- Si te casas con ese condenado mestizo, tu padre te echará de esta casa… y yo le ayudaré.

Pero cuando Nate viajó a Matanuska, en el avión de otro piloto, para presentarse a la familia Flatch, todos admitieron que parecía un joven viril, de buenos modales, aunque algo torpe; de cualquier modo, era terriblemente moreno y sus facciones, indias sin remedio. Habrían podido aceptarle como yerno si Flossie hubiera vivido en el páramo, pero en una ciudad normal, entre otras personas, se lo veía penosamente inferior a Paulus Vickaryous. Además, cometió el grave error de llevar consigo a su perro Killer, que demostró su antipatía a todos los Flatch, incluida la muchacha. Por lo tanto, cuando Nate pidió la mano de Flossie, medio balbuceante y con Killer gruñendo atrás, todos le replicaron con un decidido:

- ¡No!

Nate no estaba dispuesto a dar esa respuesta por definitiva; permaneció en la vecindad algunos días y luego desapareció. Escribió algunas cartas a Flossie, pero la señora Flatch se apropió de ellas. Eso se descubrió cuando Flossie preguntó en el correo si había llegado correspondencia para ella; entonces informó a Missy Peckham, que entró tempestuosamente en la cabaña con ásperas noticias:

- Hilda Flatch: si impides que la correspondencia de Estados Unidos llegue a su debido destinatario, puedes ir a la cárcel. Me entregarás ahora mismo esas cartas, pues soy representante del gobierno. Y no hagas más tonterías.

Flossie, al recibir las cartas, las llevó a su casa sin abrir y dijo a su madre:

- No estoy enfadada. Hiciste lo que te pareció correcto. Pero quiero leerlas aquí, en mi propia casa, delante de ti.

Abrió los sobres con un largo cuchillo de cocina y leyó en silencio. Al terminar cada carta la entregaba a su madre, sentada al otro lado de la me'sa. Por la noche escribió a Nate.

Tras este intercambio de cartas, Nate Coop viajó a Matanuska en la época en que los tres lagos George solían quebrar la muralla del glaciar. Flossie le había dicho que ese año quería estar presente cuando ocurriera y él decidió llevarla al río Knik para ver el acontecimiento. Se alojaba en la cabaña de Missy Peckham. Sólo visitó dos veces la casa de los Flatch, pues cuando se presentó por segunda vez los padres le hicieron saber que no era bien recibido.

Algunos días después quedaron espantados al ver que Flossie había de~ saparecido, sin que nadie pudiera imaginar adónde había ido. Missy dijo que su pensionista tampoco estaba y supuso que habían viajado a Seattle para casarse. Pero Hilda, la que más se oponía a Coop, revisó la correspondencia de su hija y encontró, en una carta de Nate, una referencia al impresionante deshielo de los lagos, con este comentario: «Sería maravilloso verlo». Llamó a su hijo, estremecida, pero él estaba de viaje hacia El Filón de Venn; cuando regresó, ya era demasiado oscuro y no podía ir a buscar a su hermana.

Por la mañana, cediendo a los enloquecidos lamentos de su madre, calentó los motores del Cub, que tenía puestas las ruedas, y partió a investigar el territorio circundante. Al sobrevolar el río Knik rumbo al glaciar vio, cerca del promontorio desde donde mejor se vería el colapso, una tienda de lona blanca. Cuando pasó a poca altura sobre ella, comprobó con alivio, pero también con aflicción, que de ella salían dos personas jóvenes; obviamente habían abandonado los sacos de dormir, pues estaban despeinados y vestían pijamas o algún tipo de prenda improvisada. No llegó a identificarlos, pero estaba casi seguro de que eran Flossie y Nate. La certidumbre le llegó de un modo enfurecedor: el perro Killer salió de la tienda para ladrar al avión.

Les hizo una seña balanceando las alas y describió otro círculo, volando tan bajo que les pudo ver la cara. Pero en ese momento distrajo su atención una gigantesca columna de espuma, elevada a buena altura. Los tapones de hielo que habían mantenido cautivos a los tres lagos durante los diez meses anteriores acababan de estallar; las aguas, por tanto tiempo aprisionadas, rugían en libertad. LeRoy en su aeroplano, su hermana y Nate desde la tienda, vieron sobrecogidos cómo escapaba esa fuerza titánica; las aguas, al golpear la faz del glaciar arrancaban grandes témpanos que iniciaban su tortuoso viaje por el río tempestuoso desprendiendo otros más pequeños al entrechocar y dar tumbos. Era la manifestación natural más violenta que los tres habían visto. LeRoy voló en círculos media hora más; después volvió a pasar rozando la tienda y movió las alas para saludar a los amantes y al excitado perro.

Cuando aterrizó en Palmer, corrió a la cabaña y entró precipitadamente diciendo a sus aprensivos padres:

- Bueno, ahora hay que casarlos.

Preocupados por sus propios asuntos, los cuatro Flátch ignoraban el Modo irresistible en que la historia del mundo se acercaba sigilosamente a ellos.

En junio de 1941 se cumplió la predicción que el capitán Shafter de la Fuerza Aérea había hecho en el invierno de 1940, en la pista de Palmer: la Alemania nazi declaró la guerra total contra la Rusia comunista, poniendo fin a lo que Shafter consideraba una alianza ilógica. Según señalaron los otros pilotos de la pista, eso significaba que «probablemente Rusia se alíe con nosotros, si nos decidimos a entrar en esto». Y los más informados, con los que LeRoy no trataba, comenzaron a mirar con más atención esa estrecha porción de mar que separaba la Unión Soviética de Alaska.

Por entonces, hasta el mismo LeRoy sabía que alguien, un canadiense o un estadounidense (jamás lograba distinguirlos) estaba interesado en montar en una cadena de futuros aeropuertos; en realidad, serían meras pistas de aterrizaje en el páramo, que vincularían Edmonton, en Canadá, con Fairbanks en Alaska. Cuando empezaba a preguntarse qué estaría ocurriendo, apareció nuevamente Leonidas Shafter, convertido en mayor. Traía a Palmer una petición, o quizás una orden: todos los pilotos solitarios de la región debían reunirse con él.

- La participación de Estados unidos en la guerra es inevitable. Cómo vamos a entrar es algo que nadie sabe. Creo que Hitler cometerá alguna estupidez en Europa. El Lusitania otra vez. Pero algo pasará. O tal vez Rusia comience a caer. Cuando eso ocurra, el sitio donde ustedes se encuentran, Alaska, será de la mayor importancia. Lo que vamos a hacer, a manera de preparativo, es crear apresuradamente esa serie de aeropuertos, que llamaremos pistas de emergencia: desde Great Falls, en Montana, hasta Edmonton, en Canadá, y Fairbanks en Alaska. Luego utilizaremos las pequeñas pistas que ya existen en el río Yukón, desde Ladd Field a Nome. Para lograr esto necesitaremos la colaboración de todos ustedes, los pilotos que están familiarizados con el territorio.

En esa ocasión traía un mapa con el rótulo «secreto». Después de pedir que quienes no fueran pilotos abandonaran la habitación, lo clavó con chinchetas en la pared, detrás de él. Era casi idéntico a los que había mostrado en su visita anterior, pero tenía una cadena de diez o doce estrellas rojas, pegadas a aldeas poco conocidas o a cruces de ríos: en el norte de Montana, el oeste de Canadá y el este de Alaska.

- Si tratáramos de cubrir la última parte de esta ruta caminando, de Edmonton a Fairbanks, tardaríamos unos dos años, siempre que contáramos con un buen guía indio y un avión que nos arrojara las provisiones. En coche, tal vez quince años, si alguna vez los dos países se decidieran a construir una ruta por esos páramos… y pudieran hacerlo. Lo que vamos a construir nosotros son once pistas de aterrizaje de emergencia. Y como no hay carreteras a lo largo de casi todo este trayecto, ustedes tendrán que llevar el equipo en avión. Ahora mismo. Naturalmente, desde el extremo opuesto, en Edmonton, otro grupo de muchachos volará también con su parte de la carga. A partir de esta noche, todos ustedes están reclutados en uno de los proyectos más endiablados de Alaska: construir aeropuertos donde nunca los hubo. Necesitamos de ustedes y de sus aviones. Se establecerá una oficina en Anchorage y he pedido a dos oficiales que trabajen aquí, a partir de este momento. El capitán Marshal, de la Fuerza Aérea. El mayor Catlett, del Cuerpo de Ingenieros… Señores, pueden comenzar a inscribir a los pilotos.

Los dos oficiales quedaron encantados al enterarse de que LeRoy Flatch poseía (más o menos) dos aeroplanos: el Cub y el cuatro plazas Waco; pero quedaron desconcertados cuando él decidió alquilar el Waco y quedarse con el Cub:

- Lleva más carga. Puede hacer más cosas. Y si se estrella es más fácil salir caminando.

Descartó cualquier otra obligación, aunque ocasionalmente pedía en préstamo su cuatro plazas para llevar apresuradamente a los Venn hasta Denali, y se dedicó a hacer un viaje tras otro, todos tediosos, con enormes cargas para las incipientes pistas en el páramo. El sistema de aeropuertos en cadena, por primitivo y provisional que fuera, tenía el pomposo título de Northwest Staging Route. Como sus diversos componentes entraban en servicio en momentos muy distintos, y una base difícil se ponía en funcionamiento cinco meses antes que otra mucho más cómoda, los vuelos eran irregulares. Pero los aguerridos pilotos como Flatch se acostumbraron a descender en sitios como Wátson Lake, Chicken y Tok; de vez en cuando volaban a lugares que nunca habían oído nombrar, entre Fairbanks y Nome.

- Cuando esta condenada tarea esté terminada -dijo el teniente coronel Shafter a sus equipos de trabajo, en las diversas construcciones-, tendremos una ruta de primera desde Detroit hasta Moscú, porque puedo asegurar que los rusos están haciendo lo mismo al otro lado del mar de Bering.

LeRoy llevaba seis meses trabajando en la ruta del Noroeste cuando el coronel Shafter, que parecía capaz de trabajar veintidós horas diarias si las cosas marchaban bien, treinta y seis en momentos de crisis, y obtener un ascenso cada cinco meses, llegó a la pista de Palmer con una noticia asombrosa:

- Le he estado observando, Flatch. Es de los mejores. Quiero que recupere su Waco de cuatro plazas. Cámbielo a quien lo tenga por ese viejo Cub y se convertirá en mi piloto personal para cubrir toda la ruta, desde Great Falls a Nome.

- ¿Significa eso que debo enrolarme en la Fuerza Aérea?

- Todavía no. Más adelante, cuando esto esté en marcha, puede ser.

Pero ese trabajo requería que LeRoy aprendiera a pilotar de nuevo, pues debía volar por vastas zonas inexploradas, donde ya no servían las antiguas normas de los pilotos solitarios. En medio de un vuelo peligroso, Shafter observó:

- Hijo, este cacharro tiene ruedas, patines y flotadores, pero no nos servirán de nada si tenemos que aterrizar en la tundra.

Dos días después, hizo traer un par de ruedas para tundra. Eran enormes, anchas como globos a medio inflar, y permitían aterrizar en la tundra escarpada o algo pantanosa. Pero su tamaño alteraba las características de vuelo del avión; por eso LeRoy debía evitar cosas que los pilotos prudentes practicaban con toda tranquilidad.

Un aviador familiarizado con las ruedas para tundra le indicó:

- Como las cubiertas no se pueden retraer, nada de giros cerrados a poca velocidad, ni siquiera a velocidad moderada, si no quieres entrar en espiral. Tu altura máxima quedará reducida a unos seiscientos metros. Cuando aterrices, no te apresures: déjate deslizar. Y lo más importante: la resistencia que estos monstruos oponen al viento reduce mucho el rendimiento máximo de un tanque lleno.

LeRoy dijo:

- Cualquiera diría que estas ruedas convierten el Waco en un avión completamente distinto.

Y el piloto replicó:

- Has aprendido la lección. Ahora respétala.

Pero una vez que Flatch se hubo adaptado al avión provisto de esas monstruosas ruedas, obtuvo el último perfeccionamiento en su carrera de piloto: ahora podía aterrizar casi en cualquier parte.

Seguro de su capacidad, pero nunca demasiado, volaba sobre los terrenos más hostiles, aterrizando ocasionalmente en sitios que habrían provocado escalofríos a un piloto común. En el aire ejercía una severa autoridad y por mucho que le gritara algún general asustado, él decía serenamente: «Reclínese, señor. Voy a aterrizar en eso que tenemos ahí abajo; ajústese bien el cinturón». Cinco o seis veces aterrorizó a Shafter, pero en uno de esos viajes, al bajar del avión sano y salvo, el militar le dijo:

- Hiciste lo correcto, hijo. Vosotros, los pilotos de esta zona) parece que obráis según vuestras propias reglas de aerodinámica.

Mientras los trámites para la ruta aérea se acercaban a su fin, Flatch experimentó tres impresiones fuertes. La primera se produjo un domingo. Al llegar a la base de Chicken recibió la noticia de que Pearl Harbor había sido bombardeado, más o menos al mismo tiempo un largo avión de combate americano, un P-40, aterrizaba en esa pista en un vuelo con varias escalas, proveniente de un punto próximo a Pittsburgh. Acababa de estallar la guerra que el capitán Shafter había previsto con tanta claridad. Esa noche, ante un sorprendido juez que se detuvo en Chicken, LeRoy Flatch prestó juramento para ingresar en la Fuerza Aérea como subteniente; los requisitos habituales quedaron aplazados.

El segundo momento inolvidable llegó en enero siguiente, cuando recibió noticias de que su viejo Cub se había estrellado en Fort Nelson, Canadá. Voló hasta allí con el general Shafter para investigar y se enteró de que el joven Piloto, recién salido de un campo de adiestramiento en California, se había visto envuelto en una cortina blanca:

- No se veía nada, general. Cielo, nieve, suelo, todo era lo mismo. Encendiendo fogatas logramos que descendieran dos de los aviones. Este muchacho no sabía dónde estaba, pero dijo con toda calma… lo sé porque Yo estaba a cargo de la radio: «Esto parece una sopa… por todos lados», y dos minutos después se clavaba de morro en la nieve, como ya verá usted allí.

El avión estaba destrozado y Flatch seguro de que él habría podido salvarlo; eso hacía más penosa su pérdida.

- ¿Quieres una fotografía? -preguntó el general.

- No -respondió LeRoy.

- Anda, hijo. Esto fue parte de tu vida. Dentro de cincuenta años disfrutarás con el recuerdo de este día.

Condujo a LeRoy hasta el avión destrozado, en el que no se Podían distinguir marca ni número, y se fotografiaron juntos: el joven y recio general, el sereno piloto y el Cub de 1927 que ambos habían respetado.

La tercera experiencia fue extraordinaria. A fines de 1942, cuando la pista de Ladd Field, Fairbanks, comenzó a llenarse de jóvenes pilotos rusos que venían a retirar los aviones estadounidenses para llevarlos a Siberia, el general Shafter encomendó a Flatch una misión especial en Nome, donde gran parte del histórico campo aurífero había sido convertido en la última escala antes de Siberia. Allí LeRoy debía prestar toda la asistencia posible a los audaces pilotos rusos que llevarían los aviones hasta Moscú, por entonces sujeta a un terrible acoso. Una mañana, estando él de guardia, se le presentó un extraño piloto ruso que hablaba un inglés bastante bueno, si no perfecto:

- Soy el teniente Maxim Voronov. Mi antepasado Arkady Voronov entregó Alaska a los americanos, en mil ochocientos sesenta y siete. Si no vienen aviones, me gustaría ir a visitar Sitka. Usted puede llevarme, ¿sí?

La idea era tan sorprendente que Flatch trató de ponerse en contacto con Shafter. Como eso resultó imposible, dijo al ruso:

- El general Shafter me ordenó ayudarles en todo lo posible, dentro de lo razonable. Si usted hace una solicitud formal, iremos.

Voronov presentó su Solicitud, redactada por LeRoy; un recluta de la Base Nome telefoneó el mensaje a Fairbanks y, sin esperar respuesta, Flatch y Voronov se pusieron en camino hacia la gran base de Anchorage, donde obtuvieron un hidroavión para volar a Sitka, por entonces allí sólo se podía aterrizar en el estrecho.

Era un día luminoso, el sol destellaba en los glaciares y las múltiples islas brillaban en el Pacífico como gotas de cristal en satén azul. Al parecer, Voronov había estudiado con cierta atención la historia de la Alaska rusa, pues cuando el hidroavión estuvo bien alto, dijo al piloto desde el asiento derecho que ocupaba:

- Le agradecería mucho que me mostrara la isla Kayak.

Y cuando el avión voló sobre esa extraña isla alargada, en la que los rusos de Vitus Bering habían desembarcado por primera vez, LeRoy, sentado en el asiento trasero, vio que Voronov tenía los ojos llenos de lágrimas. Flatch, que nunca había oído hablar de la isla Kayak y sólo veía en ella un lugar desolado sin interés para nadie, preguntó qué significaba ese sitio. Pero Voronov, estudiando el terreno con extraño cuidado, le indicó que se lo explicaría después.

La visita a Sitka, donde LeRoy había estado sólo dos veces antes, para recoger a algunos militares invitados del general Shafter, les ofreció a ambos una experiencia inolvidable. Voronov trataba de distinguir los lugares donde había vivido su antepasado; reconoció la iglesia rusa, con su cúpula en forma de cebolla, y tuvo muchos deseos de ir a la colina donde se había alzado el castillo de Baranov. Pero durante esos años de guerra, como la invasión japonesa era siempre posible, el monte estaba restringido al escaso personal militar asignado a las baterías, allí y en los alrededores.

Pero Voronov dejó atónito a Flatch demostrando que conocía, con todo detalle, el desarrollo de diversas batallas que habían marcado la prolongada guerra entre rusos y tlingits, así como la probable localización de las empalizadas que en otros tiempos rodeaban la ciudad. Sabía qué sitio había ocupado la vieja aldea tlingit, ante las murallas, y cuál era el lago de donde uno de sus antepasados había cortado hielo para vender en San Francisco. Le interesó especialmente conocer el sitio donde se construían los barcos para comerciar con Hawaii y sorprendió tanto a Flatch como al piloto del hidroavión, preguntándoles si podían descender en las famosas fuentes termales, al sur de Sitka.

El permiso era difícil de conseguir pero un aleuta de nombre ruso fue designado para conducir a los tres viajeros hasta el lugar. Cuando el hidroavión aterrizó en la bahía, frente a la colina de cuya ladera brotaba la fuente, el piloto permaneció en el avión, mientras los otros ascendían la cuesta hasta las vertientes. En una desvencijada casa construida décadas antes, se desnudaron para sumergirse en las aguas calientes y sulfurosas.

Mientras disfrutaban, Flatch pensaba en lo extraño de todo aquello: una gran guerra había sido el instrumento que trajera a ese ruso de retorno a la tierra que sus antepasados habían servido con evidente eficiencia. Pero el más conmovido era el guía ruso-aleuta. No dominaba el ruso, por supuesto, pero contó a Voronov que sus propios antepasados habían servido a los rusos en la isla de Kodiak y, más adelante, al norte de San Francisco. Voronov escuchó con atención, haciendo muchas preguntas sobre el trato que los ocupantes estadounidenses habían dado a los aleutas al ocupar la zona. El guía dijo:

- Bastante bueno. Nos permitieron conservar nuestra iglesia. Hasta la revolución de 1917 era Moscú la que pagaba el sueldo de nuestro sacerdote.

Y Voronov asintió, echándose agua a la cara.

Cuando llegó el momento de abandonar Sitka, una mujer de la zona, que profesaba la fe ortodoxa, se acercó a Voronov con un curioso recordatorio de los tiempos rusos: era una invitación a un baile que se ofrecía anualmente en Sitka; estaba fechada en 1940 y extendida a nombre del príncipe y la princesa Maksutov, como si aún ocuparan el palacio:

- Cuando bailamos, señor, nos imaginamos que los nobles están sentados alrededor, como hacían en el castillo, en los viejos tiempos, contemplándonos con aprobación. -Y besó la mano a Voronov mientras añadía-: Tenemos un buen recuerdo de su gran antepasado, señor. Que disfrute usted de la victoria.

Cuando la mujer se fue, Flatch preguntó:

- ¿Qué gran antepasado?

- Un Voronov oficiaba en esa iglesia. Un hombre maravilloso, en contacto con Dios, según creo. Oficiaba aquí, en el límite de la nada, y llegó a ser tan santo que le llamaron desde Moscú para que dirigiera todas las iglesias de Rusia.

- ¿Era católico? -preguntó LeRoy.

- No romano, ortodoxo. Se casó con una aleuta, una gran mensajera de Dios. Así que yo tengo una parte de sangre aleuta. Por eso el hombre de los baños… Y sorprendió a Flatch con una pregunta: Cuando volvamos a Nome, ¿podríamos descender en la Fábrica de Conservas Tótem, sobre el estuario del Taku?

- Usted conoce estas aguas mejor que yo -comentó LeRoy.

Y Voronov replicó:

- Un hijo del gran líder religioso, creo que fue, descubrió el sitio donde está la fábrica. Nuestra familia tiene todos los registros.

Se desviaron un poco hacia el estuario. Cerca del extremo cerrado, donde asomaban los grandes glaciares, Flatch vio los edificios de la planta, que hasta entonces no conocía.

- ¡Son inmensos! -gritó hacia el asiento delantero.

- ¿Aterrizo? -preguntó el piloto.

- No hace falta -dijo Voronov-. Pero me gustaría volar aguas arriba por ese pequeño río. Uno de mi familia, Arkady, escribió un poema sobre él. Pléyades se llama el lago del nacimiento.

El hidroavión serpenteó tierra adentro, hasta el lago de las Pléyades, donde los tres hombres vieron las siete encantadoras montañas y las aguas frescas en donde se criaba el salmón; desde allí volaron a lo largo de la cadena de glaciares hasta Anchorage, donde esperaba el avión de Flatch para continuar hasta Nome. Allí los pilotos estadounidenses estaban entregando aviones especialmente equipados para el frente moscovita. El teniente Maxim Voronov, de veintidós años, abordó uno de ellos y, tras escuchar quince minutos de instrucciones, despegó hacia Siberia. No ofreció ninguna despedida emotiva a LeRoy Flatch. Se limitó a decirle:

- Gracias

Y partió hacia la guerra.

En los días siguientes, pasaron por Nome unos cuarenta de esos aviones especiales. A cada uno de los rusos que se hacían cargo de ellos, los estadounidenses le decían: «¡Dale fuerte a ese Hitler!», «aguanta hasta que lleguemos nosotros», o algo parecido.

A la mañana siguiente, mientras se afeitaba, LeRoy pensó en la desconcertante experiencia que había tenido con el teniente Voronov y llegó a la conclusión de que era mejor informar de ella al general Shafter:

- Dijo que se llamaba teniente Maxim Voronov. Sería mejor que registráramos su nombre, pues no dudo que volveremos a verle.

Pero no reapareció. LeRoy supuso que había muerto en las batallas aéreas sobre Moscú.

La segunda guerra mundial alteró completamente la vida de todos los miembros masculinos de la familia Flatch. Cada uno hizo una notable contribución a la defensa de Alaska y, por lo tanto, de Estados Unidos: LeRoy, en la construcción de la ruta aérea que ayudó a la salvación de Moscú; su cuñado Nate Coop, como soldado de infantería en una de las batallas más confusas y exigentes de la guerra; Elmer, el padre, en una actividad que nunca habría imaginado. La participación de los dos jóvenes era una prolongación de lo que hacían en la vida civil: pilotar aviones y trabajar al aire libre. Pero Elmer se vio arrastrado a una vida para la que prácticamente no tenía preparación alguna. Sabía conducir un automóvil y eso era todo.

Fue reclutado para el servicio civil por Missy Peckham, que se presentó una mañana en su cabaña, como representante del gobierno territorial, trayendo una noticia sorprendente:

- Estados Unidos despierta por fin, Elmer. Los cabezas huecas de Washington han comprendido que Alaska tiene una importancia vital. Los japoneses podrían aterrizar aquí en cualquier momento e interrumpir nuestros contactos con Rusia.

- LeRoy está muy ocupado construyendo pistas de emergencia para ellos.

- Tú vas a construir algo mucho más grande que un puñado de pequeñas pistas.

- ¿Y qué será eso?

Ella evitó esa pregunta directa.

- Los de Alaska siempre soñamos con algo más. Cuando yo era joven queríamos una vía férrea entre Anchorage y Fairbanks. Pura tierra desierta. Pero en 1923 el presidente Harding en persona vino a clavar la primera traviesa. Murió inmediatamente después, por supuesto. Algunos dijeron que era por unas almejas envenenadas que había comido aquí; otros aseguraron que lo había matado su amiga en California.

- Y ahora ¿qué quieren construir?

- Una autopista. Cruzando el peor territorio del mundo, para conectarnos con Los cuarenta y ocho de abajo.

- Y siempre hemos pensado que era imposible. ¿Quieres una cerveza?

Sentados ambos en la cocina de Flatch, mientras Hilda los observaba desde su rincón, Missy desenrolló el mapa que le habían dado en el cuartel de Anchorage:

- Vamos a construir una carretera militar de primera, paralela a las pistas aéreas que está construyendo tu hijo.

Y reveló la fina línea roja que conectaría Edmonton, en Canadá, con todas las pistas que estaban surgiendo en la parte más desolada del noroeste, hasta Fairbanks. Si la tarea de hacer esas pequeñas pistas en semejante páramo había abrumado al general Shafter y a sus aviadores, la construcción de una carretera presentaría dificultades inimaginables.

- No se puede -dijo Elmer, secamente.

Y Missy replicó:

- En tiempos de guerra, se puede.

Le mostró en su mapa los resultados que habían tenido los debates de los Aliados sobre la carretera que vincularía para siempre Estados Unidos con Canadá, si se la podía construir.

- Los canadienses querían que fuera más o menos una ruta costera, para beneficio de sus zonas pobladas del oeste; al menos, eso dijeron en el informe. Los locos que aman el Ártico deseaban que siguiera esa ruta infernal que siguió mi Matt en 1897, a lo largo del Mackenzie aguas arriba casi hasta el Círculo Polar Ártico y a través de las montañas, hasta Fairbanks. Los Estados Unidos decidieron. «Iremos por el medio: por la Ruta de la Pradera, donde ya están las pistas aéreas». Y ésa es la ruta que vas a construir, Elmer.

- ¿Yo?

- Tú y tu camión. Preséntate cuanto antes en Big Delta, con un equipo completo de herramientas, para iniciar la construcción desde este extremo.

- ¡Pero si yo no sé nada de construir carreteras!

- Ya aprenderás.

Y Missy se fue para reclutar a los hombres mayores de las familias Vickaryous, Vasanoja y Krull.

En total, unos cuatrocientos civiles de Alaska fueron reclutados, más o menos por la fuerza, para constituir la fuerza laboral que construiría más de mil seiscientos kilómetros de carretera en Canadá y más de trescientos veinte en Alaska. Se les ordenó completar esa ciclópea tarea en menos de ocho meses.

- Se supone que a principios de octubre pasarán por esta ruta camiones militares cargados de equipo de combate -rugía el coronel a cargo del segmento donde trabajaba Elmer, cada vez que algo salía mal. Para hacerlo posible, los Estados Unidos proporcionarían casi doce mil hombres uniformados; Canadá, el contingente más grande que permitiera su población.

Se la denominó oficialmente Alcan Highway: la autopista que los del norte habían soñado siempre y que, en circunstancias normales, no habría sido construida sino a principios del siglo XXI, pues el coste era enorme y los obstáculos, terribles. En tiempos de guerra, por increíble que parezca, se construiría en ocho meses y doce días.

Cuando Elmer Flatch se presentó en los cuarteles militares de Fairbanks, se le indicó que dejara su camión en el depósito central, donde se le haría entrega de un enorme tractor Caterpillar, capaz de derribar árboles o sacar de una zanja un camión de diez ruedas completamente cargado.

- Pero yo nunca he conducido algo así -protestó él.

Y el teniente a cargo del depósito gruñó:

- Pues empiece a hacerlo.

Tres de los regimientos asignados a los sectores de Alaska estaban compuestos totalmente por negros, descontando los oficiales, que eran blancos.

Un negro corpulento, de hombros caídos, que había conducido excavadoras en Georgia, era el encargado de enseñar a los civiles las comple jidades de esos colosos que abrirían una ruta en territorios hasta entonces intransitables. Este enorme militar, el sargento Hanks, les dio instrucciones concisas y sensatas, con un pronunciado acento de Georgia que a los de Alaska les resultaba difícil de comprender.

- Cambiar la marcha e cosa e niños. Salir vivo, eso e otra cosa. Má de uno fracasa, se lo entierra.

Hanks dijo, con interminables repeticiones e ilustraciones, que el conductor no debía decidir con el cerebro, sino sentir en el trasero cuándo una cuesta era demasiado empinada para su tractor.

- No digo las cuestas pa arriba o pa abajo; eso e cosa e niños.

Las cuestas peligrosas de que hablaba, las que mataban por veintenas a los descuidados, eran las que inclinaban al tractor de costado, sobre todo hacia la izquierda:

- si el Caterpillar se cae a la derecha, uno pue salvarse. Si cae a la izquierda, te aplasta.

Repetía que el conductor tenía que sentir en el trasero, no en el cerebro ni con la ayuda de la vista, si la cuesta, a derecha o izquierda, se estaba tornando demasiado empinada.

- Y cuando sientan el mensaje, atrás, sin pensárselo. Na de girar. Atrás, como se sale de un cuarto oscuro cuando se ve un fantasma.

Bajo las repetitiv'as indicaciones de Hanks, Elmer Flatch y otros hombres corrientes como él comenzaron a dominar las complejidades de los grandes tractores. Después de un período de adiestramiento que parecía peligrosamente breve, se los envió a ejecutar el trabajo. A principios de mayo, Flatch se encontró dieciséis kilómetros al este de Tok, la pequeña población donde la carretera de Eagle desciende desde Chicken. Llevaba pocas horas trabajando cuando un mayor del Cuerpo de Ingenieros le gritó:

- A ver, usted, el de la gorra de mapache. Traiga su tractor aquí abajo y ayude a enderezar ese otro.

Al obedecer, Elmer se encontró con dos máquinas más grandes que la suya, hundidas en el lodo, que trataban de poner en posición correcta a una excavadora más pequeña, caída en una cuesta poco pronunciada.

Su tractor fue atado con cables al coloso caído y las tres máquinas tiraron a la vez; la bestia caída al pie de la cuesta se fue enderezando poco a poco. Entonces el mayor gritó:

- ¡Alto! Ustedes, a ver, ¡retiren el cuerpo.

Y Elmer mantuvo los cables tensos, mientras los enfermeros retiraban el cadáver destrozado del descuidado conductor, desprendiéndolo del asiento donde había sido aplastado. Mientras presenciaba ese horrible procedimiento, dijo en voz alta:

- El trasero no le envió el mensaje. -Una pausa-. Mejor dicho: el mensaje llegó, pero él no le prestó atención.

El miembro más útil del equipo que trabajaba en Tok no era el prudente sargento Hanks ni el exigente mayor Carnon, sino un atapasco bajo y tenaz, llamado Charley. Tenía apellido, por supuesto, pero nadie lo conocía; probablemente de origen inglés, como Dawkins o Hammond, heredado de algún minero que, en los primeros tiempos, se había casado con su bisabuela en los alrededores de Fuerte Yukón. El trabajo de Charley consistía en engrasar los tractores y las excavadoras; también ayudaba a instalar orugas nuevas cuando las viejas se atascaban, rompían o desgastaban demasiado. Pero su utilidad principal consistía en su buena disposición para advertir a mayores, coroneles y generales provenientes de Los cuarenta y ocho de abajo cuando estaban a punto de hacer algo que no daría resultado en Alaska, aunque en Oklahoma o Tennessee funcionara bien. Por eso, cuando vio que el voluntarioso mayor Carnon se disponía a construir la carretera tal como había hecho tantas veces en Arkansas, se sintió obligado a avisarle de que estaba cometiendo un gran error:

- Mayor, allá abajo tal vez bueno sacar la capa superficial, hacer base sólida- Aquí hacemos de otro modo, señor.

- ¡Adelante con esas excavadoras! -aulló Carnon.

Y Charley repitió en voz baja, aunque con cierta energía:

- Mayor, aquí hacemos de otro modo, señor.

- ¡Sigan!

Por lo tanto, Charley decidió esperar otra ocasión y, volviendo a su lugar de trabajo, continuó cambiando una oruga a una excavadora que se había roto tratando de derribar un grupo de árboles demasiado grandes para ella. Con cierto disgusto, el experimentado indio vio que el mayor Carnon retiraba la capa superior de tierra hasta llegar a una base firme. COMO la profanación continuaba, buscó a Elmer Flatch, cuyo tractor atendía con frecuencia.

- Flatch, tiene que decirle al mayor. Aquí hacemos de otro modo.

Otro de los conductores, proveniente de Utah, oyó la advertencia e intervino:

- Siempre se retira la capa superior, que es blanda, para llegar a una base firme. Entonces se construye. De lo contrario no queda nada.

- Aquí hacemos de otro modo -insistió Charley. Pero como nadie le prestaba atención, reanudó su trabajo, seguro de que el cálido sol de mayo haría lo suyo sobre el lecho del mayor Carnon; entonces el blanco sabelotodo le haría caso.

La advertencia de Charley se cumplió el 23 de mayo. Esa mañana, al presentarse a trabajar, Elmer se encontró con un espectáculo asombroso: su monstruoso tractor se había hundido un metro ochenta en la tierra, dejando a la vista sólo la parte superior de la cabina. Bueno, la tierra no era tan firme, en realidad; sí lo era tres días antes, pero al retirarse la capa superior que cubría el permafrost, el sol había fundido la escarcha con una celeridad alarmante, convirtiendo en pantano ese suelo casi rígido, ideal para lecho de una carretera. Además del tractor de Flatch, prácticamente desaparecido, otros tres habían comenzado a hundirse en el foso proporcionado por el permafrost al fundirse.

Siguieron tres días francamente infernales, pues al intensificarse el calor solar, con la llegada del verano, el permafrost continuaba fundiéndose en planos inferiores, arrastrando las grandes máquinas cada vez más abajo. Desde luego, allí donde la capa superior permanecía en su sitio, protegiendo del sol la tierra congelada, toda la estructura del suelo conservaba su naturaleza sólida. Gracias a esto, pues un contingente de excavadoras más pequeñas pudo avanzar sobre la superficie aún firme para tirar de las que se hundían. Pero el lodo, que parecía no tener fondo y estar decidido a retener cuanto cayera en sus fauces, dificultaba mucho la recuperación.

Entre maldiciones, juramentos y gruñidos, los hombres del regimiento negro luchaban por rescatar sus preciosas excavadoras. A veces sólo conseguían entregar una o dos más a la tenacidad del cieno. El mayor Carnon pasó tres días frenéticos intentando diversas triquiñuelas para sacar sus grandes máquinas de la viscosa prisión, pero debía observar, desesperado, que cada vez se hundían más en sus tumbas glutinosas.

Al terminar la tercera tarde, sintiéndose impotente para detener la devastación, indicó a Charley que se sentara a su lado.

- No te presté atención, Charley. Tú me lo advertiste. ¿Qué es esto?

Y el indio le habló de los problemas que presentaba el permafrost a los constructores de Alaska:

- No en todas partes. Sólo en el norte. Ciento cincuenta kilómetros más allá nada. -Señalaba hacia el sur.

- ¿y por qué no construimos allí?

- Muy cerca del océano. Vienen barcos japoneses, bombardean carretera, se acabó. -Evitando jactarse ante la incomodidad del mayor, añadió-: Este lugar muchísimo mejor. Usando bien el permafrost, tenemos carretera buenísima.

- ¿Cómo se hace?

Sin prestar atención a la pregunta, Charley narró sus experiencias como auxiliar de construcción en Fairbanks:

- Ciudad rara. Hay permafrost justo en el medio, creo. Casas de aquí, mucho permafrost. Misma calle, por aquí, nada. Muy importante saber si uno tiene permafrost bajo la losa de hormigón. Calor de cuerpos humanos… no hace falta horno, nada: sólo gente. Se junta en la losa, se filtra en permafrost, empieza a fundir, aquí, allá, la casa se inclina. A veces, mucho inclina. A veces mejor dejar la casa.

- ¿Y cómo se evita eso?

- Como con esta carretera. Se deja capa superior. No se toca nada. Al costado, lejos, saca más tierra, amontona en carretera, alto, alto. Apisona. ¿Conoce eso que llaman «pata de carnero»?

- Sí. Un rodillo con montones de bultitos de hierro; apisona la tierra como si las ovejas hubieran caminado por allí.

- Apisona la tierra puesta, fuerte, fuerte. Así buen lecho para carretera.

En cuanto Carnon oyó la solución percibió la dificultad:

- ¿Cuánto hay que alejarse de la carretera para sacar tierra? Porque si lo haces demasiado cerca se fundirá todo el sector.

- ¡Ajá, mayor! Usted inteligente. Cava demasiado cerca, todo funde. Yo gusta ir cien metros. -Lo estudió por un rato. Luego preguntó-: ¿Tiene mucho alambre?

- Nunca el suficiente, pero sí, tenemos.

- Mañana por la mañana, saca tractores buenos de la carretera. Donde suelo sólido, puede ser. Ellas sacan las atascadas.

Por la mañana, tres excavadoras en buenas condiciones fueron colocadas a unos cincuenta metros de la fangosa carretera donde yacían los tractores sumergidos y se ataron largos cables de acero a uno de los colosos desaparecidos. Por casualidad era la de Flatch, que ayudó a supervisar la operación, hundido casi hasta la cintura en el barro, para asegurarse de que los cables estuvieran bien sujetos; se retiró cuando las tres excavadoras comenzaron a aplicar su potencia. Lentamente, con grandes chasquidos, la máquina de Elmer inició su mágica escalada para salir de su prisión.

La estructura superior apareció entre gritos de victoria. El mayor Cardon corría de un lado a otro, indicando a esta o aquella excavadora que tirara más. Al cabo de una hora de lucha mortal, la enorme máquina de Flatch volvió penosamente a la vida. Apenas se la podía reconocer como excavadora, Pues estaba completamente cubierta de lodo, pero allí estaba; cuando la lavaran, sus partes principales aún funcionarían.

Esa noche, con todas las máquinas de nuevo en operación, el mayor Carnon hizo que su asistente redactara un informe para las autoridades de Anchorage, solicitando cartas de recomendación para los civiles ElMer Flatch y Charley. Al llegar allí despachó a un mensajero para Que averiguara el apellido del indio.

Los que trabajaban en la Alcan jamás olvidarían ese verano. Un negro diplomado en ciencias en la Universidad de Fisk, que prestaba servicio como Soldado raso en el Regimiento 97, escribió a su novia:

El barco nos dejó en Skagway, tras uno de los viajes más impresionantes que puedas imaginar. Grandes montañas que surgen del mar, glaciares que nos arrojan témpanos, bellas islas a derecha e izquierda. Pero lo mejor de todo fue subir a un desvencijado tren en la estación de Skagway para cruzar las montañas más grandes que jamás hayas visto, y llegar a un sitio de Canadá llamado Whitehorse. Cuando llegue la paz, tú y yo pasaremos la luna de miel en ese ferrocarril. Ahorra dinero, que yo haré lo mismo, porque no hay nada como esto en el mundo entero.

Ése fue el fin de los buenos tiempos. Desde Whitehorse avanzamos hacia el oeste, a una parte de la carretera que no puedes imaginar. Mosquitos grandes como tazas, pantanos sin fondo, bosques enteros que teníamos que derribar con excavadoras. Y después, trabajar a sierra sobre los tocones y acostarse en tiendas, sin una comida caliente en días y días. ¿Puedes creer que en semejantes circunstancias construimos seis kilómetros de carretera con buen tiempo? Y hasta tres, aunque estemos metidos hasta los sobacos en lluvia.

Te echo de menos. Me muero por estar contigo, pero aquí casi nadie se queja. Tenemos que construir esta carretera. Algún día puede salvar el país.

Elmer Flatch era uno de los muchos que no se quejaban por las terribles condiciones en que debían construir la autopista Alcan, pues él sabía mejor que nadie la importancia que tenía.

Al promediar el verano, había siete grupos de trabajadores diseminados a lo largo de la autopista en ciernes, en puntos ampliamente separados; cada uno de ellos tenía la mitad de sus hombres trabajando hacia el este y la otra mitad, hacia el oeste. Desde el aire, los pilotos que habían sucedido a LeRoy Flatch veían la Alcan como una interminable serie de orugas medidoras, cada una de las cuales avanzaba en calculados brincos al encuentro de su vecino. En realidad, ese verano se estaban construyendo catorce carreteras por separado.

Para Elmer Flatch, que tenía ya cuarenta y cinco años y empezaba a sentir el paso del tiempo, julio y agosto de 1942 fueron lo más parecido al infierno que experimentaría en esta tierra, pues pasaba quince o dieciséis horas diarias dedicado a una rutina agotadora:'cruzar en línea recta un bosquecillo, aplastando árboles lo bastante grandes como para servir de mástiles; atar los tocones con cables y tirar de ellos hasta arrancarlos; traer tierra superficial de las zonas circundantes) nivelarlo todo, ir y venir en ese polvo interminable para apisonar la superficie, luchar contra los mosquitos todo el día y sobre todo por la noche, comer porquerías y, con la ayuda de los capaces soldados negros y los eficientes oficiales blancos, dejar terminados seis kilómetros antes de acostarse; a veces, pese a la extenuación, no podía dormir.

Una noche, mientras trabajaban cerca de la frontera con Canadá, el infatigable mayor Carnon demostró que tamién él era vulnerable. Se había sentado con Elmer y Charley, observando a una excavadora hundida, por culpa de un conductor descuidado, en una goma oscura de la que quizá no regresaría más. De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas y se le quebró la voz. Al cabo de un rato dijo:

- Dentro de cuarenta años, si ganamos esta guerra, esta carretera será alquitranada y la gente pasará por aquí con sus Cadillacs. Hace tres semanas que estamos embarrados en este maldito lago y apenas hemos logrado algo. Ellos pasarán en tres minutos sin verla siquiera. Pero había que hacerla.

A la mañana siguiente perdió la compostura y gritó a otro conductor inepto, que no prestaba ninguna colaboración razonable a las operaciones de rescate:

- Bájate de esa excavadora. Que la conduzca un hombre de verdad. -Y señaló a Elmer Flatch-. Muéstrale cómo se hace.

Elmer sólo sabía conducir su propia máquina, que tenía una estabilidad innata, creada por su propia masa; no se sintió cómodo a bordo de aquélla, más pequeña; aunque tuviera mayor maniobrabilidad, también era menos segura. Aun así, probó los mandos y retrocedió gradualmente hasta sentir que los dos cables se tensaban. Esperando la señal que pondría en movimiento a las otras dos máquinas de rescate, se acomodó en el asiento poco familiar.

- Bueno, trasero -dijo-, envíame los mensajes.

Los mensajes llegaron, advirtiéndole que estaba poniendo la pequeña excavadora en una posición peligrosa, en lo que se refería a la tensión de los cables y a la torsión de las orugas, pero llegaron en una versión que Elmer no comprendió de inmediato. Pasando por alto las señales, aplicó más presión para no retrasarse con respecto a las otras dos. Cuando el tractor hundido se desprendió, saliendo de su caverna casi como un resorte, los otros dos conductores, familiarizados con sus máquinas, aflojaron inmediatamente la tensión. Elmer no lo hizo. Su excavadora saltó hacia atrás y, reaccionando de modo desigual debido a la torsión, cayó de costado, con Elmer debajo, aplastándole las piernas.

El mayor Carnon se aterrorizó al verle caer bajo la excavadora, temiendo que hubiera muerto. Fue el primero que llegó al sitio donde Elmer yacía atrapado; el dolor le corría por el cuerpo en grandes oleadas.

- ¡Sáquenlo de ahí' -aulló Carnon.

Pero, obviamente, era imposible hacerlo con la excavadora encima de él.

- Por aquí -gritó Charley.

Cuando las otras dos excavadoras estuvieron en posición, él y el mayor Carnon sujetaron los cables. Pero fue Charley quien dio las órdenes efectivas a los dos conductores:

- Cuando retrocedan, no paren por nada. Hay que seguir tirando. si la máquina vuelve a caer, lo perdemos.

- -¡Alto, todo el mundo! -gritó el mayor Carnon-. ¿Comprenden ustedes lo que Charley acaba de decir?

- Comprendemos -dijo uno de los conductores.

Por un momento, bajo el sol intenso, los cinco actores de ese peligroso drama quedaron petrificados: Flatch, aplastado en el lodo; el mayor Carnon, tratando desesperadamente de salvarle la vida; el indio Charley, probando los cables de acero; los dos conductores de las excavadoras, preparándose para retroceder con lentitud y sin detenerse.

- Voy a contar hasta tres y gritaré «¡ya!». Por lo que más quieran, tiren al mismo tiempo. Si esto se tuerce de costado, le hará picadillo.

Se arrodilló junto a la cabeza de Flatch, para protegerle de cualquier cosa que pudiera deslizarse o rebotar contra la máquina caída y preguntó:

- ¿Estás listo, Flatch?

Cuando Elmer asintió, el mayor alzó la voz para la cuenta preliminar. Por fin gritó:

- ¡Ya!

Los dos conductores, obedeciendo las señales que Charley les hacía con las manos, retiraron la excavadora caída, sin pausas ni movimientos rotatorios. Flatch se salvó, pero para él la guerra había terminado. El médico que le examinó las piernas, parcialmente aplastadas, dijo casi con alegría:

- Te salvó el barro. Si el suelo hubiera estado duro tendrías las piernas pulverizadas. -Después de palpar los tejidos añadió-: Has tenido una gran suerte, soldado. No hará falta amputar.

- No soy soldado -replicó Flatch, decidido a no desmayarse.

Su colaboración había sido decisiva en la construcción de noventa y siete de los dos mil doscientos cincuenta y dos kilómetros que cubría la Alcan. En el trabajo murieron veintidós hombres como él; siete aviones se estrellaron tratando de entregar pesadas cargas a los diversos campamentos; muchos soldados negros y canadienses blancos sufrieron heridas graves.

Pero el 20 de octubre de 1942, en un arroyo canadiense tan pequeño que figuraba en muy pocos mapas (el Beaver, en el Territorio del Yukón), el mayor Carnon se adelantó con sus soldados negros desde Alaska, para saludar a los obreros canadienses que avanzaban desde el norte. La gran carretera, una de las maravillas de la ingeniería moderna, estaba terminada; ya podían circular por ella los camiones que transportarían hombres y armamentos a los sectores occidentales de Alaska, para la protección del continente.

Elmer Flatch no pudo presenciar ese triunfo de la voluntad humana, pues estaba hospitalizado. Pero allí se hallaba el indio Charley, a pocos pasos detrás del mayor Carnon, mientras éste saludaba a los canadienses. Cuando terminó la breve ceremonia, Charley susurró al mayor a quien había servido tan fielmente:

- Aquí hacemos de otro modo. Pero lo hacemos.

En la mañana del 3 de junio de 1942, cuando Elmér y los soldados negros apenas comenzaban a construir la salvadora Alcan, la gente de Estados Unidos, sobre todo los habitantes de Alaska, quedaron atónitos ante la noticia de que un audaz grupo de japoneses, con dos portaaviones, habían aprovechado como cortina las nubes de tormenta que se arracimaban permanentemente en cierta zona de las Aleutianas para aproximarse a Unalaska, una de las primeras islas grandes frente a la península. Así lanzaron sus bombarderos tal como sus predecesores habían hecho seis meses antes en Pearl Harbor, bombardeando descaradamente Dutch Harbor.

En esa ocasión el daño no fue grande, pues unos meses antes la Fuerza Aérea había construido algunos aeropuertos que no habían sido detectados en esa zona, de manera que, cuando los aviones japoneses atacaron desde el portaaviones, los aparatos estadounidenses despegaron desde las pistas desconocidas para rechazarlos. El enemigo no pudo llevar a cabo el aterrizaje planeado, pues los japoneses, al saber que un gran número de aviones con base terrestre se Preparaban para atacar, se retiraron prudentemente, buscando la protección de las nubes.

Pero ese intento de invasión bastó para provocar un escalofrío en el comando de Alaska, pues los generales sabían que, si la fuerza enemiga hubiera sido mayor, bien habría podido establecer un asidero próximo a Anchorage desde donde someter todo el territorio, aplicando así grandes presiones sobre ciudades como Seattle, Portland y Vancouver. Tal como había predicho el entonces capitán Shafter, en sus reuniones de 1940, la invasión asiática estaba en marcha. La respuesta fue rápida, pero durante los tres primeros meses, poco efectiva. Las ciudades marítimas, como Sitka, construyeron en la costa instalaciones para rechazar a las fuerzas de desembarco japonesas.

Los pequeños aeropuertos de la Ruta del Noroeste fueron reforzados; las grandes bases aéreas de Fairbanks, Anchorage y Nome eran patrulladas veinticuatro horas al día por perros, jeeps y aviones de combate. Los fronterizos de Alaska se enrolaron en un grupo llamado «Alaska Scouts», rama oficial de las fuerzas armadas estadounidenses; algunos de los más audaces, jóvenes o de edad madura, fueron enviados a explorar en misiones que encerraban sumo peligro.

El 10 de junio de 1942, una semana después del bombardeo de Dutch Harbor, uno de esos exploradores transmitió desde un pequeño avión una horrible noticia a los cuarteles de Anchorage:

- La gran fuerza japonesa que bombardeó Dutch Harbor ha navegado hacia el oeste, escondida en la niebla, y tomado la isla de Attu… Y, al parecer, también la de Kiska.

Las fuerzas enemigas acababan de ocupar una buena porción de territorio estadounidense, estratégicamente situado. Era la primera vez que ocurría semejante cosa desde la guerra de 1812; toda América se estremeció.

Fue en esa semana cuando el joven Nate Coope, el yerno mestizo que los Flatch creían iletrado, abandonó Matanuska para alistarse como voluntario en los Alaska Scouts. Los oficiales del ejército que servían de vínculo con los exploradores decidieron, sin pérdida de tiempo, que Nate no podría serles de mucha utilidad por su escasa instrucción. Pero al ver que se conducía con notable capacidad, dedujeron: «Es duro. Parece tener agallas. Y conoce el territorio. Podría ser un buen explorador».

Cuatro noches después, un oficial de rostro solemne, leñador de Idaho, se reunió con los tres voluntarios más prometedores y les dio instrucciones:

- Necesitamos saber qué pasa en las islas comprendidas entre este punto y Attu o Kiska. No puedo revelar nuestros planes. A ustedes tampoco les conviene saberlos… por si son capturados. Pero tienen derecho a saber que no vamos a permitir a los japoneses retener esas dos islas. Si los Cogen, pueden decirlo.

A esas alturas, los tres jóvenes ya suponían lo que significaba la misión:

- Teschinoff: usted conoce bien las Aleutianas. Lo vamos a dejar en la isla Anilia. En un bote pequeño, lanzado desde un destructor, en medio de la noche. Con comida, radio y clave. Díganos qué está pasando allí.

Teschinoff saludó. Era un aleuta casi puro, si se exceptuaba su ascendencia rusa por parte de su tatarabuelo. El oficial añadió:

- Estamos seguros de que esa isla fue abandonada, pero necesitamos confirmarlo.

Kretzbikoff, otro aleuta, fue despachado a Atka, una isla importante.

Luego le llegó el turno a Nate:

- Queremos saber qué pasa en Lapak. Dos de nuestros aviones informaron haber visto gente allí. Si son japoneses podrían causarnos muchos problemas.

El hombre estudió a los tres exploradores, y pensó: «Por Dios, qué jóvenes parecen». Por fin preguntó:

- ¿Comprenden ustedes la misión? -Los tres asintieron y él añadió otra orden-: Deben ustedes aprender a manejar bien las radios. Si no nos transmiten informes codificados no nos serán de utilidad.

Pero cuando se disponían a abandonar su oficina, una desvencijada construcción antes utilizada para salar pescado, sintió por esos jóvenes un afecto profundo y paternal.

- El ejército nunca abandona a un explorador -les prometió-, Jamás.

Nate pasó una semana más en Dutch Harbor, aprendiendo a manejar la radio y estudiando dos viejos mapas de la isla Lapak, que ni siquiera concordaban. A principios de agosto reunió su equipo y bajó a la costa, donde un bote le esperaba para llevarle hasta el destructor. Saludó a los oficiales que habían ido a despedirle y que, ocho días después, le irían a recoger, siempre y cuando los japoneses no le encontraran primero. Cuando subió a la embarcación, el oficial de Idaho dijo:

- La isla tiene unos doscientos diez kilómetros cuadrados. Hay lugar de sobra para esconderse, si es que hay japoneses allí.

Era la primera vez que Nate se embarcaba; el mal clima de las Aleutianas distaba mucho de lo que él hubiera escogido para esa iniciación. Una hora después de la partida estaba ya muy mareado, pero lo mismo les ocurría a muchos tripulantes. Mientras el destructor navegaba esforzadamente hacia el oeste, entre la densa bruma y una mar muy picada, un marinero que se mantenía fresco le dio unos cuantos consejos:

- Cuando puedas, desperézate. Come mucho pan, lentamente. NO te acerques al cacao ni a cosas parecidas. Y si te sirven algo así como peras o melocotones enlatados, come mucho.

Cuando Nate, entre vómitos, preguntó cómo podía mantenerse a flote entre esas olas un barco tan pequeño, el marinero explicó:

- Esta bañera puede mantenerse erguida de cualquier modo. Por mucho que escore, siempre vuelve a ponerse vertical. Es por el modo en que fue construida.

- ¿De dónde vienen estas olas? -preguntó Nate.

Había tocado un tema que al marinero le gustaba analizar:

- Por allí, a estribor, el mar de Bering, agitado por los vientos árticos. Allá abajo, a babor, el gran océano Pacífico, con sus aguas interminables. Arriba, un torrente constante de estupendas nubes que llegan desde Asia. Mezcla todo eso y tendrás una de las calderas climáticas más escalofriantes del mundo.

En ese momento, Nate tuvo que correr otra vez a la barandilla. Al ver el mar violento que castigaba al destructor, reconoció que era buena fuente para un clima espantoso. Pero cuando volvió a recostarse contra la pared del camarote del capitán, el marinero le dio una buena noticia.

- Mira, soldado, alégrate de no ser aviador. ¿Te imaginas, volar en eso?

Y señaló hacia arriba. Una hora después, cuando Nate oyó que un avión pasaba a través de esa increíble tormenta, el marinero insistió:

- Recemos por los pobres tipos que se hallan en problemas.

- ¿A qué te refieres? -preguntó Nate.

- No sé quién lo estará pasando peor: si los muchachos del avión o los que están en el mar.

- No comprendo -insistió Nate.

El marinero señaló entonces hacia el ruido.

- Es un avión grande. Si sale con semejante tormenta es porque alguien se ha perdido en el mar. En estas aguas, si no los rescatas en quince minutos, dalos por muertos. -Y escuchó con la cabeza inclinada el zumbido del gran avión.

El destructor, siguiendo un curso serpenteante para confundir a cualquier submarino japonés que lo estuviera siguiendo, aguardó la luz de la mañana. Así podría localizar al volcán Qugang, que custodiaba Lapak por el norte. Cuando ese bello cono apareció con toda claridad, el navegante aseguró al capitán:

- Rumbo doscientos diez grados en línea recta hacia el promontorio central. La vigilancia aérea asegura que no hay cañones japoneses en esa región.

Así, el destructor ingresó en el hermoso puerto de Lapak, rodeado de tierra, con las armas listas para disparar contra cualquier avión japonés que se entrometiera. Como todo parecía despejado, dejaron caer un bote de goma con remos atados y sujeto por una cuerda que se extendía desde la proa. Nate, tímidamente, descendió a él, acomodó los remos y partió hacia la costa.

Mientras el destructor se alejaba, desapareciendo tras el promontorio del este, para un apresurado regreso a Dutch Harbor, Nate remó hacia el promontorio central. Al aproximarse, buscando la profunda cala que supuestamente existía en la cara occidental, se sobresaltó al ver a un hombre de edad madura que se adelantaba a grandes pasos, sin miedo, acompañado Por un muchachito o una niña vestida de varón. Por un momento horrible Nate temió verse obligado a usar su revólver, en el caso de que fueran japoneses. Pero el hombre gritó en buen inglés:

- ¿A qué diablos viene tanto secreto?

Mientras el muchacho llevaba su embarcación a la Playa, el honbre y su joven acompañante corrieron a arrastrarlo tierra adentro, hasta lugar seguro. Entonces Nate vio que la segunda persona era una muchacha.

- Me llamo Ben Krickel -dijo el hombre, con cierta irritación-. Ella es Sandy, mi hija. ¿Y por qué diablos ese barco, fuera lo que fuese?

A Nate le pareció más prudente no revelar que había sido depositado allí por un destructor estadounidense, pero preguntó:

- ¿Ustedes son estadounidenses?

- ¡Por supuesto! -le espetó el hombre.

- Querían saber si la isla estaba habitada -reveló el explorador.

Eso enfureció a Krickel, que rugió o poco menos:

- ¡Desde luego que está habitada! En Dutch Harbor lo saben muy bien. ¿Vienes de Dutch?

Como Nate no respondía, el hombre continuó:

- Los funcionarios de Dutch saben que yo he alquilado Lapak. Zorros azules.

- ¿Qué?

- Tengo alquilada toda la isla. Dejo que los zorros vivan en libertad.

- ¿Y qué hace con ellos?

- Los despacho a Saint Louis. Hace setenta años que compran pieles aleutianas.

Nate interrumpió la conversación con una pregunta:

- ¿Dónde puedo alojarme?

- En nuestra cabaña, donde antes estaba la aldea. ¿Te molestaría llevarnos?

Reflotaron el bote de goma, colocaron de nuevo el equipo en su interior y la muchacha se instaló en la parte trasera, mientras los dos hombres se hacían cargo de los remos para cruzar velozmente la bahía, custodiados por las altas montañas de Lapak. Al acercarse a la costa, Nate informó a sus pasajeros:

- ¿Sabían ustedes que los japoneses bombardearon Dutch Harbor? -Como ellos pusieron cara de espanto, añadió-: También tomaron Attu y Kiska.

- ¡Kiska! -exclamó Ben-. Allí tenía mis zorros grises. Está a menos de cuatrocientos cincuenta kilómetros de aquí.

Entonces la muchacha habló por primera vez. Tenía diecisiete años, una sonrisa que iluminaba la isla y una cara plácida, que indicaba que su madre era nativa. No era alta ni esbelta, pero había gracia en su modo de inclinar la cabeza, como si estuviera a punto de echarse a reír. Eso la convertía en un duendecillo delicioso, pese a lo tosco de sus ropas. Como era pleno verano, su camisa de hombre estaba abotonada con descuido, descubriendo una piel bronceada que parecía hecha para el beso.

- Es un placer tenerte aquí -dijo desde la popa, con una sonrisa tan seductora que Nate se sintió en la obligación de aclarar las cosas desde un principio.

- Tu sonrisa se parece a la de mi esposa. Pero ella es de Puera. io soy atapasco.

La muchacha, riendo, fingió escupir al agua:

- Aleutas y atapascos no hacen buena mezcla.

- ¿Tú eres aleuta? -preguntó Nate.

El padre intervino:

- ¡Ya lo creo! Su madre era devota de la ortodoxia rusa. La llamó Sandy en honor de Alejandra, la última zarina rusa, la que asesinaron en ese sótano… ¿Cuándo fue, Sandy?

- El diecisiete de julio de mil novecientos dieciocho, en Ekaterinburg. Todos los años, mamá me vestía de negro y ella hacía otro tanto. Solía decir que YO era su pequeña zarina.

Y Ben añadió:

- Se llamaba Poletnikova, mi esposa.

Cuando llegaron a la cabaña desierta que Ben ocupaba cuando cazaba sus zorros en Lapak, Nate explicó de su misión lo suficiente para calmar las aprensiones que ellos pudieran tener.

- El gobierno ha trasladado a todos los aleutas al continente. Hay campamentos en el sur. Creemos que los japoneses han hecho lo mismo en Attu y Kiska. Deben de estar en el Japón, en algún campamento. Yo vine a ver si esta isla y Tanaga estaban en libertad.

- Si están en Kiska -dijo Krickel-, vendrán directamente hacia aquí. Sería mejor que nos fuéramos… ahora mismo.

Nate explicó que el ejército sólo volvería al cabo de ocho días. Sandy rió por lo bajo, con esa desenvoltura tan atractiva:

- Nuestro barco no iba a venir hasta dentro de ocho semanas. Si hay guerra, como dices, lo más probable es que no venga jamás.

Krickel preguntó:

- ¿Y si los japoneses avanzan hacia el este antes de que tus muchachos lo hagan hacia el oeste?

Nate les mostró su radio:

- Para usar sólo en caso de gran emergencia. Prometieron que nos sacarían…

Se interrumpió de inmediato. Esos dos desconocidos no tenían por qué saber de las otras dos exploraciones. Pero Sandy captó su desliz.

- ¿A ti y a quién más?

Y él respondió, en voz baja:

- A cualquiera que viva en la isla, como vosotros.

Fue el padre quien observó:

- Si los japoneses están tan cerca, podrían sobrevolar la isla en cualquier momento. Será mejor que escondamos tu bote.

Él cargó con los remos, mientras Nate y Sandy arrastraban la pesada embarcación de goma tierra adentro, donde la ocultaron detrás de algunos árboles y bajo un pequeño nido de ramas.

Dos días después pasó un avión, seguido por otros dos, a poca altura sobre la isla. Como eran de la Fuerza aérea y con base en Dutch Harbor, Nate salió corriendo y les hizo señas con dos pañuelos blancos, como le habían enseñado. Su mensaje era sencillo: «No hay japoneses ni señales de ellos». No se había acordado ninguna señal que explicara la presencia de los dos estadounidenses, pero cuando los aviones regresaron para verificar su mensaje él transmitió: «No hay japoneses ni señales de ellos». Luego puso a la vista a Krickel y a su hija. El primero de los aviones meció las alas y continuó vuelo hacia Dutch Harbor.

Los restantes días que pasó en Lapak fueron los mejores que Nate conocería en esa extraña guerra; descubrió en Ben Krickel a un fascinante narrador de la vida en las Aleutianas y en Sandy, a una joven brillante que parecía saber mucho de la existencia en Alaska.

- En Kodiak las iglesias riñen espantosamente. La Ortodoxa Rusa, a la que pertenezco, se cree muy encumbrada y poderosa. La católica se considera superior a todas las demás. Y los presbiterianos son insoportables. Papá es presbiteriano.

Lo que más encantaba a Nate era conversar con Sandy y pasear con ella por antiguos sitios de la isla. Una mañana, cuando regresaron para almorzar, el padre les hizo sentar frente a sí, en la vieja cabaña:

- Nate: tú nos dijiste con toda franqueza que eras casado. Me pareces demasiado joven, pero no importa. Nada de hacer tonterías con mi hija. ¿Me escuchas, Sandy?

Añadió que la madre de Sandy había muerto y que, a no ser por la guerra, la muchacha habría ingresado a la escuela Sheldon Jackson de Sitka al regresar a Dutch Harbor con las pieles.

- Nada de tonterías. ¿Entendido?

Ellos aseguraron que sí, pero esa misma tarde el asunto quedó olvidado. Al oír que un avión solitario sobrevolaba la isla, ellos salieron corriendo a saludarlo; entonces vieron que tenía marcas extrañas: debía de ser japonés.

- ¡Por Dios! -gritó Ben-. ¡Nos han visto!

Tenía razón, pues el avión viró y pasó a poca altura, entre el destello de sus armas. Si había gente en Lapak tenían que ser estadounidenses y, por tanto, enemigos del piloto.

En esa primera pasada no alcanzó a nadie, pero en un segundo intento se acercó peligrosamente a la cabaña. Los habría aniquilado al pasar por tercera vez, más lentamente y a menor altura, a no ser porque en ese momento aparecieron dos aviones estadounidenses desde el este. Se produjo un furioso combate aéreo, con toda la ventaja para los estadounidenses, que se encontraban a mayor altitud y volaban en tándem cerrado, cada uno protegiendo al otro. Pero el piloto japonés demostró habilidad y coraje; tras desorientar a uno de sus perseguidores, puso el morro hacia arriba y, dando a sus motores un fuerte chorro de combustible, trató de escapar hacia el oeste, hacia Attu.

Pero el segundo avión estadounidense no se había dejado engañar por su maniobra. Cuando el japonés trató de pasar a toda velocidad, éste viró cerradamente y descargó sus armas contra el fuselaje y el motor del enemigo. El aparato estalló, los fragmentos cayeron en la isla Lapak; el cadáver del piloto, en las montañas del oeste. Los dos aparatos estadounidenses retomaron graciosamente la formación, giraron hacia el oeste para verificar la desaparición del avión enemigo e hicieron una señal de saludo a los tres com'patriotas que los observaban.

Ese roce con la muerte, el primero al que se enfrentaba Nate Coop, produjo un gran cambio en él. Pero aun si alguien le hubiera señalado lo que estaba ocurriendo y sobre todo el porqué, el muchacho no habría podido creerlo. Llevaba las cicatrices del maltrato recibido en Matanuska en su in tento de casarse con la hija de un colono; había aceptado la evaluación que allí hacían de los mestizos como gente inútil e indigna del respeto que merecían los blancos. De veinte maneras insultantes, se le había inculcado que pertenecía a una categoría inferior y él aceptaba ese juicio. Pero en esos mo mentos veía en Sandy a una mujer supe rior: prudente, informada, pulcra si así lo deseaba y digna en todo sentido de ocupar un lugar en la sociedad de Matanuska o en cualquier otra, pese a su condición de mestiza. Eso le llevó a revalorizarse. Lo que más le impresionó fue que Sandy hablara un inglés excelente, cuando él apenas dominaba ese idioma; entonces se juró: «Si una aleuta puede aprender, un atapasco también». Se dijo que tanto Sandy como él eran ciudadanos estadounidenses aceptables, verdaderos habitantes de Alaska, atados a la tierra e hijos de ella. Respetando a aquella muchacha llegó a respetarse a sí mismo.

La noche antes de que regresara el destructor, Nate pidió prestada una lámpara a Ben Krickel y, alumbrado por su luz parpadeante, escribió una carta a su cuñado LeRoy. En ella le contaba que, en una isla remota, había conocido a una muchacha estupenda llamada Sandy Krickel: «Está en la edad justa para ti. Tengo que presentártela cuanto antes, porque no hallarás otra mejor». Y añadió una frase reveladora del resentimiento que le había dejado el tratamiento recibido por parte de los Flatch: «Te sorprenderá saber que es mestiza de aleuta y estadounidense, como yo, y te lo digo sabiendo que volviste loca a tu hermana por salir conmigo». Terminaba con una predicción: «Cuando la veas, LeRoy, no la dejes escapar. Yo seré tu padrino y más adelante me lo agradecerás».

Pero ése no fue el fin de la carta, pues cuando se la mostró a Ben Krickel para que la autorizara, éste añadió una postdata: «Su cuñado dice la verdad, joven. Firmado: El Padre».

Al cabo de ocho días, como estaba planeado, el destructor regresó a la bahía de Lapak y los criadores de zorros se despidieron del volcán. El capitán, un oficial muy joven, gritó a Nate, que subía desde el bote de goma:

- ¿Quiénes son esos dos?

La respuesta provocó mucho entusiasmo:

- Ben Krickel y su hija Sandy. Crían zorros aquí.

Y el capitán dijo:

- Ya nos han dicho que en las Aleutianas podía ocurrir cualquier cosa.

Esa noche, durante la cena, los jóvenes oficiales insistieron en que la señorita Krickel cenara en el comedor de ellos, un cubículo donde apenas cabían seis sillas ante la mesa. Nate, que miraba desde fuera, murmuró para sus adentros al ver que hasta el capitán le estaba haciendo la corte:

- Esa pequeña belleza se las arreglará en cualquier parte.

Los días idílicos que Nate pasó con los criadores de zorros no volverían a repetirse en todo el año siguiente. En cuanto el destructor le desembarcó en Dutch Harbor, sus superiores le interrogaron sobre la posibilidad de construir una pista en Lapak. Él les respondió, con sus habituales gruñidos monosílabos:

- Ni hablar. En la playa, más o menos, pero no. Muchas colinas.

Sin embargo, Ben Krickel se mostró dispuesto a una entusiasta disertación sobre Lapak. Después de escuchar sus arrebatos durante una hora, ellos informaron:

- El hombre sabe muchísimo de zorros, pero de pistas aéreas, nada. Lapak queda descartada.

Volvieron la atención hacia Adak, una isla bastante grande, situada en el centro de las Aleutianas, y de la que sabían muy poco. No tardó en circular una pregunta: «¿Alguien está familiarizado con Adak?». Y Krickel se ofreció:

- Yo crié zorros allí también.

Se organizó un equipo de exploradores, bajo la dirección de un capitán de la Fuerza Aérea llamado Tim Ruggles, a quien sus amigos calificaban de «Héroe a la espera de una ocasión para serlo»; él eligió como guías a Krickel y a Nate Coop.

Como nadie sabía si Adak estaba ya ocupada por los japoneses, Nate fue sometido a un intenso entrenamiento con armas ligeras, ametralladoras, y en la lectura de mapas y transmisión por radio de mensajes codificados.

Durante su entrenamiento, Nate recibió una noticia inesperada con respecto a Sandy Krickel: en vez de ser enviada al sur, a un campo de internamiento como los otros aleutas, se la había clasificado provisionalmente como caucásica, por su ascendencia paterna. Le asignaron un trabajo de mecanógrafa en el cuartel general, un edificio de madera bajo y largo, propiedad de una empresa pesquera. Nate la vio en dos ocasiones; aún estaba más encantadora con su vestido de oficinista.

Allí estaba la muchacha, en la oficina, cuando el general Shafter y otros dos generales de Los cuarenta y ocho de abajo viajaron a Dutch Harbor, a fin de completar los planes para la ocupación de Adak. Los altos oficiales habían llegado a las Aleutianas en el avión de Shafter, pilotado por LeRoy Flatch. Por lo tanto, cuando los generales entraron en el edificio, el muchacho los siguió. Mientras los oficiales pasaban a un cuarto interior para sus discusiones, él se quedó en el área de recepción, donde estaba Sandy, escribiendo a máquina.

«La mestiza aleuta que mencionaba Nate ha de ser como ésta -pensó, observándola perezosamente desde una silla apoyada contra la pared-. Si aquélla es igual de encantadora, mi cuñado tiene buen criterio.» Dedicó un rato a analizar a la bonita mecanógrafa: «Se nota que es oriental. Caramba, hasta se la podría confundir con una japonesa. Pero no es muy morena y tiene elegancia, sí. ¡Qué dientes! ¡Y la sonrisa que los acompaña!».

Quedó tan fascinado por la joven que al fin se levantó para acercarse a su escritorio.

- Perdone, señorita, pero ¿no será usted una de las aleutas de las que me han hablado?

Ella sonrió con desenvoltura y respondió sin azorarse:

- Sí. Mezcla de aleuta y ruso, con algo de inglés y escocés, según creo.

- Pero habla… mejor que yo.

- Vamos a la escuela. -Escribió algunas palabras y volvió a sonreír-. ¿A qué viene usted a este perdido rincón del mundo? ¿Misión secreta, supongo?

- Pues… sí. -LeRoy no sabía qué decir, pero no deseaba apartarse del escritorio. Al cabo de un silencio que fue penoso para él, pero no para Sandy, barbotó-: ¿Estaba usted aquí cuando bombardearon?

- No. -Ella iba a añadir que por entonces estaba con su padre en una isla remota, reuniendo pieles de zorro. Eso habría revelado que era, en verdad, la muchacha mencionada en la carta de Nate, pero en ese momento entró el equipo de exploradores, con el vigoroso capitán a la cabeza, para someterse al interrogatorio de los tres generales. Nate, sorprendido por la inesperada presencia de su cuñado, exclamó:

- ¡LeRoy! ¿Qué haces aquí? -y añadió, mirando a Sandy-: ¿Ya os conocéis? -El piloto hizo un gesto afirmativo-. Ella es Sandy Krickel. Y su padre; él añadió la postdata a mi carta.

- Y muy en serio que lo hice -aseguró Krickel, antes de desaparecer en la pequeña sala de reuniones, arrastrando a Nate consigo.

Como los generales pasarían esa noche en Dutch Harbor, LeRoy tuvo tiempo de visitar a Sandy y la encontró aun más atractiva de lo que Nate decía. Esa noche los dos Krickel, Nate y LeRoy pidieron prestada la cabaña a un ingeniero, encargado de armar el equipo necesario para la pista, y consiguieron provisiones de aquí y allá para prepararse una comida satisfactoria. En el transcurso de la cena fue obvio que LeRoy ya estaba embrujado por esa muchacha de las islas, que alentaba y rechazaba alternativamente sus mudas insinuaciones.

Por la mañana, los generales quisieron ver Adak desde el aire e insistieron en que Ben Krickel les acompañara, a fin de que les indicara los puntos destacados de la isla, donde en otros tiempos había criado zorros rojos. El día era turbulento, con grandes vientos provenientes de Siberia. Aunque era un peligro innecesario para los tres altos oficiales, LeRoy sabía que el general Shafter, al menos, no tenía miedo a nada y supuso que los otros dos eran de la misma especie.

Fue Ben quien gritó desde los asientos traseros:

- ¡Mantén esto derecho!

Pero eso era imposible. LeRoy se consolaba con la presencia de dos aviones militares que le acompañaban para flanquearlo; bombarderos, sin duda. Pero cuando los aviones empezaron a perderse entre densas nubes y, por fin, se encontraron en medio de una lluvia torrencial, dijo sin dirigirse a nadie en concreto:

- Sería mejor que regresáramos.

En Adak no se vio gran cosa, pues la isla estaba cubierta de nubes de tormenta.

- Esto es un aviso de lo que les espera a nuestros muchachos cuando traten de aterrizar aquí -dijo uno de los generales.

- Cuando aterricen -corrigió el general Shafter.

Y los tres oficiales, que rebotaban de un lado a otro mientras intentaban mirar hacia abajo, se echaron a reír. Krickel no. De pronto dijo:

- Ese es su problema -respondió LeRoy-. Pero el que vomita limpia.

Y Ben no pudo aguantar más.

Desilusionado con el vuelo, uno de los generales, que participaría personalmente en el avance entre las Aleutianas, sugirió:

- ¿No podríamos dar una vuelta? Tal vez haya algún sitio despejado.

LeRoy estudió su reserva de combustible, lamentando no poder consultar con sus escoltas, pues era preciso no usar los radiotransmisores. Con las manos, indicó al hombre de la izquierda que iba a descender en un círculo. El otro asintió.

Fue una suerte que lo hicieran, pues al cabo de un tedioso cuarto de hora se produjo una abertura entre las nubes más bajas. Durante diez minutos pudieron sobrevolar el objetivo en una zona relativamente despejada. Entonces Ben Krickel reunió fuerzas y fue indicando las características a gritos:

- Sí, allí es donde empieza la zona plana, sobre la costa. Allí es más elevada, pero no tan larga. Esto no lo reconozco, debo de estar perdido. Vean ustedes aquellas rocas, no hay que acercarse. Sí, ésta es Adak, seguro. El piloto halló la isla.

El tercer general, que no era aviador, se interesaba sobre todo por las zonas costeras. Sólo pudo echarles un vistazo, pero fue suficiente:

- Otro sitio infernal. Hay que desembarcar vadeando, con la esperanza de que el otro bando no llegue primero.

Para algunos altos oficiales el enemigo era, invariablemente, «ellos». Para otros, «el enemigo». Para ese hombre, que jugaba al fútbol en la Marina, era «el otro bando».

Pasaron esa noche en Dutch Harbor, completando los planes. Mientras los generales estudiaban los mapas con Krickel, LeRoy y Sandy conversaron largamente. Luego dieron un paseo, más largo aún, en el claro de luna estival. Al terminar, sabían que estaban gozosamente próximos a enamorarse. El piloto veía a Sandy tan deseable como Nate prometía en su carta. Ella sabía, por sus conversaciones con el cuñado en Lapak, que LeRoy era un joven serio, de buena familia y maravillosa habilidad como piloto. Al terminar el paseo se abrazaron. Sandy estaba muy feliz por haber encontrado a un hombre de su agrado, que le inspiraría más y más respeto a medida que intimaran. Todavía abrazados, susurró:

- Has llegado aquí traído por un viento benigno.

Y él respondió:

- En estas islas no hay vientos benignos. Hoy lo he podido apreciar… del peor modo.

Por la mañana, cuando los visitantes se disponían a partir, el general del ejército les reveló malas noticias: una junta de Seattle había reclasificado a Sandy Krickel como aleuta y, por lo tanto, debía ser evacuada con los demás. No había apelación posible. La enviarían a uno de los sitios en los que ya se había reunido a muchos isleños.

- Podemos elegir entre cuatro -explicó el comandante local-. Todos están en la parte sur de Alaska, lo que los nativos llaman «el cinturón bananero». Buen clima.

Mientras él citaba esos nombres extraños, LeRoy le interrumpió:

- ¿La Fábrica de conservas Tótem, dijo usted?

El comandante asintió.

- ¿La del estuario del Taku?

- Creo que sí.

LeRoy se volvió hacia Sandy, y dijo:

- La conozco. Es grande. No es mal lugar. Iré a visitarte.

Pero cuando el avión estaba a punto de despegar, el general Shafter propuso:

- Si la muchacha se va, ¿por qué no la llevamos a Anchorage?

En pocos minutos, Sandy reunió las pocas pertenencias que tenía en Dutch Harbor, se despidió de su padre con un beso y marchó hacia lo que, en realidad, se convertiría en la versión estadounidense de los campos de concentración.

En la última semana de agosto de 1942, el alto mando estadounidense recibió muchos datos de inteligencia que revelaban que los japoneses iban a invadir la isla Adak, para utilizarla como base desde la cual bombardear la zona continental de Alaska. Por lo tanto, dieron órdenes perentorias: «Apoderémonos inmediatamente de Adak e improvisemos una pista aérea; así seremos nosotros los que bombardeemos».

Apenas una hora después de recibidas estas instrucciones, el capitán Ruggles y su equipo fueron embarcados en un destructor, que se adentró en las agitadas aguas del mar de Bering «como una morsa borracha que buscara el camino a casa», según dijo Ben Krickel. Nate desembarcó descompuesto, avanzando a tientas hacia la costa, con el agua hasta las rodillas; tenía miedo hasta de susurrar: «¿Y ahora?» Ruggles, en cambio, gritó como un entusiasta boy scout

- ¡Por aquí! -Y los condujo por una cuesta llena de barro hasta terrenos más altos. En un instante cegador, se oyeron disparos por todas partes; las balas rastreadoras grababan a fuego su paso por la oscuridad. Habían tropezado con un equipo japonés de cuatro exploradores igualmente atrevidos, dedicados a su propio reconocimiento del terreno. Se produjo un tiroteo intenso, totalmente confuso, durante el cual los enemigos ejecutaron una disciplinada retirada a otra playa donde los esperaba un submarino.

Ruggles, ya en libertad para estudiar la isla, correteó por todas partes y, Poco después del amanecer, envió el mensaje codificado que autorizaría la partida de una gran flota invasora: «No hay japoneses en Adak. Puntos Able, Baker o Roger aptos para pista de bombarderos».

Dos días después, erguidos en un promontorio de Adak, saludaban a la inmensa fuerza de desembarco, que llegaba a la isla con sus gigantescas excavadoras como un ejército de hormigas. Diez días más tarde, cuando los primeros aviones partieron para bombardear Attu, los tres exploradores recibieron sendas medallas «por actos heroicos que aceleraron la toma de la isla Adak».

Esa noche, Ruggles y sus hombres se acostaron temprano, agotados por la lucha y los esfuerzos de varios días, pero antes de quedarse dormido, Ruggles comentó:

- Repiten palabras de coraje y reparten medallas, pero dudo que tengan una idea de lo que significa trepar a medianoche por una pendiente fangosa, sin saber si los japoneses te están esperando en la cima.

Y Krickel replicó:

- No es difícil. Aspiras hondo tres veces, te arrojas hacia delante como un muñeco y, cuando los ves… -Imitó el tableteo de una ametralladora.

- Si vuelven a designarme para atacar otra playa -dijo el capitán-, quiero que ustedes vengan conmigo.

Pero Krickel gritó:

- ¡No vayas a ofrecerte como voluntario!

Mientras los estadounidenses instalaban en Adak una poderosa base de avanzada, los exploradores de Alaska no tenían nada urgente que hacer. A Nate Coop se le ordenó trabajar temporalmente como conductor y ayudante de un hombre nada común: un civil flaco e irascible, con el rango de cabo, bigote negro y denso, pelo blanco erizado, gafas muy grandes e ingenio irónico. Bastaba echar una mirada a su vestimenta informal o escuchar su voz áspera, sardónica, para comprender que no había nacido para militar. Era un mago con la máquina de escribir, que golpeaba con una rara selección de dedos, y editaba en multicopista el periódico que se publicaba para las tropas. A Nate le correspondía llevarlo a recorrer las diversas instalaciones donde recogía sus noticias. En cierto modo, era un jefe difícil, pero en otros aspectos resultaba un privilegio estar con él, pues era capaz de encontrar humor, contradicciones y hasta verdadera demencia en los hechos más horribles.

Lo que llamó la atención a Nate fue que, dondequiera que fuera ese raro periodista, uno o dos soldados le conocían de nombre y empezaban a importunarle con preguntas; escuchaban con atención cuando él se dignaba responder, cosa poco frecuente. De esas conversaciones, Nate dedujo que el cabo Dashiell Hammett había trabajado en Hollywood, pero como él nunca había visto siquiera una película, obviamente no sabía a qué se dedicaba.

- ¿Es actor? -preguntó a algunos pilotos que acababan de mantener una conversación con Hammett.

- No. Peor aún: es escritor.

- ¿Y qué escribió?

A los aviadores les pareció extraño que un muchacho de esa edad no hubiera oído hablar de Hammet y enumeraron algunas de las películas que le habían dado reputación:

- Cosas de acción: La llave de cristal, El hombre delgado, El halcón maltés…

- No he visto ninguna.

Los hombres se quedaron tan atónitos que gritaron al acto:

- Eh, señor Hammett, su conductor dice que no ha visto El halcón maltés.

Hammett quedó fascinado al saber que aquel joven, tan cerca de él desde hacía más de una semana, ignoraba quién era él y qué películas había hecho, hasta el punto de no haber visto ninguna. Durante el resto del tiempo que Nate pasó trabajando con él, investigó la preparación del muchacho; descubrió que era semianalfabeto, aunque básicamente inteligente, y se tomó un interés paternal por él.

- ¿Así que no fuiste a la escuela?

- Allá en los bosques, en las minas… y en Adak?

- ¿Dices que ya has desembarcado en Lapak?

- Sí.

Hammett dio un paso atrás, estudiando a ese tenso muchacho de veinte años.

- Yo las escribo pero tú las vives. -Le preguntó si tenía novia y quedó sorprendido al enterarse de que era casado.

Entonces Hammett pasó a interesarse profundamente por los problemas del mestizo casado con una muchacha de Matanuska. Después de explorar el tema, quiso saber detalles sobre la vida económica y social del valle. Como Nate demostró ignorarlos todos, el escritor comentó:

- Le habrías interesado mucho a Jack London, Nate.

- ¿Quién era Jack London?

- No importa.

Hammett aceptaba a Nate como un verdadero diamante en bruto, pero al ver algunas de sus notas estalló:

- ¿Sabes leer? Palabras largas, digo. ¿Sabes escribir?

Y apartó a Nate de su trabajo para que pudiera estudiar el material que el ejército proporcionaba a sus iletrados. Bajo la dirección de Hammett, el muchacho comenzó a aprender diez palabras nuevas por día. De pie, con los brazos a los costados, disertaba durante cinco minutos ininterrumpidos sobre temas tales como: «El día en que mi tío halló una mina de oro». Aunque un poco tarde, estaba recibiendo una educación.

Cuando Nate desapareció durante dos días, Hammett se puso furioso:

- ¿Dónde diablos te habías metido?

Pero se ablandó ante la explicación del joven:

- Me trasladan, cabo.

- ¿Para qué?

- No sé. Quizá más cerca de Kiska. Quizás a Amchitka.

- A Amchitka, por supuesto. Todo el mundo lo sabe. ¿Qué tienes tú que ver con eso?

- Quizá yo y Ben Krickel tengamos que explorar otra vez. Desembarco anfibio. Hammett se mostró horrorizado:

- Por Dios, ya has explorado dos islas. A cualquiera se le acaba la suerte.

Conteniendo una furia sorda, fue a quejarse al oficial comandante, que le increpó por meter la nariz donde no debía.

Nate volvió a verle una sola vez; cuando estaba a punto de partir para recibir un entrenamiento intensivo sobre lo de Amchitka, ese hombre de humor cambiante fue a verle y le dijo, enfurruñado:

- Tu sí que tienes cojones, Nate. Yo no tendría coraje para hacer una sola expedición como ésas. Y tú vas por la tercera.

- Para eso estamos los exploradores, supongo.

Mientras se entrenaba para la nueva misión, Nate solía preguntarse por qué, si Dashiell Hammett era tan brillante como aseguraban los aviadores, no pasaba de cabo, y nunca pudo salir de su perplejidad. Pero se Olvidó de Hammett en la segunda semana de enero de 1943, pues su viejo equipo volvió a reunirse (el capitán Ruggles, Ben Krickel y él) y viajó en bote de goma a un destructor que los esperaba. El barco esquivó las tormentas aleutianas hasta llegar a la isla larga, baja y plana que proporcionaría una estupenda pista aérea para el bombardeo de Kiska y Attu, si los estadounidenses lograban ocuparla antes que el enemigo.

Como Amchitka estaba a sólo noventa kilómetros de la gran base aérea que los japoneses tenían en Kiska, los tres exploradores suponían que el enemigo ya había destacado a esa isla sus propias patrullas. Y así fue. Durante tres peligrosos días con sus noches, Nate y su equipo deambularon Por la isla, oyendo ocasionalmente a los japoneses y tratando de evitar el contacto con ellos. En medio de terribles tormentas, con el granizo y la nieve azotándoles la cara, los estadounidenses exploraban las playas, tratando de protegerse. Una noche, acurrucados los tres en la oscuridad, el capitán Ruggles dijo:

_La nieve cae en Siberia, pero aterriza en Amchitka… paralela al suelo, a ciento veinte kilómetros por hora.

Allí se enfrentaban a un peligro más, pues los aviones japoneses sobrevolaban en vuelo rasante la isla y bombardeaban cualquier sitio en donde pudieran ocultarse espías estadounidenses. En una ocasión, al escabullirse para escapar de un ataque, los tres llegaron demasiado cerca de un campamento ocupado por siete exploradores japoneses. Con el corazón acelerado, los estadounidenses retrocedieron con sigilo y escaparon sin ser vistos.

Era una guerra difícil; a su modo, tan difícil como la que se estaba desarrollando en el mundo entero: mares agitados, crueles ventiscas, noches interminables y grandes tormentas azotando las plazas donde debía desembarcar cualquier invasor. Pero algunos hombres resueltos, estadounidenses y japoneses por igual, se aferraban a Amchitka y enviaban sus mensajes a los cuarteles generales. Ruggles anunciaba en código: «Aviones japoneses pasan constantemente. Grave peligro para cualquier desembarco».

Estando Nate de guardia, la armada estadounidense se aproximó a la isla: cientos de embarcaciones de todos los tamaños. El muchacho supuso que los aviones japoneses los atacarían sin misericordia, pero en ese momento la tempestad se tornó tan violenta que los aviones no podían volar; los barcos grandes se acercaron penosamente a la costa. Pese a la ausencia de aviones enemigos, el desembarco fue un infierno. El Worden se hundió y sus catorce tripulantes murieron ahogados. Un grupo que corría a la costa detectó a los exploradores japoneses y, tomándolos por la avanzada de un batallón, los aniquiló con los lanzallamas. Otro equipo estadounidense intentó desembarcar cuatro veces, sólo para retroceder cada vez ante las enormes olas que azotaban la playa. Pero continuaron intentándolo, aun cuando el largo día se transformaba ya en noche; en el quinto intento, con el auxilio de reflectores, lograron llegar.

Al día siguiente la base del Pacífico, en Hawaii, transmitió un breve comunicado: «Ayer nuestras tropas desembarcaron con éxito en Amchitka». Los periodistas señalaban: «Preludio a la recuperación de Attu y Kiska». Pero nadie decía una palabra de las condiciones infernales en que los estadounidenses habían obtenido ese punto vital en la brutal batalla de las Aleutianas.

Desde enero hasta mediados de marzo, Nate, Ben Krickel y otros trabajaron como caballos de tiro, acarreando mercancías desde la costa al interior de la isla; allí las apilaban y volvían a chapotear, hundidos hasta la rodilla en el agua helada, para traer más carga. Era un trabajo agotador, que habitualmente era necesario hacer con el viento siberiano helándole a uno las cejas. y cuando el equipo estuvo finalmente en tierra, los improvisados estibadores fueron apresuradamente transferidos a la zona plana donde la pista aérea iba emergiendo de la tundra. De todos modos, en cualquier sitio donde trabajaran, Nate y Ben vivían miserablemente: los barcos de aprovisionamiento no llegaban; cuando aparecían, a duras penas, casi siempre traían alimentos y ropa destinados a los trópicos. Por lo general, cuando trabajaba en el otro extremo de la pista, Nate se pasaba varios días sin comer nada caliente, y cuando se cocinaba algo, solía ser un tipo de comida con el que no estaba familiarizado.

Por ejemplo: un día el capitán Ruggles se tomó grandes molestias para robar una gran bolsa de harina de trigo integral, con la que podría haberse hecho un pan rico y crujiente. Pero cuando los panaderos convirtieron la harina en hogazas, Nate y sus compañeros se negaron a comerlas. Un granjero de Georgia habló en nombre de todos:

- Tenemos que estar aquí, en Alaska, capitán Ruggles, porque es nuestro deber. Tenemos que congelarnos hasta que se nos caiga el culo, porque el enemigo está ahí. Y tenemos que comer cosas frías, porque no hay cocinas a mano. Pero por Dios, nadie puede obligarnos a comer ese pan sucio, comida para negros. Queremos pan blanco. Ruggles trató de explicar que el trigo integral era doblemente nutritivo y doblemente preferible para quien no estaba recibiendo raciones suficientes, pero no pudo convencer a esos campesinos bien intencionados:

- El pan sucio como ése no es para que lo coma un blanco.

Pero lo que causaba más angustia a esos hombres, allí en Amchitka, era lo que expresó el granjero de Georgia:

- A cualquiera se le rompe el corazón. Uno trabaja aquí, en esta pista aérea, y esos guapos muchachos suben a sus aviones, saludan con la mano, vuelan a Kiska o Attu y caen en una tormenta. Siempre hay una tormenta, Cristo, y ellos chocan con alguna montaña, maldita sea. A veces se nos van tres o cuatro en un mismo día. Y no se los vuelve a ver.

Las bajas eran numerosas. Tal como añadió un desesperado aviador a la carta esperanzada y animosa que acababa de escribir a su novia: «No hay nada en el mundo como volar en las Aleutianas. Perdemos a tantos que me muero de miedo cuando subo a mi avión; las probabilidades de caer son tan altas…».

Dos días después le escribió otra carta, disculpándose por ese arrebato. Y no hubo más.

En esas condiciones, Nate reanudó su estudio de los textos que le había dado el cabo Hammett; obediente a sus indicaciones, continuó memorizando diez palabras nuevas por día, hasta que su vocabulario llegó a ser civilizado; aun así hablaba utilizando frases cortas, inseguro del conocimiento que iba adquiriendo.

Hacía lo posible para protegerse de las ventiscas, pero evitaba trabar amistad con los aviadores que llegaban a Amchitka, con los ojos brillantes diez días después de haber terminado su entrenamiento. Comprendía que ellos tenían unos problemas muy diferentes de los de los soldados comunes, y se decía: «Tengo que soportar este clima horrible. Aprendo tretas, como hallar las construcciones que están en la mayoría de los casos bajo tierra. Así el viento no puede azotarte. Pero ellos, en esos aviones, tienen que vivir en medio del viento. En el centro mismo. Y no viven mucho».

Claro que tenía sus propias pesadillas. Cuando se rumoreó que el próximo ataque no sería a la cercana Kiska, sino a la distante Attu, comprendió que los superiores querrían enviar exploradores para averiguar cuál era la situación exacta. Entonces se presentó al capitán Ruggles, y dijo:

- Si esta vez piden voluntarios, yo no voy.

- Espera un poco, Coop. Tú eres el mejor de nuestros hombres. No sabes lo que es el miedo.

- Sí que lo sé. -Y para sorpresa propia y del capitán, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Al cabo de un rato Ruggles dijo, en voz baja:

- Nate: estoy seguro de que me enviarán a Attu para ver cuánto tardaremos en hacer una pista, después del desembarco. No me gustaría nada ir sin ti.

- Quizá -murmuró Nate.

Cuando fue obvio que se ordenaría al mismo grupo explorar la isla de Attu, experimentó miedo de verdad y se dijo: «No puedes seguir yendo a islas ocupadas sin que te maten». Pero se mordió las uñas y se calló sus aprensiones. Una noche llegó la orden: «El PBY está frente a la costa sur. Los pilotos dicen que conocen un lugar seguro para desembarcar. Ustedes llegarán remando tranquilamente. Después quedarán solos».

Con un gran temblor, Nate siguió al capitán Ruggles y a Ben Krickel por la oscuridad, pero la incómoda tarea de subir al PBY le exigió tanto que su nerviosismo cedió; aprovechó el vuelo a Attu para concentrar sus fuerzas y su coraje para la peligrosísima tarea que tenía ante sí.

Con gran habilidad, el PBY voló siguiendo un trayecto que evitaba pasar por Kiska, entrando en nubes de tormenta y saliendo de ellas, hasta posarse en el mar picado. Estaba a kilómetro y medio del extremo sur de la bahía de la Masacre, donde el cosaco Trofim Zhdanko había desembarcado en 1745, con sus doce traficantes de pieles. Después de abordar la embarcación de goma, los tres hombres remaron entre las olas hasta la costa y ocultaron el bote bajo una maraña de ramitas y pequeños arbustos. Satisfechos por la facilidad del desembarco, echaron a andar tierra adentro por el sitio que utilizarían, en días subsiguientes, los grandes grupos de ataque; por fin llegaron a una leve elevación, desde donde Ben pudo estudiar la zona que tan bien conocía:

- Aquí no hay instalaciones defensivas. Nuestros hombres podrán desembarcar. Pero allá donde están los japoneses… -Señaló las colinas, unos ochocientos metros más al norte-. Muy fuertes.

Mientras tanto, el capitán Ruggles estaba inspeccionando con los prismáticos, a la luz creciente, la pista que los japoneses trataban de completar antes del esperado ataque.

- ¡Bien! Cuando nos apoderemos de ella, estará en buenas condiciones.

Los sobrevolaron aviones de exploración, dedicados a buscar intrusos como ellos, pero no vieron nada. Los estadounidenses pasaron dos días de intensísima concentración, tomando mentalmente nota de lo que haría falta para la conquista de Attu; las conclusiones no eran nada prometedoras. Ruggles confirmó los planes que había oído en el cuartel:

- En cuanto desembarquemos en Masacre debemos avanzar hacia el norte, hasta la bahía Holtz. Rechazarlos allí y limpiar las posiciones hacia el este.

Pidió a Ben y a Nate que memorizaran las características montañosas del terreno. Al caer la segunda noche, él y sus hombres volvieron sigilosamente al bote y remaron hacia el sur, donde los recogerían a medianoche.

Una vez sanos y salvos a bordo del PBY, con tazas de caldo caliente para entibiar las manos, Ruggles dio un codazo a Nate y le dijo, bromeando:

- Es como una comida campestre, ¿no?

Y Nate replicó:

- Siempre fácil; los japoneses no se acercan. Pero para el ataque a Kiska no cuentes conmigo.

La reconquista de Attu por parte de los estadounidenses' que se inició el 11 de mayo de 1943, fue una de las batallas más importantes de la segunda guerra mundial, pues, si bien participó un número de soldados relativamente reducido, en ella se decidió si Japón tendría alguna esperanza de utilizar una parte de Alaska como base desde la cual atacar a Estados Unidos y Canadá. Los nipones que defendían Attu eran unos dos mil seiscientos soldados resueltos, dedicados a la tarea de retener ese asidero en territorio norteamericano. A las órdenes de oficiales muy inteligentes y audaces, habían construido una cadena de posiciones que eran un modelo de guerra defensiva. Pero en la tierra había otros hoyos, cavados casi al desgaire, en los cuales los soldados japoneses entraban sabiendo que no podrían escapar ni siquiera de milagro. Todos los accesos que los estadounidenses pudieran usar estaban flanqueados por profundas cuevas para dos hombres; había una línea de posiciones tan sagazmente concebida, que aseguraba la muerte de los atacantes estadounidenses, pero también el fin seguro de los defensores japoneses. Desalojar a soldados heroicos como ésos sería una misión infernal, que se llevaría a cabo entre tormentas árticas y vendavales siberianos.

Para lograrlo, dieciséis mil reclutas estadounidenses, más unos cuantos exploradores de Alaska y un ilimitado poderío aéreo, aplicarían una implacable presión a un coste enorme, tanto para atacantes como para defensores. En la víspera de esa extraña batalla, librada en el extremo más alejado del imperio, toda la guerra del Pacífico pendía en la balanza: Japón, el audaz atacante, iba a convertirse en el tesonero defensor; Estados Unidos, el gigante dormido al que habían pillado por sorpresa, reunía tardíamente sus fuerzas para dar una serie de golpes aplastantes. Ese atardecer, mientras el sol se ponía en un resplandor sombrío, nadie habría podido predecir cómo se desarrollaría la batalla de Attu; pero en ambos bandos los hombres mostraban igual valentía, idéntica decisión y la misma entrega a sus opuestos estilos de vida.

Al amanecer, una temible armada asomó entre las brumas, por la esquina nordeste de Attu; Nate y Ben, desde su bote de desembarco, observaron sobrecogidos al enorme buque de guerra Pennsylvania, que preparaba sus grandes cañones para limpiar la costa, en la que pronto desembarcarían las tropas. Ciento cincuenta proyectiles enormes barrieron la costa sin matar a un solo japonés, pues estos habían construido sus refugios tan sólidamente que sólo un golpe directo podía aplastarlos; aun en ese caso, el Mayor daño lo provocarían los fragmentos despedidos, que se podrían quitar más tarde.

La mayor parte de la armada norteamericana apareció entre la niebla que amortajaba la bahía de la Masacre; allí, los enormes barcos pudieron dejar su carga y a sus hombres sin hallar la menor oposición. Pero una vez en tierra, tal como Nate había predicho y ahora veía desde su bote, los atacantes se verían obligados a virar bruscamente colina arriba, hacia la bahía Holtz, en cuyo perímetro habían cavado sus posiciones los japoneses. Lo que en un principio había parecido un desembarco fácil, se convirtió en un ataque enconado, dificultado por la lluvia y por el lodo; cientos de estadounidenses recibieron balas de francotiradores que, si no mataban, mutilaban. Los estadounidenses se morían sin haber visto al enemigo.

El ataque continuó durante diecinueve días horribles, sin que hubiera un respiro y con frecuencia sin comida. En ese implacable combate, Nate Coop y Ben Krickel se protegían mutuamente, compartían un mismo hoyo o corrían juntos, para arrojar granadas activadas a la boca de las cuevas de donde surgía el fuego enemigo.

- Siempre pasa lo mismo -observó Ben, jadeando, después de atacar una cueva-, arrojas tu granada y oyes tres explosiones. Los dos hombres de dentro la ven llegar y, como saben que no tienen salida, hacen detonar sus propias granadas. Supongo que eso es un trabajo limpio.

Durante unos días infernales, el grupo de Nate despejó todas las cuevas de una ladera, de una en una y, casi siempre, con el espantoso ruido de las tres explosiones por cada granada estadounidense. En todo ese tiempo no se hizo ningún prisionero, se comió muy poco y nadie durmió con la ropa seca. Era un combate penoso, sin bayonetas y con pocos disparos de mortero: sólo el oscuro y terrorífico trabajo de despejar instalaciones que no se podían atacar de otro modo. Ningún estadounidense luchó nunca en condiciones tan difíciles como las de Attu; ningún japonés defendió nunca sus posiciones con un mayor sentido del honor. Tras ocho días de desmantelar cueva por cueva, quedaron eliminados unos mil quinientos enemigos, pero también habían muerto más de cuatrocientos estadounidenses. Entonces se produjo la embestida final, en la que morirían mil quinientos japoneses más y otros ciento cincuenta estadounidenses. Todos ellos perecerían en medio de lluvias heladas, vientos tempestuosos y barro, pero nadie murió de una forma más diabólica que el valiente oficial estadounidense que guiaba a Nate y a Ben colina arriba, y a los seis japoneses responsables de su muerte.

Como el capitán Ruggles era aviador, habría debido estar en el aire, en algún avión sacudido por la tormenta; pero debido a su habilidad para detectar los lugares donde se debían localizar las pistas aéreas en las primeras horas siguientes al desembarco, había sido objeto de una especie de nombramiento permanente para los trabajos más difíciles, pues cumplida su misión volvía a ser un simple soldado de infantería, aunque su raro valor le hiciera sobresalir del resto.

La responsabilidad que Ruggles se había asignado parecía cosa de rutina. Los atacantes estadounidenses estaban diseminados al pie de una pendiente que ascendía hacia el norte con gran inclinación; los defensores japoneses atrincherados en una hilera de cuevas, a lo largo de la cresta. A primera vista, la tarea de los estadounidenses podía parecer imposible, pero Ruggles había ideado la solución mucho tiempo antes; requería de una exquisita sincronización.

El capitán, con uno o dos hombres de confianza, avanzaba por el centro de la pendiente, mientras su equipo abría una cortina de fuego para mantener a los japoneses en el fondo de las cuevas. Mientras tanto, escaladores veloces, a derecha e izquierda, establecían una especie de movimiento de pinzas que los llevaría a un punto situado encima de las cuevas; desde allí descenderían sigilosamente hacia ellas por la retaguardia, destruyendo al enemigo con granadas arrojadas dentro.

Esa coordinada maniobra tenía éxito cuando todas sus partes funcionaban a la perfección; Ruggles era uno de los mejores:

- Terminamos con esa hilera de cuevas y vamos a buscar un plato caliente.

Pero en esta ocasión se produciría una sutil diferencia, pues a mitad de la cuesta, fuera de la vista para quien mirara desde abajo, se elevaba un montículo leve, pero considerable; cualquiera podría haber pensado que los japoneses habrían puesto en él una serie de trincheras apuntando colina abajo para hacer retroceder a los estadounidenses que trataran de subir.

Pero los decididos japoneses no lo hicieron así; en cambio cavaron seis hoyos al otro lado del montículo, colina arriba. Cuando estuvieron listos, el coronel a cargo dijo, solemnemente:

- El emperador pide doce voluntarios.

Y doce jóvenes nipones, lejos del hogar y acosados por el hambre, dieron un paso al frente, saludaron y se instalaron de dos en dos en las trincheras suicidas.

Estaban condenados porque la táctica que iban a ejecutar les llevaría a la muerte con toda seguridad:

- Permitid que los atacantes estadounidenses pasen sobre esas posiciones. Esperad a que haya pasado un número considerable. Luego abrid fuego por la espalda, cuando no sospechen nada.

De ese modo caerían muchos estadounidenses, pero los doce hombres de las trincheras, también, serían masacrados en cuanto se identificaran sus Posiciones.

Como cabe suponer, Ruggles encabezaría la carga frontal, con Nate en el flanco izquierdo, Ben a su derecha y dos hábiles equipos corriendo por los lados, para caer sobre las cuevas superiores desde la retaguardia. Todo salió como estaba planeado, salvo por una cosa: cuando Ruggles y sus acompañantes corrieron sobre la pequeña elevación del centro, se les permitió continuar unos doce metros colina arriba. Luego, desde las trincheras ocultas que apuntaban hacia arriba, los japoneses dispararon a quemarropa contra la espalda de los atacantes; por puro hábito, casi todos apuntaron al Oficial, el capitán Ruggles, que cayó destrozado por siete descargas. Una alcanzó a Ben Krickel en el hombro izquierdo. Otras tres mataron a dos de los conpañeros de Nate; una más pasó rozando la oreja de éste.

Sobrevivieron cuatro estadounidenses, incluyendo a Nate COOP y a Krickel, aunque este último resultó herido. Por un momento quedaron confundidos, pero de inmediato Nate comprendió lo que debían hacer:

- ¡Ben! ¡Atrás, tras el montículo!

Y condujo a los restos de su equipo hasta el lado inferior de la elevación, donde los hombres de las trincheras no podían atacarlos. Allí se reagruparon; al ver el cuerpo mutilado del capitán diez metros más arriba, una ira sorda se apoderó de ellos. Hasta Ben Krickel, gravemente herido, insistió en tomar parte en la acción que seguiría. Nate, en esos momentos, había tomado el mando:

- Cuerpo a tierra, granadas listas y, en cuanto lleguemos, las arrojamos adentro.

Así lo hicieron: cuatro vengadores resueltos, acercándose a las trincheras desde atrás, sin prestar atención a las balas que les llegaban desde el barranco, arrojaron las mortíferas granadas dentro de las trincheras y retrocedieron para oír las tres explosiones.

Quedaban aún dos trincheras intactas en los flancos exteriores. Nate gritó:

- ¡Yo me ocupo de ésa! Ben, encárgate de aquélla. -Pero notó que Ben se había desmayado y dirigió la orden a un joven de Nebraska-: ¡Límpiala tú!

Como descubrieron que no tenían más granadas, dos de ellos arrancaron largas tiras de tela de sus camisas y un tercero las empapó con el combustible que llevaban para esos casos; ya encendidas, las arrojaron audazmente a la boca de las trincheras, y cuando los cuatro japoneses salieron trabajosamente buscando aire, los descalabraron a culatazos.

La conquista de esa colina representa uno de los últimos ataques planificados de las fuerzas estadounidenses en Attu. Esa noche, los hombres creían haber dominado a los japoneses. Pero a medianoche, no habiendo nadie que montara guardia, oyeron un susurro en el flanco de la colina, donde no podía haber ningún japonés sensato; luego, el rumor de pasos ligeros, por fin, los gritos salvajes de hombres lanzados a una carga banzai, decididos a matar o morir. Estalló el infierno en ese sector del frente indefinido. Los japoneses, enloquecidos por lo que reconocían como los momentos finales, corrían en todas direcciones, sujetando con las manos los fusiles que les apuntaban, blandiendo cuchillos largos e incendiando todo lo que se encontraba a su Paso.

Eran imparables; embestían contra posiciones que nadie habría soñado con atacar, mucho menos someter. Y llegaban aullando. Pasó casi una hora antes de que Nate y sus hombres establecieran algún tipo de línea defensiva. Entonces comenzaron a ocurrir cosas asombrosas. Un japonés, que blandía sólo una ramita de cuarenta centímetros, se arrojó directamente contra un soldado estadounidense armado con una pistola; le apartó el arma, golpeó al sorprendido enemigo con su rama y, dando gritos, desapareció en la oscuridad. Otros dos japoneses corrieron hacia Ben Krickel, con bayonetas Precariamente atadas al extremo de sus palos, tratando de herirle con esas armas endebles. Lograron alcanzarle, pero las bayonetas se deslizaron a un lado, mientras él los mataba a ambos golpeándoles en la cabeza con el brazo sano.

Un cuarto japonés fue el más loco de todos. Entonando una canción salvaje y blandiendo una mortífera pistola, superó todos los obstáculos y corrió hacia Nate Coope, que no podía hacer nada por detenerle. Plantó su pistola contra la cara de Nate y, con un grito, apretó el gatillo. Se oyó el chasquido, Nate se dio por muerto, pero no ocurrió nada. Con un fuerte impulso de su bayoneta, Nate mató al japonés. Luego, al estudiar el arma de ese hombre, descubrió que era de juguete. Después de arrancarla de entre los dedos del muerto, Nate apretó dos veces el gatillo y despertó ecos en el húmedo amanecer. La batalla de Attu había concluido.

Ahora sólo quedaba Kiska. No era tan grande como Attu, pero estaba mucho mejor defendida. Los informes de inteligencia decían que allí había cinco mil trescientos sesenta japoneses (el doble), con una capacidad defensiva diez veces mayor. Para tomar la isla se trasladó por la cadena Aleutiana a más de treinta y cinco mil soldados estadounidenses, que constituían la armada más grande de ese frente. En esa ocasión, no se envió a ningún equipo de exploradores para el reconocimiento, lo cual Nate agradeció: no era necesario, pues las poderosas instalaciones japonesas eran visibles desde el aire.

En cambio, el mismo cuerpo de la Fuerza Aérea dejó caer sobre la isla una increíble cantidad de fuertes explosivos, utilizando aviones que, en algunos casos, despegaban desde la nueva pista de Attu. Cien mil panfletos, impresos en Anchorage, pedían a los japoneses que se rindieran, pero esos papeles tuvieron aún menos efecto que las bombas. También ahora, en aquel último reducto de las Aleutianas, los japoneses estaban bien atrincherados. Sacarlos de allí sería la brutal culminación de esa terrible campaña. Transcurridas diez semanas desde la caída de Attu, la gran fuerza de ataque estaba lista. Una vez más, el general Shafter voló a las Aleutianas, con LeRoy Flatch como piloto, para participar en la planificación final. Esta vez, LeRoy encontró a su cuñado callado e irritable:

- Si los japoneses intentan algo, no dudo que a Ben y a mí nos tocará ir a explorar, si es que se le cura el brazo.

- ¿Dónde está Ben?

- En el hospital de campaña. Por su brazo.

LeRoy, preocupado por el nerviosismo de Nate, preguntó:

- ¿Ocurre algo?

- ¡No! -le contestó Nate-. ¿Por qué?

- Bueno, con tantas batallas… y la herida de Ben…

- Es el trabajo.

- Sigue así. Ahora quiero ver a Ben.

Encontraron al cansado criador de zorros en la enfermería, donde le estaban aplicando un vendaje. Parecía tener mucho más de cincuenta y un años, pues el cansancio le minaba el cuerpo, como a Nate. Pero expresó su sorpresa cuando LeRoy le saludó, en erguida pose militar, y dijo en tono formal:

- Señor Krickel, he venido hasta su casa de verano para Pedirle la mano de su hija.

Las huellas del cansancio abandonaron la cara de Ben y el dolor, su brazo herido. Mirando de frente al joven Flatch, preguntó en voz baja:

- ¿Dónde está Sandy?

- En Anchorage, con un buen empleo. Aproveché la influencia del general Shafter para hacerla salir del campo de concentración. Y vamos a casarnos… con su permiso, señor. -Como Ben y Nate empezaron a darle grandes palmadas de felicitación, él los detuvo-: Dijo Sandy que no se casaría sin su consentimiento, señor, porque usted es su padre y su madre al mismo tiempo. -Y miró a los ojos al viejo isleño-. ¿Cuento con su autorización?

Y Ben, gravemente, añadió:

- Cuenta con ella, hijo. Y ahora vamos a emborracharnos como cerdos

No pudieron hacerlo, pues llegó un mensaje de los generales reunidos. Tanto Nate como Ben adivinaron de qué se trataba. En efecto, si Ben estaba en condiciones, harían una última incursión tras las líneas enemigas:

- Los japoneses se están comportando de un modo extraño. Debemo saber cuánto van a costarnos esas playas de Kiska. Ustedes nunca nos han fallado. -El general comandante clavó un dedo en el brazo de Ben-. ¿Está lo suficientemente recuperado como para intentarlo?

Los amigos comprendieron que bastaría un momento de vacilación para que le excusaran de esa peligrosa misión, pero el criador de zorros dijo

- Está listo.

Y antes del amanecer, esos dos leales hombres de frontera, esos prototipos de Alaska, estaban otra vez en su bote de goma, viajando silenciosamente hacia el PBY que se mecía en las oscuras aguas aleutianas. Muerto el capitán Ruggles, estarían a las órdenes de un joven y entusiasta teniente llamado Gray. Cuando ya se aproximaban a la costa, éste les dijo:

- No pienso imponer mi rango. Ustedes saben mucho más que yo de estas cosas. -Y añadió, como para tranquilizarlos-: Pero cuando ustedes avancen, yo estaré allí. Pueden contar con eso.

Mientras remaban en la oscuridad, hacia lo que podía resultar una violenta confrontación, Gray susurró:

- ¡Caramba! ¡Desembarcar en una isla pequeña, ocupada por todo un ejército japonés!

Y Ben, al comprender que el joven trataba de conservar el coraje, observó con serenidad:

- Kiska tiene unos doscientos sesenta kilómetros cuadrados. Podría sernos difícil hallar a los japoneses, aun buscándolos. -Y añadió, para aliviar un poco la tensión-: ¿Estuvo usted en Attu, teniente?

Gray respondió que había encabezado uno de los ataques para despejar la bahía Holtz. Entonces Ben afirmó, con mucho énfasis:

- Así que ya lo ha demostrado todo.

Y Ben tenía razón, pues en esos primeros momentos de peligro en que los tres saltaron a la playa y echaron a correr, en esos fatídicos segundos en que alguna ametralladora oculta podría haberlos cortado por la mitad, literalmente, fue Gray quien tomó la delantera, sin miedo, y continuó la marcha hasta que se encontraron bastante lejos de la costa. Pero después de atravesar la playa, milagrosamente indemnes, ocurrió algo terrible. Gray, exaltado por su buena actuación, preguntó a su consejero:

- ¿Qué hacemos ahora, Ben?

Pero el criador de zorros, que había demostrado tanta entereza en el bote, estaba temblando. No se trataba de estremecimientos nerviosos, sino de verdaderas sacudidas, como si alguna horrible ventisca lo estuviera envolviendo. Tanto Gray como Nate comprendieron que su agotamiento emocional era absoluto: ya no podía actuar como miembro del equipo.

Por un momento el joven teniente quedó desconcertado; comprendía que su grupo se hallaba en una posición difícil, con un tercio de sus componentes inutilizado. Pero Nate escondió a Ben detrás de una roca y le tranquilizó con un susurro consolador:

- No te preocupes. Espera. Ya volveremos.

Luego buscó a Gray y le dijo:

- Nos separamos, mucho silencio, vamos en círculo hacia esa cosa grande de allí.

Sin inmutarse porque se le usurpaba el liderazgo, Gray replicó:

- Buena idea. -Y partió como un conejo.

Cuando los dos hombres se reunieron ante lo que resultó ser un generador abandonado, ninguno tuvo la audacia de expresar lo que estaba pensando, pero después de investigar los alrededores Nate tuvo que hablar:

- Creo que no hay nadie.

En voz muy baja Gray dijo:

- Yo también.

Pero entonces salieron a la superficie ecos de su adiestramiento. «Hombres -les había advertido un ceñudo veterano de Guadalcanal, al visitar el campamento de Texas donde estaba Gray-, el soldado japonés es el más tramposo de la Tierra. Te engaña de diez modos diferentes: trampas cazabobos, francotiradores atados en los árboles, edificios vacíos para hacerte pensar que los han abandonado… Si caes en sus trampas sólo una vez, eres hombre muerto. Muerto, muerto». Inquietantes y letales, los silenciosos edificios de allí delante parecían un perfecto ejemplo de la perfidia japonesa. A Gray se le aflojaron las rodillas.

- Te parece que es una trampa? -susurró a Nate.

Y éste le respondió:

- Habría que averiguar.

Entonces el teniente retomó el mando.

- Cúbreme. -Con un valor que pocos habrían podido demostrar, corrió hacia un grupo de edificaciones que bien podrían haber sido los comedores y la lavandería. Al llegar saltó en el aire y exclamó, agitando los brazOs-: ¡Está desierto!

Antes de que Nate pudiera alcanzarle, comenzó a correr, haciendo muchísimo ruido, de un edificio abandonado a otro. Todos estaban vacíos. Entonces recordó que estaba al mando, pero la excitación apenas le permitió dar una orden.

- Probemos allí -exclamó-. Si ése también está vacío, dispararemos nuestra señal.

Los dos se arrastraron hacia lo que debía de haber sido el cuartel de mando. En medio de la oscuridad) lo encontraron cavernoso Y desierto. Gray cogió a Nate por el brazo, y le preguntó:

- ¿Nos animamos a dar la señal?

- Envía mensaje -dijo Nate.

Gray activó su radio y gritó:

- ¡Se han ido todos! ¡Aquí no hay nadie!

- ¡Repita! -pidió la severa voz del comandante de la flotilla.

- Aquí no hay ningún enemigo. Repito: no hay nadie.

- Verifique. Vuelva a informar dentro de diez minutos. Después Vuelva al barco.

Fueron diez minutos extraños: en medio de la noche aleutiana, entre los fuertes vientos de Siberia, dos desconcertados estadounidenses trataban de imaginar cómo era posible que todo un ejército japonés hubiera podido escapar de esa isla, cuando los mares y el cielo estaban patrullados por barcos y aviones estadounidenses.

- No es posible que se hayan escapado todos -exclamó Gray, en tono malhumorado-. Pero así fue. -Y corrió de un lado a otro, saboreando su gran descubrimiento.

Cuando Nate Coop volvió a la playa para sentarse junto a Ben Krickel y vio el lamentable estado en que se encontraba, también él se echó a temblar. Entonces apareció el teniente Gray, a la carrera:

- ¡Ya han pasado los diez minutos! Podemos confirmar.

- Adelante -dijo Nate. Pero no halló júbilo alguno en la dramática noticia. En el viaje de regreso al PBY remaba mecánicamente, sin saber del todo dónde estaba.

Fue así que un ejército de treinta y cinco mil canadienses y estadounidenses desembarcó sin oposición. En la primera tarde, un bombardero proveniente de Amchitka, que continuaba con el rumbo ordenado por no haber recibido la noticia, vio allí a tropas que operaban sin ninguna protección y, tomándolas por japoneses, las bombardeó. Hubo dos muertos.

Los generales, sin poder creer que los japoneses hubieran podido evacuar toda una isla mientras los bombarderos hacían vuelos de inspección, enviaron patrullas muy armadas para asegurarse de que no hubiera grupos de japoneses escondidos en las cuevas, a la espera de atacar. La medida era prudente y se ejecutó con el debido cuidado, pero los hombres que habían viajado tanto para combatir se sentían tan ansiosos de hacerlo que, cuando un grupo oyó ruidos sospechosos provenientes de otro grupo, en el lado opuesto de una leve colina, un nervioso cabo estadounidense inició el fuego, que fue devuelto por un sargento canadiense igualmente nervioso. En el descabellado enfrentamiento que siguió, las balas de los Aliados mataron a veinticinco aliados e hirieron a más de treinta.

Ésa fue la última batalla de la campaña en las Aleutianas. Había fracasado el intento japonés de conquistar América desde el norte.

En cuanto se hubo alcanzado la paz en el Pacífico estalló una batalla de proporciones similares en Alaska. Para apreciar su significado es preciso seguir los acontecimientos que afectarían a los dos matrimonios jóvenes de la familia Flatch, en los meses que siguieron a las explosiones de las dos bombas atómicas en Japón y el subsiguiente colapso del esfuerzo bélico japonés.

Nate coop, fortalecido y más profundo tras sus experiencias de guerra, de jó atónitos a todos al anunciar:

- Voy a aprovechar los planes para excombatientes. Iré a la Universidad de Fairbanks.

Toda la familia pareció preguntar al unísono:

- ¿Para qué?

- Para estudiar administración de la fauna.

- ¿De dónde has sacado esa loca idea? -inquirieron todos a coro.

y él explicó, en tono enigmático:

- Un cabo llamado Dash Hammett me dijo: «Cuando termine la guerra muévete y estudia algo».

No dijo más. Pasada la primera impresión, recibió el apoyo de su esposa' que recordaba la advertencia de Missy Peckham: «Si has podido domesticar a un alce, puedes civilizar a Nate». Y le acompañó a Fairbanks.

El general Shafter instó a LeRoy Flatch, que ya tenía el grado de capitán en la Fuerza Aérea, a que permaneciera en el servicio, asegurándose ascensos a mayor y a teniente coronel:

- Después de eso, todo depende de la impresión que causes a tus superiores, pero tengo confianza en que algún día llegarás a general… si estudias un poco.

Pese a que los otros oficiales le hacían recomendaciones similares, LeRoy optó por retirarse, a fin de retomar su carrera como destacado piloto rural. Para eso decidió emplear el dinero de su bonificación para el primer pago de un Gull-wing Stinson de cuatro plazas, cuyo precio total sería de diez mil dólares. Su anterior propietario había sido un genio de la mecánica. El avión, modificado por él, tenía ruedas y patines colocados de modo permanente; por lo tanto, el piloto podía partir utilizando las ruedas, volar hasta algún campo nevado de las montañas y, por medio de un sistema hidráulico, retraer las ruedas dentro de una ranura abierta en medio de los grandes patines. En el viaje de regreso despegaba usando los patines, ponía en funcionamiento el sistema hidráulico y las ruedas descendían a través de las ranuras. Claro que, como el sistema era fijo, ya no podía añadir flotadores para utilizar los lagos en el verano. Por lo tanto, para asegurarse una máxima flexibilidad, compró también una versión actualizada de su viejo Waco YKS-7, provisto de flotadores, pero se horrorizó ante el aumento del precio. Había pagado tres mil setecientos dólares por su primer Waco Y seis mil trescientos por el nuevo, que conservaba en un lago, cerca de su cabaña.

Pero ahora tenía esposa. Sandy Krickel, habituada a la vida libre de las aleutianas, sobre todo a los viajes con su padre hasta islas lejanas, no se sentía a gusto encerrada con sus suegros en la cabaña de Matanuska.

Matanuska se había convertido en una ciudad tan popular, pese a la Publicidad negativa inicial, que muchos de los que llegaban a Alaska deseaban instalarse en el valle. Por eso LeRoy y Sandy no hallaban una vivienda adecuada. Sandy sugirió adquirir tierras cerca del glaciar donde construir la casa propia, pero LeRoy señaló que, tras la compra de los dos aviones, no podía permitirse también una casa.

- ¿Y por qué no compras un solo avión? -propuso ella.

Él respondió con firmeza:

- Ruedas, patines, flotadores, ruedas para tundra: un tipo COMO Yo necesita de todo.

Y así desapareció la posibilidad de adquirir una casa.

A esas alturas, cuatro antiguos amigos le ayudaron a tomar una decisión radical, que le haría muy feliz. Tom Venn, de Seattle, cuya empresa R R prosperaba en el resurgimiento de posguerra, estaba ansioso por reinstalarse en El Filón de Venn, junto a los grandes glaciares que brotaban de Denali:

- Quiero pasar más tiempo allí. También insisten Lydia y los chicos, Malcolm y Tammy. Por eso, LeRoy, quiero que lleves todo lo necesario y eches un vistazo a la casa cuando nosotros no estemos.

- Soy piloto, no agente de bienes raíces -replicó LeRoy, con brusquedad.

- Cierto -reconoció Venn-. Pero creo que en los años venideros, los pilotos independientes van a centrar su actividad bastante al norte de Anchorage. Si te quedas en Matanuska te matará la competencia de los aviones grandes.

Como Venn había demostrado muchas veces su agudo sentido comercial, LeRoy no pudo dejar de escucharle. Prestó mucha atención a lo que decía el empresario, desplegando mapas de la Alaska central:

- Es un buen nombre el que han puesto a esta zona, entre Anchorage y Fairbanks: «Cinturón Ferroviario», porque el ferrocarril sirve de atadura. Aquí se concentrará en el futuro la vitalidad de Alaska. Y aquí debes centrar tu actividad, desde ahora en adelante. -Con un gesto imperativo, señaló el Filón-. Nuestra casa está aquí, en las montañas. Matanuska, aquí abajo, está demasiado lejos para que nos prestes el debido servicio. Fairbanks, demasiado al norte. Pero aquí, en el medio, hay una población deliciosa: Talkeetna, que lleva el nombre de las montañas. Queda cerca de nuestra casa. En la zona hay muchas minas que necesitan de los pilotos. Y muchos lagos, con una o dos cabañas en sus costas, a las que habrá que aprovisionar. Por allí pasa el ferrocarril, pero no la carretera: una gran ventaja para ti. Talkeetna está al lado. Tranquila. Fronteriza.

- Hay lógica en lo que usted dice -reconoció LeRoy.

Y el astuto comerciante concluyó:

- He reservado lo mejor para el final. Si te mudas a Talkeetna, yo financiaré tus dos aviones sin intereses.

- Talkeetna acaba de convertirse en mi cuartel general -aseguró LeRoy. Luego reflexionó-: ¿Sabe usted, señor Venn? Cuando se ha sido capitán de la Fuerza Aérea, pilotando aviones grandes, uno empieza a pensar en grande y quiere hacer algo de su vida. Con esposa y todo. Lo mejor que puedo imaginar es ser un estupendo piloto rural, amo de toda esta frontera.

Y extendió las manos sobre el Cinturón Ferroviario, que desde entonces sería su territorio: sus campos remotos, sus tormentas de nieve, sus lagos ocultos, sus maravillas.

Con un chasquear de dedos, Venn alquiló un coche y juntos recorrieron los aburridos ciento veinte kilómetros hasta la soñolienta Talkeedna: unas cuantas casas de madera con fachadas falsas; una población de cien habitantes. Durante el viaje, LeRoy parecía pedir disculpas por lo desolado del panorama, pero al abandonar la carretera principal para tomar el desvío a Talkeetna ascendieron una colina, desde cuya cima se veía un estupendo paisaje del gran macizo Denali, alto, blanco y severo, guardián del Ártico. La vista era tan majestuosa y rara, puesto que las nubes habitualmente impedían la visión, que los dos hombres detuvieron el coche a un lado de la carretera para disfrutar de esa espectacular revelación de Alaska.

- Parece que las montañas te están enviando una invitación, LeRoy.

- Y el joven veterano tuvo una alentadora visión de lo que sería la vida en esa zona durante sus años de madurez.

Pero mientras ellos disfrutaban de ese día, al parecer tan perfecto, en Siberia había comenzado a formarse un frente de tormenta a gran velocidad. En pocos minutos las montañas se perdieron, para recordarle a LeRoy que, si trasladaba su centro de operaciones a Talkeetna, debería aceptar una serie de desafíos nuevos. Siempre se vería obligado a volar a lagos remotos para auxiliar a viejos moribundos o a mujeres jóvenes a punto de dar a luz, y correría el riesgo de verse atrapado en tormentas súbitas. Pero hacia el noroeste se elevaría esa tremenda cordillera nevada que él debía dominar, si quería dedicarse a pilotar aviones: aterrizar con patines a dos mil quinientos metros, para dejar o recoger a los escaladores; volar a cuatro mil ochocientos metros para explorar las laderas del gran Denali, en busca de cadáveres. Era el tipo de desafío que un piloto rural aceptaba y buscaba.

Al desaparecer las grandes montañas, las que serían sus blancos faros en años venideros, resolvió serenamente:

- Voy a hacerlo.

Y Venn dijo:

- Jamás te arrepentirás.

Y así se decidió la mudanza a Talkeetna, con su pista de tierra y sus lagos convenientemente cercanos.

Sandy no pudo hallar una casa al alcance de sus posibilidades, pero, con el préstamo de los Venn, ella y su esposo pudieron construir una. Ya instalados allí, fue ella quien se ofreció a cuidar de El Filón de Venn mientras su esposo volaba. También fue ella quien compró «esta bonita radio», con la cual podía comunicarse con su esposo mientras él volaba a algún sitio remoto o regresaba a casa, tratando de ganarle a una tormenta.

El traslado a Talkeetna fue una de las mejores cosas que LeRoy Flatch hizo jamás, pues le introdujo en el corazón de Alaska, el Cinturón Ferroviario que vinculaba a las ciudades más importantes. Hasta entonces, en su condición de aviador, sólo había visto en el ferrocarril una línea de vías salvadoras que podía seguir cuando la visibilidad era nula. Ahora, como todos los días se detenía un tren en Talkeetna, tuvo ocasión de viajar a Fairbanks en él. Sólo entonces apreció el trabajo superlativo que habían hecho sus coterráneos de Alaska al construir esas vías tan al norte. Y le agradó, sobre todo, la belleza excepcional que envolvía la tierra durante algunas semanas, a finales de agosto y en septiembre.

En aquellas épocas los alisos adquirían un encendido color dorado; las matas de moras, un rojo ardiente, mientras que las majestuosas píceas proporcionaban un majestuoso fondo verde contra el prístino blanco del distante monte Denali. Era Alaska en su mejor versión. Lerroy comentó a su esposa:

- Sólo se ve desde el tren. Si miras desde el avión es sólo un borrón.

Y ella replicó:

- Desde todas partes se ve muy bonito.

Pero más adelante, cuando volaron al Filón para cenar con los Venn, descubrieron que otros tenían sueños muy diferentes para Alaska.

- Han empezado a circular muchos rumores descabellados -Observó Tom Venn, después de cenar-, sobre esa loca idea de que Alaska pase a ser estado. -Estudió a los dos jóvenes que tenía ante sí-. ¿Apoyan ustedes esa tontería?

Como la pregunta requería, prácticamente, una respuesta negativa, Sandy Flatch no pudo menos que contemporizar. Aunque estaba vagamente de acuerdo con que Alaska se convirtiera en estado, expresó una opinión que se oiría mucho en los meses siguientes:

- No sé si tendremos suficiente población.

- Por supuesto que no -aseguró Venn-. ¿Qué opinas tú, LeRoy?

El piloto aún estaba endeudado con los Venn por los dos aviones y su casa; gran parte de la actividad que mantenía a flote su empresa unipersonal dependía de ellos. Por lo tanto, también consideró prudente mostrarse evasivo, pero en su caso estaba muy convencido del criterio militar que expresó:

- El principal valor que Alaska tiene para Estados Unidos, tal vez el único, es convertirse en su escudo militar en el Ártico. Con nuestros limitados recursos, jamás podríamos defender este territorio del Asia. Y el comunismo ruso, en marcha por todos lados, podría avanzar hacia aquí en cualquier momento.

- Has dado en el clavo -dijo Venn, con entusiasmo. Luego se volvió a su esposa-: Explícales lo más importante, que han pasado por alto, Lydia.

Entonces ella entró en la conversación con notable energía:

- Mi padre vio en los viejos tiempos lo que yo veo ahora. Alaska nunca tendrá población, poder, ni finanzas para funcionar como estado libre, como los otros. Debe depender de la ayuda que le presten Los cuarenta y ocho de abajo.

- Y eso significa lo que siempre ha significado -la interrumpió su marido-: Seattle. Allí podemos reunir el dinero de los otros estados. Y cuando lo tenemos, siempre sabemos qué hacer con él.

Lydia continuó en tono persuasivo:

- El hecho es que mi familia, por ejemplo, siempre ha tratado de hacer 'lo más conveniente para Alaska. Cuidamos de esta gente como si fueran miembros de nuestra propia familia. Ayudamos a proporcionarle educación. Defendemos sus derechos en el Congreso. Y tratamos a los nativos mucho mejor de lo que ellos se tratan entre sí.

Durante casi dos horas, los Venn expusieron insistentemente la doctrina que se había vuelto casi sagrada en Seattle: que si Alaska se convertía en un estado, ello sería perjudicial para su población, para la nación en general, para los nativos, para la industria, para el futuro general del territorio Y, aunque Venn no lo decía tan francamente ni siquiera en su casa, terriblemente perjudicial Para Seattle. Los Flatch, que habían entrado en esa discusión sin fuertes convicciones, abandonaron la casa de los Venn bastante convencidos de que el proyecto era algo que se debía evitar.

La segunda familia Flatch, fortalecida por su educación en la universidad, tomó parte por el bando opuesto en esa batalla. Flossie Coop sólo guardaba de Minnesota recuerdos vagos y en general desagradables, aunque había salido de ese estado con sólo diez años.

- Hacía muchísimo frío -decía a Nate, que nunca había estado fuera-. Mucho más que en Matanuska. Y nunca teníamos suficiente para comer. Papá tenía que dedicarse a la caza furtiva para conseguir un venado de vez en cuando. No sentí ninguna pena al salir de allí. Ninguna.

- ¿Qué quieres decir?

- Que estaba predispuesta, como dicen, para que Alaska me gustara. Para mí era la libertad, hortalizas enormes, un glaciar en el mismo valle y un alce domesticado. Era algo excitante, un mundo nuevo que nacía, vecinos estupendos como Matt Murphy y Missy Peckham, y la sensación de estar participando en la historia. -Se interrumpió, con los ojos llenos de lágrimas, para besar a su esposo-. Y lo que tú hiciste en la guerra. -Súbitamente amargada, empezó a pasearse por la cabaña-. Y lo que hizo mi padre al construir esa carretera. Y LeRoy, pilotando sus aviones por todas partes, hasta con tormenta. ¡Y tienen el coraje de preguntarme si estamos preparados para ser estado! Ya estábamos preparados el día en que bajé de ese Saint Miel, ahora lo estamos mucho más.

A Nate Coop no le hacía falta el sorprendente histrionismo de su esposa. Él solo había espiado al enemigo en la isla de Lapak; solo, a veces, en Adak, Amchitka, Attu y Kiska. Rara vez hablaba de sus aventuras y jamás de la muerte del capitán Ruggles, uno de los mejores hombres que había conocido, pero sentía que de esas experiencias y de los años pasados como minero, en el corazón del territorio, sabía algo de cómo era Alaska y de lo que podía llegar a ser. Estaba a favor de que su tierra se convirtiera en un estado. Los hombres como él, como su suegro, que había trabajado en la Alcan, y como su cuñado, que pilotaba aviones, se habían ganado el rango de estado y mucho más. Rara vez participaba en las discusiones públicas que comenzaban a surgir en todo el territorio, pero si alguien le interrogaba no dejaba dudas en cuanto a lo que él opinaba:

- Estoy a favor de ello. Tenemos bastante cerebro para manejar las cosas.

Cuando la paz llegó a Matanuska, modificó muy poco la vida del matrimonio mayor. Continuaban viviendo en la cabaña original y, aun durante el período en que debieron compartirla con LeRoy y su esposa no experimentaron ninguna incomodidad, sobre todo porque pasaban mucho tiempo fuera. Como las piernas quebradas de Elmer jamás se recuperaron del todo, el viejo no pudo retomar su oficio de guía para grupos de cazadores ricOS, provenientes de Oregón y California. Se sintió agradecido de que el joven Nate se ofreciera para reemplazarle. Cuando revelaron sus planes a Flossie, hubo problemas, pues ella les dijo:

- No quiero tener nada que ver con los cazadores que matan a los animales.

Pero Nate dijo:

- Bastará con que les des de comer.

Y la alentó a dedicar una parte de la propiedad a albergar animales huérfanos o heridos por disparos imprudentes.

Fue durante una de esas cacerías cuando Nate, por primera vez, tuvo la audacia de revelar francamente que deseaba que Alaska fuera un estado. Estaba actuando como guía en las montañas Chugach, para tres adinerados deportistas de Seattle que deseaban acampar al viejo estilo, con tiendas y mantas. Rara vez le tocaba trabajar con un equipo que ejemplificara mejor el sentido de la caballerosidad deportiva: cada uno de los hombres llevaba todo su equipo, se turnaban para lavar los platos y todos cortaban leña. Era un grupo notable. La tercera noche, una vez terminado el trabajo, uno de ellos tocó el tema de Alaska. Era un banquero que había ayudado a Tom Venn a financiar la reciente expansión de R R en Alaska y aceptaba con entusiasmo su interpretación de la historia de ese territorio.

- Sería una lástima arruinar este sitio salvaje con alguna tontería costosa, como ésa de que debe convertirse en estado. Hay que mantenerlo así, paradisíaco.

- ¡Por supuesto! -dijo otro de los cazadores.

El tercero, un hombre vinculado con los seguros de las cargas destinadas a Alaska, añadió:

- Una zona como ésta no podrá mantenerse sola ni en cien años.

El banquero, que había combatido en Italia durante la segunda guerra mundial, dijo:

- El dinero no es lo más importante. Eso se puede negociar. Es la posición militar de nuestra nación. Necesitamos que Alaska sea nuestro escudo de avanzada. En realidad, debería estar bajo el mando de nuestros militares.

Cada uno de los tres cazadores había prestado servicio durante la guerra, pero ninguno cerca de Alaska. Sin embargo, los tres expresaban contundentes opiniones sobre la debida defensa del Ártico.

- El gran peligro es la Rusia soviética. La gente da mucha importancia al hecho de que en las dos pequeñas islas Diomedes, una rusa y la otra estadounidense, el comunismo esté apenas a dos kilómetros de nuestra democracia. Eso no tiene importancia; es buena propaganda, pero nada más. Sin embargo, desde la verdadera Siberia hasta la verdadera Alaska hay sólo noventa kilómetros. Eso sí es peligroso.

El de los seguros dijo:

- Si los rusos decidieran venir, Alaska no podría defenderse.

Y el banquero preguntó:

- ¿Cuántos habitantes hay aquí?

- Lo averigüé -dijo el asegurador-. El censo federal de 1940 indicaba una población total de setenta y dos mil personas. Sólo en un suburbio de Los Ángeles hay más que eso.

Y el banquero concluyó:

- Lo mejor es ver Alaska como un lisiado. Siempre necesitará de nuestra ayuda. Convertirla en estado sería un error criminal.

Nate, que estaba ocupado guardando el equipo, se sintió por fin obligado a participar:

- Pues nos defendimos bastante bien contra los japoneses.

- ¡Un momento! -protestó el tercer cazador-. Yo estaba combatiendo en Guadalcanal y nos volvimos locos de miedo cuando los japoneses tomaron con tanta facilidad estas Aleutianas. Estaban haciendo un movimiento de pinzas: Pacífico Norte, Pacífico Sur.

- Pero los expulsamos, ¿no?

El hombre de Guadalcanal, interpretando que, según Nate, los de Alaska habían derrotado solos a los japoneses, dijo:

- Ustedes y cincuenta mil soldados del continente que les ayudaron.

Nate se echó a reír:

- Yo y el criador de zorros explorábamos las islas sin mucha ayuda de la nación.

La frase «criador de zorros» desvió la conversación, pues los hombres de Seattle quisieron saber a qué se refería. Nate se pasó media hora explicando que, en las desiertas Aleutianas, había hombres que alquilaban islas enteras, como Ben Krickel, para poblarlas con un solo tipo de zorros: «Puede ser el plateado, que da más ganancia. O el azul que se cría muy bien. O simplemente el zorro rojo. Hasta un bonito gris claro». Les describió lo que hacían los Krickel, padre e hija, para cazar los zorros azules de la isla de Lapak y enviarlos al comerciante de Saint Louis. Luego añadió:

- Mi cuñado llegó a ser oficial de la Fuerza Aérea. Se casó con la hija de Krickel.

El de los seguros, cautivado por su relato, exclamó con ese burbujeante entusiasmo que le permitía conquistar a los posibles clientes:

- ¡Caramba! ¡Dos matrimonios en la familia y los dos entre una persona de Minnesota y una que es mitad india! ¿No es curioso?

- YO soy mitad indio. Sandy Krickel es mitad aleuta.

- ¿Hay quien pueda darse cuenta de eso a simple vista?

Por primera vez Nate estalló en una carcajada.

- Puedo distinguir a un aleuta de un indio a cien metros. Y cuando pierdo los estribos, Sandy asegura que puede reconocer a un indio a ciento cincuenta. Los nativos entre nosotros no nos tenemos mucho cariño que digamos.

- ¿Pero todos tienen problemas con los blancos? -preguntó el banquero.

Nate eludió la respuesta.

- Vean ustedes: además hay cinco o seis tipos diferentes de esquimales. Y los yupiks no se llevan muy bien con los inupiats.

- ¿Cuál es cuál? -preguntó el de los seguros.

- Los inupiats viven en el norte, a lo largo del Océano Glacial Ártico; los yupiks, al sur, junto al mar de Bering. Yo prefiero a los yupiks, pero unos Y otros me matarían a golpes, si pudieran.

- ¿Y no pueden? -preguntó el de los seguros.

- De tres en tres, quizá.

El banquero levantó la vista de la cama que estaba haciendo.

- Con tantas diferencias, no creo que quieras que Alaska sea un estado, ¿verdad?

- Con una población de sólo setenta mil -objetó el banquero.

- Como en una pelea entre los esquimales y yo, aquí un solo hombre vale por dos. o por tres, quizá.

En Matanuska, la persona que se tomaba más a pecho la lucha por alcanzar la condición de estado para Alaska era Missy Peckham; la enérgica anciana de setenta y cinco años se había quedado en esa colonia porque allí vivían muchos de sus amigos. Como al parecer no había en la región otra persona que pareciera apta, el gobierno territorial la había nombrado representante local de una Comisión de Apoyo, cuya misión consistía en organizar el apoyo local a la causa de la conversión de Alaska en estado y representar las aspiraciones de Alaska en Los cuarenta y ocho de abajo. Para muchos, ese nombramiento no era más que una especie de cargo honorífico, que no requería trabajo ni grandes compromisos. Para Missy, en cambio, se convirtió en la gran pasión de sus últimos años. Escalando el paso de Chilkoot o batallando en Nome por la justicia, había aprendido que el autogobierno no dependía del número de habitantes ni de la base impositiva, tampoco de la conformidad a normas rígidas, sino del fuego que hubiera en el corazón humano. Y el suyo estaba en llamas, pues había presenciado de cerca el celo con que los pobladores de Matanuska construyeron un nuevo mundo para sí mismos y había visto a hombres ardientes construir su carretera en el páramo. Sabía que el pueblo de Alaska estaba listo para convertirse en estado y que su coraje establecía su capacidad.

Por eso se tomó muy en serio su misión, convirtiéndose en la autoridad civil de Alaska sobre un problema pequeño, pero importante: la industria del salmón. Aunque nunca había trabajado en una fábrica de conservas, su larga residencia en Juneau la había puesto en contacto con diez o doce instalaciones, como las de Tótem en el estuario del Taku. Por sus experiencias con los propietarios de Seattle y los hombres que trabajaban para ellos, contaba con sólidos conocimientos de la economía de esa industria crucial. Cuando reunía todos sus datos, presentaba el horrible retrato de una situación injustificable, como hizo durante su primera y apasionada presentación en una reunión que se llevó a cabo en Anchorage:

Los hechos son estos. Las fábricas de conservas han pertenecido siempre a hombres ricos de Seatttle y muy rara vez a alguien de Alaska. Por su asociación con los poderosos intereses de Washington, ellos siempre han evitado pagar impuestos a nuestro gobierno de Alaska. Importan trabajadores a nuestro territorio por los meses de verano, sin pagar impuestos sobre sus salarios. ¡Oh, sí! Pagan cinco dólares por cabeza, cinco dólares, para una especie de impuesto escolar; pero no es lo que deberían abonar por robar uno de nuestros recursos naturales más valiosos.

Lo que me indigna, lo que debería indignar a todos ustedes, es que las trampas y las ruedas que se utilizan están acabando con nuestros salmones. En el estado de Washington y en Canadá no se permiten esas matanzas caprichosas; por eso, allá el salmón aumenta año tras año. El nuestro se está acabando porque las autoridades federales han obedecido siempre al interés de Seattle, nunca al nuestro. Y como no somos estado, no tenemos senadores ni congresistas que hagan valer nuestros derechos.

Esa primera vez habló durante quince minutos, causando una impresión tremenda por la autoridad con que había reunido los hechos condenatorios de la situación; más adelante, algunos expertos interesados empezaron a proporcionarle datos más específicos. Entonces su habitual disertación sobre los salmones llegó a veinticinco minutos; se convirtió en lo que un admirador partidario del estado denominaba «nuestro discurso de barricada». Pero en la cima de su popularidad uno de los expertos le advirtió:

- Tu charla, Missy, es toda datos y cifras. Si te enviamos a Los cuarenta y ocho de abajo, tendrás que infundirle más interés humano.

Ella estaba en desventaja por no haber trabajado nunca en un bote pesquero ni en la industria conservera, pero la casualidad hizo que recibiera ayuda de una fuente inesperada. Una noche, mientras disertaba en Anchorage, donde la agitación por la causa iba en aumento, vio entre el público a una mujer bien vestida, de unos cuarenta y cinco años, que se inclinaba hacia delante para seguir con atención cada una de sus acusaciones. Su presencia la desconcertó, pues Missy no podía determinar su raza; no era caucásica, por supuesto, pero tampoco esquimal ni atapasca. «Probablemente sea aleuta. Con esos ojos…»

- Al terminar la reunión, la desconocida no salió con los otros, sino que permaneció a un lado, mientras varias personas se adelantaban para felicitar a Missy. Cuando el salón quedó casi desierto, la mujer se acercó con una sonrisa cálida y la mano extendida.

- Nos conocimos en Juneau, señora Peckham. Soy Tammy Ting. Ahora, Tammy Venn.

- ¿Tú eres la hija de Ah Ting? ¿La nieta de Sam Bigears?

- Sí. Ah Ting y Sam hablaban muy bien de usted, señora Peckham.

- Señorita. -De pronto, como si la hubieran sorprendido robando galletitas, Missy se llevó una mano a la boca, con una gran sonrisa-. ¿He dicho algo horrible en mi disertación? Sobre los Venn, quiero decir.

Entonces Tammy añadió algo que cimentaría la amistad entre ambas:

- Nada que yo misma no diga. Soy una firme partidaria de que seamos un estado, señorita Peckham.

Missy la observó y reparó en las encantadoras sombras chino-tlingits que daban a su rostro una expresión tan provocativa. De pronto se irguió hacia arriba y la besó.

- Será mejor que conversemos -dijo.

Volvieron al hotel de Tammy, a analizar las cuestiones del salmón, las fábricas de conservas y la relación que con ambas habían tenido Ah Ting y Sam Bigears.

- Hay algo que siempre me intrigó -dijo Tamy-. En inglés el nombre de mi padre habría debido ser Ting Ah. Era el señor Ah, pero siempre lo llamaron señor Ting. Y yo heredé su nombre en vez de su apellido. Un día le pedí que me lo explicara y él se burló: «Señor Ah por aquí, señor Ah por allá… Como estornudos. Señor Ting, sonoro, práctico».

- Él era práctico, sí -reconoció Missy-. Cuéntame cómo eran las cosas en la fábrica de conservas.

Los relatos que Ah Ting y Sam Bigears habían hecho a su familia le ocuparon horas enteras. Desde entonces, la arenga de Missy sobre el salmón adquirió un toque personal. Hablaba de la visita que Will Kirby, su antiguo amante, había hecho al estuario del Taku, en un intento por convencer a los propietarios de Seattle de que dieran a los salmones una mejor posibilidad de supervivencia; relataba el dramático hundimiento del Montreal Queen. En realidad, la disertación de Missy se convirtió en uno de los puntos sobresalientes en la lucha de Alaska por alcanzar el rango de estado. Quienes la escuchaban decían a sus vecinos: «Deberías escuchar a la Peckham. Ella sabe el porqué».

El punto culminante de su campaña, en lo que al salmón se refería, se produjo en una gran reunión en Seattle, donde era esencial reclutar el apoyo de los senadores Magnuson y Jackson. Telefoneó a Tammy Venn en cuanto bajó del avión:

- Esto es importantísimo, Tammy. Quiero causar buena impresión y necesito tus consejos.

La respuesta de Tammy la dejó atónita:

- No tendrás dificultades. Yo voy a hablar inmediatamente después que tú y cubriré cualquier error que cometas.

- ¿Vas a hablar en favor de que Alaska sea un estado? ¿En Seattle?

- Por supuesto.

- Bendita seas.

Las dos mujeres se presentaron hacia el final de la reunión: la recia trabajadora social y la suave chino-tlingit, miembro de la alta sociedad de Seattle. Ambas crearon espectación, una enérgica apertura del debate sobre el estado de Alaska. Los diarios locales, naturalmente, destacaban el hecho de que Tammy Venn fuera la nuera de Thomas Venn, presidente de Ross Raglan e inveterado opositor a que se otorgara rango de estado a una zona tan atrasada como Alaska, donde se concentraban tantas de las inversiones de los Venn. A la mañana siguiente, cuando los periodistas pidieron su oPinión sobre la explosiva declaración de Tammy, Venn dijo austeramente:

- Mi nuera expresa su propia opinión pero, como abandonó Alaska siendo muy joven, no está al tanto de los últimos acontecimientos en el territorio.

Los mismos periodistas entrevistaron a Malcolm Venn, el cual dijo:

- ¿Dicen ustedes que mi esposa ha apoyado públicamente el rango de estado para Alaska? -Y ante el coro afirmativo-: Está más loca que una cabra. Tendré que hablar con ella de esto. -Luego se echó a reír-: ¿Alguien de ustedes ha tratado de sacarle una idea de la cabeza?

Cuando se le preguntó específicamente si él estaba en contra de que Alaska se convirtiera en estado, dijo con seriedad:

- Sin duda. Ese maravilloso territorio fue creado para seguir siendo salvaje. Con etenta mil habitantes no podría tener un concejo municipal, mucho menos un gobierno.

A la mañana siguiente, los diarios publicaban la refutación de Tammy:

- Siempre sospeché que mi esposo sabía muy poco sobre mi tierra natal. El censo de 1950 indica que tenemos ciento veintiocho mil seiscientos cuarenta y tres habitantes. Estoy segura de convencerle de nuestro derecho a ser estado antes de que acabe el mes.

Pero ese fin de semana se publicó una simpática instantánea de Tom y Lydia Venn, acompañados por Malcolm, a un lado de la animosa Tammy, que posaba con un estandarte de Missy Peckham: ESTADO YA.

La broma periodística provocó una derivación asombrosa: un comerciante de cincuenta años, vestido de sarga azul y calzado con zapatos negros muy lustrados, se presentó en el hotel de Missy, anunciándose con el nombre de Oliver Rowntree, dedicado en San Francisco al transporte de mercancías. Estaba en Seattle para ciertas negociaciones con el ferrocarril, que serían de gran importancia para toda la costa del Pacífico. Su sorpresa fue obvia al ver que era una mujer tan anciana la que estaba armando tanto alboroto por Alaska, pero fue pronto al grano:

- Estoy ciento por ciento de acuerdo con usted, señorita Peckham. No ocupo ningún cargo en el gobierno ni tengo autoridad de la que valerme, pero cuento con la información de toda una vida. Y me saca de quicio ver que gente como la de Ross Raglan conspire con los ferrocarriles para negar a Alaska el rango de estado.

- ¿Por qué le preocupa tanto a usted?

- Porque nací en Alaska. En Anchorage. Mi padre trataba de sacar adelante un comercio. Uno de los mejores; podía medirse con los de fuera, como decíamos entonces.

- Ahora decimos «Los cuarenta y ocho de abajo».

- Trabajó mucho con Hawaii. Allí se habla de «el Continente». Y es por mi experiencia con ellos por lo que lo de Alaska me duele tanto. Quiero que nuestra gente, allá arriba, tenga por fin una oportunidad justa.

- Usted lo hace por su padre, ¿verdad?

- Supongo que sí. Yo ví cómo luchaba para ganar cada dólar, con el agua al cuello. Vino a Oregón, donde las leyes eran sensatas, y sin ninguna dificultad creó la mejor tienda al norte de San Francisco. Murió rico, con una cadena de ocho tiendas considerables, cada una de las cuales rendía bastante dinero.

»Ahora vamos a los hechos. Estoy descubriendo que la emoción generalizada importa muy poco en este asunto. Matar de hambre a los esquimales no es ahora mejor de lo que fue matar de hambre a los belgas en la primera guerra mundial.

Los datos que el hombre le presentaba eran tan asombrosos que Missy quiso oírlos dos veces.

- Mejor aún -propuso él-, le enviaré algunos informes.

Pero estos, una vez recibidos, no sustituían el duro recital que él le había proporcionado en la primera reunión.

- Todo comenzó con la Ley Jones, de 1920. ¿Ha oído hablar de ella?

- Vagamente. Sé que es mala para Alaska. ¿Detalles? No.

- Bueno, el suegro de ese empresario cuya fotografía se publicó en el diario de esta mañana, el viejo Malcolm Ross, tuvo una influencia decisiva en su promulgación. El senador Jones, de Washington, la hizo aprobar por el Senado. LO que hacía, sencillamente, era poner una camisa de fuerza a Hawaii y sobre todo a Alaska. Decía que para llevar cargas a Alaska o a Hawaii desde los puertos de la Costa Oeste, los barcos debían ser construidos en Estados Unidos, propiedad de empresas estadounidenses y tripulados por ciudadanos estadounidenses. Eso puso a Hawaii y a Alaska en considerable desventaja con respecto a puertos como Boston o Filadelfia, donde los navíos europeos y los de bandera extranjera pueden traer mercancías desde el exterior. Pero Hawaii estaba mucho mejor que Alaska, pues había líneas competidoras que se esforzaban por reducir costes. Alaska sólo cuenta con R R, que ha continuado estrangulando a la gente de allí como estrangulaba a mi padre.

- No puedo creer que una nación haga eso con una parte de sus habitantes -dijo Missy. Entonces Rowntree presentó el argumento decisivo:

- Aquí es donde yo entro en escena a lo grande. Traigo una enorme cantidad de mercaderías por tren, a través del país. Debido a las tretas que los de Seattle deslizaron en la Ley Jones, lo que me cuesta un dólar de flete a San Francisco, para despachar a Hawaii, cuesta un dólar con noventa y cinco si lo envío a Seatle para embarcarlo hacia Alaska. Si tenemos en cuenta las desventajas que padece Alaska, la proporción es de tres a uno.

- ¿Y por qué Hawaii sale tan favorecido? -preguntó Missy, disgustada.

Y Rowntree dijo, bromeando sólo a medias:

- Porque allí son más inteligentes. Han aprendido a protegerse.

Missy juró:

- Conseguiremos algunos cerebros de Hawaii. -Y pidió ayuda a Rowntree para redactar y pulir la famosa disertación que pronunciaría más de sesenta veces por todas partes en Los cuarenta y ocho de abajo: «El estrangulamiento de Alaska».

Su primera lectura, en un salón de Seattle, tuvo una consecuencia imprevista, pues Tammy Venn apareció entre el público, llevando a rastras a su animoso -marido. Antes de la reunión, algunos conocidos fastidiaron a Tammy, recordando que Malcolm había dicho de ella públicamente que estaba «más loca que una cabra». Presionado, le dijo a un periodista:

- Me he disculpado mil veces por esa declaración. Fue grosera y casi indecente. Debería haber dicho que estaba más loca que un piojo.

Juntos explicaron, de muy buen humor, que estaban en desacuerdo con respecto a muchas cosas:

- Tammy es demócrata, yo, republicano. Ella quería que nuestros hijos fueran a la escuela pública. Yo deseaba una de las buenas escuelas privadas del este.

- ¿Y quién ganó?

- Empate. La niña estudia en el este. El varón aquí, en Seattle.

- ¿Y quién va a ganar en el asunto del estado de Alaska?

Él replicó:

- Los senadores de esta gran república tienen suficiente sentido común como para no aprobar esa tontería.

Mientras hablaba, ella le puso la mano detrás de la cabeza, a la vista de las cámaras, haciéndole orejas de burro con el índice y el meñique.

Después de la conferencia (que para Tammy fue deliciosa y para su esposo, motivo de disgusto, por el modo en que Missy atacaba a su padre) se encontraron con Oliver Rowntree. Al primer saludo, Oliver y Tammy se miraron con fijeza y, chasqueando los dedos, exclamaron:

- ¡Pero si nos conocemos!

- ¿Cómo es eso? -preguntó Malcolm Venn, mientras se sentaban a tomar una copa.

Tammy comenzó a hablar en tono vacilante:

- La historia es larga, pero ¿recuerdas cuando nos conocimos, en mil novecientos veinticinco, en ese barco de R R que nos llevaba a Alaska? -Ante la expresión confundida de su esposo, ella insistió-: Haz memoria. Tú estabas allí trabajando de detective privado, para atrapar al pillo que saboteaba los barcos de tu padre.

- ¡Por supuesto! Fue un viaje muy romántico, aunque sea yo quien lo diga. Pero no pude atrapar al saboteador.

Tammy apuntó un dedo hacia sí misma, tratando de disimular la sonrisa.

- ¿TÚ?-gritó su esposo, tan fuerte que se oyó en otras mesas.

Ella hizo un gesto de asentimiento y pidió a Rowntree que completara la historia.

- Dice la verdad. En siete viajes sucesivos fui yo quien arrojó objetos del barco por la borda y atascó los inodoros.

- Nos conocimos en la universidad, por casualidad -intervino Tammy-. Él me dijo que debía alejar las sospechas de sí y me pidió que hiciera lo mismo en un barco donde él no estuviera presente. Las mismas pistas, todo eso.

- Pero ¿por qué? -preguntó Venn a Rowntree.

Y éste respondió, simplemente:

- Porque ustedes, con la Ley Jones en el bolsillo, estaban sofocando los legítimos negocios de Alaska. Mi padre quebró por culpa del suyo. El sabotaje era la única venganza que yo podía tomar.

Malcolm Venn, que pronto sería presidente de R R, miró fijamente a ese desconocido surgido del pasado e irrumpió en una cálida sonrisa:

- ¡Hijo de puta! Tendría que hacerte detener.

- El delito ha prescrito.

- ¿Y tú le ayudaste? -preguntó a Tammy, que sonrió:

- Sí. En esos tiempos mis padres estaban muy en contra de R R. Más tarde cedieron.

Conversaron largo rato sobre los viejos tiempos. Luego Venn dijo:

- Mi padre trabajó con un viejo réprobo llamado Marvin Hoxey para hacer aprobar la Ley Jones, por el bien de Alaska. Ahora yo trabajaré con algunos de los empresarios más honrados del mundo para oponerme a que Alaska sea un estado, a fin de proteger esta zona maravillosa de su propia locura. Ustedes tres no tienen ninguna posibilidad de llevar esto a cabo, por muy persuasivos que sean sus discursos, señorita Peckham. Las buenas gentes de Estados Unidos son demasiado inteligentes como para caer en su trampa.

Al parecer, una vez más los estados del Oeste sabían lo que más convenía a Alaska, pues en esa primera escaramuza el Congreso escuchó a líderes como Thomas Venn y los magnates industriales de Seattle, Portland y San Francisco. Pero los testimonios más perjudiciales llegaban de la misma Alaska, pues sus ciudadanos, audiencia tras audiencia, se presentaban para atestiguar que el territorio no estaba preparado para ser estado, a lo que se oponían por diversas razones. En una serie de reuniones a las que convocaron a congresistas que viajaron a Alaska para escuchar la opinión de los pobladores locales, surgieron estos tipos de testimonios:

General Leonidas Shafter, retirado de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, domiciliado en la península de Kenai: «En efecto, senador, yo ayudé a construir los aeropuertos de Alaska y presté servicio en las Aleutianas durante la segunda guerra mundial. Sé por experiencia la importancia militar de Alaska. Es la autopista por la que Rusia atacará algún día a Norteamérica y debe permanecer bajo control militar. Conceder a Alaska los derechos de un estado sería desastroso para la seguridad de nuestra nación».

Thomas Venn, industrial de Seattle, propietario de una casa cerca de Denali: «Debido a mi larga vinculación con Alaska y a los años que pasé aquí, trabajando en distintas actividades, debo oponerme a que este territorio vasto, desconectado y despoblado se convierta en estado. El tiempo ha demostrado que las disposiciones actuales aseguran el bienestar de los pocos que viven aquí e incentivan el desarrollo de zonas todavía intactas».

Señora Watson, ama de casa de Haines: «No conozco a seis contribuyentes que quieran que Alaska sea un estado. Claro, hay unos cuantos indios y mestizos que no pagan impuestos y están entusiasmados con la idea».

John Karpinic, tendero de Ketchikan: «Por aquí nadie quiere tontear con un gobierno de estado. Suficientes problemas tenemos con el federal».

Contra esta arremetida en defensa del statu quo, unas pocas voces se alzaban enérgicamente a favor de que el territorio se convirtiera en estado. Tres eran significativas:

John Stamp, editor de Anchorage: «Podría dar ochenta motivos por los que Alaska debería ser estado desde hace tiempo, pero no puedo superar las sencillas palabras que pronunció James Otis en vísperas de la Revolución Americana: «Impuestos sin representación es tiranía». Si sus corazones no responden a ese grito de batalla, ustedes falsean el espíritu de la gran nación que surgió de ese grito. ¿Por qué Alaska no tiene carreteras como el resto de Norteamérica? Porque no tenemos congresistas que luchen por ellas. ¿Por qué nuestros ferrocarriles no reciben el debido subsidio del gobierno federal? ¿Por qué no tenemos los aeropuertos que necesitamos tan desesperadamente? ¿Por qué no contamos con las escuelas, los hospitales, las bibliotecas públicas, los grandes tribunales? Porque ustedes nos han negado el derecho a cobrar impuestos a las industrias que, en otras partes de Estados Unidos, ayudan a pagar esos servicios. Como los colonos de antaño, pido a gritos alivio».

Henry Louis Dechamps, profesor de geografía, Universidad de California, Berkeley-, ciudadano estadounidense educado en la universidad canadiense de McGill: «Caballeros: al tratar de decidir qué harán con Alaska, se lo ruego, no se fijen sólo en Juneau y Sitka, pensando que están viendo el corazón de Alaska. No miren sólo a Anchorage y Fairbanks. Miren ustedes, les ruego, la parte más septentrional de ese vasto territorio, allí donde toca el Océano Glacial Ártico, pues a lo largo de esas costas y en ese mar helado se desarrollará la historia que determinará el destino de América del Norte. Estamos horriblemente retrasados en nuestros conocimientos de cómo vivir yfuncionar en el Ártico. Pero puedo asegurarles que la Unión Soviética está realizando allí ejercicios constantes y que su acumulación de conocimientos excede ampliamente al nuestro. Debemos ponernos al día pues el Océano Glacial Ártico está destinado a ser, en el futuro, no una masa de agua rodeada de hielo, sino un mar oculto en cuyas entrañas navegarán submarinos y otros navíos que actualmente no podemos imaginar. Será una ruta para los aviones, un aposento para hombres audaces, dispuestos a atacar nuestras comunicaciones, nuestras bases de avanzada, nuestras costas y nuestra misma seguridad como nación. Alaska, en el próximo siglo, será una de las principales posesiones de Estados Unidos. Hagan caso omiso de ella y pondrán en peligro a nuestra nación. Desarróllenla y tendrán un escudo adicional. Concédanle ahora mismo el rango de estado».

Señorita Melissa Peckham, ama de casa de Juneau (después de explicar las monstruosidades de la Ley Jones y los abusos cometidos contra Alaska por los ferrocarriles y las instalaciones portuarias de Seattle, concluye como sigue): «Me pregunto si, entre las personas que han atestiguado ante ustedes durante estos tres días, hay una sola que tenga de Alaska una experiencia tan amplia como yo. Como llegué siendo joven, pude ver las minas de oro, el desarrollo del río Yukón, la gran industria de conservas de salmón del sur, el crecimiento de aldeas y ciudades, el noble experimento de Matanuska, la llegada del ferrocarril, la construcción de la carretera Alcan, el surgimiento de la aviación. Pero, por encima de todo, he visto nacer un pueblo nuevo, con aspiraciones nuevas. Estamos hartos de ser colonia. Queremos una legislatura propia, que cree nuestras propias leyes. Queremos ser libres del condescendiente control de Seattle. Creemos habernos ganado el derecho a que se nos considere ciudadanos plenos con derechos plenos».

Pero a largo plazo, los testimonios más efectivos fueron los de personas de nombres extraños y rostros más extraños aún; ellas desfilaron ante los micrófonos con declaraciones tan simples que resonaron como cañonazos en las paredes de las salas donde se llevaban a cabo las reuniones:

Saul Chythlook, taxista esquimal yupik, domiciliado en Nome: «Combatí en Iwo Jima; me dieron baja en San Francisco. Trabajé un tiempo país norte de puente grande. Vi muchas ciudades pequeñas. No gran cosa. Todas tienen gobierno propio. ¿Por qué nosotros no?»

Stepan Kossietski, maestro tlingit en la escuela de Mount Edgecumbe, Sitka:'«Cursé mi bachillerato en Artes en la Universidad de Alaska, en Fairbanks, y la licenciatura en Berkeley, California. Estoy de acuerdo con la mujer de Shishmaref que atestiguó esta mañana. Hay muchos nativos que no están preparados para que Alaska sea un estado. Pero supongo que en un estado como Dakota del Sur hay también unos cuantos que no lo están. Beben demasiado. Son perezosos. No leen los periódicos. Pero permítanme decir algo: los nativos buenos que conozco no están simplemente preparados, sino también impacientes. ¿Si son capaces de gobernar lo que sería el estado de Alaska? Debo decir que están mucho mejor preparados que algunos de los funcionarios que ustedes nos han enviado desde Los cuarenta y ocho de abajo».

Norma Merculieff, ama de casa aleuta-rusa de la isla Kodiak: «Mi esposo pesca cangrejos. Él y dos más tienen barco propio: ciento ochenta mil dólares, todo pago, impuestos también. ¿Creen ustedes que ellos no saben manejar un concejo municipal? Si son demasiado estúpidos, sus esposas manejaremos el concejo y que ellos manejen el barco. El año que viene comprarán otro, doscientos cincuenta mil dólares; les va muy bien».

Ganaron los opositores y la estadidad de Alaska pareció haber muerto. Pero entonces comenzaron a pasar diversas cosas: algunas, de importancia nacional; otras, de dimensiones arbitrarias y hasta tontas. Los ciudadanos de Estados Unidos empezaban a pensar globalmente; muchos de ellos, que nunca habían soñado con Hawaii ni con Alaska, comenzaron a comprender que, cuanto antes la nación acercara a su seno esas preciosas tierras alejadas, mejor. Además, muchos estadounidenses habían combatido en el Pacífico y ahora apreciaban tanto su magnitud como su importancia. Otros habían descubierto el valor que podía tener una isla insignificante, como Wake o Midway, arenales en los que se decidía el destino de una nación, motas invisibles a quince kilómetros de distancia de las que dependían las aerolíneas del mundo, y no estaban dispuestos a renunciar a islas grandes como Hawaii.

Siempre hubo más apoyo para Hawaii que para Alaska. Teniendo en cuenta la riqueza y la población proporcional de ambas, no es de extrañar. Pero hombres reflexivos como el profesor Dechamps, que había atestiguado ante la comisión del Congreso, continuaban disertando sobre la importancia de las tierras septentrionales; también los militares usaban ahora globos terráqueos antes que mapas planos y apreciaban el enorme valor de un perímetro defensivo en el norte. Por lo tanto, crecía el apoyo para Alaska.

Pero entonces la política empezó a asumir una importancia decisiva y surgieron errores de cálculo muy curiosos: los más expertos entendían las cosas totalmente al revés. Según su razonamiento, como Hawaii estaba bastante bien poblado, a cargo de hombres y mujeres responsables, si se le daba rango de estado, votaría sin duda por el Partido Republicano; en cambio Alaska, indisciplinado territorio fronterizo, probablemente daría su voto a los demócratas. A largo plazo resultó a la inversa, para estupefacción de muchos, incluidos los expertos.

En este punto crucial, los reflexivos militares que rodeaban a Eisenhower, así como los conservadores de Seattle y el Oeste, cargaron demasiado las tintas y convencieron al presidente de que Alaska, al menos el noventa por ciento situado más al norte, debía permanecer bajo control militar, con rango de territorio. Una tarde, persuadido por sus argumentos, el mandatario dijo al desgaire, ante la prensa de Washington, que en el sector sudeste de Alaska (Juneau, Sitka, Ketchikan, Wrangell, Petersburg) podía haber bastante población para merecer el rango de estado en algún futuro no muy próximo, pero que las grandes zonas desiertas del norte quizá nunca se poblarían lo suficiente.

Ese flagrante error permitió a los habitantes de Alaska hacer pública una asombrosa corrección: «El presidente Eisenhower tal vez entienda de Asuntos militares, pero obviamente sabe poco de Alaska. Según el censo preliminar de 1960, si tomamos las cinco ciudades del sudeste que él alaba por estar tan pobladas, suman una población de diecinueve mil habitantes; en el Cinturón Ferroviario, en cambio (es decir, de Fairbanks a Anchorage y hasta la península Kenai, donde termina el ferrocarril) habrá más de cincuenta y siete mil: tres veces más. Es el Cinturón Ferroviario el que está listo para ser estado, no las pequeñas poblaciones preferidas por el general, allá en ese rincón olvidado».

En ese momento crítico en que la aprobación de la nueva ley oscilaba en la balanza, se produjo una de esas casualidades que a veces ayudan a decidir la historia. El gobernador del territorio era un dotado exestudiante de medicina y periodista, Ernest Gruening, de Harvard, que en 1928 había escrito el mejor libro sobre la revolución de México. Su perspicaz análisis llamó la atención del presidente Roosevelt, que le nombró director de la División de Territorios e Islas. Fue así como llegó a conocer Alaska y a respetar su potencial grandeza. En los círculos de gobierno solía hablar con tanta frecuencia y entusiasmo sobre lo que Alaska podía llegar a ser que, en 1939, fue designado gobernador territorial y, más tarde, elegido para oficiar como seudo-senador ante el Congreso de Estados Unidos, con voz, pero sin voto, hasta el momento en que el territorio se convirtiera en estado y se pudieran elegir senadores de verdad.

Gruening había descubierto cuánto bien puede hacer el libro adecuado en el momento adecuado y, como buen publicista, recurrió a una amiga escritora, Edna Ferber, a la que le hizo una tentadora propuesta: «Venga a Alaska y escriba un libro sobre nosotros. Haga por nosotros lo que acaba de hacer por Texas». La enorme popularidad de su novela Gigante había despertado el interés de toda la nación por las debilidades y grandezas de ese estado sureño, y él suponía que un libro similar, escrito por la misma autora, podría hacer lo mismo por Alaska.

La señorita Ferber, tras enfrentar la tormenta de críticas adversas arrojadas sobre ella por los leales a Texas, disfrutaba con la idea de abordar otro asunto polémico. Pasó un breve tiempo en Alaska y escribió apresuradamente Palacio de Hielo, que fue ampliamente leído. Las consecuencias fueron exactamente las que esperaba el sagaz Gruening. De ese libro escribiría más adelante:

Palacio de Hielo hizo una contundente defensa del derecho de Alaska a ser un estado, bajo la forma de una obra de ficción.

- Algunos críticos literarios consideraron que no estaba a la altura de sus mejores trabajos, pero uno de ellos lo calificó, bastante acertadamente, como «La cabaña del tío Tom para el estado de Alaska». Miles de personas~ que hasta entonces nunca se habían interesado por nuestros artículos documentales en favor de nuestra causa, de los cuales publiqué varios en Harper's, The Atlantic Monthly y The New York Times Magazine, leían novelas.

En las últimas semanas de nuestra campaña por el rango de estado, decenas de personas me preguntaron si había leído Palacio de Hielo. El libro llamó la atención de muchos congresistas. No dudo que cambió unos cuantos votos.

En 1958, al intensificarse el debate, un anciano caballero de excelente reputación entró majestuosamente en una sala de audiencias del Senado, dispuesto a atestiguar contra la conversión de Alaska en estado. Era Thomas Venn, de setenta y cinco años, y estaba en Washington para proteger los intereses comerciales de Seattle. De pelo blanco y porte puritanamente erguido, daba la impresión de ser un hombre que no toleraba a los tontos ni a sus tontas opiniones, pero no despertaba rechazo en modo alguno, pues sabía sonreír afablemente cuando sus amigos saludaban y sabía que la presencia de su esposa, Lydia Ross Venn, realzaba ese aspecto de distinción.

Mientras ocupaban sus lugares, en el extremo de la fila reservada para los declarantes, la señora Venn susurró discretamente algo al oído de su esposo, que miró hacia el extremo opuesto:

- ¡Dios mío! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Era Missy Peckham, de Juneau, cuya firme decisión había ayudado a mantener la lucha en la primera plana de los periódicos. Tenía una sonrisa traviesa e ingenio rápido; no la sobrecogían la sala de audiencias ni los dignatarios que estaban entrando para llevar a cabo la sesión, en la que ella presentaría su último testimonio sobre la cruzada a la que había dedicado los últimos años de su vida. Al ver que Tom Venn la miraba fijamente, saludó con una sonrisa inocente, como para darle la bienvenida a su bando. Él se inclinó, tieso y sin que se le coloreara el rostro. Luego tomó asiento y escuchó recitar ante el público su larga relación con Alaska y Ross Raglan. A continuación, sin levantar la voz ni entablar polémicas, presentó los argumentos de los que se oponían al rango de estado, entonces y en el futuro previsible:

- Caballeros: entre los presentes en esta sala, nadie puede hablar de Alaska con más afecto que yo. Conozco cada rincón de ese vasto territorio desde que, en 1898, escalé el temido paso de Chilkoot; a lo largo de las décadas siguientes, he actuado siempre para promover el bienestar de Alaska. Les aseguro que, según mi razonado criterio, Alaska no está lista para ser estado, que sería un craso error darle ese rango y que su futuro estará mejor asegurado prolongando la benévola custodia de que ha disfrutado hasta ahora.

»Los militares saben cómo proteger Alaska. Los comerciantes de la Costa Oeste saben cómo satisfacer sus necesidades industriales y bancarias. Los solidarios expertos de la Oficina de Asuntos Indígenas conocen la mejor manera de ayudar a los nativos. Y el Departamento del Interior ha demostrado que es capaz de conservar los recursos nacionales. Tenemos allí todos los instrumentos requeridos para un sistema de gobierno sabio y protector, que ha funcionado admirablemente en el pasado y continuará haciéndolo en el futuro. Como miles de hombres y mujeres responsables, que sólo tenemos en cuenta el bienestar de este gran territorio, ruego a ustedes que no entorpezcan a Alaska con una forma de gobierno que es incapaz de manejar. Los insto a rechazar la conversión en estado.

Al abandonar la silla de los testigos, Venn tuvo que pasar junto a Missy, que en cierto sentido le había criado, haciéndole de madre, alentándole en su trabajo, impartiéndole sus valores, maravillosamente estables. Si alguien le hubiera interrogado en ese momento, habría dicho, sin vacilar: «La señorita - Peckham me enseñó casi todo lo que sé». Se saludaron como antiguos amigos y hasta habrían podido abrazarse, pues cada uno tenía deudas tremendas con respecto al otro. Pero entonces ella ocupó su lugar ante la mesa para refutar cuanto Venn acababa de decir:

- Distinguidos senadores. (Aquí se interrumpió para preguntar: «¿Se Puede subir el volumen de este artefacto? ¿Se me escucha ahora? ¡Bien!») Aclaremos primero el mayor de los problemas. El declarante anterior, distinguido -amigo de Alaska, ha asegurado que no tenemos población suficiente para justificar el rango de estado. Pues bien: cuando la furia de la guerra civil estaba por destruir a nuestra nación, el presidente Abraham Lincoln comprendió que necesitaba dos votos más en el Senado, a fin de proteger sus estrategias para ganar la guerra. ¿Y cómo los consiguió? Haciendo caso omiso de todas las reglas para la creación de nuevos estados, redactó las propias e invitó a Nevada a convertirse en estado. Luego impuso su aceptación al Congreso y, mediante este empecinado acto, ayudó a salvar la Unión. ¿Cuál era la población de Nevada en ese momento histórico? Aquí lo dice: «Seis mil ochocientos cincuenta y siete». En la actualidad Alaska cuenta con un número treinta y tres veces mayor. Y es tan necesaria ahora como lo era Nevada entonces

»¿Por qué nos necesitan ustedes? Porque seremos siempre la puerta a Asia, el puesto de avanzada en el Ártico. Ustedes necesitan nuestra experiencia en la vida y la conquista del helado norte. Llegará también el día en que necesiten de nuestros recursos naturales: nuestra vasta provisión de pulpa de madera, nuestros depósitos minerales, nuestros peces. Y hasta podemos tener enormes yacimientos de petróleo. Mi amigo Johnny Kemper, que estudió en la Escuela de Minería de Colorado, me dice que tal vez tengamos un gran yacimiento allá arriba, en la Plataforma Ártica.

Cuando abandonó la silla, pasó con decisión junto a su pupilo de otros tiempos, Tom Venn, el cual susurró:

- Gracias por no atacar a Ross Raglan.

Y ella respondió, también susurrando:

- Ya nos encargaremos de ustedes cuando seamos estado.

Sonrieron, se saludaron con la cabeza y acordaron diferir el enfrentamiento.

A finales de junio de 1958 era ya evidente que Alaska tenía fuertes posibilidades de lograr el rango de estado antes que Hawaii, pues la mezcla racial de este último territorio era un obstáculo para la aceptación. La Cámara ya había aprobado a Alaska por doscientos diez votos contra ciento setenta y dos, con cincuenta y una asombrosas abstenciones por parte de congresistas incapaces de aceptar que Alaska, semidesierta, tuviera dos votos en el Senado, igual que la populosa Nueva York. Además, algunos se oponían a permitir que «una población mestiza atrapada en una nevera», al decir de alguien, obtuviera la ciudadanía con pleno derecho a voto.

Sólo faltaba el voto del Senado, que por un tiempo pareció dudoso. Algunos senadores trataron de reducir a Alaska a una condición de Estado libre asociado: fueron derrotados por cincuenta votos contra veintinueve. Otros argumentaban, persuasivamente, que los militares eran los más indicados para decidir el futuro de Alaska: perdieron por cincuenta y tres contra treinta y uno. Un contingente encabezado por el senador Thurmond apoyaba la propuesta del presidente Eisenhower, en cuanto a que toda la parte norte fuera excluida de la categoría de estado, aunque la alcanzaran los distritos del sur: derrotados por sesenta y siete contra dieciséis. Missy Peckham, que escuchaba el debate, tuvo la impresión de que sus enemigos podían citar cincuenta argumentos, mientras que ella tenía sólo uno a favor: había llegado el momento de que la Unión abrazara sin reservas a un digno miembro nuevo.

El 30 de junio ya no fue posible seguir postergando la votación decisiva con enmiendas obstruccionistas. Cuando se procedió a votar, salieron a la luz numerosas incongruencias. Leales conservadores sureños, como Harry Bird de Virginia, James Eastland y John Stennis de Mississippi, Allen Ellender de Louisiana, Herman Talmadge de Georgia y Strom Thurmond de Carolina del Sur, tras haber declarado públicamente que estaban Contra la admisión, votaron a favor de ella. Pero también lo hicieron conspicuos liberales como Sam Ervin, de Carolina del Norte, William Fulbright y John McClellan, de Arkansas, y Mike Monroney, de Oklahoma. Dos atormentadas parejas de senadores resolvieron su conflicto de tendencias de maneras opuestas. Warren Magnuson y Henry Jackson, de Washington, habían sido fuertemente presionados por sus votantes empresarios de Seattle, a fin de que se expresaran contra la admisión, sobre la base de que el estado de Washington perdería el control económico del territorio. Al efectuarse la votación ambos tuvieron que obedecer a su conciencia: «Sí». Los dos senadores de Texas, Lyndon Johnson y Ralph Yarborough, eran indudables liberales que con frecuencia habían hablado en favor de la admisión pero, cuando llegó el momento decisivo, no pudieron arriesgar su carrera política admitiendo a un enorme estado nuevo, que relegaría a Texas a un segundo lugar. El día en que se votó, ambos llegaron a la misma decisión: no podían votar ni a favor ni en contra. Por lo tanto, ambos se abstuvieron.

La cuenta final fue de sesenta y cuatro por el sí, veinte por el no y doce abstenciones. Alaska se había convertido en el cuadragésimo-noveno estado, 2,2 veces más grande que Texas, con una población total equivalente a la de Richmond, Virginia. Cuando Tom Venn oyó el recuento final, dijo:

- Alaska se ha condenado a la mediocridad.

Pero Missy Peckham, que lo celebraba con amigos en un costoso restaurante de Washington, se puso de pie, tambaleante, y levantó su copa, gritando:

- ¡Ahora tenemos que demostrarlo!

Y pasó el resto de esa larga noche analizando las extrañas innovaciones políticas y sociales que harían de Alaska un estado único entre todos. Sus propuestas eran asombrosas:

- Quiero una escuela a la que puedan asistir todos los niños de Alaska, cueste lo que cueste. Quiero viviendas para todos los esquimales y todos los tlingits. Debemos tener el control de nuestros salmones, alces y caribúes. Necesitamos carreteras, fábricas y diez o doce colonias como Matanuska.

Y así continuó, proyectando esos sueños que había expresado por primera vez durante el terrible pánico de 1893 y a los cuales había dedicado su vida posterior.

Tenía ya ochenta y tres años. Muy entusiasmada por su visión de una utopía ártica y excitada por el desacostumbrado consumo de alcohol, en cuanto sus amigos la ayudaron a acostarse cayó en un sueño profundo y satisfecho del que no despertó. Cuando se descubrió su cadáver, los conocidos informaron a Thomas Venn, sabiendo que ambos eran viejos amigos, y éste corrió al modesto hotel donde Missy había muerto. Pasó unos veinte minutos de pie junto a su cama, recordándola tal como era en aquellos lejanos tiempos en que había llevado esperanza y alimentos a una familia hambrienta. Por fin, se inclinó para besar su frente pálida. Luego le dio un beso por cada uno de los hombres cuyas vidas había iluminado: Buchanan Venn, el esposo traicionado de Chicago; Will Kirby, el solitario policía canadiense; John Klope, el alma perdida del Klondike; Matt Murphy, el infatigable irlandés

- Ella querría que la sepultáramos en Alaska -dijo Venn, al retirarse-. Envíenla a Juneau, que yo me haré cargo de todos los gastos.