VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

A la sombra del espléndido volcán que resguardaba el estrecho de Sitka, el Gran Toyón agonizaba. Había gobernado durante treinta años la multitud de islas montañosas que componían sus dominios y había impuesto el orden entre los indios tlingits, obstinados y a veces rebeldes, que se mostraban reacios a someterse a nadie. Los tlingits formaban un grupo belicoso, en nada parecido a los esquimales del norte, más tranquilos, ni a los apacibles aleutas de la cadena de islas. Les gustaba la guerra; en cuanto tenían la oportunidad, convertían a sus enemigos en esclavos, y no temían a ningún hombre. Por eso, a la muerte del Gran Toyón, cuando quedó vacante el puesto de mando que se había ganado con tanta sagacidad, los tlingits pensaron que) antes de que se proclamara y estableciera un nuevo toyón, habría un período de desórdenes, guerras y muertes violentas.

Cuando el corpulento esclavo conocido por el nombre de Corazón de Cuervo se enteró de que su amo agonizaba, el pánico se apoderó de él, al

comprender que las mismas cualidades que le habían convertido en el esclavo favorito del toyón (su valentía en el combate y la diligencia con que acudía a defender a su señor) iban a condenarle a muerte, ya que entre los tlingits existía la costumbre, cada vez que moría un toyón, de matar casi en el mismo momento a tres de sus mejores esclavos, para que estuviera bien atendido en el mundo de más allá de las montañas. Y puesto que Corazón de Cuervo era, según la opinión general, el mejor de los esclavos del toyón, recibiría el honor de ser el primero en apoyar el cuello sobre el tronco usado en el ritual, para que cuatro hombres apretaran un tronco más pequeño

contra su garganta hasta dejarlo sin vida, estrangulándolo sin estropearle el cuerpo, que le sería útil en el otro mundo.

Por primera vez aquel hombretón tenía miedo. La historia de su vida era la de una lucha constante contra las adversidades, porque había sido uno de los principales defensores del valle donde habitaba su clan, contra los enemigos que habían tratado de invadirles desde tierras más altas, situadas al este. Cobró fama de paladín, de quien dependían la seguridad y la libertad de los tlingits del valle; e incluso los tlingits de la isla de Sitka, que eran más numerosos y estaban encabezados por el Gran Toyón, cuando les invadieron, tras llegar en sus canoas y arrasarlo todo a su paso, tuvieron que detenerse al topar con Corazón de Cuervo y nueve camaradas, y los veinticuatro invasores tuvieron que luchar duramente cuatro días enteros antes de vencerles. Tres de los compañeros de Corazón de Cuervo murieron en la batalla, y él también habría figurado entre las bajas, de no haber ordenado el toyón en persona:

- ¡Reservadme a ése!

Los atacantes arrojaron hábilmente unas redes sobre Corazón de Cuervo, le inmovilizaron y le llevaron a rastras ante el jefe vencedor.

- ¿Cómo te llamas? -le preguntó el jefe.

- Seet-yeil-teix -respondió él secamente, con tres palabras tlingits que significaban «corazón del cuervo de la pícea».

El toyón sonrió al oír que el singular cautivo era del clan del Cuervo, pues él, por su parte, pertenecía al del Águila, lo que implicaba una competencia natural con los cuervos, aunque tenía que reconocer que los guerreros de ese clan podían ser excepcionalmente astutos y temibles.

- ¿Cómo obtuviste el nombre? -preguntó el toyón.

- Intentaba saltar de una roca a otra y me caí al arroyo -Contestó su prisionero-. Estaba empapado, y furioso, pero lo intenté otra vez y me volví a caer. Lleno de rabia, lo volví a intentar. En aquel momento, un cuervo que trataba de arrancar algo de una rama de pícea, resbaló, se cayó para atrás y lo intentó otra vez. Y mi padre gritó: «Tú eres el cuervo».

- La tercera vez, ¿lograste saltar?

- No; y el cuervo también fracasó. De mayor, conseguí saltar, pero conservé el nombre.

Su extraordinaria tenacidad le había convertido en alguien muy valioso cuando su tribu tenía que enfrentarse a tareas fuera de lo común; como a menudo tenía éxito, se atrevía a emprender cualquier cosa, ya fuera la guerra con otros clanes, la construcción de una casa o su decoración, al acabarla, con los característicos tótemes. Fue precisamente su audacia la causa de que le capturaran, pues cuando el ejército del Gran Toyón atacó a su clan, Corazón de Cuervo se hizo cargo de la defensa y se adelantó tanto a sus compañeros que fue fácil rodearle.

Cuando el toyón estaba a punto de exhalar el último suspiro, lo que convertiría en inevitable la muerte de Corazón de Cuervo, el cautivo llevó a cabo su maniobra más osada. Se escabulló de la gran casa de madera en la que había vivido el toyón desde el momento en que había llegado al poder, cruzó con cautela el lugar señalado por seis altos tótemes y se alejó hacia los espesos bosques que crecían más al sur. Intentó adentrarse en lo más profundo del bosque, pero no pudo, porque se acercaban ruidosamente dieciséis asistentes al velatorio. Con un brinco ágil, se ocultó tras una gran pícea y les oyó pasar, entre lamentos por la inminente muerte de su jefe; en cuanto desaparecieron, saltó de nuevo al sendero y se precipitó hacia el abrigo protector de los altos árboles y los claros sombreados que éstos amparaban. Una vez se encontró seguro entre las píceas, echó a correr con furia demoníaca, porque, según su plan, cuando el viejo muriera él tendría que estar tan lejos como le fuera posible.

«Si no me encuentran cuando el toyón muera, no podrán matarme. Claro que, si más adelante consiguen capturarme, me matarán por haber huido. Pero de esa forma tengo una oportunidad: si consigo subir a bordo de un barco, puedo decirles que había ido a comerciar, y no tendrán más remedio que creerme», razonaba. No era un plan insensato ni estaba falto de fundamento, porque Corazón de Cuervo era uno de los tlingits que habían aprendido los rudimentos del inglés y podían tratar de negocios con los estadounidenses, cuyos barcos se detenían con cierta frecuencia en el estrecho de Sitka.

Por eso, mientras corría, invocó en silencio a los barcos a los que recordaba haber llevado carne de ciervo y agua dulce, cuando los estadounidenses habían llegado en busca de pieles: «White Dove, paloma blanca, ven volando. J. B. Kenton, ayúdame. Evening Star, lucero de la tarde, brilla para indicarme el camino».

Pero entonces descendió la niebla que daba fama a Sitka, como si fuera un edredón grueso y gris, suspendido a poca altura por encima de la tierra y

de la superficie de la bahía. En poco tiempo se volvió impenetrable, con lo que Corazón de Cuervo perdió cualquier posibilidad de abordar un barco

mercante que le salvara la vida; durante tres días llenos de angustia permaneció Oculto entre las píceas, en la orilla de la bahía, aguardando a que la niebla se levantara.

El tercer día, al anochecer, mortificado por el hambre, oyó un ruido sordo que le alertó. Parecía un cañonazo como los que disparaban los marineros para deducir, a partir del eco, la distancia aproximada que les separaba de los peligros que acechaban en las rocas de la costa; pero no se repitió, como hubiera sucedido si se hubiera tratado de una de estas pruebas. Por otra parte, podía haber ocurrido que un solo cañonazo hubiera surtido efecto, y Corazón de Cuervo, reconfortado por esta esperanza, se quedó dormido al socaire de una pícea caída.

Al amanecer, le despertó el estridente graznido de un cuervo; era la mejor señal que podía recibir del otro mundo, pues los tlingits, desde siempre, se dividían en dos grupos familiares: el clan del Águila y el del Cuervo, y todos los seres humanos de la Tierra pertenecían a uno o a otro. Por supuesto, Corazón de Cuervo pertenecía al clan del Cuervo, lo que significaba que tenía que defender a su grupo en las competiciones que enfrentaban a los dos clanes o en disputas más serias, por el alzamiento de tótems en el terreno comunitario de la aldea o por la pesca. Como cuervo, sólo podía casarse con un águila, según lo estipulado miles de años atrás para conservar la pureza de la

raza, pero los hijos de un hombre cuervo y de una mujer águila se consideraban águilas y, como tales, se consagraban a la subsistencia de ese clan.

Entre los tlingits existía una creencia que él suscribía: Si bien los águilas solían ser más fuertes, los cuervos eran, con mucho, los más prudentes, ingeniosos y astutos cuando se trataba de aprovechar los recursos de la naturaleza o de vencer a los adversarios sin recurrir a la lucha. Era cosa sabida que la Humanidad había recibido el agua, el fuego y los animales con los que se alimentaba gracias a la sagacidad del Primer Cuervo, que logró engañar a los antiguos custodios de estos bienes.

- Todas las cosas buenas estaban fuera de nuestro alcance -le había explicado el hermano de su madre-, y vivíamos en la oscuridad, pasando frío y hambre, hasta que el Primer Cuervo, que se dio cuenta de nuestros pesares, engañó a los demás para que nos dejaran compartir esas cosas buenas.

Al oír que el cuervo graznaba con las primeras luces del alba, comprendió que era la señal de que en la bahía podría rescatarle algún barco y corrió a la orilla del agua con la esperanza de ver el navío que quizá había disparado el cañonazo la noche anterior, si es que había sido eso aquel ruido. sin embargo, cuando miró hacia la niebla no pudo ver nada y, desilusionado, creyó sentir el tronco apretado contra su cuello. Desconsolado y hambriento, se recostó contra una pícea y miró fijamente hacia la bahía invisible, todavía envuelta en la oscuridad; en tal aprieto, viéndose muy cerca de la muerte, volvió a suplicar en silencio que se presentaran los barcos estadounidenses: «Nathanael Parker, ayúdame. Lared Harper, acércate a salvarme la vida».

Silencio; luego, el ruido del hierro contra la madera y la llegada de una imprevista brisa que despejó un poco la niebla; después, misteriosamente, como si una mano poderosa descorriera un telón, la revelación de la silueta de un barco, seguida por su rápida inmersión en la cambiante bruma. Pero ¡allí estaba el barco! En su desesperación, Corazón de Cuervo pasó por alto el peligro que corría si dejaba que sus perseguidores descubrieran su posición, corrió a la playa y se adentró en el agua hasta las rodillas, gritando en inglés:

- ¡Barco! ¡Barco! ¡Pieles!

Si algo podía atraer a los estadounidenses a la costa (suponiendo que el barco viniera de los Estados Unidos), era la perspectiva de contar con pieles de nutria; pero no hubo respuesta. El tlingit se adentró más en el mar, aunque no sabía nadar, y gritó otra vez:

- ¡Americanos, por favor! ¡Pieles de nutria!

Tampoco esta vez hubo respuesta; pero entonces sopló una ráfaga de viento más fuerte que despejó la niebla, y allí, apenas a doscientos metros de distancia, milagrosamente a salvo entre las diez o doce islas boscosas que resguardaban el estrecho de Sitka, estaba el Evening Star, un barco mercante de Boston, con el que Corazón de Cuervo había comerciado en otros tiempos.

- ¡Capitán Corey! -gritó, corriendo entre las olas con los brazos en alto.

Armó tal alboroto que alguien le vio desde el bergantín. Un oficial le enfocó con un catalejo y anunció al puente:

- ¡Un nativo nos hace señas, señor!

Bajaron un bote y cuatro marineros remaron inseguros hacia la orilla. Cuando Corazón de Cuervo, lleno de alegría porque le rescataban, se adentró más en el agua para recibirles, se encontró con dos rifles que le apuntaban directamente al pecho.

- ¡Quieto o disparamos! -ordenaron secamente los marineros.

Miles Corey, el capitán del barco mercante Evening Star, un hombre de cincuenta y tres años y curtido en sus viajes por el Pacífico, sabía de muchos capitanes que habían perdido los barcos y jamás corría ningún riesgo. Antes de abandonar el Evening Star en el esquife, los marineros recibieron una advertencia:

- Hay un solo indio, pero podría haber cincuenta más acechando entre los árboles.

- ¡Quieto o disparamos! -repitieron los hombres.

Corazón de Cuervo se quedó paralizado, sumergido en el agua hasta la cintura.

- ¡Por Dios, si es Corazón de Cuervo! -gritó uno de los hombres. Y le alargó el remo, para que pudiera subir al bote aquel tlingit con quien ya antes habían tenido tratos.

El capitán Corey y el primer oficial Kane ofrecieron un festivo recibimiento a su viejo amigo, y le escucharon atentamente cuando les explicó la situación que le había obligado a adentrarse solo en el bosque.

- ¿Quieres decir -preguntó el capitán- que te hubieran matado? ¿Sólo porque se ha muerto el viejo?

- Tú dices yo cuatro días en barco, ¿eh? -les suplicó Corazón de Cuervo, en su imperfecto inglés-. Tú dices niebla demasiado, ¿eh? Cuatro días.

- ¿Por qué son tan importantes esos cuatro días? -preguntó Kane.

Corazón de Cuervo se dirigió a él para explicárselo. Los dos hombres eran más o menos igual de corpulentos, los dos igual de musculosos y temerarios, Y por esa razón el antiguo arponero se interesaba por el tlingit.

- Yo tener que morir tres días atrás -explicó-. Si yo huir, ellos atrapar, ahora muerto. Pero si yo en barco, negocios… -alzó las manos como si las liberase de ataduras, indicando que con esta excusa tal vez pudiera salvarse.

La omnipresente niebla de Sitka había descendido una vez más sobre el Evening Star y era ya tan densa que hasta los extremos de los dos mástiles resultaban invisibles desde cubierta.

- Seguramente la bruma se mantendrá durante dos días más. Estás a salvo aseguraron Corey y Kane al esclavo en peligro.

Para celebrarlo, sacaron una botella de un estupendo ron jamaicano y brindaron allí mismo, en el estrecho de Sitka, protegidos por el volcán y por el círculo invisible de montañas. Cuando Corazón de Cuervo sintió en la garganta el calor del exquisito líquido oscuro, se relajó y contó a los estadounidenses que había ayudado a conseguir muchas pieles para ellos; sus salvadores se mostraron muy complacidos con la información y, a su vez, le enseñaron las mercancías que traían desde Boston para que los tlingits se enriquecieran.

- Esto son toneles de ron -dijo el capitán Corey, señalando los dieciocho barriles que guardaban en la bodega-. Y ¿qué crees que es eso?

Corazón de Cuervo, con su arete de cobre atravesado en el cartílago de la nariz, examinó doce cajones rectangulares de madera.

- Mí no sabe -dijo.

Entonces Corey ordenó a un marinero que arrancara los clavos (y que los guardara) de una de las tapas; allí, envueltos en trapos empapados en aceite, había nueve preciosos rifles, debajo de los cuales, también en hileras de nueve, había otros veintisiete. Las doce cajas, que los armeros de Boston habían empaquetado con gran cuidado, contenían cuatrocientas treinta y dos escopetas de la mejor calidad, y detrás había barriletes con suficiente Pólvora para dos años, además de reservas de plomo y moldes para fabricar balas.

Corazón de Cuervo, convencido de que sus perseguidores, si recibían tal Poder de sus manos, no se atreverían a ordenar su ejecución, sonrió, estrechó la mano del capitán y le agradeció efusivamente los extraordinarios bienes que los bostonianos traían para los tlingits: el ron y las armas.

Los tlingits, una rama secundaria de los poderosos atapascos que poblaban el interior de Alaska, el norte de Canadá y gran parte del oeste de los Estados Unidos, eran un grupo de unos doce mil indios de características muy diferenciadas, que habían emigrado hacia el sur, a lo que más adelante sería canadá, y después habían regresado al norte, otra vez a Alaska, con un idioma y unas costumbres propias. Se dividían en varios clanes, instalados en el litoral sur de Alaska y, especialmente, en las grandes islas situadas frente a la costa; la mayor parte se había establecido en la isla de Sitka, en la excelente tierra que bordeaba el estrecho del mismo nombre.

Los paisanos del difunto toyón habían elegido para establecerse un destacado promontorio del estrecho que ascendía hasta una pequeña colina, la cual ofrecía una gran vista. Era un lugar excelente: en el este, estaba rodeado por doce o catorce abruptas montañas que formaban un semicírculo protector, y, en el oeste, se erguía como una torre el majestuoso cono del volcán. Sin embargo, tal como había descubierto el ruso Baranov al contemplar por primera vez el estrecho, unos años antes, una de sus características más atractivas era la profusión de islas, algunas tan pequeñas como una mesilla de té y otras de tamaño considerable, que salpicaban la superficie del agua y dispersaban el agitado oleaje que, de otro modo, hubiera llegado rugiendo desde el Pacífico.

Cuando por fin se levantó la niebla, el capitán Corey se abrió paso con decisión con su Evening Star por entre las islas, hasta llegar a unos cientos de metros del pie de la colina, y disparó un cañón para informara los indios de que estaba dispuesto a comprarles pieles; pero cuando se disponían a realizar el intercambio, los estadounidenses se encontraron en un aprieto. Desde que el capitán Cook había sido víctima de una emboscada en las islas de Hawai, los capitanes y las tripulaciones se quedaban en sus barcos y pedían a los nativos que subieran a bordo con sus mercancías, mientras algunos marineros montaban guardia, armados con rifles. Sin embargo, como en Sitka los tlingits estaban ocupados con el entierro del Gran Toyón, los estadounidenses no siguieron la costumbre, sino que botaron una chalupa y, con Corazón de Cuervo encaramado en la proa, remaron hasta la playa.

Al principio, los afligidos tlingits les hicieron señas de que se alejara, pero los encargados de la ceremonia vieron al esclavo Corazón de Cuervo de pie entre los visitantes y declararon que llevaban buscándole los últimos cinco días, porque era uno de los tres esclavos que había que sacrificar para que el toyón dispusiera de sirvientes en el otro mundo. El capitán Corey y el primer oficial Kane se dieron cuenta de que los tlingits pretendían arrebatarles a Corazón de Cuervo para darle muerte y afirmaron que no estaban dispuestos a permitirlo; pero sólo había cuatro marineros en el bote Y, como no iban armados, pensaron que, si trataban de oponerse seriamente, los tlingits les vencerían. Entonces, abrumados por la vergüenza de abandonar a un buen hombre que les había confiado la vida, no opusieron resistencia alguna cuando algunos de los ancianos prendieron a Corazón de Cuervo y le llevaron a rastras hasta el tronco ceremonial.

En aquel momento intervino un hombre que más adelante alcanzó relevancia en la historia de los tlingits: -era un joven y valiente jefe de tribu llamado Kot-le-an, un individuo alto y nervioso de unos treinta años, vestido con una camisa y unos pantalones hechos con pieles escogidas y envuelto en una decorada chaqueta blanca de piel de ciervo. Llevaba en el cuello una cadena de conchas y en la cabeza, el característico sombrero de los tlingits, una especie de embudo invertido, del que brotaban seis vistosas plumas. Igual que Corazón de Cuervo, lucía un fino aro de cobre en la nariz, pero su cara rolliza se distinguía por un bigote negro caído y una perilla bien recortada. Por su estatura, su delgadez y su porte, tenía un aspecto muy diferente al de los demás indios; y su voz, su decisión y su osadía delataban la fuerza moral que le había convertido en un célebre jefe militar y en el principal colaborador del toyón. En sus viajes anteriores, los seis estadounidenses no habían visto a Kot-le-an, que se encontraba ausente, en alguna incursión de castigo contra vecinos rebeldes; de todos modos, aunque hubiera estado en el pueblo poco le hubieran conocido, pues Kot-le-an consideraba el comercio in digno de él. Era un guerrero, y como tal se adelantó para impedir la ejecución de Corazón de Cuervo. Con palabras que los estadounidenses no en tendieron y que nadie les tradujo, pues hasta entonces había sido el prisionero quien prestaba tal servicio, el joven cacique expresó una decisión que resultó profética:

- Uno de estos días, tendremos que defender nuestras tierras de americanos como éstos o de los rusos de Baranov, que cada vez tienen más poder en Kodiak. Soy vuestro jefe guerrero y voy a necesitar hombres como Corazón de Cuervo; no puedo permitir que os lo llevéis.

- Pero el Gran Toyón también le necesita -protestaron algunos de los ancianos-. Sería inmoral enviar…

Kot-le-an, que detestaba la retórica y las discusiones largas, respondió a los ancianos con una inclinación de cabeza y, sin prestarles más atención, asió a Corazón de Cuervo de la mano para apartarle de los estadounidenses y de los encargados del funeral.

- A éste le necesito para cuando comience la lucha -con esta brusca contestación, salvó la vida del corpulento tlingit.

Entonces, los norteamericanos observaron horrorizados cómo dos esclavos adolescentes eran arrastrados colina abajo, hasta la playa, y cómo les sumergían la cabeza en el agua hasta ahogarles. Los tlingits llevaron cuesta arriba los cuerpos intactos de los dos muchachos, que depositaron ceremoniosamente junto al cadáver del Gran Toyón; después de esto, cuatro indios muy corpulentos prendieron al esclavo elegido para sustituir a Corazón de Cuervo, le acostaron sobre el tronco de madera usado para el sacrificio y le pusieron sobre el cuello un trozo más fino de madera de deriva, que apretaron hasta que el cuerpo ya no se agitó más. Con tristeza, como si lloraran la pérdida de un amigo, los tlingits dispusieron el tercer cadáver junto a los pies del toyón e indicaron por señas a los indios presentes que podía llevarse a cabo la sepultura del jefe.

Cuando acabó la ceremonia fúnebre, se realizó el trueque de las Pieles recolectadas por los tlingits; Corazón de Cuervo actuó como mediador en el intercambio de diez de los dieciocho barriles de ron por pieles de foca. No había a la vista ninguna piel de nutria marina, de las que estaban tan solicitadas en China, Rusia y California; al parecer, el Evening Star tendría que zarpar llevándose las armas que ansiaban los tlingits. Sin embargo, en el momento en que el capitán Corey iba a dar la orden de levar anclas, corazón de Cuervo y Kot-le-an se acercaron al barco en un pequeño bote de madera, construido recientemente a imitación de los barcos americanos, y, cuando estuvieron a bordo del Evening Star, Corazón de Cuervo enseñó las doce cajas de armas al joven cacique que le había salvado la vida.

- Aquí están las armas que necesitas -le dijo, en idioma tlingit.

Inmediatamente, Kot-le-an observó la caja que un poco antes habían destapado para mostrar las armas a Corazón de Cuervo y apartó las tablas sueltas para ver los cañones de un elegante color azul oscuro y las lustrosas culatas de color marrón. Las armas eran bonitas, al margen de su finalidad práctica; pero, además, eran objetos de gran importancia, puesto que gracias a ellos los tlingits podrían defenderse de futuros invasores.

- Los quiero todos -anunció Kot-le-an.

- Sólo los cambiaremos por nutrias marinas -objetó el capitán Corey, cuando alguien interpretó las palabras del jefe tlingit.

Al escuchar la traducción, Kot-le-an no pudo dominar su rabia y dio una patada en el suelo con su mocasín.

- Diles que tenemos hombres suficientes para apoderarnos de los rifles -gritó.

Pero antes de que Corazón de Cuervo pudiera hablar, Corey asió a Kotle-an por el brazo y le hizo darse la vuelta para señalarle los cuatro cañones de babor, que apuntaban directamente a las casas de la colina, y los cuatro de estribor, que se podían cambiar de posición.

- Y dile -gruñó- que también tenemos uno a proa y otro a popa, diez en total.

No hacía falta traducción, porque Kot-le-an sabía lo que eran los cañones. Un año antes, un buque inglés que había entrado en conflicto con los tlingits del continente perdió a un marinero en una riña, y en revancha, los ingleses bombardearon la aldea culpable hasta que sólo quedó en pie una casa; Kot-le-an sabía que los balleneros estadounidenses eran aún más rápidos cuando se tomaban una venganza. Por eso cedió ante la fuerza superior del capitán Corey e indicó a Corazón de Cuervo:

- Dile que dentro de cinco días tendremos muchas pieles de nutria

Corey celebró la información como si Kot-le-an fuera el embajador de una potencia soberana, y los tlingits se retiraron.

- Esperaremos cinco días -les aseguró el primer oficial Kane, cuando se iban.

Durante la hora siguiente, los estadounidenses vieron zarpar muchas barquitas desde el estrecho de Sitka, rumbo a otros pueblos más apartados; las vieron regresar a lo largo de los días que siguieron, más hundidas en el agua de lo que estaban al partir.

- Nos traen pieles -aseguró Korey a sus hombres; pero justo cuando se disponía a abandonar el barco ordenó a Kane-: Cuando Kot-le-an esté mirando, apunta la mitad de nuestros cañones hacia la colina y la otra mitad, hacia la costa, hacia donde esté él; y que la tripulación esté preparada.

le-an, al ver tales preparativos, comprendió que no tendrían éxito si emprendían un ataque por sorpresa desde su bando; sin embargo, sabía también que los estadounidenses, que habían venido desde muy lejos, desde Boston, no podían regresar con las bodegas vacías. Necesitaban las pieles tanto como él necesitaba los rifles, por lo que, tomando la decisión más práctica, el trueque se llevó a cabo.

Tan pronto como Corey desembarcó y vio la gran cantidad de pieles que los tlingits, bajo coacción, habían conseguido reunir, se dio cuenta de que las nutrias marinas, aunque se habían extinguido en las Aleutianas, en las Pribilof y en Kodiak, continuaban nadando sin problemas en aquellas aguas del sur; inspeccionó atentamente la mercancía durante dos horas y decidió que, aunque entregara las doce cajas de rifles, su barco obtendría grandes beneficios. De modo que cerró el trato.

- Di a Kot-le-an que le daré todos los rifles -propuso-. Ya los ha visto, son cuatrocientos treinta y dos. Pero quiero todas estas pieles, y este tanto más.

Separó casi un tercio de las pieles para indicar que ésa era la cantidad solicitada; luego se apartó, para que Kot-le-an tuviera tiempo de considerar la nueva condición.

Al joven cacique, que era un guerrero, no le gustaba demasiado comerciar y estaba más acostumbrado a mandar, pero, como abrigaba grandes temores sobre el futuro, pensó que necesitaría todas las armas del Evening Star, por eso, con un gesto que asombró a Corey, dio algunas órdenes en voz baja a sus hombres, que se acercaron a un bote varado en la playa y destaparon otro montón de pieles que había allí escondido, bastante mayor que la cantidad reclamada por el capitán. Sin disimular su desprecio, Kot-le-an comenzó a dar patadas a las pieles arrojándolas hacia el montón que ya pertenecía a Corey y, cuando ya había añadido unas doce piezas, gruñó a Corazón de Cuervo:

- Dile que puede quedarse con todas.

Después de almacenar en el Evening Star la valiosa carga, que superaba varias veces el coste de las armas, Kot-le-an y Corey se miraron cara a cara, y el tlingit, ceremoniosamente, tal como había visto hacer a los capitanes ingleses, tendió la mano derecha para que Corey se la estrechara. Al estadounidense le sorprendió el gesto y, como había quedado muy complacido con los resultados del intercambio, dijo de improviso a Corazón de Cuervo:

- Dile a Kot-le-an que, como nos ha dado más pieles, le daremos más Plomo y más pólvora -y ordenó a sus marineros que trajeran una cantidad considerable de plomo y medio barril de pólvora.

Se cerró el trato, satisfactorio para ambas partes, y, dos días después, el Evening Star zarpó de Sitka cargado con una fortuna en pieles de nutria, que en Cantón alcanzarían el doble del precio previsto por Corey; entonces se confirmó que Kot-le-an, al aceptar un intercambio tan desventajoso, había actuado con prudencia. Entró en la bahía una pequeña escuadra de barcos rusos y kayaks aleutas, que pasó descaradamente bajo la colina donde se concentraban los tlingits locales y avanzó doce kilómetros hacia el norte, hasta un lugar que parecía completamente resguardado por montañas, donde comenzó a descargar el material necesario para la construcción de un gran fuerte.

La escuadra encabezada por el administrador general Aleksandr Baranov no era pequeña, puesto que estaba formada por cien rusos, algunos acompañados de sus esposas, y por novecientos aleutas; habían llegado a Sitka con el propósito declarado de establecer allí la capital de la América rusa y con la intención de partir desde ese punto para colonizar el norte de California. El ~8 de julio de 1799, Baranov condujo a su gente a tierra, y su asistente Kyril Zhdanko plantó una bandera rusa en el terreno margoso que había junto a un río de plácida corriente. Luego, Baranov rogó al padre Vasili Voronov, quien le acompañaba como mentor espiritual de la nueva capital, que diera gracias a Dios porque, aunque habían pasado por graves dificultades en el largo viaje por mar desde Kodiak (habían fallecido muchísimos aleutas por haber comido pescado en malas condiciones, y cientos de ellos habían muerto ahogados), todos los rusos habían llegado sanos y salvos, y eso era lo importante. Después de las plegarias, el rechoncho impulsor del imperialismo ruso se puso en pie, se quitó el sombrero, se enjugó el sudor de la calva y proclamó:

- Ahora que se acerca a su fin el viejo siglo, cuando está por comenzar otro nuevo y brillante, cargado de promesas, dediquemos todas nuestras fuerzas a la construcción de una noble ciudad, capital de la grandeza que alcanzará en el futuro la América rusa.

Después de esto, en voz muy alta, bautizó al futuro fuerte con el nombre de «Reducto de San Miguel»; la edad de oro de Sitka acababa de comenzar.

Cuando Kot-le-an y su asistente Corazón de Cuervo vieron pasar la escuadra rusa junto a la colina que ocupaban en la parte sur de la bahía, su primer impulso fue reunir a todas las tropas tlingits y llevar a cabo las maniobras necesarias para ahuyentar a los invasores e impedir que desembarcaran, sin esperar a conocer sus intenciones: Pero, tan pronto como Kot-le-an se disponía a llevar a la práctica el plan, comenzó una singular relación que en adelante tuvo gran importancia en la vida de Corazón de Cuervo.

- Dime qué tengo que hacer -dijo Corazón de Cuervo a Kot-le-an; con estas palabras, expresaba su disposición a ejecutar cualquier orden que su jefe le diera, en cualquier momento, sin reparar en el peligro. Y añadió-: Yo ya estoy muerto. Tengo el tronco sobre el cuello. Sólo respiro porque tú lo quieres.

- Así sea -respondió el joven cacique-. Lo que tienes que hacer primero es comprobar la posición y el poder de los rusos.

Corazón de Cuervo recorrió sigilosamente doce kilómetros a través de los bosques, hasta llegar al reducto de San Miguel; allí instaló su puesto de observación, desde donde observó cuidadosamente el potencial ruso: tres barcos, menos sólidos que el Evening Star, pero con una tripulación muchísimo mayor que la del barco estadounidense. Había un millar de hombres, aunque solamente uno de cada diez eran rusos. ¿Qué podían ser los demás? Corazón de Cuervo les observó atentamente y dedujo que no podían ser tlingits ni pertenecer a ningún clan de esa raza, porque eran más bajos y más morenos. Llevaban huesecillos atravesados en la nariz y algunos iban tocados con unos extraños sombreros inclinados. Pudo apreciar dos de sus cualidades: «Saben construir barcos y manejan los remos mucho mejor que cualquiera de nosotros». Supuso que los hombrecitos resultarían imbatibles en un combate naval y que los rusos, si ochocientos o novecientos de aquellos guerreros les apoyaban, vencerían rápidamente a los tlingits.

«Son koniags», decidió. En los últimos años, por las islas había corrido el rumor de que los hombres de Kodiak eran muy buenos guerreros y que era preferible evitarles, pero Corazón de Cuervo, antes de informar a Kotle-an quería estar seguro de los hechos; por eso, una noche sin luna, se acercó al lugar donde se habían excavado los contornos del fuerte y aguardó en la oscuridad hasta que vio salir a uno de los obreros.

Dio un salto, puso una de sus manazas sobre la cara del hombre, le arrastró hasta los árboles y allí le amordazó con un puñado de hojas de pícea y le ató con correas fabricadas con tendones. Se quedó sentado sobre él y, cuando se hizo de día, se lo cargó sobre los hombros como si fuera un fardo de pieles y regresó con él a la colina de Sitka. Algunos de sus paisanos sabían hablar los idiomas del mar de Bering y pudieron identificar al obrero como un aleuta; al interrogarle, averiguaron que había nacido en la isla de Lapak, desde donde le habían llevado a Kodiak como esclavo. El hombre explicó también que, en el fuerte, todos los que no eran rusos eran aleutas.

- ¿A los tuyos, les gusta trabajar aquí? -le preguntaron.

- Es mejor que ir a las islas de las Focas -replicó él.

Kot-le-an y Corazón de Cuervo continuaron investigando hasta convencerse de que los hombres eran realmente aleutas y decidieron que, si emprendían un ataque con toda su tropa, tenían bastantes posibilidades de expulsar a los rusos.

- Si todos fueran de Kodiak, podríamos tener dificultades, pero sabemos que a los aleutas podemos vencerles en la batalla -opinó Kot-le-an.

No obstante, no se produjo ningún ataque, porque, para el asombro de Kot-le-an, el nuevo toyón, sin haber consultado el asunto con los guerreros de la tribu, instituyó un tratado de paz con los rusos y además les vendió el terreno donde estaban construyendo el fuerte.

Kot-le-an, enfurecido por aquella absoluta capitulación, que acertadamente consideró una amenaza mortal a las aspiraciones de los tlingits, reunió a todos los disconformes con lo que era una invitación a la interferencia rusa en sus antiguas costumbres, y les lanzó una arenga:

- Si los rusos asientan su fuerte en la bahía, los tlingits estaremos perdidos. Sé cómo son, por lo que se cuenta de ellos. Ya no se irán y, antes de que nos demos cuenta, reclamarán la colina y esta parte de la bahía. Querrán quedarse con esa isla, con el volcán, con nuestros baños termales y con la otra costa. Las nutrias serán suyas y ya no nos pertenecerán; y por cada barco estadounidense que venga a comerciar con nosotros y nos traiga las cosas que necesitamos vendrán seis de los rusos, y no precisamente para comerciar. Llegarán armados, dispuestos a robarnos todo lo que tenemos.

»No me gusta el destino que nos espera si les dejamos quedarse sin protestar. Nuestros tótemes se derrumbarán. Nuestras canoas desaparecerán de la bahía. Dejaremos de ser los dueños de nuestras tierras, porque los rusos nos asfixiarán, en todas partes y en todo lo que pretendamos. Siento que la mano fatal de los rusos nos aprieta, igual que el tronco aprieta la garganta del esclavo condenado.

»Oigo cómo nuestros hijos ya no hablan nuestro idioma, sino el suyo; y ya siento cómo se acerca a nosotros su chamán, que echará a perder nuestras almas las cuales vagarán eternamente por los bosques, sin dejar nunca más de gemir. Veo cambios en las islas, el mar ya sin vida y los cielos enojados. Veo que nos impondrán órdenes extrañas, nuevos mandamientos, modos de vida totalmente distintos. Y, por encima de todo, veo la muerte de los tlingits, la muerte de todo aquello por lo que hemos luchado a lo largo de los años.

Como sus palabras eran muy convincentes y anunciaban claramente un futuro que muchos de los presentes comenzaban a temer, Kot-le-an podría haber reclutado a cientos de hombres dispuestos a eliminar a los rusos y a sus aliados aleutas; pero el jefe de los invasores, el pequeño Baranov, que previó la marejada, se lo impidió. Un día de agosto, cuando el verano empezaba a esfumarse, el astuto ruso, que no dejaba de preocuparse por la seguridad de sus flancos, subió a bordo del mayor de sus barcos y pidió a los marineros que le llevaran por la bahía hasta la aldea tlingit; cuando se acercaba al embarcadero, mientras los marineros le llevaban a tierra por entre las olas, el sol surgió con todo su fulgor, y Baranov ascendió por primera vez la colina en uno de los días más hermosos que podían darse en aquella zona de Alaska.

«Es un presagio», se dijo, como si adivinara que iba a pasar los mejores años de su vida precisamente en lo alto de aquella colina; al llegar a la cima, mientras el nuevo toyón se acercaba a recibirle, Baranov se detuvo, miró en todas direcciones y contempló, como en una revelación, la increíble majestuosidad del lugar.

Al oeste se extendía el océano Pacífico, visible hasta más allá del centenar de islas, el camino de regreso a Kodiak) a las distantes Aleutianas y a Kamchatka y las estribaciones de Rusia. Hacia el sur se elevaba un escuadrón de montañas que se sucedían hasta el fin del horizonte: verdes, luego azules, después de un brumoso gris y, finalmente, casi blancas en la lejanía. En el este, bastante cerca, se erguía el orgullo de Sitka: las montañas que parecían surgir del mar, grandes e imponentes, pero también amables con sus verdes galas. Eran montañas de infinita variedad y cambiantes colores, de una altura sorprendente para estar tan cerca del mar. Y más al norte, donde Baranov había empezado a construir, contempló el espléndido estrecho sembrado de islas y rodeado a su vez de montañas, algunas afiladas como agujas talladas en hueso de ballena; otras grandes, redondeadas y acogedoras.

La rica variedad del paisaje que se divisaba desde la colina le maravilló hasta tal punto que casi lanzó un grito; pero su experiencia como comerciante ruso le advirtió que sería mejor no revelar su sorpresa, para que los anfitriones tlingits no adivinaran el interés que le despertaba aquel paraíso. Bajó la cabeza y, con los brazos cruzados sobre el vientre, en un gesto característico suyo, se limitó a decir:

- Grande y poderoso Toyón, en agradecimiento por tus muchas bondades al ayudarnos a instalar nuestro fortín en la bahía que te pertenece, te Ofrezco unos humildes presentes.

Hizo señas a los marineros que le acompañaban de que desenvolvieran unos fardos en los cuales había abalorios, objetos de latón, telas y botellas. Una vez distribuido todo, pidió a sus hombres la piéce de résistance (lo dijo en francés), y ellos sacaron un anticuado mosquete, algo oxidado, que Baranov entregó ceremoniosamente al toyón, mientras solicitaba a uno de los marineros que trajera pólvora y una bala y que hiciera además una demostración de cómo se disparaba aquella vieja arma.

Cuando el marinero lo tuvo todo dispuesto, Baranov enseñó al toyón a manejar el mosquete, aplicar el dedo índice al gatillo y disparar la bala. Se produjo un destello de fuego al quemarse el exceso de pólvora, un débil estallido en el extremo del arma y el leve susurro de las hojas cuando el proyectil cayó sin hacer daño entre el follaje, al pie de la colina. El toyón, que nunca había disparado un arma, quedó entusiasmado, pero Kot-le-an y Corazón de Cuervo sonrieron con indulgencia, pues tenían ocultos casi quinientos rifles nuevos de la mejor calidad.

Sin embargo, al parecer quien salió ganando fue el astuto Baranov, pues, en respuesta a aquellos impresionantes regalos, ofrecidos con tan buena voluntad, recibió en préstamo a quince tlingits para que le acompañaran al fuerte y supervisaran a los aleutas en la tarea de pescar y secar la multitud de salmones que habían comenzado a remontar el riachuelo que corría al norte del reducto. Kot-le-an, furioso por la facilidad con que su toyón se había rendido ante los halagos de los extranjeros, consiguió una sola ventaja con la situación: infiltró a su hombre, Corazón de Cuervo, en el grupo de trabajadores cedidos temporalmente. De este modo, Baranov regresó al fuerte acompañado por los expertos en salmones, así como por un espía dotado de una extraordinaria capacidad de observación y deducción.

Una vez en el fuerte, Corazón de Cuervo se comportó como los demás tlingits; se sumergía hasta las rodillas en la desembocadura del río y hundía un gánguil de mimbre entre la gran cantidad de salmones, largos y gordos, que regresaban a su arroyo natal para desovar y dar origen a la nueva generación. Abandonaban el agua salada como si fueran mirmillones, un pez detrás de otro, cincuenta o sesenta hileras de un lado a otro del río, de manera que en unos pocos días pasaban miles de peces por un punto determinado de la desembocadura, impulsados sólo por la urgencia de volver a las dulces aguas donde habían nacido algunos años antes, para depositar allí los huevos que permitirían la renovación de la especie.

Hasta un ciego con una red desgarrada hubiera podido pescar salmones en aquel enclave. Cuando Corazón de Cuervo y sus compañeros tuvieron ya varios miles en la playa, enseñaron a los rusos a distinguir las hembras cargadas de huevas, a sacar las vísceras al pescado y a prepararlo para Ponerlo a secar al sol.

- Este invierno nadie pasará hambre -comentó Baranov a los rusos, al contemplar los increíbles montones de comida.

Al anochecer, después del trabajo, cuando los tlingits descansaban, Corazón de Cuervo dedicaba su tiempo a memorizar los detalles del fuerte en construcción. Vio que el promontorio estaba dividido en dos mitades. Una parte interior, consistente en un blocao que, gracias al emplazamiento de los cañones y a las troneras para disparar los rifles, se podía defender violentamente; y la otra mitad, una serie de pequeños edificios en el exterior del fortín principal, sin mayor defensa. Dedujo que, en caso de ataque, se abandonarían estos cobertizos y graneros, puesto que los defensores se retirarían al interior de la fortaleza, en cuya parte trasera, lejos de la Playa, había un enorme patio cuadrado, con muros de sesenta centímetros de espesor. No iba a ser fácil invadir y tomar el fuerte.

Pero cuanto más inspeccionaba el reducto, con mayor Claridad se daba cuenta de que podría tener éxito un ataque decidido que tomara primero los edificios exteriores, sin destruirlos, y sitiara después el fortín (si había manera de penetrar en el gran patio trasero fortificado), pues entonces los asaltantes podrían lanzar dentelladas al reducto central, protegidos por los mismos edificios construidos por los rusos; y con el tiempo, éstos tendrían que rendirse. Era posible conquistar el reducto de San Miguel, si el jefe de los asaltantes era un hombre como Kot-le-an, y si le ayudaba alguien tan osado como Corazón de Cuervo.

A fines de septiembre, cuando acabó la temporada del salmón, se envió a los tlingits de regreso a su colina; se sobreentendía que el año siguiente ya no serían necesarios, puesto que tanto los rusos como los aleutas habían conseguido dominar la tarea de pescar y conservar el valioso pescado. Catorce tlingits abandonaron el reducto sin más recuerdos que los de una estancia moderadamente agradable; pero Corazón de Cuervo partió con un plan completamente desarrollado para apoderarse del fuerte y, en cuanto se reunió con Kot-le-an, los dos prepararon esquemas de las instalaciones rusas y de los procedimientos con que podrían destruirlas.

Los impetuosos jóvenes no pudieron poner en práctica el plan en lo que quedaba del 1799, porque se lo impidieron las vacilaciones del toyón, abrumado por el poderío ruso, y la astuta dirección de Aleksandr Baranov, que preveía y frustraba todas las maniobras de los tlingits. Cada vez que los indios de la colina parecían inquietos, él, con asombrosa generosidad, les ofrecía tratos comerciales que les desconcertaban; y cierta vez, cuando algunos centenares de tlingits amenazaron con una verdadera rebelión, el pequeño ruso avanzó audazmente entre ellos y les aconsejó que entraran en razón.

- Es valiente -opinaron los tlingits; y, de este modo, Baranov, con sus astutas maniobras, consiguió anular la influencia de Kot-le-an y Corazón de Cuervo, quienes, a pesar de todo, continuaron considerándole su enemigo principal.

El verano de 1800, al cumplirse el primer año desde la llegada de los rusos al reducto de San Miguel, Corazón de Cuervo, gracias a su espionaje, advirtió que la fortaleza había quedado, antes de lo previsto, impecablemente terminada. Baranov, para sorpresa general, cargó uno de sus barcos con las pieles de las aguas de Sitka, desplegó las velas y zarpó hacia Kodiak, donde le esperaban su esposa Ana y su hijo Antipatr, en la gran casa de troncos que hacía las funciones de sede del gobierno de la América rusa. Baranov se fue a Kodiak con el propósito de cargar allí las provisiones enviadas desde la Rusia continental, pero al desembarcar recibió una triste noticia:

- No ha llegado ningún barco desde hace cuatro años. Estamos pasando hambre.

Entonces, Baranov dejó de preocuparse por la avanzada de Sitka, para centrarse en el problema que le dominó durante todo el tiempo que pasó viviendo en Alaska: «¿Cómo puedo aumentar el poder de la colonia, si la patria me ignora y me abandona?».

Puesto que Baranov estaba inmovilizado en Kodiak, en el nuevo emplazamiento de Sitka no podía esperarse ninguna ayuda proveniente de esa región; por ello, en el verano de 1801, Kot-le-an y Corazón de Cuervo sospecharon que los rusos habían perdido ya mucho poder y les iba a ser difícil defenderse. Mientras los tlingits iniciaban los preparativos para un ataque, el barco mercante bostoniano Evening Star, que venía de regreso de Cantón, hizo escala en el estrecho, pero, aunque en todas las visitas anteriores había anclado cerca de la colina para negociar con los tlingits, en esta ocasión pasó de largo, como si hubiera decidido que ahora lo importante era el fuerte ruso. Muy indignado, Kotle-an soportó la afrenta de verse obligado a remar en un bote tras el barco mercante, como si estuviera hambriento de sus favores, y de aguardar en el estrecho hasta que los estadounidenses hubieran acordado detalles con los rusos.

- Me han convertido en un extranjero en mi propia casa -se quejó amargamente el joven cacique ante Corazón de Cuervo, quien aprovechó las ventajas de la forzada ociosidad para explicar a su jefe los pasos que habría que seguir cuando atacaran el reducto. De que el ataque iba a producirse, ninguno de los dos tenía duda alguna.

Pero no lo llevaron a cabo en 1801, porque los cuatrocientos cincuenta rusos que habían quedado a cargo del lugar recuperaron fuerzas con las provisiones que les llevó el Evening Star y, en tales circunstancias, un asalto hubiera resultado imprudente. Sin embargo, cuando se marchaba de la bahía, el Evening Star se detuvo ante la población tlingit; allí, el capitán Corey y el primer oficial Kane demostraron que seguían siendo amigos de los indios, Pues les enseñaron, en un rincón de la bodega, donde habían permanecido ocultas de las miradas de los rusos, las mercancías que tanto ansiaban los tlingits: toneles de ron y cajas planas con más rifles, que estaban fabricados en Inglaterra pero habían sido enviados por barco a China.

- Hemos reservado lo mejor para el final -aseguró Corey a los indios.

Igual que en anteriores ocasiones, Corazón de Cuervo recorrió los pueblecitos del litoral, para recolectar la cosecha de pieles de nutria marina, que seguía produciéndose en sorprendente cantidad. Cuando hubo concluido el trueque, Corey y Kane se reunieron con Kot-le-an en la colina y compartieron una botella de ron, de la cual los estadounidenses bebieron muy poco, aunque sirvieron generosamente a los tlingits.

- ¿No sería mejor unirlos dos asentamientos, y que los rusos y los tlingits trabajaran juntos? -comentó el capitán.

- ¿Acaso en Boston -preguntó Kot-le-an, con sorprendente agudeza- trabajáis juntos, vosotros y vuestros tlingits?

- No. No sería posible.

- Pues aquí tampoco es posible.

Corey, al recordar que había vendido una gran cantidad de armas a los belicosos tlingits, miró a su primer oficial e hizo un gesto tan leve que sólo Kane pudo verlo, encogiéndose de hombros como si dijera: «Lo que ocurra es asunto suyo, no nuestro»; esa tarde acabó de hacer las cuentas del cargamento de aceite de ballena y pieles de nutria, levó anclas y se dirigió hacia Boston, donde no había estado en los últimos seis años.

- Esperaremos -dijo Kot-le-an a Corazón de Cuervo, cuando se marchó el capitán Corey-. Si quieres construirte una casa junto al arroyo de salmones que está al sur, puedes hacerlo.

La propuesta, que Kot-le-an había declarado con tanta indiferencia, marcó un punto decisivo en la vida del esclavo, porque implícitamente significaba que quedaba liberado de su servidumbre. Cuando a un tlingit se le permitía construir su propia casa, eso significaba que también tenía derecho a tomar una esposa que le acompañara en la vivienda; desde hacía algún tiempo, Corazón de Cuervo miraba con creciente interés a una muchacha tlingit que llevaba el bonito nombre de Kakina, un apelativo, cuyo significado se desconocía, que había sido el de su bisabuela. Además de una expresión dulce y franca que manifestaba su serenidad espiritual, tenía también un porte digno que expresaba: «Voy a hacer muchas cosas, a mi manera». Era la hija de un buen pescador y tenía dieciséis años; por alguna afortunada razón, se había librado tanto de los tatuajes como de la inserción de un disco en el labio inferior. En los primeros años del nuevo siglo, representaba el tipo de joven pudorosa pero segura de sí misma que, en esa época de cambios, podía aspirar a casarse con algún exiliado ruso, para formar con él un puente entre el pasado y el presente, entre los tlingits y los rusos.

Pero ya de niña presintió la imposibilidad de que tal cosa ocurriera, porque era orgullosamente fiel a las costumbres de su raza y le parecía que, entre la aldea tlingit y el fuerte ruso, había una distancia espiritual imposible de franquear dignamente, a menos que la mujer tlingit renunciara a su identidad, y estaba segura de negarse a ello. Los últimos meses, sus padres habían comenzado a preguntarse qué sería de su hija, como si fueran ellos los responsables de su salvación y no la misma Kakina. Les complacía que varios jóvenes, tanto tlingits como rusos, no ocultaran el intenso interés que sentían por ella; además, durante la última visita del Evening Star descubrieron que el primer oficial Kane había tratado repetidas veces de acostarse con ella; pero la muchacha había rechazado tanto a Kane como a los muchachos de Sitka: tenía buenas razones para hacerlo, ya que, cuando sólo tenía catorce años, había decidido que el esclavo Corazón de Cuervo era el mozo más atractivo de la región. Durante los años posteriores, Kakina pudo apreciar su tenaz valentía, su lealtad hacia Kot-le-an, el talento que demostraba al negociar con los estadounidenses y, sobre todo, su apostura; en el rostro del esclavo descubrió la misma majestuosa serenidad que había visto en su propio rostro, cuando le prestaron uno de los espejos mágicos traídos por el capitán Corey.

Por consiguiente, aquel apacible verano de 1801 Corazón de Cuervo se enfrentó con tres tareas, cuya realización requería toda su energía: conquistar a Kakina como esposa, construir una casa en la orilla del arroyo de los salmones, bajo las grandes píceas, y tallar un tótem como los que adornaban su aldea natal, en el sur, antes de que le capturaran y convirtieran en esclavo.

Las diversas tribus de tlingits eran de naturaleza tan diferente que apenas parecían miembros de la misma familia. Los tlingits de Yakutat, hacia el norte, eran prácticamente salvajes: todo su interés se centraba en la guerra, las invasiones y la matanza de prisioneros. Los del clan de la colina que dominaba el estrecho de Sitka, como Kot-le-an, eran guerreros si era necesario defender su territorio, pero también lo suficientemente tranquilos como para apreciar los beneficios de la paz, siempre que pudieran obtenerla sin renunciar a sus principios. Los del sur, de donde Corazón de Cuervo era originario, vivían junto a las fronteras del pueblo haida, una rama diferenciada de los atapascos que tenía un idioma propio; habían tomado de ellos la artística costumbre de tallar, para instalarlos en todas las aldeas y en los hogares importantes, postes totémicos de madera de cedro rojo, altos, imponentes y llenos de color, donde se registraban los acontecimientos principales

de la aldea o de la casa. El pueblo de Kot-le-an no acostumbraba a tallar tótemes y los yakutats los quemaban en cuanto invadían una aldea; pero Corazón de Cuervo, obligado a vivir en tierra extraña, no podía sentirse a gusto en una casa que no contara con la protección de un tótem.

Con la energía que le caracterizaba, Corazón de Cuervo se aplicó simultáneamente a los tres cometidos. Pidió a Kot-le-an que le acompañara y se fue resueltamente a la cabaña de pescadores donde vivía Kakina.

- ¿Me concederías el honor de tomar a tu hija por esposa? -preguntó solemnemente al padre de Kakina.

- -Puedes confiar en este hombre -aseguró Kot-le-an al padre, antes de que él pudiera dar una respuesta.

- Pero es un esclavo -protestó el pescador.

- Ya no. El honor no lo permite -replicó Kot-le-an. Y, de este modo, se acordó el matrimonio.

Aquella misma tarde, en la orilla del arroyo de los salmones, un kilómetro y medio al este de la colina y en lo más profundo de un magnífico bosque de píceas, Corazón de Cuervo y Kakina comenzaron a talar los árboles con los que iban a construir su hogar; al anochecer, cuando ya habían trazado los contornos de la casa, llevaron a rastras hasta la orilla un tronco de cedro, que Corazón de Cuervo pensaba utilizar para tallar un tótem. Al día siguiente, con la ayuda de Kot-le-an en persona y de tres de sus colaboradores, subieron el tronco sobre unos soportes que permitirían mantenerlo separado del suelo mientras Corazón de Cuervo se dedicaba a esculpir, una tarea que iba a ocupar todo su tiempo libre durante casi un año.

Cuando trabajaba en el tronco, talló solamente la cara que se vería desde el frente e incluyó una selección propia de las hermosas imágenes que resumían la historia espiritual de su pueblo: los pájaros, los peces, los grandes osos, los barcos que surcaban las aguas, los espíritus que gobernaban la vida.

Pero no las dispuso al azar, sino que, respetando los mismos principios que habían guiado a Praxíteles y a Miguel Ángel al crear sus esculturas, siguió los modelos que marcaba la tradición para relacionar las formas y los colores, y lo hizo de forma magistral. A medida que surgía el tótem, dejaba de ser únicamente un poste con dibujos que se iba a plantar delante de una casa, y se convertía en una obra de arte refinada y vital, magnífica cuando estuvo acabada. Corazón de Cuervo y Kakina quedaron muy complacidos en el momento en que todo estaba ya listo para levantarlo en el lugar elegido, y se sintieron honrados cuando el toyón, Kot-le-an y el chamán se acercaron para rendir homenaje y bendecir el tótem que ya se erguía en el aire, como señal de que en aquella casa vivía una familia tlingit que se tomaba la vida en serio.

Corazón de Cuervo se había casado, su casa estaba casi terminada y había instalado un vistoso tótem; un día de junio de 1802, mientras trabajaba, Kot-lean y dos de sus hombres corrieron al arroyo de los salmones con interesantes noticias:

- Los rusos están más débiles que nunca. Es el momento de acabar con ellos.

Se encomendó a Corazón de Cuervo que continuara espiando, y desde un matorral, al este del reducto de San Miguel, consiguió descubrir varios hechos de importancia: Baranov, su peligroso adversario, no estaba; su ayudante de confianza, Kyril Zhdanko, también estaba ausente; como eran muchos los aleutas que habían regresado a Kodiak, la guarnición total del fuerte parecía reducida a unos cincuenta rusos, y apenas doscientos aleutas, número que hacía posible derrotarlos. Además, aunque ahora había en la playa más edificios pequeños y desprotegidos, no se había reforzado la parte principal del fortín ni la plaza cercada.

- Seguiremos el mismo plan que habíamos decidido -dijo Corazón de Cuervo, cuando informó a Kot-le-an y a sus ayudantes-. Atacamos desde la bahía, con los barcos, y desde el bosque, por tierra. Tomamos los edificios pequeños en la primera acometida, nos atrincheramos y luego invadimos el reducto.

- ¿Es fácil, lo primero? -preguntó Kot-le-an, y Corazón de Cuervo asintió.

- ¿Y lo segundo? -preguntó de nuevo Kot-le-an.

- Muy difícil -contestó Corazón de Cuervo, con franqueza.

A fines de junio, una noche, cuando el sol acababa de ponerse (aunque ya eran las once), un grupo de embarcaciones tlingits salió de la parte sur del estrecho; mientras la silenciosa flotilla avanzaba hacia el norte, coordinando sus movimientos con los de los guerreros que cruzaban el bosque, el fuerte se recortó en el fulgor plateado de la noche estival de Alaska, a la que nunca llega la oscuridad. Las dos fuerzas convergieron en silencio y, a las cuatro de la mañana, coincidiendo con el regreso del sol, cayeron sobre el campamento ruso, ocuparon inmediatamente los edificios que no tenían protección e invadieron el patio cercado; después, siguiendo las tácticas que dos años antes había ideado el espía Corazón de Cuervo, atacaron los Puntos vulnerables, se abrieron paso en el interior de la fortaleza, prendieron fuego a las construcciones rusas y degollaron a los defensores cuando intentaban huir de las llamas. Murieron tanto rusos como aleutas; sólo se salvaron los afortunados que estaban ausentes, pescando o cazando pieles.

- ¡Que sirva de advertencia a los rusos! -gritó Kot-le-an, el instigador de la matanza, que se plantó entre los cadáveres cuando ésta se había consumado-. ¡No pueden venir a robar las tierras de los tlingits!

Después de quemar los barcos y los botes rusos, los victoriosos tlingits regresaron triunfalmente hasta su colina, como conquistadores del estrecho de Sitka y defensores de los derechos de su raza.

Kot-le-an, aunque estaba sorprendido por la facilidad con que habían vencido a los rusos, no imaginó ni por un momento que un hombre decidido como Baranov dejara pasar semejante humillación sin hacer nada. No podía prever la reacción de los rusos ni el momento en que se produciría, pero estaba seguro de que iban a actuar, por lo que tomó precauciones desacostumbradas. Se acercó resueltamente al lugar donde Corazón de Cuervo y su mujer continuaban construyendo la nueva casa y anunció, sin rodeos:

- Éste es el mejor emplazamiento de la isla. Nuestro fuerte tiene que estar aquí.

Corazón de Cuervo quiso protestar por la invasión, porque se había esforzado mucho para construir la parte de la casa que estaba terminada y para tallar el tótem, pero Kakina le interrumpió e intervino con una seguridad que sorprendió a su marido:

- No podremos descansar hasta haber expulsado a los rusos de nuestra tierra, Kot-le-an. Quédate con nuestra casa.

Kakina se puso a trabajar con los tlingits que llegaron para convertir su casa en un cuartel militar. Más adelante, ella misma sugirió cercar toda la zona con una empalizada alta, gruesa y erizada de lanzas y también colaboró en la construcción de la valla.

El fuerte terminado (una serie de edificios pequeños y sólidos, protegidos por una empalizada) quedaba cerca del arroyo de los salmones, por el este, y a poca distancia del estrecho, por el sur. Hacia el este, lo resguardaba un denso bosque, cuyos árboles más viejos, al morir, habían caído de manera que los troncos, entrecruzados, formaban una espesura impenetrable.

- No podemos defender la colina -explicó Kot-le-an a sus paisanos, cuando se terminó la construcción-, porque los barcos rusos podrían apostarse en el estrecho y bombardearnos con los cañones. Sin embargo, en el lugar donde está el nuevo fuerte, no podrán acercarse lo bastante para perjudicarnos.

- ¿Cuándo nos trasladamos? -preguntaron algunas mujeres.

- Sólo en caso de que vengan los rusos… -respondió el toyón-, si es necesario.

Corazón de Cuervo, al oír la declaración del toyón, que se podía tomar por una fanfarronería, pensó: «Kot-le-an tiene razón. Un hombre como Baranov regresará. Tiene que hacerlo».

De este modo, los sueños de Corazón de Cuervo y Kakina se esfumaron entre los planes de guerra. Habían construido una casa, pero servía de cuartel militar; el tótem estaba en su sitio, pero se erguía delante de la versión tlingit de un reducto ruso, y no delante de un hogar.

- ¿Podemos defenderlo contra los rusos? -preguntó Kakina.

- Lo hemos construido muy sólido -respondió ambiguamente su marido-. Ya lo ves.

- Pero los rusos, ¿no podrían atacarlo y abrirse paso en el interior, como vosotros hicisteis con ellos?

- Ya se verá, uno de estos días -contestó Corazón de Cuervo.

Se inició entonces un tiempo de espera, pasiva y nerviosa. Por fin, en septiembre de 1804, en el estrecho de Sitka comenzaron a aparecer barcos rusos cargados de combatientes: primero, el Neva, que venía desde San Petersburgo; luego, el Jermak, el Catalina y el Alejandro. También se juntaron trescientos cincuenta kayaks de dos plazas en el golfo que separaba Sitka de Kodiak, en el extremo de un peligroso pasaje. A fines del mismo mes, controlaban el estrecho ciento cincuenta rusos y más de ochocientos aleutas todos fuertemente armados y ansiosos de vengar la destrucción del reducto de San Miguel, ocurrida dos años antes. Los rusos daban por sentado que tendrían que tomar por asalto la colina que ocupaban anteriormente los tlingits, por lo que Baranov, la noche del 28 de septiembre, llevó sus naves hasta el pie de la colina, con la intención de bombardearla por la mañana.

Sin embargo, al día siguiente, al amanecer, cuando los rusos comenzaron a subir la colina detrás del valiente Baranov, dispuesto a presentar batalla, descubrieron con sorpresa que el fuerte estaba vacío; todos los tlingits habían huido a la gran fortaleza nueva, un kilómetro y medio más al este, donde el tótem custodiaba la entrada principal y cuyos muros medían cincuenta centímetros de espesor. Baranov, tras anunciar que se había cobrado un triunfo, indicó a las tropas que acudieran al fuerte abandonado y subió siete cañones, que se dispusieron de manera que controlaban todos los accesos.

- No sé dónde están los tlingits, pero ya nunca volverán a ocupar esta colina -dijo Baranov a sus hombres; y, durante el resto de su vida, hizo cumplir esta decisión.

Los tlingits, que estaban a salvo en la nueva fortaleza y seguros de poder defenderla contra cualquier amenaza de los rusos, se echaron a reír al enterarse de que Baranov había atacado un fuerte desierto; sin embargo, se mostraron más preocupados ante los informes de los espías:

- Han empezado a embarcar más soldados en los cuatro barcos de guerra anclados al pie de la colina.

La noticia no asustó a Kot-le-an, aunque'sí le llevó a preguntarse cuánto daño podrían hacer los cañones de esas cuatro naves; por eso envió a Corazón de Cuervo para que parlamentara con Baranov, a fin de establecer unas condiciones que permitieran a ambos grupos compartir la hermosa bahía, con todas sus riquezas.

Acompañado por un joven guerrero y con una bandera blanca en lo alto de un palo largo, Corazón de Cuervo recorrió el camino que cruzaba el bosque, con la intención de exponer ante los rusos los términos propuestos por Kot-le-an; pero, al llegar al fuerte, se llevó la desagradable sorpresa de que le despidieran bruscamente, con palabras desdeñosas:

- Nuestro capitán no trata con subordinados. Si tu jefe quiere hablar con nosotros, que se presente él en persona.

Corazón de Cuervo, humillado y lleno de rabia, volvió hecho una furia y advirtió a Kot-le-an que no tenía sentido continuar con las negociaciones, pero el joven cacique, durante su ausencia, se había afirmado en la convicción de que era preferible un reparto pacífico que una guerra declarada. Por la mañana, Corazón de Cuervo, acompañado por un emisario especial, regresó a la colina, esta vez por mar y en una canoa ceremonial. Mientras el antiguo esclavo llevaba la canoa hasta un desembarcadero, el emisario comenzó a entonar un florido mensaje de paz:

- Poderosos rusos: nosotros, los poderosos tlingits, deseamos vuestra amistad. Vosotros invadisteis nuestra tierra para construir vuestro reducto, nosotros hemos devuelto vuestro reducto a nuestra tierra. Estamos a la par, pie con pie, mano con mano, por eso, respetemos la paz.

Al decir esto, el emisario se dejó caer de la canoa y, con el agua hasta la nariz, dirigió una mirada suplicante a los centinelas rusos, que silbaron para llamar a los oficiales. Dos hombres jóvenes descendieron los peldaños que remontaban la colina y, al ver al emisario flotante, se echaron a reír. Después reconocieron a Corazón de Cuervo y le espetaron otra vez las mismas palabras despectivas:

- Si tu jefe tiene un mensaje que darnos, que venga en persona.

Iban a retirarse cuando Corazón de Cuervo desplegó ante ellos una de las pieles de nutria más grandes y sedosas que se habían encontrado nunca en aquella zona.

- ¡Éste es nuestro regalo para el gran Baranov! -gritó, en inglés.

Como el presente era muy atractivo, los oficiales llevaron al tlingit hasta el fuerte por los escalones de piedra; allí, Baranov aceptó graciosamente las pieles y, a cambio, le entregó un traje de paño, completo.

- Queremos la paz, gran Baranov -dijo, en tlingit, el antiguo esclavo, convertido en un hombre muy digno.

Entonces, el ruso expuso sus condiciones:

- Dos rehenes se quedarán conmigo. Tenéis que acatar nuestra autoridad sobre la colina y el territorio circundante que yo designe para nuestro cuartel. Y tenéis que quedaros en la zona, en paz, y comerciar con nosotros.

- ¿Queréis toda esta tierra? -preguntó Corazón de Cuervo, después de haber pedido dos veces al ruso que repitiera las exigencias.

Baranov asintió.

- ¿Y pretendéis que obedezcamos vuestras órdenes?

El ruso volvió a asentir, ante lo cual Corazón de Cuervo se irguió en toda su estatura y replicó:

- Hablo en nombre de nuestro jefe, Kot-le-an, y de nuestro toyón. Jamás aceptaremos semejantes condiciones.

Baranov ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirar inquisitivamente al capitán del Neva, Lisiansky, quien asintió. Entonces dijo, con aparente indiferencia:

- Di a Kot-le-an que comenzaremos el ataque mañana al amanecer.

Corazón de Cuervo regresó a la canoa, donde le esperaba el emisario, y los dos tlingits vieron que los soldados rusos y cientos de combatientes aleutas habían empezado a correr hacia los cuatro barcos y hacia los kayaks.

El 1 de octubre de 1804, las cuatro naves de guerra estaban listas Para recorrer el breve trecho hasta el fuerte tlingit y comenzar el bombardeo. Pero una calma exasperante se apoderó del estrecho; el gran barco Neva, del que dependían en gran parte los rusos, no podía moverse. Sin embargo, estaba al mando del capitán Urey Lisiansky, luchador resuelto e ingenioso, quien consiguió superar la situación al alinear más de cien kayaks que, por medio de sogas atadas a las popas, jalaron lentamente del pesado navío hasta ponerlo en su sitio.

- Están decididos a luchar -susurró Kot-le-an a Corazón de Cuervo, al contemplar el hercúleo esfuerzo; y ordenó prepararse duramente.

La eficiencia del capitán Lisiansky quedó algo deslucida, porque Baranov, un hombre obeso de cincuenta y siete años, se creía un genio militar capaz de llevar a la batalla a un ejército compuesto por la mitad de los efectivos. Él, a quien sus hombres habían dado el mote de «el Comodorò», estaba convencido de que su experiencia en las batallas siberianas y en las pequeñas escaramuzas de las islas le convertía en un estratega; daba órdenes a gritos, como si fuera un veterano curtido en el combate. Sin embargo, aunque algunos le tomaban por un payaso, su valentía y su deseo de venganza contra los tlingits por haber destruido el reducto infundían ánimos en sus hombres, que estaban dispuestos a seguirle adonde fuera necesario.

Pero antes de arrastrar a sus hombres a la batalla definitiva, Baranov, que recordaba las historias de guerra que había leído, se consideró obligado por el honor a ofrecer a su enemigo una última oportunidad de rendirse, por lo que envió a tres rusos bajo una bandera blanca. Al acercarse al fuerte tlingit, el que iba al mando gritó:

- Ya conocéis nuestras condiciones. Dadnos tierras y rehenes. Y permaneced aquí, pacíficamente, para comerciar.

En el interior del fuerte sonó una risotada; después, una descarga que hizo crujir los árboles por encima de las cabezas de los negociadores. Los hombres temieron que el siguiente disparo les apuntara y huyeron al Neva, donde contaron a Baranov cómo les habían recibido. El ruso no se enojó, aunque dijo a las personas que le rodeaban:

- Ahora vamos a tomar el fuerte.

Entonces, tal como se había decidido, el capitán Lisiansky envió cuatro botes fuertemente armados para que destruyeran todas las canoas tlingits varadas en la playa. La batalla había comenzado.

Baranov, vestido con una armadura de madera y cuero y enarbolando una espada, avanzó por el agua hasta la playa, a la vanguardia de sus hombres, decidido a tomar por asalto las murallas y exigir la rendición. Con el apoyo de tres pequeños cañones portátiles, se detuvo a escuchar los ruidos del interior de la fortaleza, pero no pudo oír nada.

- La han abandonado, tal como hicieron con la colina -gritó, y con el temerario heroísmo de un campesino, condujo a sus hombres directamente hacia las murallas.

Pero en cuanto estuvieron al alcance de los mosquetes, los muros estallaron con el fuego disparado por cientos de buenos rifles bostonianos; - el efecto sobre los invasores fue desastroso, porque la inesperada descarga alcanzó a muchos de ellos en plena cara.

Los rusos se batieron desordenadamente en retirada; entonces, los tlingits irrumpieron desde el portón central, custodiado por el tótem, y cayeron sobre la desalineada formación, matando e hiriendo a los hombres sin necesidad de esquivar ningún contraataque. Si el capitán Lisiansky no hubiera corrido en auxilio de Baranov, se habría producido una matanza general. El primer asalto, que sin duda habían ganado los tlingits, resultó una funesta derrota para el comodoro Baranov.

Una vez a bordo del Neva, Baranov mostró a sus oficiales una grave herida en el brazo izquierdo; le acostaron y le dejaron bajo el cuidado de un médico, y entonces Lisiansky hizo un resumen de la derrota:

- Ha habido tres muertos entre mis hombres y catorce rusos heridos, además de muchísimos aleutas, que huyeron como conejos al primer disparo. Pero algo hemos ganado: Baranov está herido de bastante gravedad, por lo que no podrá continuar. Ahora vamos a organizar el asedio y a hacer pedazos ese fuerte.

Pero antes de que se iniciara el cañoneo, contemplaron un atroz augurio de que la batalla sería a muerte, como el anterior ataque al reducto de San Miguel: aparecieron en la playa, casi al alcance del fuego enemigo, seis guerreros tlingits que llevaban unas lanzas en alto, en las que habían ensartado el cadáver de uno de los rusos. A un silbido del jefe, los tlingits impulsaron con brusquedad las seis lanzas hacia arriba y las Clavaron profundamente en el cuerpo, hasta que las puntas metálicas asomaron por el otro lado, rojas de sangre. A una segunda señal, arrojaron las armas hacia adelante, dejando que el cuerpo cayera al agua de la bahía.

Minutos después se inició el cañoneo, y cuando se supo en cubierta que un cuarto ruso había muerto a causa de las heridas, el fuego se intensificó. El bombardeo continuó durante dos días, y el regimiento a cargo de Lisiansky efectuó una salida durante la cual mataron a todos los tlingits que encontraron en las inmediaciones del fuerte; pero entonces se dieron cuenta de que la gran empalizada construida por Kot-le-an y Corazón de Cuervo era muy gruesa y resistiría incluso las balas de cañón mayores.

- Si tratamos de derribar la cerca, no lo conseguiremos -dijo Lisiansky a sus hombres.

Baranov, en cuanto le informaron, consultó la situación con su capitán e hizo que elevaran los cañones; entonces comenzaron a llover balas en el interior del fuerte, balas de tal tamaño y disparadas con tal frecuencia que hacían inevitable la destrucción del reducto.

- No podrán aguantarlo mucho tiempo -aseguró Lisiansky a Baranov, mientras veía caer las balas sin apenas un fallo; y el gordo comerciante sonrió con gravedad.

Los Primeros días del sitio hubo gran júbilo dentro del fuerte, porque los defensores tlingits se cobraron tres victorias importantes: su empalizada resultó Impermeable al fuego ruso; rebatieron el primer ataque por tierra, con grandes pérdidas para el enemigo, y, sin sufrir represalias, consiguieron burlarse de los rusos en la playa, cuando arrojaron el cadáver empalado al mar-.

- ¡Podemos con ellos! -gritaba Kot-le-an, en los primeros momentos de victoria.

Sin embargo, cuando el cañoneo empezó seriamente y los rusos dispararon por encima de las murallas, cambió radicalmente el curso de la guerra. En el interior de la estacada había unas quince construcciones independientes, agrupadas alrededor de la casa que habían comenzado a edificar Corazón de Cuervo y Kakina; las balas rusas, con una suerte endemoniada empezaron a caer sobre los edificios de madera, destrozándolos y matando, o hiriendo gravemente a los ocupantes. Los niños chillaban en medio de la destrucción; en unos espantosos momentos, cayeron tres proyectiles seguidos sobre la casa de Corazón de Cuervo, saltaron chispas y comenzó un incendio que rápidamente arrasó toda la vivienda. Corazón de Cuervo, al contemplar las violentas llamaradas, tuvo la premonición de que estaba viendo la muerte de todo cuanto veneraban los tlingits, porque aquella casa había sido un símbolo de su liberación y de su ingreso en la tribu más poderosa de aquella raza.

Sin embargo, como no podía permitir que Kakina ni Kot-le-an se dieran cuenta de sus aprensiones, caminó entre los defensores del fuerte para infundirles palabras de aliento:

- Ya pararán. Se irán cuando comprendan que no pueden conquistarnos.

Pero el tercer día de bombardeo, mientras pronunciaba estas palabras, le interrumpió un alarido de Kakina; pensó que había alcanzado a su mujer uno de los proyectiles y corrió hacia donde la había visto por última vez; al llegar, la encontró de pie, boquiabierta y mirando hacia arriba. Sin poder hablar, Kakina señaló el cielo, y entonces Corazón de Cuervo vio lo que había provocado su grito: un disparo del Neva había destrozado la mitad superior del tótem, con el bonito cuervo tallado, y había dejado un tronco roto, que seguía siendo alto, aunque estaba decapitado para siempre. Al recordar el cuidadoso trabajo de talla que había realizado en el poste, que recogía las leyendas de su pueblo y representaba a los espíritus, Corazón de Cuervo se sintió muy afligido; pero no quiso expresar la inquietud que le inspiraba la pérdida de una más de las manifestaciones de una forma de vida que él había amado y había intentado defender. Y el bombardeo no cesaba.

El sexto día, al oscurecer, Kot-le-an se acercó a Corazón de Cuervo con un mensaje inesperado:

- Amigo mío, confío en ti; toma la bandera blanca y ve a verles.

- ¿A pedir qué?

- La paz.

- ¿Bajo qué condiciones?

- Las que ellos propongan.

Durante algunos minutos, mientras Kot-le-an reunía un grupo de seis hombres para que acompañaran a su mensajero, Corazón de Cuervo se detuvo entre las ruinas y le pareció que el suelo se tambaleaba bajo sus Pies. Era el final de un sueño, la desaparición de un mundo, y le habían elegido precisamente a él, para efectuar la rendición; pero antes de dar la señal de sumisión, todo su cuerpo se rebeló: los ojos se negaban a ver; los pies, a Moverse; la mente, a aceptar la insoportable tarea; entonces gritó a la nada:

- ¡No puedo!

No le convenció Kot-le-an, sino Kakina:

- Tienes que hacerlo. Mira. -Kakina señaló las casas destruidas, las hileras de cadáveres sin sepultar, las señales universales de la destrucción-. Tienes que ir -susurró.

Atónito al oír que su voluntariosa mujer pronunciaba tales palabras de derrota, Corazón de Cuervo se volvió para mirarla fijamente; entonces vio

En ella una sonrisa lúgubre.

- Esta vez hemos perdido. Salvemos lo que se pueda. La próxima vez, cuando bajen la guardia, les aplastaremos.

Cuando su marido se dirigió a la puerta, dispuesto a salir con los mensajeros de la capitulación, Kakina caminó a su lado hasta la playa; allí, Corazón de Cuervo llamó en inglés a los rusos, que interrumpieron el bombardeo al ver una bandera blanca:

- Tú ganas, Baranov. Hablemos.

La respuesta, en ruso, llegó a través de una bocina de latón:

- Id a dormir. Basta de bombardeo. Iremos por la mañana.

Ante estas palabras, que señalaban el final del asedio y el fracaso de las esperanzas que tenían los tlingits de recobrar Sitka, Kakina lanzó un agudo

gemido; los rusos que lo escucharon creyeron que era un lamento por las ilusiones perdidas, aunque se hubieran extrañado mucho de haber podido

comprender las palabras de la mujer:

- ¡Ay de mí!, las olas han abandonado nuestra playa y sólo quedan las rocas. Pero nosotros resistiremos, como las rocas, y en años venideros regresaremos, como las olas, para ahogar a los rusos.

Los marineros enemigos que estaban escuchando en la creciente oscuridad pudieron oír cómo las voces de los tlingits, una tras otra, se iban uniendo al aparente lamento, hasta que la playa se llenó con lo que ellos tomaron por una expresión de dolor, aunque era una declaración de venganza, instigada por Kakina.

Corazón de Cuervo y su contingente regresaron al fuerte, donde les recibió el silencio. Había cesado el cañoneo, pero también habían acabado las maniobras de los tlingits. De pie, en grupos desordenados, discutían qué hacer, y Corazón de Cuervo, que iba de una a otra reunión, no encontró más que consternación y la ausencia de cualquier tipo de plan sobre las acciones que habría que seguir ahora, después de la rendición; sin embargo, cerca de la medianoche, Kot-le-an y el toyón asumieron el mando y expusieron directrices breves y crueles:

- Cruzaremos las montañas y abandonaremos esta isla para siempre.

Mientras estas palabras fatídicas recorrían entre susurros todo el fuerte, iba quedando claro su siniestro significado: cruzar la isla de Sitka, por la parte que fuera, era una empresa desmesurada, teniendo en cuenta que las montañas eran muy escarpadas y no había senderos. Pero los tlingits habían decidido huir y, durante las cuatro horas posteriores a la medianoche, en el fuerte destruido se produjo un huracán de actividad.

Los únicos que realmente habían vivido en aquel hermoso enclave, entre el arroyo de los salmones y la bahía, habían sido Corazón de Cuervo y Kakina; sólo ellos tenían recuerdos que deseaban llevar consigo (él, un fragmento del tótem; ella, un plato roto de madera), pero todos los que se disponían a huir conservaban en la memoria la espléndida colina que dominaba la bahía, y todos tenían el corazón triste.

Al acercarse el alba, se organizaron dos grupos de refugiados y se les asignaron cometidos especiales, muy dolorosos: los hombres escogidos recorrieron el fuerte para matar a todos los perros, sobre todo a los que se habían encariñado con alguna familia en particular, porque sería imposible llevarlos en el viaje que se disponían a emprender los tlingits; hubo momentos de dolor cuando sacrificaron a algún animal que había brincado de alegría al oír la voz querida de un niño, pero muy pronto olvidaron esta tristeza, porque un grupo parecido, compuesto por mujeres y dirigido por Kakina, se abría paso entre la multitud reunida y mataba a todos los niños pequeños.

El 7 de octubre, en las primeras horas de la mañana, al levantarse la bruma y surgir el brillante sol de otoño, los marineros del Neva y de otros tres barcos formaron fila en la playa e iniciaron una marcha triunfal, encabezados por el comodoro Baranov, para aceptar la rendición de los tlingits, pero al acercarse al fuerte no vieron a nadie ni oyeron ningún sonido; se aproximaron un poco más, con indecisión, y en aquel momento saltó al aire el graznido de unos cuervos.

- Se están comiendo a los muertos -murmuró un marinero supersticioso.

Baranov se asomó para mirar a través de los portones hundidos, que algún cañonazo había medio derribado, y contempló la desolación, la confusión de perros muertos y de pequeños cadáveres humanos. Fue un espantoso momento de victoria, y el horror se acentuó al aparecer súbitamente dos mujeres, que salieron de las ruinas de una casa; eran demasiado ancianas para viajar y cuidaban a un niño de seis años cojo de una pierna.

- ¿Adónde han ido? -inquirió Baranov a las mujeres, que señalaron hacia el norte.

- ¿A través de las montañas? -preguntó el intérprete.

- Sí -respondieron ellas.

Mientras ellos hablaban, Kot-le-an, Corazón de Cuervo y el toyón, que había perdido el reino, conducían a su pueblo a través de territorios escarpados, cubiertos de grandes píceas, con troncos altos y rectos como líneas dibujadas en la arena. Era un trayecto muy difícil, por lo que aquel día solamente pudieron cubrir algunos kilómetros; tendrían que pasar varias semanas llenas de penurias antes de alcanzar los límites septentrionales de la isla de Sitka. Entonces sería necesario detenerse para construir canoas con las que cruzar el estrecho de Peril, después de lo cual habría que buscar algún refugio en la inhóspita isla de Chichagof, un lugar infinitamente más cruel e implacable que Sitka.

Pero los tlingits se empeñaron en conseguirlo y, finalmente, llegaron a la costa norte de la isla. Al otro lado del estrecho, vieron las montañas de su nueva patria, y entonces algunos lloraron, porque sabían que el cambio no era bueno. Sin embargo, Corazón de Cuervo, que en otro momento de su agitada vida se había visto privado de todo, comentó a Kakina:

- Me parece que allí vamos a poder construir un hogar. -Mientras hablaba, saltó un pez en el estrecho de Peril, y él dijo a su mujer-: Buena señal.

Los quince años siguientes' entre el 1804 y el 1818, resultaron extraordinariamente productivos 1 y confirmaron la reputación de Aleksandr Baranov como padre y principal impulsor del frágil imperio ruso en América del Norte. Cuando comenzó aquel estallido de vitalidad, él ya tenía cincuenta y siete años, pero demostró el entusiasmo de un muchacho que caza su primer ciervo) la sabiduría de un Pericles dedicado a la construcción de una ciudad nueva, y la paciencia de un Job isleño.

Resultó ser un constructor infatigable; después de que ardiera hasta la última astilla del fuerte tlingit, hasta el último fragmento del tótem, Baranov apremió a sus hombres para que se Pusieran a trabajar en lo alto de la colina, donde él mismo levantó una modesta cabaña desde la cual podía divisar el estrecho, el volcán y las montañas circundantes. En vida suya, la cabaña se rehizo para convertirla en una casa más señorial, de muchas habitaciones; después de su muerte, llegó a ser una mansión grandiosa, de tres pisos y con diversos departamentos, incluido un teatro. Aunque él no llegó a verla ni a vivir en ella, la llamaron el Castillo de Baranov, y la América rusa se gobernó desde allí.

Al pie de la colina delimitó una zona amplia, dentro de la cual había un gran lago, y la cercó con una alta empalizada; sería la ciudad rusa. Entonces ocurrió algo curioso: aunque Baranov bautizó la colonia con el nombre de Nueva Arkangel, los marinos de todas las procedencias, los tlingits y los aleutas que vivían en el mismo lugar continuaron llamándola Sitka, que se convirtió en el nombre definitivo. De este modo, la bella ciudad disponía de dos nombres que se podían utilizar indistintamente; sin embargo, en ella se acataba una sola regla importante: «No se permite la presencia de tlingits dentro de la empalizada».

Aunque proclamó esta ley, Baranov seguía trazando planes para el día en que volvieran los indios, dispuestos a colaborar con él en la ampliación de Nueva Arkangel; cuando se despejó una enorme zona adjunta a la empalizada, explicó a los habitantes de la ciudad:

- Dejaremos esto para cuando comiencen a venir otra vez los tlingits. Son gente sensata. Comprenderán que los necesitamos. Comprenderán que, si comparten con nosotros este lugar, vivirán mejor que escondidos en la espesura, allá donde estén ahora.

Después de tomar la crucial decisión: «Los rusos, dentro de las murallas, los tlingits, afuera», Baranov dedicó sus energías a la construcción de la capital. Con la ayuda de Kyril Zhdanko, y en muy poco tiempo, lo que sorprendió a los obreros, levantó grandes cuarteles para los soldados; una escuela que, como el orfanato de Kodiak, pagó de su propio y reducido salario; una biblioteca; un salón de reuniones para acontecimientos sociales, c`11 un precioso rincón donde instaló un piano importado de San Petersburgo, para los bailes que organizaba, y un escenario para las obritas de un solo acto que representaban, a instancias suyas, sus subordinados, junto con sus esposas. Había también diez o doce edificios imprescindibles: cobertizos para poner a punto los barcos que anclaran en Nueva Arkangel, talleres donde pudieran repararse los instrumentos de navegación y los cañones.

Una vez aseguradas las cosas esenciales para la vida cotidiana, se dirigió al padre Vasili:

- Ahora que ya tenemos un buen punto de partida, padre, vamos a construiros una iglesia.

Con todavía más entusiasmo del que hasta entonces había desplegado, emprendió la construcción de la catedral de San Miguel, que le agradaba llamar «nuestra catedral». Era de madera, construida a partir de un barco abandonado, y alcanzaba mayor altura que los edificios anteriores; cuando estuvieron terminados los pisos bajos, Baranov en persona supervisó la instalación de un modelo algo modificado de cúpula en forma de cebolla. El día de la solemne consagración, mientras el coro cantaba en ruso, pudo decir a los feligreses, sin faltar a la verdad:

- Ahora que tenemos una buena catedral, Nueva Arkangel se convierte para siempre en una ciudad rusa y en el centro de nuestras esperanzas.

Algunas semanas después del acto de consagración, Baranov se alegró enormemente porque se confirmaron sus ilusiones; uno de sus colaboradores subió a toda prisa la colina, gritando:

- ¡Excelencia! ¡Mirad!

Corrió al parapeto que rodeaba su cabaña y vio a unos cuantos indios que miraban indecisos hacia la empalizada, a la espera de que les dieran permiso para construir algunas casas en el espacio que Baranov les había reservado.

Aunque la llegada de los antiguos enemigos había desconcertado a los rusos de guardia, no ocurrió lo mismo con Baranov; les estaba esperando, y por eso corrió colina abajo, lanzando órdenes a gritos:

- ¡Traed comida! ¡Esas mantas viejas! ¡Un martillo y clavos!

Se presentó ante los tlingits con los brazos regordetes cargados de regalos y les obligó a aceptar los presentes.

- Volvemos, mejor aquí -dijo un anciano que sabía hablar ruso, y Baranov tuvo que contener las lágrimas.

Sin embargo, ese momento de exaltación pasó pronto, porque Baranov no tardó en experimentar diversos fracasos que ensombrecieron los últimos años de su vida; él mismo provocó las complicaciones, puesto que, como consiguió que Nueva Arkangel fuera cada vez más importante, el gobierno ruso comenzó a enviar cada vez más barcos militares para defender la isla, lo que implicaba, inevitablemente, que se presentaran Oficiales de la Marina rusa, con sus uniformes y sus galones, para inspeccionar «lo que está haciendo por aquí Baranov, el comerciante». Tal como le habían advertido en Irkutsk, hacía muchos años, en la famosa entrevista que puso a prueba su capacidad para administrar las propiedades de la Compañía, «no hay nada más despectivo en la faz de la Tierra que un oficial de la Marina rusa».

El oficial a quien el zar Alejandro I, el año 1810, encargó que recorriera el Pacífico en el barco de guerra Moscovia con el objeto de importunar a los funcionarios de Kodiak y de Nueva Arkangel (especialmente a estos últimos) era un auténtico petimetre. El presuntuoso teniente Vladimir Ermelov, de veinticinco años, parecía una caricatura del joven aristócrata ruso, eternamente dispuesto a batirse en duelo si creía que se había ofendido su honor; era alto, delgado, bigotudo, de rostro aguileño, de comportamiento violento, y pensaba que los reclutas, los criados, la mayoría de las mujeres y la totalidad de los comerciantes, además de despreciables, no eran dignos de que les tratasen con amabilidad. Demostraba valentía en el combate, era bastante buen marino y estaba siempre listo para defender sus acciones a espada o pistola; era el terror de los barcos que había capitaneado y, cuando bajaba a tierra vestido con su uniforme blanco, se convertía en un deslumbrante centro de atención-

El teniente Ermelov era el vástago de una familia noble de la que provenían algunos de los consejeros más tercos e inútiles que habían tenido los gobernantes rusos. Estaba casado con la nieta de un auténtico gran duque, lo que confería a su mujer una evidente aureola de aristocracia; cuando ella le acompañaba en sus viajes, marido y mujer estaban convencidos de que ella era una especie de representante personal del zar. Si Ermelov, cuando estaba solo, era temible, con el apoyo de su arrogante esposa resultaba, tal

como dijo un suboficial al padre Vasili, sin que nadie protestara: «prácticamente inaguantable, maldita sea…».

Cuando Ermelov zarpó de San Petersburgo como capitán del Moscovia, no sabía casi nada sobre Aleksandr Baranov, que tantas fatigas pasaba en las posesiones rusas más orientales; pero durante el largo viaje, que le llevó alrededor del mundo, ancló en muchos puertos y conversó con capitanes rusos, ingleses o estadounidenses que se habían detenido en Kodiak o en Sitka. Empezó a escuchar extrañas historias sobre aquel hombre excepcional, quien, al parecer, había alcanzado por casualidad un cargo de cierta importancia en las Aleutianas, «esas condenadas islas peleteras, siempre cubiertas de niebla, aunque quizá sea en Kodiak, que no es mucho mejor»; cuanto más escuchaba, más le desconcertaba que el gobierno imperial hubiera puesto a un individuo así a cargo de una zona que iba cobrando cada vez mayor importancia.

A madame Ermelova, que antes de casarse con Vladimir había recibido el tratamiento de princesa y aún estaba autorizada a hacer uso del título, le molestaban especialmente las cosas que oía decir sobre «ese maldito Baranov»; cuando el Moscovia salió de Hawai, en 1811, los Ermelov estaban cansados de escuchar historias sobre «el ruso loco de Nueva Arkangel, como la llaman ahora», y bastante hartos del hombre a quienes ambos consideraban un advenedizo: Ermelov, por motivos políticos; su esposa, por razones sociales.

- -Conozco en San Petersburgo a diez o doce jóvenes estupendos, Vladimir, que bien merecerían un cargo de gobernador. No sabes cómo me irrita Pensar que un payaso como este Baranov les haya sacado ventaja.

Su irritación se puso de manifiesto en la primera carta que madame Ermelova escribió desde Nueva Arkangel; estaba dirigida a su madre, la Princesa Scherkanskaya, hija del gran duque y mujer habituada a las sutilezas de la alta sociedad.

Chére Maman:

Ya hemos llegado a América; como un resumen de toda nuestra aventura, voy a contarte, brevemente, lo que ocurrió cuando desembarcamos. Desde el mar supimos dónde estábamos, al ver el espléndido volcán, tan parecido a los grabados que tenemos del Fuji-Yama japonés, poco después de dejar atrás este vestíbulo, vimos el pequeño cerro sobre el cual se levanta nuestra capital oriental. Es un lugar atractivo y, si las casas estuvieran mejor edificadas y decoradas, con el tiempo podría llegar a convertirse en una capital pasable; lamentablemente, aunque en la zona no hay más que montañas, no se encuentra aquí piedra para construir. En consecuencia, los edificios son bajos y están hechos de madera sin barnizar y sin pintar, mal ensamblada y sin señales de que en el proyecto haya participado un arquitecto o un artista. Te reirías si vieras lo que consideran su catedral. un tosco montón de madera, mal diseñado, coronado por una divertida construcción que pretende ser una cúpula en forma de cebolla, de ésas que tan bonitas resultan cuando están bien hechas y tan ridículas cuando las diversas piezas no ajustan entre sí.

Pero esta «catedral» es una obra de arte comparada con lo que los nativos llaman, orgullosamente, el castillo de la colina: otra construcción despintada, mal proyectada y, en cierto sentido, inacabada: no es más que una colección de graneros, uno a continuación del otro, siguiendo una azarosa disposición que no permite introducir más adelante ninguna mejora. Aunque viniera un equipo de los mejores arquitectos de San Petersburgo, este sitio no tendría remedio; estoy bien segura de que empeorará con el correr del tiempo' a medida que se vayan añadiendo nuevas ampliaciones sin seguir ningún plan.

Sin embargo, tengo que confesar que en los días despejados (ocasionalmente hay alguno, aunque la mayor parte del tiempo llueve, llueve y llueve) el territorio que rodea la colina alcanza una suprema belleza, como la de los bellísimos paisajes que contemplamos cuando recorrimos los lagos de Italia. Por todas partes se elevan montañas de extraordinaria altura, que descienden hasta el agua, formando una especie de nido rocoso y arbolado en donde descansa Nueva Arkangel; con el volcán montando guardia, el panorama es digno de un decorador magistral.

En lugar de eso tenemos a Aleksandr Baranov, un miserable comerciante que se esfuerza hasta el ridículo por ser un caballero. Sólo te diré una cosa sobre este individuo tonto e incompetente. cuando nos lo presentaron a Volya y a mí (hasta entonces no le habíamos visto) se inclinó en una profunda reverencia, tal como indica el protocolo; era un tipejo menudo y gordo, de panza redonda y con un atuendo hecho por algún sastre provinciano, pues no había dos piezas que encajaran. Cuando se acercó me sobresalté, y Volya me susurró, aunque tan fuerte que él casi le oyó: «Por Dios, ¿eso es una peluca?».

Lo era y no lo era. Aunque estaba hecha de pelo, no me atrevería a decir de qué animal, no se parecía a ningún tipo de pelo que yo conozca, y estoy segura de que no era pelo humano, a menos que proviniera de algún indígena decapitado. Evidentemente, pretendía ser una peluca, porque le cubría la cabeza, que es bastante calva, según descubrí más adelante. Pero no era de esas pelucas que los caballeros y los funcionarios de Europa suelen llevar con tanta elegancia, como la del tío Vania, por ejemplo. No, era una especie de alfombra, de un color apagado, de extraña textura y sin la menor forma. Algo realmente lastimoso.

Pero lo más increíble es que, para mantenerla en su sitio, monsieur Baranov usa dos cintas como las que suelen llevar las campesinas francesas para sujetar las cofias mientras ordeñan las vacas, y se las ata bajo la barbilla, con un lazo enorme que casi podría servirle de corbata. Más tarde, cuando vi al gordito, con su absurda peluca, junto a mi querido Volya, en la recepción de los invitados más despreciables de toda Rusia (no había un solo caballero entre ellos), el contraste era tan ridículo que estuve a punto de llorar de vergüenza por el honor de Rusia. Allí estaba aquel hombre, con esa especie de gorro de dormir; y, a su lado, Volya, erguido, correcto y más digno que nunca, con el uniforme blanco de charreteras doradas que le regaló tío Vania.

No veo la hora de abandonar Nueva Arkangel. Por si lo dicho no fuera suficiente, ahora me entero de que ese pesado de Baranov está casado con una nativa a la que llama, absurdamente, la princesa de Kenai, sabe Dios qué sitio será ése. Pero cuando protesté por semejante deshonra a la dignidad rusa, mi informante me recordó que el sacerdote local, un hombre llamado Voronov, también tiene una esposa nativa. ¿Qué le ocurre a la Madre Rusia, que tanto descuida a sus hijos?

Con todo mi afecto, tu hija que te adora, Natasha

El Moscovia permaneció en Nueva Arkangel nueve aburridos meses;

con el transcurrir de las semanas, el teniente Ermelov y su princesa disimulaban cada vez menos el desprecio que les inspiraba Baranov: se burlaban de él, delante de sus propios hombres, tildándolo de comerciante de baja estofa Y criticando cuanto hacía para mejorar la capital.

- Este hombre es tonto perdido -comentó la princesa en una fiesta, en voz alta.

Su marido, en los informes que enviaba asiduamente a San Petersburgo, criticaba la inteligencia de Baranov, su capacidad administrativa y sus ideas sobre la posición que Rusia ocupaba en el mundo. Lo más grave fue que, en tres de sus cartas, Ermelov puso en cuestión el uso que daba Baranov a la asignación del gobierno, y, en los años posteriores, el comerciante se vio perseguido por tales calumnias.

Si tenemos en cuenta el dinero que ha invertido el gobierno en Nueva Arkangel y después observamos lo poco que se ha conseguido, cabe preguntarse si este codicioso mercadercillo no se ha quedado con una buena parte para sus fines particulares.

Baranov podía tolerar que le criticaran, pues le habían advertido que cabía esperar eso de cualquier oficial de la Marina que perteneciera a la aristocracia. Pero se vio obligado a interceder cuando los Ermelov empezaron a descargar su mal genio contra el Padre Vasili, acusándolo absurdamente de deshonestidades.

- Querida princesa, no tengo más remedio que protestar. En toda la Rusia oriental no hay mejor sacerdote que Vasili Voronov, incluso comparándolo con Su Reverencia, el obispo de Irkutsk, cuya piedad es conocida en toda Siberia.

- ¿Es piadoso? Por supuesto -concedió la princesa-. Pero, ¿acaso no es una vergüenza que la principal autoridad religiosa de una región tan importante como ésta esté casado con una mujer que hasta hace poco era una salvaje? Es indecente.

En circunstancias normales, Baranov, que trataba de no inspirar la animosidad de los Ermelov, hubiera dejado pasar esta crítica sin protestar; pero en los últimos años se había convertido en el acérrimo defensor de Sofía Voronova, a quien consideraba la personificación de la mujer aleuta responsable, cuyo matrimonio con el invasor ruso constituiría la base de la nueva raza mestiza, la que con el tiempo poblaría y gobernaría el imperio ruso en América. Como si quisiera demostrar que las predicciones de Baranov eran correctas, Sofía ya había dado a luz un hermoso niño, llamado Arkady; sin embargo, la predilección que Baranov sentía por esa mujer encantadora y sonriente se debía más bien al hecho de que, una vez más, se encontraba sin esposa. Por razones que le resultaban inexplicables, Ana, su mujer nativa, se estaba comportando exactamente como la rusa: se negaba a abandonar Kodiak, donde vivía cómodamente, para irse con él a Nueva Arkangel, que le parecía un lugar de residencia menos interesante. Habiendo perdido a dos esposas, Baranov se fue a Sitka con sus dos hijos criollos y fue para ellos un padre y una madre a la vez, resignado a ser uno de esos hombres que no consiguen retener a la mujer.

Pero, en su Soledad, le causaba cada vez un placer mayor contemplar los progresos del matrimonio de los Voronov; observaba la dulzura y el amor que cada una de esas dos personas encontraba en la otra y descubría en ellos la satisfacción emocional de la que había carecido su propio matrimonio. Vasili Voronov estaba demostrando ser casi el sacerdote ideal para un lugar como Nueva Arkangel. Había demostrado valentía en los momentos de conflicto de fronteras, apoyaba lealmente al dignatario laico, vivía consagrado a la ley de Jesucristo sobre la Tierra y recorría a menudo el amplio territorio de su parroquia, como habían hecho los primeros discípulos.

En los lugares que visitaba o en cualquier parte donde se detuviera breve mente para ofrecer su consuelo, sus valores cristianos aparecían casi tangibles. Los primeros traficantes de pieles habían deshonrado la idea del imperialismo ruso, pero el amor y la comprensión del padre Vasili consiguieron borrar la mancha.

En esta tarea, le ayudó su mujer aleuta, que continuaba organizando y ocupándose de orfanatos y escuelas de párvulos; Sofía tendió un puente resplandeciente entre el paganismo de los aleutas y el cristianismo de su marido ruso. Baranov la consideraba la esposa ideal para un pastor y apoyó siempre sus iniciativas, hasta convertirse en una especie de padre para ella; por eso no estaba dispuesto a permitir que la princesa Ermelova la denigrara.

- Os ruego que me perdonéis, princesa -dijo Baranov, después de escuchar la última diatriba-, pero he comprobado que madame Voronova, a quien vos consideráis una salvaje, es una verdadera cristiana. En realidad, es la Joya que la Corona tiene en estas tierras norteamericanas.

La princesa, que no estaba habituada a que nadie la contradijera, miró por encima de su ilustre hombro a aquel ridículo calvo (Baranov sólo se ponía la peluca en las ocasiones solemnes) y dijo con altanería, como si estuviera echando a algún campesino:

- Aquí en Nueva Arkangel, monsieur Baranov, veo cientos de aleutas y son todos unos salvajes; entre ellos, la mujer del sacerdote.

- Yo veo en estos mismos aleutas el futuro de la América rusa -respondió Baranov, con un gesto desafiante de su regordeta barbilla, plenamente consciente de los peligrosos derroteros que tomaba la conversación-, y el más prometedor de todos es la esposa del sacerdote.

- Tomad nota de lo que os digo: ya la veréis caer de nuevo en el arroyo -espetó la princesa, sorprendida por la severa contestación-. Si ésa se finge cristiana es sólo para engañar a hombres como vos, tan fáciles de burlar.

Más tarde, al encontrarse con su esposo, la princesa protestó:

- Baranov ha estado muy antipático cuando le he reprendido por defender a esa pobre aleuta que se ha liado con el cura. Tienes que informar a San Petersburgo que el tal Voronov se está poniendo en ridículo por causa de esa pequeña salvaje.

Vladimir Ermelov, con la sabiduría que los hombres casados adquieren tras penosos esfuerzos, había aprendido a no oponerse nunca a la fuerte voluntad de su mujer, sobre todo al tener en cuenta que estaba estrechamente relacionada con la familia del zar. Sin embargo, esta vez ignoró tranquilamente sus diatribas contra Sofía Voronova, y en los informes que enviaba a la patria no tenía sino palabras elogiosas para la conducta de su esposo; esta valoración inicial abrió el camino de los extraordinarios sucesos que acontecieron más adelante en la vida del padre Vasili.

Cuanto peor se presenta Baranov (y sólo he informado sobre sus defectos y desatinos flagrantes), con mayor claridad se revela el sacerdote Vasili Voronov como un clérigo excepcional. En el enfoque y en la consecución de su tarea ha alcanzado una perfección que le convierte prácticamente en un santo; lo recomiendo a la atención de Vuestra Excelencia, por su honestidad como religioso, pero también porque representa con gran capacidad a Rusia. Sólo he podido encontrarle una desventaja, y es que está casado con una señora aleuta de tez bastante oscura; sin embargo, si se le ascendiera a un cargo superior, supongo que se le podría librar de ella.

Por lo tanto, mientras la princesa despotricaba contra Baranov y Sofía Voronova, el teniente Ermelov expresaba su acuerdo en relación con el hombre, aunque se quedaba callado si la víctima era Sofía; insistió en esta actitud y continuó socavando el poder de Baranov en la colonia.

- Del mismo modo que unos campesinos no sirven como tripulación de un barco militar, un comerciante no puede gobernar una colonia -decía Ermelov a su esposa y a quien quisiera escucharle-. En este mundo hacen falta caballeros.

Cuando el Moscovia iniciaba los preparativos para zarpar de Nueva Arkangel y regresar a Rusia, llegaron ciertos documentos que apoyaban la actitud de Ermelov; algunos de estos papeles incluían severas reprimendas dirigidas a Baranov, por la presunta negligencia con que administraba el capital de la Compañía y por demorarse en imponer el orden en sus vastos dominios, que se extendían desde la isla de Attu, en el oeste, hasta Canadá, en el este; otros documentos informaban al teniente Vladimir Ermelov de que el zar había autorizado su ascenso a comandante.

Baranov, que se sintió humillado por la severidad de las críticas, pidió consejo al padre Vasili y le habló de su situación:

- Esperaba al menos que el próximo barco trajera dinero para poder continuar con el trabajo pendiente y también, quizá, la notificación de que se me premiaba con algún título; nada importante, ya me entendéis, cualquier cosa de poca categoría, pero que me permitiera usar algún galón que me identificara como miembro de la baja nobleza… -entonces perdió el control, se sintió como un sesentón fracasado y durante unos instantes trató de contener las lágrimas.

- Bueno, bueno, Aleksandr Andreevich -susurró el sacerdote-, Dios ve el valor de vuestro trabajo. Ve la caridad que os inspiran los niños, el cariño con que acercáis a los aleutas al seno de Su Iglesia.

Baranov suspiró, se enjugó las lágrimas y preguntó:

- En ese caso, ¿por qué el gobierno no lo ve?

Voronov le dio una respuesta que se había repetido a lo largo de los siglos:

- Los cargos no se reparten equitativamente.

Baranov rumió pensativo esta verdad, y después se echó a reír, suspiró y dijo:

- Es cierto, Vasili. Vos sois diez veces mejor cristiano que el obispo de Irkutsk, pero ¿quién os lo reconoce? -Entonces dejó de compadecerse, tomó al sacerdote de las manos y le dijo, con gran solemnidad-: ya soy viejo y estoy muy cansado, Vasili. Esta obra interminable le carcome a uno el alma. Hace veinte años supliqué a San Petersburgo que enviara un sustituto' pero no llega ninguno. Ese barco de allá abajo trae críticas contra Mi trabajo, pero no me trae nada de dinero para mejorarlo ni ningún hombre más joven para ocupar mi puesto.

Esta vez, como hablaba de un desencanto real y no de una herida superficial a su vanidad, ya no pudo dominarse más y asomaron a sus ojos amargas lágrimas. Ahora, al final de una vida larga y tortuosa, no era más que un fracasado y, para colmo, un inútil; se sentó delante del sacerdote, se estremeció y agachó la cabeza.

- Rezad por mí, Vasili. Estoy perdido en el fin del mundo. No sé qué hacer.

Pero le esperaba una humillación peor. Cuando Ermelov tuvo noticia de su ascenso, su esposa organizó una celebración de gala en la que iban a participar las tripulaciones de los barcos de la bahía y los habitantes de las casas de lo alto de la colina, e incluso los obreros aleutas que vivían dentro de las murallas y los tlingits de fuera de ellas; la princesa dispuso las cosas de modo que las fiestas de los barcos se pagaran con fondos de la Marina, mientras que las de tierra se cargaban en el menguado presupuesto de Baranov.

El administrador general, al enterarse de esa duplicidad, se indignó:

- No tengo presupuesto. No tengo dinero.

Sin embargo, cuando comenzaron los festejos, al presenciar la alegría de los marineros y de los indios, Baranov se descubrió contagiado por la celebración; en lo mejor de la fiesta, el comandante Ermelov, tieso y serio como un arpón de madera de fresno, se adelantó para recibir el juramento de fidelidad del padre Vasili, y Baranov les vitoreó con sincera generosidad, aunque tanto él como el sacerdote sabían que él era muchísimo más eficiente, como administrador comercial y político, que Ermelov como geopolítico de la Marina.

Baranov se encontró en una extraña situación que hubiera podido paralizar a un hombre de menor valía: se le acusaba de robar los fondos de la Compañía, cuando ésta se negaba a enviarle dinero alguno. Además, se le acusaba de quedarse con el dinero de la Compañía para su uso personal, precisamente cuando él estaba invirtiendo su propio dinero en obras que deberían ir a cargo de la Compañía, por ejemplo, en el cuidado de las viudas y los huérfanos. Era absurdo, pero no quiso que la situación le desorientara, por lo que recurrió a un dicho tranquilizador y a un viaje al sur que le aportó aún mayor consuelo. El dicho lo explicaba y lo perdonaba todo: «¡Así es Rusia!»; en cuanto a la excursión, le aliviaba de heridas mortales.

Veintisiete kilómetros al sur de Nueva Arkangel, perdido entre una infinidad de islas y rodeado de montañas que se elevaban desde el mar, había un milagro de la naturaleza: un manantial que apestaba a azufre y arrojaba Un torrente copioso y humeante, al cual se podía añadir un poco de agua helada, traída de un arroyo cercano, para que fuera posible sumergirse en él. Los tlingits se habían ocupado del manantial durante más de mil años y habían vaciado troncos de pícea para usarlos como tuberías con las que traían agua desde la fuente y desde el arroyo cercano; después la mezclaban en un hoyo excavado en la tierra y revestido de piedras. Los tlingits habían provisto un conducto de agua fría de un ingenioso pivote, de modo que se podía apartar cuando el agua caliente estaba suficientemente templada.

Era un sitio agradable, oculto entre los árboles y protegido Por las

montañas, y su situación permitía contemplar el océano Pacífico mientras se disfrutaba tomando un baño en la tina. En su lejano exilio, uno de los lamentos habituales de Kot-le-an y Corazón de Cuervo era: «Ojalá Pudiéramos volver a los baños termales»; y una de las primeras cosas que hicieron los rusos al conquistar la colina fue navegar hacia el sur, para construir un buen baño cubierto en el manantial sulfúrico, con dos tuberías de verdad para acarrear los dos tipos de agua. Con el tiempo, se creó un auténtico balneario, como los de la tierra natal, y Baranov, en cuanto consiguió pacificar la zona, comenzó a visitar los baños. ¿Que Ermelov había armado un escándalo? Baranov corría hacia los baños termales. ¿Que el sustituto llevaba Siete años de retraso? Él se sometía al tratamiento sulfúrico y, mientras se remojaba en la bañera, manejando los dos grifos con los dedos del pie hasta que el agua caliente le dejaba rosado como una flor, se olvidaba de la rabia que los demás descargaban sobre él y, descansando, proyectaba las grandes obras que aún quedaban por hacer.

Por eso, el día feliz en que el Moscovia zarpó finalmente de Nueva Arkangel llevando al comandante Ermelov de vuelta a Rusia, Baranov bajó a la playa y agitó el brazo en señal de despedida, con el obediente entusiasmo de un subordinado; pero en cuanto el barco se perdió de vista llamó a un asistente:

- Vámonos a los baños. Quiero purificarme de este hombre detestable.

Inmerso en el agua medicinal, tomó importantes resoluciones que convirtieron en muy provechosa su permanencia en el este, además de interesante para los historiadores del futuro.

Cuando regresaba a Nueva Arkangel, tras su excursión a los baños, su oronda y brillante cabeza bullía con ideas nuevas, y le alegró ver que había anclado otro barco extranjero durante su ausencia. Sonrió al acercarse más y leer el rótulo de proa: «Evening Star Boston». Sin duda, el capitán Corey cargaba en sus bodegas cosas muy necesarias, como víveres y clavos, y otras cosas que no lo eran tanto, como ron y armas.

A Baranov le tranquilizó comprobar que al inflexible y antipático Moscovia lo sustituía un barco estadounidense mucho más tolerante, por lo que saludó cordialmente al capitán Corey y a su primer oficial Kane y les invitó a su casa de la colina; ellos le informaron sobre las últimas victorias de Napoleón en Europa. En la cena, comentó a los estadounidenses y al padre Vasili, con la generosidad que caracterizaba sus negocios y que explicaba los errores de su contabilidad, si es que los había:

- ¡Ahora lo comprendo! Rusia tiene tanto miedo de Napoleón que el zar no ha tenido tiempo de ocuparse de nosotros, tan apartados. Ni de enviarnos el dinero prometido.

Pero a medida que avanzaba la velada, comenzaron a aflorar los problemas entre Estados Unidos y Rusia; Baranov habló con mucha franqueza:

- Capitán Corey: es un honor para esta ciudad veros de nuevo por aquí, pero confiamos en que no venderéis ron y armas a los tlingits.

Corey respondió encogiéndose de hombros como si dijera: «Los Estadounidenses hacemos negocio con lo que podemos, gobernador», Y Baranov, que interpretó correctamente el gesto, le advirtió amablemente:

- Tengo órdenes de impedir la venta de ron y armas, capitán. Es un comercio que destruye a los nativos y les incapacita para hacer nada digno.

- Pero nuestro país -respondió Corey, con gran firmeza- insiste en su derecho a comerciar en alta mar, en cualquier lugar y con la mercancía que queramos.

- Esto no es alta mar, capitán. Es territorio ruso, como pueden serlo Ojotsk o Petropávlovsk.

- Yo no lo creo así -replicó el bostoniano, sin levantar la voz-. Aquí donde estamos, sí. Sitka es rusa -como casi todos los extranjeros, se refería a la ciudad sólo con el nombre de Sitka, sin llamarla nunca Nueva Arkangel, lo que aumentó la indignación de Baranov-. Pero el agua que la rodea es mar abierto, y así lo consideraremos.

- y mis órdenes son impedíroslo -respondió Baranov, en el mismo tono.

Miles Corey era un hombrecito tozudo que se había pasado la vida luchando en el mar y en los puertos, y las amenazas rusas le preocupaban tan poco como las que pudieran llegar de Tahití o de Fiyi.

- Respetamos, sin poner ninguna objeción, vuestra autoridad aquí, en Sitka, pero no tenéis ninguna sobre lo que juzgamos aguas internacionales.

- ¿De modo que pensáis repartir ron y armas entre nuestros nativos? -preguntó Baranov.

- Así es -respondió Corey, amablemente pero con firmeza.

Los historiadores y los moralistas tienen un curioso objeto de debate en el hecho de que, en aquella época, Inglaterra y los Estados Unidos, los dos países anglosajones que se jactaban de respetar los dictados más insignes de la religión y de la civilización, se consideraran autorizados, por alguna justificación moral que nadie más podía comprender, a comerciar a voluntad con lo que consideraban «los países atrasados del mundo». En defensa de este inalienable derecho, Inglaterra consideró justo imponer el consumo de opio entre los chinos; por su parte, los Estados Unidos insistieron en su derecho a vender ron y armas a los nativos de cualquier parte, incluso (es preciso admitirlo) a los belicosos indios de su propio territorio, en el oeste.

Por eso, cuando Aleksandr Baranov, el obstinado comerciante, se propuso impedir semejante tráfico en su territorio, gente como el capitán Corey y el primer oficial Kane defendieron con firmeza que los hombres libres tenían el derecho de comerciar con los indígenas sometidos al imperio ruso, según su voluntad y sin miedo a represalias.

- Es sencillo, gobernador Baranov -explicó Corey-. Navegamos hacia el norte, bien lejos de Sitka, y allí cambiamos nuestras mercancías por pieles; eso no perjudica a nadie.

- Salvo a los nativos, que se pasan el día borrachos, y a nosotros los rusos, que tenemos que gastar grandes cantidades de dinero para protegernos de los rebeldes armados. -Y Baranov señaló la empalizada, que tan cara costaba de mantener.

Por esa vez, el problema no se resolvió. Se impuso la superioridad moral de los estadounidenses, y el Evening Star comenzó a hacer planes para navegar hacia el norte y vender sus mercancías a cambio de las reservas, cada vez más reducidas, de pieles de nutria. Sin embargo, la última noche pasada en tierra se produjo una conversación que tuvo consecuencias importantes para el desarrollo de aquella región del mundo. Mientras el capitán Corey hablaba con los Voronov sobre la historia de los tlingits y los aleutas, Baranov y Tom Kane, el antiguo arponero, sentados a un lado contemplaban el puerto, que se veía con un hermoso color gris plateado.

- Nueva Arkangel nunca llegará a ser la ciudad importante que proyecto, señor Kane -dijo el ruso-, mientras no tengamos nuestro propio astillero. Decidme: ¿es muy difícil construir un barco?

- Nunca he construido uno.

- Pero los usáis para navegar.

- Navegar y construir son dos cosas distintas.

- Pero un hombre como vos, que entiende tanto de barcos, ¿podría construir uno?

- Si tuviera los libros adecuados, supongo que sí.

- ¿Sabéis leer alemán?

- No aprendí a leer inglés antes de los quince años.

- ¿Pero aprendisteis solo?

- Así es.

- Yo también -le contó Baranov-. Quería instalar una fábrica de vidrio, conseguí un libro en alemán y aprendí solo a leer ese idioma.

- ¿Funcionó bien la fábrica?

- Pasablemente. Mirad. -Sacó un texto alemán sobre la construcción de barcos, una versión del mismo que había usado Vitus Bering un siglo antes.

Kane tomó el volumen y se lo devolvió después de haber mirado unas cuantas ilustraciones.

- Una fábrica de vidrio puede funcionar pasablemente. Un barco, no.

Con estas palabras, rechazó la propuesta de Baranov, aunque no podía hacer lo mismo con su aguda concepción del futuro de Sitka; al interrogarle sobre esto, Kane destapó un volcán del que surgió la lava de las ideas.

- Quiero construir barcos aquí, muchos barcos. Y establecer una colonia en California, donde los españoles no están logrando nada. Creo que tendríamos que hacer negocios con China. Y con un capitán como vos, con un barco propio, podríamos comerciar fácilmente en Hawai, e incluso sería posible colonizarla. -Tomando a Kane por el brazo, le preguntó-: ¿Qué opináis de Hawai?

Allí, al borde del Pacífico, Kane cayó en la tentación de revelar su admiración y hasta su nostalgia por aquellas islas paradisíacas.

- Alguien tendría que tomar posesión de esas islas -dijo, entusiasmado-. Si Rusia no lo hace, lo harán Inglaterra o los Estados Unidos.

- Un hombre de vuestra edad, señor Kane… -insistió Baranov-. ¿Cuántos años tenéis? ¿Más de cincuenta? Ya deberíais ser capitán de vuestro propio barco.

- Nuestro primer capitán, un buen hombre llamado Pym, prometió ascenderme gradualmente hasta capitán -Kane sonrió amargamente-. Pero le mataron en la isla de Lapak. Seguí trabajando a las órdenes del capitán Corey, pensando que él también me ascendería. Nunca lo hizo. Me dije que un día de éstos el viejo se iba a morir y yo tomaría su puesto. Pero ya lo veis: pasa de los sesenta y está más fuerte que nunca, y el otro día me aseguró que había decidido no morirse. Así que continúo trabajando. -se interrumpió con una carcajada y reconoció-: Es buen capitán. No me quejo.

El Evening Star vendió algunas mercancías a los conciudadanos de Baranov, levó anclas y zarpó rumbo al norte, hacia la próxima isla; allí buscó a Kot-le-an y a Corazón de Cuervo y les ofreció gran cantidad de armas, además de barriles de ron para sus seguidores. Pero cuando llegó el momento de continuar hacia el norte, rumbo a Yakutat, donde otros tlingits estaban a la espera de armas para atacar al pueblo de Kot-le-an (pues lo que más apreciaban los tlingits era una buena batalla de vez en cuando, entre ellos mismos, si no había rusos a mano), el primer oficial Kane se entretuvo con Corazón de Cuervo y, cuando Corey envió un bote en su busca, declaró:

- Decidle que me quedo -y el antiguo arponero habló con tanta convicción que nadie se atrevió a llevarle la contraria.

- ¿Qué hacemos con tus cosas? -preguntaron los marineros.

- No hay nada mío allá. Lo he traído todo conmigo -contestó Kane.

Dos días después, él y Corazón de Cuervo iban remando en una canoa rumbo a Sitka; allí, Kane informó a Baranov de que había vuelto al sur para poner en marcha un astillero, mientras Corazón de Cuervo aprovechaba la oportunidad para espiar las defensas rusas, pensando en la noche en que los tlingits volverían a atacar.

El bostoniano Tom Kane, con la ayuda de un manual alemán para la construcción de barcos cuyo texto no sabía leer, pero del cual iba siguiendo las ilustraciones, terminó cuatro barcos: el Sitka, el Otkrietie, el Chirikov y el Lapak; de este modo, Baranov, su patrón, podría llevar a cabo los avances por el Pacífico que tenía planeados desde hacía tiempo. Reunió a un grupo de jóvenes capaces, les dio dos barcos y les encargó que ocuparan un emplazamiento muy bueno al norte de San Francisco; los españoles prestaron muy poca atención a esta invasión de su territorio, lo que permitió que los rusos consiguieran establecerse sólidamente en la zona.

Así se creó una extraña situación en aquella parte del mundo. Antes de que existieran siquiera ciudades como Chicago o Denver, cuando en San Francisco no vivían más que un centenar de personas y ninguna en la futura Los Ángeles, Sitka era ya una próspera población de casi un millar de habitantes, con su propia biblioteca, escuela, astillero, hospital, puerto, gobierno civil y flota. Por añadidura, dependía de ella un poderoso asentamiento en California y parecía que, bajo la sabia administración de Baranov, conseguiría dominar toda la costa oriental del Pacífico, hasta San Francisco y probablemente hasta más allá de esta ciudad.

Con tan buen comienzo, Baranov decidió adentrarse en el Pacífico central; cuando Kane acabó de construir los barcos, Baranov le puso al mando del Lapak y le dio órdenes de establecer buenas relaciones con el rey Karnehameha de Honolulú. Kane y el rey ya se conocían y cada uno tenía una opinión favorable del otro, por lo que el cortejo de Hawai progresó con gran rapidez, hasta el punto de que las demás naciones comenzaron a temer verse obligadas a tomar medidas para impedir el avance; pero la astuta dirección de Baranov fortaleció la amistad entre Hawai y Sitka, y durante algunos años pareció que las islas doradas acabarían cayendo bajo el dominio ruso.

Entonces, Baranov comenzó a recibir golpes. Cercano ya al agotamiento, suplicó tres favores a San Petersburgo: dinero para terminar la construcción de su querida capital de Nueva Arkangel; un sustituto que ejerciera como administrador general, y alguna pequeña señal en reconocimiento de su eficacia a cargo de una de las administraciones más provechosas de Rusia: una medalla, unos galones, un título por mísero que fuera, algo que le apartara de la categoría de despreciable comerciante y le permitiera creer, siquiera brevemente, que su energía y su imaginación le habían otorgado carta de pequeña nobleza.

El dinero nunca llegó. Pero el lejano gobierno reconoció al fin que Baranov se había hecho viejo y designó un sustituto que tomaría a su cargo las responsabilidades de la administración; era un hombre eficiente, llamado Iván Koch, con una buena hoja de servicios como gobernador de Ojotsk. Baranov se alegró ante la perspectiva de tener tiempo libre para trabajar en lo que realmente le interesaba y, como sabía que Koch era un buen hombre, le envió una amable carta de felicitación que éste no llegó a recibir, porque mientras estaba en Petropávlovsk, de camino hacia su nuevo cargo, murió repentinamente.

Una vez más, Baranov acosó a San Petersburgo solicitando un sucesor; en esta ocasión, se designó a un hombre mucho más joven, con buenas credenciales, que zarpó hacia Nueva Arkangel a bordo del Neva, un barco seguro y acostumbrado a recorrer el Pacífico oriental. Desde su mirador, Baranov observaba complacido cómo el Neva se adentraba en la bahía; pero entonces le horrorizó ver que, frente al volcán Edgecumbe, el barco quedaba inmerso en una tormenta y se hundía antes de poder llegar a tierra, arrastrando a la muerte a la mayor parte del pasaje, incluido el nuevo gobernador.

La desilusión fue muy grande y la llegada del célebre Moscovia empeoró las cosas; el barco estaba al mando de Vladimir Ermelov, enemigo declarado de Baranov, quien llegó de muy mal humor, pues esta vez su esposa, la princesa, no le acompañaba. En un documento confidencial se le ordenaba investigar los rumores que él mismo había puesto en circulación durante su estancia anterior.

Tendréis que investigar, con la mayor prudencia y secreto posibles, la conducta financiera de Baranov, el administrador general, de quien se nos ha informado que ha utilizado en beneficio propio fondos pertenecientes a la Compañía. Si en el curso de vuestra investigación descubrierais que es culpable de desfalco, este documento os autoriza a arrestarlo y encarcelarlo hasta que regrese a San Petersburgo, donde se le juzgará. En ausencia suya, vos desempeñaréis las funciones de administrador general.

Pero el gobierno de Rusia era extraordinariamente complicado, como demuestra el hecho de que junto a este documento viajaba una carta, esta vez dirigida a Baranov en lugar de a Ermelov, que complació mucho al comerciante. Era evidente que provenía de otro departamento del gobierno, pues decía:

Sepan todos que conferimos a Aleksandr Andreevich el rango de consejero colegiado del Cuerpo de Funcionarios del Estado,

con una posición social equivalente en rango a la de coronel de Infantería, comandante de Marina o abad de la Iglesia, y con derecho a recibir el tratamiento de Su Excelencia.

Alejandro I

El deber y el privilegio de anunciar al mundo que Baranov, el administrador general, era ahora Su Excelencia Aleksandr Andreevich Baranov, consejero colegiado, correspondía por tradición al oficial de mayor rango entre los presentes, que, casualmente, en esos momentos era el comandante Vladimir Ermelov, oficial al mando del barco de guerra Moscovia de Su Majestad. El joven aristócrata, una preciosa mañana que él encontró sin embargo amarga, tuvo que acudir a la colina y presentarse frente a Baranov, quien, con su absurda peluca atada bajo la barbilla, se adelantó para recibir el gran honor que el zar le había concedido. Con la boca tensa, en un susurro casi inaudible, Ermelov leyó a regañadientes las palabras que elevaban a Baranov al rango de nobleza. Después de esto, le correspondía colgar del cuello de Baranov una cinta con la reluciente medalla que se le permitía usar en adelante; entonces ocurrió lo peor, porque la tradición requería que Ermelov besara al receptor de tal honor en ambas mejillas. Plantó el primer beso con evidente repugnancia y, cuando se disponía a conceder el segundo, gruñó en voz alta, de modo que todo el mundo pudo oírlo claramente:

- Por el amor de Dios, quitaos esta peluca.

Dos semanas después, cuando Ermelov manipulaba los confusos libros de las oficinas de la Compañía en Nueva Arkangel, se le encomendó una tarea todavía más desagradable; uno de sus jóvenes oficiales, vástago de una de las familias más aristocráticas de Rusia, se le presentó con una petición que le dejó atónito:

- Estimado comandante Ermelov: con vuestro permiso, señor, quiero casarme con una muchacha de esta isla, de intachable reputación; según lo acostumbrado, os ruego que me representéis cuando pida su mano al padre de la joven. ¿Me haréis el honor, señor?

Ermelov era consciente de que su responsabilidad consistía en proteger a las nobles familias de Rusia e impedir matrimonios apresurados que las perjudicaran, y por eso trató de ganar tiempo con el apasionado joven.

- ¿Tenéis en cuenta el ilustre rango de que goza vuestra familia en Rusia? preguntó, muy tieso y con la expresión más severa.

- Sí, señor.

- ¿Y sabéis que no podéis mancillar su impecable reputación con un matrimonio indecoroso?

- Por supuesto. Mis padres quedarían consternados si yo me comportara indignamente.

- ¿Y acaso en los círculos cortesanos no se juzgaría imprudente que os casarais con cualquier chiquilla de aquí, de Nueva Arkangel? Una criolla, sin duda.

- Yo nunca haría eso. Esta señorita es hija de una princesa. Es encantadora y brillará hasta en los más altos círculos de la corte.

- ¿Una princesa? Yo tenía entendido que mi esposa era la única princesa de Nueva Arkangel, y no está aquí -Ermelov tosió-. ¿Quién es ese dechado de perfecciones?

- Irina, la hija de Baranov.

Ermelov pasó de toser a atragantarse; después farfulló:

- ¿Creéis acaso esa tontería de que Baranov está casado con la hija de no sé qué estúpido rey de no sé dónde?

- Sí, Excelencia, lo creo. Baranov me mostró un documento, firmado por el zar en persona, que legitima su segundo matrimonio, y otro que confirma el título de princesa de Kenai de su esposa.

- ¿Cómo es que nadie me ha hablado de ese ucase? -vociferó Ermelov.

- Llegó cuando habíais regresado a Rusia -explicó el joven pretendiente.

Pidió prestados los valiosos documentos para mostrarlos a Ermelov y el reticente oficial no tuvo más remedio que acatarlos. Un solemne día de verano, mientras el sol se reflejaba en las numerosas cumbres, el comandante Ermelov, con su mejor uniforme de gala, acompañó a su asistente hasta la colina; allí les recibió Su Excelencia Baranov, con su peluca sobre las orejas y su medalla sobre el pecho.

- Excelencia -comenzó Ermelov, aunque las palabras se le atascaban en la garganta-: mi distinguido asistente, joven de excelente familia a quien el zar tiene en gran concepto, desea que le permitáis casarse con vuestra hija Irina, descendiente directa de los reyes de Kenai.

Baranov hizo una reverencia ante aquel hombre que ahora ya no le superaba en rango, pero que merecía su respeto por ser de linaje más antiguo, y contestó en voz baja:

- Es un gran honor para nuestro humilde hogar. Concedo mi autorización.

Los tres hombres salieron a una terraza desde la que se podía contemplar, hacia el oeste, el volcán ante el cual se había ido a pique el Neva; hacia el norte, el lugar donde se levantaba el reducto de San Miguel antes de que Kot-le-an y Corazón de Cuervo lo destruyeran; y también de las montañas en las que Corazón de Cuervo se encontraba planeando su venganza.

Ahora que su hija se había casado con un aristócrata y que él mismo tenía su propio certificado de nobleza colgado del cuello (se ponía la medalla en cualquier ocasión, incluso cuando bebía cerveza al atardecer), Baranov tendría que haber alcanzado la cumbre dorada de su vida y ser un hombre respetado en Nueva Arkangel, apreciado en las oficinas centrales de la Compañía, en Irkutsk, y estimado en San Petersburgo por la prudencia con que encaraba los problemas del Pacífico; sin embargo, con el correr de los meses se supo que el comandante Ermelov investigaba los libros de registro de la Compañía para demostrar que el anciano era un ladrón, y, a medida que aumentaba el escándalo, Baranov se iba marchitando.

Había cumplido ya setenta, había residido en las islas durante un difícil período ininterrumpido de veintiséis años y, desde el día en que llegó a la bahía de los Tres Santos, medio muerto, en el fondo de un bote improvisado, no había gozado de buena salud. Después había estado a punto de morir cuatro o cinco veces, pero continuó luchando y consiguió superar desgracias que hubieran abatido a un hombre de menor valía. Logró imponer el orden entre los cazadores de pieles, empleó a los aleutas de una forma creativa y conquistó a los belicosos tlingits. En una isla montañosa, en los límites de América del Norte, construyó una capital digna de un vasto territorio; pero lo más importante es que gastó su propio dinero para proteger a las viudas y ocuparse de los huérfanos. Resultaba insoportable acabar su existencia acusado de robos de poca monta; en dos ocasiones, pensó en suicidarse, pero no llegó a cometer un acto tan negativo porque se lo impidió la inquebrantable fidelidad de tres amigos de confianza: el padre Vasili y su mujer, y su asistente Kyril Zhdanko, quien, en los últimos tiempos, se estaba convirtiendo en su defensor y en el hombre que se encargaría de llevar adelante sus importantes proyectos.

Al aumentar los rumores sobre el robo, Baranov dejó de presentarse en público; en sus raras salidas caminaba furtivamente, como si se diera cuenta de que los habitantes de la colonia se preguntaban cuándo le iban a cargar de cadenas y embarcarlo en el Moscovia para deportarlo a Rusia. El comandante Ermelov no hacía nada para acallar los rumores, sino que más bien los alentaba; aguardaba el día en que podría informar al hombre que enviara San Petersburgo como sustituto de Baranov: «Creo que podemos levantar un proceso contra él. Pronto nos iremos a Rusia».

Por aquellos días, ancló en Sitka un barco estadounidense, que se dedicó a comerciar abiertamente con ron y armas, cuando a Baranov ya no le quedaban fuerzas para combatir un intercambio tan pernicioso. El barco zarpó con rumbo norte, hacia el lejano asentamiento donde se encontraban Kot-le-an y Corazón de Cuervo, que continuaban reuniendo rifles para el día en que volvieran a atacar a los rusos. Los tlingits, cuando se enteraron por los estadounidenses de que su antiguo enemigo Baranov había sufrido represalias y se le deportaba a Rusia, decidieron que tenían una última cuenta pendiente con el anciano. En cuanto zarpó el barco, aquellos dos hombres que habían luchado tantas veces contra Baranov subieron a una canoa y empezaron a remar hacia el sur, para reunirse por última vez con su adversario.

Les divisaron desde lejos, en el instante en que llegaron al estrecho; y mientras navegaban resueltamente entre la infinidad de islas, por la capital corrió la noticia de que se aproximaban tlingits a la colina, con indumentaria de guerra, y todos los que podían corrieron hacia los muelles, para ver a los dos guerreros que se acercaban con mucha dignidad al desembarcadero.

Cuando llegaron a una altura que permitió reconocerles, entre los habitantes de la colonia surgió un grito furioso:

- ¡Kot-le-an ha vuelto! ¡Llega Corazón de Cuervo!

Baranov en persona descendió los ochenta escalones que separaban su casa de la playa y se encaminó directamente hacia el lugar donde había atracado la canoa, sin prestar atención a los que se apartaban para Murmurar sobre él.

Corazón de Cuervo, en cuanto pisó tierra firme, se detuvo con la mano en alto y pronunció, con grave voz de trueno, un discurso de diez minutos.

Los puntos importantes de su mensaje eran memorables:

- Jefe guerrero Baranov, constructor de fuertes, incendiario de fuertes: tus dos enemigos, los que destruimos tu fortaleza del norte, los que perdimos aquí mismo nuestra fortaleza, venimos a saludarte. En todas nuestras batallas tú fuiste toyón. Combatiste bien. En la victoria te comportaste con generosidad. Has permitido que nuestra gente, la que vive junto a la empalizada, tenga una vida agradable. Director Baranov: te saludamos.

Dicho esto, los dos guerreros, que seguían siendo fuertes y corpulentos, se adelantaron para abrazar a su antiguo enemigo.

- Subamos juntos la colina -sugirió Baranov, después de ofrecerles una cordial bienvenida.

En lo alto de la colina, en el portal de su casa, esos tres hombres de buena voluntad, que estaban a punto de perder tantas cosas, contemplaron el espléndido teatro en donde habían representado hasta entonces su tragedia.

- Allí arriba está el fuerte del que os expulsamos -dijo Corazón de Cuervo; y explicó cómo, en la época en que se dedicaba a ahumar salmones, había estado espiando el sistema de defensas.

- Y allá abajo, el fuerte que vosotros, los tlingits, pensabais que era imposible de conquistar -replicó Baranov.

- Se me partió el corazón cuando tu cañón destrozó nuestro tótem, pues entonces comprendí que habíamos perdido -explicó Kot-le-an, ante la sorpresa de los otros dos.

Conversaron sobre los tristes reveses que caen sobre los ancianos y sobre la pérdida de las ilusiones; al anochecer, la oscuridad trajo una intensa tristeza, que se mitigó en parte cuando Baranov les dejó un momento, para ir en busca de un extraño regalo.

Se retiró a su cuarto y se puso la peluca, tal como lo requería la solemnidad de la ocasión; se colgó del cuello la medalla que proclamaba su nobleza y sacó de un arcón un objeto voluminoso, que le inspiraba un considerable orgullo. Era la armadura de madera y cuero que había llevado en el ataque al fuerte de los tlingits. La cargó en sus brazos y se la llevó a Kot-le-an.

- Valiente cacique… -le dijo.

En aquel momento, se quedó sin habla. Esperó un poco, en la creciente oscuridad, tratando de dominar sus lágrimas; los hombros le temblaban y la peluca se agitaba arriba y abajo, lo que le daba un aspecto demasiado ridículo para resultar un comodoro convincente. Por fin se dominó, pero, como no podía contar con su voz, permaneció en silencio y, demostrando cierto amor por esos hombres que habían sido tan valientes, les entregó la armadura, pese a tener buenos motivos para pensar que, en alguna fecha futura, cuando él ya no estuviera, regresarían para intentar, una vez más, aniquilar a los rusos.

Baranov, que había sido castigado y amenazado con ingresar en prisión en cuanto llegara a San Petersburgo (aunque el padre Vasili Voronov se había ofrecido a viajar hasta la capital, de su propio peculio, para defender a su amigo de los absurdos cargos presentados contra él), abandonó Sitka como prisionero a bordo de un barco militar ruso; el buque atravesó el Pacífico hasta Hawai, esas maravillosas islas que Baranov había estado a punto de obtener para el imperio Ruso, y luego descendió hasta llegar a Java, al difícil puerto de Batavia, uno de los puestos militares más calurosos y activos del Pacífico, donde se quedó encerrado a bordo, hasta que su frágil cuerpo se derrumbó, rindiéndose por fin.

Murió el 16 de abril de 1819, cerca del estrecho que separa Java de Sumatra; casi inmediatamente, los marineros le cargaron un lastre de hierro y arrojaron su cuerpo al océano, con su querida medalla colgada del cuello.

Tres hombres de admirable comportamiento se habían batido con el océano Pacífico y habían perecido en el intento. En 1741, Vitus Bering murió de escorbuto en una isla perdida en el mar, que recibió su nombre. En 1779, james Cook fue asesinado en una remota isla de Hawai. Y en 1819, Aleksandr Baranov murió de fiebre y agotamiento cerca del estrecho de la Sonda. Los tres habían amado ese gran océano; en parte lo habían conquistado, y, cuando él acabó con ellos, sus cadáveres se depositaron en sus vastas y acogedoras aguas.

Baranov no fue un gran hombre; a veces, como cuando esclavizó a los aleutas, ni siquiera se comportó como un hombre bueno. Pero sí que fue un hombre de honor, y siempre se venerará su memoria en la Alaska que él contribuyó a formar.

En 1829, diez años después de la muerte de Baranov, el antiguo barco de guerra Moscovia ancló en el estrecho de Sitka. Traía un pasajero que venía de San Petersburgo; era un joven de mirada viva, que regresaba a la isla tras haberse distinguido en los estudios universitarios. En esa misma época, Kyril Zhdanko, amigo de su padre, ocupaba provisionalmente el cargo de administrador general; era extraordinario que le hubieran nombrado, pues se trataba del primer criollo que accedía a un cargo de tanto poder.

El joven pasajero era Arkady Voronov, también criollo, hijo del sacerdote ruso y de la aleuta conversa Sofía Kuchovskaya. Tenía veintiocho años y venía a ocupar el puesto de subdirector de asuntos comerciales; mantenía una apasionada relación con cierta joven a la que había conocido en un viaje a Moscú. Por eso, después de saludar a sus padres con el afecto que siempre había caracterizado su trato, presentó sus respetos al administrador general Zhdanko y se retiró a su habitación, en la vivienda parroquial situada junto a la catedral de San Miguel, aquella pequeña iglesia de madera con una gran cúpula en forma de cebolla, de nombre tan pretencioso.~ Después de guardar el equipaje, escribió a su amada, que seguía en Moscú:

Mi querida Praskovia:

El viaje fue más tranquilo de lo que me habían asegurado. Cinco meses sin complicaciones, con una escala en El Cabo y otra en Hawai, donde yo esperaba reencontrarme con muchos amigos de los tiempos de Baranov. Lamentablemente, ahora son nuestros enemigos, por culpa de errores cometidos por otros, y temo que hemos perdido nuestra oportunidad de convertir esas islas en parte de nuestro imperio.

Sitka es tan bonita como la recordaba; no veo el día en que estés aquí, a mi lado, para disfrutar de la majestad de las islas, las montañas y el hermoso volcán. Por favor, te ruego que convenzas a tus padres de que el viaje no es tan largo ni tan peligroso, como tampoco lo es vivir aquí, en lo que se está convirtiendo en una importante ciudad.

Lo primero que he sacado del equipaje ha sido tu retrato, con su marco de marfil, y le he reservado un lugar de honor sobre mi mesa; ahora corro a las oficinas de la Compañía, a pedir información sobre Nueva Arkangel, a fin de que tus padres puedan comprobar que es una verdadera ciudad y no un mero puesto de avanzada, perdido en tierras salvajes. Antes de acostarme reanudaré la carta.

El joven Voronov, al salir de la catedral y subir la colina hasta el castillo, donde le aguardaba Zhdanko para explicarle sus obligaciones, vio a su alrededor los indicios de una población bulliciosa; aunque no era una gran ciudad, como se la había descrito a Praskovia, sí era una colonia próspera, cuya riqueza ya no dependía solamente de las pieles. A un lado, veía un alto molino de viento que hacía funcionar una rueda; en otro, veía fogatas humeantes en las que se fundía grasa de diversos animales marinos, para fabricar jabón. Había un pasaje donde se trenzaban sogas, una herrería donde se forjaban diversos aparatos, un calderero que se fabricaba él mismo los remaches, una fundición para hacer piezas de bronce y todo tipo de carpinteros y fabricantes de aparejos o de vidrio.

Lo que le sorprendió fue ver un pequeño taller para la construcción y reparación de relojes, además de otro donde se arreglaban las brújulas Y otros instrumentos de navegación. La población disponía de un sastre, tres costureras, dos médicos y tres sacerdotes. También había una escuela, un hospital, una casa de comidas, el orfanato que dirigía su madre y una biblioteca.

Se detuvo en una esquina donde se cruzaban la calle principal y otra que corría perpendicular a la bahía y preguntó a un hombre cargado de tablones:

- ¿Aquí siempre hay tanto ajetreo?

- Tendría que ver cuando hace escala para comerciar un barco estadounidense -respondió el hombre.

Zhdanko en persona le informó sobre su nuevo destino:

- Me enorgullece tener como hombre de confianza al hijo de dos Personas que tan importantes han sido para mí. Tus padres son extraordinarios, Arkady, y confío en que no lo olvides. Pero me has pedido datos: la población total, dentro de la empalizada, es de novecientas ochenta y tres personas. Es decir, trescientos treinta y dos rusos, que tienen derecho a volver a la patria, y otros ciento treinta y seis entre sus mujeres e hijos. Luego tenemos ciento treinta y cinco criollos, que no tienen derecho de retorno. En el orfanato hay cuarenta y dos niños, un número impresionante, porque ocurren percances y los padres a veces evaden sus responsabilidades. Para terminar, dentro de las murallas hay trescientos treinta y ocho aleutas que nos ayudan en la caza de nutrias y focas. En total, son novecientos ochenta y tres habitantes.

- ¿Siguen viviendo los tlingits fuera de la empalizada? -preguntó Arkady. 1

- Es mejor así -respondió secamente Zhdanko. Luego habló de la experiencia de los rusos con esa raza valiente y rebelde-: Los tlingits son diferentes. No se puede pacificar a un grupo de tlingits. Aman su tierra y siempre están dispuestos a luchar por ella.

- ¿Cree usted que las murallas siguen siendo necesarias?

- Sin duda. Nunca se sabe cuándo esa gente de ahí fuera volverá a intentar expulsarnos de la isla. Observa los cañones que tenemos arriba.

Arkady miró hacia la cumbre de la colina y vio que tres de los cañones apuntaban a la bahía, para alejar a cualquier barco que pudiera colarse inesperadamente; pero nueve estaban dirigidos hacia la aldea que los tlingits habían levantado junto a las murallas.

Lo que le tranquilizó, más aún que los cañones, fue la energía con que rusos, criollos y aleutas afrontaban los problemas de la vida diaria. Unos pocos criollos instruidos, como él mismo, o de probada confianza, como Zhdanko, supervisaban los asuntos de la Compañía; había algún oficinista ruso, como el señor Malakov, que se encargaba de las cuentas, pero la mayoría de la gente estaba en la calle, dedicada a las actividades habituales en cualquier puerto marítimo próspero. Los criollos, por lo común, se ocupaban de las labores manuales; los aleutas, en su mayoría, zarpaban regularmente en sus kayaks.

La primera noche, Arkady no tuvo tiempo de terminar la carta, porque Zhdanko, el administrador general, y su mujer criolla le invitaron a la colina, donde se habían reunido dieciséis rusos acompañados de sus esposas (cada uno convencido de que sería capaz de gobernar la colonia mejor que el criollo) para dar la bienvenida a Voronov hijo, que se incorporaba a su nuevo cargo. Arkady quedó impresionado al contemplar el bonito edificio nuevo que ocupaba el lugar de la casa donde había vivido Baranov y que él alguna vez había visitado. Se había convertido en una mansión bastante imponente, con varios pisos, muebles importados y una vista mejor del estrecho, pues se habían talado los árboles que ocultaban el panorama.

- Todo el mundo lo llama el castillo de Baranov -explicó Zhdanko-, Porque nos parece que está habitado por su espíritu.

Fue una cena de gala: un matrimonio tocó a cuatro manos en los dos Pianos, y Malakov, el secretario principal, cantó una serie de solos para barítono, extraordinariamente buenos. Cantó primero una selección de arias de Mozart; después, un alegre popurrí de canciones populares rusas, que los demás invitados corearon; para acabar, interpretó una conmovedora versión del Stenka Razin, cuya impresionante melodía consiguió llevar la lejana Rusia a la memoria del público.

La siguiente noche, después de pasar la jornada inspeccionando la empalizada y vigilando el complicado pórtico por el que se permitía el acceso para comerciar a un número limitado de tlingits, Arkady tuvo tiempo de completar su carta:

He visitado el interior y el exterior de Nueva Arkangel y te suplico, Praskovia, que obtengas el permiso de tus padres para venir hasta aquí en el próximo barco, porque a este pueblo no le falta de nada. Tenemos un buen hospital, médicos con experiencia en Moscú y hasta un hombre que arregla la dentadura. Las casas son de madera, eso es cierto, pero la ciudad crece de año en año, tanto el administrador general como yo creemos que alcanzará dentro de poco los dos mil habitantes. Claro que, si se cuenta a los tlingits que viven fuera de las murallas, ya los ha alcanzado.

Tengo que añadir una cosa más, que te confieso con gran orgullo. Mi padre y mi madre son muy respetados en esta región de Rusia. La devoción de mi padre es famosa en todas las islas, los nativos le quieren porque se ha tomado el trabajo de aprender su idioma y porque respeta su modo de vida sin exigirles que se conviertan en cristianos. Si existe hoy un santo en esta tierra, ése es mi padre. En realidad, le llaman el santo viviente.

Y mi madre está a su altura. Tal como dije muy explícitamente a tus padres, es aleuta de nacimiento, pero me parece que ha llegado a ser mejor cristiana que mi padre mismo. Su rostro irradia bondad y su espíritu, santidad.

Como recordarás, me impresionó la importante tradición de tu familia, los Kostilevsky, y he repetido muchas veces que tienes derecho a estar orgullosa de tu estirpe; pero yo siento lo mismo respecto a mis padres, que han iniciado un nuevo linaje nobiliario en la América rusa.

Hay un dato de grandísima importancia, Praskovia. Cuando salgas de Moscú para venir aquí, no tienes que pensar que vas a exiliarte en el fin del mundo. Todos los días salen de aquí personas que regresan al continente. Irkutsk es una espléndida ciudad, donde mi familia ha ocupado cargos tanto en el gobierno como en la Iglesia. Hawai es un lugar precioso, con una gran variedad de flores. Y algunos viajeros vuelven a Europa pasando por América; se tarda mucho, si hay que bordear el Cabo, pero me han dicho que vale la pena.

Si conseguimos, tal como Baranov indicó a Zhdanko, establecer colonias importantes en el continente de América del Norte, tú y yo podríamos ser elementos relevantes en la nueva Rusia. El corazón me palpita de entusiasmo ante esta posibilidad.

Con todo mi amor, ARKADY

por un extraño giro de las cosas, esta carta precipitó la inesperada crisis final del matrimonio Voronov, porque los padres de Praskovia, en cuanto la recibieron, quedaron tan impresionados por el apasionado párrafo donde Arkady hablaba de los logros de su padre en Kodiak y en Sitka que el señor Kostilevsky la enseñó a las autoridades eclesiásticas de Moscú; éstas, a su vez, copiaron el párrafo, añadieron el referido a Sofía, la esposa del padre Vasili, y lo hicieron circular entre las autoridades de San Petersburgo. Allí se encontraba el comandante Vladimir Ermelov, a quien solicitaron su opinión sobre el sacerdote Voronov, de Nueva Arkangel.

- Es uno de los mejores -respondió Ermelov, entusiasmado.

El comandante Ermelov instruyó a los padres de la Iglesia, las personas que en aquel momento estaban residiendo en Moscú y que conocían personalmente los territorios orientales, y todos los consultados atestiguaron que Vasili Voronov, sacerdote blanco originario de la destacada familia de los Voronov, de Irkutsk, era uno de los clérigos más fervorosos con los que había contado en mucho tiempo la iglesia ortodoxa. En el debate que se formó se repitieron con frecuencia las afortunadas palabras de Arkady:

- Le llaman el santo viviente.

Por improbable que pudiera parecer entonces e increíble que parezca ahora, los dignatarios de la Iglesia, bajo el impulso del zar Nicolás I, que intentaba recuperar la fuerza espiritual de la religión ortodoxa rusa, decidieron que en San Petersburgo se necesitaba a un hombre devoto y apasionado, procedente de la frontera, todavía sin contaminar por la política eclesiástica y reconocido por su santidad. Debido a una compleja serie de motivos, centraron su atención en el padre Vasili Voronov, el taumaturgo de las islas; cuanto más investigaban sus referencias, más se convencían de que era la solución para sus problemas. Pero en cuanto anunciaron su decisión al zar,

que la celebró, surgió un espinoso problema.

- Queda entendido, por supuesto -observó el arzobispo metropolitano-, que si el padre Vasili acepta nuestra invitación de venir a San Petersburgo para convertirse en mi sucesor, tendrá que renunciar al hábito blanco y adoptar el negro.

- No es un problema, santidad. Recuerde que, cuando se ordenó en Irkutsk, lo hizo como sacerdote negro.

-¿Y por qué cambió? ¿Para casarse?

- Sí; cuando ocupó su primer cargo en aquella gran isla que llaman Kodiak…

- Ahora me acuerdo. Me habló usted de eso la semana pasada, ¿verdad?

- Era un día muy ajetreado, Santidad. El padre Vasili Voronov se enamoró de una mujer aleuta, como recordará.

- Claro -el arzobispo caviló durante algunos instantes, intentando rememorar su propia juventud e imaginarse las lejanas fronteras, que le resultaban completamente desconocidas-. Esos aleutas… son paganos, ¿no es cierto?

- Esta mujer lo era, pero ha demostrado ser una persona extraordinaria. Es más cristiana que los cristianos, según dicen. Practica la caridad entre los niños.

- Eso siempre es una buena señal -opinó el metropolitano; pero entonces el que había sido durante tanto tiempo guardián espiritual de su Iglesia, indicó el verdadero problema-: Si esa mujer es tan piadosa como dice usted, y su marido tiene que renunciar al hábito blanco para tomar el negro, ¿no habrá protestas contra él y contra nosotros si su esposo la abandona a tan avanzada edad? ¿Cuántos años tiene ella?

Nadie lo sabía con exactitud, pero un sacerdote que había estado en Nueva Arkangel intentó calcularlo:

- Sabemos que el marido tiene sesenta y tres. Ella debe de tener cincuenta y tantos. La vi un par de veces y me pareció que era más o menos de esa edad. -Hizo una pausa, pero antes de que nadie pudiera decir algo más, comentó-: Es una mujer elegante, ¿saben? Es de poca estatura, pero no tiene nada de salvaje.

- -¿Estaría dispuesto Voronov a divorciarse para volver a adoptar el hábito negro? -preguntó el metropolitano, que no quería desviar la discusión del asunto más importante.

- Por encabezar la iglesia de Cristo, un hombre estaría dispuesto a todo -respondió un anciano sacerdote.

El metropolitano le dijo mirándolo con aspereza:

- Aunque no lo creas, Hilarion, hay ciertas cosas que yo no habría estado dispuesto a hacer para conseguir el hábito. -Después preguntó a los demás-: Bueno, ¿adoptará el hábito negro?

- Creo que sí -dijo un clérigo que había trabajado en Irkutsk-. Le tentará servir a la causa del Señor. Y tampoco se puede dejar pasar a la ligera la oportunidad de hacer el bien.

- Si se refiere al poder, dígalo -le espetó el metropolitano.

- Pues bien, me refiero al poder -contestó secamente el clérigo.

- Y el tal Voronov, ¿va en busca del poder? -preguntó el anciano.

- Nunca lo ha buscado ni lo ha rechazado -afirmó con convicción uno de sus ayudantes más jóvenes-. Le aseguro que el hombre es un verdadero santo.

- Vaya, vaya -murmuró el metropolitano-. En una isla perdida de la que nunca había oído hablar, hay una familia con un santo y una santa. Es curioso. -Algunos quisieron convencerle de que era realmente así, pero entonces miró a sus consejeros y formuló la pregunta más difícil-: si le tentamos con nuestro deslumbrante galardón para que venga a San Petersburgo, ¿su mujer lo permitirá?

- Lo comprenderá, si a él le reclama la gloria -afirmó el sacerdote que la había conocido-. Su marido renunció a sus votos para casarse con ella. Estoy seguro de que si ahora pretendiera desposarse con la iglesia, su esposa le aconsejaría que hiciera lo mismo.

Con esta convicción, los dignatarios de San Petersburgo tomaron - la extraordinaria decisión, celebrada por el zar, de ascender al cargo superior de la iglesia ortodoxa al piadoso sacerdote de la parroquia más alejada de la capital: el padre Vasili Voronov, de la catedral de San Miguel, de Nueva Arkangel. Pero el arzobispo metropolitano, satisfecho de que se hubiera elegido a un sucesor, aunque sin ningunas ganas de verle aparecer tan pronto por San petersburgo, sugirió:

- Podemos designarlo este año obispo de Irkutsk, y arzobispo metropolitano el año próximo, cuando yo ya estaré demasiado viejo para continuar en el cargo.

incluso los sacerdotes más interesados en que se nombrara de inmediato un nuevo dignatario, reconocieron que era preferible ascender paso a paso al padre Vasili; el zar quería pronto un hombre nuevo, pero también capituló ante la estrategia, aunque, a fin de protegerse, anunció públicamente que el ilustre dirigente de la iglesia ortodoxa se retiraría a principios del año siguiente.

Como consecuencia de estas maniobras extrañas y retorcidas, se anunció secretamente a Vasili Voronov que, si retomaba el hábito negro abandonado treinta y seis años antes, se le designaría obispo de Irkutsk, la ciudad de la que provenía su familia, con grandes posibilidades de ascender más adelante. El oficial de la Marina que le transmitió la interesante información añadió, tal como le había indicado el zar en persona: