VIII. EL ORO
Los cataclismos que originaron la grandeza del paisaje de Alaska comenzaron hace por lo menos ciento veinte millones de años; pero lo que produjo el acontecimiento más dramático de la historia de la región había comenzado mucho antes.
Hace unos dieciocho mil millones de años, hasta donde la ciencia puede deducir, se produjo una explosión de extraordinaria magnitud, y lo que antes era el vacío quedó ocupado por enormes nubes de polvo cósmico. otras personas, de acuerdo con sus intuiciones y su forma de pensar, han descrito de distintas maneras este comienzo del comienzo; no obstante, cualquiera que haya sido su causa, parece que el acontecimiento puso en marcha nuestro Universo. Todo lo que ocurrió a partir de entonces brotó de su complejidad y de su fuerza abrumadora.
Aunque no es fácil adivinar qué ocurrió con la mayor parte del polvo que entró en movimiento de esta forma, hace unos nueve mil millones de años una pequeña cantidad (de un tamaño impresionante, pese a ser sólo una fracción) empezó a fusionarse en lo que acabaría por convertirse en la galaxia de la que formamos parte. En ella aparecieron después unos doscientos mil millones de estrellas, y una de las más pequeñas es el sol que nosotros vemos salir cada mañana. No hay que estar demasiado orgullosos de nuestra galaxia, por maravillosa que sea, pues se trata sólo de una entre más de mil millones; muchas de las otras galaxias son de mayor tamaño y están
Pobladas por mayor número de estrellas.
Hace unos seis mil millones de años, en el interior de nuestra galaxia, una inmensa aglomeración de polvo cósmico empezó a formar un gran remolino, muy parecido a los que podríamos ver esta misma noche en el cielo si tuviéramos un buen telescopio, pues todos los procesos de los que estamos hablando continúan repitiéndose en otras partes del Universo. De esta masa giratoria de partículas cósmicas surgió una estrella, además de los nueve o diez planetas que la acompañan y configuran con ella nuestro sistema solar. Por lo tanto, nuestro sol puede tener unos seis mil millones de años de antigüedad, y algunos de los planetas son sólo un poco más jóvenes.
Ahora podemos emplear cifras más precisas. Hace unos cuatro mil quinientos millones de años, el polvo cósmico, seguramente a causa de lo que estaba pasando en el interior del sol, empezó a aglomerarse para formar lo que, con el tiempo, se convertiría en el planeta Tierra. Al parecer, durante los primeros mil millones de años de su existencia, la Tierra era una turbulenta caldera en la que tenían lugar violentos cambios físicos y químicos.
El interior de la Tierra, al principio compuesto principalmente de hidrógeno y helio, acumuló tal calor y tanta presión que se produjeron reacciones nucleares: a consecuencia de ellas comenzaron a formarse más de un centenar de elementos distintos, a partir de los cuales se constituyó el planeta. El hierro, uno de los elementos principales, al ser más pesado que la mayoría se concentró en el núcleo central, en parte fundido y en parte en estado sólido, y desde allí ejerció la fuerza unificadora que mantiene la Tierra cohesionada, determina en gran parte su movimiento, establece los polos magnéticos y confiere estabilidad al conjunto. Mezclado con grandes cantidades de níquel, el núcleo central de hierro contribuyó de múltiples maneras a mantener la Tierra en funcionamiento.
En el centro, sometidos a increíbles temperaturas, bajo presiones desconocidas en la superficie e impulsados por reacciones nucleares, los componentes semilíquidos de la Tierra se separaron y formaron los elementos principales que compondrían más tarde el planeta tal como lo conocemos. Aparecieron diferentes sustancias esenciales, como el plomo, el azufre, el nitrógeno y el arsénico, cada uno de los cuales tiene su propio peso atómico y ocupa una sola y predeterminada posición entre los elementos vecinos.
Uno de estos elementos, el número 79 de la tabla, con un peso atómico de 196,9 (es decir, extraordinariamente pesado), era un metal brillante que tenía un aspecto atractivo y un especial conjunto de cualidades. El oro, que no se distribuía con mucha abundancia en el interior de la masa terrestre, tenía un peso específico diecinueve veces superior al del agua; esto significa que, si cualquiera de los grandes océanos hubiera estado compuesto de oro en vez de agua, solamente su peso habría provocado el hundimiento de todo el sistema.
Una importante característica del oro era su escasa propensión a reaccionar con otros elementos, su tendencia a mantenerse aislado. Este aspecto le diferenciaba radicalmente del carbono, un elemento que establecía combinaciones casi con cualquier sustancia que entrara en contacto con él. El carbono aparece en más de cuatrocientos mil compuestos diferentes; el oro, en casi ninguno. Además, el carbono se metamorfoseó en una serie prácticamente innumerable de productos útiles o valiosos: petróleo, carbón, antracita, grafito y piedra caliza. Una singular característica del carbono era la capacidad de cambiar su estructura, ya más avanzada la vida de la Tierra, cuando las alteraciones en las condiciones del planeta provocaron cambios de forma. Los diamantes, una de las manifestaciones más espectaculares del carbono, no aparecieron hasta bastante tarde, en el momento en que se dio una singular combinación de materiales, temperatura y presión que transformó el carbono en algo deslumbrante.
El oro, por el contrario, fue oro desde el principio y continuó siendo oro, a pesar de las elevadas temperaturas, las reacciones atómicas y la continua invitación a unirse a otros metales para formar nuevas y exóticas combinaciones. El oro tendía a asociarse con los elementos más pesados, como el hierro, y mostraba también una ligera afinidad con el azufre. Formó alguna combinación con un mineral extraño, el telurio, pero se negó a hacer lo mismo con el oxígeno, a diferencia de otros muchos minerales. jamás habría óxido de oro. El oro no se oxidaba.
A causa de este aislamiento, se le calificó de «metal noble», empleando un adjetivo que se aplicaba también a los pocos gases que rehusaban combinarse con otros gases. El término no tenía que ver con el linaje, con el aspecto atractivo ni con el valor; un metal o un gas eran nobles si se mantenían aparte, tenían una gran estabilidad y poca tendencia a alterarse por medio de uniones con otros elementos. Según esta definición, el oro era indiscutiblemente un metal noble.
Parece que, desde la caldera en que se había formado, se desplazó hacia arriba, recorrió fisuras de las masas rocosas y se depositó aquí o allá, al azar, sin una distribución definida. En cierto momento, como cualquier otro líquido sometido a una presión, llegó hasta una grieta apropiada y se esparció lateralmente hasta quedar depositado a diferentes niveles, pero nunca en grandes concentraciones, como el plomo o el azufre, sino en puntos muy dispersos, situados de una forma que no podría explicarse por ninguna razón lógica.
Cuando el hombre llegó a explorar casi toda la superficie de la Tierra, encontró depósitos de oro en lugares tan diferentes como Australia, California, África del Sur o las orillas de un pequeño arroyo rodeado de nieve, en la frontera entre Canadá y Alaska, cerca del Círculo Polar Ártico.
Dos circunstancias completamente diferentes permitían encontrar oro. Como otros elementos metálicos (el cobre y el plomo, por ejemplo), podía yacer muy por debajo de la superficie terrestre, en concentraciones depositadas millones de años atrás. Podían excavarse minas para extraer este tipo de oro tal como se había hecho durante cuatrocientos mil años para explotar 1yacimientos, sin que hubiera una gran diferencia entre la extracción de oro y la de los demás metales. Se excavaba un pozo profundo, se apuntalaban las paredes, y en los niveles apropiados se abrían galerías laterales para explorar las vetas.
¿Qué era lo que se encontraba en una de estas minas auríferas del subsuelo? No había depósitos del metal noble esperando ser desenterrados y subidos a la superficie. Lo más habitual era encontrar una roca de cuarzo con motas de oro, tan diminutas que apenas podría reconocerlas una mirada poco experta. Un hallazgo importante podría ser un gran trozo de cuarzo cuya sección mostrara partículas de oro, no más grandes que puntas de alfiler (puntas, no cabezas) y muy dispersas, de modo que el profano no lograría apreciarlas a simple vista.
Estas rocas, una vez sacadas de sus escondrijos subterráneos y llevadas a la superficie, se molían y se lavaban con agua; el oro, al ser más pesado, quedaba al fondo mientras que el cuarzo, más ligero pese a su apariencia, se iba con el agua. Extraer oro de esta manera requería coraje para adentrarse en la tierra, dinamita para desprender el cuarzo y un flujo continuo de agua Para lavar la mezcla triturada.
El segundo modo de descubrir oro era el más interesante. A lo largo de millones de años, mientras la corteza terrestre cambiaba, elevándose y hundiéndose, algunas vetas de roca con pequeñas cantidades de oro quedaron expuestas a los elementos, lo que permitió que interviniera la erosión. Los inviernos helados fracturaron el cuarzo, el incesante salpicar `del agua deshizo la roca, en el fondo de rápidos arroyos, la grava actuó como el papel de lija sobre la madera, y las erupciones volcánicas llevaron a la superficie nuevos depósitos que también sufrieron el efecto de la erosión.
El destino de las partículas de oro, que súbitamente habían alcanzado la libertad, dependía de su peso. Durante un tiempo, se desplazaban con la corriente de agua que las transportaba, hasta que acababan inevitablemente depositadas en el fondo; eran las fuerzas hidrodinámicas las que dictaminaban dónde se detendrían. Si un arroyo bajaba rápidamente por una pendiente, las partículas de oro, como impulsadas por una fuerza interior, buscaban un rincón tranquilo donde escapar a la agitación. Si un plácido riachuelo serpenteaba por un terreno más bien llano, el oro transportado se posaba en la parte exterior de alguna curva, donde era más lenta la velocidad relativa del agua. Pero todas las partículas acababan depositándose en algún sitio.
Los lugares de la superficie en los que se encontraba oro se denominaban «placeres»; la típica imagen del minero de los placeres era la de un hombre barbudo, sosteniendo junto a un arroyo una batea de hojalata en la que iba echando montones de grava para comprobar si se veían pepitas de oro; después construía una tosca artesa por la que hacía correr bastante agua, a fin de lavar una gran cantidad de grava. Para obtener el oro contenido en el cuarzo, había que excavar un profundo pozo en la tierra; para obtener oro en un placer, podía ser suficiente con excavar medio metro, si se trataba de un depósito accesible, y no había que desalojar toneladas de roca, sino sólo una capa de grava o de arena.
A lo largo de los siglos, los buscadores de oro habían ideado unos cuantos métodos que les permitían localizarlo en los placeres; en especial, los que habían estado en varias zonas auríferas desarrollaban una gran habilidad para encontrar el noble mineral. Si llegaba a un terreno aurífero recién descubierto una cuadrilla de buscadores con experiencia en las minas de Australia, California y Suráfrica, encontrarían oro antes que los novatos de Idaho, Londres y Chicago.
Al parecer, las reglas prácticas más importantes eran tres. Los primeros expertos en llegar a un nuevo terreno aurífero se adueñaban de las mejores posiciones, mientras que los que llegaban tarde ya no encontraban casi nada. La segunda regla, sin embargo, mantenía vivas las esperanzas de la mayoría de la gente: de vez en cuando, algún buscador afortunado, sin saber nada de oro, tropezaba con una pepita, exploraba alrededor y, por pura casualidad, se apropiaba de una bonanza. No era algo frecuente, pero ocurría.
Aunque muchos no comprendían la tercera regla, a ella se debieron algunos de los grandes hallazgos. Para buscar oro de placer había que seguir los lechos de los arroyos, porque estos depósitos solamente se formaban por la acción de las corrientes de agua. Ahora bien, como el oro había sido arrastrado a lo largo de millones de años, y teniendo en cuenta que el curso de un arroyo puede variar mucho, incluso durante el breve período de una vida humana, el buscador de oro no exploraba necesariamente el pequeño arroyo que existiera en aquel momento, sino el torrente caudaloso que podía haber existido hacía mil años, o cien mil, o incluso un millón. En 1896, a lo largo del río Yukón y sus afluentes, el mejor lugar para buscar oro no eran las orillas del Klondike, esa mágica corriente de mágico nombre, sino más bien las montañas, a cientos de metros de altura, en las cuales, trescientos mil años atrás, algún gran río había depositado el oro que acarreaba.
En el verano de 1896 un curtido buscador de oro estadounidense llamado George Washington Carmack, que no gozaba de buena reputación por culpa de su afición a mentir, conoció por casualidad a un escocés nacido en Canadá, un hombre digno y severo. De haber querido, Robert Henderson habría podido exigir el título de caballero, porque se comportaba con gran rectitud en la vida privada y con sobria honradez en el trabajo. ¿Tenía algún defecto? Era un esnob incorregible.
Se asociaron, a pesar de que entre los dos existía una diferencia que se imponía sobre el hecho de que ambos estuvieran dispuestos a trabajar duro y a soportar las penalidades mientras se dedicaran a buscar oro. Carmack estaba casado con una india, y los hermanos de su mujer, dos vagos llamados Shookurri Jim y Tagish Charley, le ayudaban de vez en cuando en la búsqueda de oro. A Henderson no le parecía bien; estaba moralmente obligado a compartir la información y las posibles ganancias con Carmack, aunque George el Mentiroso, como le llamaban, tuviera una esposa india, pero no soportaba a sus dos cuñados. Por eso, cuando anunció que había encontrado algo en un pequeño afluente del río Throndiuck, que era a su vez afluente del Yukón, Carmack y los dos indios atravesaron las montañas para ayudarle a explotar el descubrimiento y compartir con él las ganancias. Pero Henderson trató a los indios con desprecio y se negó a venderles tabaco, por lo que Carmack decidió renunciar a sus derechos sobre la concesión e independizarse.
Los tres hombres dejaron a Henderson con su modesto hallazgo, se dirigieron hacia el oeste, a través de las montañas, y comenzaron a buscar oro por su cuenta en el arroyo Rabbit, un pequeñísimo afluente del Throndiuck. El 17 de agosto de 1896, por la tarde, cuando lavaban la grava en una batea, encontraron depositados en el fondo pedacitos y pepitas de oro por valor de cuatro dólares. Encontrar oro por valor de diez centavos en una batea ya se consideraba un hallazgo interesante, por lo que Carmack y sus cuñados comprendieron que habían descubierto una bonanza. Se apresuraron a hacer más comprobaciones, que continuaron ofreciendo el estimulante promedio de cuatro dólares por batea.
En medio de la excitación, Carmack recordó que debía cumplir con dos obligaciones: una moral y otra legal. Estaba moralmente obligado a informar del hallazgo a Henderson, pero le había molestado mucho la forma en que su socio había tratado a los dos indios, por lo que se quedó en su ladera de la montaña e impidió que Henderson se enterara del magnífico descubrimiento y lo compartiera con él.
En cuanto a la obligación legal, Carmack no podía eludirla. Los mineros que encontraban oro tenían que cumplir con dos requisitos: presentar ante la administración una solicitud oficial de concesión e informar inmediatamente a los demás mineros sobre la situación del descubrimiento y sobre el valor que podía tener, para que también pudieran solicitar sus derechos de explotación. Carmack dejó a los indios defendiendo el lugar y descendió rápidamente por el Yukón hasta llegar al antiguo pueblo minero de FortymÍle, en la orilla izquierda del río, donde reclamó el privilegio de explotar lo que más adelante se llamó «la concesión del Descubrimiento»: ciento cincuenta metros a lo largo del arroyo Rabbit, y el terreno situado junto a las dos orillas, hasta la cima de la primera loma. Cumplidas sus obligaciones legales, se encaminó a la taberna.
- ¡He descubierto el mejor filón! -anunció a grandes voces.
También reclamó derechos sobre otros tres yacimientos de ciento cincuenta metros: «Número Uno Arriba», «Número Uno Abajo», y «Número Dos Abajo». Como solicitante principal, Carmack obtuvo el derecho de explotar «el Descubrimiento» y «Uno abajo»; los otros dos yacimientos se concedieron a Shookum Jim y Tagish Charley. No se respetaron los intereses de Henderson.
Los visitantes del pueblecito, acostumbrados a las mentiras de Carmack, se negaron a creer que hubiera descubierto nada. Sin embargo, abrieron unos ojos como platos cuando sacó los cartuchos de rifle en los que guardaba las pepitas más grandes y los vació sobre la balanza del quilatador. Eran buscadores que llevaban mucho tiempo en el territorio (los escasos depósitos de oro de la región se conocían desde hacía diez o doce años) y estaban familiarizados con la calidad del oro propia de cada asentamiento del Yukón. Este oro no provenía de ninguna de las minas conocidas. Era un oro extraordinario, de calidad suprema; además, el tamaño de las pepitas indicaba que no se trataba de los restos de un pequeño placer, sino de un filón importante.
¡Había empezado la fiebre del oro! Antes del anochecer, los ansiosos buscadores de Fortymile remontaron el río a toda prisa para marcar sus propias concesiones, más arriba y más abajo del «Descubrimiento» de Carmack. La muchedumbre que acudió en tropel a la zona no quiso usar los nombres tradicionales de aquellos humildes riachuelos. El Throndiuk, un nombre extremadamente difícil de pronunciar, se transformó rápidamente en el Mondike. El pequeño arroyo Rabbit en el que trabajaba Carmack recibió el típico nombre minero de Bonanza, mientras que un afluente aún menor, que acabó resultando el más rico de todos, se llamó, con gran propiedad, Eldorado. Esos hermosos nombres se hicieron famosos en todo el mundo.
Esta fabulosa estampida, tal vez la mayor de la historia, tuvo también su faceta irónica, especialmente al principio de la competición. Como decía un canadiense, en una carta a su esposa:
A los canadienses nos disgusta que en las minas de oro de esta región se haya tratado tan mal a nuestro compatriota Robert Henderson, procedente de Nueva Escocia, Nueva Zelanda y Australia. Estamos seguros de que el primer descubrimiento fue suyo y que George Carmack, ese estadounidense con tan mala fama casado con una india, junto con sus ayudantes, le privó de su legítimo derecho a compartir el yacimiento.
Sin embargo, te confesaré algo que no tienes que explicar a nadie: creo que Henderson se merecía lo que le ha ocurrido. Mucho antes del hallazgo, le oí decir. «No pienso dejar que ningún (palabrota) indio se apropie de mi (palabrota) oro».
Hay razones para pensar que Carmack ha encontrado un filón tan rico,que Henderson, por negarse a trabajar con indios, ha perdido más de dos millones de dólares.
Otra ironía del gran descubrimiento efectuado en el Klondike fue que, si bien ocurrió a mediados de agosto de 1896 y fue ampliamente comentado a lo largo del Yukón, en el exterior no se recibieron noticias fiables de su asombrosa abundancia hasta el 15 de julio de 1897. ¿Cómo pudo permanecer oculta durante tanto tiempo la existencia de aquella bonanza, por emplear el nombre del arroyo donde se descubrió?
El río Yukón, que mide tres mil doscientos kilómetros y transcurre en gran medida cerca del Ártico, se congela pronto (en algunas partes en septiembre) y se deshiela tarde (ciertos tramos no lo hacen hasta junio o julio). Por lo tanto, durante los meses comprendidos entre agosto de 1896 y julio del año siguiente, Carmack y sus millonarios compañeros permanecieron aislados por el hielo, guardando su secreto. No obstante, al final, un tenaz barquito del Yukón, el Alice (una embarcación de poco calado, impulsada por una rueda hidráulica en la popa), se abrió paso a través del hielo de junio y entró echando humo en Dawson City, el pueblo que los mineros recién llegados a la región habían levantado a toda prisa en la desembocadura del Klondike.
Al enterarse del importante descubrimiento y ver los fardos y las cajas de oro que los afortunados buscadores pensaban llevar al exterior, la tripulación del Alice se apresuró a descargar las frutas y verduras que traían para salvar la vida de la población, casi a punto de morir de hambre; al cabo de pocas horas, viraron la pequeña embarcación, cargada de nuevos millonarios, y navegaron aguas abajo hasta la desembocadura del Yukón, donde aguardaban los vapores que hacían regularmente la travesía del océano. Tan pronto como el Alice zarpó de Dawson, llegó otro barco similar, de modo que pudieron viajar todos los mineros que querían volver a los Estados Unidos.
Al final de una travesía de dos mil doscientos kilómetros, los dos barquitos llegaron al mar de Bering y, una vez allí, viraron hacia el norte para depositar el histórico cargamento de hombres y oro en el puerto comercial de Saint Michael. Tras varios días tomando copiosos almuerzos a base de fruta fresca, verduras y deliciosa comida enlatada, todo con un gran contenido vitamínico para combatir el incipiente escorbuto que había atacado ya a tantos, los argonautas, junto con su oro, se embarcaron en el Excelsior, con destino a San Francisco, o en el Portland, más conocido, que se dirigía a Seattle.
Mientras los dos vapores se acercaban a la costa de los Estados Unidos, Pocos de los pasajeros se imaginaban el vendaval de publicidad que estaban a punto de originar, pues suponían que en el mundo exterior se habían filtrado ya algunas noticias sobre sus asombrosos descubrimientos. Los funcionarios canadienses habían recibido alguna información, pero la habían tomado por otra más de las exageradas historias que se contaban sobre el Yukón: «Ya sabemos que hay oro en esa zona. Siempre lo ha habido. Pero nunca en tal cantidad». Además, el intrépido conductor de un trineo tirado por perros había remontado heroicamente el río y había cruzado el Peligroso puerto de Chilkoot para avisar a los funcionarios estadounidenses destinados en la zona; pero como estos hombres tampoco creyeron la importancia del descubrimiento, no se envió ninguna información al sur. Un periodista hizo llegar un informe a un periódico de Chicago, pero no se publicó casi nada porque no dieron mucho crédito a la historia.
El Portland se hizo célebre por casualidad: aunque zarpó primero de Alaska y llegó a puerto en menos de un mes, tras un recorrido más breve que el del Excelsior, amarró en Seattle dos días después de que éste hubiera atracado en San Francisco. Si bien en la costa de California las noticias se recibieron con cierto entusiasmo, los periódicos no llegaron a comprender la importancia de lo que había sucedido en el Klondike.
El Examiner, recién fundado por William Randolph Hearst, un periódico siempre en busca de historias impresionantes, prácticamente pasó por alto la llegada del oro; en todo el país, no se publicaron más que unos someros artículos en los diarios rivales de San Francisco, el Call y el Chronicle.
Ahora bien, la mañana del 17 de julio, cuando el Portland llegó, con retraso, al muelle de Schwabacher, en el puerto de Seattle, San Francisco había ya informado a los habitantes de la ciudad del regreso de unos aventureros cargados con montones de oro. Un tal Beriah Brown, un imaginativo periodista que merece ser recordado, se reveló como un hombre ingenioso: al atardecer se hizo a la mar en una barquita, se acercó al barco que llegaba y pasó toda la noche entrevistando a los pasajeros. Mientras escribía la historia para los periódicos del día siguiente, se preguntó cuál sería la mejor forma de redactar la interesante noticia y, seguramente, pensó en utilizar expresiones como «una enorme cantidad de oro», «muchísimo oro» y «descubierto un tesoro del noble metal». Renunció a todas ellas, y dio con una de las frases más memorables de la historia del periodismo estadounidense:
A las tres en punto de esta madrugada, el vapor Portland, procedente de Saint Michael y con destino a Seattle, cruzó el estrecho llevando a bordo más de una tonelada de oro macizo.
Estas palabras, «una tonelada de oro», se extendieron velozmente por el país, que estaba ansioso del metal y lo necesitaba con urgencia. En los Bancos, en las tiendas, en los hogares donde era preciso saldar opresivas hipotecas y en el corazón de los hombres que suspiraban por un sistema monetario más flexible, las palabras «una tonelada de oro» se convirtieron en un conjuro, en un irresistible aliciente.
¿Cuál fue la reacción de la gente ante este impresionante clamor? En un pueblecito de Idaho, un tal John Klope, un solterón amargado por los contratiempos, exclamó al oír el llamamiento:
- ¡Por fin! ¡Oro para todos!
En un humilde barrio de Chicago, en un desvencijado cuchitril, vivía un hombre cuyo optimista padre le había dado el nombre de un presidente de los Estados Unidos: Buchanan Venn tenía cuarenta años y estaba amargado por el declive de su vida. Con cierto miedo de expresar las ideas revolucionarias que le asaltaban, susurró para sus adentros: -¡Buen Dios! ¡Quizá!
En el extremo más septentrional de Idaho, no muy lejos de la frontera canadiense, se encontraba el pueblecito de Moose Hide. No llegaba allí ninguna vía férrea, ya que la línea que atravesaba el Canadá avanzaba hacia el norte entre Winnipeg y Calgary, mientras que la vía estadounidense más próxima, la de Chicago a Seattle, llegaba hasta un enlace en Bonners Ferry, algunos kilómetros al sur.
En Moose Hide se recibían tarde las noticias y, si eran buenas, a veces no llegaban; por eso, el 18 de julio de 1897, los habitantes del pueblecito no pudieron leer en el periódico (pues no había ninguno) que el día anterior había llegado a Seattle una tonelada de oro. John Klope, un joven taciturno de veintisiete años, no se enteró del acontecimiento que, a su debido tiempo, tendría para él una gran importancia.
El padre de Klope era un granjero de Idaho, apenas mayor que el jefe de policía o que el presidente del pequeño banco de Coeur d'Alene en el que abía hipotecado su finca algunos años antes. A fin de contribuir a la devolución del préstamo, su hijo John había tenido que abandonar la escuela a los trece años y trabajar en lo que pudiera; sin embargo, como por aquellos años en los Estados Unidos estaban tremendamente limitadas las reservas de oro, y todavía más la circulación de papel moneda, a los Klope les costó bastante devolver la hipoteca. Pero como no se permitían ningún lujo e incluso se privaban de algunas cosas necesarias, lo consiguieron. La finca ya les pertenecía, aunque eso no significaba que fueran ricos, sino solamente que la tenacidad eslava había triunfado.
Aunque a las personas orgullosas de su estirpe les parecía inconcebible, John Klope no sabía con certeza el origen de sus antepasados ni qué apellido llevaban en su país. En la escuela, sus compañeros le llamaban «el polaco», aunque él, por algo que había dicho su padre una noche, pensaba que no provenía de Polonia; de todos modos, nadie ofreció ninguna alternativa, y John dedujo, acertadamente, que los Klope originarios vivían en una región cercana a los montes Cárpatos, que había cambiado varias veces de dueño. Se conformó con eso, afortunadamente, pues su padre no habría podido determinar su origen aunque hubiera querido; en cuanto a su madre, sabía aún menos de los suyos.
Él era John Klope, ni polaco, ni escandinavo, ni alemán: simplemente estadounidense, y feliz de serlo, como tantos de sus vecinos. En la familia Klope nunca se oía la queja: «Ojalá me hubiera quedado en mi país», porque los vagos jirones de la memoria que se atenían al lugar común no traían recuerdos nada gratos.
Aunque Klope no protestaba por el hecho de que la pobreza le hubiera Privado de educación, pues habría tenido poco éxito en cualquiera de las materias que por entonces se enseñaban, estaba rotundamente en contra del completo dominio que ejercían los bancos y el sistema monetario sobre familias trabajadoras como la suya; de haber vivido en alguna gran ciudad, como Chicago o San Luis, quizá hubiera llegado a defender ideas radicales. A veces, después de cenar, cuando los mozos de Moose Hide charlaban en la esquina, John escuchaba sin decir nada a los que eran más inteligentes que él, que explicaban las dificultades por las que pasaban los granjeros de la zona; después, sin embargo, cuando comenzaban a hablar de mujeres, decía súbitamente:
- ¡Quien sea dueño del oro impondrá las reglas!
En 1893, el país pasaba por una desastrosa situación económica y los trenes de la Great Northern llegaban con muy poca carga a Bonners Ferry; la preocupación de Klope por el oro parecía más fundada, porque los vecinos que no habían acabado de pagar sus hipotecas comenzaban a notar los fatales efectos del mal sistema monetario del país. Se subastaba una granja tras otra al vencer los plazos, y muchos jóvenes que habían sido compañeros de escuela de Klope tuvieron que irse a vivir a los suburbios de grandes ciudades como Chicago y San Francisco.
Esta dolorosa emigración tuvo unas consecuencias para Klope que ni siquiera él comprendió por entonces. Durante sus años de escuela se había fijado en una pequeña y alegre campesina llamada Elsie Luderstrom; aunque nunca había hablado con ella y, desde luego, nunca la había acompañado hasta su casa, sabía que la niña le miraba con simpatía y estaba seguro de que, cuando fueran mayores, le gustaría charlar con Elsie. Antes de que pudiera hacerlo, el banco se quedó con la granja de los Luderstrom y la muchacha desapareció en el silencio de la noche, rumbo a Omaha.
Klope nunca volvió a verla, pero con la marcha de la niña se fueron sus oportunidades de llevar una vida normal: un noviazgo adolescente a los diecinueve años, boda a los veintidós, hijos a los veinticuatro y, a los treinta, heredar la granja paterna o la de sus suegros. Sin que él lo supiera, en Elsie Luderstrom estaba la clave de su vida, y esa clave se había perdido.
- Los bancos les han arruinado -se quejó una noche, charlando con los chicos del pueblo.
Desde el momento en que expresó esta seria opinión, que era en parte verdad, empezó a interesarse por la necesidad de que cada persona pudiera controlar sus propias fuentes de riqueza. Una finca no era bastante, y tampoco era suficiente disponer de lo que en ese momento parecía un buen empleo en la Great Northern. Incluso tener un carácter responsable servía de bien poco, pues en todos los Estados Unidos no había mejores hombres que su padre y el de Elsie: habían luchado, ahorrado y vivido austeramente, pero les había vencido la crisis económica del país. Si había algún joven estadounidense que encontrara apremiante la llamada del oro del Clondike, ése era John Klope.
Oyó hablar del descubrimiento la tarde del 20 de julio de 1897. Un viajante de comercio que iba de Seattle a Chicago había hecho transbordo en Spokane y, al llegar a Bonners Ferry, hizo el chiste habitual:
- Y el ferry ¿dónde está?
- Antes había uno para cruzar el Kootenai -explicaron por enésima vez los viejos del pueblo.
Desde entonces, el bromista habló de: «El no sé qué que cruza Bonners Ferry». Muchos lugareños habrían preferido que esos viajantes se quedaran en su casa, pero éste traía noticias muy interesantes, porque llevaba consigo los periódicos de Seattle; algunos huéspedes de la pensión leyeron los titulares y le preguntaron si les dejaba uno de los diarios.
- Quédense con él -les contestó-. Sin duda los periódicos de Chicago hablarán de la misma historia.
El 20 de julio por la tarde, llegaron las noticias a Moose Hide; John Klope estaba tan excitado que corrió a Bonners Ferry para hablar con el hombre que había traído la información.
- Me han dicho que tiene usted dos periódicos -le dijo al verle-. ¿Me presta uno?
- Tenga: invita la casa. -Entonces el viajante se rió-: Si va a las minas de oro, que tenga suerte.
Mientras volvía a casa, Klope se detuvo tres veces para leer el artículo sobre la tonelada de oro; se entusiasmó tanto que, al llegar a la granja, había decidido marcharse inmediatamente hacia el Klondike. Nada podía disuadirle. De hecho, no se le necesitaba para el cuidado de la finca; entre su padre y su madre podrían haber llevado una propiedad cuatro veces mayor que las pocas hectáreas de las que disponían. A decir verdad, el joven era más bien una carga, y lo sabía. No había intentado aproximarse siquiera a ninguna jovencita, de modo que su partida no echaría a perder ningún posible matrimonio. No tenía amigos de verdad, y hasta los muchachos de la esquina empezaban a considerarle un tipo raro. No es que estuviera decidido a unirse al éxodo hacia el Yukón: es que no tenía más remedio.
Por entonces, si Klope hubiera estudiado geografía, habría visto que las minas de oro del Klondike quedaban tan cerca de donde estaba como de los otros puntos de partida: Seattle, en Washington, o Edmonton, en Alberta. A vista de pájaro, se encontraba a dos mil doscientos kilómetros del Klondike, no mucho más lejos que de Chicago; pero si hubiera intentado recorrer esa distancia habría tenido que atravesar uno de los territorios más inhóspitos de América del Norte. Antes de llegar a casa decidió, prudentemente, ir primero a Seattle y después al Klondike.
- Mañana mismo me voy -explicó a sus padres durante la cena, tras enseñarles el periódico, y sin darles tiempo a asimilar la sorprendente noticia.
- Puedo darte ciento cincuenta -contestó sencillamente su padre, en un gesto característico de la familia Klope.
- Junto con lo que yo tengo, será suficiente -replicó John.
La señora Klope no dijo nada, pero pensaba que ya era hora de que su hijo se fuera de casa y comenzara a vivir por su cuenta.
John no se echó para atrás. No se marchó al día siguiente, como había anunciado, pero lo hizo dos días después. Temprano por la mañana, su padre le acompañó a Bonners Ferry, donde averiguaron que iba a salir un tren hacia el sur, en dirección a Spokane y Seattle. Después de una embarazosa despedida, John dijo:
- Será mejor que vuelvas a casa, papá. Estaré bien.
Y Klope padre se fue, en absoluto descontento de que su hijo hubiera tomado esta decisión.
Cuando Klope llegó a Seattle, encontró la ciudad alborotada pues parecía que toda la población se había concentrado en los alrededores del muelle de Schwabacher, desde donde partían los vapores hacia Alaska; desde los tiempos en que embarcaciones de todo tipo recorrían el Mediterráneo, Pocas veces se había visto en un puerto tan asombrosa variedad de navíos a punto de hacerse a la mar. Había transatlánticos, pero también remolcadores de río equipados a toda prisa para que pudieran efectuar la relativamente tranquila travesía hasta Juneau y Skagway. Había barcos con rueda en la Popa, de los que navegaban por el Mississippi, y grandes y desvencijadas embarcaciones con ruedas laterales, de las que se empleaban como barcas de recreo por las plácidas aguas que rodeaban a Seattle.
Todas las embarcaciones, fueran del tipo que fuesen, tenían el pasaje completo en el momento que Klope llegó al puerto, dispuesto a embarcarse hacia Alaska. Aunque buscó durante dos días enteros, no encontró ni una sola plaza libre; y, como seguían llegando trenes desde el este, llenos de hombres como él, la situación empeoraba. Desesperado al verse tan cerca del oro pero sin poder alcanzarlo, preguntó en la tienda de Ross Raglan, en la que se abastecían todos los viajeros, y donde él estaba comprando su equipo:
- ¿Cómo podría encontrar pasaje para el Klondike?
- Nosotros tenemos un barco -le dijeron-, el Alacrity, pero está todo el pasaje reservado hasta marzo del año próximo.
El dependiente de la tienda, que se había dado cuenta, mientras Klope adquiría su equipaje, de que era un hombre al que no importaba gastar el dinero, añadió al ver su cara de desilusión:
- Vaya usted al final del muelle. Me parece que están reparando un viejo barco ruso. No recuerdo el nombre, pero allí cualquiera podrá indicarle dónde está amarrado.
- ¿Y usted cree que no lo tendrá todo vendido? -preguntó Klope.
- Lo dudo -contestó el dependiente.
Cuando localizó el barco ruso, el Romanov, de Sitka, comprendió por qué sus pasajes no habían estado muy solicitados: era uno de los barcos más extraordinarios entre los que pretendían llevar a cabo la travesía. Era un barco ruso de ruedas laterales, construido para navegar por las resguardadas aguas del sudeste de Alaska; había sido adquirido por unos marinos bostonianos en 1867, cuando Rusia abandonó la zona; se había utilizado durante mucho tiempo para el comercio de pieles, y después había ido a parar a Seattle: allí había navegado durante unos años, por las serenas aguas de bahías y ensenadas. Más tarde se equipó con una caldera de carbón adicional Y con una espasmódica hélice que funcionaba junto con las dos ruedas laterales. Por lo tanto, tenía dos sistemas de propulsión totalmente distintos y tres aparatos que le impulsaban a través del mar: dos ruedas de madera en los costados y una hélice metálica, algo torcida.
Este viejo barco tenía varias filtraciones, aunque ninguna tan grave como para hundirse, y se proponía efectuar una travesía de cinco mil kilómetros por alta mar, a través de aguas a menudo turbulentas, hasta Saint Michael, el puerto donde pasajeros y Carga debían embarcarse en los barquitos de vapor que remontaban el Yukón. El pasaje costaba ciento cinco dólares por las tres semanas previstas de viaje, y, en el momento de zarpar, estaría ocupado hasta el último rincón aprovechable de la embarcación. En plena fiebre del oro, esto significaba algo diferente de lo habitual: no es que todos los camarotes estuvieran ocupados, sino que se habrían llenado todos los espacios en los que se pudiera dormir, tanto en la cubierta como en las bodegas. Un barco que en 1860, en su mejor época, podía llevar unos cincuenta pasajeros, se disponía ahora a zarpar con ciento noventa y tres.
Lo paradójico de la situación era que ninguno de los pasajeros estadounidenses hablaba de dirigirse a Alaska. Siempre decían: «¡Vamos al Klondike!». Alaska era un ente desconocido, al que aún no se reconocía como una parte de los Estados Unidos; en cuanto al Yukón, ese gran río que tendrían que recorrer si zarpaban en el Romanov, pocos habían oído hablar de él, y, en todo caso, pensaban que pertenecía a Canadá. John Klope, como la mayoría de pasajeros, iba a adentrarse en una zona de la que nada sabía.
Klope partió de Seattle el 27 de julio de 1897, con la idea de llegar a Saint Michael al cabo de tres semanas (lo que habría sido tiempo suficiente para uno de los vapores grandes) y, una vez allí, remontar enseguida el Yukón en un barco más pequeño, para desembarcar en el Klondike a principios de septiembre, a lo sumo!Durante la travesía no trabó amistad con nadie (algo muy indicativo de su actitud ante la vida). No era una persona inaccesible: si algún desconocido se hubiera molestado en entablar relación con él, el joven habría respondido; pero debido a su carácter no era dado a entablar conversación ni a hacer confidencias o asociarse con nadie. Él era John Klope, sin linaje conocido y sin especiales cualidades: era solamente un hombre alto, un poco delgado y de hombros caídos, bien afeitado, de maneras dignas, y que prefería mantenerse al margen.
El Romanov surcaba aquellas aguas que conocía bien a una velocidad algo menor que la prevista; en realidad parecía arrastrarse, como si sus diversos medios de propulsión se anularan unos a otros. Un vapor moderno y bien gobernado tendría que haber efectuado la travesía de cinco mil kilómetros en diecinueve días, cosa que varios barcos habían hecho; pero el Romanov avanzaba a duras penas, a una velocidad que le obligaría a retrasarse un mes, como mínimo. Uno de los viajeros, que entendía de barcos, explicó: -No recorremos más que ciento sesenta kilómetros al día. Si nos topamos con mal tiempo, podríamos tardar cinco semanas.
Cuando el Romanov consiguió por fin llegar a Saint Michael, el 25 de agosto de 1897 (tres días antes de lo previsto), Klope y el resto de pasajeros descubrieron lo que significaba viajar por Alaska: no había un puerto esperándoles, ni siquiera un muelle. El Romanov, como los demás navíos que habían llegado hasta allí, tuvo que andar a un kilómetro y medio de la costa y esperar a que se le acercaran unas grandes barcazas en las que desembarcaron los pasajeros, el equipaje y la carga. Pero cuando esas barcazas llegaban finalmente a tierra, se detenían a unos metros de la orilla, de modo que los pasajeros tenían que vadear hasta lugar seguro; algunas mujeres desembarcaron a hombros de los varones, que tuvieron que hacer de improvisados estibadores.
En tierra, los del Romanov se encontraron en una situación apurada, que afectó también a los pasajeros que llegaron después, en mejores navíos. No había ninguna barca para recorrer el largo trayecto aguas arriba del yukón, y era bastante probable que ninguna de las que ya habían partido regresara lo bastante pronto como para emprender otro viaje antes de que el río se congelara.
- ¡No es posible! -protestaron algunos pasajeros del Romanov.
No obstante, cuando hablaron con los oficiales descubrieron que la situación era verdaderamente desesperada:
- El Yukón no es un río como los demás. Fluye al norte del Círculo polar Ártico, como saben. Y cada tramo se hiela en un momento diferente.
- ¡Pero no puede congelarse en septiembre!
- En ciertos puntos, sobre todo en septiembre. Y cuando se ha congelado en determinado lugar, es evidente que se interrumpe el tránsito.
- ¿Y en qué momento de la primavera se deshiela?
- En mayo, con suerte. Con más seguridad, en junio. El año pasado, a principios de julio.
- ¡Por Dios! Entonces, sólo es navegable… ¿Durante cuánto tiempo? ¿Tres meses?
- Tres meses y medio, si hay suerte.
- ¿Y suele haber suerte?
- Pocas veces.
Una ráfaga de viento helado comenzó a castigar al grupo de buscadores de oro aislados en Saint Michael. El tiempo no era todavía muy frío, pero el hielo amenazaba con acercarse cada vez más. Klope se enteró de que el Ro manov se disponía a regresar inmediatamente a Seattle, para no quedar atrapado entre los hielos del Ártico que ya descendían hasta el mar de Bering.
- ¿Eso significa que aquí se congela todo el mar? -preguntó.
- Por supuesto -contestaron los del pueblo-. Los capitanes que en septiembre todavía no se han marchado se arriesgan a quedarse encallados, y si están aquí en octubre seguro que el hielo les atrapará.
- ¿Y qué hacen?
- Bueno, si tienen suerte se quedan nueve meses varados frente a la orilla, desde donde podemos verles. Si no, el hielo les rodea hasta aplastar el barco y hacerlo astillas, como a los de allá.
Junto a la costa, desierta y sin vegetación, Klope pudo ver los restos de varios barcos destrozados por la inhumana violencia del hielo; se decidió entonces a marcharse de Saint Michael y remontar el Yukón antes de que el hielo le atrapara a él también, pero no encontró ni una sola embarcación con la cual emprender el viaje. Aunque partieron tres barcas mientras él buscaba alguna, iban todas repletas: había hombres viajando de pie junto a la borda y no cabía ni uno más.
Parecía que los pasajeros del Romanov tendrían que quedarse inmovilizados en Saint Michael, un pueblo que tenía apenas doscientos habitantes, la mayoría de los cuales eran esquimales; pero Klope oyó hablar de un tal capitán Grimm, un hombre que conocía bien el Yukón y tenía una embarcación estropeada, con la cual pretendía navegar si encontraba suficientes pasajeros dispuestos a pagar por anticipado, de modo que él pudiera costear la reparación de una caldera, sin la cual su vieja barca no podría avanzar ni un palmo.
Al principio, Klope dudó de que eso fuera un buen negocio, porque sospechaba que el capitán era un hombre malvado, tal como indicaba en inglés su apellido. Pensó que sería una especie de banquero, aunque con otro uniforme; sin embargo, como no tenía alternativa, tuvo que aceptar la oferta de Grimm. Como de costumbre, le resultó difícil hablar de ello con otras personas, pero, afortunadamente, algunos de los posibles pasajeros sí lo hicieron. Un simpático muchacho californiano, que había estado en varias minas, preguntó ciertos datos importantes a los escasos lugareños y después informó a los buscadores de oro:
- Todo el mundo dice que Grimm es de fiar. También es verdad que necesita dinero. Su barco no puede navegar a menos que la caldera funcione.
Tras recibir la información, los viajeros animaron al minero, a quien todos llamaban California, para que prosiguiera con sus investigaciones, y éste les aseguró algo muy interesante:
- Dicen que Grimm es uno de los mejores capitanes que han navegado por el Yukón. Conoce todas las curvas y meandros. También dicen que las curvas tienen mucha importancia cuando se recorre el Yukón.
Aunque no se votó, los náufragos decidieron, por unanimidad, conceder al capitán Grimm la suma que necesitaba; a Klope se le encargó vigilar que el dinero se destinaba sólo a las reparaciones. Él mismo trabajó con los tres diestros esquimales contratados por Grimm, y en dieciséis días dieron un repaso completo al barco. El 13 de septiembre, el vapor Jos. Parker, al mando del capitán Grimm, salió de Saint Michael con sesenta y tres pasajeros (que habían pagado ya todo el viaje), a pesar de que en circunstancias normales sólo podía llevar treinta y dos. Había tanto equipaje y provisiones que fue preciso construir unos estantes provisionales de madera en la cubierta de proa; la mitad de los viajeros dormían sobre esta carga.
Para ir desde Saint Michael hasta la desembocadura del Yukón había que navegar ciento veinte kilómetros por el mar de Bering: se hizo de noche y amaneció de nuevo antes de que la pequeña embarcación hubiera llegado al extraordinario delta. Una vez allí, Klope descubrió que, en realidad, el gran río Yukón no tenía una auténtica desembocadura, sino que las aguas llegaban al mar en unos cuarenta puntos diferentes, a lo largo de una extensión de aproximadamente ciento cincuenta kilómetros.
- La gracia está en encontrar el camino -comentó el capitán Grimm, mientras maniobraba el barco.
Los pasajeros, atónitos, contemplaron cómo el capitán se abría paso entre el laberinto de marismas, afluentes y canales sin salida. Por fin encontró el único canal de la zona que se podía remontar hasta llegar a las minas de oro.
El Yukón tiene cosas extrañas. Nace bastante al sur, en las montañas, a Unos cuarenta y cinco kilómetros del acceso al paso interior; sin embargo, en vez de desembocar en el mar en esa zona, prefiere recorrer tres mil ciento setenta kilómetros antes de adentrarse en las aguas congeladas del mar de Bering.
Al principio de su curso se dirige hacia el norte, como los otros grandes ríos del Ártico (el Ob, el Yemséi, el Lena y el Kofimá en Siberia, y, en el Canadá, el mayor de todos: el río Mackenzie), pero, a diferencia de estos, no desagua en el océano Glacial Ártico ni en ninguno de sus mares. Tras atravesar el Círculo Polar Ártico en Fuerte Yukón, parece como si le intimidara el norte congelado: se desvía bruscamente hacia el oeste, huye del Ártico y avanza, a veces sin rumbo claro, hacia el mar de Bering.
El Yukón tiene otra interesante peculiaridad: en gran parte de su curso, el río se separa en diversas corrientes entrelazadas que serpentean aquí y allá, de manera que en algunos tramos no hay un solo Yukón, sino veinte o treinta; sólo un buen capitán o un indio que conozca bien el río consiguen abrirse camino sin perderse. En estos tramos, los forasteros tienen grandísimas dificultades para navegar por el Yukón.
A este formidable río quería enfrentarse el capitán Grimm con su Jos. Parker, siempre contra corriente, a lo largo de dos mil doscientos kilómetros, cada vez con más frío. Puesto que el Parker podía recorrer unos ciento treinta kilómetros al día, si a lo largo del trayecto conseguía cargar suficiente leña, en diecisiete días se podría completar la travesía; ahora bien cuando el barco llegó a Nulato, la población donde se habían instalado antes los rusos, la situación se complicó y los pasajeros comprendieron que el viaje probablemente iba a alargarse.
Cuando el Parker se acercó a la orilla, en el lugar donde se había levantado la antigua empalizada, el capitán Grimm vio con alegría que había aguardándole unos cincuenta metros cúbicos de leña.
- Sería suficiente -explicó a los pasajeros- para llegar a Chicago, si el Yukón se dirigiera hacia allá. Quizá lo haga un día de estos, si se le mete la idea en la cabeza.
Sin embargo, cuando quiso comprar la leña que necesitaba, le informaron de que la mayor parte de los montones estaban reservados para los barcos de la Compañía de Comercio de Alaska, de Seattle; el resto lo habían encargado los barcos de Ross Raglan, de la misma ciudad.
- ¿No puedo adquirir ni siquiera un par de metros cúbicos, sólo para llegar hasta el próximo puerto?
- Está todo reservado.
- ¿Puedo contratar a alguien que corte leña para nuestro barco?
- Todo el mundo está contratado.
Era evidente que los pasajeros del Jos. Parker tendrían que cortar leña ellos mismos si querían llegar a Dawson antes de que el río se helara, de modo que se organizaron grupos y los viajeros recorrieron aquellas tierras yermas, en busca de algún árbol. Con cuatro días de retraso, el barco pudo continuar aguas arriba, aunque en el puesto siguiente la historia se repitió.
- Nunca pensé que tendría que abrirme camino a hachazos para llegar al Klondike -protestó Klope esta vez, al bajar del barco.
Pero Klope tuvo que seguir dando hachazos, en tanto que el viaje hasta el oro, que tan rápidamente había esperado realizar, se volvía interminablemente largo. Se acercaba el fin del mes de septiembre, y el hombre al que llamaban California planteó la cuestión:
- A este ritmo, ¿podremos llegar a Dawson antes de que el río se Congele?
Cuando California y otro a quien apodaban montana formularon la pregunta al capitán Grimm, éste sonrió para tranquilizarles y les dijo:
- De eso me encargo yo.
Los viajeros olvidaron temporalmente su preocupación cuando estaban a punto de entrar en los famosos Llanos del Yukón, un territorio desolado e impresionante, que se extendía a lo largo de unos trescientos kilómetros, en el cual el Yukón forma un complicado laberinto, como una niña caprichosa que se enredara el pelo a propósito. Los Llanos ocupan unos ciento diez kilómetros de ancho y se extienden a ambos lados del río, cubriendo más de treinta mil kilómetros cuadrados: es decir, seis veces más que la superficie de Connecticut.
A primera vista, la zona no tenía nada que la hiciera atractiva: pocos árboles, ninguna montaña en los alrededores, sin arroyos ni aldeas al borde del río. Los implacables Llanos del Yukón no eran más que una interminable extensión de terreno pantanoso. John Klope, que como buen granjero sabía cuándo una tierra era buena, estaba horrorizado. Sin embargo, los que conocían los Llanos terminaban cobrándoles afecto; había una increíble cantidad de pájaros, y los cazadores, de Dakota del Norte hasta la ciudad de México, estaban en deuda con aquel territorio pues allí criaban en verano muchas de las aves que cazaban, que no habrían podido reproducirse en ningún otro lugar. Abundaban los patos y los gansos. Proliferaban los más valiosos animales salvajes: martas, visones, armiños, linces, zorros, desmanes, además de otros animales que Klope no era capaz de nombrar. Había también caza mayor: alces de enormes cornamentas, caribúes en invierno, osos en la orilla, y millones de feroces mosquitos.
Pero el orgullo de los Llanos eran los innumerables lagos, algunos poco más grandes que una mesa, otros del tamaño de un condado. El propio Yukón se ensanchaba en un punto y formaba un lago de tamaño enorme, y en algún tramo había hasta cincuenta o sesenta lagunas unidas por pequeños riachuelos, formando un collar cuyas perlas resplandecían bajo la fría luz del sol. ¿Cuántos lagos había en los Llanos? Un explorador que había recorrido los dos afluentes más importantes del Yukón, que se unían al río en aquella zona -el Chandalar, en el oeste, y el Porcupine, que llegaba tras un largo paseo a través del Canadá-, calculaba que en total debía de haber cuanto menos treinta mil lagos diferentes y bien delimitados.
- Lo que más me extrañaba era el exagerado número de lagos en forma de herradura, formados cuando un tramo casi circular queda separado de la corriente principal, sin entrada ni salida, como una prueba de que en el pasado alguna inundación alteró el curso de uno de los arroyos, con lo que el río acabó perdiendo uno de los meandros.
Los capitanes que navegaban por el río tenían una opinión menos entusiasta sobre los Llanos; ya lo dijo el capitán Grimm:
- Si se toma el brazo de río equivocado, se puede viajar un día entero y encontrarse uno luego en un callejón sin salida. Entonces se pierde un día más para retroceder hasta el canal principal, si es que uno es capaz de encontrarlo.
El primero de octubre de 1897, el capitán Grimm se perdió, al parecer, en uno de esos brazos sin salida. Después de navegar desorientado durante la mayor parte de una mañana larga y fría, reconoció ante los pasajeros:
- Parece que nos hemos perdido.
Les informó de que faltaban todavía unos ochenta kilómetros hasta Fuerte Yukón, donde podrían conseguir otro cargamento de leña. Algunos protestaron, y cuando Grimm decidió permanecer donde estaban y pasar la noche varados junto a la orilla en vez de desandar el trecho, dos de los viajeros estuvieron a punto de amenazarle; otros les aconsejaron un poco de prudencia y, al final, no hubo amenazas. Klope no tomó partido en la discusión, ya que, a pesar de que deseaba con desesperación llegar a las minas de oro, creía que el capitán Grimm sabía lo que estaba haciendo.
Esa noche hizo muchísimo frío; por la mañana, los pasajeros se despertaron al oír los gritos de Montana, que explicaba lo que estaba ocurriendo en el callejón sin salida:
- ¡Mirad esas puntas de hielo!
Klope se asomó a la baranda y vio unos finos tentáculos helados que se extendían desde la orilla, a medida que el agua más fría comenzaba a congelarse.
Pocos viajeros habían tenido ocasión de ver helarse un río de gran tamaño; aunque el canal en donde estaba varado el Parker no formaba parte de la corriente principal, el proceso era el mismo. Si bien el centro del río no había cambiado y no daba ninguna muestra de estar a punto de congelarse, se había formado una fina capa de hielo en algunos puntos, allí donde el agua tocaba tierra; sin embargo, por el momento estos casos aislados tenían poca importancia, porque no ocupaban mucha extensión ni se adentraban lo bastante en el río como para constituir un peligro. Tampoco se podía caminar sobre la frágil capa de hielo que se había formado.
Pero, mientras Klope estaba mirando, sucedió algo prodigioso: de repente, sin que se oyera ningún crujido o estallido, se congeló todo un tramo a lo largo de la orilla, y así se mantendría hasta el mes de junio.
Los espectadores comenzaron a asustarse; delante del Parker, a cierta distancia, bastante cerca del final del brazo del río, contemplaron otro milagro, de mayor magnitud: los tentáculos helados que surgían de la tierra se volvieron más sólidos; súbitamente, saltaron hacia fuera desde las dos orillas, se unieron en el centro del canal como en un apretón de manos, y en aquel mismo instante se congeló ese trecho del Yukón. El proceso era misterioso, rápido y bello.
Al atardecer, con la temperatura muy por debajo de los veinte grados bajo cero, comenzó a formarse hielo junto a la línea de flotación del Parker. Klope y California contemplaron juntos esos dedos helados que se extendían hacia los que surgían de la orilla, pero se hizo de noche sin que llegaran a ser testigos de la unión.
La mañana del día siguiente, el tres de octubre, la mayor parte de los Llanos había quedado bloqueada por el hielo; incluso comenzaban a formarse los primeros tentáculos en el caudaloso río principal. Al anochecer, ese sector del Yukón dejaría de ser navegable.
- Por eso me desvié hacia aquí -explicó Grimm-. No dije nada porque ustedes no habrían podido creer que el río se congelase tan rápidamente. Si hubiéramos intentado llegar hasta Fuerte Yukón nos habría rodeado una capa de- hielo más gruesa, que probablemente habría destrozado el barco al avanzar.
- ¿Cuánto tiempo estaremos aquí encallados? -preguntó California.
- Hasta junio -contestó Grimm.
- ¡Dios mío! -exclamó Montana.
- No somos los únicos -replicó el capitán-. Anímense, que he elegido uno de los tramos más seguros del río. Aquí hay menos viento. No hay que temer el avance del hielo.
En un invierno benigno, en el Parker se habrían podido refugiar cómodamente, durante ocho meses, unas treinta personas; en cambio, era imposible que los sesenta y tres viajeros estuvieran satisfechos con la situación, por lo que, antes de que terminara el día, algunos de ellos exigieron la devolución de su dinero. Olaf Grimm adelantó la barba, se puso firme y, con una mirada risueña, les dijo la verdad lisa y llana:
- Me comprometí a llevarles hasta Dawson, pero no dije cuándo lo haría. Ahora todos tendrán que explorar el terreno para buscar árboles y traer algo de leña, porque de lo contrario nos moriremos congelados. Yo también voy a ponerme a talar.
Grimm indicó dónde se construirían las letrinas y amenazó con fusilar a cualquiera que no las utilizara. Pidió voluntarios para cazar alces y caribúes y les ordenó que salieran de caza en aquel mismo momento, antes de que llegaran las grandes nevadas.
Al hablar, el enérgico capitán daba la impresión de haberse encontrado antes en situaciones parecidas y parecía decidido a que sus pasajeros sobrevivieran a aquélla. Se mostró conciliador; comprendía la amarga desilusión de los hombres, pero no aceptó excusas ni permitió que nadie se librara del trabajo que era preciso realizar.
- Si usted sabía que íbamos a quedar aislados por el hielo, ¿por qué zarpó de Saint Michael? -protestó California, con bastante razón.
- Porque ustedes querían hacer el viaje -contestó sabiamente Grimm-. Además, habríamos llegado a tiempo si hubiéramos podido comprar leña en el trayecto.
Aquel invierno, once barcos quedaron aprisionados por el hielo, pero ninguno superó la situación mejor que el Jos. Parker. Uno de los pasajeros, que regresaba con la noticia de que había matado un alce, comentó, después de recibir los merecidos elogios:
- Desde que subí a este maldito barco me he preguntado por qué se llamaba Jos. Parker. Hace un momento, al volver, lo he entendido: en la tabla donde se pintó el letrero no había bastante espacio para escribir el nombre de pila completo.
- Así es -confirmó Grimm, que agradecía cualquier distracción-. Se llama como el padre de quien construyó el barco: Josiah Parker. Siempre he pensado que es un bonito nombre.
El cuatro de octubre, John Klope, que seguía ansioso por llegar a las minas de oro, habló con el capitán Grimm:
- Farece que aquí vamos a estar cada vez peor, ¿no?
- Sí -le contestó Grimm.
- ¿Podría yo llegar caminando a Fuerte Yukón?
- Son más de ochenta kilómetros, y el trayecto es MUY malo. Tardaría tres o cuatro días.
- Pero ¿está hacia delante, siguiendo el río?
- Claro que sí.
El veterano capitán vaciló, porque no quería que más adelante dijeran que había alentado a los pasajeros, de los cuales se había hecho responsable cuando habían comenzado a remontar el río, para que abandonaran el barco al comienzo de un invierno ártico. Otros capitanes, en otros barcos, se enfrentaban al mismo dilema moral; de una de las embarcaciones partía un hombre, sin más compañía que un tiro de perros, y recorría sano y salvo dos mil kilómetros. De otra salía un viajero aficionado a pintar acuarelas, y moría congelado antes de cubrir trescientos metros.
- Klope, usted y yo podríamos recorrer el trayecto -dijo prudentemente el capitán Grimm-. Le he estado observando. Es usted un hombre disciplinado. Pero yo no lo intentaría con ninguno de los otros. Y no le aconsejo que lo haga. Quédese aquí y viva.
Era un ruego imperioso, una advertencia para que Klope no abandonara la seguridad del Parker, pero era también un desafío, y Klope, sin tener en cuenta lo primero, lo aceptó como lo segundo.
Cuando se supo que intentaría llegar a Fuerte Yukón caminando, once hombres se ofrecieron voluntarios para acompañarle, y algunos de ellos incluso exigieron ir con él; de pronto, Klope se encontró al frente de una expedición. La idea le asustó, pues si bien estaba seguro de que solo conseguiría llegar, dudaba de que pudiera mantener unido a un grupo tan dispar si surgía algún problema, y no quería hacer la prueba. Prudentemente, pasó la responsabilidad sobre la expedición al estentóreo California, al que le gustaba dar órdenes; fue una decisión acertada, porque el minero resultó ser un hombre listo y un buen jefe, aunque un poco mandón, en opinión de Klope.
En la mañana del cinco de octubre, temprano, los doce hombres que pretendían caminar hasta Fuerte Yukón se despidieron del Jos. Parker, varado en el hielo, y partieron bien abrigados. Esperaban cubrir por lo menos veinte kilómetros al día, para llegar sanos y salvos a su destino el día ocho, al anochecer; no oscurecía hasta las cinco y media, por lo que creyeron que dispondrían de bastantes horas de luz. Lo que no habían tenido en cuenta era la extrema dificultad del trayecto que habían escogido.
En el Yukón no se había formado una capa de hielo plana y lisa, como en los lagos que algunos de ellos habían visto congelarse en los Estados Unidos; el proceso de congelación era inesperado y se producía en momentos muy diferentes, por lo que la superficie era desigual, se hundía en algunos puntos y a veces sobresalían bloques de forma irregular.
- ¿Qué demonios le ha pasado a este río? -gritó California, preocupado al ver los obstáculos que presentaba el Yukón.
- Se hiela en unos sitios sí y en otros no -explicó Montana, que era un hombre acostumbrado a vivir al aire libre-. El agua sigue corriendo, pasa sobre la superficie congelada y se hiela a su vez. Pasa más agua por abajo, y el hielo se deforma.
Aseguró a California que era posible encontrar un camino recto entre los trozos de hielo, pero éste estaba harto. Dando un puntapié a los bloques, gruñó:
- Salgamos de este maldito río.
Al llevar al grupo hacia otro lado, se encontró con la multitud de lagos y pantanos congelados. La tundra estaba salpicada de unas grandes y enmarañadas matas redondas que en Alaska recibían el nombre popular de «cabezas de negro». Para andar por allí, había que levantar mucho las piernas, pasar de una parte baja del terreno a otra más alta, y luego dar pasos bastante largos hasta llegar a la siguiente mata. Resultaba un trabajo agotador.
Entre el irregular hielo del río y la desigual superficie del pantano congelado, la improvisada expedición avanzaba a duras penas; a ese paso no cubrirían veinte kilómetros al día, como habían previsto, sino apenas doce. Por lo tanto, el viaje requeriría seis días en vez de cuatro; se sintieron desanimados, puesto que se habían equipado pensando en una sencilla caminata de cuatro días, a través de caminos nevados como los que habían recorrido en Dakota o en Montana.
Por suerte, aún no hacía demasiado frío y no soplaba el viento, de modo que hasta los más débiles consiguieron aguantar; al anochecer, estaban absolutamente cansados, aunque no tan exhaustos como para dejar de cuidarse.
Para dormir, habían planeado amontonar nieve a su alrededor para que les sirviera de abrigo, porque desviaría el viento y les ayudaría a conservar el calor corporal. Comieron poco, ya que sólo llevaban provisiones para los cuatro días previstos.
- Comer menos no le hará daño a nadie -dijo California-. Además, vamos a llegar pronto.
La primera noche descansaron poco tiempo, porque les resultaba difícil dormir en aquellas camas de nieve; aunque no les faltaba ropa, no iban vestidos como para pasar la noche a la intemperie. Al alba, a eso de las seis y media, estaban ansiosos por reanudar la marcha y, como ya llevaban un día de práctica, avanzaron con más destreza por el difícil terreno. Ahora bien, cuando California les llevaba hasta el río, ellos querían caminar entre los lagos, y, si les hacía caso, en seguida querían volver al río.
- Ayer todavía estábamos aprendiendo. Hoy andaremos veinticinco kilómetros -pronosticó uno al amanecer. Sin embargo, apenas recorrieron la mitad de esa distancia.
La segunda noche, Klope durmió profundamente. Había observado que la fila avanzaba más lentamente si no marcaban el paso Montana o él; Por eso anduvo en cabeza casi todo el tiempo, excepto cuando Montana le veía cansado y ocupaba su puesto. Ninguno de los dos habló sobre lo que estaban haciendo, y no mencionaron su creciente sospecha de que algunos no llegarían a Fuerte Yukón.
El cuarto día tampoco se cumplieron sus esperanzas; tres de los hombres estaban ya muy débiles y casi no podían levantar las piernas para andar sobre las matas; por la noche, Klope decidió que era preciso tomar medidas de urgencia y lo consultó con California y Montana.
- Tendrá que ir uno de nosotros en la retaguardia -propuso Montana-. De lo contrario, vamos a perder a alguno de los de atrás.
- Pueden seguir el rastro que dejemos -dijo California. Pero Montana no aceptó esta solución:
- El problema es el frío. El último de la fila puede pensar: «Voy a echarme un minutito», y ya no volvemos a verlo. Se queda congelado allí mismo.
Klope se ofreció a cerrar la marcha; fue una suerte que lo hiciera, Pues los que estaban más débiles comenzaron a retrasarse peligrosamente, y él tuvo que pasar todo el día animándoles a continuar. En dos ocasiones, el resto del grupo se adelantó a bastante distancia, y Klope se vio obligado a gritar cuanto pudo para que aminoraran la marcha a fin de que los tres más fatigados pudieran alcanzarles. Al anochecer, otros dos habían quedado rezagados; California, gracias a cuyo brío y valentía se había mantenido unido el grupo, habló del problema con sus dos lugartenientes.
- No sé si voy a conseguir que aguanten otro día más -explicó Klope.
Para empeorar las cosas, esa noche la temperatura descendió bruscamente.
- Será mejor que caminemos -dijo California poco después de medianoche, tras despertar a los que dormían, protegidos por la nieve.
Bajo el débil resplandor de la luna menguante, emprendieron lo que más adelante recordarían como la peor jornada de sus vidas.
El sexto día decidieron quedarse en el río y abrirse camino lentamente entre los bloques salientes de hielo. John Klope, que cerraba la marcha, tenía a veces la sensación de que las calladas siluetas que avanzaban delante suyo eran como hormigas sobre una manta blanca; pero olvidó sus poéticas comparaciones cuando uno de los rezagados se desplomó y no volvió a levantarse, a pesar de los ruegos de Klope.
Los que corrieron a ayudar comprobaron, horrorizados, que el hombre no se había desmayado, sino que estaba muerto. En efecto: en el río Yukón, a pocos kilómetros del fuerte salvador, un empleado de banca de Arkansas había muerto de agotamiento. Después de cubrir el cuerpo con una capa de nieve, los once restantes, serios y asustados, reanudaron la lenta marcha.
Klope no se afligió demasiado por su muerte. Sabía que las personas morían de forma imprevista: en una finca vecina, un conocido suyo había muerto estrangulado cuando su caballo se encabritó y las riendas se le enredaron en el cuello; una vez, estando en la estación de Bormers Ferry, oyó gritar a unos hombres y vio que a un trabajador le estaban aplastando dos vagones. De modo que pudo superar la impresión de la muerte. Sin embargo, al mediodía, cuando el grupo se detuvo para distribuir las raciones de comida, oyó algo que le inquietó muchísimo.
- Eran ochenta kilómetros en total, y calculo que hemos recorrido sesenta y siete -les animó California, intentando aliviar la tristeza que se había apoderado de ellos.
- Oí decir al capitán Grimm que faltaban de ochenta a noventa y cinco kilómetros para llegar a Fuerte Yukón -replicó uno de Ohio.
Klope se espantó ante la posibilidad de que se añadieran quince kilómetros a una travesía ya de por sí horrorosa; como iba el último de la fila, podía observar mejor que nadie que los más débiles del grupo se encontraban completamente agotados. California, tras discutirlo con los tres más fuertes, se hizo cargo de la situación con una energía que impresionó a Klope:
- Nosotros cuatro tenemos que comprometernos a no adelantarnos demasiado, abandonando a los demás. Tenemos que quedarnos junto a ellos y llevarlos hasta Fuerte Yukón.
- Pero ¿y si ocurre que uno de nosotros tiene que separarse para ir en busca de ayuda? -preguntó Montana.
- Lo echáis a suertes vosotros tres. Yo me quedo.
- ¿Podrían ser noventa y cinco kilómetros? -preguntó Klope.
- ¡No! -dijo California.
Esa tarde, la temperatura descendió hasta los veintitrés grados bajo cero, pero el frío, afortunadamente, no llegó acompañado de viento; sin embargo, otro hombre, que caminaba no muy lejos de Klope, cayó al suelo y murió, aunque no de inmediato, como el anterior, sino que tardó cuarenta minutos en hacerlo, entre fuertes y exasperantes dolores.
Después de que Klope lo enterrara, comenzó el auténtico horror de la desesperada travesía: el Yukón se volvió demasiado abrupto, y los pantanos casi no podían franquearse, defendidos por los arbustos. A las cuatro y media, la escasa luz del día ártico comenzó a menguar, y los expedicionarios se encontraron ante la amenaza de una noche larga e intensamente fría, sin contar con la protección adecuada.
Klope no perdió el valor, nunca lo perdería, mientras avanzara atraído por el oro. No obstante, observando las fuerzas cada vez más escasas de los rezagados, comprendió, con grave preocupación, que durante las próximas horas podían llegar a morir hasta tres de ellos; entonces llamó a sus compañeros mas vigorosos.
- ¿Qué vamos a hacer? -les preguntó.
- Seguir avanzando -respondió California-. Durante toda la noche. De lo contrario podríamos morir todos.
- ¿Y si ésos…?
California miró hacia el patético grupo de hombres ateridos sentados en medio de la nieve, los cuales ignoraban (o quizá no le concedían importancia) que se estaba hablando de sus vidas.
- Haz que continúen mientras puedan. Si mueren, no te detengas a enterrarles -dijo entonces. Y volvió a encabezar la fila, para alentar a sus compañeros.
Un Poco antes del anochecer de aquel terrible día, uno de los caminantes más debilitados divisó algo asombroso y llamó a Klope:
- ¡Un tiro de perros!
Al norte, avanzando con cautela por los pantanos helados de los Llanos, dirigiéndose claramente hacia Fuerte Yukón, había un hombre que llevaba un trineo tirado por siete perros grandes y robustos. Vestía como los esquimales, con la cara descubierta, rodeada por una capucha forrada de Pieles, Y con el cuerpo envuelto en prendas muy gruesas, de tal modo que Parecía una bola. No había visto aún a aquellos hombres que avanzaban con tanta dificultad; como era posible que pasara de largo sin detenerse, Klope dio un fuerte grito y echó a correr hacia el nordeste, con la esperanza de cruzarse en su camino.
Los otros, al oír sus gritos, se volvieron y divisaron el veloz trineo. Sin vacilar ni un momento, California también echó a correr y, como estaba en mejor ángulo, el conductor del trineo le vio a él primero. Hizo parar a los perros y se acercó a los desconocidos; nada más ver a ese grupo de hombres exhaustos que se habían sentado a descansar en la nieve, el hombre supo que estaba ante unos novatos en peligro.
Era Sarqaq, medio esquimal, medio atapasco, y conducía un trineo procedente de Fuerte Yukón. Hablaba mal el inglés, pero comprendía bastantes palabras.
- ¿FuerteYukón? -preguntó a California, y entendió la respuesta.
- ¿Qué distancia? -preguntó California.
- Mañana -contestó Sarqaq, enseñando un dedo.
- ¿Mañana tú o mañana nosotros? -preguntó entonces California, pero Sarqaq no le comprendió.
Klope solucionó el problema: puso la mano sobre uno de los perros, un hermoso ejemplar de color blanco, el quinto del tiro, e imitó con los dedos el rápido movimiento de las patas del animal. Después dio él mismo unos lentos pasos hacia adelante.
- ¿Perro un día? ¿Hombre cuánto?
Sarqaq, que tenía una cara morena y redonda como si estuviera dibujada con compás, se echó a reír, enseñando la blanca dentadura:
- YO ahora. Vosotros mañana.
- ¡Gracias a Dios! -suspiró Klope, aunque no era en absoluto religioso.
Tanto él como California y los que todavía conservaban las fuerzas podrían sobrevivir hasta la noche siguiente; en cuanto a los más débiles, tal vez podrían ir en el trineo hasta una cama abrigada. Tomó al conductor por el brazo y señaló hacia los hombres que descansaban:
- Dos, tres, pueden morir -imitó con gestos una muerte por agotamiento.
Sarqaq le entendió en seguida: sin dudarlo ni un momento, supo lo que tenía que hacer. Comenzó a sacar con furia del trineo los montones de pieles y la carne de caribú que llevaba a Fuerte Yukón; cuando estaba claro que lo estaba descargando para que hubiera espacio donde acomodar a los expedicionarios en peligro, Klope le dijo:
- Voy a buscarlos.
- Ir yo -le detuvo Sarqaq.
Con secas órdenes hizo dar la vuelta a los perros y se acercó rápidamente a la fila, donde le recibieron con débiles gritos de alegría.
- ¿Quién ir? -preguntó, sacándose uno de los guantes, que le protegían del congelamiento, y enseñando tres dedos.
Los hombres aguardaron a que Klope decidiera quiénes eran los tres que estaban en peores condiciones; cuando terminó, los elegidos, apenas conscientes de lo que ocurría, fueron cargados en el trineo.
A eso siguieron unos momentos de dolorosa incertidumbre, porque los siete restantes no podían saber qué iba a ocurrir. ¿Se salvarían únicamente esos tres? ¿Era cierto que Fuerte Yukón estaba sólo a un día de camino? ¿Lograrían sobrevivir una noche más con aquel frío espantoso?
Sarqaq, que imaginó sus temores, sonrió con su cara de luna:
- Vigilar carne. Lobos -le dijo a Klope- Cortar carne. Masticar. Tapar con pieles. Yo volver. Muchos trineos -dijo a los pasajeros del Parker. Y partió velozmente en la noche, cada vez más oscura.
Alrededor de las cuatro de la madrugada, uno de los viajeros, que se estaba paseando para mantenerse con vida, oyó ladridos, en dirección este. Aguzando el oído para comprobarlo antes de alertar a sus compañeros, percibió el inconfundible sonido de gritos humanos alentando a tiros de perros.
- ¡Ya llegan! -chilló-. ¡Han vuelto!
Los supervivientes, dondequiera que estuvieran durmiendo, se levantaron de un salto e intentaron ver algo a la luz de la luna. Lentamente, como en un sueño hipnótico, en el Yukón fueron apareciendo trineos tirados por perros, con sus conductores; a medida que la visión iba cobrando realidad, los ateridos viajeros comenzaron a dar gritos de entusiasmo y se echaron a llorar.
En 1897, Fuerte Yukón había dejado de ser un fuerte, pero cuando se construyó medio siglo antes, era una fortaleza bastante impresionante. En un dibujo hecho por el intrépido explorador inglés Frederick Whymper en 1867 aparecían aún los cuatro imponentes fortines, en cuya plaza interior se apiñaban algunas viviendas y dos enormes almacenes en los que se guardaban las pieles que compraba y las mercancías que vendía la Hudson's Bay Company, la cual se había atrevido a instalar este puerto comercial, el más apartado de todos.
En 1869, Fuerte Yukón constituyó un extraordinario ejemplo de la buena y sensata relación de vecindad entre Canadá y Estados Unidos: ese año, el joven Otis Peacock, con una patrulla militar, demostró que los almacenes de la Hudson's Bay canadiense estaban dentro del territorio de los Estados Unidos. En lugar de enzarzarse en una disputa, Estados Unidos y Canadá, muy diplomáticamente, trasladaron el puesto comercial. Tuvieron que hacerlo en dos ocasiones, porque después de la primera mudanza todavía Ocupaban suelo estadounidense.
Fuerte Yukón había sido durante algunos años un próspero pueblecito de ciento noventa habitantes, que vivían modestamente comprando pieles a los indios y reparando los barcos que se detenían a veces por allí, como el Jos. Parker. Pero con el descubrimiento de oro en el Klondike, la ciudad había crecido rápidamente y había aumentado la población.
Ocurrió algo curioso cuando Sarqaq el esquimal (como le llamaban, pese a ser también medio atapasco) y los otros conductores de trineos dejaron en Fuerte Yukón a los diez blancos. California, el principal responsable de que los viajeros hubieran continuado avanzando, perdió el valor súbitamente: cuando un tercer hombre murió en el fuerte, se sintió culpable. Pasó tres días sentado en un estado de estupor, sobrecogido por la tragedia que había vivido.
Pero él no podía aceptarlo; se sentía responsable de la muerte de sus tres compañeros, y de que los demás hubieran estado a punto de perecer.
Al decir que gracias a California se había salvado la expedición, Klope no era del todo sincero. Tanto él como Montana sabían que también ellos habían contribuido a mantener el equipo unido y que, a no ser por Klope, habrían muerto muchos más. Pero no iba en busca de elogios por haber hecho lo que consideraba su deber; en lugar de eso, iba en busca de Sarqaq, el hombre que les había rescatado, y pasaba horas enteras con los diez perros del esquimal.
A Sarqaq le llamaban el esquimal porque era más fácil nombrarlo así que decir que era medio esquimal y medio atapasco; además, tenía el típico aspecto de los esquimales: constitución robusta, cara redonda y facciones marcadamente asiáticas. Era un hombre cordial, muy dado a sonreír, lo que hacía resplandecer su rostro de luna llena; le gustaba que Klope se interesara por sus perros.
Tenía diez animales, aunque prefería utilizar sólo siete con el trineo; pensaba incluir a los otros tres en el tiro cuando sus componentes envejecieran o se volvieran desobedientes. Por ejemplo, pocas veces había incluido en el grupo al perro que ocupaba el quinto lugar cuando Sarqaq encontró a los expedicionarios en los Llanos. A Klope le había gustado el animal ya en aquel primer momento; instintivamente, se había fijado en el único perro que no era de pura raza husky, como si hubiera observado algo distinto en su carácter.
- No husky -dijo Sarqaq-. Quizá medio medio.
Un blanco, el anterior propietario del perro, le había dado el nombre de Mestizo, aludiendo a su mezcla de razas; al enterarse de que el animal era cruzado, Klope pensó que eso explicaba las diferencias que había observado.
Mestizo parecía un perro husky, tenía blanca una parte de la cara, unos pelos negrísimos en la punta de las orejas, el pelaje espeso y unas robustas patas delanteras. Era de color blanco alrededor de los ojos y tenía también una fina raya blanca en mitad del testuz. Tenía el cuerpo de color gris parduzco y mantenía una actitud alerta. Su punto débil era que no se entendía con los otros perros; si no se corregía pronto, Sarqaq tendría que sustituirlo, porque bastaba un solo perro para echar a perder un tiro.
Klope pasó aquellos días de octubre con los perros y poco a poco comenzó a conocer a esos extraordinarios animales, tan diferentes de los que estaba acostumbrado a ver en Idaho. En un tiro, el animal más importante era el perro guía, el que iba en primer lugar; el de Sarqaq era increíblemente inteligente y le encantaba avanzar a través de la nieve delante de los otros seis perros, casi tan listos como él. El perro guía mandaba a los otros perros, tiraba de los arreos con toda su fuerza, hacía avanzar el trineo y marcaba el camino. Estaba atento a las órdenes de Sarqaq e incluso se anticipaba a él algunas veces; no podría decirse que quisiera a su amo, ya que, con las personas, solía guardar las distancias, pero estaba muy claro que le encantaba dirigir el tiro y defender el pesado trineo.
- Gracias a ti conseguimos seguir andando -le decían Klope y los demás.
Al siguiente en la hilera se le daba el nombre de perro de varas y se encargaba de transmitir las decisiones del guía a los que le seguían. Muchas veces, si el guía se moría o estaba demasiado viejo para continuar prestando servicio, era el perro de varas el que le sustituía; eso no ocurriría en el tiro de Sarqaq, pues aunque el de varas era perfecto para su misión, no sería un buen Perro guía, ya que era demasiado fácil de convencer.
Casi tan importante como el perro guía era el último del tiro, el perro de trineo, pues su tarea consistía en cuidar de que los movimientos de los otros perros no pusieran en peligro la seguridad o el avance del vehículo. Un buen perro de trineo podía valer tanto como el resto del tiro, pues se encargaba de que el gran esfuerzo que hacían los animales contribuyera adecuadamente al movimiento del trineo, y Sarqaq tenía uno de los mejores de la zona.
Éstos eran los tres animales más importantes; en cuanto a los otros, simplemente se les ponía junto a ellos para formar el tiro, y a veces parecían hacer el trabajo más duro. Cada perro tenía su nombre, pero Klope sólo podía pronunciar el de Mestizo, porque los demás eran en algún dialecto nativo. Cuando el trineo estaba en marcha, Mestizo no tenía un aspecto demasiado impresionante; en tres ocasiones, Sarqaq dejó que Klope le acompañara en algún corto recorrido por la llanura, y John observó que Mestizo carecía de la rara combinación de cualidades que caracterizaba a los mejores perros: la disciplina y la voluntad de tirar, por pesado que fuese el trineo:Mestizo era otra cosa: era un animal fiero, aunque al mismo tiempo parecía desear la compañía humana, y encontró en John Klope a un hombre que también necesitaba la amistad de un animal. Aquel hombre, que con las personas mantenía un frío y difícil trato, comenzó a cobrar un gran afecto al perro.
Por eso le afligió mucho oír quejarse a Sarqaq, una vez que Mestizo se había equivocado y por su culpa se habían enredado los arneses:
- No buen perro -dijo Sarqaq, enfadado-. Quizá matar.
- ¡Espera! -suplicó Klope.
Pero esa noche, cuando volvieron a Fuerte Yukón, otro conductor de trineos que hablaba inglés bastante bien, le explicó:
- Husky y malamute igual. Sólo buenos para tirar trineo. Si no buenos para eso, eliminarlos.
- Pero, ¿tú matarías a uno de tus perros?
- Si no bueno, quizá mejor matar. Perros, toda la vida en camino, tirando. Si dejar este trabajo, quizá perro querer morir.
- ¿No te lo quedarías como animal de compañía?
El hombre del trineo, un atapasco, se echó a reír y anunció a dos compañeros:
- ¡Pregunta si perro de trineo animal de compañía!
Los hombres profirieron grandes carcajadas ante esa nueva demostración de que los forasteros nunca comprenderían el Ártico.
En los días siguientes, Klope pasó más tiempo con Mestizo; cada vez estaba más convencido de que el animal era muy cariñoso y estaría dispuesto a compartir la vida con ese hombre que se interesaba por él. Ahora, cuando Klope se acercaba al sitio donde ataban a los perros por la noche (ya que si se les dejara libres, podrían desaparecer todos), Mestizo daba tirones de la cadena que le sujetaba, intentando ir hacia él, y, cuando Klope se le acercaba, el perro le saltaba al pecho, tratando de lamerle la barba. A causa de esta conducta, Sarqaq se aferró a la idea de que el animal no era lo bastante dócil para formar parte de una reata.
Klope no podía comprender que el perro tuviera que ser sacrificado, sólo por no haber obedecido los caprichos de un hombre; varias veces intentó hablar de ello con Sarqaq, que cambiaba desdeñosamente de tema.
Algunos de los supervivientes del Jos. Parker, tras recobrarse de la dura experiencia en los Llanos del Yukón y recuperar el valor, pensaron continuar hacia el sur, hasta su destino; pero los administradores de Fuerte Yukón les disuadieron:
- Son casi quinientos kilómetros, y ahora el frío es más intenso. Tengan en cuenta que perdieron a tres hombres en una travesía de sólo ochenta kilómetros, con un tiempo que no era aún demasiado malo para esta zona.
- Es que si esperamos a que el maldito río se deshiele, no quedará ningún yacimiento bueno.
- Hemos esperado todos los años -replicaron los funcionarios de Fuerte Yukón-. Además, amigo, hace dos años que se concedieron los buenos yacimientos. Para reclamar derechos sobre terreno estéril, tienen ustedes tiempo de sobra. Quédense aquí, donde tendrán una estufa caliente y no les faltará la comida.
El consejo era muy oportuno. Desde el sur, llegó al pueblo un trineo conducido por dos indios, que explicaron una pavorosa historia:
- En Dawson se mueren de hambre. La Policía Montada ha ordenado que la gente se vaya. Llegan a Circle City en estado lamentable. Hay que cortar los dedos de los pies congelados. Manos sin dedos. Un hombre perdió una pierna.
Los viajeros del Parker, al escuchar este relato del estado de las cosas en el sur, se desanimaron y olvidaron el proyecto de continuar hasta el Klondike antes de que el deshielo les permitiera ir en barco. El único que no lo olvidó fue John Klope, al que todavía atormentaba la obsesión por alcanzar el oro que aguardaba escondido. Con cada dificultad se volvía más decidido a vencer las adversidades; por eso, se ofreció voluntario cuando los fugitivos de Circle preguntaron a las autoridades de Fuerte Yukón si se podría organizar algún tipo de misión de rescate, para llevar alimentos a los que habían quedado aislados allí o en Dawson:
- Iré yo -dijo, sin dudarlo ni un momento.
Los indios se echaron a reír. Lo que ellos querían saber era si había algún conductor de trineo en el pueblo que estuviera dispuesto a intentarlo. Dijeron que ellos no pensaban ir, porque tanto ellos como los perros habían terminado agotados después de su travesía desde el sur.
- ¿Decir tú ir? -preguntó Sarqaq a Klope, dos días después de que la petición de los indios se conociera en el pueblo.
- Sí.
- ¿Tú, yo, puede ser? -Como Klope aceptó entusiasmado el Ofrecimiento, el esquimal agregó-: ¿Tú pagar?
Klope tenía que pensárselo. Intentó explicar que ya había pagado el pasaje al capitán del Jos. Parker e indicó por señas que, si se quedaba esperando en Fuerte Yukón a que el río se deshelara, el Parker estaría obligado a llevarle a Dawson sin cobrarle nada más.
Aunque le resultó difícil dar esta explicación, Sarqaq comprendió finalmente que Klope no pagaría, y no se habló más del asunto en los dos días siguientes. Pero tres días después, en el momento en que Klope, ansioso de oro, se disponía a ofrecer una pequeña cantidad por el viaje, Sarqaq propuso otra cosa: que los dos cargaran el trineo con los víveres que no fueran necesarios en Fuerte Yukón, partieran rápidamente hacia Dawson y los vendieran allí, sacando buenos beneficios. Parecía un negocio sin riesgos: Sarqaq estaba seguro de que sus perros podían hacer el viaje; también sabía que él aguantaría y sospechaba que Klope, pese a ser blanco, tenía tanta resistencia como cualquier esquimal; además, ambos estaban convencidos de que, si conseguían llegar a Dawson con la comida, encontrarían clientes dispuestos a pagar por ella.
Todo estaba listo, salvo un detalle: Klope tenía que comprar los víveres en el economato de Fuerte Yukón y pagar en efectivo, confiando en que el éxito de la misión le permitiría recuperar el dinero. Durante varios días lo estuvo pensando, pues, a diferencia de Sarqaq, se le ocurrían varias cosas que podrían hacer fracasar el arriesgado negocio; no obstante, al fin accedió a invertir el dinero, porque estaba decidido a llegar a las minas de oro antes que la multitud de personas que acudirían también ese mismo año. El 20 de noviembre de 1897, todo Fuerte Yukón sabía que Sarqaq y el estadounidense iban a intentar la travesía hasta Dawson: quinientos quince kilómetros hacia el sur, por sendas completamente heladas y cubiertas de nieve, a lo largo de un río lleno de bloques de hielo. Si lograban cubrir cuarenta kilómetros diarios y se paraban de vez en cuando para que descansaran los perros, creían poder recorrer esa distancia en dieciocho días, con lo cual estarían en el Klondike mucho antes de Navidad.
El día antes de la partida, dos incidentes hicieron aumentar su nerviosismo. Klope fue a hablar con California, a quien admiraba, y le dijo:
- ¿No quieres venir? En la otra travesía fuiste el mejor.
Pero aquel hombre que tan valiente había demostrado ser en el trayecto desde el Jos. Parker aún no había recobrado el coraje; mejor dicho, todo su valor se había agotado en la desastrosa expedición, que sólo gracias a su fuerza de voluntad se había librado de acabar en una absoluta catástrofe. Cuando Klope le propuso repetir la experiencia, no pudo evitar estremecerse. Se encogió de hombros, como si quisiera impedir que Klope descubriera sus sentimientos, y movió la cabeza. Había visto el Yukón en otoño y no podía imaginar cómo sería en invierno.
- Pero las minas de oro estarán ya ocupadas -le advirtió Klope.
- ¿Las minas de oro? -preguntó California, mirándole con expresión de asombro.
Cuando el Yukón se deshelara, él pensaba subir a un barco y descender el curso del río, para volver a Saint Michael y Seattle; por ningún motivo continuaría hasta Dawson, ni en primavera, cuando el río volviera a ser navegable, ni en ese momento, cuando estaba completamente helado. Klope, al ver el miedo con que California rechazaba su propuesta, reconoció para sus adentros los peligros del viaje que iba a intentar.
Sarqaq había oído un relato más espeluznante. Los dos conductores de trineo que habían llegado a Fuerte Yukón con noticias de la hambruna de Dawson contaron lo que había ocurrido cuando un barco trató de llevar urgentemente provisiones a la amenazada ciudad:
- Barco llevar mucha leña, más comida. Buen capitán, buen piloto indio para los canales. Todo bueno. Si llegar a Dawson, salvar mucha gente.
- ¿Qué pasó? -preguntó Sarqaq.
- Él, yo, llegar a Circle un día antes barco -explicó su informante-. No comida allí, no medicinas. Tiempo infernal, te digo -miró a su compañero y éste hizo un gesto de asentimiento.
- Día siguiente muchos gritos de alegría -continuó el otro-. Llegar barco. Pero capitán decir: «Esta comida para Dawson. En Dawson gente hambre». Pero gente de Circle decir: «Gente hambre aquí también. Nosotros quedar tu comida». Gritos, peleas. Hombres con armas. Capitán decir: «¡Está bien, al demonio! Vosotros tomar comida y los otros morir de hambre». Hombres echar todo de barco, tomar toda comida. Barco allí, vacío. Muy pronto barco encallado en hielo. Nunca ir a Dawson, porque capitán decir: «¡Qué diablos!».
- Sarqaq -advirtió el primer informante-, si tú y perros y comida llegar a Circle, mismos hombres pararos. Hombres quedar también todo. Comida no pasar de Circle, seguro, seguro.
Los tres conductores conversaron durante un rato, analizando qué camíno se podría seguir sin que los de Circle descubrieran la presencia de un trineo en los alrededores; la noche anterior a su partida, Sarqaq comunicó su plan a Klope:
- Hombres malos, no; hombres hambrientos. Nosotros ir… -y, con gestos, indicó que la ciudad de Circle quedaba en la orilla izquierda del río, mientras que el trineo se dirigiría hacia el este, por la ribera derecha.
California y Montana se levantaron temprano para colaborar en los preparativos de última hora; cuando llegó el alba, casi todo Fuerte Yukón se había reunido allí y estaba haciendo predicciones:
- Nunca lo conseguirán.
- Ningún blanco puede ir hasta tan lejos en invierno.
- Si alguien puede lograrlo, ése es Sarqaq.
Klope, que con cada retraso se volvía más impaciente, quiso escapar a toda prisa, pero una anciana, hija de uno de los primeros mineros canadienses y de una india atapasca, fue a hablar con él y le detuvo una vez más. Llevaba un objeto que, evidentemente, tenía mucho valor para ella: una vasija de barro, en el interior de la cual había algo envuelto en un paño húmedo. La mujer, que era viuda, trabajaba como cocinera en uno de los albergues para comerciantes. Al entregar su tesoro a Klope, habló con la sabiduría adquirida a lo largo de varias décadas de vida en el norte:
- Esto no puede faltar en ninguna casa. Dios no lo permitiría.
Klope pensó que el regalo sería una Biblia, aunque no comprendía por qué había que guardarla en una vasija mojada.
- ¿Qué es? -preguntó.
La mujer, con dedos deformados por el trabajo, apartó orgullosamente el paño; en el interior de la vasija, Klope sólo acertó a ver una temblorosa bola blanda de algo muy parecido a la masa con la que su madre preparaba galletitas al estilo alemán.
- ¿Qué es? -repitió.
- Levadura -respondió la vieja-. Que no se enfríe. Llévatela. Hará que la vida sea… -vaciló, pues no se le ocurría ninguna palabra para expresar la diferencia,entre disponer de un buen fermento y no tener ninguno.
Su masa fermentada se remontaba a 1847, a la época en que los de la fludson's Bay habían construido el fuerte, donde su abuela había trabajado de cocinera. La masa había llegado al Yukón después de un peligroso viaje desde la costa oriental del Canadá, adonde había llegado la levadura original tras un viaje similar desde Vermont, ciudad en la que se había mantenido fermentada la pasta durante cuarenta años, desde 1809. La anciana estaba entregando a Klope un regalo cargado de antigüedad, civilización y amor, y que, al mismo tiempo, era una responsabilidad. En vasijas como ésa, envuelta también en paños húmedos, las mujeres de Vermont, Quebec y Fuerte Yukón habían conservado activa la levadura; ahora, la anciana encargaba la tarea a otra persona.
- No puedo ir hasta Dawson cargado con esto -dijo Klope, sujetando el cacharro con ambas manos.
- El oro viene y va -advirtió la mujer. Señaló con un gesto de la mano a toda la población de Fuerte Yukón-. Buscan y buscan. Y si encuentran algo, lo pierden en el juego o se lo gastan con mujeres bonitas. -Devolvió la vasija a manos de Klope, mientras añadía-: En cambio, la buena levadura… eso dura eternamente.
En el mundo que la anciana había conocido en aquel solitario fuerte del río Yukón, el oro tenía muy poca importancia; pero los hogares con una buena pasta de levadura estaban más cerca de la felicidad.
Aunque la vasija pesaba demasiado para cargarla hasta Dawson, Sarqaq, que sentía un profundo respeto por todo lo relacionado con el fermento, solucionó el problema. Pidió que alguien fuera a buscar uno de los botes de cristal en los que los agricultores de California envasaban hortalizas cocídas, metió en él la pasta y sugirió a Klope que lo llevara guardado cerca del cuerpo, para que la valiosa levadura no se helara.
Con la bendición de la anciana y los vítores de sus compañeros, los dos audaces viajeros se pusieron en marcha; mientras salían del fuerte, la imagen de cada uno de ellos ofrecía un marcado contraste con la del otro. Klope era alto y delgado, e iba vestido como la versión estadounidense de un explorador del Ártico, es decir, con un atuendo muy parecido al de un granjero de Idaho: prendas gruesas, pesadas botas de cuero y una gorra gruesa, con orejeras. Llevaba ropa buena, muy adecuada para una dura jornada de trabajo en época de frío, y tenía un aspecto impresionante cuando andaba detrás del trineo. Cualquiera que lo mirase habría dicho que con una persona así no se jugaba. No obstante, no se podía saber cómo quedaría la ropa de Klope después de dieciocho días de viaje, teniendo en cuenta que no iba a Poder quitársela por la noche.
Sarqaq era un hombrecito rechoncho, vestido en la forma que había ideado su raza a lo largo de miles de años de vida en el Ártico. No usaba ropa gruesa, sino que iba cubierto con varias prendas superpuestas, hechas con el cuero más fino y ligero que se podía conseguir. Llevaba botas de piel de caribú perfectamente curtida, forradas con pieles de cría de foca, que pesan muy poco. Los pantalones eran extraordinariamente ligeros y resistentes; en el momento de ponérselos estaban tiesos, pero en cuanto empezaba a moverse se volvían flexibles. Llevaba puestas cinco camisas y chaquetas, a cual más fina, y una capucha que era una maravilla: una especie de enorme caverna en la que su cabeza se escondía de la nieve y el granizo, y cuyos bordes le protegían y abrigaban al mismo tiempo, porque estaba ribeteada con pelo de glotón americano, que tiene una misteriosa propiedad: impide que se forme escarcha encima.
El atuendo ártico de los esquimales tenía otra importante ventaja: era totalmente impermeable; si alguien vestido de esa forma se caía de repente en el mar o en el río, conseguía aguantar seco durante una hora entera. Era una fantástica vestimenta, que permitía trabajar todo el día y dormir toda la noche con el mayor grado posible de comodidad que se podía alcanzar en el Ártico. Como Sarqaq iba mucho mejor vestido, conocía mejor la ruta y sabía conducir el trineo, se podría creer que aventajaba en todo a Klope; no era así, sin embargo, porque el hombretón sabía sacar partido de sus posibilidades y, tal como él decía, «hacer de tripas corazón».
Con siete buenos perros, los esquimales tenían dos maneras de formar un tiro: a algunos conductores les gustaba distribuirlos en tres yuntas, con los perros de cada pareja uno al lado del otro y con el perro guía adelante, sujeto a la correa que iba por el centro del tiro y se fijaba al trineo. Si alguien tenía ocho o nueve perros muy bien adiestrados y acostumbrados a esta formación, solía hacerlo así, aunque enganchar a los perros de esta forma tenía también algo de ostentación.
Otros conductores más prácticos, que preferían cargar el trineo al máximo, uncían sus siete perros uno detrás de otro, atando cada uno a los arreos del siguiente. La ventaja de esta distribución era que los tres perros más importantes (el primero, el segundo y el último) rendían más y podían emplear todas las habilidades en las que habían sido adiestrados. A Sarqaq, que había viajado muchas veces a las regiones fronterizas con los Llanos del Yukón, le gustaba más esta formación en hilera y sabía sacarle el mejor partido.
Fuera cual fuese el tiro elegido por el conductor, los perros arrastraban el mismo tipo de trineo. Si se hacía un recorrido de exhibición, o había que llevar a unas muchachas o a un matrimonio adinerado, el vehículo era parecido a los usados normalmente en Rusia y en los Estados Unidos: con un asiento para dos personas, grande y bien tapizado, y, en la parte trasera, unos largos patines a los que se subía el conductor cuando el trineo avanzaba rápidamente y un pasamanos para que se sujetara en esos momentos. Pero cuando el trineo tenía que ir totalmente cargado, como en los viajes de Sarqaq, se utilizaba un vehículo bajo y sólido, sin adornos, con patines anchos y resistentes; no tenía costados, pues la carga se sujetaba mediante varias correas de piel sin curtir.
Para conducir cualquiera de esas maravillosas máquinas (que aprovechaban la energía como pocas) se necesitaban unas condiciones especiales. Cuando se circulaba por nieve en la que aún no se hubiera marcado ningún sendero, el encargado de llevar el trineo tenía que ir delante, con raquetas de nieve para abrir el camino, cosa que no podían hacer los perros, porque hubieran agotado sus fuerzas intentando abrirse paso entre la nieve, tan profunda en algunos tramos que les llegaba hasta el hocico. El conductor del trineo tenía que ocuparse de eso.
Por supuesto, si tenía la suerte de recorrer un río cuya superficie hubiera adoptado al congelarse la lisura del vidrio (algo que, incluso en el Yukón, ocurría algunas veces), podía conducir montado en el trineo varias horas seguidas, porque a los perros les encantaba correr cuando el vehículo se deslizaba frenado únicamente por una leve fricción. Lo más habitual, sin embargo, era que en una travesía normal, de cuarenta kilómetros diarios, el hombre tuviera que pasar por lo menos treinta deslizándose sobre la nieve con sus grandes raquetas.
Cada perro pesaba unos treinta kilos, y eran animales musculosos que podían arrastrar unos cincuenta kilos de carga si el terreno no era excesivamente abrupto: por lo tanto, los siete perros de Sarqaq tendrían que poder arrastrar trescientos cincuenta kilos en total. Ahora bien, teniendo en cuenta que el propio trineo, sin añadir nada más, pesaba cuarenta y cinco kilos, el peso neto de las provisiones para la hambrienta ciudad de Dawson tendría que ser de unos trescientos kilos, menos los de la comida para los dos hombres y los animales.
En la primera hora de viaje, Sarqaq estableció las normas que deberían seguir:
- Siempre hacia allí -dijo, señalando al sudeste-. Partir antes de amanecer, parar cuando no haber luz. -Lo que significaba doce horas diarias, cuanto menos-. Intentar cuarenta kilómetros al día, con paradas, descanso -esto lo explicó con gestos y usando los dedos para indicar los números-. Cinco días, parar un día, perros dormir -porque los perros no aguantaban tanto como los hombres-. Tú, yo, caminar. Si buen tiempo, montar. -De hecho, la mayor parte del tiempo irían al pasitrote, como solía decir Klope de niño-. ¿Comer? Tú, yo, esto -Sarqaq señaló los alimentos secos que llevaban en el trineo, entre los que había tortas preparadas con carne desecada de caribú, alce u oso-. ¿Comida perros? -Ése era el problema más grave.
La tarea de los perros de Sarqaq era extremadamente dura y los animales pasaban hambre todo el tiempo, pero, según la tradición, sólo se les podía dar comida por la noche. Klope tenía la impresión de que la cuarta parte de la carga consistía en salmón seco del verano anterior. Con tres cuartos de kilo de este nutritivo alimento, muy graso, un perro grande podía mantenerse con vida y en condiciones de trabajar; además, si se le añadía un poquito de avena o de harina, el salmón proporcionaba a los animales más energía de la necesaria.
El salmón no se ponía rancio porque el tiempo era muy frío, y los perros no se cansaban de comerlo: engullían grandes pedazos sin masticar, aunque el pescado tenía unas agudas espinas que hubieran podido causar la muerte a otros animales menos fuertes. Parecía un poco absurdo que tanta parte de la carga se destinara sólo al alimento de los perros; pero no lo era del todo, pues sin perros las personas no hubieran podido circular Por los vastos territorios del Ártico.
Para acompañar el salmón seco, que los perros nunca rechazaban comer, Sarqaq estaba siempre alerta por si veía huellas de animales: si conseguía matar un caribú o un alce, o incluso un oso que anduviera cerca del lugar donde hibernaba, podría dar de comer otra cosa a los perros durante dos o tres días, lo que sería más sano para ellos y permitiría ahorrar algo del pescado. Al cabo de algunos días de viaje, Klope comprendió que Sarqaq no había cargado suficiente salmón para los dieciocho días previstos, Porque confiaba en añadir a la dieta algún que otro caribú. Por eso, ambos se mantenían atentos a cualquier señal de caza; Sarqaq incluso estaba dispuesto a interrumpir la marcha un día entero e ir tras el rastro de algún animal, pues sabía que, si conseguía cazar algo, aumentarían las posibilidades de llevar a buen término la larga y peligrosa empresa.
Cada vez que él o Klope salían de cacería, tenían en cuenta dos cosas: el cazador se llevaba a los perros de repuesto para que arrastraran las presas hasta el trineo; si no había regresado al cabo de tres horas, su compañero encendía una fogata, para que el humo indicara el punto donde estaba parado el trineo, por si el cazador no tenía ni idea de donde se encontraba o donde estaba el vehículo.
En aquellas tierras del norte, en las que no hacía viento y apenas se veían árboles, una fogata humeante enviaba una señal que alcanzaba una altura increíble, de casi ochocientos metros: una columna muy recta, sin ninguna ondulación. El humo quedaba suspendido en el aire, quieto, hasta que paulatinamente se disipaba. Muchas veces los viajeros podían saber si al otro lado de una colina vivían personas, por la columna de humo que pendía sobre el edificio de los baños; la señal se divisaba a kilómetros de distancia.
Durante una de las incursiones en busca de carne, a Klope se le ocurrió algo que ocasionó cambios en el viaje: cuando se disponía a salir tras un alce cuyas huellas se veían junto al río, preguntó si podía llevarse, en vez de a los perros de repuesto, a Mestizo, que estaba echado con los arreos puestos, como los otros seis componentes del tiro.
- Tal vez bueno -dijo el esquimal; de modo que Klope partió con la única compañía de Mestizo, y dejó a los perros de repuesto.
Klope jamás olvidaría ese día: el cielo, de color azul grisáceo; el sol, poco brillante, a baja altura; la nieve resplandeciente, aunque sin llegar a deslumbrar; la posibilidad de atrapar un alce y la alegría con que le seguía el perro. A Mestizo le encantaba cazar, estaba bien adiestrado y respondía a la menor señal de Klope; el perro también participaba en la cacería y deseaba abatir un alce, para alimentarse él y los compañeros del tiro. Entre Klope y el animal se creó, ya desde el primer día, una estrecha colaboración. Hacia el crepúsculo, que llegó a hora muy temprana, se acercaron a la presa. Después de tomar posición, Mestizo se puso al lado de Klope Y, cuando éste disparó el rifle, saltó como una bala y asió al alce por una pata, por miedo a que estuviera sólo herido.
El problema era cómo arrastrar el pesado cuerpo del animal hasta el trineo; además, había que localizar el vehículo. Klope escudriñó el horizonte antes de que se hiciera del todo oscuro y logró ver la columna de humo; enganchó a Mestizo a un arnés y rodeó el cuello del alce con el extremo libre. Parecía complicado que el perro lograra tirar de una carga tan pesada, de unos doscientos kilos, pero con la ayuda de un empujón de Klope, el animal abatido comenzó a avanzar y, gracias al excepcional esfuerzo de Mestizo, se deslizó por la nieve.
- Sabe que está volviendo con algo importante -murmuró Klope para sus adentros, contemplando admirado la escena.
Efectivamente, eso parecía, ya que el perro caminaba erguido, con el arnés tirante, los oídos alerta, mirando a lado y lado con sus ojos oscuros y abriéndose camino con el hermoso cuerpo de color gris pardo. El regreso fue triunfal, y Klope, al divisar el trineo, casi de noche, disparó un tiro exultante que resonó en el aire helado.
- En seguida se oyeron sonidos de entusiasmo en el campamento: el ladrido de los otros perros, el grito de bienvenida de Sarqaq; después vino el trabajo de trocear la carne y arrojar los despojos a los perros hambrientos, y la agradable sensación de estar de nuevo en casa al final del día. Por la mañana, sin embargo, ocurrió algo más triste: Klope vio que Sarqaq no había incluido en el tiro a Mestizo, que quedaba relegado a mero perro de repuesto.
- Aquí está Mestizo -dijo Klope, empujando el perro hacia delante.
- No bueno, ¡mierda! -rezongó Sarqaq, y excluyó a Mestizo del tiro.
Klope, comprendiendo que él sabía bien poco de cómo llevar un tiro de perros, no dijo nada, pero quedó muy desencantado; al parecer, también lo estaba Mestizo, que mostró su descontento al no ser enganchado con sus seis compañeros. Y como a los perros de repuesto se los mantenía unidos por un pequeño arnés aparte, para impedir que se alejaran, Mestizo ni siquiera podía caminar junto a Klope; habría sido difícil determinar cuál de los dos se sentía más desilusionado.
En la primera etapa del viaje, Sarqaq se mantuvo en el río, abriéndose paso entre el hielo abrupto, pero una tarde despejada llegó a un largo tramo de hielo cristalino, tan liso como un espejo: Como era la primera vez que Klope veía este tipo de hielo, el esquimal le invitó a subir a los patines y conducir el trineo; durante casi una hora, mientras Sarqaq quedaba muy atrás, Klope y los siete perros se deslizaron por el hielo, en medio de la belleza de un apacible día ártico. Para Klope fue una sensación inaudita la que le produjo el silencioso movimiento, fuera del tiempo y del espacio, a través de la blancura. Al terminar el trayecto, los perros, sin muestras de cansancio, se echaron felices sobre el hielo; durante un instante, Klope sintió deseos de gritar, pero los gritos no eran muy propios de su carácter.
- Buenos perros -dijo, revolviendo la carga en busca de trozos de salmón para darles.
En el punto en que el Yukón describía una ligera curva hacia el sudoeste, Sarqaq se desvió del camino recto, se apartó del río y continuó hacia el este. Desviarse tenía una sola ventaja: en esa parte los temidos Llanos del Yukón se suavizaban y los perros encontraban un terreno relativamente llano; sin embargo, era absolutamente necesario hacerlo, porque Circle City~ con su población muriendo de hambre, quedaba justo delante y, si Sarqaq y Klope hubieran intentado pasar junto a esa trampa con el cargamento de provisiones, lo habrían perdido todo. Por eso se alejaron del río, sin detenerse para cazar ni para conceder a los perros el día de descanso que necesitaban.
Al volver al Yukón, al sur de Circle City, la temperatura empezó a descender bruscamente, hasta el punto de que Sarqaq temió no poder continuar avanzando e intentó encontrar sitios en los que la nieve se hubiera acumulado, para que los perros pudieran cavar madrigueras si el frío se hacía insoportable.
Así ocurrió. La temperatura bajó a treinta y cinco grados bajo cero, el punto en que el termómetro de Sarqaq dejaba de registrar; después, a cuarenta, y, finalmente, a cuarenta y cuatro grados bajo cero. De haberse levantado un viento fuerte, probablemente hombres y perros hubieran muerto congelados. Sin viento, el frío era más soportable: si uno se quedaba a la intemperie, con la cara descubierta, corría peligro de perder la nariz o una oreja; pero si se protegía y cuidaba de los perros, resultaba asombrosamente fácil sobrevivir. Klope, en aquel intenso frío, avanzaba con el codo izquierdo apretado contra el cuerpo, porque de este modo podía notar contra la piel el bote de levadura; acabó sintiéndose como uno de esos dioses de los que hablaban sus libros de quinto curso, como el custodio de un fuego sagrado, y la idea le agradó mucho. Quizá la levadura no serviría para nada cuando llegaran a su destino, pero al menos no se habría congelado.
En cuanto a los perros, la supervivencia consistía en enterrarse en la nieve como conejos, hasta que sólo asomaban los hocicos negros; se les podía encontrar al descubrir su aliento helado, suspendido en el aire silencioso e inmóvil. Los hombres actuaron de forma bastante parecida: a cuarenta y seis grados bajo cero, se parapetaron detrás del trineo, amontonaron nieve alrededor para protegerse mejor del viento y se acomodaron como pudieron.
Echados de esta forma, sin poder moverse, Sarqaq se reprochó la estupidez de haber vuelto al río:
- Aquí más frío -dijo. Y con las manos enfundadas en guantes hizo un gesto que imitaba el viento.
- Pero no hay viento -observó Klope-. En absoluto.
- No viento -reconoció el esquimal-, pero frío seguir río -Y señaló con sus guantes la forma en que el intenso frío recorría el Yukón arriba y abajo, como impulsado por algún vendaval.
- ¿Cómo es posible? -preguntó Klope.
- Quién sabe -fue la respuesta del esquimal-. Pero hace más fríO, ¿verdad? -Y era cierto.
Al amanecer del octavo día de viaje, Klope observó que Sarqaq se había quitado los guantes y estaba tallando un pequeño objeto.
- ¿Qué haces? -preguntó.
- Para ti -contestó el esquimal.
Eran unos anteojos, para protegerse de la ceguera de la nieve: cualquier persona (especialmente un blanco, por tener menos pigmentación) que permaneciera entre la nieve mientras brillaba el sol, podía quedarse momentáneamente ciego, porque sus ojos se enfrentaban a un excesivo resplandor; si el frío era muy fuerte, la ceguera podía llegar a ser permanente. Para evitarlo, los esquimales usaban, desde hacía mucho tiempo, unas protecciones talladas en marfil, hueso o madera, o incluso cortadas en un trozo de cuero de caribú, si no había nada mejor disponible; la protección cubría completamente el ojo, pero tenía una ranura estrecha, de unos seis milímetros en sentido vertical y no más de dos centímetros y medio en sentido horizontal, para que el viajero pudiera ver por dónde iba. Muchas veces los anteojos se pintaban de negro, para reducir en lo posible el resplandor.
- Sol fuerte, no más caza advirtió Sarqaq a su compañero, al entregarle el valioso útil de supervivencia, porque aun así protegido, la exposición continua al sol ártico podía ser peligrosa.
Cuando se suavizó el frío, uno de los más intensos que había vivido Sarqaq, los viajeros retomaron el camino hacia el sur, y el esquimal recibió entonces una lección que le impresionó. Estaba claro que Klope le inspiraba un gran respeto, pues de lo contrario no se habría mostrado dispuesto a viajar con él, pero eso no le impedía sentir cierto desdén por los blancos en general.
- No aguantan tanto como nosotros -decía a sus colegas esquimales y atapascos-. No saben recorrer la tundra como nosotros. Y se ponen a llorar cuando hace frío. -Dado que todos los nativos tomaban esta opinión por artículo de fe, los conductores de trineo asentían.
Sin embargo, en las últimas etapas de la travesía, en las que el blanco debería estar ya agotado, Klope estaba demostrando un vigor increíble; durante una jornada de cuarenta y tres kilómetros, anduvo en cabeza la mayor parte del camino, no montó en el trineo ni una sola vez y, al terminar el día, se encontraba en mejor estado que el mismo Sarqaq. El esquimal, al ver esto, creyó que era por culpa de algo que él había comido; no obstante, era una teoría poco razonable, pues los dos hombres compartían la misma mala comida. Después de tres días seguidos, durante los cuales Klope avanzó y resistió bastante más que Sarqaq, el esquimal reconoció, admirado:
- Tú, blanco, aguantar bien -lo que era un gran elogio.
Por suerte, iban por el río cuando llegaron a un hermoso trecho en el que corría bordeado de peñascos, a la altura de una antigua colonia minera que algún esperanzado buscador de fortuna había bautizado como Belle Isle, pero a la cual otros que vinieron después, más realistas, dieron el nombre de Eagle, más apropiado. Era un bonito enclave, rodeado de montañas, algunas de las cuales llegaban hasta la misma orilla del río. Había también una isla, que tal vez en verano justificara el calificativo de bella, según reconoció Klope; sin embargo, lo que más le gustó de Belle Isle fue que daba la sensación de ser un mundo aparte; después de ver, en rápida sucesión, un alce, un par de zorros y una hilera de caribúes, pensó que los animales serían de la misma opinión.
Otra razón que convertía en especial esa parte del Yukón era que allí mismo, o muy cerca, acababa el territorio estadounidense y comenzaba el de Canadá. Más allá de Eagle, John Klope entraría en un país extranjero por Primera vez; pero no tenía a nadie con quien comentarlo, porque para Sarqaq no había ninguna frontera entre el Polo Norte y el Polo Sur: era todo tierra, y a toda había que tratarla por igual. Si la temperatura descendía hasta los cincuenta y cinco grados bajo cero, uno se enterraba en la nieve; si Su_ bía hasta unos agradables veintitrés bajo cero, uno adelantaba tanto camino como podía.
A unos sesenta y cinco kilómetros de Dawson les sorprendió de nuevo un frío extremo, acompañado esta vez por un fuerte viento que remontaba el Yukón desde el norte, y no tuvieron más remedio que acampar en un terreno nevado y cubierto de arbustos y árboles bajos. Dispusieron el trineo contra el viento, cortaron ramas para conseguir mayor abrigo y dejaron que los perros se enterraran en los montones de nieve, intentando conservar de esta forma tanto calor como les fuera posible.
Cuando mejoró el tiempo, Sarqaq propuso que los dos salieran a cazar alces o caribúes para llevarlos a la ciudad hambrienta; después de decidir cómo regresarían al río y se encontrarían junto al trineo, se pusieron en marcha: Sarqaq, con dos de los perros de repuesto; Klope, con la ayuda de Mestizo y con correas para arrastrar la carne, si se cazaba algo.
Fue una cacería solitaria y extremadamente fría; tanto el hombre como el perro fueron víctimas del rigor del clima, y, además' 'con un frío tan intenso ningún animal circulaba por la zona. Klope no cazó nada y regresó de mal humor al Yukón, el gran río congelado. Sarqaq no estaba; como en diciembre cada día oscurecía más temprano que en la tarde anterior, era evidente que, si Klope no le encontraba de inmediato, se haría de noche y los dos hombres se verían obligados a pasar unas dieciocho horas separados.
Lo primero que hizo Klope fue encender una fogata, pero la fuerza del viento dispersó muy pronto la columna de humo que hubiera debido servir de señal; no obstante, añadió más leña, con la esperanza de que a Sarqaq le llegara el olor del humo y pudiera seguirle el rastro. Tomando la precaución de recordar cada vuelta que daba, caminó en círculos cada vez más amplios mientras llamaba a gritos a su compañero, aunque sin recibir respuesta; cuando se disponía a desandar lo andado, Mestizo, dotado de un oído más agudo que el suyo, comenzó a gañir, mirando hacia el norte. Tras una penosa caminata, Klope encontró a Sarqaq y a los dos perros, junto a un alce muerto que, en los estertores de su súbita agonía, había destrozado el tobillo izquierdo del esquimal.
Sarqaq le había estado esperando pacientemente, convencido de que, de todos los compañeros de viaje que había tenido, si alguien podía hallarle era el valiente estadounidense.
- Matar alce -explicó, cuando Klope se arrodilló a su lado-. Correr con cuchillo. Cabeza girar, cuerno romper tobillo.
- Te ayudaré a llegar al trineo -le dijo Klope; pero Sarqaq era un hombre de la tundra y no podía permitirlo.
- Si nosotros ir, lobo comer alce. Tú buscar trineo, yo vigilar -Y se negó a abandonar la presa.
Klope regresó al río, enganchó a los perros y llevó el trineo hasta donde les aguardaba Sarqaq. En la noche cerrada, despedazaron el alce, intentaron curar el tobillo herido, levantaron una protección contra el fuerte viento nocturno y se acomodaron a esperar el alba.
Hicieron planes en medio de un frío cruel. Sarqaq, que andaba cojeando y con grandes dolores, actuaba como si no hubiera sufrido más que un ligero golpe:
- Nosotros enganchar todos los perros, también Mestizo.
Cuando hubieron acabado de engancharlos con improvisados arneses, Sarqaq insistió en cargar los trozos buenos del alce en el trineo, donde había espacio para hacerlo, ya que los perros se habían terminado las provisiones de salmón seco. Después, Klope y él soltaron a los perros y les dejaron hartarse con las vísceras y los despojos.
Entonces tomaron una sorprendente decisión. Klope había creído que Sarqaq viajaría en el trineo, sobre la carga, y que los perros de repuesto ayudarían a tirar, para poder arrastrar también al hombre y la carne del alce; pero el esquimal, que nunca olvidaba a sus perros ni la finalidad del viaje, se negó a montar en el vehículo. Apoyó una mano en el trineo y, con la ayuda de un palo, se propuso recorrer caminando los kilómetros que faltaban para llegar al pueblo de Dawson. Valientemente se puso en marcha, marcando el paso de una forma que asombró a Klope.
- ¿Si yo estar solo? ¿No ayuda? Yo caminar igual -comentó el esquimal.
Recurriendo al vigor heredado de sus antepasados, el que les había acompañado en la travesía del mar de Bering y les había permitido sobrevivir en el territorio más inclemente del mundo, Sarqaq mantuvo durante una hora el mismo ritmo; sin embargo, en cuanto estuvieron de nuevo a salvo en el Yukón, su impresionante determinación flaqueó, y el hombre perdió el sentido.
Klope detuvo a los perros y le subió como pudo al trineo; después de atarlo, gritó a los animales: «¡Ya!», y se pusieron en camino.
Pasaron las dos últimas noches en el río, con frío y asustados por lo que pudiera pasar con la pierna de Sarqaq, pero a la mañana siguiente, después de un corto recorrido, divisaron Dawson, esa turbulenta ciudad en la que se apiñaban miles de personas, entre la montaña y el río. Klope hizo parar a los perros, se inclinó sobre los asideros del trineo y bajó la cabeza, agotado. Había conseguido finalizar uno de los viajes más duros del mundo: casi seiscientos cincuenta kilómetros en tren, hasta Seattle; cinco mil por mar, hasta Saint Michael; ciento treinta a través del mar de Bering, hasta el Yukón, y unos dos mil doscientos sobre este terco río hasta Dawson. Se había ganado el derecho a hacerse un sitio en la ciudad y buscar fortuna en las minas de oro.
Al entrar en Dawson, entre disparos de los desesperados habitantes a modo de bienvenida, Klope se comportó con decisión: vendió por una pequeña fortuna el cargamento de comida, incluida la carne del alce; convenció a Sarqaq para que le regalara a Mestizo (el esquimal aceptó, sabiendo que ese perro cruzado, tan inútil para tirar, le había salvado la vida), y corrió al Klondike, donde se enteró de que hasta el último centímetro de las orillas del Bonanza y Eldorado estaban adjudicados desde hacía tiempo. Algunos de los que habían ya registrado sus propiedades le dijeron, entre risas, que Podía quedar terreno libre a unos seis kilómetros de distancia, donde no había oro; entonces Klope volvió rabioso al pueblo, dispuesto a luchar a brazo partido por una concesión.
Quienes llevaban un par de años en las minas habían aprendido a apartarse de los advenedizos como Klope, a los que la desilusión volvía muy agresivos; este individuo, en particular, iba acompañado por un gran perro esquimal que enseñaba los dientes, de modo que se mantuvieron a bastante distancia. Los buscadores con más experiencia opinaban que el hombre no tardaría en acabar con una bala en el pecho.
No sabían que John Klope era de un tipo muy distinto; no tenía intención de morir en algún violento tiroteo en uno de los tramos del Yukón. No guardaba rencor contra los hombres que se habían apoderado de los mejores sitios, sino contra sí mismo, por haber llegado tan tarde. No se le ocurría pensar que, desde el momento en que se enteró de lo del Klondike, el 20 de julio de 1897, hasta el 16 de diciembre de ese mismo año, apenas había perdido un día. El retraso de Seattle había sido mínimo; la espera en Saint Michael mientras se reparaba el Jos. Parker, inevitable, y la estancia en Fuerte Yukón había sido necesaria para llevar a cabo los preparativos con Sarqaq. Aun así, maldecía su suerte.
Su problema actual consistía en encontrar un sitio donde dormir. La respuesta no era fácil, ya que la mayor parte de la ciudad se albergaba en tiendas de campaña, en las que por la noche la temperatura podía descender hasta cuarenta grados bajo cero. Pocas veces habían vivido tantas personas en una penuria igual; no encontró a nadie que quisiera alojarle, a pesar de que su cargamento de comida había salvado varias vidas.
La calle principal de Dawson (todo aquello había sido pantano desierto hasta apenas un año y medio antes) era una alegre avenida llamada Front Street, con tabernas a montones, un teatro, un dentista, un fotógrafo y otros cuarenta establecimientos por el estilo, dispuestos a dejar a los mineros sin su oro. En Front Street no había alojamiento para Klope y su perro; pero en sentido paralelo a ésta corría otra calle, nada más que una hilera de tugurios, llamada Paradise Alley; allí vivían, en destartalados burdeles, las mujeres que habían ido a la ciudad para entregarse a los mineros.
Unas habían atravesado las montañas por el puerto de Chilkoot; otras habían remontado el Yukón con sus chulos, en el Jos. Parker, y algunas eran actrices, costureras o aspirantes a cocineras en el momento de llegar a Dawson. Si no encontraban el empleo al que aspiraban, terminaban en Paradise Alley, en cualquier cuarto miserable que hubieran podido conseguir ellas o sus chulos.
En uno de los burdeles más grandes vivía una belga corpulenta, gritona y ordinaria, de treinta y pocos años. Formaba parte de un grupo de once prostitutas profesionales que habían sido reclutadas en el puerto de Amberes, y habían atravesado el océano y el territorio de los Estados Unidos para ejercer en las minas de oro. Según se contaba en la ciudad, las había importado un emprendedor hombre de negocios alemán que sabía lo que se necesitaba en plena fiebre del oro; en el Klondike, esas mujeres eran de las personas que más trabajo tenían.
La jefa del mayor burdel de todos era muy conocida: se apodaba la Yegua Belga; cuando Klope se quejó en la taberna de que no había obtenido ninguna concesión ni había encontrado un sitio donde dormir, un estadounidense le dijo:
- Yo pasé cuatro noches en casa de la Yegua Belga. Tiene una cama para alquilar.
De manera que Klope se dirigió a Paradise Alley, en busca del tugurio de la yegua, a quien, en efecto, le sobraba una cama y tenía por costumbre alquilarla. Claro que) como las habitaciones estaban separadas por delgados tabiques, la persona que alquilaba el cuarto prácticamente tenía que tomar parte en la animada y reincidente profesión de la Yegua; pero Klope, que seguía siendo un solitario, podía negar la evidencia de las ocupaciones de la mujer.
De cualquier modo, Klope quedó muy agradecido a la Yegua por su generosidad y por la buena voluntad que demostró, ya que, aunque la mujer no hablaba inglés, se esforzó en hacerle sentir cómodo, tal como hacía con todos los hombres. Una mañana en que él la había invitado a desayunar fuera (tortas y empanadas de carne de alce), conoció a un hombre cuya propiedad acabaría heredando. Era Sam Craddick, un ceñudo minero de California, cuyo padre había ganado una pequeña fortuna en la auténtica Fiebre del Oro, la de 1849, la que se escribía con mayúsculas. Craddick había ido a Alaska pensando que encontraría el oro en filones, como en California, y se enojaba al pensar que tenía que lavar toneladas de arena para obtener sólo unas partículas.
- ¿Tienes una concesión? -le preguntó Klope.
- El verano pasado, cuando llegué, todos los sitios buenos estaban ocupados -le contó el hombre-. Conocí a la Yegua de la misma manera que tú.
- ¿Y no registraste ninguna concesión?
- Una sí, ¡qué demonios! Pero no en los arroyos, donde está el oro, sino bastante más arriba, en una colina desde la que se ve Eldorado.
- ¿Y por qué la registraste allí?
Mientras la Yegua se zampaba las tortitas (era una increíble glotona), Craddick, sobre la mesa de caballetes en la que estaban desayunando, explicó a Klope ciertos conceptos teóricos de la explotación de las minas:
- Ahora sí que se encuentra oro en los riachuelos de ahí abajo. Y es el único sitio donde puede encontrarse, suponiendo que a uno le sobre el tiempo, si no es en un filón, como en California.
- ¿Piensas que el filón más importante está en las colinas?
- No. No creo que haya un filón importante en todo el Canadá, ni tampoco en Alaska.
- Entonces, ¿por qué reclamaste una concesión en la montaña?
- El oro actual sí que está aquí abajo -contestó el minero-, en la corriente de los arroyos. Pero en cuanto al oro de hace tiempo, que quizá sea la cantidad mayor, ¿Por dónde corría el arroyo que lo arrastró?
- ¿Quieres decir que pudo existir otro río? Eso es lo que dicen los expertos.
- Pero ¿no estaría más abajo, en vez de más arriba?
- Si fuera un río de hace diez años estaría más abajo. Ahora bien, pongamos un millón de años atrás. ¿Quién demonios sabe por dónde andaba?
- ¿O sea, que pudo haber estado a mucha más altura que el río de ahora? -preguntó Klope.
- ¿Has visto alguna ilustración del Gran Cañón?
- Como todo el mundo.
- Ten en cuenta que ese riachuelo excavó un cañón tan profundo. Una vez aquí ocurrió algo parecido. -Craddick miró a Klope y, bruscamente, preguntó-: ¿Quieres comprar mi concesión? ¿Toda esa mierda?
- ¿Por qué quieres venderla?
- Porque estoy harto. Esto es el infierno comparado con California~
Klope pensó: «Es lo que decía aquel tipo de California. Tal vez el Clondike es demasiado duro para esta gente». Y preguntó en voz alta:
- ¿Cuál es el tamaño de tu propiedad?
Craddick, consciente de que tenía en el anzuelo a un comprador al que podía endosar la mina, contestó con sinceridad:
- De tamaño medio: quinientos metros a lo largo del río, y la distancia normal a este y a oeste.
- ¿Este hombre es buena persona? -Klope interrumpió a la belga, que no había terminado de comer las tortas.
- ¡Es un buenazo! -exclamó la mujer, echándose a reír y abrazando a Craddick.
Llamó a algunos de los que estaban en la cantina para que lo confirmasen; les hizo la pregunta por medio de gestos, y los hombres estuvieron de acuerdo con su opinión:
- Es honrado y tiene una propiedad legítima en las montañas que quedan sobre Eldorado.
Cuando la Yegua se ponía a defender la reputación de algún hombre de cuya honestidad no le cabía duda, resultaba difícil detenerla. Salió de la cantina, se plantó en medio de la calle helada y, llevándose a los labios los dedos de la mano derecha, soltó un agudo silbido. De una tienda situada un poco más abajo, salió un joven vestido con el uniforme rojo y azul de la Policía Montada del Noroeste. Al ver, tal como esperaba, la robusta silueta de la Yegua Belga, se acercó tranquilamente para averiguar qué pasaba esta vez.
Era un oficial apuesto, de veintiocho años, sin barba ni bigote y con una actitud franca que revelaba su procedencia de algún pueblecito canadiense. El sargento Will Kirby era más alto y más delgado que la mayoría de los miembros del distinguido cuerpo policial al que pertenecía. Debido a su trabajo, había aprendido francés, de modo que pudo hablar sin problemas con la belga, quien le explicó que Klope el americano pedía referencias sobre Craddick, de quien ella sabía que era un hombre de confianza.
Kirby hizo salir a los hombres de la cantina, porque sus superiores no le permitían pisar las tabernas ni los burdeles; en seguida reconoció al minero:
- Sam Craddick es un buen hombre. Hace más de un año que le conozco.
- Si estaba aquí hace un año, ¿por qué no se quedó con una buena concesión? preguntó Klope.
- Hace un año ya era demasiado tarde -contestó Kirby.
Aunque el oficial no sospechaba que Craddick estuviera tratando de hacer algo ilegal, pues sabía que era un hombre honrado, le pareció que sería mejor averiguar qué estaba pasando:
- ¿Quiere venderte su propiedad?
- Sí.
- ¿Y dónde está? -preguntó Kirby a Craddick.
- En la colina de Eldorado -respondió el minero.
- Es un buen sitio -opinó Kirby, con cauteloso entusiasmo-. Ha habido cosas interesantes por allí. -No quiso saber cuánto pedía el vendedor, pero al oír la cifra de cincuenta dólares, dio un silbido y le dijo a Klope-: Si no la compra usted, me la quedaré yo -dicho esto, saludó a la Yegua y se marchó.
Klope tenía el dinero necesario y ardía en deseos de ser dueño de una mina de oro, del tipo que fuera; por eso dijo que la compraría, pagando en efectivo, si el minero le mostraba el sitio y firmaba un documento de cesión en la oficina del gobierno canadiense.
Ansioso por desprenderse de algo que no le había causado más que molestias, el minero explicó:
- También te quedas con una cabaña, aunque no está del todo terminada. Va incluida en el precio.
- Vamos a verlo ahora mismo.
Klope pagó el desayuno de la Yegua, desató a Mestizo y se fue con el minero; después de recorrer a pie los veinte kilómetros que les separaban de Eldorado, Klope comprobó que todo lo dicho era cierto. El hombre tenía una concesión en lo alto de una colina. Había comenzado a cavar profundamente en la tierra congelada. Además, había llegado a construir las tres cuartas partes de una cabaña. Tal como dijo el propio minero, era la mejor compra que se podía hacer en el Yukón.
- No creo que aquí haya ni gota de oro, pero es una auténtica concesión, en auténtico terreno minero.
Se estaba acercando el anochecer del día veintidós, y ninguno de los dos tenía ganas de repetir la caminata hasta Dawson, de modo que el minero propuso:
- ¿Por qué no pasamos la noche aquí?
Montaron unas toscas camas en la cabaña a medio terminar. A punto ya de acostarse, el hombre exclamó de repente:
- ¡Mierda! ¡Casi me olvido! Tienes que preparar la masa por la noche si quieres comer tortitas por la mañana -explicó, ante la extrañeza de Klope. Se levantó de la cama y comenzó a revolver las provisiones, en busca de harina.
- ¿Pones levadura en la masa? -le preguntó Klope.
- No hay otro modo de hacerlo.
- Traje un poco de masa de levadura desde Fuerte Yukón y no sé si aún servirá se atrevió a proponer Klope, vacilante.
- Pruébala un día de éstos y verás.
- ¿Y si la probáramos ahora?
Craddick consideró la propuesta y contestó, juiciosamente:
- La mía se terminó. Ned, el de más abajo, me prestó un poco. Sé que ésta es buena. Si probamos la tuya y resulta que no sirve, nos quedaremos sin desayuno.
- ¿Por qué no probamos las dos? -propuso Klope a su vez, tras pensárselo un momento.
- Eso sí que es una buena idea -reconoció el minero.
Por la mañana se levantó antes que Klope, a quien despertó con buenas noticias:
- ¡Qué levadura has traído, amigo! -y le explicó que si se mezclaba una buena pizca de masa vieja, rica en esporas de levadura, con un Poco de harina corriente, azúcar y agua, y se dejaba fermentar la pasta durante toda la noche en un sitio resguardado, se formaba la mejor levadura del mundo y una masa nueva con la que se podían hacer deliciosas tortas-. Me parece que tu masa ha funcionado mucho mejor que la de Ned.
Klope miró las dos cacerolas de masa fermentada y estuvo de acuerdo. Las primeras tortas preparadas con su levadura eran, tal como aseguró enérgicamente, las mejores que había probado nunca: consistentes, sabrosas y riquísimas cuando las untó con el almíbar casi congelado de una lata grande.
- Con mantequilla serían aún mejores -comentó el minero. Pero hasta él debió admitir que, tal como estaban, resultaban muy ricas-. Tienes una buena masa. Te servirá de mucho mientras estés aquí arriba, excavando el pozo.
Después del desayuno reveló a Klope las complejidades de ese tipo de explotación minera:
- En esta colina, lo que hacemos todos es encender una fogata cada noche, desde septiembre, cuando el suelo se congela, hasta mayo, cuando empieza a deshelarse. El fuego ablanda la tierra hasta unos veinte centímetros de profundidad. Por la mañana, se cavan esos veinte centímetros de tierra y se amontonan aquí. A la noche siguiente, como cada noche, se enciende otro fuego. A la mañana siguiente, como cada mañana, se cavan los veinte centímetros de tierra deshelada, hasta que se consigue un pozo de nueve metros de profundidad.
- ¿Y qué se hace con la tierra? -preguntó Klope.
Craddick señaló hacia unos cuantos montones de tierra congelada y sólida:
- Cuando llegue el verano, lava toda esa tierra y quizá encuentres oro. -El minero lanzó un grito colina abajo, a un hombre que trabajaba a menor altura-: ¿Podemos ver tu vertedero?
- Bajad, pero sujetad al perro -respondió el hombre, también a gritos.
Klope, Craddick y Mestizo descendieron hasta la otra concesión, más cercana a los ricos terrenos del arroyo, y se quedaron mirando el montón de barro congelado.
- No sé cuánto oro hay -les dijo el propietario-, pero Charlic, tres puestos más abajo, está convencido de que cuando lave su montón de barro encontrará cuarenta o cincuenta mil dólares.
- ¿Y cómo lo guarda cuando está abajo, trabajando? -preguntó Klope.
Los dos mineros se echaron a reír.
- Ahora mismo, hay millones repartidos por estas excavaciones. Y tendrán que quedarse donde están, porque si alguno toca una pizca de mi barro congelado, hay cincuenta que le matarán a tiros.
Al subir de nuevo la colina pasaron junto a un hombre canoso, de unos sesenta años, que tenía un gran montón de tierra helada junto a su cabaña.
- Dicen que has encontrado oro de verdad, Louie -comentó Craddick.
- A primera vista me dijeron que unos veinte mil dólares -contó el hombre.
- ¿Puedo ver cómo es el oro de verdad? -pidió Klope.
El viejo dio unos cuantos puntapiés a su montón hasta desprender un trozo de tierra congelada; al mirarlo, él y el californiano sonrieron con satisfacción, porque veían que el yacimiento era rico. Klope, en cambio, no vio nada y su cara expresó la desilusión.
- Hijo -advirtió el anciano-, el oro no viene en monedas como las que hay en el banco. Son virutas, pequeñísimas partículas. ¡Por Dios, este yacimiento es bien rico!
Entonces, al mover el terrón a la luz del sol, Klope vio las pizcas de oro, nítidas, sumamente pequeñas. Conque eso era lo que había venido a buscar, esas diminutas y mágicas partículas…
De nuevo en su propia mina, Craddick llevó a Klope a la abertura cuadrada que tan laboriosamente había abierto en el suelo helado; por primera vez en su vida, Klope oyó la palabra permafrost.
- Es nuestra maldición y nuestra bendición. Tenemos que trabajar como animales para cavar. Pero el suelo permanece tan sólido que no hace falta apuntalar el pozo, como hacía mi viejo en California. El pozo que se cava se queda tal como está hasta el Día del juicio, o hasta que haya un terremoto. Y cuando se alcanza el lecho rocoso…
- ¿Qué es eso?
- De donde el río primitivo arrancó el oro… si es que hubo algún río, o si es que hubo oro. -El californiano suspiró por las ilusiones perdidas y añadió-: Cuando se alcanza el lecho rocoso uno se limita a encender más fogatas, para que ablanden la tierra a los lados, en lugar de cavar hacia abajo; y el permafrostlo sostiene todo… incluso el techo del túnel.
Cuando el minero dijo esto estaban a unos dos metros de profundidad; Klope miró hacia arriba, preguntando:
- ¿Y cómo se lleva hasta el montón la tierra ablandada?
Su compañero se rió con sarcasmo, lleno de amargos recuerdos:
- La cargas en este cubo que te voy a dar y subes por el pozo, llevándote esta cuerda; luego tiras de la cuerda, vacías el cubo, vuelves a bajar, y vuelves a empezar. -Se rió entre dientes-: A menos que puedas enseñar a tu perro a subir el cubo y vaciarlo.
- ¿Y todos esos hombres…?
- Así lo hacemos todos -asintió el minero-. Los que están como yo, sin haber encontrado nada, y los afortunados que se llevaron medio millón.
Los dos volvieron caminando a Dawson, seguidos por Mestizo, y a la mañana siguiente se presentaron en el registro canadiense, donde encontraron al sargento Kirby, que estaba presentando un informe.
- He comprado la concesión -informó Klope.
- No se arrepentirá -replicó Kirby.
Momentos después, el estadounidense tenía en sus manos un valioso documento, donde se declaraba que se había efectuado una cesión y que ahora era el propietario de la «Concesión No 87 de la Colina de Eldorado, antes perteneciente a Sam Craddick, de California, y actualmente en poder de John Klope, de Moose Hide (Idaho), a partir de la fecha, 24 de diciembre de 1897, por cincuenta dólares estadounidenses».
Al anochecer, mientras algunos mineros sentimentales recorrían las calles heladas cantando villancicos, Klope se dijo que había descubierto 1 punto clave de la búsqueda de oro en el Klondike: la suerte. «Tuve suerte de llegar vivo hasta aquí. Tuve suerte al encontrar a Sarqaq antes de que fuera demasiado tarde. Tuve suerte al conocer a una mujer hospitalaria como la Yegua. Y tuve una condenada suerte al adquirir una concesión tan buena. Sé que las posibilidades de encontrar oro en ese agujero son de una contra mil, pero ningún sabihondo de Idaho volverá a reírse de John Klope. Nadie podrá decir: " ¡Ese granjero idiota! Se fue hasta el Yukón y ni siquiera consiguió una mina".»
El último día de julio de 1897, por las oficinas de Ross Raglan, una de las principales compañías navieras de Seattle, se paseaba un caballero alto, entrado en años, vestido con el uniforme de los generales confederados, con su gran sombrero a la Robert E. Lee y sus botas de montar. Mientras observaba distraídamente a la multitud de aspirantes a buscadores de oro, llegados de todos los rincones del globo, que se apiñaban en el muelle de Schwabacher, su mirada curiosa se fijó en una familia que, evidentemente, provenía del este y, con mayor evidencia aún, demostraba una gran inquietud.
- Éstos huyen de algo -murmuró para sus adentros-. Están nerviosos, pero parecen buena gente.
El marido era un cuarentón delgado que parecía tener poca confianza en sí mismo, como si estuviera esperando órdenes de su jefe. «Un oficinista, quizá», se dijo el curioso. La esposa tenía veintitantos años y era una mujer que no llamaba la atención; el hijo, también de aspecto vulgar, podía tener trece o catorce.
El hombre que les observaba se rió para sus adentros al verles discutir si tenían que entrar juntos en las oficinas o enviar a uno solo. Fue la esposa quien tomó la decisión: puso una mano en mitad de la espalda del marido y le empujó hacia la puerta abierta.
El antiguo confederado se quedó mirando al hombre, que se acercó al mostrador, vacilante. Luego le oyó decir al empleado:
- Tengo que ir al Klondike.
- Como todo el mundo -contestó el empleado-, pero nuestros barcos grandes ya están reservados. No queda ningún pasaje hasta octubre; después, todos los puertos importantes estarán cerrados por el hielo.
- ¿Y qué voy a hacer?- -preguntó el hombre, desesperado.
- Podría conseguirle pasaje en un remolcador adaptado para el viaje -le dijo el empleado-. Son setecientos dólares; aproveche la ocasión, porque mañana costará ochocientos. -Al ver que el hombre hacía una mueca, el empleado demostró un poco de compasión y continuó-: Que quede entre usted y yo, amigo: el precio es demasiado alto. Nuestros barcos grandes son para ricos. Puede usted tomar uno de los barcos pequeños de R R hasta Skagway y atravesar las montañas por el puerto de Chilkoot. Ahorrará muchísimo.
- Tendré que discutirlo con mi esposa -contestó el hombre al empleado, al verse enfrentado a una decisión complicada.
Cuando iba a salir de las oficinas, sintió que un desconocido le sujetaba por el brazo; al levantar la vista se encontró ante la cara sonriente de un oficial confederado; Éste le preguntó:
- ¿por casualidad está usted pensando seriamente en ir hasta las minas de oro en una de esas cacerolas agujereadas?
Sobresaltado por el aspecto del general y por su pregunta, el hombre asintió; entonces el desconocido le dijo:
- Le voy a dar un consejo de inestimable valor, créame usted: vale más que todo el oro que se pueda encontrar en el Klondike.
Se presentó como el Grano del Klondike y sacó tres recortes de periódicos de Seattle, donde se informaba de que ese honorable veterano de un regimiento de Carolina del Norte, que había combatido con Lee y Stonewall Jackson, había sido buscador en el Yukón desde 1893 hasta 1896, el momento de los mayores descubrimientos) y había vuelto al sur en el Portiand «con un talego de lingotes de oro, tan pesado que dos miembros de la tripulación tuvieron que ayudarle a llevar la carga hasta un coche de alquiler, que le condujo, junto con el oro, al despacho del quilatador». Los periódicos decían que el Grano del Klondike, apodo por el que le conocían sus compañeros de fortuna, se negaba a dar su verdadero nombre «porque los parientes codiciosos caerían sobre mí como una bandada de buitres»; pero sus buenos modales atestiguaban que había recibido una buena educación en Carolina del Norte.
El Grano del Klondike tenía ganas de charlar. Después de haber pasado tanto tiempo encerrado en cabañas solitarias,y de perder tantos años en una búsqueda infructuosa, antes de descubrir una fortuna en la «Cuarenta y tres Abajo» del Bonanza, ahora estaba deseoso de compartir sus conocimientos asesorando a otras personas.
- ¿Ha dicho usted que son tres en su familia?
- Yo no lo he dicho -aclaró el hombre, visiblemente nervioso.
- Le he visto hablar con su esposa y su hijo -explicó el Grano-. Bonita familia. -Entonces añadió, con una amplia sonrisa-: Será mejor que me los presente usted, para que todos comprendan bien cuál es la situación.
- Venimos de San Luis -dijo el hombre, cuando se reunieron en la calle con su familia.
- Señora -saludó el Grano efusivamente, con una reverencia-, qué joven es usted para tener un hijo tan mayor.
- Es un buen muchacho -aseguró ella.
- Queridos amigos -les tranquilizó el Grano-, no tengo nada que vender. No pretendo llevarles a una tienda para que me paguen una comisión. He recorrido todo el Yukón, de un extremo al otro, y no hubo un momento en que no disfrutara. Sólo quiero contarles mis experiencias para que ustedes no cometan los mismos errores.
- ¿Por qué se fue de allá? -preguntó el marido, a la defensiva.
- ¿Ha visto usted el Yukón en invierno?
- Pero si tiene tanto dinero, ¿por qué no vuelve a su casa?
- ¿Ha visto usted Carolina del Norte en verano?
Les dijo que, si le escuchaban, se ahorrarían dinero y dolores de cabeza. fue tan convincente, y la manera en que parecía querer protegerles era tan amable, que la familia aceptó una invitación a almorzar. La esposa pensó que les llevaría a algún restaurante de lujo y tenía muchas ganas de ir, Porque durante el viaje hasta el oeste no había podido comer bien; en los trenes los precios eran demasiado altos.
- Suelo almorzar en una pequeña taberna, algo más allá. Sirven una comida excelente por sólo veinte centavos. -Se detuvo en medio del muelle
y añadió-: Vivo como viviría cualquier pobre veterano de guerra en un pueblecito de Carolina, en el año 1869, que fue un año muy malo. Aún no
puedo creer que tenga oro en el banco. Estoy seguro de que me voy a despertar y que todo esto habrá sido un sueño.
El almuerzo se prolongó cuatro horas; el Grano aseguró más de una vez a sus invitados que le estaban haciendo un favor:
- Me gusta conversar, siempre me ha gustado; en los peores días de la guerra, era la manera en que conseguía animar a mis hombres a continuar.
- ¿Era usted general? -preguntó el marido, sin poder resistirse al encanto del amable caballero.
- Nunca pasé de sargento. Pero era yo quien iba a la cabeza de los soldados.
A partir de la segunda hora de conversación, comenzó a explicar a sus invitados qué encontrarían en las minas de oro. Dio cinco centavos de propina al camarero, le pidió lápiz y papel y se puso a dibujar con singular habilidad un mapa detallado del camino que, partiendo del embarcadero de Skanway, cruzaba las montañas y seguía los meandros del Yukón:
- Tienen que entender dos cosas, queridos amigos. En Alaska el barco no le deja a uno en el muelle, porque no hay muelles en los que desembarcar. El barco echa el ancla junto a una extensión de arena. Hay que esforzarse como una mula para llevar las cosas a tierra antes de que la marea se las trague.
»Luego hay que cargarlo todo, bulto por bulto, a lo largo de quince kilómetros por caminos que apenas se pueden llamar senderos. Al fin se llega a una montaña muy escarpada, por la que ni siquiera los caballos pueden trepar; hundiéndose en la nieve, hay que cargar con todos los kilos de equipaje por esa montaña. -Les asustó al decirles el ángulo de la pendiente-: Treinta y cinco grados. Es inhumano.
- Si fuera un poco más empinada no se podría subir con nieve -dijo el muchacho, mirando el dibujo.
- Tal como es -explicó el Grano-, hay muchos que no pueden. -Cuando le pareció que sus oyentes habían quedado suficientemente impresionados, les preguntó-: ¿Y cuánto peso van a transportar por esa montaña? Cada uno de ustedes, quiero decir. Usted, señora… Disculpe, pero no oí bien el apellido. -La mujer no le dio ninguna respuesta, pero él encajó el desaire-: ¿Cuántos kilos de equipaje cree usted que tendrá que llevar hasta el otro lado de la montaña, con sus frágiles brazos? -Dirigió una mirada sombría a cada uno de los viajeros; luego dijo, lentamente-: Una tonelada, Cada uno de ustedes tendrá que llevar una tonelada al otro lado de las montañas. Usted, señora, tendrá que levantar una tonelada y llevarla por una pendiente como ésta, cubierta de nieve.
Con sus invitados boquiabiertos, se levantó y comenzó a recorrer la taberna, pidiendo cortésmente a distintos hombres que le prestaran un momento el equipo; en pocos minutos había formado un pequeño montón, mientras los dueños de las cosas le observaban, rodeándole. El hombre ató juntos varios de los objetos que le habían prestado y dijo:
- Calculo que esto pesa unos veinticinco kilos, ¿no?
Algunos, con experiencia en estos asuntos, reconocieron que sí, que los bultos pesaban en total unos veinticinco kilos.
He puesto veinticinco como ejemplo, porque es lo máximo que un hombre puede cargar por esa montaña. Si es preciso acarrear una tonelada…
- ¿Por qué tanto? -preguntó uno de los espectadores.
- Hijo -contestó el Grano, volviéndose hacia él-, en la cumbre de la montaña hay un puesto de la Policía Montada; no le permiten a uno entrar en su país a menos que lleve una tonelada de provisiones.
- ¿Por qué?
- Porque no quieren que uno se muera de hambre en Dawson. Allá yo pasé seis días sin comer, y hubo algunos que pasaron más tiempo. A ésos les enterramos. -Se dirigió al niño-: ¿Sabes dividir una tonelada entre veinticinco kilos, jovencito?
- ¿Cuánto es una tonelada?
- Señora -dijo el Grano, mirando a la madre del muchacho-, ¿no le enseña usted nada a este niño?
La mujer no se dejó intimidar por el barbudo desconocido, pues se había dado cuenta de su tendencia irrefrenable a conversar y relatar sus experiencias; él la desafió en voz más alta, para impresionar a los espectadores:
- Apuesto a que usted, señora, no sabe cuánto es una tonelada.
- En cualquier caso, sé que es mucho -dijo ella, echándose a reír.
- Son mil kilos, jovencito. Ahora bien: a veinticinco kilos por carga: ¿cuántos viajes a través de la montaña tienes que hacer para acarrear una tonelada de provisiones?
- Cuarenta.
- Aprobado. Calificación: regular. -Dicho esto, levantó el bulto que había formado, pidió prestada una correa y lo ató a la espalda de la mujer-: Y ahora, muchacha, quiero que salga por esa puerta, camine hasta la esquina y vuelva -y le dio un empujón.
Cuando la mujer regresó, ya no sonreía. Por primera vez desde la partida se había formado cierta idea sobre la aventura en la cual se habían embarcado.
- Pesa mucho. No creo que pueda trepar por una montaña cargada con esto.
- ¿Y tú, hijo?
El veterano ató la carga a la espalda del niño y le envió a la esquina. El chico también volvió asustado y con ganas de saber más cosas.
- No voy a pedirle a usted que vaya, señor… ¿Como dijo que se llamaba? Porque si no puede acarrear veinticinco kilos por la ladera de la montaña, no tiene derecho a salir de Seattle.
Durante la tercera hora, el caballero les explicó los secretos de la super vivencia:
- Además de la comida, es preciso llevar dos cosas esenciales: una buena sierra para cortar troncos, lo que les hará falta para construir una embarcación en el lago Bennett… Tiene que ser de la mejor calidad, porque aserrar troncos en cabrilla es el peor trabajo del mundo.
La mujer preguntó en qué consistía, y él pidió más papel, dio otra propina al camarero y se puso a dibujar un excelente esbozo de un tronco sin corteza, visto en perspectiva. Estaba apoyado sobre un hoyo, dentro del cual había un hombre sujetando el extremo de una sierra de tres metros de largo; por encima de él, sobre una plataforma baja, estaba su compañero, con el otro extremo.
- Hay que aserrar arriba y abajo. El hombre de arriba se queja de que el de abajo no tira fuerte del serrucho; el del fondo maldice a su compañero, convencido de que es él el que no se esfuerza. -Se volvió hacia la pareja-: Espero que el sacerdote que les casó a ustedes les atara con un lazo bien fuerte, porque se pondrá a prueba cuando se pongan a aserrar las tablas que necesitan para el bote.
- ¿Cuál era la otra cosa esencial? -preguntó la mujer.
- Una pala para carbón -contestó el Grano-. Porque después de trepar cuarenta veces por la montaña, cosa que tendrán que hacer, tendrán que seguir otro camino paralelo, mucho más empinado. Cuando tengan toda la mercancía en lo alto de la montaña…
- ¿Quién vigilará las cosas? -preguntó la mujer.
- Nadie -le contestó el hombre-. Se amontonan en la cima y se pone una señal: un palo, una bandera, unas piedras, cualquier cosa. Eso indica que les pertenece, y, mientras se siga trepando, el equipaje está a salvo, aun cuando se quede abandonado en lo alto porque uno está en el pie de la montaña.
- Pero habrá ladrones.
- De vez en cuando. Muy de vez en cuando.
- ¿Y qué se hace en ese caso?
- En mis tiempos se les mataba. Podía haber quince o dieciséis mineros en una cabaña. El hombre a cargo de todo decía, por ejemplo: «Este tipo, el que llaman Whiskey Joe, robó los víveres de Ben, que estuvo a punto de morir. ¿Cuál es vuestro veredicto?». Y todos decíamos: «Hay que matar a ese hijo de puta. ¡Robarle los víveres a un compañero!». Dos minutos después, el ladrón caía muerto de un disparo.
- Lo que cuenta es verdad -dijo uno de los hombres que se habían acercado a la mesa y estaban escuchando la conversación.
- ¿Usted mató a algún ladrón? -preguntó el chico.
- No -contestó el Grano-, pero voté a favor de que se hiciera y después ayudé a enterrar el cadáver. Mira, hijo, puede que alguna vez robaras algo en tu pueblo, pero no lo hagas en el Yukón o te matarán de un disparo.
- ¿Para qué es la pala? -preguntó la mujer.
- Gracias, señora -asintió el minero, rozando la mesa con las barbas-. A veces me voy por las ramas. Compren la pala más ligera que Puedan encontrar. Llévenla hasta la cima cada vez que suban. Porque después de amontonar las Provisiones arriba… Es preciso recordar que allí puede haber mil montones más. Aquello parecerá un mercado persa en un día ajetreado. Y cuando empieze a nevar, todo quedará cubierto con un manto blanco de dos metros de profundidad.
- Para eso se necesita la pala.
- No. Cuando nieva, con unos cuantos empujones y puntapiés se sacan fácilmente los bultos;'si se han envuelto bien, estarán como nuevos. La pala' señora, es para volver a bajar. Uno camina unos cincuenta metros desde el sitio en donde ha dejado el equipaje y se encuentra con una ladera muy escarpada, por la que resultaba muy difícil trepar. Tampoco es posible descender caminando. Lo que se hace es sentarse uno en la pala, con las piernas a lado y lado del mango; se impulsa uno con una mano y ¡zas!: un viaje estupendo por la ladera de la montaña.
- ¿Pueden ir dos montados en una misma pala? -preguntó el niño.
- Siempre que los dos sean hábiles -contestó el Grano.
Envió a uno de los curiosos en busca de una pala; como había en la vecindad quince o veinte establecimientos especializados en equipos para futuros mineros, pronto apareció una pala ancha.
- Es demasiado pesada, pero está bien de tamaño. Usted se sienta delante, señora, con las piernas recogidas, si puede. Tú, hijo, acomodas esta tabla bajo el trasero de tu madre, dejando que sobresalga un poco por atrás. Siéntate encima. -Una vez que los dos estuvieron precariamente encaramados a la pala, les dio un empujón imaginario y gritó-: ¡Zaaaaas! ¡Allá vamos! -Devuelta la pala, continuó-: Son aconsejables otras dos cosas. Una buena escuadra: no pesa casi nada, y será necesaria para construir la embarcación. Y tres buenos libros por cabeza, cuanto menos. Se les pueden arrancar las cubiertas para que pesen menos, pero hay que llevarse libros interesantes para los largos días de espera. Un libro largo da mucho de sí.
Con la habilidad que había demostrado antes, trazó un dibujo del bote que tendrían que construir en las orillas del lago Bennett. La mujer le elogió:
- Dibuja usted muy bien.
- El general Lee decía que yo debería haber entrado en el batallón de Ingenieros, pero no tenía estudios.
- Habla tan bien… Tiene mejor vocabulario que yo.
- En el Yukón se lee mucho -comentó el antiguo confederado-. Llegué a recorrer sesenta kilómetros a pie para intercambiar libros, y el que recibía mi visita se moría de alegría al verme. Uno tenía un diccionario y me lo cambió por una novela de Charles Reade. Un diccionario puede ser muy interesante cuando la noche dura seis meses.
- ¿Cuánto mide ese bote que está usted dibujando? -preguntó el marido.
El Grano anotó las dimensiones de un bote que había utilizado en una ocasión: siete metros de largo, y un metro setenta centímetros de manga.
- Puede llevar tres personas y tres toneladas. Francamente, señora, usted es muy delgada para tener un hijo tan grande y fuerte como éste.
En la cuarta hora llegó a lo más interesante de sus consejos. Apartando la silla, preguntó:
- Amigos míos, ¿comemos algo mientras consideramos el verdadero problema? -Y encargó otras cuatro comidas de veinte centavos.
- ¿Algo de beber? -preguntó el camarero.
- Nunca bebo -respondió el Grano, aunque los platos eran abundantes y ricos.
- En el menú de veinte centavos entra también la bebida -explicó el camarero.
- Sirve cuatro cervezas a esos hombres y otras cuatro, por las del almuerzo, a los de allá -dijo el Grano. Luego se volvió solemnemente hacia sus invitados y, cuidando sus palabras, expuso las posibilidades que tenían-: Supongo que, por lo que he dicho hasta ahora, habrán quedado dos cosas claras; una es realista, la otra es cruel.
- ¿Cuáles son? -preguntó la mujer inclinándose hacia delante.
Como al veterano le gustaba esa terca mujercita, se dirigió a ella para explicárselo:
- La primera es que, si se embarcan ahora mismo hacia Alaska, vayan a donde vayan, a Saint Michael o a Dyea, no podrán llegar a las minas este año. El tramo inferior del Yukón estará helado, de modo que navegar será imposible. Y en caso de que lograran atravesar el puerto de Chilkoot antes de las nevadas fuertes, cosa que dudo, se encontrarían con todos los lagos, entre ellos el lago Bennet, congelados; por lo tanto, tendrían que refugiarse en algún sitio para pasar el invierno, y perderían el tiempo, la salud y la paciencia. -hizo una pausa para dejar que surtiera efecto esa cruda verdad.
- ¿Eso es lo realista o lo cruel? -preguntó la mujer.
- Lo realista -contestó el veterano-. Lo cruel, sin duda, ya lo han adivinado ustedes por su cuenta. Cuando lleguen a las minas, cosa que no podrán hacer antes de la primavera próxima, descubrirán que todos los sitios buenos para sacar oro ya tienen dueño. Yo llegué cuatro días después del gran descubrimiento de 1896 y tuve que conformarme con la «91 Abajo» del arroyo Hunker. Resultó ser el más pobre de todos. No sé por qué número irán el año que viene. Tal vez «291 Abajo, 3 10 Arriba», si es que hay tanto terreno disponible. Y aunque lo haya, no será nada productivo.
- ¿Eso quiere decir que hemos llegado demasiado tarde? -preguntó el hombre, con el rostro muy pálido.
- Así es.
- Pero usted acaba de decir que comenzó con una concesión pobre -intervino la esposa-. Y logró hacer una fortuna. Lo dicen los periódicos.
- Comencé con una mala concesión en el arroyo Hunker. Terminé con una buena en el Bonanza.
- ¿Cómo lo consiguió?
- Fue un asunto tan complicado -dijo el Grano, dando una palmadita en la mejilla de la mujer-, que me da vergüenza contárselo.
- ¿La robó?
- Eso pensó el otro. -Meneó la cabeza, en parte por vergüenza, en parte porque le costaba creer que hubiera podido hacer ese intercambio.
- Entonces, ¿no tenemos muchas posibilidades? -preguntó ella.
- No -le contestó el veterano-, y cualquiera de los que vinieron conmigo en el Portland, si es sincero y se preocupa por ustedes, les dirá lo mismo.
- Pero ¿por qué los periódicos…?
- A Seattle le conviene mantener vivo el entusiasmo. Así trabajan las tiendas, las compañías navieras y las tabernas como ésta. -Añadió un agudo comentario-: Y son personas como ustedes las que, al venir en tropel hasta aquí, ayudan a mantener viva la ilusión.
- ¿Es todo mentira? -preguntó la mujer.
El Grano se balanceó hacia delante y hacia atrás ante su plato de sabroso estofado. Quería explicar algo un poco complicado y necesitaba que le prestaran atención.
- ¡No, no! No es que sea mentira. Es que las cosas no son como se cuentan.
- ¿Qué quiere usted decir? -insistió la mujer.
- No encontrarán oro allá arriba -le explicó él-. Créanme: de cien hombres como yo, que nos conocíamos las minas como la palma de la mano, de cien hombres con una gran experiencia, sólo dos o tres hallamos una cantidad significativa de oro.
- Pero en el Portland llegaron docenas de buscadores. Vi las fotografías.
- Nadie fotografió a los centenares que se quedaron allá: los viejos, en sus pequeñas cabañas; los jóvenes, congelándose al borde de un arroyo.
- Explíquenos qué pretende decir -exigió la mujer dando un golpe en la mesa con la cuchara.
- Señora -contestó cortésmente el veterano-, usted se merece una respuesta franca. En las excavaciones no quedará libre ningún terreno que valga la pena, pero personas inteligentes como ustedes, si son atrevidas y tienen algo de dinero ahorrado, pueden hallar una verdadera mina de oro en Dawson.
- ¿Se refiere a abrir una tienda? ¿O un hotel?
- Me refiero a infinitas posibilidades. Allá habrá hombres como YO, excavando en busca de oro. Usted y su esposo les estarán esperando en Dawson para apoderarse de lo que hayan encontrado. Aunque suene mal, señora… ¡Maldita sea!, ¿cómo se llama usted?
- Missy, aunque mi madre me bautizó con el nombre de Melissa. Él es Buck y él, Tom.
- Es un placer, amigos. No pretendo ser cruel ni mal intencionado, pero Dawson es una población brutal, a no ser por la policía canadiense, que trata de imponer cierto orden. De ese modo, las personas inteligentes como tú y Buck tenéis posibilidades de ganar una verdadera fortuna.
- ¿Qué necesitaremos? -preguntó Missy, que después de escuchar al Grano había comenzado a perder las esperanzas de conseguir oro en la forma habitual.
- Dinero -contestó el Grano-. Sea en Seattle o sea en Dawson, siempre es lo mismo: si uno tiene diez dólares se encuentra infinitamente mejor que si tiene sólo nueve.
- ¿Y si uno no tiene diez dólares? -insistió ella.
El veterano, sin hacerle caso, hundió el cubierto en el plato en busca de estofado. Por fin levantó la vista.
- ¿No comprendéis cuál es la situación? No vayáis ahora a Alaska. Esperad a abril; entonces cesan las nevadas y el hielo empieza a fundirse. Y el viaje en barco es más barato.
- ¿Y qué vamos a hacer mientras esperamos?
- Trabajar. Los tres tenéis que buscar empleo y ahorrar hasta el último centavo. De ese modo, cuando vayáis al Yukón tendréis dinero suficiente para montar algo a lo grande. Si sois tan listos como yo creo, podéis duplicar vuestro dinero, y más de una vez.
- ¿Cómo? -insistió Missy.
- Una vez que lleguéis a Dawson, descubriréis cien maneras de hacerlo -contestó el veterano.
Más tarde, en una fotografía de la famosa ciudad del oro, Missy vio que una de sus características era la gran cantidad de letreros, muy bien pintados, que colgaban de las pomposas fachadas de las tiendas, ofreciendo algún tipo de servicio: