Inclinó la cabeza ante él e indicó a su hijo que hiciera lo mismo, como muestra de respeto ante su comportamiento de auténtico cosaco, pero el muchacho se negó a hacerlo, porque lloraba todavía la muerte de su padre.

Montaron guardia por si los tres guardias fugitivos intentaban volver con refuerzos para capturar la caravana y, mientras, los viajeros discutieron qué podían hacer para defenderse y proteger el valioso cargamento. Como ya habían cubierto más de la mitad del trayecto, estuvieron de acuerdo en que lo más prudente era continuar a lo largo de los trescientos kilómetros restantes para llegar al río Lena, y por la mañana, después de despedirse llorando de la tumba de Iván Poznikov, el comerciante guerrero, se pusieron en marcha dispuestos a cruzar uno de los territorios más solitarios del mundo: las estériles mesetas de la Siberia central, donde los días transcurrían en un vacío desolado, sin nada visible hasta el horizonte, y las noches en un terrorífico aullar del viento.

Fue en aquel inhóspito territorio donde Trofim llegó a apreciar a la extraordinaria familia de la que había pasado a formar parte. Iván Poznikov había sido intrépido en la vida y valeroso en la muerte. Marina, su viuda, una mujer especial, que sabía comerciar tan bien como cualquier hombre y que se había comportado de forma asombrosa cuando se volvió loca con el largo puñal. Al ver cómo se adaptaba a la pérdida de su esposo y a los rigores de la marcha, Zhdanko comprendió por qué Iván había dejado en sus manos el manejo del negocio. En los momentos más peligrosos del viaje, ella también se ofreció a montar guardia mientras los hombres dormían. Comía tan frugalmente como ellos. Avanzaba sin quejarse a lo largo de los dificultosos kilómetros, ayudaba a cuidar de los caballos, y sonreía cuando Trofim le dedicaba un cumplido:

Sois un cosaco con faldas -le decía él.

El problema era su hijo Irmokenti, que durante el ataque a la caravana se había comportado muy bien y había luchado como un hombre que le triplicara la edad, pero que, a pesar de ello, continuaba siendo un muchacho desagradable y se había vuelto aún más arrogante por haber matado a un hombre. Sentía un odio visceral por Trofim, no le gustaba el protagonismo de su madre, y tendía a actuar de un modo irritante que provocaba la desconfianza de los adultos. Era eficiente, pero no sería nunca simpático.

- Tres asaltantes muertos, y el cosaco no ha matado siquiera a uno. Una mujer y un muchacho han salvado la caravana -le oyó quejarse Trofim.

Madame Poznikova no quería ni oír hablar de aquello:

- Ya sabemos quién nos salvó aquella noche, quién mantuvo a raya a esos tres… Milagrosamente, en mi opinión.

Además, era Zhdanko quien les guiaba en su recorrido a través de aquellos peligrosos páramos. Él decidía dónde detenerse y se ofrecía para cubrir las guardias nocturnas. Vigilaba por si venían osos, iba delante cuando tenían que vadear un arroyo, y se comportaba siempre como un verdadero cosaco. Pese a aquella demostración constante de su capacidad, Irmokenti no lo consideraba más que un siervo; sin embargo, obedeció a Trofim durante el viaje, aunque pretendía librarse de él en cuanto terminara.

De esta forma tan disciplinada, los tres viajeros completaron catorce peligrosos días de viaje por sendas solitarias, hasta llegar a una colina desde la cual, exhaustos pero dispuestos a seguir avanzando, contemplaron un bellísimo panorama: el ancho y caudaloso río Lena. Allí descansaron.

- Después de vender las pieles, tendréis rublos en vez de mercancía! -dijo Zhdanko, mirando el río-. Y entonces tendremos que preocupar nos para que lleguen sanos y salvos a Ojotsk.

- Esta vez contrataremos a guardias honrados -repuso secamente la madame.

En Yakutsk, la madame se enfrentó con otro problema: encontrar comerciantes honrados, dispuestos a llevar sus fardos en barcaza por el Lena hasta los grandes mercados de la frontera con Mongolia; recurrió finalmente a unos antiguos conocidos de su esposo y cerró con ellos un trato ventajoso. Antes de despedirse, llevó aparte a los comerciantes y les enseñó aquella piel tan especial que pensaba introducir en el mercado.

- Nutria marina. No hay nada igual en el mundo. Y yo puedo proporcionaros una cantidad segura.

Los hombres observaron las extraordinarias pieles y preguntaron por qué no era el marido quien llevaba algo tan valioso.

- Venía con nosotros, pero le asesinaron nuestros guardias-dijoella. Y añadió-: Os ruego que me ayudéis a conseguir seis hombres en quienes pueda confiar, y que no vayan a matarme durante el trayecto de vuelta.

Ellos le enviaron algunos de sus propios hombres de confianza, y entonces le hicieron un encargo:

- Traednos todas las nutrias marinas que podáis cazar. Los comerciantes chinos se pelearán por estas pieles.

- Me veréis con frecuencia en Yakutsk -les garantizó ella, con una leve sonrisa.

En el camino de regreso discutió con Trofim y con su hijo cómo podrían explotar las islas Aleutianas. Cuando apenas llevaba un día en su casa de Ojotsk, una pequeña población que estaba convirtiéndose en una ciudad importante, llamó a Trofim para hablarle francamente:

- Sois un hombre excepcional, cosaco. Sois valiente y al mismo tiempo tenéis cerebro. Tenéis que quedaros conmigo, porque necesito vuestra ayuda para controlar las islas de las pieles.

- No tengo intenciones de casarme -dijo él.

- ¿Quién ha hablado de matrimonio? Os necesito para mi negocio.

- Soy marino. No servimos para los negocios.

- Yo haré que sirváis. Poznikov, que en paz descanse -añadió la madame, suplicante-, había sido comerciante durante muchos años. No había conseguido nada, hasta que yo no le hice poderoso.

- Mí trabajo está en las islas.

- Vos y yo juntos, cosaco, podríamos ser los dueños de las islas y de todas las pieles que contienen. -Entonces le miró de cerca, cara a cara-: Pero ninguno de los dos puede hacerlo solo. Os necesito, cosaco -añadió, elevando la voz hasta convertirla en un chillido irritado.

- Iré a las islas -le contestó Trofim, que sabía cuál era su destino-. Y os traeré pieles. Y vos las venderéis -acabó, con la intención de no variar su decisión.

- Si os vais, llevaos a Irmokenti -pidió entonces la mujer, con mal disimulado disgusto-. Enseñadle a ser sabio y a tener dominio de sí mismo, porque necesita aprender las dos cosas.

- No me gusta. Me temo que el chico ya no tiene remedio, pero le llevaré conmigo -asintió el cosaco.

- Al diablo con la sabiduría y el dominio de sí mismo -contestó la madame, asiéndole el brazo-. Enseñadle solamente a ser un hombre honrado, como su padre y como vos. De lo contrario, mucho me temo que no llegará a serlo.

Cualquier armador se hubiera horrorizado al ver la patética embarcación en la que pensaban zarpar hasta la isla de Attu, la más occidental de las Aleutianas, Trofim Zhdanko, Irmokenti Poznikov, que ya tenía dieciocho años, y otros once hombres de Petropávlovsk. Habían utilizado madera verde para la estructura principal y habían formado los costados con piel de foca, que era lo bastante gruesa en algunos puntos como para soportar impactos fuertes, y tan delgada en otros que cualquier arista de hielo la podría perforar. Como prácticamente no había clavos en Kamchatka, utilizaron los pocos que pudieron conseguir para clavar las piezas de madera más importantes, y en otras partes tuvieron que conformarse con correas de piel de morsa y de ballena.

- Esa cosa no la construyeron, la cosieron -gruñó, al ver el barco, un avezado marinero.

El producto terminado era algo así como un umiak de piel de foca, algo reforzado y lo bastante grande como para dar cabida a trece traficantes de pieles junto con sus equipos y, especialmente, con sus armas. De hecho, a bordo había tantas armas de fuego que el bote parecía un arsenal flotante, y sus propietarios tenían muchas ganas de usarlas. Pero resultaba bastante improbable que una embarcación tan endeble consiguiera llegar alguna vez a las Aleutianas, y aún más que regresara cargada con fardos de pieles. Pero Zhdanko estaba ansioso por probar suerte, y zarpó un día de primavera del año 1745, en busca de Alaska para el imperio ruso, y de riquezas para su variopinta tripulación.

Eran un grupo de hombres brutales, dispuestos a correr peligros y decididos a ganar fortunas con la explotación de las pieles. Esta avanzadilla de la expansión rusa hacia el este constituyó el modelo de la conducta que Rusia observó más adelante en su colonización de Alaska.

¿Qué clase de hombres eran? Había tres grupos bien definidos: auténticos rusos, que procedían de los dominios del zar en la Europa del noroeste, un territorio relativamente pequeño centrado en dos grandes ciudades: San Petersburgo y Moscú; aventureros llegados de otras zonas del imperio, sobre todo siberianos del este; y un curioso grupo, que recibía el difícil nombre de promyshlermiki, compuesto por delincuentes de poca monta que habían sido sentenciados a elegir entre la muerte o los trabajos forzados en las islas Aleutianas. Globalmente se les solía considerar rusos a todos.

Esos feos hombres recibieron la bendición de un viento suave que mantuvo henchida la vela improvisada, y después de veinte días de navegar con facilidad y con poca necesidad de remo, Zhdanko dijo:

- Quizá mañana. O pasado mañana.

Les animaba el creciente número de ballenas que iban viendo; y una mañana, temprano, Irmokenti pudo ver hacia el este, nadando entre las olas, la primera nutria marina.

- ¡Trofim, ven! -gritó, pues continuaba tratando al cosaco como a un siervo-. ¿Es eso?

En aquel bote descubierto había poco espacio para moverse, pero Trofim se abrió paso hacia proa y forzó la vista en la luz matinal.

- No veo nada -dijo.

- ¡Allí, allí! -gritó Irmokenti muy irritado, con impaciencia-. ESO que flota boca arriba.

Al mirar mejor, Trofim pudo ver uno de los espectáculos más extraños y hermosos de la naturaleza: una nutria hembra nadaba de espaldas, con una cría firmemente acomodada sobre el vientre; parecían las dos muy tranquilas y disfrutaban mirando las nubes que se movían por el cielo. Aunque Trofim todavía no estaba seguro de que fueran nutrias marinas, sabía que no eran focas, así que volvió a proa y condujo la embarcación en dirección a la flotante pareja.

La madre nutria, ignorante de lo que eran un barco o un hombre, continuó nadando perezosamente mientras los cazadores se aproximaban, y no intentó apartarse ni siquiera cuando Irmokenti levantó su arma y afinó la puntería. Se escuchó un fuerte estallido, la nutria sintió un dolor opresivo en el pecho y se hundió inmediatamente en las profundidades del mar de Bering; había muerto sin resultar de ninguna utilidad para nadie. Su cría, que había quedado a flote, recibió un fuerte golpe de remo y se hundió también hasta el fondo. Durante los años siguientes, de todas las nutrias marinas que llegaron a matar unos cazadores descuidados que muchas veces disparaban antes de tiempo, siete de cada diez se fueron al fondo sin que nadie aprovechara sus pieles. Aquel primer disparo de Irmokenti daba comienzo al exterminio.

Como había echado a perder lo que tanto Trofim como los otros aseguraban que era una auténtica nutria marina, el joven no estaba de buen humor aquella mañana; cuando, un poco más tarde, uno de los hombres lanzó el grito de «¡Tierra!», el chico no sintió ninguna alegría al ver la solitaria isla de Attu, que emergía de entre las nieblas que la cubrían.

Habían recalado en el extremo noroeste de la isla, y navegaron durante un día entero a lo largo de la costa septentrional, sin encontrar otra cosa que peligrosos acantilados y la visión sin vida de tierras que parecían estériles, sin árboles, sin siquiera un arbusto. Pasaron ante la embocadura de una bahía, pero las orillas eran tan escarpadas que hubiera sido una locura intentar desembarcar.

- Attu es una roca -comentó quejumbroso Irmokenti aquella noche, cuando se iba a dormir.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando rodeaban un pequeño promontorio en el cabo este de la isla, vieron ante ellos una amplia bahía, que tenía una agradable playa de arena y unos prados extensos. Desembarcaron con cautela y, como creían que la isla estaba deshabitada, se encaminaron tierra adentro. Cuando habían recorrido apenas un trecho, descubrieron el milagro de Attu. Dondequiera que iban se encontraban con un tesoro de flores de colores, en una gran variedad: margaritas, azaleas rojas, altramuces de muchos colores, orquídeas, cardos, además de dos tipos de flores que les asombraron especialmente: unos iris de color púrpura y unas orquídeas de color gris verdoso.

- ¡Esto es un jardín! -exclamó Trofim.

- ¡Mirad! -gimió de pronto Irmokenti, que le había dado la espalda.

Desde el fondo de la pradera se les acercaba una procesión de nativos, tocados con los sombreros característicos de la isla, con la gran visera que desde la parte anterior descendía recta por atrás, y con las flores o las plumas que pendían de la corona. Nunca habían visto antes a un hombre blanco, y ninguno de los invasores, salvo Zhdanko, había visto a un isleño, de modo que por ambas partes surgió una gran curiosidad.

- No son hostiles -aseguró Zhdanko a sus hombres-, mientras no se demuestre lo contrario.

Era muy difícil convencerles de ello, porque todos los isleños llevaban largos huesos ensartados en la nariz, y uno o dos discos tallados en el labio inferior, lo cual les confería un aspecto feroz.

- ¡Disparad! -gritó Irmokenti, al verlos.

Trofim anuló la orden y se adelantó, llevando en las manos una colección de abalorios; cuando los isleños vieron tanta belleza centelleante se pusieron a murmurar entre ellos, hasta que uno acabó por adelantarse hacia Zhdanko, ofreciéndole una pieza de marfil tallado. Fue así como comenzó la verdadera explotación de las islas Aleutianas.

Los primeros contactos fueron cordiales. Los isleños constituían un grupo pacífico: eran hombres menudos y de oscuras facciones orientales que, por su aspecto, podrían haber llegado de Siberia un año atrás; iban descalzos, usaban ropas hechas con pieles de foca y se tatuaban la cara. Su idioma no se parecía a ninguno de los que habían oído alguna vez los hombres de la embarcación, pero con sus amplias sonrisas expresaban su bienvenida.

No obstante, ocurrieron dos cosas cuando Zhdanko y su tripulación llegaron a una de las chozas en las que vivían los isleños: era evidente que los hombres de Attu no querían que los forasteros se acercaran a sus mujeres y a sus hijos, y, cuando los siberianos entraron a la fuerza en una vivienda, sintieron repulsión por la oscuridad de la cueva subterránea en la que se encontraban, por el desorden y por el desagradable olor a pescado y a grasa de foca podrida. Entonces comenzaron las tensiones.

- ¡No son humanos! -gruñó desdeñosamente uno de los hombres de Zhdanko; y eso se convirtió en la opinión general.

Sin embargo, en varias de las treinta y tantas chozas los recién llegados descubrieron pequeños montones de pieles de foca, aunque no se les ocurría con quién podían estar comerciando los isleños, y en dos viviendass hallaron unas pieles ya curtidas de nutria marina. La larga búsqueda que había comenzado en Ojotsk para terminar en la audaz travesía del mar de Bering, en su inverosímil embarcación, parecía tener asegurado el éxito.

Zhdanko, que era un hombre ingenioso, no tuvo dificultades para explicar a los hombres de Attu que si les proporcionaban pieles de foca, él les daría a su vez lo que quisieran de las cosas que llevaban en el barco; un poco después les informó de que lo que querían en realidad los extranjeros, eran las pieles de nutria. Pero eso era otra cuestión, porque los isleños habían descubierto a lo largo de los siglos que la nutria marina era el animal más extraño del océano, y que no resultaba fácil cazarla. De todos modos, los comerciantes consiguieron convencer a los isleños de que tenían que salir con sus kayaks en busca de pieles, especialmente de nutria.

Entonces, un joven remero tomó la responsabilidad de enseñar a Irmokenti los ritos de la isla: se llamaba Ilchuk, era unos cinco años mayor que Irmokenti, y un hábil cazador que había sido uno de los artífices de la captura de la única ballena que los de Attu habían cazado en diez años; las hermanas de Ilchuk habían fabricado con las barbas de la ballena muchos objetos útiles y un par de cestos que, además de prácticos, eran también una obra de arte.

Cuando Trofim vio los cestos, además de otros objetos hechos de marfil o hueso de ballena, comenzó a modificar su opinión sobre los isleños de Attu. Finalmente, Ilchuk les invitó a él y a Irmokenti a su choza, y Trofim pudo comprobar que no todos vivían como animales. La choza estaba limpia y dispuesta de forma muy parecida a la de cualquier vivienda siberiana, exceptuando el hecho de que era subterránea en su mayor parte; pero tan pronto como comenzaron a soplar los vientos del invierno, Trofim comprendió por qué las construían así de bajas: de haber sido más altas, los vendavales se las hubieran llevado.

Las tensiones entre los dos grupos estallaron al llegar el sombrío invierno, porque los recién llegados, ansiosos de más pieles, querían que los isleños continuaran cazando sin tener en cuenta el clima; pero los hombres de Attu, que conocían la potencia de las tormentas invernales, sabían que era mejor permanecer en tierra hasta la primavera. El que más insistía era Irmokenti, que ya tenía diecinueve años y se mostraba cada vez más brutal en su relación con los demás. Como nunca olvidaba que era su familia la que había puesto en marcha la explotación de las pieles, le resultaba imposible aceptar a un intruso como Zhdanko, así que él mismo comenzó a encargarse de los fardos, que cada vez eran más, y de las operaciones que prometían aumentar su número. Trofim, veinticinco años mayor que aquel joven inexperto, renunció a dirigir las cacerías, pero decidió mantener el mando de todo lo demás.

En cuanto cesaban las tormentas (y a veces se producía una relativa calma que duraba dos o tres días seguidos), Irmokenti ordenaba a Ilchuk y a sus hombres que se aventurasen a salir al mar y, si no se mostraban dispuestos, vociferaba hasta dejar claro ante los de Attu que, de algún modo, a lo largo de un proceso cuyas etapas ya no podían recordar, los isleños habían llegado a ser esclavos de los forasteros. Esa sensación se intensificó cuando dos hombres de Irmokenti se apoderaron de unas mujeres jóvenes de la población, con unos resultados tan agradables que un tercer hombre se llevó bruscamente a una de las hermanas de Ilchuk.

Aunque se produjo cierto resentimiento, por costumbre en Attu los hombres y las mujeres adultos mantenían relaciones sin complicaciones, de modo que allí no estallaron las reacciones temperamentales que en otro lugar hubieran podido entrar en erupción; lo que realmente molestaba a los isleños era la continua insistencia de Irmokenti para que los hombres salieran al mar, cuando su instinto y su larga experiencia les aconsejaban permanecer en tierra. No podían dejar de oponerse a esa radical alteración de su sistema de vida, y cuando Irmokenti, un día de buen tiempo, exigió a Ilchuk y a cuatro de sus hombres que se hicieran a la mar, se produjo una momentánea reacción de rebeldía, que el joven atajó sacando su arma.

- Si no vais, disparo -ordenó por gestos a los hombres.

Salieron de mala gana, señalando el cielo como si dijeran: «¡Te lo advertimos!», y antes de que se perdieran de vista se desató un fuerte viento que llegaba desde Asia y traía consigo ráfagas de lluvia helada, paralelas al mar, que destruyeron dos de los kayaks y ahogaron a sus tripulantes. Ilchuk condujo los botes supervivientes a la playa, y allí comenzó a apostrofar a Irmokenti, el cual guardó silencio durante algunos minutos, hasta que, al sumarse a las recriminaciones los otros hombres de Attu, que le rodearon, perdió la compostura, levantó el arma y disparó contra uno de los que protestaban.

Al verle caer, Ilchuk comprendió que estaba fatalmente herido e intentó abalanzarse contra Innokenti, pero dos de los siberianos le sujetaron, le arrojaron al suelo y comenzaron a patearle la cabeza.

Trofim, que estaba trabajando en la construcción de una casa con madera de deriva, se acercó corriendo al oír el disparo; gracias a su corpulencia y a su autoridad, puso orden en lo que, de otro modo, podía haber degenerado en un alzamiento y en la muerte de todos los invasores. Pero en adelante ya no continuaría ejerciendo tal autoridad sobre los hombres.

- ¿Quién ha hecho esto? -gritó.

- He sido yo -contestó con descaro Irmokenti, que dio un paso al frente-. Me estaban atacando.

Los otros apoyaron su declaración y adelantaron el mentón en un gesto retador, y Zhdanko comprendió que la jefatura de la expedición había pasado a Irmokenti.

- Se ha declarado la guerra -dijo, casi mansamente-. Que cada uno asuma su propia defensa.

Pero fue el joven quien dio órdenes específicas:

- Traed el barco más cerca de nuestras chozas. Y los hombres dormiremos todos juntos, no con las nativas.

El hombre que había tomado como compañera de cama a la hermana de Ilchuk no hizo caso de esta última orden, y dos mañanas después, al levantarse la niebla invernal, encontraron su cadáver en la playa, con varias puñaladas.

La guerra se cargó de odio y resentimiento, de sombras oscuras y bruscas represalias. Como quedaban solamente doce hombres, incluido él mismo, Trofim trató de recobrar el mando haciendo las paces con los isleños, que eran más numerosos; de no haberlo frustrado un mal asunto, hubiera podido tener éxito. El sensato isleño Ilchuk, que lamentaba el triste deterioro de las relaciones, se acercó a Trofim en compañía de dos pescadores para acordar una especie de tregua; pero Irmokenti, que observaba de cerca la escena con cuatro de sus seguidores, permitió que se aproximaran y después hizo una señal, ante la cual los rusos apuntaron con sus armas y mataron a los tres negociadores. Al día siguiente, una de las muchachas isleñas acusó a Irmokenti de haber asesinado a su hermano en la emboscada; él le dio la razón, pues también la asesinó.

Trofim se esforzó en vano por impedir las matanzas, pero en una rápida sucesión cayeron otros seis isleños, tras lo cual se aceptó con sumisión que Attu había entrado en un orden nuevo. Cuando la primavera hizo posible una caza metódica de las nutrias marinas, Irmokenti y su grupo tenían ya tan rigurosamente organizada la vida en la isla que los kayaks salían regularmente y volvían con las pieles que reclamaban los comerciantes. Resulta difícil explicar cómo aquellos once hombres (cinco siberianos, tres delincuentes rusos, dos de otros lugares del imperio y el joven Irmokenti) lograron mantener bajo su mando a toda la población de la isla, pero así ocurrió. El asesinato era el elemento más convincente; ejecutaron fríamente a ocho, veinte o treinta personas, eligiendo el momento y el lugar que podían Provocar un efecto más intimidatorio, hasta que toda Attu supo que, si los Pescadores y cazadores se demoraban en cumplir los deseos de los forasteros, ellos matarían a alguien, por lo general al pescador que hubiese fallado, y, a veces, a algunos de sus amigos.

Todavía resulta más difícil explicar por qué Trofim Zhdanko permitió que Ocurriera todo aquello, aunque hay que tener en cuenta que cuando los hombres se hallan bajo presión, normalmente las decisiones que toman dependen de hechos que escapan a su control; lo determinante es el azar, no el pensamientO organizado, y cada uno de los sangrientos incidentes de Attu fortalecía el poder de Irmokenti y debilitaba el de Trofim. Él no participó en ninguna de las matanzas, porque era un cosaco adiestrado para matar por orden del Zar y había aprendido que el asesinato sólo se justificaba si con él se Conseguía rápidamente establecer la paz. En Attu, las masacres sin sentido de Irmokenti no permitían conseguir la paz, sino solamente más pieles, y por eso Trofim comprendió, a mediados del verano, que la única estrategia sensata en una situación tan crítica era abandonar la isla con las pieles acumuladas y poner proa hacia Petropávlovsk.

Su propuesta le permitió recuperar otra vez cierta posición de mando, porque muchos de sus compañeros de tripulación estaban ansiosos por salir de Attu; sin embargo, la casualidad se interpuso una vez más para negarle esta posición. A mediados de julio de 1746, cuando organizaba secretamente a los hombres para la huida, una isleña descubrió la estrategia e informó a sus hombres, que planearon matar a todos los forasteros antes de que llegaran al bote.

Ya con los fardos embarcados y los doce supervivientes a punto de zarpar, los isleños trataron de atacarles; pero Irmokenti estaba prevenido y, cuando hombres y mujeres corrieron gritando hacia el barco, ordenó a sus hombres que dispararan directamente sobre el grupo de personas y que recargaran sus armas para volver a disparar. Así se hizo, con fatal efectividad.

Cuando el grupo de invasores rusos, el primero que había pasado un invierno en las Aleutianas, regresó finalmente a la seguridad del mar de Bering, habían asesinado, contando desde el día de su desembarco, a sesenta y tres aleutas.

La travesía de regreso fue un relato de terror, porque en la frágil embarcación, sin cubierta y con una modesta vela fijada al endeble palo, tropezaron con vientos adversos que soplaban desde Asia y tuvieron que enfrentarse sucesivamente a diversas calamidades: la rotura del palo, un conato de hundimiento, la comida que se pudría, un marinero lunático que estuvo a punto de volverse loco y también a punto de morir a manos de Irmokenti, el cual no soportaba sus chillidos; y tormentas interminables que amenazaron durante días enteros con volcarles. Como Trofim era el único a bordo con experiencia en la navegación, recuperó el mando de aquel triste barco, que consiguió mantener a flote, gracias a su valentía, más que a su habilidad; incluso en cierto momento, cuando la supervivencia parecía imposible, él hubiera accedido a los consejos de algunos, que exclamaban:

- ¡Arrojad los fardos por la borda para aligerar el barco!

- ¡Que nadie los toque! -se opuso entonces Irmokenti, con férrea decisión-. Mejor morir tratando de llegar a puerto con nuestras pieles que llegar vivos sin ellas.

Al amainar las tormentas, el barco continuó su renqueante marcha hacia la patria, con los fardos intactos, y de este modo se puso en marcha el intercambio de pieles con las Aleutianas.

Al desembarcar en Petropávlovsk, a Trofim y a Irmokenti les aguardaba una sorpresa: durante su ausencia, madame Poznikova había trasladado su cuartel general a aquel excelente puerto de nueva creación, y en un terreno elevado situado frente a la costa había construido una amplia casa de dos plantas, con un mirador en el piso alto.

- ¿Por qué es tan grande la casa? -preguntó Trofim.

- Porque aquí viviremos los tres -respondió ella sin rodeos. A pesar de la sorpresa de Trofim, la mujer prosiguió-: Os estáis haciendo viejo, cosaco, y a mí los años no me hacen más joven.

Él cumplía cuarenta y cuatro aquel año, y ella, treinta y siete; aunque Trofim no se sentía viejo, la experiencia de perder el mando sobre sus hombres en la isla de Attu le había demostrado que ya no era aquel infatigable joven de Ucrania para quien el mundo era una interminable aventura.

Pidió algo de tiempo para reflexionar sobre la proposición y se dedicó a pasear por la playa, contemplando los botes varados e imaginando las islas hacia las cuales habrían navegado. En sus pensamientos, dos hechos se mantenían incuestionables: «Madame Poznikova es una mujer excepcional. Y yo echo de menos aquellas islas y las tierras del este». Sería un honor tener como esposa a una mujer como la madame, y un placer trabajar con ella en la explotación de las pieles, pero antes de comprometerse sería necesario establecer un acuerdo sobre ciertas cosas, de modo que regresó a su nueva casa, llamó a la mujer a la sala, y sentado con la rigidez de un comerciante nervioso que pidiera un préstamo al banquero, le habló:

- Madame, admiré a vuestro esposo y respeto lo que con él habéis lo~ grado. Me honraría asociarme con vos en el comercio de las pieles. Pero no volveré nunca más a las Aleutianas sin un barco decente.

La mujer estalló en carcajadas, atónita ante aquella singular respuesta a su proposición de matrimonio.

- ¡Venid a ver, cosaco! -exclamó con energía.

Condujo al hombre por la calle principal de Petropávlovsk, hasta un astillero oficial que no existía dos años antes, cuando él se había hecho a la mar.

- ¡Mirad! -señaló, con orgullo-. Éste es el barco que he estado construyendo para vos.

- Es perfecto para la explotación de las Aleutianas -opinó él, al observar su solidez.

Después de la boda, la mujer obligó a su hijo Irmokenti a adoptar el apellido Zhdanko y a llamar «padre» a Trofim, pero el joven se negó:

- Ese maldito siervo no es mi padre.

Llegaba a encolerizarse cuando alguien le llamaba «el hijastro del cosaco». Su madre, avergonzada por semejante conducta, llamó un día a los dos hombres.

- Desde hoy en adelante, todos somos Zhdankos -les dijo-, y cada uno de nosotros comienza una nueva vida. Vosotros dos conquistaréis las islas una a una. Y después, haréis lo mismo con América.

Trofim protestó diciendo que aquello podía resultar más difícil de lo imaginado.

- Estamos destinados a avanzar hacia el este -manifestó ella-, siempre hacia el este. Mi padre abandonó San Petersburgo para irse a Irkutsk. Yo salí de allí para ir a Kamchatka. Y más allá nos esperan las pieles y el dinero.

Fue así como el cosaco ucraniano Trofim Zlidanko consiguió un barco que deseaba, una esposa a quien admiraba y un hijo a quien aborrecía.

Gracias al ejemplo de madame Zhdanko, la corte de San Petersburgo descubrió que se podían cosechar grandes beneficios con la explotación de las pieles aleutianas, y comenzó a promover más viajes a las islas, donde podían probar fortuna las compañías que estuvieran a cargo de hombres decididos. Eran grupos extraoficiales, formados principalmente por cosacos, sobre todo por aquellos que se habían entrenado en la dura disciplina de Siberia, y fueron los invasores más crueles que cayeron nunca sobre un pueblo primitivo. Estaban acostumbrados a aplicar una dura disciplina entre las tribus no civilizadas de la Rusia oriental, y en su trato con los amables y sencillos aleutas se comportaron aún más bárbaramente. Irmokenti Zhdanko había sentado un precedente brutal en su primer encuentro, en la isla de Attu, que se convirtió en norma a medida que los cosacos avanzaban hacia el este; y los intrusos idearon nuevas atrocidades al llegar a las islas más grandes, las que estaban situadas en el centro de la cadena.

Por supuesto, cuando intentó desembarcar en Attu el primer grupo que seguía a la llegada de Trofim e Irmokenti en su bote de piel de foca, los enfurecidos nativos, recordando lo que había ocurrido, bajaron en tromba a la playa y asesinaron a siete traficantes; después de este suceso, la tradición rusa conservó siempre la creencia de que los aleutas eran unos salvajes a los que sólo se podía dominar a tiros y latigazos. Pero cuando la segunda expedición arribó a Kiska, isla que seguía en tamaño a Attu, se encontró con nativos que no sabían nada del hombre blanco, y allí los cosacos instauraron un reinado del terror gracias al cual se consiguieron muchas pieles, pero todavía más muertes entre los aleutas.

En la siguiente isla de la cadena, la extensa Amchitka, los invasores sometieron rápida e implacablemente a los isleños. Los nativos tenían que aceptar sin rechistar que aquellos hombres se llevaran a sus mujeres. Se les obligaba a hacerse a la mar, hiciera el tiempo que hiciese, para cazar nutrias. Los nuevos métodos de caza que habían introducido los rusos despilfarraban los recursos, y más de la mitad de las nutrias que resultaban muertas, acababan hundiéndose, desaprovechadas, en el fondo del mar de Bering; sin embargo, las que lograban traer a la costa, alcanzaban precios cada vez más altos cuando las transportaban en caravana hasta la frontera con Mongolia, por lo que iba en aumento la presión para continuar la caza, y, como consecuencia, se multiplicaban las barbaridades.

El año 1761, madame Zhdanko, que ansiaba asistir antes de su muerte al dominio de los rusos sobre las islas Aleutianas y Alaska, sustituyó el viejo barco de Trofim por uno nuevo, construido con auténticos clavos, y envió en él a Irmokenti, el cual era ya un hombre maduro, de treinta y cuatro años, que se empeñaba implacablemente en volver a casa con el máximo de carga.

Para proteger la inversión que había hecho en el barco, sugirió que lo capitaneara Trofim, aunque éste ya tenía cincuenta y nueve años.

- Aparentas tener treinta años, cosaco, y este barco es muy costoso -le dijo ella-. Manténlo a salvo de las rocas.

No era un ruego superfluo, porque, al igual que ocurría con las nutrias, de cada cien navíos que los rusos construían en aquellas zonas, la mitad se hundía por defectos de construcción, y en cuanto a la mitad restante, normalmente estaba a cargo de capitanes tan ineptos que muchos de los barcos se estrellaban contra las rocas y los arrecifes.

Durante la década siguiente, los Zhdanko, padre e hijastro, pasaron por alto muchas islas menores con el fin de desembarcar directamente en Lapak, aquella atractiva isla custodiada por el volcán del que Trofim hablaba a menudo cuando relataba sus aventuras con el capitán Bering. Cuando el barco se acercó a la costa norte y Trofim vio aquella tierra inolvidable, la que hhabía explorado con George Steller en el 1741, recordó a su tripulación la generosidad con que le habían tratado entonces, y dio órdenes severas:

- Esta vez, no hay que importunar a los isleños.

Gracias a esta advertencia humanitaria, durante las primeras semanas en tierra no ocurrió ninguna de las atrocidades que habían ultrajado las demás islas. Cuando Trofim buscó al nativo que le había dado las pieles de nutria, se enteró de que había muerto, pero uno de los traficantes de pieles había aprendido unas pocas palabras de aleuta en una misión anterior y pudo informarle que el hijo de aquel hombre, un tal Ingalik, había heredado los dos kayaks del anciano y también su posición como jefe del clan. Trofim fue a visitarlo, con la esperanza de trabar amistad con el joven y evitar así lo que había ocurrido en las otras islas, pero averiguó entonces, con gran consternación, que a todas partes había llegado noticia de la conducta de los rusos y que los habitantes de Lapak tenían mucho miedo por lo que podía sucederles.

Trofim intentó calmar al joven, y las relaciones con los nativos hubieran podido comenzar bien, de no haber sido por un rudo cosaco que venía entre los traficantes, un hombre de cabeza rasurada y grandes bigotes pelirrojos, llamado Zagoskin, que estaba tan obsesionado con las pieles de nutria que insistió para que los hombres de Lapak emprendieran inmediatamente la caza. El joven Ingalik intentó explicarle que en aquella temporada había pocas posibilidades de localizar a ningún animal, pero Zagoskin no le escuchó. Bajo su mando, un par de traficantes alinearon seis kayaks en la costa y ordenaron entonces que sus propietarios, sin saber todavía quiénes eran, se embarcaran y salieran a cazar nutrias marinas. Como nadie hizo caso de esa orden insensata, Zagoskin tomó un hacha, se lanzó sobre los kayaks, destrozó sus delicadas membranas e hizo trizas los frágiles armazones de madera que los sustentaban.

Era un acto de destrucción tan demencial que varios de los isleños, incapaces de comprender tal locura, empezaron a murmurar y avanzaron hacia el cosaco enfurecido, que continuaba descargando hachazos. Sin embargo, como Irmokenti no podía permitir el menor síntoma de rebelión, ordenó por señas a los hombres de Lapak que retrocedieran, hasta que comprobó que no pensaban obedecer y entonces abandonó sus intentos de disuadirlos. Levantó su arma, ordenó al resto de sus hombres que hicieran lo mísmo, y, a un ademán de su mano izquierda, todos dispararon.

La primera descarga mató a ocho aleutas, y la segunda a otros tres; para entonces, Zagoskin había empezado a brincar como un loco entre los cadáveres y les asestaba golpes con el hacha. Se hizo un triste silencio sobre la playa, y comenzaron a sollozar algunas mujeres, con unos espantosos y agudos sollozos que colmaron el aire y atrajeron a Trofim al escenario de la carnicería. Aunque no había presenciado lo ocurrido y no sabía a quiénes culpar por la tragedia, estaba seguro de que los principales responsables eran su hijo y Zagoskin, pero no lograba comprender cómo había sucedido. Se sintió asqueado esta vez, pero no mucho tiempo después tuvo que soportar otras dos acciones tan viles que mancillaron el anteriormente honorable nombre de Zhdanko.

La primera ocurrió sólo dos meses después de la primera matanza de la playa. El malvado Zagoskin estimuló la tendencia natural de Irmokenti hacia las atrocidades, y, durante las semanas que siguieron a la primera serie de muertes, se produjeron varios incidentes aislados en el curso de los cuales Zagoskin o Irmokenti asesinaron a aleutas que se mostraban poco dispuestos a obedecerles.

A los dos canallas les encantaba participar en las estimulantes cacerías de nutrias, y ordenaron a los isleños que les construyeran un kayak de dos asientos, con el que podrían tomar parte en la caza. Zagoskin, que tenía más fuerza en los brazos, remaba en la popa, e Irmokenti hacía lo mismo en la proa. A lo largo de los 14.000 años transcurridos desde que Ugruk había tripulado su kayak persiguiendo a la gran ballena, los hombres del norte habían conseguido un tipo perfeccionado de remo que tenía una pala en cada extremo, de modo que el remero no necesitaba invertir la posición de las manos cada vez que quería cambiar de lado para remar. Y tanto Zagoskin como Irmokenti se convirtieron en unos expertos en el uso de este instrumento.

En realidad, en la cacería no se necesitaba su kayak, y ambos hombres se daban cuenta de que, algunas veces, resultaban más bien un estorbo que una ayuda, pero era tan interesante la persecución que insistían en participar. La cacería se realizaba del siguiente modo. Cuando algún aleuta de buena vista detectaba algo parecido a una nutria nadando hacia Qugang, el volcán silbador, hacía una seña y se dirigía velozmente hacia el lugar, mientras las otras embarcaciones se disponían formando un círculo alrededor del punto donde parecía encontrarse el animal. Entonces se hacía el silencio, no se movía ningún remo, y no pasaba mucho tiempo sin que la nutria, que no era un pez, tuviera que salir para tomar aire. Entonces todos se arrojaban sobre ella, el animal se sumergía y los botes formaban rápidamente otro círculo, en cuyo centro acabaría emergiendo la presa. Tras repetir esta maniobra siete u ocho veces la nutria, que cada vez se veía obligada a emerger en busca de aire en medio de los kayaks que la importunaban, se acercaba a la extenuación y, al final, acababa surgiendo medio muerta. Antes de que el animal se hundiera, con un veloz manotazo le daban un golpe en la cabeza, Y ataban la valiosa nutria a uno de los kayaks, con la cabeza destrozada pero la Piel intacta.

Zagoskin e Irmokenti se divertían intensamente cuando el círculo encerraba a una nutria madre que flotaba de espaldas con su cría sobre el vientre, moviéndose con ella como si la llevara de paseo. Irmokenti, a proa, obligaba a la madre a sumergirse. Pero la cría no podía permanecer bajo el agua tanto tiempo como su madre y ésta, en cuanto percibía que su criatura necesitaba aire, volvía a la superficie aun sabiendo que podía entrañar un peligro para sí misma. Cuando volvía a flotar, se convertía en el blanco de las canoas dispuestas en círculo, que se cerraban nuevamente sobre ella, impulsadas por los salvajes gritos de Irmokenti. Se sumergía otra vez, la cría volvía a boquear en busca de aire y ella emergía de nuevo, en medio de los amenazadores kayaks.

- ¡Ya la tenemos! -gritaba Irmokenti.

Entonces, con un movimiento rápido, él y Zagoskin prácticamente se abalanzaban sobre la angustiada madre y la golpeaban hasta que la cría se desprendía de su abrazo protector. Cuando los perseguidores veían flotar a la pequeña nutria, Zagoskin le asestaba un garrotazo, la recogía con una red y la subía a su kayak. La madre, privada de su cría, comenzaba a nadar en su busca de un bote a otro, como enloquecida, y, cada vez que se acercaba a una de las embarcaciones, lamentándose como una madre humana, recibía los golpes de aquellos hombres regocijados con el espectáculo; nadaba entonces otra vez hacia el bote más cercano, sin dejar de suplicar, con un gemido agudo, para que le devolvieran a su criatura.

Acababa tan débil y aturdida por la infructuosa búsqueda que no se atrevía a sumergirse, y se mantenía en la superficie, con la cara casi humana vuelta hacia sus torturadores, sin dejar de buscar a su cría; permanecía así hasta que alguien como Irmokenti le daba un golpe en la cabeza que la dejaba inconsciente, la subía al kayak y la degollaba.

Un día, cuando volvían a la playa después de matar a dos animales de esta manera, algunos de los pescadores aleutas protestaron contra la matanza de la nutria madre y de su cría y, por señas, advirtieron a Irmokenti que, si él y Zagoskin continuaban con aquello, agotarían las nutrias que quedaban en los alrededores de la isla de Lapak.

- Y entonces -se quejaban- tendremos que adentrarnos mucho en el mar para conseguir las nutrias que queréis.

Irmokenti, molesto por la interrupción, no hizo caso de sus objeciones, pero Trofim, al enterarse de la discusión, dio la razón a los aleutas.

- ¿No os dais cuenta de lo que va a acarrear en muy poco tiempo esa matanza de madres y de crías? No quedarán más nutrias para venderlas nosotros, ni para que ellos las usen como siempre han hecho.

- Ya es hora de que aprendan -replicó con insolencia Irmokenti, enfurecido ante la advertencia de su propio padrastro-, de que aprendamos todos. De ahora en adelante, tienen que limitarse a cazar nutrias marinas. Nada más. Quiero fardos enteros de esas pieles, no unos pocos puñados.

Zagoskin y él ignoraron el consejo de Zhdanko y emprendieron la dura rutina de enviar diariamente a los aleutas a cazar nutrias, y de disciplinarlos a fuerza de golpes, o privándoles de comida cuando no tenían éxito.

Mientras tanto, los dos jefes continuaron haciéndose a la mar y cazando más nutrias madres con sus crías, con la obligada ayuda de los demás; una tarde nublada, Irmokenti avistó una de aquellas parejas y gritó a los aleutas que le acompañaban:

- ¡Por allí!

La cacería concluyó como era habitual, con la cría muerta y la madre nutria nadando, entre patéticas súplicas, hasta llegar casi a los brazos de un aleuta. Este hombre, que era un excelente cazador y mantenía una relación respetuosa con todos los seres vivos, no quiso responsabilizarse de esa muerte innecesaria puesto que en realidad no hacían falta alimentos ni pieles, y por eso ignoró los chillidos de Irmokenti, que le gritaba:

- ¡Mátala!

El aleuta dejó escapar a la nutria y contempló asqueado a Zagoskin, que golpeaba el agua con su remo para descargar su frustración.

Cuando volvieron a la playa, Irmokenti corrió hacia el hombre que se había negado a matar a la nutria y le regañó por su desobediencia, cosa que indignó tanto al cazador que tiró su remo al suelo, y dio a entender así, de modo inconfundible, que no volvería a cazar nutrias, ni machos ni hembras, con los blancos, y que, desde aquel día en adelante, ni él ni sus amigos matarían a una madre con su cría. Irmokenti se enfureció ante aquel desafío de su autoridad, asió al isleño por el brazo, le obligó a darse la vuelta y le asestó tal puñetazo que el hombre cayó al suelo. Los demás isleños comenzaron a murmurar entre ellos, y pronto hubo señales de rebeldía general, que hicieron retroceder atemorizado a Zagoskin; entonces los aleutas, que equivocadamente habían creído que su opinión se tenía en cuenta, acudieron en tropel a Irmokenti para convencerle de que no continuara maltratándolos.

Su reacción fue radicalmente distinta a la que ellos esperaban: Irmokenti llamó en su ayuda a todos sus hombres, corrió en busca de su fusil y el de Zagoskin, y los rusos avanzaron en un apretado grupo hacia los asustados aleutas, los cuales retrocedieron, pues ya conocían la potencia de tales armas. Pero Irmokenti no quería que su exhibición de poder quedara como un simple alarde y, una vez consiguió intimidar a los isleños, pronunció la -teMible frase que se utilizó con tanta frecuencia en aquellos tiempos, cada vez que los europeos civilizados se encontraron con nativos sin civilizar:

- Es hora de darles una lección.

Con la ayuda de tres de los traficantes rusos, que se ofrecieron voluntarios, escogió al azar a doce cazadores aleutas y les obligó a ponerse en fila india, encabezados por el que había iniciado la protesta. Empujaron hacia adelante a cada uno de los aleutas hasta que quedaron todos estrechamente apretados contra el primero de la fila, y entonces Irmokenti gritó:

- Les vamos a enseñar cómo funciona un buen mosquete ruso.

- Cargó pesadamente su arma, se acercó al primero de la fila y apuntó cuidadosamente al corazón del primer rebelde. Pero en aquel momento llegó Trofim Zhdanko y contempló la vil acción que estaba a punto de producirse.

- ¡Hijo! -gritó-. Por Dios, ¿qué estás haciendo?

La desafortunada elección de la palabra «hijo» enfureció a Irmokenti, que golpeó a Trofim en la cara con la culata del arma. Después, con una fría rabia, disparó, y ocho aleutas cayeron muertos, uno tras otro, mientras el noveno se desmayaba, porque la bala había chocado contra sus costillas. Los tres últimos permanecieron en pie, paralizados por el miedo.

Irmokenti había dado una lección a los aleutas, y gracias a ello consiguió instaurar en la isla de Lapak, que antes había sido un lugar muy agradable para vivir si a uno le gustaba el mar e ignoraba la existencia de los árboles en otros lugares del mundo, una dictadura tan absoluta que todos los hombres de la isla, tanto rusos como aleutas, tenían que trabajar a sus órdenes, y las mujeres, someterse a sus deseos. La isla de Lapak se convirtió en uno de los sitios más lúgubres de la Tierra, y el viejo y honrado cosaco Trofim Zhdanko permanecía aislado en su choza, sumido en la vergüenza, ¡inpotente para oponerse al mal que había creado su hijastro.

Al acercarse el siglo XVIII a su fin, los gobiernos de varias naciones se enteraron de las riquezas disponibles en las aguas del norte, y de los vastos territorios que esperaban a ser descubiertos, explorados y colonizados.-Los españoles avanzaron hacia el norte desde California y enviaron una flota de audaces exploradores entre los que se contaban Alejandro Malaspina y Juan de la Bodega, que efectuaron importantes descubrimientos, aunque como su gobierno no les apoyó para colonizar aquellas tierras, su único logro permanente fue bautizar algunos de los promontorios de la costa.

Los franceses destinaron en viaje de exploración a un hombre intrépido y de deslumbrante título, Jean François de Galaup, conde de La Pérouse, el cual escribió un relato de sus arriesgadas aventuras, pero dejó pocos conocimientos firmes sobre aquellos mares sembrados de islas, entre cuyos arrecifes tendrían que navegar los marinos del futuro.

El año 1778, los ingleses enviaron a aquellas aguas a un hombre delgado y nervioso, de ascendencia vulgar, que se convirtió en el marinero más importante de la época y en uno de los dos o tres mejores de todos los tiempos, gracias a su talento para la navegación, a su resuelta valentía y a su sentido común: era James Cook. Realizó dos viajes modélicos al sur del Pacífico, en el curso de los cuales definió, en cierto sentido, el mapa del océano, situó las islas donde correspondía, describió las costas de dos continentes (Australia y la Antártida), dio a conocer al mundo las bellezas de Tahití y, durante el trayecto, descubrió un remedio para el escorbuto.

Antes de Cook, un barco de guerra británico podía zarpar con cuatrocientos marineros desde Inglaterra, con la certeza de que antes del fin del viaje habrían muerto ciento ochenta, si es que el diezmo no alcanzaba, como ocurría a veces, la espantosa cifra de doscientos ochenta tripulantes. Cook era reacio a ser el capitán de un barco que más parecía un ataúd flotante, y decidió cambiar la situación, con su tranquila eficiencia, instituyendo unas pocas reglas sensatas.

- Se ha descubierto -explicó a la tripulación al inicio de su memorable tercer viaje- que el escorbuto se puede atajar si cada uno mantiene limpio su camarote. Si usa ropa seca tan a menudo como se pueda. Si se hace un turno de guardia por cada tres, de modo que quede tiempo para descansar. Y si todos los días se consume una ración de wort y de rob.

Cuando los marineros preguntaron qué era eso, Cook dejó que los oficiales se lo explicaran.

- El wort es una bebida hecha con malta, vinagre, col fermentada, las verduras frescas que se puedan conseguir y algunas otras cosas. Huele mal, pero si se bebe como es debido, no se pilla el escorbuto.

- El rob -contó otro oficial- es una mezcla condensada de lima, naranja y zumo de limón.

- ¿Qué significa «condensada»? -nunca faltaba quien hacía esa pregunta.

- Es una palabra que el capitán Cook emplea constantemente -respondía el oficial.

- Pero, ¿qué significa? -insistía alguien.

- Significa: «Os lo tomáis» -gruñía el oficial-. Si lo hacéis así, os libraréis del escorbuto.

Los oficiales tenían razón. Un marinero que tomase su wort y su rob conseguía una milagrosa inmunidad frente al sombrío asesino del mar; la mitad de los ingredientes del wort, sobre todo la malta, eran ineficaces por separado, pero la col y en especial su jugo fermentado obraban milagros, y, en cuanto al rob, aunque el zumo de lima y el de naranja servían efectivamente de muy poco, el zumo de limón era un remedio específico. En cuanto a la condensación, a la que tanta importancia concedía Cook, no tenía ningún efecto, pero el procedimiento servía para espesar el jugo de limón y facilitar así su transporte y su administración.

Aquel hombre tranquilo, y jefe entregado, consiguió, gracias a su inquebrantable insistencia en la posibilidad de curación del escorbuto, la salvación de miles de vidas, y permitió además que los británicos construyesen la flota más poderosa del mundo. Por entonces, en los años en que Inglaterra estaba en guerra con sus colonias americanas en sitios como Massachusetts, Pensilvania y Virginia, el gobierno británico envió una vez más de viaje al gran explorador, con la intención de terminar con las especulaciones sobre el Pacífico Norte. Él, que había desvelado los misterios del Pacífico Sur, aceptó de buena gana el desafío de confirmar, de una vez por todas, si Asia estaba unida con América del Norte, si existía un pasaje nordoccidental en la cima del mundo, si el océano Ártico estaba libre de hielo (pues un sabio científico había demostrado que, a menos que el hielo estuviera de alguna manera anclado a la tierra, no podía formarse en el mar abierto) y, sobre todo, cómo era la costa de la recién descubierta Alaska. Si lograba resolver aquellas intrigantes cuestiones, Gran Bretaña estaría en situación de reclamar para sí todo el norte de América, desde Quebec y Massachusetts en el este, hasta California y el futuro Oregón en el oeste.

Durante su famosa tercera exploración, que se prolongó, aunque con interrupciones, a lo largo de cuatro años (entre el 1776 y el 1779), Cook no se limitó a descubrir las islas de Hawai, sino que fue además el primer europeo que exploró debidamente la irregular costa de Alaska. Registró y bautizó el monte Edgecumbe, ese espléndido volcán de Sitka; exploró la zona en que se levantaría la futura ciudad de Anchorage; recorrió las islas Aleutianas para situarlas en el mapa en la posición correcta que ocupaban en relación con el continente; y navegó muy al norte, hasta el punto en que el frío océano Ártico le enfrentó con una muralla de cinco metros y medio de altura: el hielo que, según había demostrado anteriormente aquel científico, no podía existir.

Fue un viaje fantástico, un éxito en todos los sentidos; aunque no halló el fabuloso pasaje nordoccidental que buscaban los marinos desde hacía casi trescientos años, es decir, desde que Colón había descubierto América, consiguió demostrar que el supuesto pasaje no se adentraba en el Pacífico en una zona de agua libre de hielo. Para demostrarlo, Cook navegó hacia el norte y tuvo que atravesar la muralla que constituían las islas Aleutianas, para lo cual buscó el paso situado al este de la isla de Lapak. Cuando dejó atrás la costa y miró hacia el oeste, vio elevarse en el mar de Bering el volcán Qugang, el Silbador, que ahora alcanzaba la altura de 330 metros por encima de la superficie del mar.

Cook examinó la constitución de Lapak, y fue el primero que logró deducir, a partir de su forma semicircular, que la isla había sido en otro tiempo un volcán de enormes dimensiones, cuyo centro había explotado y cuyo borde norte había desaparecido debido a la erosión; pero le impresionó todavía más el atractivo puerto, adonde envió un grupo en busca de las provisiones que los isleños pudieran ofrecerles. Los dos jóvenes oficiales que designó eran hombres que, en los años posteriores, lograrían la fama por sus propios méritos. El de mayor rango era el capitán mercante William Bligh, y su asistente era George Vancouver. El primero observó con atención todo lo que ocurría en la isla, y tomó nota cuidadosamente de los dos rusos que parecían ostentar el mando, Zagoskin e Irmokenti, que no le agradaron en absoluto y cuyos modales insolentes dijo que corregiría él mismo muy pronto, si estuvieran bajo sus órdenes. Vancouver, que era un marino nato con un talento fuera de lo común, registró la situación de la isla, la capacidad de su puerto, sus posibilidades para el aprovisionamiento de barcos grandes y el clima del que probablemente disfrutaba, hasta donde permitía juzgar una visita tan breve. Era evidente que Cook había escogido con mucho cuidado a su tripulación, porque aquellos dos hombres figuraban entre los más competentes de los que navegaban aquel año por el Pacífico.

La visita duró menos de medio día, porque hacia media tarde Cook consideró que tenía que continuar hacia el norte con el Resolution, aunque solamente habían recogido una pequeña parte de la información que ofrecía la isla, y la culpa era suya. Si se tiene en cuenta la meticulosa previsión con la que Cook planeaba sus travesías, resulta asombroso que al adentrarse en los océanos del norte, donde se sabía que habían ya hecho incursiones los rusos, no llevara consigo a nadie que supiera hablar ruso, y ni siquiera un diccionario de este idioma. Las autoridades de Londres se negaban aún a creer que Rusia ya había establecido un dominio considerable en el oeste de América del Norte, y tenía toda la intención de aumentarlo. Sin embargo, Cook efectuó la siguiente anotación:

Llegamos a una atractiva cadena de islas sin árboles, cuyos ocupantes salieron a saludarnos en canoas de dos asientos, tocados con unos sombreros muy bonitos, con largas viseras y con adornos. Yo insté al artista Webber a realizar varias representaciones de los hombres con sus sombreros, y él así lo hizo.

En la cadena de islas había una llamada Lapak, si entendimos bien lo que nos dijeron sus ocupantes rusos. Levantamos mapas de su totalidad y registramos un hermoso puerto de la costa norte, custodiado por un bello volcán extinguido, de 330 metros de altura, a nueve kilómetros hacia el norte. Su nombre era algo así como Lugong, pero cuando les pedí que me repitieran el nombre, silbaron; no sé qué quisieron decir con eso. Tal vez fuera su volcán sagrado.

En la última hora de su estancia en tierra, George Vancouver conoció a un ruso llamado Trofim Zhdanko y se dio cuenta de que el canoso guerrero era un hombre muy distinto a los dos jóvenes presuntuosos que él y Bligh miraban con antipatía. Ansiaba desesperadamente compartir sus ideas con aquel viejo sabio, y el ruso sentía el mismo deseo de preguntar a los forasteros cómo habían conseguido un barco tan bueno, qué viaje habían hecho desde Europa y cómo imaginaban el futuro de aquellas islas. Pero desgraciadamente no pudieron conversar más que en un limitadísimo lenguaje de señas.

Cuando el Resolution hizo oír los disparos que advertían a Bligh y a Vancouver que se acercaba la hora de zarpar, el viejo cosaco entregó una piel de nutria a cada uno de aquellos oficiales que se habían mostrado tan cordiales; desgraciadamente, su generosidad le había impulsado a ofrecerles dos de las mejores, e Irmokenti, cuando se dio cuenta, arrebató bruscamente las dos pieles de manos de los oficiales ingleses y las sustituyó por dos de inferior calidad. Vancouver, como buen caballero, le hizo una venia y agradeció tanto al padre como al hijo su generosidad, pero Bligh miró con ferocidad a Irmokenti, como si quisiera fulminar con la mirada su cara insolente. Sin embargo, cuando los dos llegaron al barco, Bligh escribió en el libro de bitácora un comentario revelador:

En esta isla de Lapak he conocido a un ruso muy desagradable, llamado algo así como Inocente, si es que he entendido bien lo que me ha dicho. Me ha repelido desde el momento en que le he visto y, cuanto más he tenido que soportar sus molestas cortesías, más profunda ha sido mi aversión, pues me ha parecido un ruso de los peores.

Ahora bien, cuando he comprobado la docilidad con que los nativos le obedecen y la paz y el orden envidiables que reinan en la isla, he visto con claridad que este lugar está firmemente gobernado por alguien con autoridad, cosa siempre deseable. Sospecho que, antes de nuestra llegada, pueden haberse producido allí algunos disturbios, pero alguien los ha sofocado con una acción inmediata, y, si es ese Inocente quien merece el crédito, retiro mis reparos contra él, pues en cualquier sociedad el orden tiene un máximo valor, aunque se haya alcanzado con severidad.

Con este comentario ocasional que demostraba tan fría aprobación por lo que el terror ruso había conseguido, el rumbo del gran navegante inglés James Cook se cruzó con el del navegante ruso Vitus Bering. Los dos anclaron brevemente en Lapak; ambos permanecieron en la isla más o menos el mismo tiempo; los dos enviaron a tierra a un subordinado que se labraría su propia fama (Cook envió a dos, Bligh y Vancouver; Bering, sólo a uno, George Steller); y luego los dos continuaron navegando, el ruso, en 1741, y el inglés, treinta y siete años más tarde, en 1778.

Qué diferentes eran los dos hombres: Bering, un jefe con mala suerte e ineptitud para el mando, y Cook, un capitán impecable, con un solo defecto visible, que no apareció hasta el final; Bering, que embarcaba bajo las órdenes más rigurosas de su zar o su zarina y Cook, que una vez perdía de vista a Inglaterra, quedaba libre de toda orden; Bering, el explorador vacilante que retrocedía a la primera señal de adversidad, dejando la tarea incompleta, y Cook, el aventurero sin igual que avanzaba invariablemente una milla más, un continente más; Bering, que en nada contribuyó al arte de la navegación, y Cook, quien alteró el significado de las palabras «océano» y «cartografía»; Bering, que tuvo un apoyo renuente por parte de su gobierno y no recibió ningún reconocimiento internacional, y Cook, que gracias a Inglaterra no careció de nada y que escuchó durante más de una década las aclamaciones del mundo entero; Bering, quien no solía usar uniforme o, si acaso, llevaba uno miserable que le sentaba mal, y Cook, que lucía un estirado atuendo de oficial hecho a medida, rematado por un costoso gorro de marino, con escarapela incluida. Qué diferente fue la conducta de ambos y qué diversas sus carreras y sus logros.

Cuando Cook se embarcó en el segundo de sus tres grandes viajes, Inglaterra estaba en guerra con Francia y se llevaban a cabo intensas batallas navales, pero ambas naciones acordaron que James Cook podría pasar libremente con su Resolution por donde quisiera, porque se aceptó que estaba realizando una obra civilizadora que no beneficiaba a nadie en particular, y que no dispararía contra un barco de guerra de sus enemigos franceses si encontraba alguno. Durante su tercer viaje, el que hizo rumbo a Alaska, Inglaterra combatía con sus colonias americanas y, por extensión, contra Francia. Una vez más, las tres naciones en lucha acordaron permitir a james Cook navegar por donde quisiera, porque, al perfeccionar el remedio para el escorbuto descubierto por George Steller y al difundir el tratamiento por toda la flota, había logrado salvar muchas más vidas de las que se podían ganar en una batalla victoriosa. Este segundo salvoconducto había que agradecerlo en parte a Benjamin Franklin, el pragmático embajador estadounidense ante Francia, que fue capaz de reconocer a un benefactor internacional como era Cook.

Hemos comentado anteriormente que, como marino, Cook tuvo un solo defecto. Cuando estaba cansado, se volvía irritable, lo que fue la causa de un incidente en febrero del 1779: en la bahía Kealakekua de la Isla Grande de Hawai se vio rodeado por nativos, los cuales demostraban una leve hostilidad que se habría calmado con regalos, pero Cook perdió la paciencia y disparó un arma contra la multitud acobardada, lo que produjo la muerte de un hawaiano de cierta categoría. En un segundo, los enfurecidos espectadores cayeron sobre Cook, le asestaron un garrotazo en la espalda y sostuvieron su cabeza bajo el agua cuando cayó en el oleaje.

Vitus Bering y James Cook, dos de los nombres más importantes en la historia de Alaska, acabaron sus vidas de forma lamentable: el primero murió de escorbuto en una isla desolada y sin árboles, barrida por Los vientos, a la edad de sesenta y un años, dejando incompletas su vida y su obra. El segundo, que había conseguido vencer al escorbuto y a los océanos más lejanos, murió a los cincuenta y un años por culpa de su propia impetuosidad, en una bella isla tropical situada mucho más al sur. Las exploraciones de los dos facilitaron en gran medida el acceso a los océanos del mundo.

Por aquellos años, había también Otro tipo de exploradores, los comerciantes aventureros, uno de los cuales arribó a la bahía de Lapak el año 1780, casi por casualidad, en un barquito pequeño pero asombrosamente sólido llamado Evening Star, un bergantín ballenero de dos palos y velas cuadradas originario de Boston. El capitán del velero era un hombre pequeño y fibroso, tan resuelto en lo moral como su barco lo era en lo físico: era Noah Pym, de cuarenta y un años de edad, un marino veterano curtido en los terroríficos vendavales del cabo de Hornos, en los mercados de Cantón, en la hermosa costa de Hawai y en los vastos espacios vacíos del Pacífico, donde quizá se ocultaban las ballenas. Aunque su barco no era grande, sí era bastante fuerte, y Pym estaba dispuesto a desafiar con él cualquier tormenta y a cualquier grupo de nativos hostiles reunidos en una playa.

A diferencia de Bering y de Cook, Pym nunca se embarcó apoyado por su gobierno ni aclamado por sus conciudadanos. Lo más que podía esperar era una noticia breve en el periódico de Boston: «En el día de hoy, el Evening Star, con Noah Pym y veintiún tripulantes, ha zarpado hacia los Mares del Sur; estancia proyectada, seis años». Tampoco las grandes naciones acordaron entre ellas dejar el paso libre a aquel terco hombrecillo, y lo más probable era que intentaran hundirle tan pronto lo vieran, suponiendo que estaba navegando bajo las órdenes del enemigo. En realidad, en sus tiempos Pym había combatido contra los buques de guerra franceses e ingleses, aunque la palabra «combatir» no está muy bien aplicada, porque lo que hacía era mantenerse muy alerta y huir como un demonio asustado a la primera visión de una vela de aspecto amenazador.

Zagoskin e Irmokenti se encontraban cazando nutrias marinas en su kayak de dos plazas, cuando apareció ante su vista el Evening Star, frente a la costa sur de la isla de Lapak, y los dos hombres se quedaron atónitos cuando oyeron una voz que les hablaba correctamente en ruso desde la cubierta de popa:

- ¡Eh, vosotros! Necesitamos agua y provisiones.

- ¿Quiénes sois? -preguntó Irmokenti, apropiándose del mando.

- El ballenero Evening Star, de Boston, con Noah Pym como capitán.

- ¡Haybuen puerto en la costa norte, al sur del volcán! -gritó a su vez Irmokenti, sorprendido de que un barco hubiera conseguido llegar desde tan lejos a la isla de Lapak.

Les indicó el camino, mientras Zagoskin remaba enérgicamente en el asiento trasero. Cuando el barco ancló entre la costa y el volcán, Irmokenti y Zagoskin subieron a bordo, y en dos minutos comprobaron que el Evening Star, aunque llevaba un cañón a proa, no era un barco de guerra. Ninguno de los dos había visto antes un ballenero, pero bajo la tutela del marinero que les había hablado en ruso aprendieron muy pronto cuáles eran los procedimientos que empleaba, y se dieron cuenta con la misma prontituc de que no les convenía reñir con el capitán Noah Pym, de Boston, que, a pesar de su pequeña estatura, era un individuo curtido.

También se enteraron de que el asombroso bergantín, tan pequeño, había viajado mucho (había estado en el cabo de Hornos, en China, había intentado llegar a Japón, había visitado Hawai), y tenía en su tripulación a marineros que dominaban casi todos los idiomas del Pacífico, de mmodo que dondequiera que anclaran, alguien podía tratar de negocios con los nativos. Sólo uno, el marinero Atkins, sabía hablar en ruso, cosa que hacía encantado, y, durante dos días que resultaron de gran provecho, él, Irmokenti y el capitán Pym intercambiaron información sobre el Pacífico.

- Los propietarios del Evening Star son seis bostonianos -explicó Pym, quien, una vez roto el hielo, lo pasaba muy bien con el rápido diálogo-, y yo tengo una participación importante en los beneficios a cambio de trabajar como capitán.

- ¿También recibís una paga? -preguntó Irmokenti.

- Pequeña, pero regular. Mis verdaderos ingresos provienen de la participación que me corresponde como capitán en el aceite de ballena que nos compran, y en la venta de las mercancías que traemos a casa desde China.

- Y los marineros, ¿reciben participación?

- Igual que yo, una pequeña paga y grandes recompensas si cazamos alguna ballena. Ése es Kane, nuestro arponero -continuó Pym, señalando a un fornido joven de Nueva Inglaterra, casi tan corpulento como Zagoskin y ceñudo como él-. Es muy hábil. Cuando tiene éxito recibe el doble.

- ¿Y por qué habéis venido a nuestro mar? -preguntó Irmokenti.

El arponero Kane frunció el entrecejo al oír la palabra «nuestro», pero el capitán Pym respondió cortésmente:

- Por las ballenas. Tiene que haber muchas por aquí -comentó, mientras señalaba hacia el Ártico.

- De vez en cuando vemos pasar algunas -interrumpió bruscamente Zagoskin.

Iba a decir algo más, pero Irmokenti le indicó por señas que aquello era información reservada. El calvo ruso se molestó visiblemente por la tácita reprimenda, pero, aunque tanto Pym como Atkins se dieron cuenta de la advertencia, ninguno de los dos hizo comentarios.

El tercer día, los hombres del Evening Star fueron presentados a Trofim Zhdanko, que ya se acercaba a los ochenta años y continuaba afeitándose la barba por respeto a la memoria del zar Pedro; les gustó desde el principio, en contraste con el rechazo que habían experimentado hacia los dos más jóvenes. El anciano, que por fin se encontraba con alguien que supiera hablar ruso, se explayó contándoles sus recuerdos del capitán Bering, el duro invierno pasado en la isla de Bering y los extraordinarios descubrimientos del científico alemán George Steller.

- Había estudiado en cuatro universidades; lo sabía todo -les explicó-. Él me salvó la vida, porque preparó un brebaje con malas hierbas y con cosas que curaban el escorbuto.

- ¿Qué podía ser eso? -preguntó PYM, que cuando hablaba de temas importantes tenía el hábito de mirar con mucha atención a su interlocutor, cerrando los ojillos hasta que se convertían casi en dos cuentas, e inclinando hacia adelante la cabeza, cubierta de un pelo castaño muy rapado.

- ¿El escorbuto? Es lo que mata a los marineros.

- Ya lo sé -replicó Pym, impaciente-. Me refiero a qué había en el brebaje que preparaba el tal Steller.

- Hierbajos y algas, según recuerdo -le contestó Trofim, que no lo sabía con exactitud-. La primera vez que lo probé, lo escupí, pero Steller me lo dijo. Estábamos allí mismo, detrás de ese grupo de rocas, y me dijo: «Aunque tú no lo quieras, tu sangre sí». Y más adelante, cuando pasamos aquel horrible invierno en la isla de Bering, yo esperaba durante todo el día la pequeña cantidad de brebaje que me daba diariamente. Me sabía mucho mejor que la miel porque lo sentía correr por la sangre para mantenerme con vida.

- ¿Aún lo bebéis?

- No. La carne de foca es igual de buena, sobre todo la grasa y las entrañas. Si uno come foca nunca pilla el escorbuto.

- ¿Qué va a ocurrir por aquí? -preguntó Pym-. Lo digo por España, Inglaterra, Francia, tal vez también por la misma China. ¿Acaso no tienen todas intereses en esta zona? -inquirió, señalando al este, hacia el territorio desconocido que el Gran Chamán Azazruk había llamado un día Alaxsxaq, la Tierra Grande.

- Eso ya es ruso -contestó Trofim sin vacilar-. Yo estaba con el capitán Bering cuando él lo descubrió para el zar.

La noche anterior a la partida, el capitán Pym abordó con Zhdanko el problema de navegación que le había traído a Lapak; instintivamente, no planteó sus preguntas a ninguno de los dos jefes rusos, porque ya desconfiaba de ellos.

- ¿Qué sabéis del océano que hay más al norte, Zhdanko? -inquirió. Estaba claro que Pym tenía en mente la idea de navegar hacia el norte, lo que resultaba una aventura difícil, según había descubierto Zhdanko a lo largo de las exploraciones que él mismo había emprendido más allá del Círculo Ártico; por ello, el cosaco se sintió en la obligación de advertir al estadounidense.

- Es muy peligroso. En invierno el hielo se forma muy rápidamente.

- Pero allí hay ballenas, sin duda.

- Las hay, sí. Pasan por aquí constantemente. Van y vienen.

- ¿Algún barco pequeño, como el nuestro, ha navegado hacia el norte?

- No -contestó Zhdanko sin mentir, puesto que él no sabía hacia dónde se había dirigido el capitán Cook al abandonar la isla de Lapak-. Sería demasiado peligroso -advirtió.

A pesar del consejo, Pym estaba decidido a explorar los mares árticos antes de que otros balleneros se atrevieran a aventurarse en aquel agua helada, y se mantuvo firme en su deseo de recorrerlos, pero no compartió sus planes con Zhdanko, pues no quería que los otros rusos se enteraran de ellos.

A la mañana siguiente, Pym se permitió un gesto al que no era muy dado: abrazó al viejo cosaco, porque su noble porte y la generosidad con que había compartido sus conocimientos sobre el océano le distinguían como un marino de auténtica estirpe, y Pym sentía que el contacto con Trofim había renovado sus energías.

- Preguntad al anciano por qué vive solo en esa pequeña choza -le indicó a Atkins que averiguara.

Ante la pregunta, Zhdanko se encogió de hombros y señaló a su hijastro y a Zagoskin que conversaban entre susurros.

- Por esos dos -contestó, harto y resignado.

Cuando Pym zarpó de Lapak hacia el norte en su Evening Star, sin conocimientos y sin ningún mapa para guiarse, se adentró en un mundo en el que no se había aventurado nunca, ni lo haría en un futuro cercano, ningún otro estadounidense. Los barcos yanquis recorrían los demás océanos importantes, siguiendo tranquilamente la estela más espectacular que habían dejado los barcos del capitán Cook. Pero la constante búsqueda de ballenas, que podían ofrecer grandes fortunas a los armadores y sus capitanes, pues el aceite del animal se usaba para las lámparas; el ámbar gris, en perfumería; y las barbas, como sostén en los corsés femeninos, obligaba a explorar los mares todavía no explotados. Era peligroso ir más al norte de las islas Aleutianas, pero valía la pena correr el riesgo si existían ballenas en la zona, y Noah Pym era la persona indicada para arriesgarse.

Llevaba una vida dura. Era un padre abnegado, pero se ausentaba en sus viajes durante varios años seguidos, de modo que cuando regresaba a su casa apenas reconocía a sus tres hijas. Sin embargo, los resultados eran tan provechosos para todos los participantes en sus expediciones que tanto los armadores como la tripulación le instaban a zarpar una vez más, y él tenía que hacerlo mucho antes de lo que le hubiera gustado. Mantenía consigo a un grupo de confianza: John Atkins, que hablaba chino y ruso; Tom Kane, el experto arponero sin el cual el barco no tendría ninguna posibilidad al avistar una ballena; y Miles Corey, el primer oficial irlandés, mucho mejor marino que el mismo Pym. Incluso con mal tiempo, dormía con tranquilidad, pues sabía que todo estaba a cargo de aquellos hombres y de otros tan competentes como ellos. Sospechaba que Corey era un criptocatólico, pero, en cualquier caso no provocaba problemas a bordo.

Al dejar atrás las islas Aleutianas, el Evening Star entró en aquellas peligrosas aguas que tan agradables parecían a principios de primavera y tan temibles resultaban a mediados del otoño, cuando'el hielo podía formarse de la noche a la mañana, o bien quebrarse en una sola tarde, con lo que los grandes icebergs que se habían formado en el norte comenzaban a circular libremente.

Noah Pym no iba en busca de conocimientos sino de ballenas, y capturó una al sur del estrecho en el que parecían unirse los continentes. En Hawai había oído el rumor de que Bering y Cook habían continuado hacia el norte sin incidentes, con unos barcos más grandes que el suyo, de modo que decidió hacer lo mismo. En el océano Ártico, el arponero Kane hizo blanco en una gran ballena, Pym aproximó el barco al animal moribundo, y tendieron unas pasarelas que les permitieran llegar hasta el cadáver, a fin de que los marineros pudieran trocearlo, extraer las barbas y el ámbar gris, y arrojar a la cubierta grandes trozos de grasa, que reducirían a aceite en unas cacerolas humeantes.

El bergantín permanecía quieto mientras esperaba a que el aceite estuviera listo, pero, mientras tanto, Corey advirtió al capitán, sin que su voz demostrara pánico alguno:

- Deberíamos estar preparados para huir, por si el hielo empieza a bajar hacia nosotros.

Pym le escuchó, pero no tenía experiencia en aquel mar y no sabía calcular la rapidez con que podía expandirse el hielo.

- Estaremos los dos alerta -aseguró.

Sin embargo, el arponero acertó entonces a una segunda ballena con un estupendo lanzamiento, y Pym se entusiasmó con el trabajo que llevaba aprovecharla, ya que les ofrecía la posibilidad de llenar los barriles para el largo viaje de regreso. Después de ocuparse, durante varios días triunfales, solamente de subir a bordo las barbas y la grasa del animal, acabó olvidándose de la inminencia del hielo.

Entonces, como una gigantesca amenaza surgida de un sueño febril, el hielo del ártico empezó a avanzar hacia el sur; no lo hacía con la lentitud de un vagabundo, sino que formaba unos enormes témpanos de hielo que en el curso de una mañana realizaban un tremendo avance, y cobraban una extraordinaria celeridad durante la noche. Cuando aparecían aquellos témpanos, como salidos de la nada, el agua que quedaba libre a su alrededor empezaba a congelarse, y el capitán Pym se dio cuenta en unos minutos de que tenía que volver inmediatamente la proa hacia el sur, si no quería correr el riesgo de quedar inmovilizados allí todo el invierno. Cuando iba a dar la orden de izar todas las velas, el primer oficial Corey se opuso, con una voz que seguía desprovista de emoción:

- Demasiado tarde. Vayamos hacia la costa.

Era un buen consejo, pues aquélla era la única forma de que el Evening Star evitase que el hielo que iba extendiéndose lo aplastara; y aquellos dos hombres de Nueva Inglaterra, exhibiendo una destreza que quizá no habrían demostrado otros marineros mucho mejores, supieron aprovechar hasta la mínima brisa para conducir el pequeño ballenero, con su carga tres veces valiosa, hacia la costa septentrional de Alaska, donde, por pura suerte, encontraron, a casi 71 grados de latitud norte, en un lugar que más tarde sería bautizado como Punta Desolación, una abertura que conducía a una extensa bahía, que tenía un puerto abrigado y protegido por colinas en el extremo situado más al sur. Allí pasaron, escudados contra el rápido avance de] hielo, los nueve meses del invierno del 1780 y el 1781; y, durante aquel interminable encarcelamiento, en vez de maldecir a Pym por su tardanza en abandonar el Ártico, los marineros le alabaron muchas veces por haber encontrado «el único sitio de esta costa abandonada de la mano de Dios en donde el hielo no puede hacernos astillas».

Apenas habían comenzado a construir un refugio en la costa, cuando el marinero Atkins, el que hablaba ruso, gritó:

- ¡Enemigo acercándose por el hielo!

Los otros veinte tripulantes, con una expresión de miedo que no lograban disimular, apartaron la vista de su trabajo y vieron venir hacia ellos por la bahía congelada a un grupo de unos veinticuatro o veinticinco hombres bajos y morenos, envueltos en gruesas pieles.

- ¡Preparados para la acción! -ordenó el capitán Pym, en voz baja.

- ¡No están armados! -exclamó Atkins, que podía ver mejor a los hombres.

En la tensión de los momentos siguientes, los recién llegados se acercaron a los estadounidenses, observaron con asombro sus rostros blancos y sonrieron.

Durante los días posteriores, los estadounidenses averiguaron que aquellos hombres vivían un poco más al norte, en una aldea de trece chozas subterráneas que albergaban a un total de cincuenta y siete personas, y, para gran alivio de los balleneros, los aldeanos resultaron ser de tendencias pacíficas. Eran esquimales, descendientes directos de los aventureros que habían seguido a Ugruk desde Asia, 14.000 años antes. De Ugruk les separaban 660 generaciones, en el curso de las cuales habían desarrollado las habilidades que les permitían sobrevivir e incluso prosperar al norte del Círculo Ártico, que se hallaba casi quinientos kilómetros más al sur.

Al principio, los estadounidenses observaron con repulsión la pobreza de la vida que llevaban los esquimales y la miseria de sus chozas subterráneas, con sus techos de huesos de ballena cubiertos con piel de foca; pero muy pronto llegaron a apreciar la sabiduría con que aquellos hombrecitos fornidos habían conseguido adaptarse a un ambiente tan inhóspito, y se quedaron atónitos ante la valentía y la habilidad que exhibían cuando se aventuraban por el océano congelado para arrebatarle su sustento. Los marineros se quedaron todavía más impresionados cuando seis aldeanos les ayudaron a construir una choza larga, utilizando los materiales disponibles: huesos de ballena, madera de deriva y pieles de animales. Una vez terminada, tenía el tamaño suficiente para albergar a los veintidós estadounidenses y ofrecerles una protección bastante cómoda contra el frío, que podía descender hasta los 45 grados bajo cero. Los marineros contemplaron también asombrados cómo aquellos hombres, que rara vez sobrepasaban el metro y medio de estatura, eran capaces de cargar grandes pesos cuando les ayudaban a llevar las provisiones del Star a la playa. Una vez todo estuvo en su sitio, cuando ya los balleneros se disponían a pasar allí un invierno que creían iba a ser como los que habían conocido en Nueva Inglaterra (cuatro meses de nieve y frío), se quedaron estupefactos, porque Atkins se enteró, gracias al lenguaje de señas, que bien podían permanecer aislados por el hielo durante nueve meses, quizá diez.

- ¡Dios nuestro! -se lamentó un marinero-. ¿No podremos salir hasta julio próximo?

- Eso es lo que este hombre parece estar diciendo, y él debe de saberlo -replicó Atkins.

La primera demostración de la habilidad con que los esquimales sacaban provecho del océano congelado se produjo cuando uno de los más jóvenes y fuertes, llamado Sopilak (según Atkins creía entender), volvió de una cacería con la noticia de que habían avistado un gigantesco oso polar en el hielo, a algunos kilómetros de la costa. En un abrir y cerrar de ojos, los esquimales se prepararon para una larga persecución, pero aguardaron hasta que sus mujeres proporcionaron al capitán Pym, a quien reconocían como Jefe, al marinero Atkins, que había inspirado una inmediata simpatía, y al ceñudo arponero Kane, las ropas adecuadas para protegerse del hielo, la nieve y el viento. Vestidos con las gruesas pieles de los esquimales, los tres estadounidenses echaron a andar sobre el hielo yermo, cuyas confusas formas dificultaban sus movimientos. El trayecto no se parecía en nada a un paseo por encima del hielo de Nueva Inglaterra, cuando en invierno se congelaban los estanques o algún río plácido; era un hielo primitivo, que había nacido en las profundidades de un océano de agua salada, se había elevado hasta el cielo empujado por súbitas presiones, y se había quebrado a causa de fuerzas que provenían de todas partes; era un hielo torturado, esculpido locamente, que surgía en formas llenas de aristas y en ondulaciones interminablemente largas, como si se elevara desde las profundidades. No se parecía a nada de lo que ellos hubieran visto o imaginado hasta entonces; era el hielo del Ártico, que estallaba, que crujía por la noche, cuando se movía y se retorcía, que encerraba una violenta capacidad de destrucción y, lo peor de todo, que se extendía eternamente, como una constante amenaza en el gris resplandor.

Los hombres de Punta Desolación se adentraron en el hielo para cazar su oso polar, pero no encontraron nada después de buscar durante un día entero; y, como en aquellos primeros días de octubre se hacía muy rápidamente de noche, los aldeanos advirtieron a los marineros que probablemente se iban a ver obligados a pasar la noche en el hielo, sin poder estar seguros de hallar alguna vez al oso. Pero, justo antes de que se hiciera oscuro, Sopilak volvió dando grandes pasos con sus raquetas para la nieve.

- ¡Allí delante! ¡Falta poco!

Los cazadores se acercaron a su presa, pero el oso era astuto y, antes de que el grupo consiguiera ver al animal, que era el primero de su especie que un estadounidense veía en aquellas aguas, se hizo de noche, y los cazadores se desplegaron formando un amplio círculo, para poder seguir al oso si éste decidía huir en la oscuridad.

Atkins, que se mantenía cerca de Sopilak, y al parecer estaba aprendiendo muchas palabras esquimales, se paseó por entre sus compañeros y les advirtió:

- Nos avisan que el animal es peligroso. Está todo tan blanco, que se aparece como un fantasma. Si se os acerca, no corráis, porque no habría posibilidad de escapar. Luchad a pie firme y gritad para llamar a los otros.

- Parece arriesgado -repuso Kane.

- Creo que intentaban decirme que, cuando siguen el rastro de un oso Polar, suelen perder a uno o dos hombres.

- No seré yo -replicó Kane.

Atkins propuso que, durante la inminente lucha, los tres estadounidenses se mantuvieran juntos:

- Nosotros tenemos armas. Es mejor que estemos listos para usarlas.

Los estadounidenses y casi todos los esquimales durmieron mal aquella noche; pero Sopilak no durmió en absoluto, porque había cazado osos Polares antes, con su padre, y una vez había visto cómo un gran animal blanco, que si se alzaba sobre sus patas traseras era más alto que dos hombres juntos, machacaba a un cazador de Desolation con un solo golpe fulminante de su zarpa. Después había arrojado al hombre contra el hielo y le había hecho trizas con sus cuatro garras. Tanto el hombre como su ropa quedaron reducidos a tiras, y no pudieron atrapar al oso.

En otras cacerías, algunas encabezadas por el mismo Sopilak, habían rastreado durante días enteros a aquellas bestias monstruosas, más hermosas que un sueño de blancas tormentas de nieve, hasta que, gracias a su sabiduría y su valentía, habían conseguido hacerse con ellas.

- Di a tus hombres que no me pierdan de vista -indicó Sopilak a Atkins hacia el amanecer.

El marinero trató de explicarle que los estadounidenses tenían armas, lo que les proporcionaría una ventaja considerable si se materializaba la lucha, pero Sopilak no le entendió, por mucho que Atkins levantara los brazos y gritara «¡Zas, zas!». El esquimal sólo sabía que los forasteros no tenían garrotes ni lanzas, y temía por ellos.

Cuando se levantó una pálida y fría luz plateada, uno de los rastreadores les indicó por señas desde donde se encontraba, mucho más al norte, que había visto al oso polar, y ninguno de los tres estadounidenses olvidaría jamás los momentos que experimentaron después. Rodearon un enorme bloque de hielo que se alzaba muy por encima de la superficie congelada del mar y vieron frente a ellos a una de las criaturas más majestuosas del mundo, un animal tan grandioso como los mastodontes y los mamuts que en otros tiempos se habían adentrado en Alaska, no muy lejos de allí. Era enorme y de una blancura tan absoluta que se confundía con la nieve, era ágil, tenía unos graciosos movimientos tambaleantes, y, en cuanto comenzaba a moverse, su belleza sobrecogedora y la torpe energía que exhibía dejaban en suspenso el corazón humano. Constituía un ejemplo supremo de majestuosidad animal, y parecía formar una unidad con el hielo y con el firmamento helado. Cuando el día se iluminó, comenzó a caer una tenue nevada, que reforzó la apariencia onírica de la cacería que habían emprendido ya los hombres de Sopilak.

El oso polar, único en su especie por su color, su tamaño y su velocidad, podía escapar fácilmente de un solo hombre, y además era capaz de zambullirse de cabeza en las pocas aberturas del hielo en las que corría libremente el agua, para nadar vigorosamente hasta el otro lado, trepar con asombrosa facilidad al hielo nuevo y correr por otras zonas heladas donde los hombres no podían perseguirlo, porque les era imposible cruzar el agua. Pero no podía huir de la insistencia de seis hombres, sobre todo si con sus lanzas, sus garrotes y sus gritos salvajes le impedían alcanzar el mar abierto. Aquella larga jornada de lucha resultó más o menos igualada: los hombres consiguieron acosarlo y mantenerlo lejos del mar abierto; y el oso logró escapar de la persecución, y nadar algún breve trecho hasta alcanzar otros sitios. Pero, al final, los hombres, gracias a su insistencia y a que podían prever los movimientos del oso, conseguían mantenerse siempre cerca de él y le acosaban hasta hacerle perder el aliento, de modo que continuaba la lucha.

Sin embargo, cuando comenzó a declinar el día, que era breve en otoño en aquella latitud, los hombres comprendieron que corrían el riesgo de perder al oso durante la larga noche, si no le atacaban pronto. Entonces, dos de los esquimales, Sopilak y un compañero, empezaron a actuar con más audacia y, con un par de avances coordinados, corrieron hacia el oso, le aturdieron, y Sopilak le alcanzó con su lanza en la pata trasera izquierda. Al ver que el animal estaba herido, otros dos hombres corrieron desde atrás, consiguieron evitar uno de sus mortíferos manotazos cuando el oso se volvió hacia ellos, y le asestaron otro golpe en la misma pata.

El oso estaba ahora seriamente herido, y lo sabía, por lo que retrocedió hasta que topó con el lomo contra un gran bloque de hielo que le protegía la retaguardia y obligaba a los hombres a atacarle desde el frente, con lo que podría verles tan pronto comenzaran a acercársele; resultaba formidable en aquella postura: un imponente gigante blanco, con una pata ensangrentada, pero dueño de unas zarpas capaces de arrancar las entrañas de un hombre.

En aquel momento se igualó la batalla; el esquimal que había atacado primero sabía que corría el riesgo de que el oso le destripara, pero, como ninguno de los cazadores de Sopilak se ofreció para efectuar un asedio que podía ser definitivo, el jefe comprendió que le correspondía hacerlo a él. Logró alcanzar al oso en la pata derecha, hasta entonces indemne, pero al intentar escapar cayó bajo la mirada feroz del oso, y un potente zarpazo le arrojó despatarrado sobre el hielo, expuesto a la venganza del animal.

En tal apuro, dos esquimales se precipitaron valerosamente para inmovilizar al oso, sin prestar atención a la suerte que había corrido Sopilak; pero tardaron tanto que el animal tuvo tiempo de saltar hacia el enemigo caído, y lo hubiera aplastado y hecho trizas, de no haber descargado en aquel momento sus rifles el capitán Pym y el arponero Kane, ante el asombro del gran monstruo blanco. Con dos balas en el cuerpo, una experiencia desconocida por él hasta entonces, el oso se detuvo jadeante, tras lo cual Atkins disparó su arma e incrustó una bala en la cabeza del animal, que le hizo perder el dominio y caer, impotente, sobre el cuerpo tendido del jefe de los cazadores.

Ésta fue la muerte del espléndido oso, el animal del mar congelado, el magnífico gigante cuya piel llegaba a ser más blanca que la nieve sobre la que se movía. Cuando los siete esquimales vieron que estaba realmente muerto, hicieron algo que asombró a los tres estadounidenses: comenzaron a danzar con aire solemne, con las lágrimas corriéndoles por la cara, el hombre que sostenía al herido Sopilak para que también él pudiera participar empezó a entonar un cántico de cinco mil años de antigüedad, y, mientras se hacía de noche, los hombres de Desolation lloraron y bailaron en homenaje al gran animal blanco que acababan de matar. Al contemplar la escena, el marinero Atkins comprendió inmediatamente su significado y, respondiendo a alguna antigua fuerza que habían adorado sus antepasados, dejó caer el arma que había tenido un papel esencial en la matanza del oso y se incorporó a la danza; Sopilak le tomó de la mano y le dio la bienvenida al círculo, y Atkins retomó el ritmo y cantó con los demás, porque también él honraba al espléndido oso blanco, aquella criatura del norte que había sido tan majestuosa en vida y tan valiente al morir.

Sopilak tenía una hermana de quince años llamada Kiinak, que durante los días que siguieron a la cacería del oso polar, trabajó junto con su madre y las otras mujeres de Desolation descuartizando al animal y aprovechando los valiosos huesos, los tendones y la magnífica piel blanca. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que el joven marinero del Evening Star permanecía cerca de ella y la observaba. Utilizando las palabras del idioma esquimal que iba aprendiendo con gran celeridad, Atkins consiguió explicar a Sopilak y a su madre que, ya que era uno de los cocineros del barco estadounidense, le interesaba aprender cómo preparaban los esquimales la carne de los osos, las morsas y las focas que cazaban durante el invierno, y ellos aceptaron su explicación.

Pero los esquimales que habían participado en la famosa cacería del oso sabían también que Sopilak se había salvado gracias al valor de Atkins y de su jefe, Noah Pym, y, cuando relataron aquellos momentos culminantes, el heroísmo del joven se conoció en toda la aldea; por eso, la presencia de Atkins en los trabajos de descuartizamiento, y ante Kiinak, se aceptó de buen grado.

- El joven me salvó la vida -contaba Sopilak a los aldeanos, y, cada vez que lo decía, Kiinak sonreía.

Era una muchacha alegre, de casi metro y medio de estatura, ancha de cara y de hombros y cuya sonrisa seducía a cuantos la contemplaban. Pero su característica más singular era la espesa y negrísima melena, que cortaba con un flequillo largo que le tapaba las cejas y que sacudía de un lado a otro cada vez que se reía, lo que hacía muy a menudo, divertida ante las tonterías del mundo: la vanidad de su hermano cuando mataba una morsa o capturaba una foca, las poses de alguna joven que trataba de llamar la atención de Sopilak, y hasta los lloriqueos de un niño que intentaba imponer su voluntad a su madre. Cuando hablaba, solía apartarse el pelo de los ojos con un amplio y displicente ademán de la mano izquierda, y parecía entonces un golfillo; las mujeres mayores sabían muy bien que aquella niña, Kiinak, daría bastantes quebraderos de cabeza a los jóvenes de la aldea, cuando le llegara el momento de escoger marido.

John Atkins, desde la primera vez que la vio en la choza que ella compartía con Sopilak y su joven esposa, había advertido otro detalle encantador: a diferencia de muchas mujeres esquimales, Kiinak no llevaba grandes tatuajes en la cara, aparte de dos finas líneas azules que bajaban en sentido paralelo desde el labio inferior hasta el borde del mentón y conferían a su rostro, grande y cuadrado, un toque de delicadeza, porque las líneas parecían participar en su cálida sonrisa, que se volvía aún más generosa.

Después de que los esquimales acabaron de descuartizar el oso, en el mismo lugar donde lo habían matado, y llevaron a la playa cientos de kilos de sabrosa carne que pensaban preparar de diversos modos, Atkins comenzó a pasar mucho tiempo cerca de la choza de Sopilak, aunque ya no tenía ninguna excusa para hacerlo, y, al poco tiempo, las mujeres chismosas de Desolation comenzaron a prever interesantes acontecimientos. Sin embargo, se daba una de esas curiosas contradicciones típicas de muchas sociedades humanas: aunque las mujeres mayores eran unas románticas que disfrutaban observando cómo las más jóvenes atraían y hacían perder la cabeza a los muchachos y pasaban muchas horas discutiendo quién se acostaba con quién y qué clase de escándalo iba a ocurrir, al mismo tiempo eran también unas estrictas moralistas, responsables de la continuidad de la tradiciónn de la aldea.

A lo largo de muchos siglos, habían descubierto que la sociedad esquimal funcionaba mejor si las muchachas postergaban el momento de tener hijos hasta que se unían a algún hombre que les proporcionaba la seguridad de que sería capaz de alimentar a los niños. Se permitía, e incluso se alentaba, que las jóvenes coqueteasen un poco con todo el mundo, y, en algunos casos, también que se acostaran con tal o cual joven atractivo; por ejemplo, dos tías aceptarían que esto lo hiciera una sobrina feúcha, con aspecto de que nunca iba a pescar a un hombre, pero si esa misma sobrina tenía un hijo antes de haber conseguido un marido, sus tías la iban a criticar, y llegarían a expulsarla de la choza. Como dijo una anciana muy sabia, que había asistido atenta al noviazgo del marinero Atkins y la hermana de Sopilak:

- Siempre es mejor que las cosas sigan su orden.

Pronto quedó resuelto el aspecto romántico de las reflexiones que seacían las mujeres, porque cuando se acabó la matanza del oso, Atkins regresó a su larga choza, distante casi un kilómetro, aunque sólo permaneció allí dos días y volvió después a Desolation con sus raquetas de nieve, ansioso por volver a ver a su novia esquimal. Llegó a mediodía, y llevó consigo cuatro rraciones de galleta, que regaló a Sopilak, su joven esposa, Kiinak y su anciana madre. Ellos probaron la extraña comida fuera de la vivienda, para disfrutar de las últimas horas que quedaban de luz, antes de que el invierno lo cubriera todo con una oscuridad helada.

- ¿Era esto de lo que nos hablabas? ¿Es esto lo que comen los blancos? -preguntaron a Atkins. Y añadieron, sin asomo de desprecio, cuando él asintió-: La grasa de foca es mucho mejor. Engorda, y así uno puede conservar el calor durante el invierno.

- Pronto lo averiguaremos, porque casi se nos ha acabado la galleta -rió Atkins.

En el curso de la semana siguiente, los esquimales comenzaron a ofrecer a los marineros aislados carne de foca, que acabó por gustarles, y grasa del mismo animal, gracias a la cual ellos conseguían sobrevivir en el Ártico, pero que los blancos no se atrevían a comer. Una tarde, después de llevar carne al barco, acompañado por Sopilak, que había cazado una foca, John Atkins regresó a Punta Desolación y se quedó a vivir en la choza de Sopilak, compartiendo allí un lecho de piel de foca con la risueña Kiinak.

Los últimos días de noviembre trajeron la oscuridad total al barco bloqueado en el hielo, y los veintiún estadounidenses que habitaban en la choza alargada (puesto que Atkins ya no estaba con ellos) establecieron una rutina que les permitiera soportar el espantoso aislamiento. Lo más importante era que, todos los días, cuando calculaban que eran las doce, el capitán Pym se acercaba al tosco reloj del barco, en compañía del primer oficial Corey, y le daba cuerda ceremoniosamente, lo que les permitía conocer con seguridad la hora de Greenwich, y por lo tanto calcular dónde se encontraban con relación a Londres. El principio era sencillo, como explicaba siempre el capitán Pym a los marineros nuevoss que se embarcaban:

- Si el reloj indica que son las cinco de la tarde en el meridiano principal de Londres, y nuestra medición del sol señala que aquí es mediodía justo, es obvio que estamos cinco horas al oeste de Londres. Como cada hora representa 15 grados de longitud, sabemos con certeza que estamos a 75 grados oeste, lo cual nos sitúa en el Atlántico, algunos kilómetros al oeste de Norfolk, Virginia.

Unos pocos años más tarde, los capitanes errantes como Pym contarían con uno de los nuevos cronómetros que estaban perfeccionando los geniales relojeros ingleses, que les permitirían calcular con exactitud la longitud; sin embargo, por el momento, con los toscos relojes disponibles, sólo podían calcularla de forma aproximada. La latitud, por supuesto, podía determinarse con asombrosa precisión desde hacía 3.000 años: a la luz del día se tomaba la altura del sol, justo a mediodía; y, por la noche, se calculaba la de la estrella polar. Cada jornada, cuando terminaba de dar cuerda al reloj, Pym anotaba: «159 grados de longitud oeste, 70 grados, 33 minutos de latitud norte». Ningún otro explorador había llegado tan al norte en aquellas aguas.

El capitán Pym, con las rudimentarias tablas que los marinos como él llevaban consigo, calculaba que en aquellas latitudes el sol abandonaría el cielo alrededor del 15 de noviembre, y hasta finales de enero no mostraría siquiera un rayo.

- ¿Significa eso que no habrá nada de luz durante setenta días? -preguntó estupefacto el arponero Kane, a lo que Pym asintió.

Pero el día 15 de noviembre, el sol fue algo visible todavía durante algunos minutos, a baja altura en el cielo.

- Mañana desaparecerá -oyó Pym que Kane les decía a los demás.

El día 16 aún permanecía allí. Sin embargo, dos días después, apenas pudo verse durante dos minutos el borde del sol, que finalmente desapareció; entonces los marineros dejaron en suspenso su mente y sus emociones, y entraron en una especie de hibernación como la de muchos otros animales del Ártico.

Sin embargo, les sorprendió descubrir que, incluso tan al norte, cada mediodía aparecía una especie de resplandor mágico que iluminaba aquel mundo helado durante unos pocos y extraordinarios minutos, aunque no con auténtica luz diurna, sino con algo más precioso: una maravillosa aura plateada, que les recordaba que no sería eterna la pérdida del sol. Por supuesto, cuando se borraba aquel resplandor de la atmósfera, resultaban aún más opresivas las siguientes veintidós horas de absoluta oscuridad, y aún más devastador el intenso frío. Pero, justo cuando parecía que las cosas habían llegado a su peor momento, se presentaba la aurora boreal, que inundaba el cielo nocturno con unos colores que nunca antes habían imaginado aquellos hombres de Nueva Inglaterra. El marinero Atkins, en una de sus ocasionales visitas a la choza alargada, les informó:

- Los esquimales dicen que los de Allá Arriba están de fiesta, y cazan osos en el cielo. Ésas son las luces de los cazadores.

Pero cuando la temperatura llegó a ser, según los cálculos del capitán Pym, inferior a los 45 grados bajo cero (pues incluso el aceite se congeló), los hombres no hicieron más caso de aquellas luces y permanecieron acurrucados junto a la fogata que habían encendido con madera de deriva.

Pym, que era un capitán prudente, insistía en que sus hombres se levantaran a la hora que sería la del alba si hubiera salido el sol, y en que comieran a las horas establecidas lo que pudieran recoger. Pidió al señor Corey que montara una guardia durante las veinticuatro horas del día, sobre todo frente a Punta Desolación.

- En el Pacífico, hay muchos barcos que han sido atacados por nativos que parecían cordiales -le advirtió.

Asignó a cada uno una tarea para que todos se encontraran siempre ocupados y fue ideando, semana tras semana, diversas maneras de que la choza alargada fuera más habitable; además, todas las tardes, después del almuerzo, caminaba durante dos horas por el hielo junto con Corey y Kane, para comprobar el estado del Evening Star. Inspeccionaban las tablas de la cubierta para ver si la presión del hielo había conseguido romper el sólido casco del barco, pero siempre comprobaban, aliviados, que gracias a la adecuada inclinación de los flancos, el hielo no había podido empujar sobre ningún punto firme. Cuando avanzaba, con una fuerza tan tremenda que hubiera destrozado una embarcación construida con menos esmero, topaba solamente con los costados curvos del Evening Star y, al presionar contra ellos, no hacía sino levantar suavemente el barco, hasta que la quilla acabó situada medio metro por encima del nivel que tendría la superficie del agua, si no estuviera congelada. El barco había sido levantado en el aire, y se quedó así, como el navío mágico de un sueño oscuro y gris.

- Todavía aguanta -informaba todas las tardes el capitán Pym, al regresar de sus inspecciones.

Pero llegaba entonces el momento solemne de lo que según el horario hubiera debido ser el crepúsculo; entonces, en la negrura de la noche perpetua, Noah Pym reunía a sus marineros y, a la luz de una lámpara de aceite de ballena, conducía los oficios nocturnos.

- Dios nuestro, os damos las gracias por mantener un día más a salvo a nuestro barco.-Os agradecemos los minutos de luz del mediodía. Os agradecemos los alimentos que nos trae Vuestro mar. Y os rogamos que cuidéis de nuestras esposas, nuestros hijos y nuestros padres que dejamos en Boston. Estamos en Vuestras manos y, en la oscuridad de la noche, dejamos a Vuestro cargo nuestros cuerpos y nuestras almas inmortales.

Después de pronunciar una plegaria como ésta, aunque con alguna variación, puesto que normalmente se solicitaba la atención del Señor por los problemas cotidianos, el capitán entregaba la Biblia que le acompañaba en todos sus viajes a los marineros que sabían leer y les rogaba que recitaran por turnos un pasaje elegido a su gusto; entonces, en aquella choza junto al océano Ártico, las sublimes palabras del Libro resonaban con un sentido especial, cuando los marineros leían los conocidos versículos que habían aprendido de niños en su lejana Nueva Inglaterra. Una noche en que era el turno de lectura de Tom Kane, aquel hombre por lo general tan violento seleccionó de los Hechos de los Apóstoles una serie de versículos que parecían referirse directamente a su situación de aislamiento y a su encuentro con los esquimales:

Pero al poco tiempo cayó contra la nave un viento tempestuoso… Arrebatada la nave, y no pudiendo resistir al torbellino, éramos llevados a merced de los vientos. Arrojados con ímpetu hacia una isleta,… pudimos con gran dificultad recoger el esquife… Mas llegada la noche del día catorce, navegando nosotros… los marineros, a eso de la media noche, barruntaban hallarse a vista de tierra… Entonces, temiendo cayésemos en algún escollo, echaron por la popa cuatro áncoras, aguardando con impaciencia el día…

Siendo ya día claro, no reconocían qué tierra era la que descubrían: echaban, sí, de ver cierta ensenada que tenía playa, donde pensaban arrimar la nave, si pudiesen… Mas tropezando en una lengua de tierra que tenía mar por ambos lados,… así se verificó que todas las personas salieron salvas a tierra.

Salvados del naufragio… los bárbaros… nos trataron con mucha humanidad. Porque encendida una hoguera, nos refocilaban a todos contra la lluvia y el frío.

El capitán Pym no olvidaba nunca que seguía siendo el párroco de una iglesia de Boston, y se sentía el responsable, en un sentido muy literal, del bienestar moral de sus marineros, lo cual solía llevarle a situaciones difíciles. Por ejemplo, cuando su ballenero anclaba en algún puerto isleño y sus hombres se desmandaban con las atractivas muchachas, que habían llegado hasta ellos deslizándose en sus barcas sobre el agua, con sus cabelleras adornadas de flores. Como no era demasiado mojigato, no hacía caso mientras sus hombres se divertían, aunque luego, cuando les tenía de nuevo en el mar, en las plegarias vespertinas les recordaba sus eternos deberes. No ignoraba tampoco que sus hombres organizarían escándalos cuando llegaran a puertos como el de Cantón, pero se decía: «No te entrometas. Que sean los chinos quienes les rompan la cabeza».

Sin embargo, en cuanto había por medio cuestiones de matrimonio, o del equivalente local, su magnanimidad terminaba; por ello, cuando comprobó la intensidad de las relaciones entre el marinero Atkins y la hermana de Sopilak, comprendió que no podía pasar por alto las implicaciones morales resultantes, de modo que, una mañana de diciembre en que no había ninguna cacería de focas, se calzó las raquetas para la nieve que él mismo había fabricado y se dirigió a Punta Desolación en busca de la choza que ocupaba Sopilak. Una vez allí, quiso entrevistarse con Atkins y con la muchacha que vivía con él, aunque quisieron intervenir otras tres personas, a quienes el asunto interesaba también: Sopilak, su madre y Nikaluk, su joven esposa. Sentados todos en círculo en el suelo, el capitán Pym inició su análisis de los eternos problemas referidos a los hombres y las mujeres:

- Atkins, Dios no ve con buenos ojos que un joven viva con una muchacha sin el vínculo matrimonial… por el perjuicio posterior que puede sufrir esa joven cuando el barco se haga a la mar y ella quede abandonada

Entonces se produjo una extraña situación, porque el joven Atkins, que era el intérprete del grupo, tenía que repetir en idioma esquimal el reproche que su capitán le había endilgado; pero se sintió obligado a traducirlo con sinceridad, intimidado por la peculiar relación que Noah Pym, uno de los mejores capitanes de Nueva Inglaterra, mantenía con sus hombres.

- sí -le interrumpió con vehemencia la madre de Sopilak-, está muy bien hacer… lo indicó con un ademán inconfundible-; pero abandonar a un niño, sin un hombre para alimentarlo, eso no está nada bien.

Durante casi dos horas, las seis personas reunidas cerca del poderoso océano, cuyos bloques congelados crujían y bramaban mientras ellos hablaban, discutieron un problema que había desconcertado a los hombres y a las mujeres desde el tiempo en que se inventaron las palabras y surgió la familia, destinada a la alimentación y la crianza de las nuevas generaciones. Eran contradicciones intemporales, pues las obligaciones no habían cambiado a lo largo de 50.000 años, y las soluciones estaban tan claras entonces como 14.000 años antes, en la época en que Ugruk había buscado refugio en aquella zona, debido a los problemas familiares que tenía en la costa opuesta.

La discusión, con tantos participantes y conducida de manera tan incómoda, llegó a su culminación cuando se supo que John Atkins, un buen protestante, soltero, que procedía de una pequeña población de las afueras de Boston, estaba profundamente enamorado de Kiinak, la muchacha esquimal, y ella, a su vez, estaba tan perdida de amor por él que esperaba un hijo suyo para el próximo verano.

No hizo falta traducir esta última información, pues, cuando Kiinak señaló hacia su vientre, que ya aumentaba de tamaño, su madre se levantó de un salto y corrió a la puerta.

- Esta indecente va a tener un hijo y no tiene un hombre -comenzó a gritar en la oscuridad-. ¡Ay, ay! ¿Qué está pasando en el mundo?

Sus gritos atrajeron a otras tres mujeres chismosas de su edad, y entonces la choza de Sopilak se llenó de recriminaciones, ruido y críticas contra la muchacha y su amante; una vez se calmó el alboroto, el capitán Pym descubrió con perplejidad que, mientras le parecía muy inmoral que Atkins hubiera dejado embarazada a aquella bonita joven de quince años, los pasos que habían seguido hasta llegar al infortunado acontecimiento se podían considerar aceptables.

En el colmo de aquella confusión moral, Pym reparó por primera vez en que la esposa de Sopilak le sonreía con indulgencia, como diciendo: «Tú y yo estamos por encima de todas estas tonterías»; y enrojeció, incómodo, al cobrar conciencia de que entre los dos se había formado una especie de complicidad. Nikaluk era alta para ser esquimal, más delgada que la mayoría, y todavía no llevaba tatuajes en su cara ovalada. Tenía el pelo negro como el azabache y cortado en línea recta a la altura de las cejas, pero carecía del aire travieso de Kiinak, quien, en aquellos momentos, se había acercado a Atkins como para protegerle de las mujeres acusadoras que le gritaban.

La situación se resolvió cuando súbitamente Atkins se levantó y anunció en el idioma esquimal que deseaba casarse con Kiinak y que ella, según le había asegurado, también deseaba casarse con él. Entonces las cuatro mujeres mayores se pusieron a bailar de alegría y abrazaron al marinero diciéndole que era muy buen hombre, mientras el capitán Pym se sentía horrorizado ante las inesperadas consecuencias de su visita a Punta Desolación. Pero Nikaluk, que continuaba sonriendo con aire condescendiente desde el fondo de la choza, no hizo nada por calmar la confusión, ni le dio ninguna señal a Pym de que reprobase el escándalo que habían producido él y Atkins.

Cuando ya se acercaba el fin de aquella agitada mañana, Pym indicó a los reunidos que Atkins debería regresar con él a la choza grande para discutir la situación; aunque las ancianas temían que aquello fuera una treta para impedir la boda prometida, estuvieron de acuerdo con Sopilak, el jefe de la aldea, en que tenían que permitirlo, de modo que el marinero Atkins, tras estrechar efusivamente las manos de su joven amante, se calzó con solemnidad los esquíes que le había fabricado Sopilak y siguió al capitán hasta su cabaña.

Allí Pym reunió a la tripulación, les informó de lo ocurrido en la aldea y aguardó sus asombradas reacciones; pero, justo cuando el arponero Kane iba a comentar algo, el capitán le interrumpió:

- Creo, señor Corey, que hemos olvidado dar cuerda al reloj.

Los dos cumplieron gravemente con el ritual y Pym volvió a establecer su posición a orillas del océano Ártico: «Ciento cincuenta y nueve grados de longitud oeste…».

Se celebró una reunión para discutir la posibilidad de que John Atkins tuviera que casarse con la muchacha esquimal, y la primera solución que se expresó fue enormemente práctica:

- Si está embarazada, busquemos a algún esquimal que se case con ella. Podemos darle un hacha. Por un hacha hacen cualquier cosa.

Antes de que el capitán Pym pudiera oponerse a algo tan inmoral, varios marineros opinaron que para un buen cristiano, para un hombre de la civilizada Boston, sería imposible volver a casa con una salvaje que nunca había oído hablar de jesús; pero, cuando iba a imponerse aquel criterio, un comentario sorprendente alteró el curso entero de la conversación:

- Conozco a la chica -gruñó el corpulento Tom Kane-, y será muchísimo mejor esposa que esa zorra que me espera en Boston.

Algunos marineros que no tenían aún una opinión formada y estaban mirando al capitán Pym cuando Kane pronunció esas duras palabras, vieron cómo el capitán palidecía, asombrado.

- En este barco no fomentamos ese tipo de comentarios, señor Kane -repuso Pym, severamente.

- Ahora no estamos a bordo del barco. Podemos expresarnos con libertad.

- Señor Corey -dijo entonces el capitán Pym, en voz muy baja-, ¿nos acompañáis, al arponero Kane y a mí, en nuestra inspección del Evening Star? Vos también vendréis, marinero Atkins.

Los cuatro hombres avanzaron a través del hielo, y, una vez a bordo del barco, el capitán Pym inició el examen diario, como si no ocurriera nada malo. Observaron que el hielo, que continuaba presionando desde el océano, había empujado los flancos curvos de la nave y la había levantado más en el aire en vez de aplastarla contra la costa; el casco continuaba firme, el calafateo se mantenía, y, cuando se produjera el deshielo, la nave volvería a sumergirse en el mar, lista para viajar hasta Hawai.

- Me ha dolido profundamente vuestro insolente comentario, señor Kane -dijo pym con cierta tristeza, cuando terminó la inspección. Y añadió, antes de que el hombre pudiera disculparse-: Conocemos los problemas que tenéis en Boston, y simpatizamos con vos. Ahora bien, ¿qué tenemos que hacer con Atkins?

- Lo que ha dicho Tompkin es cierto -interrumpió Corey~. Es una salvaje.

- A su modo, es tan civilizada como vos o como yo -le corrigió Pym-. Su hermano caza osos, focas y morsas con tanta habilidad como vos y yo pescamos ballenas.

- -Jamás podríais llevarla a Boston -continuó Corey, a quien la adecuada comparación no había acallado, dirigiéndose esta vez a Atkins-. En Boston nadie aceptaría a una salvaje de piel oscura como ella.

Entonces, Atkins dejó atónitos a los tres hombres, pues contestó con expresión inocente, como si aquella intromisión en sus asuntos no le molestara en absoluto:

- No iríamos a Boston. Abandonaríamos el barco en Hawai. Me gustó lo que vi allá. Siempre que nos dierais vuestro permiso, señor -añadió, con un ademán deferente hacia el capitán, antes de que los hombres pudieran reaccionar.

En la oscura bodega del ballenero, rodeados por los toneles del valioso aceite, el capitán Pym analizó aquella sorprendente noticia. Como si hubiera descendido sobre el barco la ayuda divina, al mismo tiempo podía calmar su conciencia de cristiano, contribuir a la salvación del alma de una muchacha esquimal, y librarse de las consecuencias dejando a la joven pareja en Hawai. Un marino, en muy pocas ocasiones a lo largo de su vida se encuentra con la oportunidad de hacer tantas cosas sensatas al mismo tiempo, consiguiendo que se cumpla el deber de todos los implicados.

- Tenéis mi autorización -dijo, mientras el hielo presionaba contra la nave, haciendo crujir los maderos.

De regreso a la choza grande, informó a la tripulación de que, en su papel de capitán legalmente autorizado para ello, celebraría el matrimonio del marinero Atkins y la señorita esquimal, pero comentó también que la boda sólo tendría validez si se realizaba a bordo de la nave, que era el único lugar donde él podía cumplir aquella función. Luego se dirigió esquiando hasta la aldea para transmitirles el mismo mensaje; cuando la futura novia, que ya hablaba un poco de inglés, comprendió claramente que iba a haber una celebración a la que toda la aldea estaba invitada, echó a correr por entre las cabañas.

- ¡Venid todos! -gritaba.

Después besó calurosamente al capitán Pym, tal como Atkins le había enseñado. Su descaro sorprendió a Pym, que se ruborizó intensamente, y entonces vio cómo la joven Nikaluk sonreía de nuevo.

Aquella boda a bordo del ruidoso Evening Star fue uno de los episodios más amables en la larga historia de las relaciones entre blancos y esquimales.

Los marineros de Boston decoraron la nave con los adornos que consiguieron fabricar, que no fueron muchos: alguna talla en hueso de ballena, una muñeca de piel de foca y un espectacular bloque de hielo tallado a martillo y cincel por un carpintero, que representaba un oso polar erguido sobre sus patas traseras. Cuando los esquimales vieron que se trataba de decorar el barco vacío, se mostraron mucho más imaginativos que los marineros y llegaron a través del hielo con tallas de marfil, cosas hechas con un colmillo entero de morsa, y maravillosos objetos tejidos o construidos con barbas de ballena; al compararlos con lo que habían hecho los estadounidenses, el capitán Pym preguntó al primer oficial Corey:

- ¿Qué os parece, quiénes son los civilizados?

- Todo junto, lo que han traído no valdría nada en Boston -argumentó con vehemencia el irlandés, aunque tenía sus dudas.

El capitán Pym celebró un oficio solemne, siguiendo las últimas páginas impresas de su Biblia, y citó al azar un párrafo de los Proverbios que aumentó la significación de la ceremonia.

Tres cosas me son difíciles de entender, o más bien, cuatro; las cuales ignoro totalmente: El rastro del águila en la atmósfera, el rastro de la culebra sobre la peña, el rastro de la nave en alta mar, y el proceder del hombre en la mocedad.

- En este viaje hemos visto águilas en la atmósfera y serpientes sobre la tierra. Fue realmente misterioso el modo en que nuestro barco se salvó del hielo en el mar, y, ¿quién de nosotros puede comprender la pasión que ha llevado a que nuestro hombre John Atkins tome como esposa a Kiinak, esta encantadora muchacha?

La ceremonia causó profunda impresión en los esquimales, quienes, aunque no comprendían su importancia religiosa, como observaban que Pym la llevaba a cabo con tan profunda seriedad se daban cuenta de que debía tratarse de un auténtico matrimonio. Al terminar, las mujeres mayores que acompañaban a Kiinak comenzaron a entonar unas palabras rituales reservadas para tales ocasiones, y, en la oscuridad del Evening Star, las dos culturas se encontraron, durante algunos momentos preciosos, en una armonía que no se repetiría demasiado a lo largo de los años venideros y que nunca se iba a superar.

De entre todas las personas que participaron en la celebración y en el limitado banquete que la siguió, la única que se dio cuenta de un detalle que más adelante iba a cobrar gran importancia fue la novia embarazada, Kiinak, quien, mientras contemplaba a las mujeres de la fiesta, se fijó en su cuñada.

- ¡Mira a Nikaluk! -le susurró a su flamante esposo-. Está enamorada de tu capitán.

A medida que se acercaba el final del largo y oscuro invierno, cuando el sol regresaba a los cielos, al principio como una sombra plateada que apenas asomaba el borde en el horizonte durante unos pocos minutos para huir luego estremecido, Nikaluk se sentía incapaz de ocultar el intenso afecto que le inspiraba aquel hombre extraño, tan diferente de su marido, el gran cazador Sopilak. Era fiel a su marido y respetaba su habilidad para dirigir a los aldeanos y proporcionarles comida, pero también veía que el capitán Pym era un hombre de sentimientos profundos y de gran responsabilidad, que estaba en contacto con los espíritus que gobernaban la tierra y el mar. Había observado que sus hombres le respetaban y que era él quien tomaba las decisiones y decía las palabras importantes. Pero, además de admirar sus cualidades, su presencia hacía que ella se estremeciera de emoción, como si supiera que él traía a aquella aldea solitaria, en el borde de un océano cercado por el hielo, un mensaje de otro mundo, que, aunque no podía siquiera imaginarlo, sí lograba adivinarlo por intuición; un mensaje dotado de gran poder y de bondad. Conocía a dos hombres de aquel mundo: Atkins, que amaba a la hermana de su esposo, y el capitán Pym, que gobernaba en el barco y era, a su modo, tan buen hombre como su marido.

Pero también se sentía cautivada por la imagen de Pym y por la posibilidad de acostarse con él, como había hecho tan fácilmente Atkins con Kiinak, y con tan agradables resultados. Llevada por tales impulsos, empezó a frecuentar los lugares donde solía hallarse Pym y se convirtió en el objeto de los chismes de la aldea; hasta los marineros de la choza alargada se dieron cuenta de que el capitán, un hombre casado que se tomaba muy en serio la Biblia y que tenía tres hijas en Boston, había despertado el amor de una esquimal, casada a su vez.

Pym era un hombre austero que se tomaba la vida muy en serio, y se debatía en una turbulenta confusión moral: a veces se negaba a reconocer que Nikaluk estaba enamorada de él, y, más adelante, cuando se atrevió a confesarse a sí mismo que podrían existir complicaciones, no asumió ninguna responsabilidad sobre ellas. De cualquier modo, no hacía el menor gesto hacia Nikaluk y ni siquiera la miraba, pues estaba absorbido por un problema que consideraba mucho más importante.

- ¿Cuándo es posible que se funda el hielo? -preguntó el Día de Año Nuevo a sus oficiales.

Uno de ellos, que había leído algunos de los libros que los europeos habían escrito sobre Groenlandia, calculaba que el hielo no empezaría a fundirse hasta mayo, pero, cuando Atkins se lo preguntó a los parientes de su esposa, ellos le dijeron una fecha que le consternó, pues equivalía a principios de julio; era probablemente la fecha correcta, como se confirmó cuando Pym en persona lo consultó con Sopilak.

Hasta entonces, los hombres del Evening Star no habían conocido la desesperación, pues, en otoño, cuando se encontraron atrapados por el hielo, habían aceptado su encarcelamiento suponiendo que duraría hasta finales de marzo, la época en que, en Nueva Inglaterra, la primavera conseguía deshelar los estanques. Al comienzo del invierno casi estaban ansiosos por comprobar si tendrían suficientes fuerzas para soportar sus históricas ráfagas de viento, y se habían sentido orgullosos al comprobar que sí. Pero, ahora que empezaba otro año y sabían que para el verano faltaban todavía más de seis Meses, la idea les resultó intolerable, y comenzaron a surgir desavenencias entre ellos.

Algunos querían trasladar su alojamiento al barco, pero los esquimales se lo desaconsejaron rotundamente:

- Cuando el hielo se funde pasan cosas muy raras. Es quizá la Peor temporada -les advirtieron.

El capitán Pym ordenó entonces permanecer en tierra, y cada día ponía más cuidado en sus inspecciones. Trataba con consideración a los hombres que ocasionaban problemas, pero les aseguraba que, si bien comprendía su nerviosismo, no podía tolerar la más leve muestra de insubordinación. Por todo ello, le complacía que los esquimales organizaran cacerías durante las cuales se alejaban por el hielo, que aún no presentaba señales de fundirse, porque entonces los más atrevidos de sus hombres podían acompañarles y compartir con ellos los peligros. En cierta ocasión, él mismo había ido hasta cierta larga línea de agua abierta que atraía a los leones marinos del norte, y había participado en la arriesgada tarea de matar a dos de ellos y arrastrarlos por encima del hielo, hasta la aldea.

- Si nos mantenemos ocupados -decía a sus hombres, del mismo modo en que se lo decía a sí mismo- llegará el día en que nos veremos libres.

Al acercarse el día que el capitán Pym calculaba como el 24 de enero, dio ánimos a su tripulación diciéndoles que el sol, que se escondía todavía bajo el horizonte, no tardaría en regresar al hemisferio norte, con tanta rapidez que pronto el resplandor del mediodía se haría más largo y más intenso.

- Sí, el sol se dirige hacia el norte, y continuará haciéndolo hasta quedar justo por encima del círculo Ártico -explicó a aquellos marineros que no sabían nada de astronomía-. Entonces habrá luz solar durante veinticuatro horas.

- Pues decidle que se dé prisa -murmuró uno de los marineros.

- Como ocurre con todas las cosas ordenadas por Dios -replicó Pym-, como la siembra del maíz y el regreso de los gansos, el sol tiene que cumplir las fechas que Él le ha dado. -Añadió una curiosa información-: Los antiguos druidas, que no conocían a Dios, expresaban con plegarias y cánticos su júbilo por la conducta responsable del sol; y, puesto que los esquimales también son un pueblo primitivo, supongo que harán lo mismo.

Sin embargo, lo que ocurrió en Punta Desolación no se lo esperaba, porque el 23 de enero el sol dio señales inconfundibles de que iba a mostrar su rostro durante el mediodía siguiente, y entonces los habitantes de la aldea se volvieron locos.

- ¡Vuelve el sol! -gritaban los niños.

Sacaron tambores y tamboriles, hechos con piel de foca tensada sobre un armazón de madera de deriva, aunque, al parecer, la atención y el gozo de todo el mundo estaban centrados en una enorme manta tejida hacía años con unos preciosos cordeles hechos de piel, entretejidos hasta formar una tela resistente. La manta estaba coloreada con tinturas recogidas en la costa durante el verano y con las exudaciones de focas y morsas.

Aquella tarde, Sopilak y otros dos hombres vestidos con atuendo ceremonial se acercaron a la choza alargada con sus esquís, solemnemente, para anunciar la celebración del día siguiente, que se llevaría a cabo en pleno mediodía, cuando reapareciera el sol, y a la que estaban invitados los marineros; éstos se inclinaron en una severa reverencia, como había hecho el capitán al oficiar la boda en el barco. El primer oficial Corey prometió, hablando en nombre de la tripulación, que estarían presentes.

- Veamos qué se traen entre manos estos salvajes -comentó, con cierto cinismo aunque sin maldad, cuando los esquimales se hubieron ido.

El 24 de enero, media hora antes del mediodía, él y el capitán Pym se pusieron al frente de toda la tripulación, y emprendieron el camino sobre la nieve helada, hasta Punta Desolación.

Bajo la plateada oscuridad, se encontraron con una multitud solemne, un grupo de personas que habían vivido durante muchos meses sin luz solar. Los esquimales miraban con un nerviosismo controlado hacia el este, hacia el punto por donde el sol había reaparecido todos los años pasados, como un disco vacilante que traía consigo el rejuvenecimiento del mundo. Cuando parpadearon un momento los primeros y débiles rayos, y el cielo se inundó de una luz gris, los hombres empezaron a susurrar, y acabaron gritando con un júbilo incontenible cuando se produjeron los chispazos de fuego que anunciaban la verdadera aurora. Los que observaban el espectáculo desde la oscuridad de sus chozas sonreían, y hasta los marineros sintieron una súbita alegría cuando se hizo evidente que el sol iba a aparecer, porque habían sufrido todavía más que los esquimales durante aquel extraño y oscuro invierno; cuando los aldeanos contemplaban sobrecogidos el sol que se asomaba por encima del borde del mundo para ver cómo habían soportado su ausencia aquellas zonas heladas, una mujer empezó a cantar.

- ¡Dios mío! -gritó uno de los marineros de Pym-. ¡Temía que nunca iba a volver!

Entonces, durante los breves momentos de aquel día glorioso en que regresó la esperanza y los hombres comprobaron que el mundo iba a continuar tal como siempre, por lo menos durante un año más, la gente empezó a dar gritos de alegría, a cantar y a abrazarse, y los marineros, calzados con sus pesadas botas, bailaron con viejas enfundadas en abrigos, que ya habían perdido las esperanzas de volver a bailar con un joven. Y algunos lloraron.

Entonces sucedieron cosas que los marineros no habrían podido imaginar, y que quizá no habían ocurrido nunca antes en Punta Desolación y eran solamente acciones no premeditadas que encerraban la esencia del glorioso momento en que la vida comenzaba de nuevo. En la playa, donde sobresalían los grandes bloques de hielo como el telón de fondo de algún drama representado por los dioses del norte, comenzó a bailar un grupo de niñas de ocho o nueve años, y sus piececitos encerrados en unos enormes mocasines forrados de piel se movían con tanta gracia, mientras sus cuerpos envueltos en pieles se inclinaban en extrañas direcciones, que los marineros enmudecieron pensando en sus hijas o en sus hermanas pequeñas, a las que no veían desde hacía años.

La danza de las niñas seguía y seguía: eran espíritus mágicos que presentaban sus respetos al mar congelado, pisando la nieve con elegancia, marcando los pasos que desde hacía diez mil años se utilizaban para honrar aquel día y aquella costa. Todos los estadounidenses que estuvieron presentes conservaron en su memoria aquel momento, y dos marineros corpulentOs, sobrecogidos por la súbita belleza del espectáculo, aunque permanecieron atrás, remedaron torpemente los movimientos de las niñas; y las viejas aplaudieron, pues recordaban los lejanos años en que ellas habían saludado el retorno del sol con bailes similares.

Pero, entre quienes observaban a las niñas, nadie reaccionó como el capitán Pym. Mientras seguía aquellos pasos naturales y contemplaba el júbilo de las sonrisas que las niñas ofrecían al sol, pensaba en SUS tres hijas, y acudieron a sus labios comparaciones sin precedentes: «Mis hijas nunca en su vida han mostrado tanta alegría. En nuestro hogar se bailaba POCO». Se le llenaron los ojos de lágrimas, como un símbolo de su confusión, Y continuó mirando la danza, en la que no se atrevió a participar como sus marineros, pero cuyo significado comprendió bien.

Cuando todavía era visible el sol durante su breve visita de saludo, aumentó el entusiasmo entre las chozas, donde los esquimales se afanaban en algo que el capitán Pym no alcanzaba a ver; al cabo de unos momentos, todos los aldeanos rompieron en vítores cuando Sopilak y sus compañeros de cacería, todos hombres maduros, se adelantaron con la gran manta que el capitán había visto antes y cuya finalidad no había adivinado. Avanzaron, entre risas y gestos nerviosos, hasta el lugar donde habían bailado las niñas, sin que ninguno de los estadounidenses imaginara todavía por qué una simple manta causaba tanta conmoción. Cuando la desplegaron, Pym vio que estaba tejida en forma circular y tenía un borde reforzado que sujetaron con fuerza casi todos los hombres de la aldea. A una señal de Sopilak, tiraron simultáneamente hacia afuera, y la manta tomó la forma de un enorme tambor, que súbitamente se aflojaba y volvía a tensarse con la misma rapidez. Con la diestra sincronización marcada por Sopilak, los esquimales pulsaban la manta como una membrana viviente, ahora floja, ahora tensa.

Cuando los hombres indicaron que podían manejar la manta con seguridad, Sopilak hizo una pausa, se volvió hacia la multitud y señaló ha una muchacha bastante bonita, de unos quince o dieciséis años, que llevaba el pelo trenzado, un gran disco tallado en el labio inferior y unos prominentes tatuajes en la cara. La muchacha, que mostraba su orgullo por haber sido escogida, se adelantó de un salto, flexionó las rodillas y dejó que dos hombres la tomaran en brazos y la arrojaron en el aire, hacia la manta tensa para recibirla. Entre los vítores de las mujeres, la muchacha agitó la mano para asegurarles que las dejaría en buen lugar, y los hombres de Sopilak empezaron a estirar la manta, elevando a la joven cada vez más en el aire; pero ella, tal como había prometido a las mujeres, conservaba diestramente el equilibrio y se mantenía de pie.

Súbitamente, los hombres tensaron con furia la manta, empujando to dos hacia afuera al mismo tiempo, y la muchacha fue impulsada a bastante altura, quizás hasta tres metros y medio, y pareció quedar por un momento suspendida en el aire, antes de caer de nuevo y todavía en pie sobre la manta.

Los nativos aplaudieron, y algunos marineros gritaron, pero la muchacha, sorprendida por lo alto que había sido arrojada esta primera vez y sabiendo que le esperaba mucho más, mordió el borde superior del disco labrado Y Se preparó para el próximo vuelo.

Esta vez se alzó hasta una altura considerable, pero aún mantuvo el equilibrio; sin embargo, en el último impulso subió tanto que su cuerpo envuelto en gruesas ropas, bajo la acción de la gravedad y de un movimiento de giro, cayó de manera informe, y ella se moría de risa mientras los hombres la ayudaban a bajar de la manta.

- Nadie ha llegado más alto que yo, pero eso fue el año pasado -explicó Kiinak a su esposo, tomándolo de la mano.

- Eso fue el año pasado -repitió él, preocupado por su embarazo.

Sin embargo, después de que otras dos coquetas muchachas se elevaron volando hacia el cielo, Sopilak dejó su puesto junto a la manta y se acercó a su hermana.

- Para que el niño sea fuerte -le dijo, mientras la tomaba gravemente de la mano y la acompañaba hasta la manta.

- ¡Espera! -gritó Atkins, aterrorizado ante la perspectiva de que su grávida esposa volara por los aires y aterrizara sobre la manta tensada, con un golpe seco; pero Kiinak le indicó que no se moviera, con un gesto de su mano derecha. Nervioso como nunca antes lo había estado, Atkins vio cómo subían a su mujer a la manta, y cómo el hermano recuperaba su puesto en el círculo de los hombres que la sujetaban.

Suavemente, como si estuvieran con un niño recién nacido, los hombres iniciaron el ritmo de la manta, entonando una canción, y a un gesto de Sopilak le impartieron una suave tensión que elevó ligeramente en el aire a la muchacha embarazada, a quien recogieron expertamente cuando descendió, sin haber sufrido ningún golpe durante el breve vuelo.

- Es para que el niño sea valiente -susurró Kiimak a su esposo cuando se reunió con él.

Una mujer muy anciana, que había volado hasta los cielos en su juventud, recibió de nuevo el mismo honor, pero el salto resultó esta vez demasiado modesto para su gusto.

- ¡Más alto! -gritó.

- Tú lo has pedido -le advirtió Sopilak.

Sus hombres ejercieron suficiente presión y lanzaron a la anciana por los aires, donde consiguió milagrosamente dominar sus pies y aterrizó erguida. Los marineros la vitorearon.

Entonces los nativos hicieron lo mismo, porque Sopilak se acercó solemnemente a su mujer y la invitó a subir a la manta, cosa que ella hizo sin ayuda. Durante algunos años, entre los dieciséis y los diecinueve, Nikaluk había sido la campeona de la aldea; volaba con una gracia y a una altura que ninguna otra muchacha podía igualar, pues no dependía solamente de los hombres hasta dónde se elevaría una joven, sino que las muchachas contribuían con una flexión de sus rodillas y un impulso de sus piernas, y en esto Nikaluk era más audaz que la mayoría, como si estuviera ansiosa por respirar el aire de las alturas.

Se inició el ritmo. La manta palpitó. El entusiasmo se intensificó cuando Nikaluk se preparaba para el primer salto, y los marineros se inclinaron para verlo mejor, pues Atkins les había dicho:

- Es la campeona. Ninguna salta más alto.

Sin embargo, tanto ella como los hombres que manejaban la manta sabían que en los tres o cuatro primeros intentos no se elevaría mucho, porque todos tenían que poner a prueba sus fuerzas y calcular el momento justo en que había que tensar la manta con la máxima potencia, sincronizándola con la flexión de las rodillas de la mujer.

Incluso en los cuatro primeros saltos, que no eran más que una tentativa, se hizo evidente la gracia excepcional de aquella joven tan ágil, y los marineros dejaron de charlar para poder contemplar la elegante manera en que ella movía los brazos, las piernas, el torso y la cabeza durante el ascenso; pero quien quedó más impresionado por la belleza del movimiento fue el capitán Pym, que, mientras ella flotaba en el aire, la observaba fijamente como si la viera por primera vez.

- ¡Ay,Dios mío! -exclamó asombrado, cuando de pronto ella, sin ningún aviso, se impulsó hasta el cielo a gran velocidad y hasta mucha altura.

Nikaluk había quedado inmóvil, suspendida a más de seis metros por encima de su cabeza, con cada parte de su cuerpo dispuesta con gran cuidado, como si fuera una famosa bailarina de un ballet de París, como un ser de suma gracia y belleza. Inició el descenso lentamente, con mayor velocidad después, en una postura que parecía condenarla a aterrizar torpemente, pero recuperó el control en el último instante y cayó de pie en medio de la manta, sin sonreír a nadie y preparada para agacharse y emprender el vuelo siguiente, que todavía tenía que ser más alto.

Coordinando su acción con mudas señales de su esposo, Nikaluk flexionó las rodillas, tomó aliento y saltó en el aire como un pájaro en busca de nuevas altitudes; en tanto ella se elevaba por los aires, el capitán Pym advirtió un extraño aspecto de su vuelo:'«Esas grandes botas de piel que lleva puestas, esas ropas gruesas, parece que la vuelvan más grácil en lugar de entorpecerla, y aumentan la impresión que ejerce su dominio», pensó. Era una joven que sabía volar maravillosamente, y, en aquel momento, no habría en toda la Tierra más de diez o doce mujeres, de cualquier raza, que pudieran igualarla, y ninguna, desde luego, capaz de superarla. Con el sol a punto de despedirse, cuando se encontraba a gran altura en el aire, ella alcanzó la cumbre de su arte,y era consciente de ello.

En el último impulso de la manta se elevó más que nunca en su vida, lo que no se debió solamente a que su esposo tiraba de la manta con una fuerza especial, sino a que ella sincronizó todo el cuerpo en un supremo esfuerzo; lo hizo porque deseaba agradar al capitán Pym, quien sabía que estaba mirándola boquiabierto. Dibujó un hermoso arco a través del cielo, frente al sol que se ponía rápidamente, sonrió por primera vez aquella mañana cuando volvió a la tierra como un pájaro cansado, y miró descaradamente a su capitán, con un gesto de triunfo. Había llegado hasta una altura que no había alcanzado nunca ninguna mujer de la aldea; se había unido al sol renacido y a la enorme extensión de hielo que, ahora que la tierra avanzaba hacia el calor, tenía ya los días contados. Y, cuando la bajaron de la manta, experimentó tal sensación de victoria que no se dirigió hacia su marido sino hacia Noah Pym, le tomó de la mano y se lo llevó.

La celebración del sol se prolongó veinticuatro horas, y en el transcurso de la fiesta ocurrieron tres hechos que pasaron a formar parte de las tradiciones de Punta Desolación, aunque unos eran dignos de ser recordados, mientras los otros hubiera sido mejor olvidarlos:La joven Nikaluk se fue con el capitán Noah pym a una choza y pasaron allí toda la noche haciendo el amor. El rudo marinero Harry Tompkin, que provenía de un pueblo costero cercano a Boston, se deslizó hasta las entrañas del Evening Star y abrió un pequeño barril de ron jamaicano, que habían subido a bordo para usos medicinales y otras emergencias. Junto con dos de sus compañeros, se emborrachó con aquel líquido oscuro y delicioso; sin embargo, lo que resultó de una mayor importancia para la historia de Alaska fue que, en su generosidad y en su humor festivo, los marineros compartieron el alcohol con Sopilak, el cual quedó apabullado física y emocionalmente con sus estupendos efectos. Cuando el sol se elevó en una segunda aurora, demostrando que realmente había regresado, las ancianas de Desolation entregaron al capitán Pym un regalo que, con el tiempo, le produjo un remordimiento imposible de mitigar.

Su relación sexual fue una experiencia muy hermosa; una espléndida mujer esquimal, el orgullo de su aldea, había tratado de comprender la importancia de la llegada de aquel barco a su costa, y había intentado aferrarse al significado que logró discernir. Creyó que en toda la vida, que era tan breve, nunca encontraría a un hombre tan atractivo como Noah Pym y, como ansiaba estar con él desde hacía tres meses, le pareció bien dar a conocer sus deseos durante la celebración del sol, tras ejecutar su acto definitivo de reverencia, su impecable salto hasta alturas nunca antes alcanzadas.

En la aldea esquimal, no sorprendió el atrevimiento de Nikaluk cuando se llevó a Pym a la penumbra de la choza, puesto que, aunque las mujeres mayores velaban por que las más jóvenes cumplieran con sus obligaciones y se casaran, tal como estaba establecido, para poder criar a los hijos protegidos y seguros, nadie pretendía que los deseos de las personas terminaran con una boda, y no era extraño que una esposa o un marido jóvenes se comportaran como Nikaluk lo había hecho; ello no comportaba ningún estigma, y después de una aventura semejante la vida continuaba más o menos como siempre, sin que nadie resultara perjudicado por ello.

Pero cuando algunos marineros del Evening Star volvieron a casa después de abandonar la tierra esquimal, aseguraron:

- Un hombre casado le ofreció su mujer a nuestro capitán, como demostración de hospitalidad, fijaos.

De este modo se formó la leyenda de que los esquimales tenían por costumbre ofrecer sus esposas a los viajeros. No era así. Entre los viajeros y las mujeres de Punta Desolación seoriginaba el mismo tipo de afecto que en cualquier comunidad rural próxima a Madrid, París, Londres o Nueva York. Nikaluk, la esquimal de Desolation que bailaba por los aires, tenía hermanas en el mundo entero, y muchas de las cosas buenas que ocurrían en el mundo se producían gracias al deseo que sentían esas mujeres de carácter fuerte por descubrir el mundo antes de que el mundo las dejara de lado o lo abandonaran ellas.

Pero la desastrosa iniciación de Sopilak al ron no constituía una experiencia universal. Los hombres blancos llevaban muchos años destilando aquella bebida tan estimulante y tan liberadora, la habían dado a conocer a los Pueblos del mundo entero; y los españoles, los italianos, los alemanes o los colonos estadounidenses eran capaces de beberlo con moderación, o disfrutarlo sin moderación en alguna fiesta y a la mañana siguiente no notar demasiado sus efectos. Sin embargo, otros, como por ejemplo los irlandeses y los rusos, los indios de Illinois o los tahitianos a quienes tanto respetaba el capitán Cook cuando no estaban ebrios, y especialmente los esquimales, los aleutas y los atapascos de Alaska, no eran capaces de beber un día alcohol y dejarlo al siguiente. Cuando bebían, los efectos que provocaba en ellos el alcohol eran muy fuertes. La larga decadencia de Punta Desolación comenzó la mañana en que Sopilak, el gran cazador, aceptó el licor que le ofrecía Harry Tompkin, quien no podía saber lo que iba a ocurrir.

Cuando Sopilak hizo girar en su boca el primer sorbo de ron, le pareció demasiado picante y fuerte, pero cuando lo tragó y experimentó sus efectos mientras descendía hasta las honduras del estómago, quiso probarlo otra vez, y a su calidez la acompañó un torbellino indescriptible de sueños, visiones e ilusiones de omnipotencia. Era una bebida mágica, como descubrió desde el primer momento, y quiso más, y más todavía. Cuando llegó la primavera se había convertido en el prototipo de los miles de alaskanos que más adelante se volvieron alcohólicos y que rondaban por las playas esperando la llegada del siguiente ballenero que vendría de Boston. Sabían que aquellos barcos traían ron, que era el mejor de los dones que ofrecía el mundo.

Los buenos cristianos de Boston, y entre ellos el hermano y el tío del capitán Pyrn, se dedicaban a negocios sucios: comerciaban con telas para los ansiosos compradores de las Indias Occidentales, esclavos para Virginia, ron para los nativos de Hawai y Alaska, y aceite de ballena para Boston. Sin duda alguna se estaba creando riqueza, pero a costa de los esclavos, las ballenas y los esquimales de Punta Desolación.

Las ancianas de la aldea entregaron al capitán Pym su regalo la segunda mañana, cuando él ya había abandonado la choza del amor con un remordimiento que hasta entonces nunca había experimentado, y había acompañado a Nikaluk a su casa, donde se encontró con el marido tendido en el suelo, sumido en un estupor alcohólico. En aquel triste momento, Pym vio cómo dos viejas les señalaban a él y a Sopilak, y dedujo que le estaban alabando porque había utilizado la hechicería con el hombre caído, para poder gozar de su esposa. Las mujeres no criticaban a Pym ni a Sopilak; en cierto sentido, estaban felicitando al primero porque había usado una treta muy ingeniosa.

Entonces llegaron otras mujeres, que llevaban en los brazos una prenda en la que trabajaban desde hacía algún tiempo, y, cuando consiguieron levantar a Sopilak y le dieron un par de bofetadas para despejarle, el esquimal tomó la prenda, sonrió tímidamente a los hombres que se habían reunido allí y tendió los brazos al capitán Pym. John Atkins, que comprendía todo lo que ocurría, tradujo sus palabras:

- Honorable gran capitán, tú que con tu fusil me salvaste la vida cuando luchábamos con el oso, y tú que ayudaste a matarlo a Tayuk y a Ogloyuk, cuando yo no pude hacerlo: nuestra aldea te entrega este regalo. Tus hombres han sido buenos con nosotros. Te ofrecemos nuestros honores.

Se inclinó y dejó que la prenda se desplegara en libertad, y entonces los marineros que estaban todavía de fiesta guardaron silencio cuando vieron la hermosa capa que estaban entregando a su capitán. Era larga y pesada, de un blanco inmaculado, pues estaba hecha con la piel del oso polar que habían derribado en la primera cacería.

Todos insistieron en que se la pusiera, y Pym se irguió, incómodo y avergonzado, mientras Sopilak y Nikaluk disponían la capa de gloria sobre sus hombros indignos. La llevó puesta durante el trayecto de vuelta hasta la choza alargada y también durante la inspección del barco, pero, por la noche, a la hora del oficio vespertino, la dejó a un lado y, cuando los hombres le miraron para comenzar la oración, se volvió hacia su primer oficial.

- ¿Queréis ofrecer vos las plegarias, señor Corey? -le dijo, pálido como la cera-. Yo no soy digno de hacerlo.

El hecho de que Pym cediera a otros las plegarias vespertinas tuvo una consecuencia positiva, pues, con la llegada de los días difíciles de finales de abril, cuando había luz durante todo el día, pero no se daba ninguna señal de que el mar congelado estuviera dispuesto a aflojar su absoluto dominio sobre el Evening Star, los marineros comenzaron a mostrarse inquietos y, al final, francamente agresivos. Por cualquier motivo se enzarzaban a puñetazos y, aunque Corey, que estaba atento, interrumpía inmediatamente las peleas, reinaba un mal humor general.

Cuando parecía que estaban a punto de estallar problemas serios, uno de los hombres más silenciosos de la tripulación se presentó ante el capitán Pym.

- Señor capitán -le dijo con timidez-, he encontrado pruebas en la Biblia de que Dios sabe que estamos en aprietos y ha prometido rescatarnos.

Pym demostró su asombro ante la posibilidad de que el Señor se preocupara por aquel barquito perdido y por el pecador de su capitán, pero el marinero le preguntó:

- ¿Podría leer yo las Escrituras esta noche?

- Eso ya no queda bajo mi autoridad -se vio obligado a replicar Pym-. Debéis preguntárselo al señor Corey.

Cuando el joven lo hizo, Corey se apresuró a acceder, pues quería intentar cualquier cosa que prometiera aliviar las tensiones. Después de la cena, bajo tanta luz como si fuera mediodía, aquel joven delgado leyó, con la voz palpitante por la emoción, un oscuro pasaje del libro de Zacarías, que muchas veces se pasaba por alto:

He aquí que vienen los días del Señor, y se hará en medio de ti la repartición de tus despojos.

Y en aquel día no habrá luz, sino frío y hielo.

Y vendrá un día que es conocido del Señor, que no será ni día ni noche, mas al fin de la tarde aparecerá la luz.

Y el Señor será el rey de toda la Tierra: en aquel tiempo el Señor será el único; ni habrá más nombre venerado que el suyo.

El marinero cerró la Biblia respetuosamente, y se inclinó hacia adelante Para ofrecer una breve explicación:

- Está claro, compañeros, que esta profecía se refiere a nosotros. Cuando vendamos nuestro aceite de ballena, se repartirán las ganancias. Cuando el hielo se funda, cosa que no dejará de ocurrir, seremos libres. Ahora ya tenemos luz todo el día, como dispuso el Señor. Y a la hora del atardecer hay claridad, y Dios nuestro Señor reina sobre toda la Tierra. Puesto que Él ha prometido salvarnos, no hay motivos para el odio.

Algunos marineros aplaudieron cuando acabó de hablar, agradecidos por lo que parecía una intervención divina, pero el capitán Pym se estremeció y clavó la vista en sus nudillos, porque pensaba que se había puesto él mismo al margen de la misericordia del Señor; de todos modos, su remordimiento no le impidió pasar horas, días y hasta noches enteras con Nikaluk, y, cuando el hielo comenzó finalmente a fundirse y el Evening Star fue recuperando lentamente su línea de flotación en el agua, Nikaluk formuló por primera vez preguntas que eran inevitables, empleando la jerga que los marineros y sus mujeres habían creado durante los nueve meses de bloqueo:

- Capitán Pym, Atkins puede llevar a Kiinak con él. ¿Por qué tú no?

- Sabes que tengo mujer e hijas -le respondió él, con franqueza-. Tú tienes marido. Es imposible.

- ¿Sopilak? Siempre está borracho, como vosotros decís -observó ella entonces, sin rencor, aunque reconociendo con realismo la situación.

Entonces empezó a insistir en que Pym la llevara consigo. No tenía idea de lo que era Hawai, adonde iba a ir Atkins, ni tampoco de Boston, adonde se dirigían los demás, pero estaba segura de poder adaptarse y encontrar una vida aceptable para ella y para Noah; pero a él le resultaba inconcebible llevarla a Boston, por dos razones decisivas: «Ya tengo familia -se decía-, y, aunque no fuera así, a ella no podría presentarla en público. Nadie lo entendería».

No tenía ni remotamente el valor necesario para comunicarle a ella el segundo motivo, sobre todo porque Atkins no había vacilado en casarse con Kiinak, prescindiendo de Boston; por esa razón, postergaba el momento de decirle definitivamente que la iba abandonar cuando el barco zarpara. Sin embargo, no podía apartarse de ella, pues estaba atrapado en la gran pasión de su vida, ésa que abre de pronto los ojos de un hombre y le permite ver lo que representan el amor, las mujeres y el destino. Ella había dejado ya una huella en su vida que no se borraría jamás, ni por obra del tiempo ni por el remordimiento, y él experimentaba un placer intenso y perverso cuando intentaba intensificar la experiencia. Estaba enamorado de Nikaluk y, si se encontraba lejos de ella, la imaginaba volando por los aires, con sus pesadas botas listas para aterrizar súbitamente, con los brazos y el pelo al viento, en una visión mágica que pocas veces tiene un hombre de su mujer. Ella pertenecía al firmamento, al hielo, a las noches interminables y a la tranquila armonía de aquella aldea a orillas del océano Ártico.

- ¡Ay, Nikaluk! -exclamaba a veces, cuando estaba solo-. ¿Qué será de nosotros?

No se entregó a reflexiones sentimentales sobre la pobre isleña abandonada, como hacían muchos de los estadounidenses que en aquella época se encontraban de exploración por el mundo y se relacionaban con sociedades desconocidas, los cuales solían pensar que a sus mujeres se les partiría el corazón cuando ellos regresaran a un mundo mejor, sin saber que las muchachas superarían la situación con bastante facilidad en su isla paradisíaca, mientras ellos, al volver a Filadelfia o a Charleston, iban a verse atormentados por los recuerdos de su vida en la isla. No era así, pues Pym veía a Nikaluk como un ser humano igual a él en todos los sentidos, excepto en la imposibilidad de vivir en la cristiana ciudad de Boston. Corey tenía razón; en muchos aspectos importantes, ella era una salvaje.

Pero el capitán continuaba usando la capa de piel de oso polar y disfrutaba de su lujo, que le recordaba los grandes días de caza en el hielo. El largo abrigo se convirtió en su símbolo cuando caminaba de un lado a otro a bordo del Evening Star, preparándolo para navegar. Una mañana, Atkins trajo a su mujer a bordo, y el capitán Pym, al verla tan sonriente y ansiosa de aventuras, contuvo la respiración y lamentó no ser aquel joven marinero para poder llevarse con él a bordo a Nikaluk, que era mucho más madura y bonita que Kiinak, y emprender un largo viaje hasta el fin de sus días.

El sol brillaba. El mar estaba en calma. El hielo se iba retirando, derrotado por un verano más, aunque reunía hoscamente sus fuerzas para volver rápidamente con el otoño; las velas estaban listas. Todo el pueblo de Desolation bajó andando por el barro para presenciar la partida; podría haber sido una mañana de fiesta, de no ser porque Nikaluk se separó de su marido y corrió hacia el barco cuando se retiró la pasarela, que era el último vínculo con aquella costa que había tratado tan hospitalariamente a los visitantes, que les había ofrecido grasa de foca, y cuyas mujeres habían bailado y les habían amado.

- ¡Capitán Pym! -sollozaba Nikaluk.

Su marido corrió tras ella, para consolarla, no para regañarla; pero como se había bebido aquella mañana lo que quedaba del ron de Harry Tompkin, se cayó sobre el barro antes de alcanzar a su mujer, y allí se quedó, mientras el barco se alejaba.

Tomaron rumbo sur, en dirección a la isla de Lapak, donde pensaban abastecer lo mejor posible al ballenero para continuar la larga travesía hasta Hawai; cuando apenas habían perdido de vista la costa, el capitán Pym gritó bruscamente desde el puente:

- ¡Señor Corey, este oso polar me está estrangulando!

Estiró la bonita capa con sus manos, nerviosamente, la arrojó al suelo y la echó a un rincón, de una patada. Cuando el arponero Kane se enteró del incidente, se presentó ante el capitán.

- YO también ayudé a matar al oso -le dijo-. ¿Puedo quedarme con la capa?

- Tenéis derecho, señor Kane. Vos no la habéis cubierto de vergüenza -se apresuró a contestar Pym, con un abrumador sentimiento de culpabilidad.

Durante el largo y frío viaje hasta la isla de Lapak, Noah Pym continuó negándose a leer las plegarias vespertinas, porque se sentía verdaderamente ahogado por el remordimiento: las visiones del oso, de Sopilak caído sobre el barro, de Nikaluk volando magníficamente en el aire, todo formaba parte de su agonía, sobre todo el recuerdo de aquellas niñas, tan ajenas a la llegada del Evening Star, que bailaban en la playa helada para celebrar el regreso del sol.

La obligada escala en la isla de Lapak les fue mal, aunque fue breve. El pequeño bergantín se adentró en aquel mar conocido, entre el volcán y la isla, y pronto vieron a los aleutas, con sus kayaks y sus elegantes sombreros.

- ¡Puerto de origen! -gritó el arponero Kane.

Cuando apenas habían echado anclas, los dos réprobos, Irmokenti y el calvo Zagoskin, se entusiasmaron ante la visión de Kane vestido con la lujosa capa blanca.

- Seguro que ese barco está repleto de pieles -empezaron a murmurar entre sus hombres.

Tras retrasarse deliberadamente en la entrega de provisiones al barco y después de ejercer durante dos días un hábil espionaje, el rumor se transformó:

- Con un buen jefe, dieciséis hombres valientes podrían apoderarse del barco.

Siete cabecillas discutieron en secreto la situación, y entonces Irmokenti recordó a sus compañeros algo que había visto la otra vez que el Evening Star, en su trayecto hacia el norte, se había detenido en la isla:

- El capitán Cook llevaba soldados a bordo de su barco. En éste no hay ninguno y con este comentario se inició la conspiración.

Nadie había propuesto todavía de manera concreta un acto de piratería, pero Irmokenti, que recordaba que al capitán Pym le agradaba mucho conversar con Trofim Zhdanko, animó al bostoniano para que visitara la choza del viejo cosaco; para eso se requería la presencia del intérprete, el marinero Atkins, que llevaba consigo a su mujer. Las visitas eran prolongadas, y Trofim tuvo ocasión de apreciar que el joven estadounidense había encontrado a una excelente esposa en la joven esquimal Kiinak, y se interesó especialmente por su embarazo.

- ¡Me parece magnífico que uno de los primeros estadounidenses que navegan por estos mares haya querido casarse con una muchacha esquimal! Y ante un sacerdote, como personas decentes. -Insistió varias veces en el tema y, finalmente, expresó su preocupación más honda-: ¡Estas islas serían mucho mejores si los hombres como mi hijo se hubieran casado con mujeres aleutas! Entonces sonrió a la joven pareja, y añadió-: Vosotros estáis iniciando una raza nueva. ¡Que Dios os bendiga!

Acompañaba a Trofim un muchacho llamado Kyril, hijo de un bandido ruso y de una mujer aleuta a quien éste había violado y a quien más tarde había asesinado. El ruso había zarpado hasta una de las islas orientales de las Aleutianas y había abandonado a su hijo, el cual había comenzado a frecuentar la choza del anciano Zhdanko, a quien ayudaba. Trofim quería que Kyril comprobara que para un hombre como Atkins había sido fácil y normal casarse con una muchacha esquimal como Kiinak.

- Tómatelo como una lección. Una vida buena necesita empezar bien.

- ¿Estáis casado? -preguntó el capitán Pym a Trofim.

- Con la mujer más poderosa de Siberia -respondió orgullosamente el anciano-. Podría ser una gran zarina. Y vos, ¿tenéis familia? -le preguntó a Pym.

El capitán se ruborizó intensamente y no respondió, pero Trofim no necesitaba conocer la respuesta, porque era evidente que Pym tenía problemas, aunque no podía adivinar cuáles eran.

Mientras en la choza se desarrollaban estas conversaciones, Irmokenti y Zagoskin, esos hombres fracasados que habían llegado a la madurez sin conseguir nada, aparte de destruir, conspiraban con sus compañeros y preparaban el ataque al Evening Star

- Mañana, cuando el capitán y la parejita se vayan a charlar con ese viejo tonto, tú y tú los retenéis dentro de la choza. Zagoskin y yo, con vosotros tres, abordaremos el barco como si fuéramos a llevar provisiones. Entonces baja él con un ayudante. Yo me quedo en cubierta con los otros dos. Y todos vosotros salís a toda prisa en vuestros kayaks. Cuando dé esta señal -entonces lanzó un grito en ruso-, tomaremos el barco.

- ¿Y si se resisten? -preguntó uno de ellos.

- Matamos a todos los que sea necesario.

- ¿Ylos otros?

- ¿Los de la choza? Más tarde nos ocuparemos de ellos. Pero lo primero es apoderarnos del barco, porque así podremos hacer cualquier cosa.

Irmokenti y Zagoskin habían acordado secretamente que, después de capturar el barco, asesinarían a todos lossupervivientes en la cercana Adak, con lo que la culpa recaería sobre los aleutas que residían allí.

El plan era sencillo y cruel, y hubiera tenido excelentes posibilidades de triunfar, de no ser porque el día fijado el capitán Pym no visitó a Trofim y a Kyril, sino que permaneció a bordo, y tampoco desembarcaron Atkins y su esposa; pero los conspiradores estaban tan seguros del éxito que continuaron adelante con su plan. A la una de la tarde, los dos jefes se presentaron en el Evening Star acompañados por tres traficantes, tal como estaba acordado. Llevaban consigo una considerable cantidad de provisiones y, mientras ellos iban repartiéndolas, salieron desde la costa otros hombres con más mercancías.

Noah Pym, que había escuchado historias sobre barcos atacados por nativos, se encontraba abajo cuando comenzó a subir a bordo el segundo contingente, y el instinto le llevó a correr hacia la puerta de su camarote.

- ¿Qué ocurre, señor Corey~ -gritó.

Allí le esperaba Zagoskin, que lanzó un fuerte grito para indicar que comenzaba el combate, mientras golpeaba con un garrote la cabeza de Pym, le fracturaba el cráneo y le dejaba tendido en el suelo. El capitán se incorporó aturdido, apoyándose sobre un codo, y trató de defenderse, pero Zagoskin le dio una fuerte patada en la cara con la bota, y después de eso su ayudante siberiano mató a golpes al hombrecito de Nueva Inglaterra. Pym murió tratando de salvar su barco y creyendo, en sus últimos instantes, que lo había perdido. No pronunció unas palabras finales, ni tuvo un postrer pensamiento. Ni siquiera tuvo tiempo de pronunciar las plegarias que durante tanto tiempo habían estado ausentes de sus labios.

El joven Atkins y su mujer corrieron en ayuda del capitán en cuanto Oyeron el barullo que venía de su camarote, y llegaron justo a tiempo para que Zagoskin y su ayudante les mataran a golpes; los dos agresores pudieron subir entonces a cubierta para ayudar a Irmokenti, que estaba tratando de despejar las cubiertas, pero al llegar se encontraron con una situación más complicada de lo que esperaban, porque el primer oficial Corey, un irlandés de acero, había supuesto que Pym estaba muerto y que la salvación del barco dependía ahora de él. Armado con pistola y espada, mató a dos de los agresores y mantuvo a raya a Irmokenti, su jefe.

- ¡Ayuda! ¡Ayuda! -comenzó a gritar, cuando vio que el corpulento Zagoskin se le acercaba; entonces arrojó al suelo su pistola descargada y asió una barra para atar las cuerdas, decidido a matar a tantos piratas rusos como le fuera posible antes de entregar la embarcación.

En aquel momento, un hombretón vestido con una larga capa de color blanco corrió a cubierta, blandiendo un largo arpón en cada mano. Era Kane, que gritaba:

- ¡Pym ha muerto! ¡Matémoslos a todos!

Sin detenerse para afinar la puntería, arrojó una de sus mortíferas armas contra Zagoskin, que se le aproximaba. La lanza voló por los aires como un fino relámpago, alcanzó al ruso justo por encima del corazón y le dejó clavado como una foca indefensa en el palo mayor.

Kane no estaba seguro de que el arpón hubiera matado al hombre, por lo que saltó hacia él y le clavó con el otro dos estocadas, una de las cuales le atravesó el cuello y la otra, la cara. Luego intentó arrancar el primer arpón y, como no pudo, se apoderó del garrote con el que Zagoskin había matado a Atkins y a su esposa y corrió por cubierta, golpeando con furia a todos los rusos que encontró.

Kane se acercó a Corey, que se estaba defendiendo solamente con la barra que había recogido en cubierta, y entonces señaló a Irmokenti.

- ¡Ése es el hijo de puta! ¡Matadle! -les gritó a todos los estadounidenses que podían oírle, mientras arrojaba su otro arpón contra el instigador del ataque.

Calló, y, cuando Corey se lanzó sobre Irmokenti, éste se apartó hábilmente, lo que le permitió observar durante un momento la cubierta, donde sus planes estaban fracasando tan estrepitosamente. Vio a los rusos muertos y a su socio Zagoskin ensartado contra el palo mayor; Kane y aquel maldito irlandés estaban reuniendo a sus hombres, así que tomó una decisión, en un solo instante sangriento. Se zambulló en el agua, con un salto salvaje por encima de la borda, y abandonó a su cohorte, olvidando que no sabía nadar. Con la fuerza sobrehumana que suele infundir a los hombres la experiencia de un desastre, aquel singular bandido se debatió en el mar como un pez herido, hasta que alcanzó un kayak desocupado, lo volcó sobre el flanco e introdujo las piernas por una de las aberturas, lo enderezó y huyó después hacia la costa con largos y hábiles golpes de remo. Cuando Corey vio que Irmokenti escapaba al castigo, arrebató la pistola de un marinero e intentó dispararle, pero falló

Después de que los bostonianos hubieron arrojado por la borda los cadáveres de Zagoskin y de sus compañeros piratas, Corey habló con una voz calmada, como si no hubiese ocurrido nada importante:

- Levad anclas y preparad las velas. Se os asciende a primer oficial, señor Kane. Informadme de cuál es el estado de la tripulación.

La última imagen que tuvieron los traficantes de pieles rusos de aquel esforzado barquito que había explorado el mar, había cazado ballenas y había logrado sobrevivir a un invierno de aislamiento en el Ártico, fue la de una hilera de hombres dispuestos en posición de firmes junto a la borda de babor, mientras el nuevo capitán leía solemnemente algunos versículos de la Biblia, y un hombre corpulento, vestido con una larga capa blanca, levantaba del suelo, uno por uno, tres cadáveres (los del capitán Pym, el marinero Atkins y Kiinak, la esquimal embarazada), y los sepultaba en el mar de Bering.

Pero eso no fue todo. Al terminar la ceremonia, el nuevo capitán ordenó que se preparara el ineficaz cañón del barco, y que apuntaran hacia la costa y dispararan. En el suelo de Lapak rebotó una bala de cañón de poco peso, que fue a parar, sin hacer daño, ante la choza de Trofim Zhdanko, quien había presenciado los sucesos de aquel día con vergüenza y espanto.

Después de aquel intento de piratería, que se produjo en la primavera del 1781, y el peligro que el Evening Star había corrido en las placas de hielo frente a Punta Desolación, los otros balleneros estadounidenses desistieron de aventurarse en el mar de los chukchis y en el océano Ártico durante medio siglo; pero hacia el 1843 comenzó una nueva afluencia y, pocos años después, casi trescientos balleneros desafiaban las aguas del Norte.

Cuando escapó hacia el sur el Evening Star, el primero de aquella valiente estirpe, los traficantes de pieles erigieron un monumento de piedra que conmemoraba el lugar donde el cuerpo mutilado de Zagoskin había llegado a la costa; parecían dispuestos a olvidar el episodio, como si simplemente hubieran corrido un riesgo y les hubiese salido mal.

- Estuvimos a punto de apoderarnos del barco -dijo Irmokenti a los hombres que cerraban filas a su alrededor-. ¡Ese condenado arponero!

- ¿Por qué tuviste que matar a aquel joven y a su mujer? -le preguntó Zhdanko.

Su hijo ni siquiera le contestó, porque consideraba que una cosa así podía ocurrir en cualquier operación arriesgada. En cuanto a la muerte del capitán, que se había mostrado tan agradable con ellos en sus dos visitas, era otro accidente de guerra.

- ¿Acaso se trataba de una guerra? -volvió a inquirir su padrastro.

- Estamos en guerra contra todo el que pretenda quitarnos esta nueva tierra -espetó Irmokenti.

Zhdanko insistió entonces en preguntar por qué su hijo creía que los estadounidenses deseaban apoderarse de una isla como Lapak, donde no había árboles y donde cada vez quedaban menos focas y nutrias marinas.

- Sí, esta isla está agotada -reconoció él-. Y los nativos son unos inútiles. Pero más hacia el este hay lugares mejores.

El anciano, que pudo comprobar así que su hijo planeaba proseguir en los territorios situados más al este con sus asesinatos, su piratería y sus desenfrenadas matanzas, tomó entonces una decisión. Un hermoso día nublado, sin lluvia ni viento, perfecto para cazar nutrias, Zhdanko se dirigió a Irmokenti.

- Bonito día -le dijo, ante la sorpresa del otro-. Hace demasiado tiempo que somos enemigos. Ahora que ya no está Zagoskin, veamos si podemos conseguir algunas pieles más.

Se embarcaron en el kayak, y el viejo ocupó el lugar de proa desde donde solía remar Zagoskin, para que Irmokenti pudiera asestar sus golpes a las nutrias.

- Yo remaré desde aquí -dijo.

- Venid a ayudarnos a formar el círculo -gritó su hijo a unos hombres que descansaban en la playa; pero sólo acudieron otros dos.

Trofim condujo la embarcación lejos de la costa, a la sombra del Qugang, asegurando a Irmokenti que por allí había visto nutrias, hasta que finalmente llegaron a un lugar donde las maniobras de los tres kayaks no resultaban muy visibles a los hombres de la playa. Encontraron nutrias, y, cuando Irmokenti comenzó a formar el reducido círculo para cazar una hembra que llevaba a su cría sobre el vientre, la madre demostró una asombrosa agilidad y los esquivó de un lado a otro, aprovechando que el círculo no estaba formado por suficientes botes.

Irmokenti se enfureció porque su padrastro tardaba en responder a las maniobras de la nutria, y empezó a maldecirle a él y a los demás remeros, a los que amenazó con darles una paliza en cuanto volvieran a la playa.

- ¡Formad! ¡Acercaos más pronto a ella cuando yo la ahuyente hacia vosotros!

Pocos minutos después, cuando por culpa de la impericia de Trofim los cazadores habían quedado muy mal distribuidos, Irmokenti se volvió para regañar otra vez al anciano, el cual, desde su puesto en la popa, sacudió tan violentamente el kayak que la proa giró por completo y arrojó a Irmokenti por la borda.

Él no se asustó. Mientras volvía a maldecir a Trofim, repitió lo que había hecho la vez que se había zambullido en el agua desde el Evening Star, es decir, agitó violentamente los brazos y trató de asirse al agujero de proa del kayak; seguramente hubiera conseguido salvarse por segunda vez, de no ser porque Zhdanko se apartó rápidamente, miró a su hijastro, y le golpeó en plena cara con la parte plana del remo. Luego, como si esperase a que se viera obligada a emerger una indefensa madre nutria para cazarla, aguardó a que la cabeza de Innokenti asomara por la superficie, avanzó hasta ese punto con rapidez, y le asestó un segundo golpe que estuvo a punto de partirle el cráneo.

Remó tranquilamente, sin apresurarse, aguardando la reaparición de la cabeza ensangrentada, y, cuando ésta asomó, la hundió con calma en el agua, y la mantuvo sumergida durante varios segundos. Sólo entonces comenzó a agitar vigorosamente el remo, y gritó:

- ¡Socorro! Irmokenti se ha caído.

Varios días después, el cadáver llegó a la costa tan descompuesto e inflado por el agua que nadie pudo adivinar lo ocurrido durante la cacería de nutrias; ese día, Kyril acudió como solía a la choza de Trofim, y se hizo un prolongado silencio durante el cual el anciano cosaco pensó: «Tiene la misma edad que Irmokenti cuando le conocí, pero ¡qué distinto es!».

- Vi lo que ocurrió cuando cazábamos esas nutrias -dijo el muchacho, tras una vacilación. Trofim no dijo nada, y el joven añadió, al cabo de un rato-: Nadie más lo vio. Yo iba delante.

Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas, aunque no por el remordimiento, sino en respuesta a las grandes contradicciones de la vida. El joven cazador no reparó en su llanto, porque él también estaba sumido en la perplejidad ante el hecho de que aquel anciano, a quien él quería, hubiera matado a su propio hijo.

- Se cayó del kayak porque se volvió demasiado deprisa -dijo Kyril por fin, cuando logró recuperar la compostura necesaria para hablar-. La culpa fue suya. Yo lo vi. Es lo que les he dicho a los demás.

Se hizo el silencio de nuevo, mientras cada uno de ellos se daba cuenta de que el otro se había implicado en una mentira deliberada.

- Él era malo, abuelo -añadió Kyril, intentando absolver sus mutuas culpas-. ¡Matar a esa muchacha que había sido tan amable con nosotros! ¡Matar a tantos isleños! Merecía la muerte, y, si no se hubiera ahogado como ha ocurrido, yo mismo le habría asesinado. No sé cómo -dijo tras una vacilación, que convirtió el silencio en algo siniestro-, pero le habría matado, abuelo.

Zhdanko pensó con mucho cuidado lo que iba a decir después, porque quería que cada palabra por sí sola transmitiera su significado exacto, y durante casi media hora contempló el volcán y habló de cosas sin importancia.

- Ya es hora de que vuelva a Petropávlovsk para llevar nuestras pieles, Kyril -dijo al final, en voz baja-. Madame Zhdanko estará esperando allí, con otros fardos que habrá reunido por su cuenta; tendrá preparado un barco para llevarme a Ojotsk y luego tendré que viajar por tierra hasta el río Lena, atravesando un territorio muy malo. -Súbitamente, habló en plural-: Luego iremos en barcaza hasta Irkutsk. Ésa sí que es una ciudad bonita, créeme. Seguiremos hasta Mongolia, y allí venderemos nuestras pieles a los compradores chinos; pero hay que tener cuidado con ellos, si no quieres que te roben hasta las muelas. -Se meció hacia atrás y hacia adelante bajo la fría luz del sol, y entonces preguntó-: ¿Te gustaría?

- ¡Claro que sí! -exclamó el muchacho.

- Tal vez tardemos tres años, ¿sabes? Y con este barco lleno de filtraciones que tenemos, es posible que no lleguemos siquiera a Kamchatka, pero vale la pena intentarlo. Y cuando volvamos a Lapak dejaremos este lugar miserable y nos iremos más al este, a Kodiak, donde dicen que hay muchas pieles.

- Pero, si queréis ir a Kodiak, ¿por qué no nos vamos ahora? -preguntó Kyril, tras pensárselo un momento.

- Porque tengo que informar a madame Zhdanko de que su hijo ha muerto -le explicó Trofim-. Respeto mucho a esa mujer, y merece que sea yo quien se lo diga.

- ¿Sabía ella… lo de Irmokenti?

- Me parece que las madres siempre lo saben todo.

- Entonces, ¿cómo podía quererle?

- Eso es lo misterioso de las madres -contestó Trofim.

Y el anciano, a sus setenta y nueve años, cuando ya debería llevar mucho tiempo retirado, permaneció sentado, soñando con mares turbulentos, con ataques de ladrones en un paso azotado por las tormentas de Siberia, con la tortura de impulsar una barcaza con una pértiga por el río Lena, con el entusiasmo de regatear con los chinos el precio de una piel de nutria; y se sintió impaciente por enfrentarse una vez más a los antiguos desafíos, Y por medir sus fuerzas con todas las novedades que encontraría en Kodiak.

Sabía que un explorador tenía que dedicar su vida a avanzar hacia el este, siempre hacia el este, rumbo al amanecer: cuando era un muchacho, había salido de su pueblucho ucraniano, al norte de Lvov, para viajar hacia el este con la intención de servir al zar Pedro en Moscú. Más adelante, había recorrido Siberia para encontrarse con madame Poznikova; había continuado hasta las islas Aleutianas, donde conoció a muchos capitanes honorables (a Bering, a Cook, a Pym…); e incluso había llegado a las costas de América del Norte, como asistente del gran George Steller. Y siempre le quedaba otro importante desafío para el día siguiente, la isla vecina, el próximo mar tormentoso.

- No tengo hijos -dijo Trofim, serenamente-, y tú no tienes padre. ¿Cargamos nuestro barco agujereado y nos llevamos las pieles a Irkutsk?