldea él se opone a todo lo que hace mi abuelo. Pero en esa gran ciudad respetan a sus chamanes. Saben que son necesarios.

De pronto, sin aviso previo, cayó pesadamente en la cama, temblando como si estuviera poseído por una fuerza destructora. Tras varios intentos de dominarse, dijo con suavidad:

- Yo veo cosas que los otros no ven, señorita Scott. Sé cuándo volverán las ballenas. -Como Kendra no dijo nada, él le apretó la mano y dijo en voz baja, pero con gran energía-: Esa niña nueva que usted quiere tanto, Amy… Van a ocurrirle cosas espantosas. Jamás irá a la universidad, como usted pretende. Yo tampoco. Voy a ser chamán.

Dicho eso se levantó, le hizo una reverencia, le dio las gracias por su ayuda y dijo, ya en el umbral:

- Usted es una buena maestra, señorita Scott, pero no pasará mucho tiempo en Desolation. Representa las nuevas costumbres, pero entre nosotros las viejas nunca mueren.

Antes de que ella pudiera contestar, se fue, cerrando silenciosamente la puerta.

Kendra quedó desconcertada, consciente de que había hecho mal en permitirle la entrada a su cuarto. En cuanto al anuncio de que pensaba seguir los pasos de su abuelo, ella comprendía el impacto psicológico de la ópera alemana y la actuación del kahuna en la película, pero como tenía un conocimiento imperfecto de la historia de Alaska, no podía juzgar si esa decisión tenía sentido o no. Preocupada, no pudo dormir hasta casi las cinco de la mañana.

Habría querido informar de esas extrañas novedades a Afanasi, pero juzgó que eso sería infructuoso. Si bien el líder esquimal trataba de ser imparcial en su opinión sobre el chamanismo, era obvio que se oponía a su supervivencia, aun en las formas más suaves y menos efectivas. En realidad, Kendra necesitaba la presencia de Jeb; sabía que su apreciación habría sido sensata y adecuada. En ese inquieto estado mental se disponía a completar su primer y excitante año de enseñanza.

Una tarde, cuando la primavera se acercaba ya al norte helado, detuvo al joven Borodin, que pasaba a gran velocidad en su motonieve, y trató de persuadirle de que volviera a la universidad al llegar el verano. Él habló a medias de otras cosas que le interesaban más, diciendo que tal vez buscara empleo en Prudhoe Bay. Luego añadió:

- De cualquier modo, la semana que viene llegarán las ballenas, camino al norte.

Con esa predicción, pronunciada tan al desgaire, la catapultó hacia el corazón de la antigua experiencia esquimal. Pues el jueves la aldea estalló de entusiasmo: los exploradores del umiak de Afanasi, apostados en el borde del hielo que se adentraba en el mar, informaron por la radio portátil:

- El vigía de Point Hope dice que vienen cinco cachalotes hacia aquí.

Afanasi, que llevaba muchos días esperando esa información, pasó por la escuela en su camioneta, gritó a Kendra que le acompañara y esperó con impaciencia a que la muchacha se pusiera el atuendo esquimal.

- ¡Ahora verá algo bueno! -exclamó él, exultante, mientras descendía hasta el borde del hielo. Allí le esperaba un vehículo para nieve, con el que cruzaría el hielo de la costa para llegar al agua abierta-. Estas cosas no me gustan -dijo a Kendra-, pero suba.

Y viajaron a gran velocidad por el hielo desigual, esquivando los montículos.

Los cazadores de ballenas de Desolation (y cualquier hombre que apreciara su reputación quería serlo) utilizaban dos tipos de embarcación; el umiak tradicional, que se impulsaba a remo cuando los cachalotes se acercaban al borde del hielo, y un esquife de aluminio con motor fuera de borda, cuando el espacio de agua abierta era ancho y las ballenas se mantenían lejos de la costa. Afanasi, conservador de las costumbres antiguas, aborrecía los esquifes tanto como las ruidosas motonieves. Él era hombre de umiaks.

Perezosamente, por la estrecha senda de agua libre, bordeada de grueso hielo por ambos costados, se acercaban cuatro ballenas adultas. Dos de ellas medían más de quince metros y pesaban cincuenta toneladas, según la regla: «Una tonelada por pie». Venían acompañadas por un animal joven, que no superaba de los seis metros de longitud. En majestuoso desfile, las ballenas se acercaron a los cazadores.

- ¡Oh! -exclamó Kendra, sola junto al borde del hielo-. Parecen galeones que volvieran a Inglaterra después de una reyerta con los españoles.

Afanasi, el más experto y respetado de los cazadores, se hizo cargo de la cacería. Desde la popa de su umiak, no muy diferente de los que se construían en Siberia quince mil años antes, él y sus cinco ayudantes se adentraron en el mar helado para arponear una ballena. El enorme animal que iba delante se sumergió; ellos sabían, por experiencia, que podía permanecer bajo el agua hasta seis o siete minutos, y dieron por sentado que la habían perdido. Pero llegaron las otras, que también se sumergieron a intervalos irregulares. Los hombres de Afanasi temieron haber perdido su oportunidad. Cuando reapareció la segunda ballena grande, lo hizo al otro lado de la senda abierta y pasó indemne. Pero una de las más pequeñas, que medía unos doce metros de longitud, se sumergió bien al sur de donde esperaban Afanasi y su umiak. Un esquimal que se había acercado a Kendra apuntó:

- Ésa va a salir justo donde Vladimir la quiere.

Unos cinco minutos después, la ballena rompió la superficie, lanzó un chorro de agua y, para disgusto de los hombres del umiak y de quienes la observaban desde la costa, volvió a hundirse inmediatamente, agitando la cola, y desapareció antes de que los hombres de Afanasi pudieran atacarla con alguna probabilidad de éxito.

- ¡Oh! -El hombre que acompañaba a Kendra gruñó con verdadero dolor y ella le miró, buscando una explicación-. La Comisión Ballenera Internacional, compuesta por Rusia, Canadá y ésos, quería prohibir la caza por completo. Pero nuestra Comisión Ballenera Esquimal dijo: «¡Eh, que es nuestro medio de vida! Permítannos cazar unas cuantas por año».

- ¿Cuántas les asignaron?

- ¿A Desolation? Dos.

- ¿Por año?

- Sí. ¿Y cuántas cree usted que cazamos en estos dos años pasados? Ninguna. -El hombre escupió y miró hacia el agua abierta, tan tentadoramente próxima, tan inhóspita.

En ese momento la tercera ballena, aún muy alejada, rompió la superficie con un estruendo, como provocando a Afanasi y sus hombres.

- ¿Las ha perdido? -preguntó Kendra.

- Si alguien puede atrapar una ballena para nosotros, ése es Afanasi. Ha cazado nueve en toda su vida. Yo, dos. No hay en la aldea nadie que pase de cuatro. Por eso es nuestro jefe.

La maestra se volvió a mirarle.

- ¿O sea que es el jefe por haber cazado más ballenas que los demás?

- En Desolation, señorita Scott, no importa que haya ido a la universidad. Tampoco importa que tenga más dinero y una camioneta Ford. Lo que cuenta es que pueda salir con su umiak, que él mismo repara durante el verano, terminada la temporada de la caza, y mate ballenas cuando el resto de nosotros no puede. -Y añadió, señalando con el pulgar por encima del hombro-: En esta aldea son las ballenas las que marcan la diferencia.

En ese momento la segunda de las ballenas medianas emergió inesperadamente en la retaguardia de la procesión, pero en esa oportunidad Afanasi estaba preparado para actuar. Hizo una seña a los dos especialistas que debían matarla (el primero, armado de arpón; el segundo, con una escopeta de alta potencia) y puso el umiak en la posición debida. En los primeros años del siglo habría sido el de la escopeta quien disparara primero. Pero como con ese procedimiento eran demasiadas las ballenas que quedaban heridas y se perdían, la ley prohibía ahora que se disparara con armas de fuego mientras no se hubiera clavado el arpón.

Por eso, con el frágil umiak detenido cerca del enorme animal, el arponero echó atrás el brazo derecho, lo impulsó hacia delante con gran fuerza y clavó la punta del arpón justo detrás de la oreja. Inmediatamente, se desenrolló la cuerda, que llevaba dos flotadores de goma de color rojo intenso, cuyo diámetro era de un metro veinte; constituían un cepo del que la ballena no podría escapar. Detrás de la punta, el arpón llevaba una pesada carga de explosivos que detonó un segundo después, destruyendo en gran parte el sistema muscular de la ballena. En ese momento el de la escopeta disparó contra la base del cuello y la gran bestia marina quedó herida de muerte. Punta de arpón, explosivos en el cuerpo, flotadores de goma y, por fin, el disparo devastador: era demasiado hasta para una ballena de cuarenta toneladas. Su sangre enrojeció rápidamente el mar de Chukotsk.

Pero entonces el animal demostró por qué se le llamaba el leviatán de los océanos. Pese a lo terrible de sus heridas, continuó avanzando hacia el norte para reunirse con los otros miembros de su grupo y mantuvo su curso, siempre retrasándose, hasta que desapareció de la vista de los aldeanos que miraban desde la orilla. Kilómetros más arriba, cuando los cazadores de otro umiak se apresuraron a acabar con ella con otro arpón explosivo y otro disparo de escopeta, la noble bestia hizo un último esfuerzo por desprenderse de esos frenos flotantes; al fracasar, se volvió sobre el flanco derecho y pereció.

Afanasi, al ver morir a la ballena, se encorvó en el banco trasero de su umiak sin experimentar triunfo alguno. Era su décimo animal; indudablemente, era el amo de esa costa del noroeste. Pero acababa de perder a una amiga.

- ¡Oh, valiente luchadora! ¡Te honramos!

Y comenzó a cantar un antiguo himno, por respeto a la ballena que daría alimento a todos los habitantes de Punta Desolación. Pero le ocurría algo sorprendente: había cazado una ballena, tras dos años de fracaso, y la importancia del hecho le abrumaba.

Como los hombres de los dos umiaks tardaron cuatro horas en remolcar la ballena muerta hasta Desolation, ya había pasado la medianoche con su luz plateada, cuando la ballena llegó, por fin, al hielo donde Kendra aguardaba. Allí se habían instalado dos enormes aparejos, cada uno con cinco fuertes poleas, a unos cuatro metros y medio de distancia entre ellas; una gruesa cuerda pasaba por las poleas, de delante hacia atrás.

- ¿Qué están haciendo? -preguntó la maestra.

Un hombre interrumpió su trabajo para explicar:

- Cuando tiramos dos metros de ese extremo, el aparejo… una tremenda palanca… es ventaja mecánica. Verá usted que la ballena se mueve unos quince centímetros.

Ella no vio sobre el hielo nada que pudiera servir de apoyo para el extremo interior del artefacto; tampoco había, por cierto, árbol ni poste donde amarrarlo. Pero entonces dos grupos de hombres comenzaron a abrir agujeros muy profundos en el hielo, separados por algo más de un metro. Cuando todos estuvieron de acuerdo en que los hoyos tenían la profundidad suficiente, un hombre diestro se introdujo en uno de ellos y cavó un túnel en el hielo, desde el fondo de un agujero hasta el fondo del otro. De ese modo, pasando una soga resistente por un agujero, a través del túnel y sacándola por el otro, se proporcionaba un punto de apoyo imposible de remover.

El otro aparejo fue llevado hasta el sitio donde permanecía la ballena, contra el borde del hielo. Se ató al animal y todo se llenó de actividad a un grito de Afanasi:

- ¡Todo el mundo! ¡Manos a la obra!

Todos los presentes asieron el extremo libre de la soga y comenzaron a forcejear para arrastrar el aparejo sujeto a la ballena hacia el que estaba clavado al hielo. Tal como el hombre había dicho a Kendra, la ventaja mecánica proporcionada por los cinco pares de poleas producía una fuerza tal que, lenta e inexorablemente, la gran ballena comenzó a subir al hielo y se arrastró por él hacia un sitio seguro.

Un compañero de Afanasi, que contemplaba la escena, alzó una bandera que enarbolaba tradicionalmente en momentos semejantes: Gracias Jesús. Las mujeres se arrodillaron a orar.

- ¡Vamos! -gritó Kasm Hooker a Kendra, que seguía mirándolo todo-. Esa ballena también le pertenece a usted. Eche una mano.

Y ella tomó su lugar junto a una de las cuerdas, para ayudar a arrastrar la ballena a lo largo de los diez metros finales, donde quedó sobre tierra firme. Jamás olvidaría lo fantasmagóricas que le parecieron las horas siguientes: la pálida luz primaveral que inundaba la noche ártica; la excitada concentración de casi todos los aldeanos, que tiraban juntos de las enormes cuerdas; un anciano, con la cabeza descubierta, enarbolando al viento un estandarte, con aire solemne, para indicar que se había cazado una ballena; el canto de las ancianas, que repetían canciones heredadas de sus abuelas y tatarabuelas, mientras la gran ballena era lentamente arrastrada costa arriba. ¡Oh, noche triunfal! Y al observar a las personas que la rodeaban, Kendra comprendió que hasta entonces no las había conocido. Sólo había visto en ellas a esquimales semidesconcertados, a quienes había aprendido a amar mientras luchaban, a veces sin éxito, con las costumbres de los blancos. Ahora los veía como dueños de su mundo, perfectamente adaptados a su medio y conocedores de formas de supervivencia largamente probadas en el Ártico. Se sintió abrumada de respeto ante esa gente capaz de medirse con los mares árticos. La educación de los niños esquimales se había iniciado en septiembre, el día en que se presentaron en el aula ante ella; la de Kendra empezó esa noche de mayo en que una luz plateada refulgía en el hielo.

Una vez asegurada la ballena, hombres armados de varas largas, provistas de hojas afiladas en la punta, se adelantaron para trocearla, pero vacilaron hasta que Afanasi, el esquimal sin par, guía y protector del distrito, hizo el primer corte ceremonial. Al hundir su cuchillo en la cola, no era ya un nativo que había ido a la universidad y dirigía con éxito una rentable corporación aldeana: era un esquimal, con el pelo gris cepillado hacia delante hasta las cejas y las manos enrojecidas por la sangre de la ballena.

Se elevaron gritos para celebrar su victoria. Los otros hombres corrieron a trocear la carne. Los jovencitos se adelantaron a la carrera para recibir sus raciones de muktuk, la deliciosa cuña de fibrosa piel con la suculenta grasa interior. Y cuando la luz del día asomó en aquel lugar, la gente se regocijó por haber demostrado, una vez más, su capacidad de cazar un cachalote. Kasm Hooker, considerando que era hora de acompañar a la joven maestra hasta la Residencia, dijo con cierta sorpresa:

- ¡Kendra! ¡Estás llorando!

Y ella respondió:

- Me enorgullece formar parte de esto.

Pero disfrutó aun más de algo que ocurrió mucho después, a mediados de julio. Los aldeanos retiraron de los congeladores trozos de aquella carne; los cuatro umiaks de la aldea fueron llevados a la costa y erguidos sobre los costados, para que sirvieran de protección contra los recios vientos que soplaban desde el mar de Chukotsk. Así servirían como puntos de reunión para los diversos grupos en los que se dividían históricamente los aldeanos. El señor Hooker fue honrosamente invitado a la sombra del umiak de Afanasi; Kendra, al de la familia de Jonathan Borodin. La maestra se sintió complacida al ver que llamaban a Jonathan para que recibiera un trozo de carne ceremonial, señal de respeto por haber predicho cuándo pasarían las ballenas.

- ¿Cómo lo sabías? -le preguntó Kendra, cuando el muchacho volvió a su lado.

- Me lo dijo él -respondió el muchacho.

Por primera vez, Kendra contempló el rostro de un anciano que pasaba con un tosco bastón, hecho con un trozo de madera flotante, arrastrado a la costa por alguna tempestad siberiana. Ese hombre era el abuelo de Jonathan y estaba convencido de que eran sus hechizos los que habían traído a las ballenas hasta Desolation. Ella observó que la miraba con disgusto. El joven no hizo intento alguno de presentarla y el anciano, en silencio, se alejó de la celebración.

Fue una tarde de gala, una explosión del espíritu esquimal, con sus comidas, sus cantos y una danza silenciosa, a veces inmóvil. En lo mejor de la celebración, cada umiak envió a una joven para que participara en el gran acontecimiento del día. Los hombres de la aldea se reunieron alrededor de una enorme manta circular, hecha con varias pieles de morsa cosidas, y la tensaron. En el centro, se instaló una de las muchachas competidoras; a una señal, con movimientos rítmicos que aflojaban y tensaban alternativamente la manta, los hombres comenzaron a arrojar a la muchacha a buena altura. Durante quince mil años se había hecho lo mismo en la costa de Desolation, y aún daba escalofríos ver a seres humanos volar como los pájaros. Pero ese día tuvo algo especial, pues al terminar la competición Jonathan Borodin empujó a Kendra Scott hacia la manta y todos gritaron animándola a probar. Con un coraje que no conocía, la maestra se dejó llevar hacia la manta, aunque fue un gran alivio que Afanasi advirtiera a los hombres:

- No muy alto.

De pie en medio de las pieles, sintió su inestabilidad y se preguntó si podría mantener el equilibrio. Pero una vez que se iniciaron los movimientos hacia arriba y hacia abajo se sintió milagrosamente elevada por el ritmo de la manta. De pronto se vio a cuatro metros del suelo, toda brazos y piernas. Perdida la compostura, descendió hecha un bollo.

- ¡Puedo hacerlo mejor! -exclamó al incorporarse.

Y en el segundo intento lo consiguió. «Ahora soy una esquimal», se dijo, mientras la retiraban de la manta. «Soy parte de este mar, de esta cacería, de esta tundra.»

Pocos días después de esa celebración, cuando en su mente resonaban aún los ecos de la imponente captura, Kendra pudo echar un vistazo al lado feo de la subsistencia. Uno de sus estudiantes entró a la carrera en el aula, con la excitante noticia:

- ¡Señorita Scott! corra a la costa. ¡Las olas trajeron una raza nueva!

Antes de que ella pudiera preguntarle de qué se trataba, el jovencito la condujo a la costa, donde la horrible cosa allí expuesta la asqueó tanto que estuvo a punto de vomitar.

- ¿Qué es eso?

- La raza nueva.

- ¿Qué quieres decir?

- Una morsa sin cabeza.

Al estudiar aquella masa empapada, Kendra, vio que el niño tenía razón. Era el cadáver de una morsa, pero no tenía cabeza; hinchada como estaba, parecía no haberla tenido nunca.

- ¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó.

- La ley dice que usted, por ser blanca, no puede cazar una morsa. Pero yo, por ser un esquimal que se alimenta con carne de morsa, puedo.

- La carne de esta morsa no ha alimentado a nadie.

- Siempre es así con la nueva raza. Los esquimales las matan como en los viejos tiempos. Pero ahora sólo les cortan la cabeza. Por el marfil. Y dejan que el resto se pudra.

- ¡Qué lamentable! -A medida que iba conociendo más detalles de la caza contemporánea, el cadáver que se pudría en la costa se tornaba aun más repulsivo-. ¿Y eso ocurre con frecuencia?

- Muchas veces. -El muchachito dio un puntapié a la desperdiciada carne del enorme cadáver-. Las matan sólo por el marfil.

Con el correr de los meses, Kendra encontró en las costas de la península muchos restos de animales hinchados, los mismos que habían sido majestuosos dueños de los témpanos. En tiempos antiguos, esa carne había alimentado a veintenas de personas; en la actualidad no alimentaban a nadie. Y ese feo procedimiento era defendido por ingenuos sentimentales que exclamaban: «Las morsas deben ser preservadas para los esquimales, que las utilizan para subsistir». Pero en realidad, las grandes bestias eran utilizadas para llenar tiendas de recuerdos para los turistas de Los cuarenta y ocho de abajo.

Cuando Kendra llamó la atención de Afanasi sobre esa detestable aplicación de la ley, pudo comprobar otra vez lo excelente que era ese hombre. Estaba dispuesto a admitir la anomalía de esa situación:

- Los esquimales nos refugiamos en la palabra «subsistencia» de maneras contradictorias, que giran alrededor de la palabra «antiguo». Queremos que el gobierno respete nuestros antiguos derechos sobre las ballenas, las morsas y los osos polares, así como nuestros derechos sobre vastas zonas en las que cazábamos en tiempos pasados. Y exigimos consideraciones especiales con respecto a la tierra.

- Usted es uno de los grandes defensores de esos derechos -dijo Kendra, llena de admiración.

- En efecto. Son la salvación de los esquimales. Pero también aprecio la tontería de esos reclamos. Mis antiguos cazadores quieren utilizar radios para rastrear a las ballenas y motonieves para llegar hasta el agua. Y motores fuera de borda para alcanzarlas. Y arpones explosivos para matar. Y los mejores aparejos que se puedan comprar para izarlas a tierra firme. Y cuando se dan un festín con la carne, quieren Coca Cola y Pepsi Cola para acompañarla.

- Pero ¿podrían ustedes volver a las verdaderas costumbres antiguas, aunque lo desearan?

- No. Y si el año próximo la NASA idea alguna triquiñuela para detectar las ballenas por medio de láseres reflejados en la luna, los esquimales consagraremos ese artefacto como si fuera una parte de nuestras reverenciadas costumbres antiguas. -Afanasi se echó a reír-. ¿Acaso en Utah es diferente? Ustedes, los mormones, ¿no acabaron por aceptar a los negros como parte de la raza humana sólo cuando los necesitaron para un equipo de fútbol?

- Yo no soy mormona, y a veces pienso que usted no es esquimal.

- Se equivoca otra vez. Yo soy el nuevo esquimal. Y con la ayuda de maestros como usted, pronto habrá miles como yo.

En ese difícil período en que era oficialmente primavera pero las violentas tempestades seguían atormentando la tundra, todas las escuelas esparcidas en la vasta Vertiente Norte tuvieron tres días de fiesta, a fin de que sus maestros pudieran reunirse en Barrow para un seminario que comenzaría el miércoles y terminaría el domingo:Kendra estaba más ansiosa que nadie por inspeccionar la famosa escuela secundaria de esa ciudad, que había costado ochenta y cuatro millones de dólares. Estaba acordado que Harry Rostkowsky recogiera en su avión a Vladimir Afanasi, Kasm Hooker y Kendra Scott, pero otro miembro de la junta dijo que tenía interés en asistir a las sesiones. Se produjo entonces una situación curiosa: Jonathan Borodin, el futuro chamán, se adelantó con la sugerencia de que, como él planeaba viajar a Barrow con su motonieve, Kendra podía recorrer con él esos sesenta kilómetros, distancia relativamente corta y segura. Con la misma audacia que la había llevado a intentar el salto en la manta, ella aceptó la propuesta.

- Siempre he querido ver la tundra -dijo a Afanasi y a Hooker, que la prevenían contra el viaje-. Y Jonathan es un experto con su SnowGo.

- La SnowGo es la gran asesina de los muchachos presumidos que creen saber conducirla -advirtió Hooker.

Pese a todo, el miércoles por la mañana, cuando una extraña luz solar bañaba la costa del mar, los dos aventureros se pusieron en marcha. Kendra, su bolso y ocho litros de gasolina para casos de emergencia iban detrás de Jonathan. Como la máquina podía cubrir más de sesenta kilómetros por hora a máxima velocidad, ambos calculaban llegar a Barrow mucho antes de que Rosty partiera en su avión para recoger a los demás. Y como el rendimiento era de treinta kilómetros por litro, no había ningún peligro de quedarse sin combustible en una zona tan triste y desolada; en todo el trayecto no había señales de la presencia del hombre.

Kendra disfrutó del viaje. El hecho de hacerlo con Jonathan no presentaba problemas, pues el muchacho era seis años menor; entre ambos existía una especie de relación madre-hijo. El muchacho había compartido con ella muchas ideas y ocurrencias que no habría revelado a nadie más.

Sin embargo, hacia la mitad del trayecto ella notó que Jonathan se había desviado del rumbo hacia el norte, dirección a Barrow para ir hacia el oeste, rumbo al mar de Chukotsk aún congelado. Algo perpleja, la maestra le dio un golpecito en el hombro.

- No es por aquí, Jonathan.

Sin volverse para responder, él gritó:

- Voy a mostrarle algo, créáme.

Después de cubrir un trecho por la orilla del inquietante mar, se detuvo ante un monumento que se elevaba en la desnuda tundra. Kendra, sin apearse, leyó el solemne mensaje:

Will Rogers y Wiley Post embajadores estadounidenses de buena voluntad terminaron aquí el vuelo de la vida. 15 de agosto de 1935

- ¿Se estrellaron aquí? -preguntó ella, sorprendida.

- Fue mi abuelo quien corrió a Barrow para dar la noticia.

- ¿Sabes quién era Will Rogers?

- Alguien importante, supongo, porque armaron mucha bulla.

Su actitud era tan insolente que ella exclamó, con una intensidad que él no le había visto adoptar jamás:

- ¡Por favor, Jonathan! Eran hombres buenos. Lograron grandes cosas. Como podrías hacerlo tú, si estudiaras. ¿No te das cuenta de las oportunidades que estás malgastando?

- ¿Por ejemplo, qué?

- Casi cualquier cosa.

Kendra hablaba como los primeros maestros, aquéllos que habían enseñado a los antepasados de los esquimales, cuarenta mil años antes, a hacer mejores arpones y a utilizarlos más productivamente. Como Jonathan demostró la indiferencia habitual, bajó la voz y dijo, en tono suplicante:

- Cuando lleguemos a Barrow verás a esquimales que son líderes de su pueblo. Estúdialos, porque algún día alguien como tú tendrá que ocupar ese lugar.

Tras dejarle ceñudo y silencioso junto al vehículo, ella bajó a la costa y recogió un puñado de piedras lavadas por el mar, que dispuso en torno al monumento, como homenaje a un hombre al que su padre reverenciaba.

La mayor revelación, en ese viaje a Barrow, no fue el paseo en la SnowGo ni el solitario cenotafio junto al mar, sino lo que ocurrió al llegar a la famosa escuela secundaria de Barrow. Desde fuera, la escuela tenía un aspecto bastante vulgar, el que en Utah o Colorado cabría esperar de una comunidad venida a menos: baja, de distribución irregular y sin estilo arquitectónico visible. Kendra se sintió desilusionada, pero al entrar en el edificio la sorprendió la cantidad de material escolar con que contaba; nunca había visto nada que pudiera compararse con tanto lujo.

Naturalmente, en la escuela no había clases, pero se había designado a varios alumnos del último año para que sirvieran de guías a los maestros visitantes. Como Kendra fue la primera en llegar, quedó bajo la tutela de un joven que era el delegado de su clase. Ataviado con un elegante traje de lana, se presentó como hijo de un ingeniero de Los cuarenta y ocho de abajo, que manejaba las instalaciones de radar; la llevó primero a una amplia sección de la escuela dedicada a la electrónica.

- Como usted puede ver, tenemos aquí un equipo completo de transmisión de radio y televisión, muy apreciado por los estudiantes. -Luego le mostró la serie de ordenadores-. Aquí los alumnos aprendemos a programar y a utilizar ordenadores.

Había impresionantes talleres donde se desarmaban y volvían a armar artefactos domésticos y motores de automóvil. El taller de carpintería estaba mejor equipado que el de un carpintero profesional.

- Algunos dicen que los estudiantes vamos a construir aquí mismo una casa por año, para venderla fuera. Lo podríamos hacer.

El salón de economía doméstica era una delicia; contaba con todo lo que los alumnos podrían llegar a utilizar en el futuro, si se empleaban en los hoteles y restaurantes de Anchorage o Fairbanks.

- ¿Hay alguien que estudie con libros en esta escuela? -preguntó Kendra.

Y el muchacho dijo:

- Claro que sí. Yo, por ejemplo, y casi todos mis compañeros.

La condujo a las aulas académicas, la espaciosa biblioteca y los laboratorios, que habrían sido el orgullo de cualquier colegio.

- Bueno, los instrumentos de aprendizaje están aquí -comentó ella-, pero ¿alguien aprende?

El joven era un intelectual destinado a llegar lejos. Sus padres eran universitarios, que habían inculcado a sus tres hijos el amor por el estudio; pero además el muchacho tenía una mente aguda para las realidades políticas de cualquier situación; probablemente por eso le habían elegido delegado.

- Usted parece interesada, señorita Scott, y apreciará lo que voy a decirle. Supongamos que usted coge todo el equipo que le he mostrado y lo clasifica: desde lo más moderno a lo más viejo. Si vuelve aquí la semana próxima, descubrirá que todos los aparatos realmente avanzados, como la televisión, la radio, los ordenadores más refinados, están en manos de los blancos como yo, de Los cuarenta y ocho de abajo, cuyos padres trabajan aquí para el gobierno. En cambio, lo más anticuado y barato, como el taller de motores y la carpintería, lo utilizan los esquimales.

Kendra se detuvo en el pasillo para mirar de frente a su guía:

- Qué cosas tan horribles dices.

Y él replicó, sin parpadear.

- Qué cosas tan horribles debo decir.

No obstante, así era: esa fantástica escuela, con grandes gastos, estaba preparando a los alumnos blancos para que ocuparan un sitio en Harvard y otras universidades importantes, mientras disciplinaba a sus discípulos esquimales, exceptuando al niño superdotado que se liberaba de las restricciones aldeanas, para que se desempeñaran como camareras, botones y mecánicos.

Tomó asiento en un banco del pasillo, ante la biblioteca, y pidió a su guía que la acompañara; él lo hizo de buena gana, pues le interesaban los problemas que preocupaban a la maestra.

- Dudo que en otros sitios sea diferente, mirándolo bien -musitó Kendra-. En Utah y Colorado había muy pocos mexicanos o indios manejando los ordenadores. Y cuando estuve en Alemania me contaron que se clasificaba a los alumnos a la edad de doce años en tres grupos, según el tipo de programas que podían seguir, determinando así el resto de sus vidas. Dicen que en Francia o en Japón se hace lo mismo. Los chicos brillantes, como tú, a tomar las decisiones; los chicos promedio, para el trabajo aburrido; los que no alcanzan el promedio serán los peones que mantienen el sistema en marcha. -Reflexionó un instante-. Supongo que lo mismo ocurría en el antiguo Egipto… y en todas partes. -Luego le tocó el brazo, preguntando sin rodeos-: ¿Alguna vez te has avergonzado de estudiar aquí?

Y él respondió, sin vacilación ni vergüenza:

- En absoluto. El dinero brota del suelo sin cesar. Me parece estupendo que hayan tenido agallas para gastarlo en algo como esto.

En los días siguientes Kendra vio al joven con frecuencia. Por insistencia de él reanudaron esa seria conversación. Por fin, el sábado por la tarde, el joven preguntó:

- ¿No podría venir a conversar con algunos de mis compañeros?

- Sí, si puedo traer a un joven esquimal, más o menos de tu edad.

- Encantado.

Fueron siete los que se reunieron en la cafetería de la escuela, donde los estudiantes habían preparado un pequeño refrigerio. Antes de presentar a Kendra, el presidente preguntó:

- ¿Dónde está su esquimal, señorita Scott?

Y ella dijo en tono inexpresivo:

- Holgazaneando con su SnowGo.

Y se inició la sesión.

De los siete estudiantes locales, cuatro eran blancos, hijos de especialistas importados de Los cuarenta y ocho de abajo, pero los tres más interesados eran esquimales: dos, alumnos del último curso, dotados de una notable percepción, y un niño del primer año, cuya renuencia a expresarse no indicaba falta de agudeza para seguir la discusión. Se inició cuando los estudiantes blancos pidieron a Kendra su opinión sobre las universidades a las que podían solicitar ingreso, como si ése fuera el principal problema al que se enfrentaban, y agradecieron la información que les brindó. Una niña hizo una pregunta inteligente:

- Considerando que mi ciudad de origen es Barrow, Alaska, ¿qué universidad de primer orden puede querer a alguien como yo para demostrar su diversidad geográfica?

Y Kendra respondió sin vacilar:

- Las mejores. Están desesperadas por tener alumnos como tú.

- ¿Por ejemplo? -preguntó la muchacha, casi con insolencia.

- Princeton, Chicago, Stanford. Y tengo buenos informes de Smith. -Luego añadió-: Sois muy emprendedores, chicos. Es un placer conoceros.

Pero luego encaminó suavemente la charla hacia la situación de los tres esquimales. Una vez que esos jóvenes, de piel oscura y rasgos asiáticos, se sintieron a gusto, ella descargó su dinamita:

- Cuando Paul me mostraba el equipamiento de la escuela, el primer día, me señaló que todo lo moderno y costoso es usado casi exclusivamente por los estudiantes blancos de Los cuarenta y ocho de abajo, mientras que lo menos complejo, como la carpintería y las herramientas para reparar motores, son monopolio de los esquimales. ¿Qué me decís de eso?

- Es verdad -dijo la muchachita esquimal-, pero nosotros tenemos problemas distintos de los de ellos.

- ¿En qué sentido?

- Ellos tendrán que ganarse la vida en Los cuarenta y ocho de abajo. Nosotros, en Alaska.

- No estáis obligados a quedaros en Alaska.

- Pero es lo que deseamos -dijo la niña.

Y recibió un sorprendente apoyo del muchacho reticente:

- Yo no sueño con ir a Seattle. Ni siquiera con ir a Anchorage. Sueño con trabajar aquí, en Barrow, aun cuando se acabe el dinero del petróleo.

Movida por la compasión hacia esos jóvenes, Kendra se apresuró a decir:

- Pero ¿no comprendeis que, para llegar a algo en Barrow, para alcanzar algo importante, necesitáis una educación universitaria? ¿No os dáis cuenta de que todos los empleos bien pagados son para la gente educada de Los cuarenta y ocho de abajo, o para los esquimales que han recibido instrucción?

El obstinado muchacho esquimal replicó:

- Lo haremos al modo esquimal.

- ¿Qué harás en Barrow? -preguntó ella en tono casi belicoso.

Dos años más tarde, ya casada y vagando en una isla de hielo, ochocientos kilómetros al norte de Barrow, en el corazón del Océano Glacial Ártico, recordaría cada palabra de su asombrosa respuesta:

- El mundo cobrará interés por el Océano Glacial Ártico. Tiene que ser así: Rusia, Canadá, Norteamérica… Y yo quiero estar aquí, en el centro.

- Qué interesante respuesta, Iván. ¿Cómo llegaste a esa conclusión tan profunda?

- Basta mirar un mapa.

Y ella pensó, con los ojos llenos de lágrimas: «¡Querido, maravilloso muchacho! Pero sin la educación que desprecias no llegarás a nada».

A fines de mayo, cuando el mar de Chukotsk aún estaba helado en un buen trecho alrededor de la costa, aunque la nieve empezaba a desaparecer de la tundra, llegaron noticias de la solitaria choza donde vivían los padres de Amy Ekseavik. Un cazador llegó a Desolation con este horrible informe:

- El viejo se bebió algún tipo de matarratas, se emborrachó a morir y trató de asesinar a su esposa porque le chiflaba. Falló. Entonces se plantó la escopeta contra el paladar y se voló la cabeza.

Afanasi y Jeb Keeler organizaron una partida de rescate, que encontró a la madre de Amy levemente herida. Una pariente que vivía más al sur había viajado para hacerse cargo de la situación, y ambas mujeres insistieron en que Amy debía dejar la escuela para atender la choza. Cuando Kendra se enteró de esa ridícula sugerencia estalló:

- ¡Esa niña no saldrá de mi aula. Lo prohíbo.

Afanasi le explicó que, si Amy era necesaria en su casa, cosa obvia, tendría que irse, pues así lo exigía la costumbre esquimal.

- ¡Esa niña es muy inteligente! -exclamó Kendra-. Puede llegar muy lejos. He escrito a la Universidad de Washington y me han respondido con mucho interés. Están dispuestos a recibirla a los dieciséis años, si es tan inteligente como yo aseguro. -Se le quebró la voz en un gemido-. ¡Señor Afanasi! No condene a Amy a una vida de tinieblas.

Sus ruegos fueron inútiles. Amy hacía falta en su casa y eso prevalecía sobre cualquier otra consideración.

El día en que esa niña debía volver a su casa, Kendra recorrió con ella tres kilómetros por la tundra, donde no crecía ningún árbol y sólo asomaban flores diminutas. Al separarse la abrazó, luchando por contener las lágrimas:

- Sé que tienes una mente notable, Amy. Ya lo has visto tú misma en la escuela. Mira, te digo la verdad: estás mucho más adelantada que yo a tu edad. Puedes llegar adonde quieras. Por el amor de Dios, lee los libros que te he dado. Haz algo con tu vida. Haz algo.

- ¿Qué? -preguntó la muchachita sin demasiado interés.

- Nunca se sabe, Amy. Pero si valoramos nuestra vida siempre surge algo. Fíjate en mí. ¿Cómo diablos vine a parar a Desolation? ¿Adónde irás tú? ¿Quién sabe? Pero no dejes de avanzar. Oh, Amy.

En esos últimos momentos habría querido decirle mil cosas importantes, pero sólo pudo inclinarse para besar aquella cara redonda y morena, gesto que Amy aceptó sin emoción.

Las dos semanas siguientes fueron intensamente frías. No parecía primavera, sino pleno invierno, y Kendra se sentía tan desolada como el paisaje barrido por la tempestad. Comprendía que, pese a toda la eficiencia con que ella y Kasm Hooker manejaran la escuela y alentaran a sus estudiantes, las duras realidades de la vida esquimal establecían los límites. Una noche invitó a Afanasi y a Keeler a su apartamento, para que analizaran esas cuestiones con ella y Hooker.

Comenzó planeando un problema que la deprimía:

- Señor Afanasi ¿por qué usted es el único esquimal de Desolation que tiene una visión global de la situación… y hasta podríamos hablar de una visión global de Alaska?

- Tuve un abuelo que me enseñó lo que debía hacer; mi padre y mi tío me enseñaron lo que no se debía.

- ¿Cómo podemos Kasm y yo producir gente joven dotada de su visión y su capacidad?

- Sucede por casualidad, creo. Con Amy Ekseavik había una posibilidad. Con Jonathan Borodin… bueno, él debería ser exactamente como yo: capaz de manejarse en el mundo de los blancos, sustento de su aldea esquimal. Pero no dimos en el blanco. Ahora sólo sabe conducir su motonieve.

- Dice que quiere ser chamán… al estilo antiguo, aunque constructivo.

Afanasi escuchó esa noticia con mucho interés.

- Bueno, no es una idea descabellada, en absoluto. Llevo algún tiempo pensando que, con las presiones de la vida moderna, la televisión, las motonieves, el bullicio, tal vez haya lugar para el renacimiento del chamanismo tal como mi abuelo lo conoció.

Se levantó para pasearse por el apartamento, mordisqueó un poco de comida y volvió a sentarse junto a Kendra.

- Hace cien años, cuando Healy y su Bear llegaron con Sheldon Jackson, los chamanes que ellos encontraron eran gente deplorable. Los informes de Jackson dieron mala fama a la institución, pero los chamanes con los que mi abuelo trabajaba eran muy diferentes. -Se levantó para pasearse otra vez, y concluyó-: Tal vez el chico de Borodin, que tiene un talento ilimitado, como viste en la escuela, Kasm… Voy a hablar con él.

Esa conversación no se produjo jamás. Tres días después, con nieve aún profunda, Jonathan Borodin tomó su escopeta, su SnowGo-7 y diez litros de gasolina, para alejarse tierra adentro en busca de un par de caribúes, la buena carne que su abuelo tanto deseaba; remolcando tras de sí un trineo en el que cargaría las presas, tomó rápidamente un curso este, hacia un sitio donde abundaban los lagos y los ríos. En una zona que había visitado con frecuencia, cazó dos grandes caribúes y los troceó allí mismo. Luego cargó la abundante carne fresca en el trineo y los cuernos en la parte trasera de su motonieve.

En el trayecto de regreso se encontró con una tremenda tempestad que llegaba desde el sur, trayendo más nieve y azotando la acumulada en el valle. El ataque de la ventisca le asustó por un momento, pues los cazadores de Desolation temían a las tormentas que venían del sur. Si se mantenía con la misma violencia podía causarle problemas, pero el muchacho tenía la seguridad de que, cuando amainara, podría continuar hacia el oeste, hasta llegar a Desolation. Ni siquiera se le ocurrió la idea de abandonar el trineo para llegar a su casa lo antes posible: «Si mato un caribú, lo llevo a casa», pensó.

Pero cuando descendía una pendiente moderada, con el fuerte viento del mar azotándole la cara, comprendió que los cincuenta y cinco kilómetros restantes serían muy arduos. «No hay por qué preocuparse. Tengo mucha gasolina». Y entonces, al ascender el lado occidental de la cuesta, el motor comenzó a fallar; en la cresta misma de la colina, donde el viento era más feroz, se detuvo por completo.

Una vez más, el muchacho no se asustó; en sus diversos viajes había llegado a dominar la máquina y supuso que podría repararla. No fue así. Alguna nueva avería, mucho más grave que las anteriores, había inmovilizado a su SnowGo. Bajo el azote del vendaval fracasó una y otra vez en identificar y reparar la avería del motor. Cuando el gris del atardecer se fundió en una blancura total, comprendió que corría peligro de morir congelado.

Esa noche, sólo su abuelo notó que Jonathan no había regresado. Pensó que el muchacho se habría refugiado detrás de alguna colina, pero como a mediodía aún no había señales de él, el anciano comenzó a preocuparse. Sin embargo, no avisó a nadie, pues su estilo de vida le mantenía aparte de los otros. Así pasó una segunda noche, con el joven todavía ausente.

Al día siguiente, temprano por la mañana, el viejo se presentó en la improvisada oficina de Afanasi, temblando de miedo, y dio la horrorosa noticia:

- Jonathan salió. Hace dos días. Caribú. No vuelve.

Afanasi, precipitándose a la acción, telefoneó al aeropuerto de Barrow para que Harry Rostkowsky sobrevolara la zona al sur y al este de Desolation, buscando una SnowGow con un muchacho acampando cerca. El área en cuestión estaba al sur de Barrow, y Rostkowsky se comunicó tres veces por radio con el aeropuerto, para informar de que no había hallado nada; Barrow transmitió eso a Afanasi por teléfono. Pero en una pasada posterior Rosty detectó la máquina averiada y un cuerpo inerte acurrucado junto a ella.

- Rostkowsky llamando a Barrow. Informen a Afanasi, en Desolation: SnowGo localizada sobre un barranco, en dirección este. Cuerpo a poca distancia, probablemente congelado.

Inmediatamente se organizó una partida de cuatro hombres y dos vehículos para nieve. Afanasi conducía uno; en el otro iba un rastreador esquimal de mucha fama. Rostkowsky, a bordo de su Cessna, los vio salir de la ciudad y les indicó el rumbo que debían tomar. Después de casi dos horas, pues viajaban con lentitud y precaución, hallaron la SnowGo de Jonathan Borodin, sus diez litros de gasolina, los dos caribúes troceados y su cadáver congelado.

Cuando Kendra divisó el luctuoso cortejo que se acercaba a la aldea desde el este, supo de inmediato lo que había ocurrido, pues todos los habitantes de Desolation estaban enterados de la posible tragedia. No por eso le resultó más fácil aceptar la muerte de ese joven excelente. Corrió hacia el cadáver que traían, todavía en su postura acurrucada.

- ¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¡Qué terrible desperdicio!

Y ésa fue la elegía que resonó por toda la población.

Sólo al terminar el ciclo escolar sintió Kendra todo el impacto de las tragedias que habían oscurecido la primavera, época en que habría debido resurgir la esperanza. Pasó dos semanas holgazaneando en la escuela solitaria, preparando su pedido de provisiones para el año venidero y adquiriendo dos mil dólares de exquisiteces innecesarias con las que entretener a los alumnos y sus padres. Por fin, Afanasi, que parecía cuidar de todos en su aldea, se acercó a ella con una orden:

- Es hora de que usted salga de aquí. Vaya a Fairbanks, a Juneau, a Seattle. Tenemos fondos para que los maestros viajen. Aquí tiene un pasaje a Anchorage, con una extensión hacia cualquier sitio razonable al que desee ir. ¿A Utah, a visitar a sus padres? Eso estaría bien.

- Por el momento no me interesa visitarlos -dijo ella, con firmeza.

Pero aceptó los pasajes: uno hasta Anchorage, el otro abierto, y viajó al sur con un equipaje mínimo, pues su hogar estaba ahora en Cabo Desolación y no le gustaba irse. Durante el viaje se observó con frialdad, como si tuviera un espejo ante la cara: «Tengo veintiséis años, nunca me he casado, y ese artículo que publicó la investigadora de Denver lo decía con mucha claridad: después de los veintitrés años, las mujeres instruidas tienen cada vez menos posibilidades de casarse. Pero yo quiero vivir en Alaska, amo la frontera, me apasiona el desafío del Ártico… Oh, Dios, qué confundida estoy».

De una cosa estaba segura, y eso tenía que ver con la naturaleza de la vida misma. Entre el zumbar de los motores a reacción, continuó hablando para sus adentros, como si fuera tema de análisis para un observador objetivo: «Amo a la gente. Amy Ekseavik es parte de mi vida. Jonathan Borodin… Oh, Dios, ¿por qué no insistí en hablar con él? Y no quiero vivir sola. No puedo enfrentarme a los años interminables. Con la noche ártica no tengo problemas, pues después de todo, pasa. Pero la soledad del espíritu no pasa jamás».

Muy lentamente, reconociendo su confusión, sacó de su portafolio un trozo de papel en el que había anotado una dirección de Anchorage. Ya en el aeropuerto llamó a un taxi, como si temiera cambiar de intención, y puso el papel en la mano del conductor:

- ¿Puede usted llevarme a esta dirección?

- Si no pudiera me despedirían -replicó el hombre-. Es el edificio de apartamentos más grande de la ciudad.

Con plena conciencia de estar haciendo algo muy peligroso, ella tomó el ascensor hasta el quinto piso y llamó a la puerta, esperando ver a Jeb Keeler allí. Así era, y ella le abrazó susurrando:

- Sin alguien a quien amar me sentía perdida en una tormenta de nieve.

Y él dijo que comprendía.

Esa noche, tendida a su lado, Kendra le confesó:

- Lo de Amy y Jonathan me rompió el corazón. Venimos a enseñar y son los niños quienes nos enseñan.

- Lo mismo ocurre con nosotros, los abogados -dijo Jeb-. Es más lo que aprendemos que la ayuda que prestamos.

Kendra se quedó con él durante cinco días. Después le dijo:

- Afanasi sospechaba que vendría a verte. Creo que por eso me dio el pasaje a Anchorage. Dice que eres un hombre de confianza. Le pregunté si decía lo mismo de todos los abogados y se echó a reír: «De Poley Markham, no. Le tengo aprecio, pero no confío en él, por supuesto».

Y Jeb dijo:

- En eso se equivoca. Poley es diferente, pero he descubierto que es honrado. ¡Nunca toca un céntimo que no sea suyo!

La conversación se volcó hacia el futuro. Ella dijo que quizás deberían pensar en casarse al terminar el siguiente período escolar, siempre que Jeb quisiera todavía especializarse en la ley de Alaska, sobre todo al norte del Círculo Polar Ártico; quedaba entendido que ella seguiría enseñando en Desolation o tal vez en Barrow. Jeb le aseguró que, con su influencia y la de Poley, podía conseguirle un puesto en Barrow.

- Pensémoslo -pidió ella, al despedirse con un beso-. Una buena maestra, con un equipo tan caro, tendría que producir algunos esquimales estupendos.

En el aeropuerto, mientras esperaba el avión hacia el norte, observó perezosamente la llegada de un avión de Tokio, del que bajaron los pasajeros que se quedarían en Anchorage. Entre ellos distinguió a cinco japoneses de aspecto atlético, tres hombres y dos mujeres jóvenes, que también llegarían a tener un interés muy profundo por Alaska, aunque de tipo muy diferente.

Le llamaban Senseí. Todos los japoneses adictos al montañismo, que eran una multitud, lo llamaban Takabuki-sensei, apelativo honorífico que se podría traducir, más o menos, como «reverenciado y bienamado profesor Takabuki».,Tenía cuarenta y un años y ocupaba oficialmente el cargo de profesor de filosofía moral en la Universidad Waseda, de Tokio, pero las autoridades universitarias y el gobierno japonés habían hecho arreglos para que él pudiera salir de expedición con tanta frecuencia como lo permitieran los fondos y la organización de un grupo equilibrado y fiable.

Ese gran montañista del Japón, hombre menudo, fibroso, normalmente bien afeitado, era familiar para los lectores de diarios y revistas, por las fotografías donde se le veía con una gran barba, de pie en la ventosa y nevada cumbre de alguna gran montaña. Como Japón estaba relativamente cerca de las grandes montañas del Asia, en sus tiempos de joven aprendiz había escalado tanto el Nanga Parbat como el K-2. En años posteriores encabezó dos asaltos al Everest: uno, abortado a ocho mil metros por la muerte de dos miembros y el otro, triunfal. Él y dos de sus miembros llegaron al techo del mundo, a ocho mil ochocientos cuarenta y ocho metros sobre el nivel del mar. Este último ascenso se había realizado sin el menor accidente.

Alentados por sus éxitos, los aficionados japoneses habían reunido fondos para que él encabezara expediciones menores al Aconcagua de la Argentina, al Kilimanjaro de Tanzania, al Matterhorn, en la frontera entre Italia y Suiza, dos al pico San Elías, de Alaska, y una al Tyree, en la Antártida. Hasta sus competidores alemanes estaban de acuerdo en que Takabuki-sensei era un montañista completo. Dijo un periódico de ese país, especializado en alpinismo: «Es capaz de lograr todo aquello que se proponga y tiene dos características sobresalientes. Aun en la adversidad sonríe, para mantener alto el ánimo de sus compañeros, y los trae de regreso con vida. Las dos muertes que acabaron con su intento de 1974 en el Everest se produjeron a seiscientos metros por debajo de donde él estaba escalando, ya cerca de la cumbre. Dos miembros de su equipo, sin cuerdas, se movieron sin tomar las debidas precauciones y se precipitaron a la muerte».

Pese a todos sus triunfos recientes, le carcomía otro desafío. Con el tiempo, su obsesión creció tanto que le parecía ver a su alrededor la montaña aún no conquistada, por dondequiera que iba, llenándole la mente. «Se puede -se repetía-. El ascenso no es difícil. Yo podría haberlo hecho cuando era niño. En realidad, es sólo una caminata, pero para hacerla se requiere una mezcla de fuerza bruta e infinita delicadeza.» Solía detenerse en ese punto de sus cavilaciones y, con los pies plantados en el suelo y la vista perdida en el espacio, se interrogaba: «Si es tan sencillo, ¿por qué son tantos los que encuentran la muerte en esa condenada montaña?».

En ese estado mental se encontraba el 3 de enero, fecha en que él y su socio Kenji Oda debían reunirse con los líderes del montañismo del Japón, sobre todo con los industriales que habían financiado sus anteriores expediciones. Las celebraciones japonesas del Año Nuevo (las más alocadas del mundo, pues se consume aún más alcohol que en los festejos del Hogmanay escocés) habían dejado a esos caballeros con una buena resaca y ojos turbios, pero después de bromear amistosamente comparando borracheras se mostraron tan dispuestos a trabajar como podían estarlo en un día así.

- ¿Cuántos cree usted que habrá en su equipo?

- Cinco. Tres hombres y dos mujeres.

- Muy pocos, en comparación con los equipos que le acompañaron al Everest.

- El sistema de escalada será totalmente distinto.

- ¿En qué sentido?

- Menos campamentos, equipo mucho más ligero.

- Pero ¿por qué le fascina Denali, Sensei? -El que preguntaba se apresuró a añadir-: Porque le fascina, y punto.

La expresión de Takabuki se endureció. Con los puños apretados, reveló aquello que le atormentaba:

- Comparada con las grandes montañas del mundo, el Everest y el Nanga Parbat por su altura, el Matterhorn o el Eiger por sus rocas, el Denali de Alaska es insignificante.

- En ese caso, ¿por qué permite usted que le obsesione?

- Porque es un desafío. Sobre todo para un japonés.

- Pero si usted ha dicho que es fácil.

- Lo es, a no ser por tres cosas. Está cerca del Círculo Polar Ártico, a menos de doscientas cincuenta millas…

- ¿En kilómetros?

- En Alaska usan las millas. El Everest está unas dos mil quinientas millas más al sur, y esa diferencia de latitud hace que Denali parezca unos cuantos centenares de metros más alta de lo que es en realidad.

- ¿Por qué? -preguntó un bien lubricado industrial.

Y Takabuki dijo: