V. EL DUELO
El año memorable de 1789, en el que Francia inició la revolución que liberó a su pueblo de la tiranía, y en el que las antiguas colonias norteamericanas ratificaron su propia revolución e instauraron una nueva forma de gobierno, regido por una extraordinaria constitución que defendía la libertad, un grupo de malvados tratantes de pieles rusos cometió una grave atrocidad contra los aleutas de la isla de Lapak.
Entraron en el puerto dos pequeñas embarcaciones, tripuladas por unos traficantes barbudos y despiadados, que ordenaron cruelmente:
- Todos los varones mayores de dos años, a los barcos.
Cuando las mujeres se presentaron muy serias en la playa y preguntaron el motivo de aquella orden, les respondieron:
- Los necesitamos para cazar nutrias en la isla de Kodiak.
- ¿Porcuánto tiempo? -preguntaron ellas.
- ¿Quién sabe? -les respondieron.
Aquella misma tarde, cuando zarparon los dos barcos, los maridos y las mujeres sintieron un pánico premonitorio y se dijeron:
- Nunca volveremos a vernos.
Las mujeres, cuando terminaron de lamentarse, se enfrentaron a la odiosa necesidad de reorganizar su vida de una manera completamente nueva. Los isleños vivían del mar, pero ahora no quedaba nadie que supiera cazar focas, pescar peces o seguir el rastro de las grandes ballenas que pasaban junto a la isla, rumbo al norte. En la playa estaban los kayaks, los arpones y unos largos garrotes con los que golpeaban a las focas en la cabeza, pero no quedaba nadie experimentado para manejarlos.
Además de peligrosa, la situación era muy descorazonadora, porque las islas Aleutianas marcaban la línea donde se unían el vasto océano Pacífico y el mar de Bering, y las fuertes corrientes que se producían, al ascender, llevaban constantemente a la superficie los elementos comestibles del océano: había mucho plancton, de modo que los pequeños crustáceos podían engordar, entonces los salmones se alimentaban con ellos y, si abundaban los salmones, también prosperaban las focas, las morsas y las ballenas. La naturaleza arrojaba comida en abundancia a la superficie del mar, frente a las Aleutianas, pero sólo los hombres valientes y atrevidos podían recogerla, y ya no quedaban hombres. Cuando soplaban los vientos desde Asia, parecían preguntar con sus aullidos:
- ¿Dónde están los cazadores de Lapak?
Al ejecutar aquella bárbara política, los rusos no ignoraban que perjudicaría, a largo plazo, sus propios intereses, porque necesitaban a los aleutas para que cazasen y pescasen a sus órdenes y, si expulsaban a todos los varones adultos, o bien si llegaban a matarlos, la población no podría reproducirse, pues no habría tiempo de que los niños de dos años madurasen hasta alcanzar la edad de ser padres. Sin embargo, les impulsaba a aquella conducta insensata su falta de consideración de los aleutas como seres humanos, y pensaban que podía funcionar el mecanismo de su repugnante plan, porque si faltaban los hombres, la provisión de alimentos disminuiría rápidamente.
Pero los rusos olvidaban una característica propia de Lapak y de las otras islas Aleutianas: allí, las personas vivían más tiempo que en ningún otro lugar del mundo, y no era extraño que hombres y mujeres sobrepasaran los noventa años. En parte se debía a su dieta equilibrada, que se basaba más en el pescado que en la carne, aunque influían también el aire puro que venía del mar, la vida ordenada, el trabajo duro y la robusta herencia de sus antepasados llegados desde Asia. En cualquier caso, el año 1789 había en Lapak una bisabuela de noventa y un años, cuya nieta de cuarenta tenía una alegre hija de catorce años; y esta fuerte anciana no estaba dispuesta a morir tan fácilmente.
Los parientes y los amigos llamaban a la bisabuela la Vieja; su nieta se llamaba Innuwuk. La niña de catorce años tenía el encantador nombre de Cidaq, que significaba «animal joven que corre en libertad», lo que era la forma más apropiada de llamarla, porque mirar a aquella criatura era ver movimiento, vitalidad y gracia. No era alta ni regordeta, como otras niñas aleutas a su edad, pero sí tenía la cabeza grande y redonda que indicaba su origen asiático, el misterioso pliegue mongólico en los ojos y la piel de un elegante color oscuro. En la comisura izquierda del labio inferior lucía un fino disco labial, tallado en un antiguo colmillo de morsa; pero lo que la caracterizaba era su negra cabellera, larga y sedosa, que le llegaba casi hasta las rodillas y que ella cortaba en línea recta a la altura de las cejas, lo que le daba el aspecto de llevar puesto un casco, y solía fruncir el ceño por debajo del flequillo.
Pero como la muchacha amaba la vida, con frecuencia su cara redonda se abría en una sonrisa tan grande como el sol naciente: entonces entornaba los ojos hasta casi cerrarlos, sus dientes blancos brillaban y ella echaba la cabeza hacia atrás, emitiendo sonidos de alegría. Como casi todas las mujeres aleutas y esquimales, hablaba con los labios apenas entreabiertos, de modo que parecía musitar o murmurar continuamente, pero cuando se reía con la cabeza echada hacia atrás era Cidaq, el cervatillo, la cría de salmón que salta, el ballenato que surca el mar siguiendo la estela de su madre. Ella era también un adorable animalito, y pertenecía a la tierra de la que se alimentaba.
Y ahora estaba a punto de morir de hambre. Con toda la riqueza que los dos mares proporcionaban en su encuentro, ella y su gente iban a morir de hambre. Pero una tarde en que la Vieja, que aún caminaba con facilidad, contemplaba el estrecho entre la isla de Lapak y el volcán, vio deslizarse una ballena, que avanzaba lenta y perezosamente, emitiendo su sonido de vez en cuando, y exponiendo su enorme longitud cuando ocasionalmente daba un coletazo o giraba sobre su costado. Y la mujer pensó: «Una ballena como ésta nos alimentaría durante mucho tiempo». Entonces decidió actuar.
Recorrió la playa apoyándose en un bastón que había tallado con leña de deriva, escogió seis de los mejores kayaks de dos plazas y luego pidió la ayuda de Innuwuk y Cidaq para separarlos. Entonces se dirigió a las mujeres de la isla y les preguntó quién sabría manejar un kayak, pero nadie respondió. Unas cuantas habían desobedecido alguna vez los tabúes y habían subido en un kayak, y algunas incluso habían intentado remar, pero ninguna conocía las complicadas normas de su uso para la caza de nutrias o de focas y les hubiera resultado inconcebible acompañar a sus maridos a rastrear una ballena. Pero sí conocían el mar y no le temían.
Sin embargo, cuando la Vieja comenzó a organizar un equipo de seis embarcaciones con doce remeras, descubrió que algunas se oponían a la idea:
- ¿Para qué hacemos esto? -preguntó temerosamente una mujer.
- Para matar ballenas -espetó la Vieja.
- Ya sabes que las mujeres no podemos acercarnos a las ballenas -gimoteó aquella mujer, junto con otras-, ni podemos tocar el kayak que va tras ellas, ni se permite siquiera que nuestra sombra roce a un kayak que sale de cacería.
La Vieja reflexionó durante varios días sobre aquellas objeciones y, tras consultarlo con su nieta Innuwuk, tuvo que reconocer que, en circunstancias normales, las afligidas mujeres hubieran podido consultar al chamán, el cual con toda seguridad les hubiera advertido de que los espíritus maldecirían gravemente la isla si las mujeres se adentraban en el camino de las ballenas y de que tocar un kayak preparado para una cacería aseguraba la huida de las ballenas y quizá incluso la muerte de los cazadores. La evidencia de diez mil años estaba contra las amenazadas mujeres de la isla de Lapak.
Después de considerarlo durante tres días, la Vieja mantuvo su decisión, porque recordó el precepto que le había enseñado su abuela, mucho antes de que aparecieran los rusos: «¿Se puede hacer? ¡Entonces hay que hacerlo!», lo cual significaba que si había algo que uno deseaba y se podía conseguir, uno estaba obligado a intentarlo. Entonces le explicó a Innuwuk aquel principio básico.
- Pero todo el mundo sabe que las mujeres y las ballenas nunca… -dijo su nieta, con evidente aprensión.
La anciana, disgustada, se volvió hacia Cidaq, que guardó silencio por un momento, reflexionando sobre la gravedad de lo que iba a decir. Entonces habló con la firmeza y la voluntad de romper con viejos esquemas que la caracterizarían durante el resto de su vida:
- Si no hay hombres, tendremos que romper sus tabúes. Estoy segura de que podemos capturar una ballena.
- Después de todo -dijo la Vieja, alentada por esa animosa respuesta-, los hombres hacen unas cosas determinadas para cazar una ballena. No hay ningún misterio. Nosotras podemos hacer las mismas cosas.
Y las dos estuvieron de acuerdo en que era una tontería pensar que los espíritus desearían matar de hambre a toda una isla de mujeres, sólo porque no quedaban hombres para cazar ballenas a la manera tradicional.
La Vieja reunió a las otras mujeres y entonces, flanqueada por Innuwuk y Cidaq, les dirigió una arenga:
- No podemos quedarnos cruzadas de brazos hasta morirnos de hambre. Tenemos bayas y también podemos pescar cangrejos en las lagunas, y quizá algún salmón cuando llegue el otoño. También podemos cazar pájaros, pero eso no basta. Necesitamos focas y alguna morsa, si fuera posible, y tenemos que capturar una ballena.
Invitó a su nieta a que expusiera sus temores, e Innuwuk se explicó con gran elocuencia:
- Los espíritus siempre han advertido que las mujeres no debemos acercarnos a las ballenas. Creo que aún lo quieren así.
Sus palabras provocaron una ruidosa reacción de asentimiento por parte de las mujeres más apegadas a la tradición, pero entonces se adelantó la pequeña Cidaq:
- Si tenemos que hacerlo, podemos hacerlo -dijo, sacudiendo su larga cabellera, que se movió de una cadera a la otra- y los espíritus lo entenderán. -Las más jóvenes asintieron, vacilantes) y entonces Cidaq se volvió hacia su madre, le tendió las manos,y le suplicó-: Ayúdanos.
La mujer, confundida, se tragó sus miedos ante un codazo de la Vieja y se unió a las que afirmaban estar dispuestas, a pesar del tabú, a salir al mar, a la sombra del volcán, para intentar cazar una ballena.
Desde aquel momento, en Lapak la vida cambió espectacularmente. La Vieja no cedió nunca en la decisión de alimentar a su isla, y llegó a convencer incluso a algunas recalcitrantes de que los espíritus cambiarían las antiguas normas y las apoyarían, puesto que estaban esforzándose para salvar su vida.
- Pensad en lo que sucede cuando una mujer embarazada da a luz y el niño asoma en posición invertida. Evidentemente, la intención de los espíritus es que el niño muera, pero Siichak y yo misma (es algo que hemos hecho muchas veces) damos la vuelta al niño, golpeamos suavemente el vientre de la madre y el niño nace bien, y los espíritus sonríen porque hemos rectificado su obra por ellos.
Como algunas mujeres se mostraban aún renuentes, la anciana se enojó y exigió que se adelantara Siichak, la partera, y, cuando la mujer acudió con paso inseguro, la Vieja tomó a su nieta de la mano y exclamó:
- ¡Siichak! ¿No te llamé cuando ésta iba a tener a Cidaq? ¿Y no contradijimos a los espíritus para que esta niña naciera como es debido?
La partera se vio obligada a reconocer que Cidaq hubiera nacido muerta si no hubieran intervenido ella y la anciana. Después de aquello, el Plan para cazar una ballena se desarrolló con más facilidad.
La Vieja había decidido desde el principio que era demasiado mayor para manejar un arpón y, buscando a la mujer más indicada, llegó a la conclusión de que sólo había una candidata con fuerza suficiente, su Propia nieta.
- ¿Serás capaz de esforzarte en todo lo posible, hija? Tienes los brazos que hacen falta. ¿Tienes también la voluntad?
- Lo intentaré -murmuró Innuwuk, sin mucho entusiasmo; y la Vieja pensó: «Quiere fracasar. Tiene miedo de los espíritus».
Los seis equipos comenzaron a practicar en la zona de aguas tranquilas que se extendía entre la isla de Lapak y el volcán, y algunas mujeres intentaron recordar varios detalles del procedimiento. Una sabía colocar la punta de sílex en el arpón; otra, cómo fabricar e inflar las vejigas de foca que tenían que quedar flotando detrás de los arpones, una vez los habían clavado en una ballena, para tener siempre un rastro visible. Y otras recordaban comentarios de los maridos ausentes sobre una u otra cacería. No lograron recuperar todos los conocimientos necesarios, aunque sí acumularon los suficientes para efectuar el intento.
Sin embargo, como la Vieja había imaginado, su nieta fracasó miserablemente cuando intentó dominar la técnica de arrojar el arpón.
- No puedo sostener el palo y el arpón al mismo tiempo y, cuando lo intento, no consigo que el arpón vuele como debería.
- ¡Inténtalo otra vez! -suplicaba la anciana, pero no había manera. A los niños varones se les entrenaba, desde que tenían un año, para manejar aquel arma tan complicada, y era absurdo pensar que una mujer, sin ninguna práctica, podría llegar a dominarla en unas pocas semanas. Finalmente, las mujeres decidieron que cuando se aproximara una ballena remarían en las canoas hasta acercarse lo suficiente para que Innuwuk pudiera estirar el brazo y clavar directamente el arpón en el enorme cuerpo oscuro. Rara vez se ha ideado una estrategia más insensata.
A finales de agosto, una niña de nueve años que montaba guardia en la playa llegó gritando:
- ¡Unaballena!
Había un animal monstruoso, de cuarenta toneladas por lo menos, nadando allí mismo, en el estrecho entre las islas; y era tan absurda la pretensión de que aquellas mujeres inexpertas salieran a presentarle batalla en sus frágiles canoas que una de las tripulantes huyó, sin dar ninguna explicación. Pero quedaban cinco kayaks disponibles, y la Vieja recordó la ocasión en que su marido, junto con otra embarcación, había conseguido herir a una ballena y la había perseguido hasta matarla.
De modo que los cinco equipos bajaron solemnemente a la playa, aunque ninguna de las mujeres demostraba entusiasmo ante la perspectiva de entrar en combate; se había decidido que Cidaq, una muchacha fuerte pese a sus catorce años, ocuparía el puesto trasero en el kayak de Innuwuk y conduciría a su madre hasta la ballena, lo bastante cerca como para alcanzarla con el arpón, pero cuando se acercaron a la bestia y las mujeres comprobaron la enormidad de su tamaño y lo patéticamente pequeñas que resultaban en comparación, perdieron todas el valor, incluso Cidaq, y ninguna de las embarcaciones acabó de aproximarse a la ballena, que siguió su camino serenamente.
- Parecíamos pececitos -confesó Cidaq más tarde, hablando con su bisabuela, que estaba desilusionada-. Yo quería remar hasta acercarnos Más, pero mis brazos se negaban. -La muchacha se estremeció y ocultó la cara entre las manos, luego levantó la vista por debajo de su flequillo y dijo-: No puedes imaginar lo grande que era. O lo pequeñas que éramos nosotras.
- Claro que puedo -repuso la anciana-. Y también puedo imaginarme cómo vamos a morir todas aquí, ojerosas, con las mejillas enflaquecidas… y sin nadie que nos entierre.
El proyecto de cazar una ballena para Lapak se solucionó de una forma curiosa. Las diez mujeres habían vuelto cabizbajas por no haberse acercado a la ballena y estaban tan avergonzadas que una joven, que se había casado poco antes de que se llevaran a los hombres, dijo:
- Norutuk se habría reído de mí.
En el silencio que siguió a su declaración, todas las mujeres se imaginaron las burlas que les habrían dedicado sus maridos: «¡A quién se le ocurre! ¡Un puñado de mujeres, yendo en busca de una ballena!»; y echaron de menos sus bromas.
- Pero después de reírse -continuó aquella mujer recién casada-, me parece que Norutuk me hubiera dicho: «Vuelve y hazlo bien esta vez»..
Más que la voluntad de la Vieja, fue la voz tranquilizadora de sus queridos hombres ausentes lo que inflamó el corazón de las mujeres, que tomaron la firme decisión de cazar la ballena.
La Vieja, fortalecida por esta decisión, reanudó con severa concentración el entrenamiento de sus equipos y les repitió hasta el cansancio que la próxima vez tenían que acercarse hasta la misma boca de la ballena, por grande que fuera, y capturarla. El quinto día del entrenamiento, se presentó con un kayak de tres plazas.
- Cuando vengan las ballenas, yo estaré aquí sentada, con mi propio remo, Cidaq irá atrás para dirigir el kayak e Innuwuk se pondrá aquí con su arpón; nos hemos prometido entrar en las fauces de esa ballena, si es preciso, pero conseguiremos clavarle el arpón -aseguró la Vieja a las mujeres, aunque dudaba, incluso mientras les estaba hablando, de que Innuwuk tuviera el valor de hacerlo.
Entonces se produjo una de esas revelaciones que permiten el progreso de la raza humana: una noche, Innuwuk soñó horrorizada con el momento en que estaría sentada en su kayak, alargando el brazo con el arpón para ensartar a la gran ballena' y se despertó bañada en sudor y espanto, pues se daba cuenta de que no sería capaz. Pero así, temblando en la oscuridad, tuvo súbitamente una visión, una especie de síntesis producida por el cerebro, la imaginación y la tensión controlada de sus músculos, y en un destello cegador entendió el funcionamiento de la palanca propulsora del arpón. Echó el brazo derecho hacia atrás una y otra vez, mientras imaginaba la sensación de un propulsor y un arpón dispuestos en su lugar, y cuando adelantaba el brazo podía notar la armonía de todas las partes del maravilloso mecanismo (hombro, brazo, muñeca, dedos, propulsor, arpón, punta de sílex); saltó de la cama y corrió hasta la playa, tomó un arpón y un propulsor, movió Su brazo en forma de arco y arrojó el arpón con puntería y a una larga distancia. Después de intentarlo seis veces, consiguió dominar los misterios del lanzamiento, y corrió en busca de las demás mujeres.
- ¡Puedo hacerlo! -gritaba.
Al amanecer todas Pudieron comprobar el tino con el que ella lanzaba ahora su arpón y la distancia que alcanzaba, y tuvieron la certeza de que, cuando la próxima ballena pasara nadando por su mar, había muchas posibilidades de que lograran traerla a la costa.
Los seis equipos estaban en tierra cuando la niña que vigilaba el estrecho se acercó dando voces:
- ¡Una ballena! -De inmediato, al comprender el terror que esa información causaría en algunas, añadió-: ¡Una ballena pequeñita!
Las mujeres corrieron entonces a sus kayaks. Eran menudas, las mujeres que pretendían atacar al monstruo, pues ninguna sobrepasaba el metro cincuenta de estatura, y la Vieja, la que había planeado el ataque, apenas medía un metro cuarenta y cinco y no pesaba más de cuarenta y dos kilos, menos de la mitad de los años de su difícil vida. Cuando la vio subir al kayak con su remo fabricado con madera de deriva, Cidaq comprendió que la frágil viejecita no iba a resultar de ninguna ayuda para que el kayak se deslizara con rapidez, pero sería esencial para mantener el ánimo de las otras cinco tripulaciones. En cuanto a sí misma, Cidaq estaba decidida a conducir su embarcación hasta delante mismo de la ballena.
- ¡Prepárate, madre! -gritó-. ¡Esta vez no fallaremos!
Y, detrás de la Vieja, los otros equipos se adelantaron dispuestos a entablar el combate. La pequeña vigía tenía razón, porque aquella ballena sólo pesaba diecinueve toneladas, muchísimo menos que el gigante que habían encontrado la primera vez. Cuando las mujeres la vieron acercarse, muchas de ellas pensaron: «Con ésta, puede ser», y avanzaron con una valentía que desconocían poseer. En el puesto trasero de su canoa, Cidaq remaba sin desviarse, ayudada por las indicaciones de la Vieja que, sentada en el medio, seguía hundiendo el remo a un lado y otro; ambas alentaban a innuwuk, encaramada en la proa:
- ¡Tranquila! Has demostrado que puedes conseguirlo.
Por fin el arpón se clavó en su sitio, impulsado con una fuerza bastante intensa para tratarse de una mujer desentrenada; desde otro kayak asestaron un nuevo lanzazo para mayor seguridad, desplegaron las vejigas, y los seis grupos, impulsados por el entusiasmo invencible de la Vieja, siguieron durante dos días llenos de grandeza, terror y esperanza el rastro de la ballena herida y, a su debido tiempo, la remolcaron lenta y triunfalmente por el mar de Bering, para salvación de su isla.
En 1790, cuando las mujeres ya habían demostrado durante un año entero que eran capaces de sobrevivir, anidó en Lapak un pequeño y maltrecho navío llamado Zar Iván, para cargar agua dulce. Lo había enviado desde Petropávlovsk madame Zhdanko, aquella invencible empresaria, quien lo había llenado con una fea colección de lo peorcito de las cárceles rusas, con gente que había escuchado la sentencia habitual entre los jueces de la época: «Al Patíbulo o a las Aleutianas». Y habían elegido lo último, el exilio permanente sin esperanza de indulto, con la intención de asesinar a los funcionarios de las islas si se les presentaba la oportunidad.
Cuando ancló el Zar Iván, su tripulación, que no sabía que el gobierno ruso había abandonado la isla, se encontró con que aquellas mujeres abandonadas estaban totalmente confundidas. Albergaban la esperanza de que el barco hubiera venido para devolverles a sus esposos, pero como conocían a los rusos, temían nuevos abusos por su parte y, en cuanto los marineros abrieron la boca, comprendieron que más bien se trataría de esto último.
- ¡Ninguna mujer subirá a ese barco! -decidieron; y sintieron una profunda pena, porque se dieron cuenta de que realmente las habían abandonado allí para que murieran.
Entre los criminales se contaba un asesino reincidente llamado Yermak Rudenko, de treinta y un años de edad, alto, corpulento y barbudo, un canalla casi imposible de disciplinar. Como era consciente de que no tenía nada que perder, andaba fanfarroneando, por todas partes, y los funcionarios le dejaban en paz, porque con su gesto decía claramente: «¡Que nadie Me toque!». La astuta Vieja reparó en él cuando el hombre llevaba poco tiempo en tierra, se le acercó cautelosamente y, utilizando las palabras rusas que había aprendido, comenzó a hablarle de varias cosas, sin dejar de mencionar a su bisnieta Cidaq; para encauzar los pensamientos del hombre en esa dirección, un día en que los otros hombres estaban cargando agua se las compuso para que Rudenko y Cidaq se quedaran solos en su choza.
- ¿Por qué no llevas a Cidaq contigo a Kodiak? -le propuso esa misma tarde. La idea sorprendió al marinero, pero la mujer añadió-: Habla ruso. Es una niña estupenda. Y, aunque no lo creas, ya ha ayudado a matar una ballena.
Esta última declaración era tan absurda que Rudenko comenzó a preguntar a las isleñas si realmente esa muchacha, que no podía tener más de quince años, había podido matar una ballena; ellas le confirmaron que era cierto y, para demostrarlo, les enseñaron a él y a los demás rusos el esqueleto del animal, que estaban aprovechando de las maneras más imaginativas.
Innuwuk protestó amargamente cuando descubrió que su abuela se proponía vender a Cidaq a aquel rudo marinero, pero la vieja se mostró inflexible:
- Es preferible que viva en el infierno, a que no viva siquiera. Quiero que la niña conozca la vida -añadió, sin admitir discusión-. Y no me importa qué clase de vida sea.
Como Rudenko se mostró interesado por la proposición de la Vieja, ésta se llevó un día a Cidaq aparte.
- Te traje al mundo estirándote por un pie -le dijo-. Con un cachete, insuflé la vida en tus pulmones. Te he querido siempre, más que a mis propios hijos, porque eres mi tesoro. Eres el pájaro blanco que viene del norte. Eres la foca que se zambulle para escapar. Eres la nutria que defiende a su cría. Eres la hija de este océano. Eres la esperanza, el amor y la alegría. -Su voz casi se elevó en un cántico apasionado-: Cidaq, no puedo verte morir en esta isla desamparada. No puedo ver cómo tú, que estás hecha para el amor, te conviertes en un pellejo sin vida, como las momias que haY en esas cuevas.
Se acordaron las condiciones de la venta, y las mujeres de Lapak recibieron unas cuantas baratijas y unos retales de telas chillonas; la Vieja e Innwuk vistieron a Cidaq con sus mejores pieles, le advirtieron que se mantuviera alerta contra los espíritus malignos y la condujeron hasta la playa, donde aguardaba el kayak de tres plazas
- Te llevaremos al barco -dijo la Vieja, mientras Cidaq guardaba cuidadosamente el hatillo que contenía sus escasas pertenencias.
Sin embargo, en el último momento se acercó una mujer a quien la familia no tenía mucho respeto; traía un disco labial de hermosa talla, que encajaba en el agujero que la muchacha tenía en la comisura de la boca.
- Lo hice con un hueso de la ballena que cazamos tú y yo -aseguró.
Antes de subir al puesto trasero del kayak, Cidaq se quitó el disco dorado que había usado hasta entonces, tallado en hueso de morsa, y se lo entregó a la sorprendida mujer; en su lugar insertó el nuevo disco de color blanco, fabricado con un hueso de su ballena.
Había llegado el momento de que la Vieja ocupara su lugar en el medio, pero antes de hacerlo ocasionó cierto alboroto en la playa, porque le había pedido a otra anciana que trajera para la despedida unos objetos ante cuya inesperada aparición se emocionaron todas las presentes. La Vieja se inclinó con gravedad, tomó de las manos de su cómplice tres de los famosos sombreros de visera que fabricaban y usaban los cazadores de la isla de Lapak, entregó uno a cada miembro de su familia, después se puso el tercero, una elegante prenda gris y azul con penachos de plateadas barbas de ballena y bigotes de león marino, y, así ataviada, indicó a Cidaq que pusiera rumbo hacia el Zar Iván; pero cuando las mujeres que quedaban en la playa vieron otra vez entre las olas aquellos espléndidos sombreros, comenzaron a gritar «¡Ay de mí! ¡Ay, ay!», y entonces se desprendieron sus lágrimas como una llovizna, porque nunca más volverían a ver aquella escena: los hombres de Lapak haciéndose a la mar con sus sombreros ceremoniales.
Al llegar a la pasarela del barco, la Vieja tomó a Cidaq de las manos, sin prestar atención a los insultos soeces que gritaban los marineros desde la borda.
- No está bien lo que hacemos, niña -le dijo, mientras estrechaba sus dedos con fuerza-. Y seguramente los espíritus no lo aprueban. Pero es mejor que morir sola en esta isla. No lo olvides nunca, Cidaq. Pase lo que pase, será mejor que lo que dejas aquí.
Apenas el Zar Iván había dejado atrás la sombra del volcán, la filosofía práctica de la Vieja se vio puesta a prueba, porque Rudenko, que ahora era el propietario de Cidaq, la llevó a rastras al interior del barco, desgarró sus vestidos de Piel de nutria e inició una serie de actos brutales que la dejaron aturdida y humillada. Lo peor fue que, cuando se hubo cansado de la joven, la entregó a sus brutales compañeros, que abusaron obscenamente de ella; la encerraron en la fétida bodega del barco y le dieron de comer sólo de vez en cuando, después de obligarla a someterse a sus indecencias. Rudenko no se sentía en absoluto responsable del bienestar de la muchacha, y la forma en que la trataban degeneró tan salvajemente que en varias ocasiones, durante los cincuenta y dos días de viaje hasta Kodiak, ella temió que iban a arrojarla Por la borda antes de llegar a puerto, como un objeto casi muerto que ya no tuviera utilidad.
Era la experiencia más triste por la que podía pasar una muchacha, porque ni uno sólo de los siete u ocho hombres que se acostaron con ella le demostró la menor muestra de afecto ni le dio ninguna señal de que quisiera protegerla de los otros. Todos la trataban como si no fuera humana, como a un objeto indigno. Pero ella sabía que en Lapak había sido niña apreciada, alguien respetado por las chicas de su edad y que estaba en pie de igualdad con los muchachos, y sabía también que las espantosas indignidades que padecía eran el precio que tenía que pagar Por huir de una situación todavía peor. Recordó las palabras de su bisabuela y ni una sola vez quiso arrojarse por la borda para acabar con aquellos abusos, cuando sus tribulaciones se volvieron casi insoportables. ¡De ningún modo! Soportaría aquel viaje hasta Kodiak porque era su única posibilidad de sobrevivir, pero tomó cuidadosamente nota de los que la humillaban y le daban puntapiés cuando se cansaban de ella y se prometió que (si alguna vez el barco llegaba a atracar en Kodiak, se tomaría su revancha. Algunas veces, en la oscuridad, una sonrisa que llegaba como la marea se apoderaba de su cara, y ella se tocaba con la lengua el disco labial y se decía: «Si ayudé a matar aquella ballena, sabré cómo tratar a Rudenko». Se imaginaba entonces diversas formas de vengarse, y eso le resultaba tan reconfortante que los crujidos del barco y el odioso comportamiento de sus pasajeros dejaban de afligirla.
El viaje llegó a su fin. Contra todas las expectativas, el desvencijado Zar Iván llegó penosamente a la isla de Kodiak y, cuando se vaciaron las bodegas, para alegría de los hambrientos rusos que estaban destinados en la isla, los marineros permitieron que Cidaq recogiese su triste hatillo y subiera a la barcaza que iba a conducirla a la agitada vida de la colonia. Pero, aunque quedaba en libertad, no podía abandonar sin despedirse a aquel odioso barco y a sus igualmente odiosos pasajeros y, cuando zarpó la barcaza, alzó la vista hacia los hombres que la habían maltratado y que ahora se reían de ella desde la cubierta.
- ¡Ojalá os ahoguéis! -gritó, en ruso-. ¡Ojalá la gran ballena os arrastre hasta el fondo del océano!
Y, a pesar de su rabia, por su cara pasó como un relámpago una hosca sonrisa que parecía advertir: «¡Cuidado, señores! Seguramente volveremos a encontrarnos».
La primera visión de Kodiak indicó a Cidaq que la isla era parecida a la de Lapak y, a la vez, muy diferente. Al igual que su isla natal, era un territorio árido, de contorno serrado por las bahías y rodeado de montañas; pero allí terminaba el parecido, porque no contenía ningún volcán, aunque ofrecía algo que ella nunca había visto hasta entonces. En algunas praderas había alisos y árboles tan bajos como arbustos, y le intrigó ver la forma en que se movían las hojas y las ramas. En unos pocos lugares protegidos se habían juntado grupos de álamos blancos, con la clara corteza desprendida, y en el extremo opuesto de la aldea donde iba a vivir se elevaba una pícea aislada y majestuosa, que la sorprendió por su gran altura y su deslumbrante color verde azulado.
- ¿Qué es eso? -preguntó a una mujer, que recogía pescado de una barca.
- Un árbol.
- ¿Y qué es un árbol?
- Eso de ahí -le contestó la mujer; y Cidaq se quedó largo rato contemplando la pícea.
Los Tres Santos estaba formada por un conjunto de toscas chozas que bordeaban la playa de una bahía con forma de ele mayúscula invertida, la cual, gracias a la protección de una isla grande, situada a unos cuatrocientos metros de la costa, permitía un anclaje seguro para los barcos dedicados al tráfico de pieles. Sin embargo, más al interior ofrecía poco espacio para ampliarse, Porque quedaba encajada al pie de unas altas montañas.
Pasaron dos días antes de que Cidaq, que subsistía como podía, yendo de choza en choza, descubriera la principal diferencia entre Lapak y Kodiak: en su nuevo hogar, la población se dividía en cuatro grupos distintos. Por una parte, estaban los aleutas como ella, que los rusos habían llevado hasta allí y que eran de poco tamaño y escasos en número e importancia. Luego venían los nativos que vivían desde siempre en la isla; se llamaban koniags, eran corpulentos, de difícil trato y de genio vivo, y superaban a los aleutas en una proporción de veinte a uno o más. Un aleuta que había conocido a Cidaq en Lapak le aseguró que los rusos les habían llevado a la isla porque no podían dominar a los koniags. El siguiente peldaño de la escala social lo ocupaban los tratantes de pieles, unos hombres salvajes y malvados, asentados allí de por vida, a menos que más adelante llegaran a idear alguna excusa que les permitiera acompañar un embarque de pieles hasta Petropávlovsk. Y finalmente, estaban los auténticos rusos, muy pocos, por lo general hijos de familias privilegiadas, que prestaban servicios allí durante unos cuantos años, hasta que habían robado lo suficiente para retirarse a una finca cercana a San Petersburgo. Eran la élite, las otras tres castas se comportaban como ellos ordenaban, y, de vez en cuando, llegaban barcos de guerra a Los Tres Santos, para imponer la disciplina que dictaban estos rusos.
Aquellos primeros días, a Cidaq le faltaba la experiencia para comprender que sus aleutas eran esclavos; no había otra palabra para definir su situación, porque los señores rusos ejercían sobre ellos un poder absoluto, del que no había escapatoria, y, si un aleuta intentaba escapar, los hostiles koniags podían matarle. Como no tenían cerca mujeres con las que compartir su sufrimiento ni podían tener hijos que llegaran a sustituirles, la situación de los varones aleutas esclavizados en Kodiak era exactamente la misma que la de las mujeres aisladas en Lapak: unos y otras se veían condenados a vivir una breve existencia, morir y contribuir al exterminio de su raza.
Los traficantes de pieles tampoco estaban mucho mejor, porque ellos tenían la condición de siervos y estaban atados a aquella tierra, sin ninguna Posibilidad de progresar ni de llegar a formar un verdadero hogar en la Rusia que los había exiliado. Su única esperanza consistía en conquistar una Mujer nativa, o robarla a su esposo, y tener hijos con ella, a los que se consideraba criollos y que con el tiempo podían aspirar a la ciudadanía rusa. Pero la mayoría d'e ellos eran propiedad de la compañía que les empleaba y tenían que trabajar duramente y sin descanso, hasta su muerte, para aumentar las riquezas del imperio.
Estas crueles tradiciones no eran una excepción, sino la forma en que se gobernaba Rusia entera; y los altos funcionarios que llegaban a Kodiak no encontraban nada malo en aquel modelo de eterna servidumbre, pues, en la tierra natal, sus fincas familiares se administraban así, y ellos confiaban en que las cosas continuarían siempre de este modo en Rusia.
La vida en Kodiak era un infierno, tal como comprobó Cidaq, quien descubrió que no había suficiente comida, faltaban medicinas, y no tenían agujas para coser ni pieles de foca con las que fabricar ropas. Para su sorpresa, advirtió que en Kodiak los rusos se habían adaptado al ambiente de una forma mucho menos inteligente que los aleutas en Lapak. Ella vivía fuera de los canales oficiales, se escondía con una familia pobre después de otra, y, siempre al borde de la inanición, observaba el extraño desarrollo de la vida en Kodiak. Por ejemplo, una mañana llegó a ver cómo unos funcionarios rusos, con el apoyo de un patético grupo de soldados harapientos, reuníana la mayoría de los traficantes de pieles recién llegados que habían compartido con ella el Zar Iván y les obligaban, a punta de bayoneta, a embarcarse en una flota de pequeñas embarcaciones que estaba a punto de hacerse a la mar, entre mucho alboroto y abundantes maldiciones, para emprenderlo que un aleuta calificó en un susurro como «el peor de los viajes por mar»: los mil doscientos kilómetros que les separaban de las dos lejanas islas de las Focas, que más adelante serían conocidas con el nombre de islas Pribilof, donde había una increíble abundancia de estos animales.
- ¿Volverán? -preguntó ella.
- Nunca vuelven -musitó el aleuta.
En aquel momento Cidaq ahogó un grito de asombro, porque reconoció a tres de los hombres que habían abusado de ella, los cuales estaban al final de la hilera que se dirigía hacia los barcos; aunque estuvo tentada de gritarles algún insulto, no lo hizo, pues a poca distancia detrás de ellos venía esposado Yermak Rudenko, que llevaba el pelo revuelto, como si acabara de pelearse, las ropas desgarradas, y echaba fuego por los ojos. Al parecer, estaba avisado de cómo iba a ser la vida en las islas de las Focas y, aunque no había absolución posible para esa sentencia, aún se resistía a obedecer.
- ¡Anda más de prisa! -oyó Cidaq que gruñían en ruso los soldados, mientras le empujaban.
Durante un fugaz instante, Cidaq pensó: «¡Tienen suerte de que esté encadenado!». Y se entretuvo imaginando lo que haría Rudenko con aquellos hombres escuálidos y desnutridos, si llegaban a soltarle las manos. Pero entonces recordó la brutalidad de su comportamiento y sonrió al pensar que él iba a soportar un poco del mismo sufrimiento que le había infligido a ella-
Sonó un silbato. Hicieron subir a empujones a bordo a Rudenko y a los otros rezagados, y la hilera de once pequeñas embarcaciones partió hacia un viaje arriesgado incluso para barcos mayores y mejor construidos. Al verlas desaparecer, Cidaq descubrió que sus sentimientos oscilaban entre el deseo vengativo de que se hundieran y la esperanza de que se salvaran, a causa de los pobres aleutas que también eran conducidos, para un cautiverio que duraría toda su vida, a las islas de las Focas.
No sentía la misma ambivalencia respecto a su propia situación, porque cada día que lograba sobrevivir le daba un motivo más para agradecer el haber escapado al solitario terror de la isla de Lapak. Kodiak estaba viva y, aunque sus habitantes se habían enredado en tempestades de odio y de frustrados sentimientos de venganza, aunque sus administradores vivían preocupados por la merma de las nutrias marinas y la necesidad de navegar hasta muy lejos en busca de focas, el aire estaba lleno de energía y bullía con el entusiasmo de construir un mundo nuevo. A Cidaq le gustaba Kodiak y, a pesar de subsistir de manera mucho más precaria que en Lapak, constantemente se recordaba a sí misma que seguía viva.
Como ya tenía quince años y todo le despertaba un intenso interés, se dio cuenta de que las cosas no marchaban bien para los rusos, los cuales se enfrentaban a una guerra franca con los koniags y a la rebelión de los nativos de otras islas situadas más al este. Docenas de hombres procedentes de Moscú y Kiev, que se consideraban superiores en todos los sentidos a aquellos isleños primitivos, ahora morían a sus manos, y ellos les demostraban que habían llegado a dominar las técnicas de la emboscada nocturna y del ataque por sorpresa durante el día.
Pero lo que entristecía a Cidaq era la evidente degradación de los aleutas, estrangulados por la desnutrición, las enfermedades y los malos tratos; la tasa de mortalidad entre ellos era escalofriante y a los rusos no parecía importarles. Por todas partes Cidaq veía señales de que su pueblo se enfrentaba a un exterminio inexorable.
Durante una breve temporada vivió con un aleuta y una mujer nativa que no estaban casados puesto que no existía una comunidad aleuta que celebrara los enlaces y les diera su bendición), los cuales luchaban por llevar una vída digna. Él cumplía las instrucciones de la Compañía, salía diariamente en busca de nutrias y cazaba con gran habilidad, se portaba bien y vivía de la escasa comida que le proporcionaba la Compañía. No se quejaba ante nadie, por miedo de que le sentenciaran a las islas de las Focas, y su mujer mostraba idéntica obediencia.
Sin embargo, cayó sobre ellos una tragedia que no podía ser más arbitraria y cruel. Apartaron al hombre de su trabajo en la caza de nutrias y, sin previo aviso, le condenaron al exilio en las islas de las Focas. Una noche, uno de los peores traficantes del Zar Iván entró en su choza, en busca de Cidaq, y como no la encontró, golpeó a la mujer en la cabeza y la arrastró hasta el lugar donde estaban de juerga cuatro de sus compañeros; abusaron todos de ella a lo largo de tres noches y, al terminar la orgía, la estrangularon. Cidaq pasó dos semanas escondida en la choza, sola, hasta que los mismos cinco traficantes la capturaron y la violaron repetidas veces. Probablemente la hubieran matado también al concluir la diversión, de no ser por la silenciosa llegada a Los Tres Santos de un hombre extraordinario, que había tomado la firme decisión de impedir la lenta muerte de su pueblo.
Había aparecido misteriosamente una mañana, y su silueta enjuta hab’ía surgido del territorio boscoso del norte, como la de un animal habituado a los bosques y a las altas montañas; sin duda, si los rusos le hubieran visto llegar, le habrían obligado a alejarse otra vez, porque era un hombre demasiado viejo para prestarles servicios y estaba tan consumido que ya no podía ser muy útil para nadie. Tenía más de sesenta años, un aspecto desaliñado y la mirada salvaje, y no llevaba consigo más que una chocante colección de trastos cuya utilidad los rusos no podían adivinar: un saco de piedras parecidas al ágata, pulidas tras una larga estancia en el lecho de algún río, otro saco lleno de huesos, siete varas de distintos tamaños, seis o siete trozos de marfil, la mitad de los cuales procedían de mamuts muertos mucho tiempo atrás y la otra mitad de morsas cazadas en el norte; y una Piel de foca bastante grande que envolvía un fardo cuadrado al que debía sus extraordinarios poderes. Contenía una momia bien conservada, la de una Mujer que había muerto miles de años antes y a la que habían sepultado en una cueva de la isla de Lapak.
Recorrió silenciosamente la parte norte de la aldea e instintivamente se dirigió hacia la alta pícea, cuyas grandes raíces estaban parcialmente expuestas por la erosión: Dejó caer a un lado su valioso fardo y comenzó a cavar la tierra entre las raíces, como un animal cuando construye su madriguera. Una vez hubo excavado un hoyo de tamaño considerable, levantó a su alrededor y por encima de él una especie de choza en la que instaló su residencia y colocó su fardo en el lugar de honor. Pasó tres días sin hacer nada y después comenzó a visitar discretamente a los aleutas.
- ¡He venido a salvaros! -les informaba con fúnebre gravedad.
Era el chamán Lunasaq, que había adquirido experiencia en varias islas, aunque nunca había logrado hacer nada importante ni había alcanzado un verdadero prestigio, porque había preferido vivir apartado de la gente, en comunión con los espíritus que gobiernan a la Humanidad y a los bosques, a las montañas y a las ballenas, y se había limitado a ayudar cuando se le necesitaba. No se había casado nunca porque le molestaban los ruidos de los niños, y se esforzaba en evitar el contacto con sus señores rusos, desconcertado ante su extraño comportamiento. Por ejemplo, no podía concebir que los que ostentaban el poder separasen a los hombres de las mujeres, como habían hecho los rusos al secuestrar a todos los hombres de Lapak y abandonar a las mujeres para que murieran. «¿Cómo creen que va la gente a producir nuevos trabajadores para sus barcos?», se preguntaba. Tampoco comprendía que pudieran matar a todas las nutrias del mar, cuando con un poco de moderación se hubieran asegurado todas las necesarias, año tras año, hasta el final de los tiempos. Pero por encima de todo, no lograba entender el crimen de que hombres adultos corrompiesen a muchachas muy jovencitas, con las que tendrían que casarse más adelante, si tanto hombres como muchachas querían sobrevivir y dar sentido a la existencia.
En realidad, había llegado a contemplar tantas maldades en las diversas islas ocupadas por los rusos que no se le había ocurrido nada más sensato que ir a Kodiak, donde estaba el cuartel general de la Compañía' para intentar llevar algún alivio a su pueblo, porque le dolía pensar que pronto tendría que abandonarles, dejándolos en las tristes condiciones que estaban padeciendo. Al igual que Tomás de Aquino, Mahoma y San Agustín, sentía la necesidad de dejar este mundo un poco mejor de lo que estaba cuando él lo había heredado; pero cuando se instaló entre las raíces del gran árbol protector, comprendió que, si se comparaba con el poderío de los invasores rusos, con sus barcos y sus armas, él se encontraba casi indefenso, excepto Por el hecho de que contaba con una ventaja de la que ellos carecían. En su hatillo de piel de foca estaba aquella anciana, con sus trece mil años de antigüedad, y que con cada año de su existencia más poderosa se volvía. Con su ayuda, el chamán salvaría a los aleutas de sus opresores.
Silenciosamente, como el tranquilo viento del sur que a veces sopla desde el turbulento océano Pacífico, empezó a frecuentar a los pequeños aleutas que con tanta obediencia cumplían los dictados de los rusos y les recordó insistentemente que les traía mensajes de los espíritus:
- Siguen siendo ellos quienes gobiernan el mundo, a pesar de los rusos, y tenéis que escucharles, porque os servirán de guías a través de esta época difícil, como supieron guiar a vuestros antepasados, cuando se vieron atacados por tempestades.
Les comunicó que guardaba entre las raíces del árbol los objetos mágicos que le permitían comunicarse con aquellos espíritus omnipresentes y se sintió más tranquilo cuando los hombres, de dos en dos o de tres en tres, comenzaron a acudir para consultarle. Repetía siempre el mismo mensaje:
- Los espíritus saben que tenéis que obedecer a los rusos, por absurdas que sean sus órdenes, pero también quieren que os defendáis. Guardad algo de comida para los días en que no reparten nada. Comed cada día un poco de algas, porque la fuerza viene de ellas. Dejad escapar a las crías de las focas y de las nutrias. Sabréis cómo hacerlo sin que los rusos se den cuenta. Y cumplid las antiguas normas, que son las mejores.
Ayudaba a los que caían enfermos; acostaba a la víctima en una estera limpia, después le rodeaba la cabeza con caracolas, para que el mar pudiera hablarle, y ponía junto a sus pies piedras sagradas, para que conservara la estabilidad. Cuando se enfrentaba a problemas que no podía solucionar, sacaba a la momia, aquella marchita criatura cuyos ojos, hundidos en la cara ennegrecida, miraban fijamente para tranquilizar y aconsejar:
- Ella dice que te verás obligado a ir a las islas de las Focas, no tienes escapatoria. Pero allí encontrarás a un amigo de confianza, que te apoyará toda la vida.
Nunca mentía a los hombres sentenciados a vivir en las islas, ni les aseguraba que encontrarían una mujer o que tendrían hijos, pues sabía que era imposible; sin embargo, sí les hacía ver que era posible la amistad, ese sentimiento que dignifica la vida, y afirmaba que un hombre sensato tenía que ir en su busca, aunque estuviera viviendo un gran horror.
- Encontrarás un amigo, Anasuk, y trabajarás en algo que sólo podrás hacer tú. Y los años irán pasando.
Más tarde, cuando los botes zarpaban hacia las islas de las Focas, el chamán aparecía en la playa, sin ocultarse, para despedir a los aleutas, y, durante los últimos meses del 1790, los funcionarios rusos se habituaron a su figura espectral, aunque de vez en cuando se preguntaban de dónde había salido y quién era exactamente. Pero nunca sospecharon que, gracias a él, los esclavos habían recuperado una pequeña parte de su dignidad e integridad, pues a juzgar por la situación de su propia gente, tanto la de los funcionarios como la de los tratantes de pieles convertidos en siervos, todo se iba rápidamente al diablo.
Con el correr del tiempo, el chamán Lunasaq se enteró de uno de los casos más tristes y desesperados que sufrieron los aleutas, el de Cidaq, la muchacha que aquellos criminales se estaban pasando de uno a otro, pese a que las normas de la Compañía lo prohibían. Un día, cuando el siervo traficante de turno se encontraba ausente porque había ido a descargar un kayak lleno de pieles, el chamán se presentó en la choza donde estaba viviendo por aquel entonces la muchacha y, al verla con el pelo sucio, con la cara pálida y tan demacrada que el disco labial casi se desprendía de su boca, la tomó de las manos y la atrajo hacia sí.
- ¡Hija mía! Los espíritus buenos no te han abandonado. Me envían para ayudarte.
Insistió en que Cidaq le acompañara inmediatamente y abandonara la miseria moral en la que estaba viviendo. Desafiaba las normas de la Compañía y se arriesgaba a que el traficante ruso le matara a golpes para recobrar a su mujer, pero la condujo hasta su choza entre las raíces y, una Vez dentro, destapó su tesoro más valioso, la momia, frente a cuya cara de pergamino hizo sentar a Cidaq.
- Niña -entonó-, esta anciana pasó por calamidades mucho peores que las tuyas. Hubo volcanes que estallaron en la noche, inundaciones, el furor del viento, la muerte, las infinitas pruebas que nos asaltan. Y luchó.
Continuó hablando así durante varios minutos, sin ver que la pequeña Cidaq hacía lo posible por no reírse de él. Finalmente, la muchacha alargó las dos manos, con una tocó la de él y con la otra rozó los labios de la momia.
- No necesito que ella me ayude, chamán. Mira este disco labial. Es hueso de ballena; yo ayudé a matarla. Llegará el día en que mataré a cada uno de los rusos que me han maltratado. Soy como tú, viejo; yo lucho cada día.
En ese momento, en la oscuridad de la choza, se creó un vínculo entre Cidaq y la momia, porque la vieja que había muerto en Lapak hacía tanto tiempo habló a la joven de su isla. Habló, sí. Después de practicar durante décadas, Lunasaq había llegado a perfeccionar sus dotes para la ventriloquía hasta el punto de que no sólo podía proyectar su voz hasta una distancia considerable, sino que también podía imitar la forma de hablar de diferentes personas. Podía ser un niño que pidiera ayuda, un espíritu enfadado que amonestara a un hombre malo o, especialmente, la momia, con su vasta acumulación de conocimientos.
En esa primera conversación, a la que siguieron muchas más, los tres hablaron sobre los tiranos rusos, sobre las nutrias marinas, sobre los hombres sentenciados a las islas de las Focas y, especialmente, discutieron la venganza que Cidaq planeaba contra sus opresores.
- Puedo esperar -aseguraba ella-. Cuatro, y entre ellos el peor, están ya en las islas de las Focas. No volveremos a verles. Pero tres continúan aquí, en Kodiak.
- ¿Qué vas a hacerles? -preguntó la momia.
- Estoy dispuesta a desafiar a la muerte, pero no dejaré de castigarles -respondió Cidaq.
- ¿Cómo? -quiso saber la anciana.
- Puedo degollarles mientras duermen -contestó Cidaq.
- Hazle eso a uno, y ellos te degollarán a ti. Seguro -repuso la momia.
- ¿Te enfrentaste tú a problemas tan graves? -inquirió Cidaq.
- Como todo el mundo -informó la vieja.
- Conseguiste vengarte?
- Sí. Les sobreviví. Me reí sobre sus tumbas. Y aquí sigo. Mientras que ellos Desaparecieron hace mucho. Hace mucho.
La choza se llenó con las risas ahogadas que la momia emitía al recordar su venganza; y era muy difícil advertir la destreza con que Lunasaq usaba su voz para que sonara como esas risas o detectar cuándo dejaba de ser la momia y se ponía a hablar severamente con su propia voz.
- Tengo que recordarte que el problema de Cidaq no es la venganza -dijo el charnán-, sino la supervivencia de su pueblo. Su problema es encontrar marido y tener hijos.
- Las focas tienen hijos. Las ballenas tienen hijos. Cualquiera puede tener hijos espetó la momia.
- ¿Los tuviste tú? -preguntó Cidaq.
- Cuatro. Y eso no cambió nada -contestó la anciana.
- Pero tú vivías sin ningún peligro, junto a los tuyos -interrumpió otra vez Lunasaq.
- Nadie vive nunca sin ningún peligro -dijo la momia-. Dos de mis hijos se murieron de hambre.
- ¿Cómo fue que ellos murieron y tú sobreviviste? -inquirió el chamán.
- Los viejos pueden soportar los golpes -explicó la anciana-. Miran más allá. Los jóvenes se los toman demasiado en serio. Y se dejan morir. Tú -se dirigió con bastante brusquedad al chamán-, a esta niña la tratas con demasiada severidad. Déjala que se tome su venganza. Los dos os sorprenderéis cuando veáis la forma en que se produce.
- ¿Llegará?
- Claro. Igual que muy pronto van a llegar los rusos a esta choza, para darnos una paliza a todos. Pero Lunasaq, mi ayudante, ya ha pensado en eso, y tú resultarás de gran ayuda, de una forma que ahora no puedes adivinar. Tu ayuda llegará de tres maneras, que vendrán en diferentes direcciones. Pero ahora, escondedme.
Apenas habían ocultado a la momia cuando irrumpieron en la choza dos de los traficantes siervos y atacaron al chamán con unos golpes tan brutales que Cidaq temió por su vida. Pero tan pronto había comenzado la paliza, un grupo de cinco aleutas armados con garrotes corrieron hasta la casucha y en ese reducido espacio pegaron con fuerza en la cabeza a los agresores, con tanta aplicación que el más fuerte de ellos salió de la choza tambaleándose, con la cabeza destrozada, hasta que cayó muerto, mientras el otro hombre escapaba gritando, perseguido por dos aleutas que le golpeaban en la espalda.
Milagrosamente, los otros aleutas consiguieron llevarse en secreto el cadáver y lo escondieron en un barranco, bajo un montón de piedras. El traficante que sobrevivió a la paliza trató después de acusarles, diciendo que unos aleutas le habían atacado con garrotes, pero tanto él como su compañero muerto tenían tan mala reputación que la Compañía no lamentó borrarlOs de su Plantilla, y, unos días después, se envió al superviviente a pasar el resto de su vida entre las focas. Cidaq presenció su marcha con inflexible satisfacción y regresó a la choza del chamán, donde, para su sorpresa, la momia no demostró mucho entusiasmo por el incidente.
- No tiene importancia -dijo-. A esos dos no les vamos a echar de menos, y tú no has ganado nada con esta historia. Lo importante es que están a punto de producirse las tres maneras de ayudarnos de las que te hablé. Prepárate. Tu vida está cambiando. El mundo está cambiando.
Entonces el chamán hizo que la momia hablase como si se estuviera alejando de la choza, y Cidaq le suplicó que se quedara; como la Vieja no acababa de irse, fue el chamán quien la interrogó primero:
- Esas ayudas, ¿también a mí me serán útiles?
- ¿Qué significa ser útil? -espetó la anciana, con bastante impaciencia-. ¿Acaso a Cidaq le resulta útil que uno de sus agresores haya muerto y el otro esté exiliado? Solamente si ella hace algo que le permite obtener un beneficio.
Con el correr de los años, la momia había adquirido una personalidad propia y con frecuencia expresaba opiniones contrarias a las del chamán. Era como un voluntarioso estudiante que se hubiera liberado de la tutela de su maestro y, en algunas ocasiones en que hablaban sobre asuntos inportantes, el chamán y la obstinada momia llegaban a entablar una discusión.
- Pero, esas nuevas maneras, ¿no serán perjudiciales? -preguntó el chamán.
- Por sí mismo, ¿qué es lo que resulta perjudicial? -respondió la vieja, con otra irritada pregunta-. Solamente lo que permitimos que lo sea.
- ¿Puedo emplear esas nuevas maneras? ¿Y ayudar con ellas a los míos? -preguntó Lunasaq.
No hubo respuesta, porque la vieja sabía que la solución se encontraba en el propio chamán. Pero cuando Cidaq formuló casi la misma pregunta,la momia suspiró y guardó silencio, como sumida en antiguos recuerdos,y luego suspiró otra vez.
- De todos mis años -dijo finalmente-, y he disfrutado de varios miles, recuerdo solamente los que me enfrentaron con desafíos: mi marido, al que no llegué a apreciar hasta que vi de qué modo se comportaba ante la adversidad; mis dos hijos, que se negaron a ser cazadores, pero se convirtieron en unos expertos constructores de kayaks; el invierno en que todos se pusieron enfermos y sólo quedamos otra vieja y yo para conseguir pescado; aquel espantoso año en que el volcán de Lapak estalló sobre el océano y cubrió nuestra isla con dos palmos de ceniza, y mi marido y yo tuvimos que llevarnos a los sobrevivientes mar adentro, durante cuatro jornadas, Par'a poder respirar; y las noches apacibles en que yo imaginaba planes que nos permitirían llevar una vida mejor. -Se interrumpió y entonces pareció dirigir su voz directamente hacia Cidaq, para después volverse hacia el chamán, que le había permitido continuar su existencia durante el período actual-: Están llegando tres hombres a Kodiak. Traen con ellos el mundo y todo el significado del mundo. Y vosotros les recibiréis, cada uno a vuestra manera.
Entonces habló con una voz mucho más suave, dirigiéndose solamente a Cidaq:
- ¿Te sentiste bien cuando viste cómo mataban a aquel ruso?
- No -contestó Cidaq-. Tuve la sensación de que algo acababa. Como si algo se hubiera terminado.
- ¿Y no te sentiste satisfecha?
- No; sólo se acababa. Algo malo había terminado, sin que yo tuviera mucho que ver con ello.
- Estás preparada para recibir a los que vienen -afirmó la momia. Después preguntó, dirigiéndose a su chamán-: ¿Qué sentiste tú cuando a él le asesinaron?
- Sentí lástima por él -contestó Lunasaq con sinceridad-, porque había vivido una vida tan miserable. Y me alegré por mí, porque todavía me queda mucho trabajo por hacer aquí, en Kodiak.
- Estoy orgullosa de vosotros dos. Estáis preparados. Pero nadie me ha preguntado qué es lo que yo siento. Esos tres que vienen, también se dirigirán a mí con sus problemas.
- ¿Qué sientes tú? -preguntó entonces el chamán, pues el bienestar de la momia fortalecía el suyo.
- Os he dicho que para mí los años buenos eran aquellos en que algo traía desafíos -dijo ella-. Ya va siendo hora de que pase algo interesante en esta condenada isla.
Y, después de darles aquella alentadora información, se retiró para preparar el próximo reto que le reservaban sus trece mil años de edad.
El primero que llegó fue un hombre que regresaba ilegalmente. Nadie esperaba verle otra vez en la isla de Kodiak, pero reapareció con una misión que dejó atónitos a todos los que hablaron con él. Era Yermak Rudenko, aquel traficante corpulento y barbudo que había comprado a Cidaq y se había escapado de las islas de las Focas, decidido a hacer cualquier cosa antes que volver allí. Los funcionarios de la Compañía descubrieron que había llegado como polizón en un barco que regresaba con un cargamento de pieles, le arrestaron y le llevaron a la tosca oficina del puerto.
- ¿Sabéis cómo es aquello? -les preguntó, fingiendo arrepentirse-. Antes allí sólo vivían las focas. Ahora, hay unos pocos aleutas y unos cuantos rusos. Llega un barco al año, no hay casi nada para comer y nadie con quien hablar.
- Por eso te enviaron -le interrumpió un joven oficial, que nunca había pasado privaciones-. Aquí eras incorregible, y en el próximo barco volverás a ir allá, que es donde tienes que estar, y para siempre.
Rudenko se puso pálido y se desvaneció toda la furia que había desplegado cuando era el rey del Zar Iván y de los traficantes de Kodiak. Le resultaba insoportable tener que enfrentarse durante el resto de su vida a la espantosa soledad de las islas Pribilof y empezó a suplicar a aquellos funcionarios que controlaban su destino.
- No hay más que lluvia. Ni un árbol. En invierno el hielo lo envuelve todo Y, cuando vuelve el sol, solamente están las focas, que abarrotan la isla. En sólo una semana, un niño de seis años sería capaz de cazar tantas como le Pidieran. Y no hay nada más.
Pareció que toda la fuerza escapaba de su cuerpo enorme, de grandes músculos y hombros pesados, y, desde luego, toda su arrogancia se esfumó. Si la sentencia le obligaba a embarcarse en un bote y regresar a aquella isla desolada, prefería saltar al agua durante el trayecto o matarse después de desembarcar; porque malgastar los años de su vida en aquella inutilidad improductiva era más de lo que podía soportar.
- ¡No me hagáis volver! -les rogó.
- Te enviamos allí porque aquí no podíamos hacer nada contigo -los funcionarios se mostraron inflexibles-. En Kodiak no hay lugar para ti
Desesperado, debatiéndose en busca de alguna salida, balbuceó una petición, y entonces, a pesar de que no hacía al caso, la isla de Kodiak adquirió un compromiso que duró tanto como la violenta vida de aquel hombre.
- ¡Aquí vive mi mujer! ¡No podéis separar de su mujer a un ruso creyente!
La noticia dejó atónitos a los presentes, que intercambiaron miradas.
- ¿Alguien conoce a la mujer de este hombre? -se preguntaban unos
- ¿Por qué no nos dijeron nada de esto? -decían otros.
El resultado fue que el funcionario que estaba temporalmente a cargo de los asuntos de la Compañía tomó una decisión.
- Llevaos a este hombre; ya veremos -dijo.
- Encargó la investigación a un joven oficial de la Marina, el alférez Fedor Belov, quien inició las averiguaciones mientras volvían a encarcelar a Rudenko; tras algunos aburridos interrogatorios, el joven oficial descubrió que el prisionero Rudenko había comprado a una muchacha aleuta en la isla de Lapak y, aunque la trataba mal, en cierto modo se le podía considerar como su marido. Belov informó a sus superiores, que se mostraron preocupados.
- La zarina nos ha ordenado favorecer el establecimiento de familias rusas en estas islas -señaló el director en funciones- y, más concretamente, pidió que se promocionara el matrimonio con las muchachas nativas, si se convertían al cristianismo.
Puesto que la zarina en cuestión era Catalina la Grande, autócrata de autócratas, que lograba enterarse de lo que ocurría en los puntos más remotos de su imperio, era aconsejable cumplir todas sus consignas.
Por lo tanto, ordenaron al alférez Belov que volviera al trabajo y comenzara a investigar a la supuesta esposa de Rudenko. ¿Existía de verdad? ¿Era cristiana? ¿Sería posible que el único sacerdote ortodoxo de Kodiak, que casi siempre estaba borracho, bendijera su matrimonio? El oficial se ocupó primero de esta última cuestión y se fue en busca del padre Pétr, un derrotado sacerdote de sesenta y siete años, que repetidas veces había solicitado que le permitieran regresar a Rusia. Descubrió que el anciano estaba dispuesto a satisfacer cualquier encargo que le hiciera la Compañía, que era quien le proporcionaba alojamiento y comida.
- ¡Por supuesto que sí! Nuestra adorada zarina, que Dios la proteja, nos ha dado instrucciones, y nuestro venerado obispo de Irkutsk, que Dios le proteja, a quien tenemos en gran respeto…
Al mencionar el nombre del obispo, sus pensamientos se desviaron hacia la séptima solicitud que pensaba dirigir al dignatario, suplicándole que le liberara de las difíciles responsabilidades que tenía a su cargo en la isla de Kodiak. Entonces perdió el hilo de su discurso y, con una mirada inexpresiva en su rostro blanco y barbudo, inquirió con humildad:
- ¿Qué deseáisde mí, joven?
- ¿Recordáis al traficante de pieles Yermak Rudenko?
- No.
- Un hombre corpulento, muy pendenciero…
- Ah, sí.
- Trajo una muchacha de Lapak. Una aleuta, claro.
- Es algo muy normal entre los marineros.
- Ha pasado casi un año entero en las islas de Las Focas.
- Claro, claro; es un mal tipo.
- ¿Casaríais a ese tal Rudenko con su muchacha aleuta?
- Por supuesto. La zarina nos ordenó que… Sí, lo ordenó.
- Pero solamente si las muchachas se convertían al cristianismo. ¿La bautizaríais?
- Sí; para eso me enviaron aquí, para bautizar. Para que los paganos conozcan el amor de Jesucristo.
- ¿Habéis bautizado a alguno?
- A unos pocos; son tipos muy tozudos.
- ¿Pero a ésta, la bautizaríais y la casaríais?
- Sí, porque son órdenes de la zarina. Leí la orden, me la envió nuestro obispo de Irkutsk.
El alférez Belov comprendió que el anciano no tenía muy claro qué estaba haciendo allí o qué tenía que hacer. Llevaba varios años en las islas y, a pesar de ello, había bautizado a muy pocas personas, había celebrado todavía menos matrimonios y no había llegado a dominar ninguno de los idiomas de los nativos. Era el peor ejemplo del esfuerzo civilizador ruso, y los chamanes como Lunasaq se habían colado en el amplio vacío que dejaba su falta de entusiasmo misionero.
- Enviaré vuestra solicitud al obispo de Irkutsk -prometió Belov-. En cuanto a vos, ¿estaréis dispuesto a celebrar ese matrimonio?
- Gracias, gracias por enviar la carta.
- Os he preguntado por la boda.
- Ya sabéis lo que ha manifestado la zarina, que los cielos protejan a Su Alteza Real.
El alférez Belov informó, pues, a los funcionarios de que Rudenko tenía algo así como una esposa y de que el padre Pétr estaba dispuesto a bautizarla y a celebrar la boda, siguiendo las instrucciones de la zarina. Entonces los funcionarios preguntaron a Belov si había visto a la joven y si la juzgaba digna de convertirse en ciudadana rusa.
- Todavía no la he visto -respondió él-, pero creo que está aquí, en Los Tres Santos, y proseguiré diligentemente con la investigación.
Por medio de nuevos interrogatorios, se enteró de que la joven se llamaba Cidaq y que residía, si es que se podía emplear esta palabra, en una choza cuyo ocupante anterior había sido asesinado, sin saberse muy bien cómo, Pues los detalles eran poco claros. Descubrió con sorpresa que se trataba de una joven sencilla, de quince o dieciséis años, que no estaba embarazada, era excepcionalmente limpia para ser una aleuta y tenía nociones de ruso. Advirtió que su presencia la aterrorizaba, aunque ignoraba que era por el miedo de verse complicada en el asesinato del traficante un asunto que ya desde el principio se había abandonado; hizo lo posible por tranquilizarla:
- Traigo buenas noticias, muy buenas noticias.
Ella suspiró, sin lograr imaginar de qué podía tratarse.
- Se te ha concedido un gran honor -le dijo Belov, mientras se inclinaba hacia ella, y ella se inclinaba también para escuchar-. Tu marido quiere casarse legalmente contigo. Por la religión rusa. Con sacerdote. Bautismo. -Hizo una pausa y luego añadió, con gran pompa-: ciudadanía rusa plena.
Sin abandonar su postura, le sonrió y se sintió aliviado cuando vio la enorme sonrisa que estalló en el rostro de la muchacha. La tomó de las manos y, embargado por su propia alegría, exclamó:
- ¿No te lo había dicho? ¡Grandes noticias!
- ¿Mi marido? -preguntó ella, por fin.
- Sí. Yermak Rudenko. Ha vuelto de las islas de las Focas.
Éste fue el inicio del fraude mediante el cual Cidaq iba a lograr vengarse de Rudenko, porque la muchacha consiguió disimular, con la astucia de un animalillo, cualquier reacción física o verbal que pudiera delatar su repugnancia ante la idea de volver a reunirse con Rudenko y, durante la pausa que siguió, comenzó a imaginar varias formas de cobrarle la deuda a aquel hombre malvado. Pero comprendió que tenía que saber más cosas antes de dar el paso siguiente y se fingió encantada por la noticia.
- ¿Dónde está mi marido? ¿Cuándo puedo verle?
- ¡No vayas tan de prisa! Está aquí, en Los Tres Santos. Y la Compañía dice que, si os casáis como es debido, él puede quedarse -añadió solemnemente el joven oficial, como si le estuviera comunicando un último favor.
- ¡Qué maravilla! -exclamó la joven.
Entonces el oficial añadió una condición que a ella le permitió complicar las cosas:
- Por supuesto, para que se celebre la boda por la iglesia tendrás que convertirte antes al cristianismo.
- ¿Y de lo contrario le harán volver a las islas de las Focas? -preguntó entonces Cidaq, fingiendo estar horrorizada.
- O puede que le fusilen.
- ¿Significa eso que ha vuelto sin permiso?
- Sí. Ardía en deseos de estar otra vez contigo.
- ¿Cristianismo? ¿Matrimonio? ¿Eso es todo lo que hace falta?
- Sí; y el padre Pétr dice que está dispuesto a encargarse de tu conversión y a celebrar tu boda.
Cidaq sonrió al alférez Belov con su redonda cara radiante por la fingida gratitud y le dio las gracias por sus alentadoras noticias.
- ¿Y cuándo puedo ver a mi señor Yérmak? -quiso saber después, como si estuviera profundamente enamorada.
- Ahora mismo.
En la bahía de Los Tres Santos no había cárcel, lo que no debe extrañarnos, pues contaba con muy pocas cosas de las que precisa una sociedad organizada, pero en las oficinas de la Compañía había un cuarto sin ventanas y con una puerta doble, que podía cerrarse con llave por ambos lados; descorrieron los cerrojos, y el joven oficial condujo a Cidaq al cuarto oscuro donde estaba sentado su supuesto marido, encadenado con grilletes.
- ¡Yermak! -exclamó ella, con una alegría que complació al prisionero sin sorprenderle, porque, aunque comprendía que resultaba arriesgado confiar en ella para lograr su libertad, era tan arrogante que pensaba que la joven se iba a deslumbrar ante la tentadora posibilidad de convertirse en la esposa legal de un ruso y le iba a perdonar todo lo que le había hecho en el pasado-. ¡Yermak! -volvió a exclamar Cidaq, como una esposa sumisa.
Se desprendió del alférez Belov y corrió hacia su perseguidor, tomó sus manos esposadas y las cubrió de besos, y después hundió su rostro sonriente en la barba del hombre para besarle de nuevo. Al presenciar aquel emotivo reencuentro entre el traficante de pieles ruso y la muchacha isleña que tanto le adoraba, Belov disimuló un sollozo y salió para informar a las autoridades de que era necesario continuar con los preparativos de la boda.
En cuanto Cidaq se vio libre de Rudenko y Belov, corrió a la choza del chamán, gritando:
- ¡Lunasaq! ¡Tengo que hablar con tu momia!
Cuando desenvolvieron el fardo de piel de foca, Cidaq explicó entre risas la asombrosa oportunidad que acababa de ofrecérsele:
- Si me caso con él, se queda; si no, vuelve con sus focas.
- ¡Es extraordinario! -exclamó la momia-. ¿Le has visto?
- Sí. Llevaba grilletes. Le custodia un soldado armado con un rifle.
- Y, ¿qué has sentido al verle?
- Me he imaginado que le estrangulaba con mis propias manos.
- ¿Y qué vas a hacer?
En el tiempo transcurrido desde que había visto por primera vez la odiosa cara de Rudenko, Cidaq había perfeccionado su enrevesada estrategia.
- Haré creer a todo el mundo que soy muy feliz. Dejaré que piensen que voy a casarme con él. Hablaré con él sobre la vida que vamos a llevar aquí, en Los Tres Santos…
- ¿Y disfrutarás de cada minuto? -preguntó la anciana.
- Sí; y en el último instante diré que no, para ver cómo le arrastran otra vez a su prisión eterna entre las focas.
- Pero, ¿qué motivo vas a alegar… para cambiar de opinión? -preguntó la momia, que en vida había sido una mujer práctica, lo cual explicaba su larga existencia posterior.
Las palabras con las que respondió Cidaq resultaron ser el origen de graves complicaciones:
- Diré que no puedo renunciar a mi antigua religión para convertirme en cristiana.
Lunasaq ahogó un grito, escandalizado ante aquella frívola declaración, pues ahora se trataba de la religión, que era la esencia de su vida, y podía darse cuenta del peligro que encerraba aquel juego. Apartó a un lado a la marchita momia, envuelta en su piel de foca, y el chamán Lunasaq, ante la amenaza, asumió la conversación.
- ¿Has dicho que estabas pensando en convertirte al cristianismo?
- No; lo han dicho ellos. Para poder casarme con Rudenko, tendría que unirme a su religión.
- Pero no estarás pensando hacerlo, ¿verdad?
Continuando con el juego, la joven respondió, medio en broma:
- Bueno, si él fuera un ruso simpático… como el joven Belov, por ejemplo…
Muy serio, el chamán hizo sentar a Cidaq en una banqueta, se sentó ante ella y se puso a hablarle, como si estuviera haciendo un resumen de toda su vida:
- ¿Es que no has visto la cristiandad de los rusos, jovencita? ¿Acaso ha ayudado en algo a nuestro pueblo? ¿Nos ha traído la felicidad que prometían? ¿O nos ha dado casas donde refugiarnos? ¿O comida? ¿Nos aman ellos como su Libro dice que tendrían que amarnos? ¿Nos respetan? ¿Nos permiten entrar en sus casas? ¿Nos han dado alguna libertad nueva o siquiera han mantenido las que nosotros habíamos conseguido? ¿Hay algo… se te ocurre una sola cosa… algo bueno que su dios nos haya dado? Y de las cosas buenas que ya teníamos, ¿hay una sola que no nos hayan quitado?
La momia gruñó, desde dentro de su saco, ante aquel acertado resumen de la autoridad cristiana bajo el dominio ruso, y el chamán continuó, animado por ella; sacudía sus desaliñados mechones cada vez que presentaba un nuevo argumento para convencer a Cidaq:
- ¿Es que en los viejos tiempos, con nuestros espíritus, no había felicidad en nuestras islas? ¿Acaso ellos no hacían que siempre encontráramos animales nadando en torno de nuestras islas, que podíamos cazar Para comer?, ¿acaso no nos protegían cuando íbamos en nuestros kayaks?, ¿no traían a nuestros hijos sanos y salvos al mundo?, ¿no nos devolvían el sol cada primavera?, ¿no aseguraban la armonía de nuestra existencia y nos permitían construir unos pueblos agradables, donde los niños jugaban al sol y los ancianos morían en paz? -Se conmovió tanto ante aquella visión del paraíso perdido de los aleutas que su voz se elevó hasta convertirse en un gemido quejumbroso-: ¡Cidaq! ¡Cidaq! Has sobrevivido a grandes calamidades. Y, sin duda, los espíritus te han salvado para que cumplas una noble misión. En este momento de crisis, no pienses siquiera en abrazar sus innobles costumbres. Permanece junto a nuestro pueblo, Cidaq. Ayúdale a recobrar su dignidad. Ayúdale a elegir un camino honrado en estos tiempos de prueba. Ayúdame a mí a auxiliar a nuestro pueblo.
Estaba temblando cuando acabó de hablar, porque sus espíritus, las fuerzas que impulsaban los vientos y encendían el sol, le habían ofrecido una visión del futuro y había podido ver que su pueblo iba a morir rápida y dolorosamente si abandonaba sus antiguas costumbres. Vio cómo los hombres perdían el sentido, cada vez más borrachos; vio cómo los morenos aleutas morían a causa de enfermedades desconocidas que nunca atacaban a los blancos rusos; vio cómo jóvenes alegres como Cidaq eran corrompidas y despreciadas; y, por encima de todas las cosas, contempló el declive inexorable y la desaparición definitiva de todo lo que había hecho resplandecer la vida en Attu, en Kiska, en Lapak y en Unalaska y vio que todo era arrastrado por los suelos, hasta que los mismos espíritus que habían gobernado aquella vida llegaban a desaparecer.
Un universo, un universo entero que había conocido episodios de grandeza, como cuando dos hombres solos en medio de la vastedad del mar, protegidos únicamente por un kayak de piel de foca, cuyos costados podría agujerear cualquier pez que se lo propusiera, atacaban al monstruo, unos hombres que en total pesaban sólo ciento diez kilos, mientras el animal alcanzaba cuarenta toneladas, y luchaban hasta matarlo. Aquel universo y todo lo que abarcaba estaba en peligro de extinción, y Lunasaq sentía que era el único responsable de salvarlo.
- Cidaq -susurró, suplicándole con voz casi ahogada por la angustia-, no desdeñes las antiguas y seguras costumbres que te han protegido, en favor de otras nuevas y perversas, que te prometen vivir bien y solamente te conducen a la muerte.
Sus palabras ejercieron un efecto poderoso sobre Cidaq, que permaneció sentada en una especie de trance, mientras él sacaba de sus hatillos los símbolos reverenciados que hasta entonces la habían guiado en la vida: los huesos, los trozos de madera, los guijarros pulidos, el marfil que tanto había costado conseguir en el mar. El chamán los distribuyó alrededor de la muchacha, formando dibujos que ella ya conocía, e inició un cántico, usando palabras y frases que la muchacha no comprendía, pero tan poderosas que trajeron hasta la habitación a los espíritus que gobernaban la vida, los cuales hablaron a la joven como en los días de su niñez.
- ¡Cidaq, no nos abandones! Cidaq, los otros te prometen una vida digna, pero no te la dan; no se la dan nunca a nuestra gente. Cidaq, sigue las costumbres que permitieron que tu bisabuela viviera tanto tiempo y con tanto valor. Cidaq, no te alíes con esos dioses nuevos y extraños que solamente alardean, pero no tienen ningún poder. ¡Cidaq, Cidaq!
Su nombre resonó por todos los rincones de la choza, hasta que la muchacha temió desmayarse; pero entonces, desde el saco de la momia surgieron unas palabras de ánimo:
- Paso a paso, Cidaq. Sonríe a Rudenko. Dale esperanzas. Y más tarde envíale otra vez al exilio con las focas. Después nos enfrentaremos a esas cosas que desconciertan a nuestro chamán y que a mí también me desconciertan.
La niña de cara redonda y sonrisa como un sol agitó con fuerza la cabeza, como si quisiera dejarla preparada para la tarea que tenía que emprender.
- No permitiré que me conviertan en cristiana -le prometió a su chamán-; es decir, en una auténtica cristiana.
Y salió de la choza, sonriendo una vez más, mientras intentaba imaginar la cara que pondría Rudenko en el último instante, cuando ella se negara a casarse y él comprendiera que le había engañado, para obligarle a volver con las focas.
La momia había predicho que a Kodiak llegarían tres hombres con mensajes de inquietud o de esperanza, y Rudenko había sido el primero, con malas noticias; pero se acercaba un segundo hombre, que traía ideas creativas, que llegó muy a tiempo.
Hacia el 1790, la colonización rusa de los territorios americanos se degradó hasta el nivel más bajo que había alcanzado nunca una nación europea al llevar la civilización hasta las tierras recién descubiertas. España, Portugal, Francia e Inglaterra se habían comportado mejor, y el único País que se acercó a la desastrosa actuación de los rusos en las Aleutianas fue Bélgica, que tantas atrocidades cometió en el Congo. Los rusos acabaron con los Sistemas de vida que siempre habían permitido a los isleños gobernarse razonablemente. Agotaron las fuentes de alimentos hasta el punto de que la gente llegó a pasar hambre. Exterminaron, o poco menos, a las nutrias marinas y casi provocaron la desaparición de una riqueza que podría haber continuado eternamente. Y, peor aún, eliminaron las antiguas creencias sin sustituirlas por otras viables. Los viejos sacerdotes borrachines, como el Padre Pétr, de Los Tres Santos, no llegaron a convertir al cristianismo a más de diez aleutas en diecinueve años y ni siquiera ofrecieron a esas almas bien dispuestas un poco de consuelo espiritual o alguna mejora en su vida terrena. La situación era tan desastrosa que un observador imparcial hubiera podido concluir con bastante justificación que los rusos degradaban todo lo que tocaban. Sin embargo, ahora iba a llegar una solución desde Irkutsk.
En aquel invierno del 1726 en que Vitus Bering y su asistente Trofim Zhdanko habían quedado aislados por la nieve durante su viaje a Kamchatka, se desviaron voluntariamente hasta la capital regional de Irkutsk, no muy lejos de la frontera con Mongolia, para entrevistarse con el voivoda Grigory Voronov, cuya hija Marina, tan trabajadora y eficiente, les causó muy favorable impresión. Marina se casó con Iván Poznikov, el comerciante de pieles siberiano, y, más adelante, después de que unos maleantes asesinaran a su primer marido cuando viajaban hacia Yakutsk, se casó con el cosaco Zhdanko. Cuando le presentaron a Trofim, Marina le había dicho que en Siberia, todas las cosas buenas provenían de Irkutsk, lo que todavía era cierto.
La ciudad había florecido durante los años transcurridos desde entonces y se había convertido en el centro administrativo y comercial de la Rusia oriental, además de en el foco desde el cual irradiaban ese tipo de ideas creadoras que permiten prosperar a una sociedad; de todas las instituciones allí presentes, la más poderosa era la Iglesia Ortodoxa, cuyo obispo local estaba decidido a inyectar vitalidad religiosa en Kodiak, que era el territorio más oriental y el más retrasado de los que caían bajo su administración.
Cuando Bering y Zhdanko conocieron a Marina Voronova, ignoraban que tenía un hermano menor, llamado Ignaci, que se había quedado en Moscú cuando su padre se trasladó al este para ocupar el cargo de gobernador. Este Ignaci tenía un hijo llamado Luka, quien, a su vez, en 1766, tuvo Un varón al que bautizó con el nombre de Vasili, y el niño, desde su infancia, mostró inclinación por las órdenes sagradas. Una vez terminados los estudios primarios, Vasili no tardó en solicitar el ingreso en el seminario de Irkutsk y, el 1790, a la edad de veinticuatro años, ya estaba preparado para la ordenación. Por entonces, la familia Voronov se hallaba inmersa en un tenso debate, y la tía abuela Marina Zhdanko, que ya tenía ochenta y tres años, viajó desde Petropávlovsk hasta Irkutsk para darles a conocer los vehementes opiniones, las cuales originaron la irritación de varios miembros de la familia.
La familia se enfrentaba a un curioso problema. En el momento de ordenarse, los sacerdotes de la iglesia ortodoxa rusa tenían que tomar una difícil elección, que determinaba el rumbo futuro y los límites de su vida. Un hombre joven, con el corazón inflamado de entusiasmo, podía elegir entre convertirse en sacerdote negro o en sacerdote blanco, nombres que se referían a las vestimentas que proclamaban su decisión. El sacerdote blanco era el que elegía servir al pueblo, como jefe de una iglesia local, como misionero o como asistente menor en la obra divina. Lo importante es que no sólo se le permitía, sino que se le animaba a casarse y, cuando establecía una familia en su comunidad, quedaba inextricablemente ligado a ella. El sacerdote blanco era un hombre del pueblo, y a ellos y al esfuerzo de sus familias se debía la mayor parte de las buenas obras de la iglesia. Luka Voronov, el padre de Vasili, había sido sacerdote blanco en la zona rural de Irkutsk, y su hijo, que había crecido en esa tradición, había sido adoctrinado sobre los méritos de esta elección.
Pero otros jóvenes sacerdotes, impulsados por la ambición de la carrera eclesiástica o por el deseo sincero de ver a su Iglesia bien administrada, elegían ser sacerdotes negros, pues, aunque sabían que eso les impediría casarse, eran conscientes también de que se les concedería a ellos el gobierno de su Iglesia. Cualquier muchacho que aspirara a ejercer un alto cargo religioso en Rusia o en una provincia importante, como Irkutsk, tenía que elegir el hábito negro, hacer votos de castidad y respetar aquellas decisiones de por vida, si no quería verse rigurosamente excluido de cualquier puesto importante en la jerarquía. Había una regla inflexible, que no admitía excepciones: «Los dignatarios religiosos sólo surgen de entre los sacerdotes negros».
El joven Vasili sentía la clara vocación de seguir los pasos de su padre, pues en la zona de Irkutsk no había habido un sacerdote más apreciado que Luka Voronov, ni siquiera el obispo, que era sacerdote negro, naturalmente. Vasili contaba con el apoyo seguro de su padre y hubiera seguido su ejemplo, de no ser porque su tía abuela Marina expresó firmemente su opinión en contra.
- ¡Hijo! Sería un desastre que tú mismo te negaras la posibilidad de alcanzar un alto cargo en nuestra iglesia. No pienses siquiera en elegir el hábito blanco. Desde tu nacimiento has estado destinado a ser un jefe; quizá el jefe supremo.
Su sobrino Luka, el padre del joven, reaccionó con bastante energía ante aquel consejo, que le parecía fantasioso.
- Mi querida tía Marina, tú sabes tan bien como Vasili que la jerarquía de nuestra iglesia no busca sacerdotes de Siberia.
- ¡Un momento, un momento! Sólo porque tú, Luka, renunciaras al camino recto y volvieras la espalda a los ascensos, cosa que nunca comprendí, no es motivo para que tu hijo, que tiene tanto talento, haga lo mismo. ¡Mírale! ¿Acaso el mismo Dios no le ha escogido para formar parte de la jerarquía?
La familia volvió la vista hacia Vasili, muy digno con su túnica de seminarista, rubio, alto y erguido, de aspecto apuesto y de modales respetuosos, y vieron que era un joven apto para prestar un servicio distinguido a su iglesia. Tal como había comentado su tía abuela, era un hombre destinado a alcanzar la grandeza. Pero su padre veía algo más noble que la posibilidad de ascender; veía a un joven nacido para servir, tal vez en el puesto más humilde que ofreciera la iglesia, tal vez en un alto cargo, pero que siempre cumpliría con las nobles responsabilidades de su religión, como él mismo, Luka, había tratado de hacer toda su vida. El joven seminarista poseía el toque de gracia que dignifica a un hombre, cualquiera que sea la tarea que se le asigne; tenía vocación, una llamada exterior tan apremiante como el grito insolente de un sargento en el frío de la mañana. Estaba destinado a cumplir el trabajo del Señor y se sentía ansioso por hacerlo en el puesto que se le asignara.
Cuando finalmente se disponía a anunciar la decisión de elegir el hábito blanco, la tía abuela Marina dejó atónita a la familia:
- Como sabía que la reunión era importante, me he permitido consultar la cuestión con el obispo y le he pedido que viniera a vernos, para servirnos de orientación. Ve a ver si ha llegado su carruaje, Luka.
Poco después apareció el obispo en persona, quien hizo una reverencia ante aquella gran dama, la cual había contribuido con su dinero, generosa y frecuentemente, para que él pudiera llevar a cabo el trabajo iniciado por la Iglesia, especialmente en las islas.
- Como os dije el otro día, madame Zhdanko, sois un honor para Irkutsk.
- Como mi padre en sus tiempos -replicó ella, sin azorarse. Y añadió, aunque un poco tarde-: Y como Luka, a su modo. -Como no quería que el obispo perdiera su tiempo con tonterías, continuó-: Vasili opina que, para servir al Señor, tiene que elegir el hábito blanco.
- A su edad, yo elegí el negro.
- ¿Y pudisteis ejecutar la obra del Señor con la misma capacidad?
- Creo que el deseo más imperioso del Señor es mantener la prosperidad de su Iglesia.
Marina no se conformó con esta victoria, pues quería escuchar algo más que lugares comunes.
- Decidme la verdad, obispo -le pidió-, si este joven tomara el hábito negro, ¿le tendríais en cuenta para ocupar un puesto en las Aleutianas?
Los miembros de la familia quedaron asombrados ante una pregunta tan impertinente sobre la política de la Iglesia, pero la vieja sabía que le quedaban pocos años de vida y que en las islas que tanto le gustaban a su segundo marido había todavía mucho trabajo por hacer. El obispo tampoco se sorprendió ante la claridad con que había hablado la anciana señora, pues sus antiguas obras benéficas le daban derecho a entrometerse un poco, especialmente en lo que concernía a un miembro de su propia familia. El obispo pidió más té, sostuvo su taza en equilibrio, mordisqueó un pastelito y dijo:
- Como bien sabéis, madame Zhdanko, estoy gravemente preocupado por la situación de nuestra Iglesia en las islas. La zarina ha dispuesto sobre mis hombros la responsabilidad de velar por la divulgación de la Palabra Sagrada y por que los salvajes ingresen en la familia de Cristo. -Miró sucesivamente a cada miembro de la familia, tomó un sorbo de té y dejó la taza. Entonces continuó' con cierto tono de tristeza-: Y he fracasado. He enviado a aquella zona a un sacerdote tras otro, a hombres que quizá habían sido buenos en sus tiempos, pero que cuando van allá son ancianos y ya no arden en el fuego de la ambición y el entusiasmo. Malgastan sus vidas y los recursos de la iglesia. Beben, discuten con los funcionarios de la Compañía, no prestan atención a los que de verdad están a su cargo, que son los isleños, y no atraen ningún alma hacia Jesucristo.
- Habéis resumido cuanto yo quería decir -manifestó la luchadora anciana, con aquella vehemencia que no había disminuído desde sus tiempos de muchacha, cuando vivía en Irkutsk-. Necesitamos hombres de verdad en las islas. Es decir, si queremos llevar allá la civilización. Quiero decir que hay que hacerlo si queremos conservar ese nuevo imperio, en lugar de entregarlo, como unos cobardes, a los ingleses o a los españoles, por no mencionar a esos condenados estadounidenses, cuyos barcos ya comienzan a hacer incursiones en aguas que deberían ser nuestras. -Era evidente que se habría embarcado inmediatamente hacia las islas, ya fuera como gobernadora, como almiranta, como generala o como jefa de la iglesia local.
- He estudiado la sugerencia que hicisteis el otro día, madame Zhdanko, y estoy de acuerdo; si este excelente joven elige el hábito negro, lo hará con mi bendición. Tiene un gran futuro en esta Iglesia. Y no puede comenzar en mejor sitio que en las Aleutianas, donde podrá inaugurar una civilización completamente nueva. Cumplid bien con vuestro trabajo allí, joven, y tendréis inmejorables posibilidades para servir a la Iglesia. -Después hizo una reverencia a Marina, y añadió un comentario de orden práctico-: Para dirigir la iglesia de Kodiak, no necesito a un joven que se case con una muchacha de la zona y se hunda lentamente en el alcoholismo, como sus predecesores, sino a alguien que se despose con la Iglesia y construya un edificio nuevo y fuerte.
Animado por aquellas palabras, Vasili Voronov, el joven más prometedor de cuantos se habían graduado en el seminario de Irkutsk, eligió el hábito negro, hizo votos de celibato y se consagró al servicio del Señor y a la resurrección de Su bochornosa Iglesia Ortodoxa en las Aleutianas.
Pese a tener más de ochenta años, Marina Zhdanko seguía conservando una energía endemoniada y, en cuanto terminó de dar instrucciones a su sobrino nieto Vasili sobre cómo tenía que orientar su vida religiosa, se dedicó con extraordinario vigor a poner en orden sus propios asuntos. Aprovechando que se encontraba en Irkutsk, donde estaba establecida la casa central de la Compañía, de la que era uno de los socios principales, decidió proponer ciertos cambios en la administración, y los miembros masculinos de la junta directiva se sorprendieron cuando la vieron llegar a su despacho con paso majestuoso.
- Quiero enviar a un verdadero gerente para que organice nuestras Propiedades en las Aleutianas -les anunció, con firmeza.
- Ya tenemos un gerente -le aseguraron los hombres.
- Quiero un hombre que trabaje, en lugar de quejarse -espetó ella.
- ¿Habéis pensado en alguien? -le preguntaron.
- Desde luego -contestó ella, entusiasmada.
En aquella época, en Irkutsk había un comerciante fuera de lo común, llamado Aleksandre Baranov, que tenía cuarenta y pocos años y era un veterano de las duras guerras comerciales siberianas. Marina le había visto de vez en cuando, caminando por las calles con la cabeza inclinada, como si preparara algún movimiento magistral, y le intrigaban las historias que se contaban de él.
- Es de baja cuna, no tiene ningún tipo de antecedentes familiares. Tiene una esposa a la que nadie conoce, porque cuando él vino a Siberia la mujer le prometió reunirse pronto con él, pero nunca acudió. Es un hombre que ha prestado servicio en todas partes y es honrado como la luz del sol, pero siempre le acaba arruinando algún desastre del cual él no tiene culpa alguna.
- ¿Es honrado de verdad? -preguntó ella.
- El que más -en eso estaban todos de acuerdo.
- ¿Qué es eso que he oído decir sobre una fábrica de vidrio? -preguntó ella.
Entonces escuchó un relato increíble:
- Yo estaba con él cuando ocurrió. Un día, mientras estábamos bebiendo cerveza, a una criada, una auténtica campesina, se le cayó una jarra, que se rompió. Como bien sabéis, el vidrio es muy caro en un puesto de frontera como Irkutsk, de modo que el tabernero empezó a dar golpes a la pobre muchacha por haber roto algo tan valioso. Pavel y yo censuramos al hombre por su brutalidad, pero Baranov se quedó sentado, con los fragmentos de la jarra en las manos, y al cabo de un rato dijo: «Tendríamos que fabricar el vidrio aquí mismo, en Irkutsk. No haría falta acarrearlo desde Moscú». ¿Y sabéis lo que hizo?
- No me lo imagino -reconoció Marina.
- Escribió a Alemania -explicó otro hombre- para pedir un libro que tratase sobre la fabricación del vidrio y después aprendió alemán con un comerciante, para poder descifrarlo, y, sin ninguna experiencia práctica, sin haber visto nunca soplar una pieza de vidrio, abrió su fábrica.
- ¿Y fracasó, como sus otros sueños?
- ¡En absoluto! Fabricaba vidrio de muy buena calidad. Durante la cena habéis bebido con una de sus piezas.
- ¿Y qué ocurrió?
- Que se empezó a importar un montón de vidrio de otras grandes fábricas del oeste, a precios mucho más bajos.
Cuando Marina preguntó si aquella competencia había apartado a Baranov del comercio de la zona, todos los hombres querían contestarle a la vez:
- ¿A Baranov?. ¡En absoluto! Examinó las cristalerías que se importaban y opinó que eran mejores que el vidrio que fabricaba él, de modo que clausuró su negocio y se puso a trabajar como agente de ventas para sus competidores.
- Me gustaría conocer a ese hombre, que parece tener tanto sentido común -decidió Marina.
Le presentaron a Baranov, y vio ante ella un hombre bajo, desaliñado y gordinflón, calvo como un témpano, que cruzaba las manos sobre la barriga como si se dispusiera a hacer una reverencia ante algún superior, pero su mirada penetrante y móvil delataba que consideraría con interés cualquier proposición que se le ofreciera.
- ¿Conocéis el comercio de pieles? -preguntó ella.
Durante media hora, el hombre le describió los progresos que se habían conseguido últimamente en las Aleutianas, en Irkutsk y en China, y le recomendó que al llevar las pieles aleutianas hasta San Petersburgo siguieran un recorrido mejor, que permitiría transportarlas con mayor rapidez.
- ¿Ganáis mucho vendiendo cristal? -fue la siguiente pregunta de la mujer, Y él tuvo la oportunidad de explayarse sobre cómo se podrían mejorar los beneficios en las Aleutianas, si se contaba con imaginación y con la seguridad de un pequeño capital.
En menos de una hora, Marina se había convencido de que aquel hombre era el indicado para representar en las Aleutianas tanto a Rusia como a la Compañía.
- Estad preparado, señor Baranov, tengo que hacer algunas averiguaciones.
Cuando él se marchó, Marina se presentó nuevamente ante sus directores y les hizo una sucinta recomendación:
- El hombre que necesitamos en las islas es Aleksandre Baranov.
Los hombres protestaron y le recordaron que aquel hombre había fracasado en todo, pero ella les recordó:
- Ustedes mismos dijeron que era honrado. Y yo añado que tiene imaginación, fuerza de voluntad… y sentido común.
- En ese caso, ¿por qué ha fracasado? -le preguntaron.
- Porque no tenía a una persona experimentada como yo para marcarle una orientación, ni a unos jóvenes inteligentes como ustedes, que le proporcionaran fondos -contestó la anciana.
Era el mejor resumen que se había oído nunca, en Irkutsk o en San Petersburgo, de las necesidades de Rusia en su aventura americana, y eso lo sabían los directores.
- Puede que Baranov sea demasiado viejo -protestó, sin embargo, un hombre muy precavido.
- Yo le doblo la edad -dijo Marina, con un bufido de rabia-, y mañana mismo me embarcaría hacia Kodiak, si fuera preciso.
- Será mejor que le hagáis entrar -decidieron los hombres, a regañadientes.
Después de que Marina le interrogase hábilmente durante unos minutos, Baranov se reveló como un hombre dotado de una clara visión de futuro, y ella le elogió por su astucia:
- Gracias, señor Baranov. Parecéis tener las tres cualidades que necesitamos. Un exceso de energía, un entusiasmo imbatible y una clara perspectiva de lo que Rusia puede conseguir en sus islas.
- Eso espero -dijo él, con modestia, mientras hacía una sencilla reverencia.
Los directores eran conscientes de que Marina les empujaba a tomar una decisión que tal vez no les convenía y, resentidos por su intromisión, comenzaron a poner en evidencia los fallos de su candidato:
- Sin duda comprenderéis que la Compañía tiene dos obligaciones, señor Baranov. Tiene que ganar dinero para nosotros, los directores que vivimos aquí, en Irkutsk. Y representa la voluntad de la zarina, que está en San Petersburgo.
Baranov asintió con entusiasmo y uno de los directores hizo entonces un mordaz comentario:
- Pero vos no habéis conseguido nunca una ganancia segura, en nada de lo que habéis emprendido.
- Siempre he comenzado bien y después me he quedado sin dinero -contestó con una sonrisa el rechoncho comerciante, sin molestarse-. Ahora podría tener ideas igual de buenas, y sería asunto vuestro proporcionarme la inversión necesaria.
- Y en cuanto a la zarina, ¿podríais contentarla? -le preguntaron.
- Cuando se gana dinero todo el mundo está contento -respondió él, con la sencillez del comerciante.
- ¡Muy bien dicho! -exclamó Marina-. Ése podría ser el lema de nuestra compañía.
Pero entonces los directores presentaron una objeción aún más sutil:
- Si os nombráramos representante nuestro en las Aleutianas, como parece ser el deseo de madame Zhdanko, os convertiríais en el comerciante Aleksandr Baranov y os veríais obligado a confiar vuestra protección a algún oficial de la Marina, de noble linaje.
Nadie dijo nada, hasta que continuó un hombre más viejo:
- Y, como sabéis, no hay nada más despectivo en la faz de la Tierra que un oficial de la Marina rusa cuando mira por encima del hombro a un comerciante.
Otro de los directores se mostró de acuerdo y le preguntó, mientras todos se inclinaban esperando su respuesta:
- ¿Pensáis que sabréis tratar a un oficial de la Marina, señor Baranov?
- Nunca he sido vanidoso -respondió aquel hombre excepcional, con la elegancia natural que le caracterizaba-. Siempre estoy dispuesto a reconocer en los otros todos los derechos que ellos mismos crean merecer. Pero eso nunca me ha apartado de la tarea que se esperaba de mí. Sólo soy un comerciante -añadió, tras mirar a cada uno de los hombres-, y la nobleza queda absolutamente fuera de mi alcance, pero tengo algo que nunca tendrá un noble oficial.
- ¿Qué es?
En el silencio de aquel despacho de Irkutsk, Baranov, el soñador infatigable, dio su respuesta:
- Yo sé que la Rusia Imperial necesita utilizar las islas Aleutianas como escalones que le permitan alcanzar una importante ocupación rusa de América del Norte. Sé que empiezan a escasear ya las pieles de nutria marina Y que es preciso hallar otras fuentes de riqueza.
- ¿Cuáles, por ejemplo? -preguntó uno de los directores.
Sin la más mínima vacilación, aquel gracioso hombrecillo, de mente tan ágil, expuso su compulsiva visión del futuro:
- El comercio.
- ¿Con quién se comerciaría? -preguntó alguien.
- Con todos -repuso Baranov-. Con la Bay Company de Hudson, establecida en Nootka Sound; con los españoles de California; con Hawai. Y al otro lado del océano, con Japón y con China. Y con los barcos estadounidenses que ya comienzan a invadir nuestras aguas.
- Parecéis ansioso por abarcar todo el Pacífico -opinó uno de los directores.
- Yo no; Rusi1 a -replicó él-. Me imagino cómo se extiende constantemente nuestro imperio, hasta alcanzar los puntos más lejanos.
Su visión del futuro eran tan amplia y elevada que las posibles consecuencias asustaron a los directores, los cuales, al día siguiente, fueron en busca de un oficial que representaba a la zarina y a los miembros más poderosos de su gobierno.
- Estos hombres me dicen que tenéis sueños muy ambiciosos, señor Baranov -comentó el oficial.
- Así lo exige el futuro de Rusia.
- Pero, ¿comprendéis vos algo de la política rusa? ¿No? Pues bien, permitidme que yo os lo explique, sin emplear términos de significado oscuro ni referencias cruzadas. Nuestra política consiste en defendernos a cualquier precio de los peligros que presenta Europa. Esto significa que no podemos hacer nada que ponga en alerta a ningún país del Pacífico o que ofenda a nadie. Si vos os convertís en nuestro representante en las islas Aleutianas, tendréis que evitar atacar los intereses de Gran Bretaña en América del Norte o los de España en California, u ofender a los Estados Unidos, a Japón o a China, o incluso a Hawai. Porque el destino de Rusia no va a decidirse en esas aguas. Se decidirá únicamente en Europa. ¿Habéis comprendido?
Lo que Baranov comprendía era que, aunque Rusia en aquel momento estaba interesada en Europa, sus intereses a largo plazo estaban en el Pacífico y en el futuro iba a cobrar la mayor importancia el contar con un asentamiento poderoso en América del Norte. Sin embargo, también sabía que él no era más que un simple comerciante, sin ninguna autoridad que le permitiera llevar a la práctica sus grandiosos proyectos, y tenía que aparentar sumisión.
- Comprendo lo que me ordenáis -contestó-. Si me enviáis, tendré que ocuparme de los asuntos de las islas, sin intentar ir más allá.
A continuación recibió su primera lección de diplomacia imperial, pues el oficial paseó la vista por la habitación y dijo, bajando la voz:
- Un momento, señor Baranov. Nadie ha dicho eso, desde luego. Si se' os envía a Kodiak tendréis que tantear el terreno, en todas direcciones. Habrá que construir un fuerte, si los nativos lo permiten. Comerciar con Hawai, si es posible. Explorar California, a espaldas de los españoles. Y lo más importante es que tendréis que asegurarnos un asentamiento en América del Norte.
En el silencio que siguió, Baranov se cuidó de exclamar triunfalmente que precisamente eso era lo que él había dicho. En cambio, inclinó la cabeza ante el funcionario y repitió luego el ademán ante cada uno de los directores.
- Excelencia, sois un hombre sabio y prudente. Me habéis mostrado horizontes que yo no había visto antes -dijo, mientras el oficial de la zarina sonreía tristemente, como el sol del invierno en el norte de Siberia.
En muy pocas ocasiones a lo largo de la historia, a un visionario como Aleksandr Baranov se le ha encomendado una misión diplomática tan ajustada a la medida de su capacidad. Era un vulgar comerciante sin ningún prestigio social, que se vería obligado a competir en pie de igualdad con los altaneros oficiales de la Marina, miembros de la nobleza. Tendría que conseguir beneficios con el comercio de las pieles, que se encontraba en plena decadencia. Públicamente, no se le permitía emprender ningún movimiento por aquel océano y, sin embargo, se le encomendaba extender el Poderío ruso en todas direcciones. Además, él, que tenía que soportar la carga de una esposa siempre ausente, debería civilizar y educar aquellas salvajes islas de los mares árticos. Saludó con la cabeza a quienes pensaban encomendarle aquella misión imposible y habló con serena dignidad:
- Lo haré lo mejor que pueda.
Al día siguiente se enteró de que iba a tener ayuda, pues, en un almuerzo organizado por madame Zhdanko, le presentaron al obispo de Irkutsk.
- La zarina -dijo el obispo en tono amenazador- es consciente de que el prestigio internacional de Rusia depende del éxito que obtengamos al extender la religión cristiana entre los nativos, y, francamente, en esta cuestión no hemos logrado mucho. Si la zarina se entera de nuestra ineficacia, la Compañía perderá el control de la América rusa y no volverá a ver más pieles. Esperemos -vociferó, mirando ferozmente a Baranov, como si él fuera el responsable de los errores pasados- que sepáis arreglar la situación.
- No puedo hacerlo solo -respondió el práctico comerciante-. Y, desde luego, no puedo conseguirlo con el tipo de sacerdotes que habéis estado enviando a la parte oriental de Siberia.
- Con la intención de corregir las pasadas deficiencias de mi Iglesia -aseguró el obispo, que tuvo que rendirse ante unas verdades dichas con tanta sinceridad-, pienso enviar con vos a un sacerdote de devoción probada, extraordinariamente prometedor; es el sobrino de madame Zhdanko, un joven llamado Vasili Voronov.
Marina hizo sonar entonces una campanilla y entró un sirviente que acompañaba al joven, ataviado ya con el hábito negro de los sacerdotes que elegían dedicar su vida a la prosperidad de su iglesia; fue el primer encuentro entre los dos conspiradores: el joven y ambicioso eclesiástico, que estaba dispuesto a salvar almas en las islas, y el voluntarioso empresario, deseoso de extender el poder de Rusia. En aquel momento ninguno de los dos podía imaginar la importancia que el otro iba a cobrar en su vida, pero ambos supieron que acababa de establecerse una asociación, cuyo propósito era cristianizar, civilizar, explorar, ganar dinero y extender el poderío de Rusia hasta lo más profundo de América del Norte.
El padre Vasili Voronov salió de Irkutsk en 1791, unos meses antes de que Baranov pudiera arreglar sus asuntos, y, antes de completar su primer día en la isla, descubrió al hombre que le disputaría el dominio espiritual de la América rusa. Estaba paseando e inspeccionando su parroquia, cuando vio acercarse a un aleuta alto y desgarbado, de aspecto desaliñado y con una mirada obsesiva, que parecía deambular sin ningún propósito; aparentemente, no tenía ninguna vinculación con la compañía no tenía ninguna vinculación con la Compañía y, a juzgar por su aspecto harapiento, ni siquiera tenía un hogar. Era el tipo de personas que Vasili, en drcunstancias normales, sólo trataría sí las encontraba en una visita pastoral para repartir limosnas o para dar el pésame por un fallecimiento, pero la mirada del anciano era tan intensa y demostraba un interés tan manifiesto por el nuevo sacerdote, que Vasili se sintió obligado a averiguar algo más sobre él.
Le saludó severamente con la cabeza, sin que el otro correspondiera a su gesto, y se volvió apresuradamente hacia los funcionarios de la Compañía.
- ¿Es posible que ese aleuta de aspecto extraño sea un chamán? -les preguntó.
- Eso creemos -respondieron los rusos.
Pero Vasili no lo comprobó hasta interrogar al alférez Belov.
- sí, es un conocido chamán -reconoció éste-. Vive en una choza excavada entre las raíces de la pícea grande.
Vasili, que se convenció de estar sobre la pista del demonio, pidió ver al director en funciones, quien escuchó respetuosamente las advertencias del joven clérigo sobre «la presencia del Anticristo entre nosotros», y reconoció que Voronov tendría que «vigilar de cerca a ese individuo». Pero el sacerdote no tardó en centrar su atención en su tarea más importante.
- Llegáis en el momento propicio -le informó un oficial de la Compañía-. Entre los jóvenes aleutas, hay alguien que quiere unirse a nuestra iglesia, de modo que os aguarda vuestra primera conversión.
- Le recibiré de inmediato -asintió Vasili.
- Se trata de una muchacha -aclaró el oficial.
El joven sacerdote siguió ocupándose del asunto y descubrió que se trataba de una conversión complicada, porque cuando se reunió con Cidaq para explicarle el significado de aquel proceso, detectó en ella una extraña ambivalencia. Era evidente que le interesaba convertirse en cristiana, porque eso le permitiría ingresar en el mundo privilegiado de los rusos, pero no demostraba la intensidad emocional propia de una verdadera conversa, y aquel dualismo resultaba desconcertante. Ni siquiera después de tres largas conversaciones, durante las cuales la muchacha le dirigía miradas sentimentales, como en busca de una iluminación, Vasili logró descubrir que la chica estaba fingiendo, y se hubiera indignado profundamente si hubiera sabido que a la joven el cristianismo le interesaba sólo como un arma con la que castigar a su futuro marido.
Sin embargo, en su inocencia, el padre Vasili continuó con la instrucción de Cidaq, y para él era tan verdadera la belleza del cristianismo, que la muchacha comenzó a escucharle, a pesar de su desprecio inicial. Lo que más le impresionaron fueron los relatos sobre el amor que Jesús había sentido por los niños pequeños, porque eso era muy propio de los aleutas, y ella lo echaba de menos con especial tristeza; en dos ocasiones, Vasili observó cómo a la joven se le llenaban los ojos de lágrimas mientras el sacerdote se extendía sobre aquel punto.
Sin saber que en aquella esgrima teológica con el padre Vasili se enfrentaba a un adversario mucho más peligroso que el alférez Belov o el viejo padre Pétr, Cidaq descubrió que cada vez le seducía más el testimonio cristiano de la redención, porque era completamente ajeno a las enseñanzas del chamán y la momia; para éstos existían el bien y el mal, la recompensa y el castigo, sin admitir ningún matiz en estas dicotomías, y a ella le resultaba nuevo y desconcertante averiguar que existía otra visión de la vida, según la cual una persona podía pecar, arrepentirse y obtener la redención, con su pecado totalmente borrado. Después de hacer algunas preguntas preliminares, que demostraban su interés sincero y que proporcionaron a Vasili la oportunidad de explayarse con entusiasmo sobre aquel principio cardinal la joven formuló una pregunta, ignorando que eso iba a enredarla en los hermosos y verdaderos misterios del cristianismo.
- ¿Queréis decir que un hombre puede alcanzar la redención aunque haya cometido verdaderas maldades?
- ¡Sí! -replicó él, con intenso fervor-. jesús vino precisamente para salvar a ese hombre.
- ¿Vino también para los aleutas?
- Vino a todas partes. Vino especialmente para salvarte a ti.
- Pero este hombre… -Cidaq vaciló, abandonó la pregunta y miró durante unos instantes por la ventana, hacia la pícea. Luego dijo, en voz baja-: Estoy hablando de un hombre real. Me trató muy mal, y ahora quiere casarse conmigo.
Vasili retrocedió de un brinco, como si le hubieran pegado, porque creía que Cidaq tenía trece o catorce años, y a esa edad las niñas no se casabhan en la sociedad que él había conocido, en Irkutsk.
- ¿Cuántos años tienes? -preguntó, estupefacto.
- Dieciséis -contestó Cidaq.
Entonces él la miró como si la viera por primera vez. Pero su declaración implicaba muchas cosas que él desconocía y creyó conveniente aclararlas.
- ¿Tienes dieciséis años? -le preguntó.
- Sí.
- ¿Y un hombre quiere casarse contigo?
- Sí.
- ¿Y es un hombre malvado?
- Sí.
- ¿Qué es lo que le hizo a la gente?
- Me lo hizo a mí -respondió ella, en voz baja y calmada.
Vasili se sorprendió, porque hasta aquel momento había creído que Cidaq era una niña bastante madura, desconcertada ante la llegada a su primitiva comunidad de los avanzados conceptos del cristianismo, y ahora le confundía descubrir que estaba ya en edad de casarse y que los problemas que aquello implicaba la desorientaban. Se hubiera quedado atónito si hubiera sabido que la joven se estaba enfrentando, a la manera menos civilizada que le era propia, con los dilemas morales y filosóficos más profundos, nada menos que la naturaleza del bien y el mal.
- ¿Qué puede haberte hecho? -preguntó Vasili, manteniendo la conversación en el único plano que comprendía.
Cidaq le encontró muy atractivo al verle tan inocente y, llena de simpatía por el sacerdote, comprendió que ella le superaba en madurez y en información.
- Era malo -le pareció que, por el momento, él no podría comprender más.
Pero Vasili insistió, ignorando que estaba a punto de activar una bomba cuyo estallido tendría para él consecuencias mucho peores que para ella.
- ¿De qué modo te hizo daño? ¿Robaba? ¿Mentía?
Por la cara de la muchacha cruzó una media sonrisa, y miró a los ojos a aquel joven piadoso, empeñado en atraerla a su religión; aunque podía darse cuenta de su bondad de espíritu y su deseo de ayudarla, pensó que ya era hora de hacerle comprender ciertos aspectos de la vida que, al parecer, el sacerdote desconocía. Con palabras serenas y desapasionadas, le explicó la expulsión de los hombres de Lapak y la condena a muerte a la que habían sentenciado a las mujeres que permanecieron en la isla, y el rostro del sacerdote expresó tal aturdimiento, que ella comprendió que el hombre no podía creer que su gente hubiera sido capaz de tales brutalidades. Durante un rato el sacerdote se quedó absorto en la contemplación de Rusia, pero ella retomó su relato y le devolvió a la realidad, con una fuerza devastadora.
- Entonces me vendieron a ese hombre del Zar Iván, que me encerró en la bodega del barco, con poca comida, y cuando estaba harto de mí me pasaba a sus amigos, y ya no había ni días ni noches.
Vasili cerró los ojos y trató de cerrar los oídos, pero ella continuó con la historia de su vida en Kodiak.
- Después a aquel hombre malvado le embarcaron para las islas de las Focas y yo quedé libre, pero aquí en Los Tres Santos me atraparon otros de su calaña, que quizá me hubieran asesinado, pero el chamán vino en mi ayuda y matamos al peor de los hombres que habían abusado de mí.
Los detalles volvieron a sucederse con tanta rapidez que Vasili no podía asimilarlos.
- ¿En qué sentido abusaban de ti?
- En todos -respondió ella.
- Dices que matasteis a uno, pero no querrás decir que lo asesinasteis, espero.
- No exactamente.
Vasili suspiró, pero las siguientes palabras de la joven volvieron a dejarle boquiabierto.
- El chamán trajo a cinco aleutas armados con garrotes, que mataron al hombre a golpes, y después escondimos el cuerpo bajo unas piedras.
El sacerdote se apartó, juntó las manos y contempló a la niña; cuando ya se había desvanecido el espanto físico que sintió ante su relato, continuaba sintiendo una conmoción emocional.
- Me has dicho dos veces que recurriste al chamán. ¿Te refieres a aquel viejo estrafalario que vive entre las raíces del árbol?
- Él custodia a nuestros espíritus -explicó Cidaq-. Él y los espíritus me salvaron la vida.
- Cidaq -dijo Vasili, que no podía aguantar más-, sus espíritus no rigen el mundo. Eso lo hace Dios nuestro Señor, y mientras tú y tu pueblo no lo reconozcáis, no podréis salvaros.
- Pero a mí me salvó Lunasaq, y fue gracias a que la momia nos advirtió de que esos hombres venían a matarnos.
- ¿La momia?
- Sí. Vive en un saco de piel de foca y es muy vieja. Ella dijo que tiene miles de años.
- ¿Dijo? -repitió él, incrédulo.
- Sí -le contestó la muchacha-, habla con nosotros de muchas cosas.
- ¿Quién sois vosotros?
- Lunasaq y yo.
- Es un engaño, hija. ¿No sabes que los hechiceros pueden proyectar la voz? Hacen hablar a cualquier cosa, hasta a las momias viejas. El Señor me ha enviado aquí para poner fin al reinado de hechiceros y chamanes, para acercarte a la salvación de Jesucristo. -Se interrumpió, volvió a situarse junto a ella, y miró una vez más a sus ojos oscuros-. Me han dicho que deseas unirte a Sus huestes.
- ¿Qué? -preguntó Cidaq, que no había comprendido la metáfora.
- Me han contado que quieres convertirte en cristiana -tradujo él.
- Es cierto.
- ¿Por qué?
- Porque me dijeron que, si no lo hacía, no podría casarme con Rudenko, ese hombre malvado de quien os he hablado.
Las explicaciones de Cidaq continuaban siendo incomprensibles, pero, tras un paciente interrogatorio, Vasili descubrió la verdad.
- ¿Te conviertes sólo para casarte?
- Sí.
- ¿Por qué quieres casarte con un hombre que te ha tratado tan mal?
- Lo discutí con el chamán y la vieja -le explicó Cidaq, que era una joven sincera y carecía de dobleces, a menos que estuviera tramando algo-, y ellos estuvieron de acuerdo con mi idea de engañaros a los rusos, haciéndoos creer que me convertiría al cristianismo para poder casarme con Rudenko.
- Pero, ¿qué esperabas obtener con esa trampa? -preguntó Vasili, que se había quedado completamente desconcertado, sin poder creer que la muchacha hubiera ideado semejante estrategia, y confuso ante las razones que podían haberla llevado a ello.
Ella tuvo que responder otra vez con sinceridad:
- Cuando ese hombre malvado estuviera feliz ante la idea de escapar a las islas de las Focas, yo pensaba mirarle a él y a todos los rusos y decir en voz bien alta: «Todo ha sido un engaño. Lo he hecho para castigarte. Nunca me casaré contigo. Vuelve con tus focas… para el resto de tu vida».
En aquel triste momento en que ella se había confesado completamente, Vasili dejó de ver a Cidaq como a una niña de trece años, amable e inocente. Oía su voz grave como si fuera el grito cruel del pasado remoto, cuando los espíritus malignos vagaban por la Tierra y aniquilaban las almas. Se hundió al descubrir que en una muchacha como Cidaq podía existir tanta dureza de corazón, y se tambaleó la seguridad de su propio mundo.
No podía imaginarse los horrores que ella había soportado en la bodega del Zar Iván y podía quitar importancia al asesinato que la liberó de una continuación en tierra del mismo sufrimiento, pues lo consideraba el resultado de una más de las batallas que normalmente se daban entre marineros; sin embargo, no podía tolerar que ella se propusiera utilizar el cristianismo para tomarse su venganza y, al descubrir que su chamán la había incitado a aquella perversión, ratificó su decisión de eliminar el chamanismo de Kodiak. A partir de aquel momento, la batalla sería a muerte.
Pero antes tenía que ocuparse de las necesidades espirituales de aquella niña y, como la sencilla fe campesina de sus padres le habían dotado de un alma pura, que se había desarrollado y conservado sin mácula, fue capaz de contemplar a Cidaq tal como era: medio niña, medio mujer, valiente, sincera y asombrosamente no contaminada a pesar de lo que le había ocurrido. Como él, era un espíritu puro, aunque a diferencia de él, estaba en peligro mortal a causa de su trato con un chamán.
El sacerdote dejó a un lado otras tareas y centró su gran fuerza espiritual en la salvación del alma de Cidaq: con largas plegarias y exhortaciones y con el relato de hermosas historias bíblicas le mostró la naturaleza ideal del cristianismo. Como descubrió que a ella le conmovía la relación de Cristo con los niños, subrayó aquel aspecto; y también puso un énfasis especial en la teoría de la redención, porque sabía que la muchacha había sido obligada a pecar. Ya no importaba si Cristo podía redimir a Rudenko, que seguramente era un pecador; lo que importaba es que Cristo podía redimir a Cidaq.
- Me siento llamada hacia Jesucristo -declaró Cidaq tras cinco días ininterrumpidos de presión incesante, sin decirlo con mucha convicción, sino solamente para complacer al joven sacerdote.
- ¡Cidaq está salvada! -exclamó Vasili, que lo interpretó como una auténtica conversión, y se lo explicó a todos los miembros de la reducida sociedad en la que vivía.
A los administradores de la Compañía, a los marineros, a los aleutas, que no podían comprenderlo, les contó que aquella niña, Cidaq, iba a salvarse, y el traficante que se había librado de morir a sus manos gruñó:
- ¡Ésa no es una niña!
El domingo, después de celebrar los oficios en su rústica iglesia perdida en el fin del mundo, el padre Vasili informó a la reducida congregación de que Cidaq había decidido marchar bajo el estandarte de Cristo y que, según las leyes del imperio, iba a tomar un honrado nombre ruso.
- De ahora en adelante ya no la llamaremos por el feo nombre pagano de Cidaq, sino por su bello nombre cristiano, Sofía Kuchovskaya. «Sofía» significa «sabia y buena»; Kuchovskaya es el nombre de una buena cristiana de Irkutsk. Ya no eres Cidaq -proclamó, después de besar a su conversa en ambas mejillas-; eres Sofía Kuchovskaya, y es ahora que empiezas a vivir.
El padre Vasili, el cual, como muchos devotos, podía resultar de una simplicidad desconcertante, se fijó un programa de acción teológica que, a su modo de ver, era completamente racional, por no decir ineludible: «Sofía se ha vuelto cristiana y, con su amor y su fe, puede redimir a Rudenko, el hijo pródigo. Juntos conseguirán llevar una vida nueva que traerá honor para Rusia y dignidad para Kodiak».
El joven sacerdote era incapaz de creer que un hombre fuera intrínsecamente malvado y estaba dispuesto a convencerse de que Rudenko no era sino una repetición del hijo pródigo de la Biblia, que tal vez había bebido en exceso o había malgastado su dinero en lo que se llamaba, eufemísticamente, «una vida licenciosa». Consideró que su próxima tarea era convertirle a él tal como había convertido a Sofía y, como no conocía al delincuente, pidió al alférez Belov que le llevara al cuarto oscuro donde aún permanecía Rudenko.
- Tened cuidado con éste -le previno el joven oficial-. En Siberia mató a tres hombres.
- Éstos son los hombres que busca jesús -repuso Vasili.
Se sentó junto a Rudenko, que seguía encadenado y tenía que regresar a las Pribilof en el próximo barco, y encontró al asesino todavía convencido de que la muchacha que había adquirido en Lapak iba a ser el instrumento que le salvaría de las islas de las Focas. Rudenko clasificó correctamente al padre Vasili como a uno de esos bondadosos sacerdotes a los que se podía convencer de cualquier cosa y comprendió que era importante ganarse la buena voluntad del joven.
- Sí -le dijo, fingiendo estar sumido en el arrepentimiento-, la muchacha a la que ahora llamáis Sofía es mi esposa. La compré, sí, pero he llegado a cobrarle un sincero afecto. Es una buena chica.
- ¿Qué me decís de esa conducta pecaminosa a la que os entregasteis en la bodega del barco?
- Ya sabéis cómo son los marineros, padre. No pude detenerles.
- ¿Y en cuanto a ese mismo comportamiento, aquí, en la bahía de Los Tres Santos?
- Sabéis que a uno de ellos le asesinaron los aleutas, ¿no? Toda la culpa fue de él. ¿Me preguntáis por mí? Mi padre y mi madre eran devotos de Jesús. Y yo también lo soy. Quiero a Sofía y no me sorprende que se haya incorporado a nuestra religión; espero que nos declaréis marido y mujer -suplicó esto último con los ojos llenos de lágrimas.
A Vasili le emocionó la aparente transformación del prisionero y creyó que sólo le restaba por aclarar los asesinatos en Siberia; Rudenko se mostró dispuesto a explicárselo.
- Me acusaron injustamente. Los cometieron otros dos tipos. El juez tenía prejuicios en contra mía. Yo siempre he sido un hombre honrado Y nunca he robado un solo kopeck. No tenían por qué haberme enviado a las Aleutianas, fue una equivocación. -Entonces empleó un tono todavía más meloso para hablar del profundo amor que le inspiraba su esposa-: Mi único objetivo es iniciar una nueva vida en Kodiak con la muchacha a la que llamáis Sofía. Decidle que aún la quiero.
Expresó aquellos sentimientos con tal despliegue de convicción religiosa que Vasili disimuló una sonrisa, pero el sacerdote deseaba aceptar los anhelos de Rudenko por iniciar una vida mejor, aunque sabía que sí había cometido los asesinatos. Vasili estaba predispuesto, por todas las enseñanzas que había recibido sobre los deseos de Dios y de Su Hijo Jesús, a creer que el arrepentimiento era posible, de modo que regresó al día siguiente para conversar de nuevo con el antiguo criminal y pidió que le retiraran los grilletes de las muñecas para poder hablar con él de hombre a hombre; terminó el diálogo convencido de que la iluminación había llegado a la vida de Rudenko.
- si te casas con él y formáis un verdadero hogar cristiano, cumpliréis los deseos del Señor -informó Vasili a Sofía, ansioso por salvar lo que el profeta Amos llamaba «una antorcha arrebatada del incendio».
Al decir aquellas palabras no la miraba como a un individuo humano aislado, con sus propios deseos y aspiraciones, sino como a una especie de agente mecánico del bien, pero se habría quedado atónito si alguien se lo hubiera hecho notar. No había llegado a esta conclusión impersonal a través de una tortuosa cadena de razonamientos teológicos, sino más bien impulsado por las enseñanzas que le habían inculcado sus padres: «Hasta el peor de los pecadores puede ser salvado. Dios siempre desea perdonar. Es misión de la mujer llevar a su hombre a la salvación. La mujer tiene que ser para el hombre como el faro en la oscuridad de la noche».
- Tú eres el faro de Rudenko en la noche oscura -le dijo a Sofía, cuando le explicó sus planes.
- ¿Qué significa eso? -inquirió ella.
- Dios, que ahora te tiene bajo Su cuidado -le explicó él-, ama a todos los hombres y a todas las mujeres de esta tierra. Nosotros somos Sus hijos y Él ansía que todos nos salvemos. Reconozco que tu esposo ha tenido un pasado turbulento, pero se ha reformado y quiere comenzar una nueva vida, en la obediencia de Cristo. Para eso necesita tu ayuda.
- Yo nunca he querido ayudarle. Que vuelva con sus focas.
- ¡Sofía! Es una voz que llora en la noche pidiendo ayuda.
- YO lloraba en la noche, con lágrimas de verdad, y él no me ayudó.
- Dios quiere que cumplas tu promesa, que te cases con él, que le salves, que le conduzcas hasta la luz eterna…
- Él me dejó en la oscuridad eterna. No quiero.
Lo que Vasili le proponía era tan repugnante, tan contrario al sentido común, que no le dio tiempo de explicarse más. Se fue bruscamente de su lado y se dirigió sin disimulos a la choza de Lunasaq, sin saber que, al ingresar en la religión cristiana, se había comprometido a renunciar a todas las demás, especialmente al chamanismo.
- ¡Saca la momia! -exclamó, en cuanto llegó a lo que había sido su fuente de enseñanzas espirituales-. Quiero hablar con una mujer que entienda de estas cosas. -Y, en cuanto la momia apareció ante su vista, Cidaq balbuceó-: Me han hecho cambiar el nombre por el de Sofía Kuchovskaya, para que pueda ser una buena rusa.
- No puedes llamarte Sofía -dijo la momia, echándose a reír-. Siempre serás Cidaq.
- Y dicen que tengo que decidirme y casarme con Rudenko, para salvarle- porque su Dios así lo quiere.
La momia suspiró tan bruscamente que emitió un silbido.
- Supongamos que arruinas tu vida para salvar la de él -le dijo-. ¿Qué se gana con eso?
- Eso se llama salvación -explicó Cidaq-; la de él, no la mía.
Entonces el chamán condenó, atrevido e implacable, todo lo que representaba el sacerdote:
- Siempre está primero el interés de los rusos. Sacrifiquemos a la muchacha aleuta para que el hombre ruso sea feliz. ¿Qué clase de dios es el que da tales consejos?
Continuó despotricando hasta que Cidak advirtió sus motivaciones y pensó para sus adentros: «Tiene miedo del sacerdote porque sabe que la nueva religión es poderosa, pero es un chamán y seguramente sabe lo que nos conviene a los aleutas»; por ello escuchó con respeto a Lunasaq, hasta que éste concluyó su diatriba.
- Poco a poco nos van aniquilando, estos rusos. La Compañía nos convierte en esclavos y trae a sus sacerdotes para asegurarse de que todo sea como sus espíritus lo quieren. Y día a día caemos más bajo, Cidaq.
En aquel momento quedó demostrado hasta qué punto el chamán, al inutilizar a la momia, había dotado a la vieja reliquia con un carácter y una inteligencia propios, pues cuando Lunasaq fingió ser la anciana se convirtió en una mujer, recurriendo a su antiguo conocimiento del modo en que las mujeres pensaban y se expresaban.
- En las islas, las mujeres estábamos al servicio de nuestros hombres: les hacíamos la ropa, pescábamos y recogíamos bayas, y cantábamos cuando ellos salían a cazar ballenas. Pero nunca me pareció que fuéramos inferiores; sólo diferentes, con otras habilidades. ¿En qué isla un hombre podría dar a luz a un niño? Pero es muy mala esta nueva religión, si permite que una muchacha como tú se sacrifique por un bestia como Rudenko, para que él se sienta mejor. -La momia se echó a reír ante la sorpresa de Cidaq~-: Cierta vez tuvimos a un hombre como tu Rudenko. Amenazaba a todo el mundo y pegaba a su mujer y a sus hijos. Un día, un buen pescador murió porque él no había cumplido con su obligación.
- ¿Y qué hicisteis para solucionarlo? -preguntó el chamán.
- En nuestra aldea había una mujer que pescaba como nadie y cosía los mejores pantalones de piel de foca -respondió la anciana-. Una mañana nos dijo: «Esta noche, cuando vuelvan los kayaks, vosotras tres venid conmigo cuando yo vaya a descargar su pescado y, antes de que él baje de la canoa, observadme».
- ¿Qué ocurrió? -preguntó Cidaq.
- Cuando el hombre se acercó a la playa, nosotras entramos en el agua para ir a recoger su pescado. Y, a una señal de aquella mujer, ella y yo le hicimos caer del kayak y, con la ayuda de las otras dos, le sujetamos bajo las olas. -Y la momia afirmó, sin mostrar una especial satisfacción-: A veces, no hay otra manera.
- Los otros pescadores tuvieron que veros. ¿Qué hicieron? -preguntó Cidaq.
- Apartaron la mirada. Sabían que estábamos haciendo el trabajo Por ellos
- ¿Y qué tendría que hacer yo? -inquirió de nuevo Cidaq.
- Estamos en una época de conflictos, hija -respondió la anciana con gravedad. Y al comprender que la respuesta no era muy acertada, añadió-: Una noche de éstas, cuando los kayaks regresen entre las brumas, descubrirás qué es lo que hay que hacer.
- ¿Tendría que dejar que me casaran con ése?
Cidaq no veía mal alguno en plantearles la pregunta y buscar el consejo moral del chamán y su momia, pues aún se consideraba una parte de su misma sociedad. Cuando necesitara ayuda para asuntos más espirituales, recurriría a su nuevo sacerdote, pero su antiguo chamán era quien podía aconsejarla sobre las cuestiones prácticas.
El chamán, que vio una ocasión de reforzar su dominio sobre la muchacha, se apresuró a contestar su pregunta:
- ¡No! Te están utilizando en su propio provecho, Cidaq. Esto es corrupción, la destrucción de los aleutas. -En su afán por preservar el universo aleuta de mar, tempestades, morsas y salmones que saltaban en la corriente, exclamó-: Al que tendríamos que ahogar al atardecer no es a Rudenko, sino al sacerdote que da semejantes consejos. Está aquí para destruirnos.
Pero la momia tenía otra opinión:
- Espera; veamos qué ocurre. En mis muchos años he descubierto que la mayoría de los problemas se resuelven con sólo esperar. La criatura que va a nacer, ¿será niño o niña? Espera nueve lunas y lo sabrás.
Al salir de la choza, Cidaq comprendió que el chamán hablaba sólo de aquel año, de aquel conjunto de contradicciones, mientras que la momia hablaba de todos los veranos y los inviernos por venir; y, para la muchacha, tenían más sentido los consejos de ambos que los del padre Vasili.
Sofía, al regresar abiertamente a la choza del chamán y a una religión de la que supuestamente había abjurado, hizo temer al padre Vasili que faltaba mucho para resolverse la lucha por el alma de la joven. Había sido bautizada y, técnicamente, era cristiana, pero su fe era tan vacilante que sería preciso tomar medidas radicales para completar su conversión. Vasili invitó a Cidaq al edificio construido con madera de deriva que él llamaba su iglesia y la hizo sentar en una silla fabricada por él mismo.
- Sofía -comenzó-, conozco la atracción que ejercen las viejas costumbres. Cuando Jesucristo llevó Su nueva fe a los judíos y a los romanos… -La muchacha no comprendía una palabra de lo que el sacerdote le estaba diciendo-. No soy yo quien ha traído la verdadera religión a Kodiak. Es Dios mismo, quien ha dicho: «Es hora de que estos buenos aleutas sean salvados». Yo no vine; Dios me envió. Y no me envió a la isla, me ha enviado a ti. Dios ansía acogerte en Su seno, Sofía Kuchovskaya. Y, aunque no quieras escuchar lo que yo te digo, no puedes dejar de escuchar lo que dice Él.
- ¿Cómo puede pedirme Dios que me case con un hombre como Rudenko?
- Porque los dos sois hijos Suyos. Él os ama por igual y quiere que, como hija Suya, le ayudes y salves a Su hijo Yermak.
El sacerdote pasó más de una hora suplicando a Cidaq que adoptara sin reservas el cristianismo y renunciara al chamanismo, que se entregara a la Misericordia de Dios y a la benevolencia de Su Hijo Jesús; y le espantó que la muchacha atajara sus intentos de convencerla espetándole los argumentos que había escuchado en la choza.
- Tu dios se interesa muy poco por las mujeres, por mí; sólo le importan los hombres, como Rudenko.
Vasili se apartó como si le hubieran pegado, porque oía, en el duro rechazo de la muchacha isleña, una de las eternas quejas contra la Iglesia ortodoxa rusa y contra otras versiones del cristianismo: que era una religión de hombres, establecida para salvaguardar y perpetuar los intereses masculinos. Comprendió que a aquella inteligente joven solamente había logrado inculcarle la mitad de las creencias principales de su doctrina.
- No te he hablado de lo hermoso de mi religión -le confesó, tomándola humildemente de las manos-. Estoy avergonzado. -Intentando expresar de forma clara los aspectos de su fe que había pasado por alto, musitó-: Dios ama especialmente a las mujeres, porque gracias a ellas la vida puede continuar.
Aquel concepto nuevo, que el vehemente sacerdote explicó muy bien, tuvo un gran efecto sobre Sofía, la cual permaneció clavada en su silla, en una especie de trance, en tanto Vasili recogía de su altar los símbolos venerados que resumían su religión: una imagen de la crucifixión; una bonita talla, hecha por un campesino de Irkutsk, de la Virgen con el Niño; un icono rojo y dorado que representaba a una santa; y una cruz de marfil. Los dispuso delante de la joven, casi de la misma forma que Lunasaq había exhibido sus símbolos, y comenzó a rogar a la joven, meditando bien las palabras y las frases, para que consiguieran expresar el hermoso significado del cristianismo:
- Sofía, Dios nos ofreció la salvación por medio de la Virgen María. Ella te protege a ti y a todas las mujeres. Los santos más gloriosos fueron mujeres clarividentes que ayudaron a los demás. Dios habla por medio de estas mujeres, y ellas te suplican que no rechaces la salvación que representan. Abandona las antiguas costumbres pecadoras y toma el camino nuevo de Dios y Jesucristo. ¡Sus voces te llaman, Sofía!
Su nombre pareció retumbar por todos los rincones de la tosca capilla, hasta que la muchacha temió desmayarse; pero entonces siguieron unas palabras apremiantes:
- Así como Dios me ha enviado a Kodiak para salvar tu alma, así tú has sido traída hasta aquí para salvar la de Rudenko. Tu deber está claro: eres el instrumento elegido por la gracia de Dios. Igual que Él no pudo salvar al mundo sin la ayuda de María, tampoco puede salvar a Rudenko sin tu ayuda.
Al escuchar aquellas hermosas palabras, Sofía comprendió que se había convertido plenamente en una cristiana. Hasta entonces, el cristianismo concernía solamente a los hombres y a su bienestar, pero esta nueva definición demostraba que también había lugar para Cidaq, la cual, en aquel trascendental momento de revelación, tuvo una visión totalmente nueva de lo que podía ser la vida humana. jesús se convirtió en una realidad: gracias a la benevolencia de Dios, Jesús era el Hijo de María; y por la intercesión de maría, las mujeres podían alcanzar lo que durante tanto tiempo les había sido negado. Las santas eran reales; la cruz era tangible madera de deriva que había llegado hasta la isla donde habitaban aquellas santas, cualquiera que fue se; y, por encima de los demás misterios y de los hermosos símbolos de la nueva religión, se elevaba el prodigioso mensaje de redención, perdón y amor. El padre Vasili había traído a Kodiak una nueva visión del Universo, y Sofía Kuchovskaya la reconocía y la comprendía, por fin.
- Entrego mi vida a jesús -declaró, con dulce sencillez; y esta vez lo decía en serio. Su conversión se había completado.
Cidaq era una joven honrada y al salir de la capilla se dirigió directamente a la choza del chamán, donde aguardó a que Lunasaq sacara su momia.
- He tenido una visión de los nuevos dioses. En el día de hoy vuelvo a nacer, como Sofía Kuchovskaya. He venido a agradeceros, con lágrimas en los ojos, el amor y la ayuda que me ofrecisteis antes de que yo encontrara la luz.
En la choza resonó una lamentación,que provenía a la vez de Lunasaq, quien comprendía que estaba perdiendo una de las batallas más importantes de su vida, y de la momia, quien sabía desde hacía muchas estaciones que los cambios acaecidos en sus islas no presagiaban nada bueno:
- Eres como una cría de morsa que avanza tambaleándose sobre el hielo peligroso, Cidaq. ¡Ten cuidado!
Aquel recuerdo fortuito del significado de su nombre, el animal joven que corre en libertad, hizo que Cidaq se diera cuenta de la inmensa pérdida
a la que se enfrentaba.
- Me tambalearé, sin duda -susurró-, y echaré de menos vuestro consuelo; pero sobre el hielo soplan vientos nuevos y yo tengo que escucharlos.
- ¡Cidaq! ¡Cidaq! -exclamó la momia.
En aquel lúgubre clamor fue la última vez que la hija de las islas escuchó su precioso nombre; después la joven se arrodilló delante del chamán y le agradeció sus consejos, y delante de la momia, cuyo sensato apoyo había sido tan importante para ella en los momentos de crisis.
- Me parece como si fueras la abuela de mi abuela. Te echaré de menos. El chamán, ansioso por no perder el contacto con la niña que tanto apreciaba, hizo hablar a su momia, sin que aparentase estar muy preocupada:
- Bueno, siempre podrás venir a charlar conmigo.
En aquel momento se confirmó la dolorosa separación:
- No, no podré, porque ahora soy otra persona. Soy Sofía.
Al decir esto, Cidaq hizo una nueva reverencia ante aquellas fuerzas ancestrales de su vida y, con lágrimas en los ojos, les abandonó, al parecer para siempre. Cuando la choza quedó privada de su presencia, el viejo chamán y la anciana permanecieron callados durante algunos minutos, hasta que surgió del saco un alarido de mortal angustia, como si hubiera llegado el fin de una vida, no sólo el fin de una idea:
- ¡Cidaq! ¡Cidaq!
Pero la antigua poseedora de ese nombre ya no podía oírles.
Fue una boda inolvidable para todos los asistentes. Yermak Rudenko, corpulento y ceñudo, apareció muy pálido tras el largo encarcelamiento, resentido, encorvado, amargado por el trato recibido, pero aliviado por no tener que regresar a las islas de las Focas; no parecía en absoluto un novio, pues su aspecto era más o menos el mismo que en su encarnación anterior: el asesino al acecho de indefensos viajeros. Sofía Kuchovskaya, por su parte, ofrecía un llamativo contraste. joven, exuberante, sin la menor señal de los malos tratos que había recibido a manos de su futuro esposo, con el cabello extraordinariamente largo suelto sobre la espalda, cortado recto por delante casi a la altura de las pestañas, y con aquella gran sonrisa en la cara, parecía exactamente lo que era: una joven novia, algo desconcertada por lo que estaba ocurriendo y en absoluto segura de poder controlarlo.
Los invitados eran todos rusos o criollos; no se invitó a ningún aleuta porque los funcionarios consideraron que aquel día una muchacha nativa ingresaba en la sociedad rusa. Para ella habían acabado los días pecadores del paganismo y comenzaban los brillantes días de la religión ortodoxa, y se esperaba que estuviera agradecida por mejorar de posición social.
Incluso Rudenko vivió una metamorfosis. Había dejado de ser uno de tantos crueles convictos sentenciados a las Aleutianas o el fugitivo de las islas de las Focas; ahora era el instrumento que permitiría llevar a cabo una importante misión encargada por la zarina, el ingreso en el cristianismo del alma pagana de una aleuta. Rudenko se impregnó de su recién adquirida respetabilidad y se comportó como un auténtico colono ruso.
El padre Vasili estaba profundamente emocionado, pues Sofía era la primera mujer aleuta que había convertido y la primera de su raza cuya conversión podía tomarse en serio. Pero Sofía era, para él, mucho más que un símbolo del cambio que iba a invadir las islas; era un ser humano admirable, triunfante pese a las calamidades padecidas, que hubieran enloquecido a una persona de menor valía, y dotada de una aguda percepción de lo que le ocurría a su gente. «Al salvar a esta joven -se decía Vasili mientras se dirigía hacia el dosel bajo el cual iba a leer el oficio de boda-, Rusia obtiene a una de las mejores.» Y les casó, ataviado con su hábito negro.
Los marineros rusos bailaron y cantaron, y los funcionarios pronunciaron discursos y felicitaron a Sofía Rudenko por su ingreso en la sociedad y a su esposo Yermak por su liberación. Al tercer día, las celebraciones se vieron empañadas por la súbita intromisión del desharrapado chamán, que había salido de su choza y había entrado en las propiedades de la Compañía, el cual, con voz temblorosa y salvaje, recriminó al padre Vasili que hubiera consagrado una boda tan infame.
- ¡Vete, viejo loco! -advirtió un guardia.
No sirvió de nada, pues el viejo no cejó en sus molestas acusaciones, hasta que Rudenko, irritado por aquella interrupción de los festejos que protagonizaba, corrió hacia el chamán, vociferando:
- ¡Fuera de aquí!
- ¡Asesino! -gritó entonces en ruso el anciano, mientras señalaba al novio con un largo dedo-. ¡Violador de mujeres! ¡Cerdo!
Rudenko se enfureció y comenzó a pegarle puñetazos, y le golpeó tantas veces y con tanta fuerza que Lunasaq se tambaleó e intentó mantenerse en pie asiendo a su agresor, hasta que recibió dos secos golpes en la cabeza y se desplomó en el suelo.
Entonces intervino Sofía. Apartó a su esposo, se arrodilló junto a su antiguo consejero y le dio unas palmaditas en la cara hasta hacerle recobrar la conciencia. Luego, sin prestar atención a los invitados, quiso llevarle hasta su choza; sin embargo, para sorpresa de la joven, intercedió el padre Vasili, quien rodeó con sus brazos el tembloroso cuerpo de su enemigo y le condujo a un lugar seguro. Sofía les siguió con la mirada, sabiendo que debería acompañarles; pero cuando quiso correr tras ellos, Rudenko, enfurecido por lo que había ocurrido y por la participación de su esposa, la agarró por un brazo, la hizo girar en redondo y le dio tal bofetada en la cara que la dejó tendida en el suelo. Hubiera comenzado a darle patadas, de no ser por la intervención del alférez Belov, que levantó a Sofía del suelo y le quitó el polvo con que se había ensuciado. Sin embargo, no pudo limpiar la oscura sangre que goteaba por el mentón de la muchacha, donde el puño de Rudenko había abierto un corte en la carne que rodeaba el disco labial de marfil.
No se castigó a Yermak Rudenko por haber pegado a su esposa o por haberle dado una paliza al chamán, porque la mayoría de los rusos consideraban a los aleutas inferiores a las personas, como unos objetos a los que se podía castigar con brutalidad. Los rusos de Kodiak, la isla sin ley, pensaban que a todas sus esposas nativas, fueran aleutas o criollas, les convenía recibir de vez en cuando una tunda justificada, y, en cuanto al castigo que se dio al chamán, se consideró que había sido un servicio a la comunidad rusa. Sin embargo, cuando el padre Vasili se enteró de lo que había hecho Rudenko mientras él ayudaba a llevar al chamán a su choza y cuando vio, durante los oficios, la gravedad de los cortes que había sufrido Sofía, en vez de consolar a la muchacha se fue directamente a hablar con Yermak:
- He visto lo que le habéis hecho a Sofía. Esto no tiene que volver a ocurrir.
- Ocúpate de tus asuntos, Faldas Negras.
- De mis asuntos me estoy ocupando. La humanidad es asunto mío.
El flaco sacerdote, hablando de este modo con el corpulento traficante, ofrecía un aspecto ridículo, y ambos hombres lo sabían, de modo que Rudenko apartó de un manotazo a Vasili, sin usar el puño, y al sacerdote se le enredaron los pies de tal manera que se cayó. Los que presenciaron el accidente (así había que llamarlo, puesto que Rudenko no había pegado al religioso) lo interpretaron como otro castigo impuesto por el matón del grupo a un sacerdote entrometido y, cuando vieron que Vasili temía tomar represalias, comenzaron a criticarle, hasta que la opinión general acabó siendo que «estábamos mejor con el borrachín del padre Pétr, que tenía la prudencia de no meterse en nuestros asuntos».
Unos días después, Sofía apareció en la capilla con el ojo izquierdo amoratado, y el padre Vasili comprendió que no podía postergar más su intervención, por lo que se acercó al matón al concluir los oficios.
- Si vuelves a maltratar a tu esposa haré que te castiguen -le dijo, con voz lo bastante alta para que los demás le oyeran.
Los que le escuchaban se echaron a reír, porque era evidente que el sacerdote no tenía suficiente fuerza física para pegar a Rudenko ni autoridad para exigir que algún funcionario lo hiciera, y su pusilanimidad demostraba lo bajo que había caído la Compañía.
Pero aquella situación estaba a punto de cambiar, porque había ya un tercer visitante camino de Kodiak, cuya llegada iba a producir grandes transformaciones. Un día de finales de junio de 1791, un marinero que contemplaba la bahía en cuyas orillas se alzaba Los Tres Santos divisó una pequeña embarcación de vela que parecía armada con trozos de leña y piel de foca. No era adecuada para navegar por el océano, ni siquiera para cruzar un lago, y en aquellos momentos hacía lo posible por acercarse a la orilla sin desarmarse. El marinero que la divisó, se preguntó si sería mejor acercarse a la playa rápidamente para tratar de salvarla o acudir corriendo en busca de ayuda. Se decidió por la segunda posibilidad y corrió hacia la ciudad, gritando:
- ¡Llega un bote! ¡Hay hombres a bordo!
Tras asegurarse de que le habían oído, regresó apresuradamente a la orilla y trató de empujar el bote hasta las rocas de la playa, sin que pudieran ayudarle los marineros, que estaban medio muertos, con las barbas blancas por la sal. Intentó hacer solo el trabajo pero retrocedió espantado al ver que en el fondo del bote yacía el cadáver de un hombre calvo, demasiado viejo para haber emprendido una aventura semejante.
El primero en llegar a la embarcación encallada fue el padre Vasili, que gritaba a los que les seguían:
- ¡De prisa! ¡Esta gente está a punto de morir!
Mientras iban llegando los demás, comenzó a administrar los últimos sacramentos al cuerpo que había tendido en el fondo de la embarcación, pero en aquel momento el hombre lanzó un gemido ronco, abrió los ojos y exclamó con alegría:
- ¡Padre Vasili!
El sacerdote dio un respingo y le miró con más atención.
- ¡Aleksandr Baranov! -exclamó-. ¡Qué manera de acudir a vuestro puesto!
Los exhaustos marineros fueron conducidos a tierra y se les dieron bebidas calientes, y, entonces, Baranov, que había resucitado milagrosamente, ante la sorpresa de sus compañeros y de quienes les habían rescatado, se quitó la ropa embarrada, se atusó los escasos cabellos y asumió el mando de la improvisada reunión en la orilla de la bahía. No alargó mucho su informe, porque los detalles eran conocidos por cualquiera que hubiera navegado en un barco ruso:
- Soy Aleksandr Baranov, comerciante de Irkutsk y principal administrador de los asuntos de la Compañía en la América rusa. Zarpé de Ojotsk en agosto del año pasado y aquí tendría que haber llegado en noviembre, pero ya podéis imaginar lo que ha ocurrido. Nuestro barco tenía vías de agua, nuestro capitán era un borracho y nuestro timonel se desvió mil quinientos kilómetros de la ruta, nos hizo chocar contra unas rocas, y el barco se perdió en el accidente.
»Hemos pasado un invierno catastrófico en una isla desierta, sin alimentos, herramientas ni mapas. Hemos logrado sobrevivir gracias a este gran compañero, Kyril Zhdanko, hijo de nuestra directora de Petropávlosk, que tenía experiencia en las islas y se ha comportado como un valiente. Él construyó este bote y lo ha hecho llegar a Kodiak. Ahora le asciendo a asistente mío.
»Si el padre Vasili, amigo mío de Irkutsk, quiere conducirnos a su iglesia, daremos gracias a Dios por habernos salvado.
Sin embargo, cuando la procesión llegó a la miserable cabaña que el sacerdote utilizaba como capilla, Baranov expresó en voz alta una decisión que acababa de tomar, y los isleños descubrieron que el mando estaba ahora en manos de un hombre nuevo, de ideas muy claras.
- No pienso dar las gracias a Dios en esta pocilga. No es digna de la presencia de Dios, de la obra de un sacerdote ni de la asistencia de un director general.
Bajo el cielo abierto, junto a la bahía, inclinó su cabeza calva, cruzó los brazos sobre su fofa barriga y expresó su respetuoso agradecimiento por los diversos milagros que le habían salvado de capitanes borrachos, timoneles estúpidos y de morir de hambre durante el invierno. Fue él, y no el sacerdote, quien pronunció la plegaria y, al terminar, tomó a Kyríl Zhdanko del brazo y exclamó:
- Nos salvamos por poco, hijo.
Antes de que el día terminara dictó algunas instrucciones que parecían contradictorias:
- Comenzad inmediatamente a organizar el traslado de nuestra central a un lugar más adecuado -le dijo a Zhdanko.
- Mañana comenzaremos a construir una auténtica iglesia -le explicó, sin embargo, al padre Vasili.
Zbdanko, que sabía que él iba a cargar con la mayor parte del trabajo, protestó:
- Pero si vamos a irnos de aquí, ¿por qué no nos esperamos y construimos la iglesia en el nuevo emplazamiento?
- Porque mi misión más importante es brindar a nuestra iglesia el apoyo que se merece. Quiero conversiones. Quiero que los niños aprendan los relatos bíblicos y quiero, desde luego, una iglesia decente porque representa el alma de Rusia.
Zhdanko consideró con más detalle aquella absurda decisión y comprendió que' en realidad, lo que Baranov quería era un edificio, no importaba cómo fuera, que ostentara en el techo la tranquilizadora cúpula en forma de cebolla, típica de las iglesias rusas.
- No creo que en Kodiak haya nadie capaz de construir una cúpula en forma de cebolla, señor -aventuró.
- ¡Claro que sí!
- ¿Quién?
- Yo mismo. Si fui capaz de aprender a fabricar vidrio, puedo aprender a construir una cúpula.
Y aquel voluntarioso hombrecillo, el tercer día que llevaba residiendo en Los Tres Santos, localizó un edificio que podía servir como base, si se le quitaba el tejado, para sostener la cúpula que el mismo Baranov pensaba construir. Reunió a varios leñadores para que le trajeran madera y a algunos aserradores para que cortaran planchas curvas, rebuscó hasta el último clavo existente en Kodiak y requisó los escasos y toscos martillos que había en la isla, y pronto consiguió erigir en el aire frío, junto a los álamos blancos, una bonita cúpula en forma de cebolla, que quiso pintar de azul, aunque tuvo que conformarse con pintarla de marrón, que era el único color disponible en Kodiak.
Explicó sus planes durante el acto de consagración de la iglesia:
- Quiero que se numeren correlativamente todas las tablas para Poder llevarnos la cúpula cuando nos mudemos al nuevo emplazamiento, pues me parece que está muy bien construida.
En Kodiak, con el asunto de la cúpula la gente se convenció de que aquel dinámico hombrecillo, tan parecido a un gnomo y tan distinto a los gerentes que se ocupaban de los puestos fronterizos, estaba decidido a convertir la América rusa en un centro principal de comercio y de gobierno, Y además tenía unos intereses bastante amplios que se extendían a todos los aspectos de la vida en la colonia. Por ejemplo, un día en que la hermosa Sofía apareció con un ojo morado, Baranov llamó al padre Vasili.
- ¿Qué le ha pasado a esta criatura? -preguntó.
- Su marido le pega.
- ¡El marido! ¡Pero si parece una niña! ¿Quién es él?
- Un tratante de pieles.
- Debería habérmelo imaginado. Hacedle venir.
El hombretón acudió arrastrando los pies, y Baranov le habló a gritos:
- ¡Ponte firme, canalla! -Cuando se hizo posible sostener razonablemente una conversación disciplinaria, el nuevo gerente le espetó-: ¿Quién te ha dado permiso para pegarle a tu joven esposa?
- Es que ella…
- Ella, ¿qué? -vociferó el hombrecillo, acercándose mucho a Rudenko. Y sin esperar a que le contestara, Baranov gritó-: ¡Que venga Zhdanko! -En cuanto se presentó el sensato criollo, hijo adoptivo de la poderosa madame Zhdanko y futuro gobernador de las Aleutianas, Baranov le dio una sencilla orden-: Si este cerdo vuelve a pegar a su esposa, le fusiláis. -Se volvió con desdén hacia Rudenko, y añadió-: Me han dicho que también te gusta maltratar a los sacerdotes. Kyril, en cuanto ponga un dedo encima del padre Vasili o le amenace de algún modo, fusiladle.
En consecuencia, se consiguió establecer una especie de violento orden en la disoluta ciudad de Los Tres Santos, en el hogar de los Rudenko reinó un poco de paz y la nueva religión, alentada por Baranov, prosperó a medida que la antigua se retiraba aún más a las sombras. La tarea principal de Baranov, el director general, consistía en preparar el traslado de Los Tres Santos a un lugar más adecuado, en el otro extremo de Kodiak; cuando apenas había desarrollado un proyecto provisional, Rudenko, intimidado Por las amenazas de muerte de Baranov, se le acercó humildemente en busca de sus favores.
- ¿Habéis cazado alguna vez los grandes osos de Kodiak, señor?-¡' preguntó.
Baranov respondió que no había oído siquiera hablar de esa clase de osos, y Rudenko se apresuró entonces a ofrecer su experiencia para guiarle por el bellísimo territorio de bosques que había bastante al norte de Los Tres Santos, donde las montañas se elevaban desde el mar y alcanzaban la majestuosa y nevada altura de mil trescientos metros. Se organizó un grupo de seis hombres, y, durante la expedición, Rudenko mostró el aspecto más favorable de su carácter, pues estuvo atento a todo y trabajó con diligencia, hasta el Punto de que Baranov creyó que había conocido al traficante de pieles en un mal momento pasajero.
- Cuando os portáis bien, podéis ser un hombre admirable -le dijo a Yermak, la tercera noche.
- con vuestras nuevas normas, me porto siempre bien -respondió Rudenko.
Pronto descubrieron señales que indicaban que uno de los gigantescos osos de Kodiak andaba por una región de ondulantes colinas pobladas de píceas; Rudenko tomó el mando y envió a cuatro eficaces ayudantes en distintas direcciones, hasta que hubieron rodeado a la bestia, aún invisible. Luego todos avanzaron hacia el centro de la zona así delimitada y se acercaron al oso, que, según le susurró Rudenko a Baranov, era muy grande.
- Manteneos detrás de mí, director general. Estos animales son peligrosos.
Con el brazo izquierdo, empujó a Baranov hacia atrás, lo que resultó una intervención afortunada, pues, en aquel momento, uno de los cazadores situados al otro lado del círculo hizo un ruido imprevisto y alertó al oso, que echó a correr en dirección a Rudenko.
Cuando el oso surgió de entre un grupo de árboles, se paró y se irguió sobre sus patas traseras para ver lo que tenía delante suyo, Baranov resopló, porque era un animal inmenso e imponente, de impresionantes garras. Instintivamente, Baranov buscó un árbol para esconderse, pero el más próximo estaba demasiado lejos y, antes de que pudiera alcanzarlo, el oso le asestó un zarpazo demoledor. Los pocos pasos que el director había logrado dar le salvaron la vida, pues las garras fatales sólo consiguieron atravesar la espalda de su chaqueta y la desgarraron con un escalofriante ruido. Sin embargo, como Baranov era tan lento y el oso, tan veloz, con toda seguridad hubiera acabado con él con un nuevo zarpazo de sus poderosas garras, pero Rudenko se abalanzó audazmente entre su jefe y el animal, levantó su rifle, disparó e incrustó en la garganta de la bestia una bala que le llegó hasta el cerebro. El oso se tambaleó de un lado a otro, durante casi medio minuto se esforzó en mantener el equilibrio y, finalmente, se derrumbó sobre la nieve. Cuando Rudenko y el tembloroso Baranov midieron el animal muerto, descubrieron que, erguido sobre sus patas traseras, debía de haber alcanzado la impresionante altura de tres metros y treinta centímetros.
- ¿Cómo es posible que sean tan grandes? -preguntó Baranov.
- Kodiak es una isla -explicó Rudenko-. Nunca habréis visto tantas bayas como hay aquí. Y también hay hierba en cantidad, y nadie que moleste a los osos. Comen y crecen, comen y crecen.
Baranov ordenó que despedazaran a la bestia y enviaran las partes comestibles a Los Tres Santos, mientras que la piel se reservaba y se arreglaba para su despacho; más adelante, aquel enorme oso disecado, que se erguía en un rincón, salvó la vida de Rudenko, porque éste, cuando hubo conquistado la buena voluntad del nuevo administrador, creyó equivocadamente que eso le restituía el derecho de azotar a su mujer, la cual no era más que una aleuta y no merecía ningún respeto. Armó una escena vergonzosa, acusándola de una falta sin importancia, y ella, como era habitual, negó la acusación y además le puso en ridículo con su silencio, por lo que Rudenko se enfureció y la golpeó en plena cara. Unos niños corrieron a la choza del chamán, para informarle de lo que Rudenko acababa de hacer.
- ¿Decís que ella sangraba? -preguntó únicamente el chamán.
- Sí, por la boca -respondieron los niños.
Entonces el chamán comprendió que tenía que intervenir, pues le correspondía a él hacerlo, ya que los administradores rusos, aun con pruebas visibles de semejante conducta, se negaban a actuar. Por ello, se despidió de su momia y se encaminó resueltamente hacia lo que creía que iba a ser su última e ineludible misión como chamán.
Flaco, sucio, algo encorvado y con la vehemente determinación de preservar su única y verdadera religión y combatir las influencias malignas que estaban paralizando a su pueblo, el anciano caminó audazmente hasta la cabaña de Rudenko.
- ¡Los espíritus te maldicen, Rudenko! -gritó-. ¡No verás nunca más a tu mujer! ¡No podrás volver a maltratarla!
Rudenko estaba dentro de la cabaña, bebiendo junto con dos compañeros una especie de cerveza hecha con arándanos, hojas tiernas de pícea y algas marinas; le molestó el ruido del exterior, especialmente cuando oyó unas palabras amenazadoras. Se acercó a la improvisada puerta construida con madera de deriva y contempló con repugnancia la triste silueta del chamán. -¡Vete, viejo! ¡Deja a la gente honrada beber en paz!
- ¡Estás maldito, Rudenko! ¡Sobre ti caerán penas muy grandes!
- Deja de chillar, si no quieres que te dé una paliza.
- No volverás a castigar a tu mujer, Rudenko. Nunca más…
Desde la puerta, Rudenko se abalanzó sobre el chamán, mientras sus dos compinches salían también rápidamente, con la intención de darle una paliza al viejo, y dispuestos incluso a matarle; pero Rudenko sólo pretendía asustar al chamán, para hacerle volver a su choza.
- ¡No le peguéis! -gritó.
Era demasiado tarde, porque sus amigos habían dado tales golpes al anciano que éste retrocedió, intentando no perder el equilibrio, y regresó tambaleándose a su choza, donde se desplomó entre las raíces.
El padre Vasili no tardó en enterarse de lo ocurrido y, aunque siempre se había opuesto a todo cuanto hacía el hechicero, la caridad cristiana le obligaba a ayudar a aquel hombre que tanto se había esforzado por mantener unida a su comunidad, antes de la llegada de Jesús. Corrió a la choza y entró, por primera vez, en el oscuro mundo del chamán.
Se espantó ante la penumbra, el húmedo suelo de tierra y los fardos amontonados aquí y allá, pero todavía le impresionó más el estado del anciano, que yacía de cualquier modo, con el pelo desgreñado y el enjuto rostro salpicado de sangre. Tomó la cabeza del chamán y la meció entre sus brazos, susurrándole:
- ¡Escúchame, anciano! Te curarás.
Durante mucho rato no obtuvo respuesta, hasta que Vasili llegó a temer que su adversario hubiera muerto, pero el incansable luchador recobró poco a poco las energías que, durante los años de ocupación rusa y en los embates del cristianismo, le habían permitido presentar batalla en franca desventaja. Cuando por fin abrió los ojos y vio quién era su salvador, volvió a cerrarlos y cayó en un estupor inerte.
El padre Vasili pasó con él casi toda aquella tarde. Al anochecer pidió a unos niños que fueran a buscar a Sofía Rudenko, que se presentó a la entrada de la choza y observó con angustia la escena que tenía ante sí.
- Le han herido. Necesita cuidados -se limitó a decir el sacerdote. Echó una temerosa mirada a aquel lugar mugriento y desordenado y preguntó con extrañeza-: ¿Cómo pudiste pensar que aquí encontrarías la iluminación, Sofía? -Y Vasili se fue, sin esperar respuesta, ignorando que acababa de presenciar el momento en que la antigua religión del chamanismo perecía en su combate con el cristianismo.
Por desgracia, cuando Rudenko volvió a su casa, estaban por allá los niños que el sacerdote había enviado en busca de Sofía.
- ¿Dónde está mi mujer? -vociferó Rudenko.
- Ha ido a casa del chamán -le respondieron los niños.
- ¡Vamos a terminar con ese viejo idiota ahora mismo! -gritó Ru denko a sus dos compañeros de borrachera, enfurecido por la respuesta de los niños.
Los tres se dirigieron rabiando hasta la choza levantada entre las raíces, donde encontraron a Sofía, que estaba cuidando al chamán, y Rudenko le pegó en la cara y la echó afuera. Luego pusieron de pie al viejo y, cuando éste cayó hacia adelante, Rudenko le recibió con un potente puñetazo en el rostro, derribándolo en el suelo. Cuando el chamán cayó, le mataron a puntapiés, y ésta fue la violenta conclusión del debate que los cristianos rusos sostuvieron con una religión pagana que estaban destinados a reemplazar.
El asesinato del chamán desconcertó a los dos administradores de Kodiak.
Al enterarse, el padre Vasili corrió a la choza y se ocupó de todo, como si el chamán hubiera sido un asistente de su iglesia, lo que en cierto sentido era cierto. Sin ninguna sensación de triunfo personal por la derrota de su rival, encendió una vela junto al cadáver, contempló asqueado la sangre que manchaba la tierra y, cuando los marineros se llevaron finalmente el cuerpo, sintió correr por sus ojos unas lágrimas de compasión. Sin embargo, después de haberse arrodillado a rezar por el alma de su valiente, aunque equivocado, adversario, se incorporó con la renovada decisión de poner fin a la plaga del chamanismo. Con el entusiasmo que experimentan los jóvenes cuando saben que están haciendo lo correcto, apiló la ridícula colección de piedras, ramitas, trozos de madera tallada y fragmentos de marfil pulido mediante los cuales el chamán pretendía conversar con los espíritus, amontonó toda aquella basura en el espacio que había ocupado el cadáver y, después de esparcir encima las inflamables agujas de la pícea, usó la vela para prenderle fuego. Cuando el montón comenzó a arder, la gente se acercó corriendo.
- ¡Padre Vasili, salid pronto! -gritaban.
Cuando iba a salir de la choza, el sacerdote vio en un rincón oscuro un saco hecho con piel de foca, lo abrió y descubrió que contenía una materia oscura y correosa.
- Ésta debe ser la momia que mencionaba Sofía -murmuró, medio sofocado por los vapores tóxicos que despedían los símbolos que estaba quemando.
Al desenvolver el fardo, se encontró cara a cara con aquella terca anciana de trece mil años. Se estremeció ante la herejía que la momia simbolizaba, y se disponía a arrojarla al fuego cuando Sofía irrumpió en la choza.
- ¡No, no! -gritó la muchacha al ver lo que ocurría, aunque era demasiado tarde. Se quedó mirando horrorizada las llamas que consumían a la anciana cuyo espíritu se había negado a morir y exclamó-: ¿Qué habéis hecho?
El sacerdote salió de la choza, y ella fue tras él, gritándole en medio del aire de la noche, aunque pronto la acalló su marido, indignado. Le dio una fuerte bofetada que la tiró al suelo. Sofía permaneció un momento en el suelo, con la vista fija en la choza en llamas, y luego se rindió ante la tremenda confusión de su vida.
- Se ha desmayado -exclamó el padre Vasili, y dos aleutas la levantaron del suelo.
En aquel momento llegó el director general Baranov, que se horrorizó al enterarse del asesinato del chamán, porque podía imaginarse las complicaciones que aquel acto podía causar. Despreciaba a los chamanes, como todos los rusos, aunque les consideraba también un instrumento que ayudaba a mantener a los aleutas bajo control.
- ¿Quién ha hecho esto? -preguntó.
Entonces vio a Sofía Rudenko, a quien los dos hombres sostenían en Pie, con la cara hecha una masa de cardenales.
- Rudenko -respondió Kyril Zhdanko-. Él ha hecho las dos cosas. Ha matado al chamán y ha pegado a su mujer.
Sin necesidad de que se lo ordenaran, Zhdanko partió en busca del criminal, que acababa de cometer su cuarto asesinato. Cuando llevaron a rastras al despacho provisional del director general al barbudo cazador para que lo castigasen, Baranov le miró y recordó su antigua amenaza de fusilarle si volvía a pegar a su mujer; puesto que aquel delito se había complicado con un asesinato, ahora tenía un doble motivo para actuar. Sin embargo, al enfrentarse a Rudenko, vio, en el rincón de atrás, el enorme oso de Kodiak disecado y recordó que seguía con vida gracias al valor de aquel renegado. Avergonzado, pronunció su veredicto:
- Eres la deshonra de Rusia y de la Humanidad, Rudenko: No tienes derecho a vivir, salvo por una cosa: me salvaste la vida cuando ése me atacó. Por eso no puedo cumplir mi amenaza y fusilarte. En cambio, se anula tu matrimonio con Sofía Kuchovskaya, porque nunca debería haberse celebrado. Volverás otra vez a las islas de las Focas, el único lugar en que se me ocurre que Dios puede permitirte vivir.
Sin escuchar las apasionadas promesas de reforma de Rudenko, Baranov dijo a Zhdanko:
- Manténlo bajo custodia hasta que zarpe hacia el norte el próximo barco.
Lanzó a Rudenko una mirada de desprecio y salió para consolar a Sofía con la noticia de que se había anulado su indigno matrimonio con aquel hombre, pero no había tenido en cuenta al sacerdote, el padre Vasili, a cuyos devotos padres había conocido en Irkutsk y a quien respetaba por su piedad.
- Queda anulado el matrimonio entre Sofía Kuchovskaya y el animal de Yermak Rudenko -le informó-. Hicisteis mal en casarles, para empezar.
- «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» -contestó Vasili muy convencido, citando el Evangelio según San Marcos. Y luego pronunció una prohibición igualmente firme, repetida en la campiña de Irkutsk-. Ni los rayos ni los truenos han de separar a un hombre de su mujer, aunque sea el mismo Dios quien envíe el trueno.
- No he querido decir que yo mismo anulaba el matrimonio -se disculpó Baranov-. Puesto que vos celebrasteis la ceremonia, vos lo haréis.
Pero Baranov subestimaba el celo con que aquel joven sacerdote seguía las enseñanzas de la Biblia:
- Un voto es un compromiso solemne asumido a los ojos del Señor. No haymodo de que yo pueda anularlo.
- ¿Queréis decir que esta excelente criatura, con el esposo desterrado en las islas de las Focas, tiene que vivir sola por ser cristiana… durante el resto de su vida?
La respuesta del Padre Vasili puso al descubierto la dureza de su cristianismo, porque ahora que los problemas prácticos de una vida humana, en este caso el bienestar de la inocente Sofía Kuchovskaya, entraban en conflicto con las enseñanzas de la Biblia, resultaba que quien tenía que sacrificarse era la joven.
- Reconozco que en su vida Sofía ha pasado por grandes penalidades, por las tribulaciones de Job, y que ahora echaremos una más sobre ella. Pues bien, Dios elige a algunos de nosotros para soportar Su yugo, a fin de que otros puedan apreciar Su extrema gracia. Ésa es la misión de Sofía.
- Sin embargo, malgastar su existencia…
- Ésa es la cruz que le toca soportar -respondió inflexiblemente el sacerdote; y no modificó aquella dura sentencia.
Seguramente que en aquellos momentos los habitantes de Kodiak, tanto los rusos como los aleutas, pensaron que el padre Vasili había sido el triunfador en la batalla entre las dos religiones. Había vencido al chamán, que estaba muerto; había acabado con la perniciosa influencia de aquella amenazadora momia, cuyas cenizas se habían enterrado en una tumba decente; y se había hecho con una iglesia coronada con una cúpula en forma de cebolla, que simbolizaba lo mejor de la religión rusa. Pero esta impresión superficial no tenía en cuenta la capacidad de contraataque de las islas Aleutianas.
Aunque el desastre que se avecinó podía recibir una fácil explicación científica, para los aleutas se trató sin lugar a dudas de la venganza que Lunasaq y la momia destruida se tomaron contra el padre Vasili.
Se produjo un intenso terremoto, a treinta kilómetros por debajo de la superficie del océano Pacífico, que provocó el derrumbamiento de un gran acantilado submarino, que estaba a cinco mil metros de profundidad. Al desmoronarse, el acantilado dejó caer casi mil quinientos metros cúbicos de lodo y piedras, y el transtorno originó un tsunami monstruoso que se desplazó hacia el este bajo la forma de una gigantesca y profunda corriente lateral, que en la superficie no produjo ninguna ola visible de más de medio metro de altura, pero que avanzó hacia Kodiak con una temible potencia, a una velocidad de setecientos cuarenta kilómetros por hora.
A la bahía de Los Tres Santos no llegó un único maremoto que lo inundara todo, sino que se acercó lentamente una primera avanzadilla, a la que siguieron más y más olas, que iban tomando mayor velocidad y una fuerza más imperiosa, haciendo que el agua fuera elevándose poco a poco, hasta tres metros, hasta seis y, finalmente, hasta diecisiete. El agua mantuvo esa altura durante nueve fatales minutos y después se precipitó fuera de la bahía, gorgoteando con tal fuerza que lo tragó todo a su paso.
El padre Vasili trepó por los peñascos para salvar los valiosos iconos de su nueva iglesia abovedada y, cuando acababa de subir a una pequeña colina, contempló un espectáculo demencial que le hizo dudar de la justicia del Dios al que obedecía. El torrente de agua ni siquiera rozó la solitaria pícea que había servido de templo al chamán y, en cambio, arrancó de cuajo la iglesia cristiana y la zarandeó de un lado a otro hasta que la construcción acabó chocando contra unas rocas y se hizo astillas.
En Los Tres Santos, que se apretujaba a lo largo de la bahía, hubiera podido producirse una catastrófica pérdida de vidas de no ser porque el joven Kyril Zhdanko reaccionó a la primera señal de la marejada.
- ¡Corremos un gran peligro! ¡Una vez pasó lo mismo en Lapak!
Entonces liberó al prisionero Yermak Rudenko para que ayudara a evacuar a la gente a terrenos más elevados. La reacción del fornido presidiario fue llevar a rastras a un aturdido padre Vasili, en primer lugar, y después al director general Baranov, por la ladera de una empinada colina. Como si fueran niños, les subió a un peñasco que tenía aspecto de poder mantenerse por encima de la inundación y, cuando se disponía a bajar de la colina por tercera vez para rescatar a otras personas, una ola gigantesca que lo arrasó todo le arrastró hasta la muerte.
El maremoto del año 1792 resolvió los problemas de uno de los rusos de Los Tres Santos pero a otro le trajo desconcertantes dificultades. Las primeras horas después de su llegada al lugar, el director general Baranov había decidido que la posición estaba mal elegida y que sería mejor buscar otro enclave más al norte. Siete meses antes de la inundación, había escogido un emplazamiento que resultaba indicativo de su disposición intelectual, porque así como Los Tres Santos, tanto espiritual como afectivamente, miraba hacia atrás, hacia Rusia y sus relaciones con el pasado, la ciudad de Kodiak miraría al este, hacia el futuro y los desafíos que provenían de América del Norte. Los Tres Santos mantenía un cordón umbilical que la ligaba a la antigua Siberia; Kodiak, con la nueva Alaska. Un día, mientras trabajaba con Zhdanko en el diseño de los planos de la nueva capital, Baranov le preguntó a Kyril:
- ¿Sois hijo natural de madame Zhdanko, la de Petropávlovsk?
- Adoptivo.
- vuestro padre, ¿era aquel comerciante del que habla la gente?
- Mi padre carnal debió de ser algún ruso destinado en la isla de Lapak. Mi verdadero padre fue Zhdanko.
- ¿Qué ha sido de él?
- Tenía ochenta y tres años. Volvíamos a casa con un cargamento de pieles. Íbamos andando desde Yakutsk hasta Ojotsk…
- Yo he hecho lo mismo.
- Estaba muy cansado, más bien agotado, a mi modo de ver. Cuando llegamos a Petropávlovsk le dije: «Descansemos, padre», pero él seguía anhelando conocer Kodiak. Quería controlar las pieles de esta isla, de modo que nos pusimos en camino otra vez, cuando ya tenía ochenta y cinco años.
- ¿Y qué ocurrió?
- Murió en el viaje. Le atamos piedras del lastre y le arrojamos al mar de Bering, no muy lejos del volcán que custodia la isla de Lapak. Cuando era niño, solía sentarme junto a mi padre para contemplar el resplandor del volcán en la oscuridad.
Baranov interrumpió su trabajo, tocó madera y exclamó con vehemencia:
- Si Dios quiere, me gustaría llegar a los ochenta y cinco años. ¡Cuánto podríamos construir vos y yo!
El maremoto alteró profundamente la vida de otro hombre, la del padre Vasili, quien, el triste día en que se dio sepultura a las dieciséis víctimas de la inundación, acogió de mala gana el ruego de pronunciar una oración por el alma de Yermak Rudenko, pues el pudor no le permitía, ante tantas personas que conocían la verdad, adornar con frases hechas la vida de aquel canalla. Aunque hubiera sido capaz de ensalzar la caridad por encima de la realidad, se lo habría impedido ver al otro lado de la tumba a Sofía Kuchovskaya, contemplando impasible la tierra que iba a cubrir a su maldito esposo.
Al mirarla, al joven sacerdote se le presentó en súbitos destellos la historia de aquella valiente muchacha: su abandono en Lapak, su espantosa huida dentro de la bodega de un barco, las palizas y los malos tratos, su fidelidad a la antigua religión y la adopción de la nueva. Era una joven de temperamento cristalino, se dijo, que no había dejado que nada la degradase y que había representado lo mejor de una antigua sociedad que estaba acabando para dejar paso a otra nueva. Observó la decisión que demostraba su barbilla, sus ojos oscuros y sabios, su pequeño cuerpo sereno y, finalmente, mientras cubrían la sepultura, su sonrisa irreprimible, que no se debía al triunfo sobre el mal, sino al placer que le producía el final de una etapa. Casi pudo oír su suspiro cuando la muchacha elevó la vista al cielo, como si preguntara: «Y ahora, ¿qué?».
El día después del funeral, Baranov llamó al padre Vasili a lo que quedaba de su despacho y le encargó una extraña misión:
- Me considero responsable de todas las personas que viven en estas islas, sean rusos, criollos, aleutas o koniags. Para mí no hay diferencias.
- Yo pienso lo mismo, señor director general.
- Estoy decidido a hacer algo al respecto. ¿Cuántos niños han quedado huérfanos después del maremoto?
- Por lo menos catorce o quince.
- Organizad un orfanato para ellos. Esta misma tarde.
- ¡Pero si no tengo fondos! El obispo prometió…
- A vos, Vasili, el obispo os promete y nunca os entrega nada. En mi caso se trata de la Compañía. «Tendréis todo lo que haga falta, Baranov», pero el dinero nunca llega.
- Entonces, cómo voy a…
- Lo pagaré yo. El honor de Rusia así lo exige, y, si a los caballeros que dirigen la Compañía no les importa el honor de Rusia, no se dirá lo mismo del comerciante que dirige Kodiak. -Y sin más dilación, Baranov ofreció el dinero necesario para el orfanato, tomándolo de su escaso sueldo.
- Pero ¿quién se encargará? -preguntó el sacerdote. Sin embargo, después de algunas reflexiones, Vasili recordó que Sofía, durante su conversión, se había emocionado intensamente ante las historias del cariño que Cristo profesaba a los niños, y propuso-: Sofía Rudenko sería la persona perfecta.
- No tiene más de quince años. En realidad, es sólo una niña.
- Tiene diecisiete.
- No puedo creerlo.
Mandaron llamar a la muchacha y Baranov le preguntó, bruscamente:
- Niña, ¿qué edad tienes?
- Diecisiete -contestó la joven.
- ¿Te ves capaz de encargarte de un orfanato? -inquirió Baranov.
- ¿Qué es eso? -preguntó ella. Y, cuando se lo explicaron, repuso-: El padre Vasili me explicó una vez que Jesús dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Me encantan los niños.
Así se fundó el orfanato de Kodiak, con el dinero de Baranov y con el amor de Sofía.
- Encargaos de que la muchacha comience su trabajo como es debido -le ordenó Baranov a Vasili, pues estaba decidido a que todo lo que emprendía tuviera éxito.
El joven sacerdote se hizo cargo de la supervisión del trabajo, enseñó a Sofía los rudimentos de su nueva ocupación y comenzó a inculcar la nueva religión a los huérfanos. Como trabajaba muy cerca de Sofía, se animó al contemplar el entusiasmo con que ella se convirtió en una madre para los niños más pequeños y en una hermana mayor para los muchachos y muchachas de más edad. Adquirió tanto prestigio entre los niños que un anciano aleuta le dijo a Baranov:
- Si esa joven fuera un hombre, sería nuestro nuevo chamán.
Sin embargo, Sofía sabía que eso no era del todo cierto, porque entre las ruinas de Los Tres Santos se había colado antes un chamán auténtico que había intentado mantener a los aleutas apartados del cristianismo, pero su magia parecía ahora poca cosa y, si se comparaba con los milagros espirituales que lograban Sofía en su orfanato y el padre Vasili en su improvisada iglesia, el hombre se había ido sin conseguir nada.
Mientras Sofía trabajaba con los huérfanos, Vasili pudo comprobar en varias ocasiones cómo maduraba la muchacha desde que había ingresado en su nueva vida y se sintió atraído por ella de muchas maneras. Aunque seria, Sofía estaba siempre dispuesta a desplegar su radiante sonrisa. Era trabajadora, pero nunca se negaba a jugar con los niños; y, por encima de todas las cosas, conseguía que todo el mundo, de cualquier edad y de cualquier raza, se sintiera feliz en su presencia. Además, como suele ocurrirles a ciertas afortunadas mujeres, al acercarse a los veinte años se iba volviendo más encantadora, más completa. Había ganado dos o tres centímetros de estatura, su cara era menos redonda y el disco labial, algo menos visible; era, como dijo un capitán marino que estaba de paso por la ciudad, «una muchacha muy bonita.
- Yo nunca quise ser un sacerdote negro -exclamó en voz alta el padre Vasili un anochecer estrellado en que caminaba desde la calidez del orfanato hasta el triste edificio que le servía de iglesia, mientras levantaba la vista hacia la pícea del chamán-. Estoy enamorado de ella desde el día en que pisé esta isla.
Consideró acertadamente aquel hecho como algo inevitable, que no comportaba el escándalo que hubiera tenido en el caso de haberse tratado de un sacerdote católico romano, para quienes el celibato era un acto de fe y devoción. En la religión ortodoxa, más de la mitad de los sacerdotes eran blancos, como su propio padre, y se casaban con el beneplácito de sus obispos, los cuales, pese a ser sacerdotes negros y célibes, predicaban: «El matrimonio es el estado normal del hombre». Pasar del hábito negro al blanco no involucraba un cambio de fe, sino sólo de orientación.
Sin embargo, pese a no ser un cambio radical, no era fácil de lograr; por eso, el día en que se clausuraba Los Tres Santos y comenzaba la mudanza de la Compañía entera a Kodiak, Vasili se acercó a Baranov, que estaba guardando en una caja las pocas pertenencias que había podido reunir en la colonia.
- Quiero pediros un favor, director general.
- Concedido. Ningún gerente ha dispuesto de mejor sacerdote.
- Deseo que escribáis a mi obispo, el de Irkutsk.
- No os dará ni un kopeck. Tendréis que arreglaros como podáis.
- Quiero que me libere de mis votos.
- ¡Dios mío! ¿Vais a abandonar la Iglesia? Vuestros padres…
- ¡No, no! Pero quiero abandonar el hábito negro. Quisiera ser un sacerdote blanco.
Baranov se sentó pesadamente sobre la caja y clavó la mirada en el joven clérigo.
- Os he estado observando, Vasili -dijo, tras un prolongado silencio, en voz tan baja que Vasili apenas le oyó-, y sé cuál es vuestro problema. Lo sé porque yo también me he enamorado de una isleña y pretendo tomarla como esposa.
El joven se escandalizó ante aquella confesión y volvió a ser el sacerdote admonitorio:
- Aleksandr Andreevich, estás diciendo algo vergonzoso. En Rusia tienes una esposa.
- Es cierto, y además dice que un día de éstos se reunirá conmigo; pero hace veintitrés años que dice lo mismo.
- Si incurres en bigamia, Aleksandr Andreevich, tendré que denunciarte a San Petersburgo.
- No voy a casarme con ella, padre Vasili; sólo quiero tomarla por mujer hasta que venga mi verdadera esposa. -Luego añadió, en voz baja-: Cosa que no ocurrirá jamás. Y yo no puedo vivir solo.
Vasili, que había ido a consultar su propio problema, se encontró envuelto en el de Baranov.
- Es una mujer maravillosa, Vasili. Habla ruso, tiene unos padres responsables, lleva muy bien la casa y sabe coser. Ha prometido adoptar el nombre ruso de Ana y asistir regularmente a nuestra iglesia. -Baranov levantó la vista desde la caja donde se había sentado y, con una expresión radiante en su cara redonda, preguntó-: ¿Cuento con vuestra bendición?
El joven sacerdote no podía autorizar de ninguna manera que se trataran tan sin miramientos los votos matrimoniales, pero, por otra parte, necesitaba la carta de Baranov al obispo para poder solucionar sus propios asuntos, de modo que intentó negociar.
- ¿Escribiréis a mi obispo? -Mediante esta disgresión, Vasili daba a entender que no castigaría públicamente a Baranov si éste tomaba una concubina-. Después de todo, director general, no abandono la iglesia; sólo pretendo cambiar el hábito negro por el blanco.
- ¿Para casaros con Sofía?
- Así es.
- Le escribiré. Si fuera más joven, yo mismo me casaría con Sofía.
Entonces Baranov estalló en una carcajada tan irrespetuosa que Vasili se ruborizó, creyendo que Baranov se burlaba de él. Se estaba burlando, pero no por las razones que temía Vasili.
- Recordáis lo que dijisteis cuando quise anular el matrimonio de Sofía y Rudenko? -Imitó la seriedad del joven sacerdote-: «Un voto es un compromiso solemne asumido a los ojos del Señor. No hay modo de que yo pueda anularlo.» Pues bien, joven amigo mío, os veo muy ansioso por anular vuestros propios votos.
Vasili volvió a enrojecer, muy intensamente, y Baranov chasqueó los dedos, como si acabara de descubrir algo:
- Ella aún no sabe nada, ¿verdad?
Vasili tuvo que reconocerlo.
- ¡Venid conmigo, entonces! -exclamó el voluntarioso gerente-. Se lo diremos ahora mismo.
Con sus regordetas piernas, echó a correr hacia el orfanato y mandó llamar a la sorprendida encargada. Cuando la muchacha estuvo frente a él, asió la mano de Vasili.
- Como te considero hija mía -le dijo-, tengo que informarte de que este joven ha pedido tu mano.
Sofía no se ruborizó o, al menos, en su tez dorada no pudo apreciarse el rubor; hizo una profunda reverencia y agachó la cabeza hasta que oyó hablar dulcemente al sacerdote:
- He trabajado duramente para salvar tu alma, Sofía, pero también para salvarte a ti. ¿Te casarás conmigo?
Ella sabía ahora bastantes cosas y podía comprender el significado del hábito negro.
- ¿Y esto? -preguntó, alargando la mano y tomando la tela entre sus dedos.
- Lo he rechazado, tal como tú rechazaste tu vestido de piel de foca al convertirte en cristiana.
- Será un orgullo para mí -aceptó ella, con una sonrisa que le invadió la cara.
En Kodiak, podían transcurrir dos o tres años entre la llegada y la partida de un barco, por lo que la solicitud del cambio de hábito que había presentado Vasili no iba a recibir una rápida respuesta, y, además, aun cuando le otorgaran el permiso, podían pasar otros tres años antes de que llegara un sacerdote para consagrar la boda; por eso Baranov propuso una solución práctica:
- Teniendo en cuenta que Ana y yo vamos a convivir como marido y mujer, vos y Sofía tendríais que hacer lo mismo… hasta que llegue un sacerdote que lo ponga todo en orden, claro está.
- No puedo hacer eso.
Entonces Baranov citó la teología imperante en las lejanas islas Aleutianas:
- La zarina está en San Petersburgo y Dios está muy alto en el cielo. Pero nosotros estamos aquí, en Kodiak, de modo que hagamos lo que sea preciso.
Así, de esta extraña manera, tomaron esposas isleñas los dos dirigentes de la América rusa, el viejo director y el joven sacerdote. Cidaq Sofía Kuchovskaya Rudenko Voronova se convirtió en la madre de otro Voronov que trajo la luz a la América rusa y llevó a cabo los proyectos con los que soñaba Baranov. Ana Baranova, una mujer de talento, fue durante muchos años la amante del director general y le dio dos hijos excelentes, entre ellos una muchacha que se casó más adelante con un gobernador ruso. Cuando se supo que había muerto la verdadera madame Baranova, a quien nadie vio nunca ni en Siberia ni en las islas, Ana pasó a ser la esposa legítima de Baranov, quien la presentaba siempre como «la hija del antiguo rey de Kinai». Los visitantes creían fácilmente la leyenda, porque la mujer tenía el porte de una reina.
Fue el cristianismo el que ganó la larga batalla entablada entre esta religión y el chamanismo; sin embargo, se trató de una victoria sanguinaria, porque, mientras que en el 1741, cuando los hombres de Vitus Bering pisaron por primera vez las costas aleutianas, vivían prósperamente en las islas dieciocho mil quinientas personas, que se habían adaptado magistralmente a su entorno sin árboles aunque rodeado de un mar fértil, a la partida de los rusos, la Población total no llegaba a las doce mil personas. El noventa y cuatro por ciento habían muerto de hambre, ahogados, como consecuencia de la esclavitud, se les había asesinado o se les había hecho desaparecer de algún modo en el mar de Bering. Y los pocos que sobrevivieron, como Cidaq, lo consiguieron porque se integraron en la civilización triunfante.