III. LOS NORTEÑOS

Hacia el año 29.000 AEA (es decir, Antes de la Era Actual, tomando como referencia el año en que se estableció como un sistema fiable para fechar acontecimientos prehistóricos el método del carbono, el año 1950 de la era cristiana), la proyección oriental de Asia que más adelante sería conocida con el nombre de Siberia pasaba por un período de hambruna extrema, que era especialmente feroz en una choza de barro orientada a la salida del sol. Allí, en una estancia grande excavada a poco más de un metro por debajo del nivel de la tierra que la rodeaba, vivía una familia de cinco miembros, que solamente disponía de una pequeña provisión de comida para enfrentarse al invierno próximo y tenía pocas esperanzas de conseguir más.

La casa no ofrecía ninguna comodidad, pues apenas los protegía de los fuertes vientos del invierno, que soplaban continuamente a través de la mitad superior de la construcción, elevada sobre el nivel del suelo y formada por ramas entretejidas flojamente y recubiertas de barro. Aunque era poco más que una cabaña rupestre, la choza proporcionaba algo esencial: en el centro del suelo había un hogar, donde ardían algunos leños todavía húmedos, los cuales despedían un humo que aromatizaba la comida, pero también causaba una irritación permanente en los ojos.

El jefe de las cinco personas que al término de aquel otoño se apiñaban en la miserable vivienda era Varnak, un hombre valiente y uno de los mejores cazadores de la aldea de Nurik; su esposa se llamaba Tevuk, tenía veinticuatro años, y era la madre de dos hijos varones que pronto podrían ir con su padre a cazar los animales con cuya carne se alimentaba la familia. Aquel año, sin embargo, escaseaban los animales hasta el punto de que en algunas chozas los jóvenes comenzaban a murmurar:

- Quizá quedará comida solamente para los jóvenes y entonces será el momento de que se marchen los ancianos.

Varnak y Tevuk no querían escuchar aquellas insinuaciones, aunque ellos tenían que cuidar a una mujer muy vieja, a quien querían mucho, por lo que estaban dispuestos a pasar hambre antes de dejarla a ella sin nada. Se apodaba la Anciana y era la madre de Varnak, el cual había decidido ayudarla a vivir su existencia hasta el final, pues ella era la persona más sabia de la aldea y la única que podía hablarles a los jóvenes sobre su estirpe heroica.

- Hay quien dice: «Que se mueran los viejos» -le susurró una noche a su mujer-, pero yo no pienso hacer caso.

- Yo tampoco -replicó Tevuk.

Ella no tenía madre ni tías, y sabía que su esposo estaba hablando de su propia madre, pero pensaba defender a aquella vieja decidida mientras siguiera con vida. Sería difícil, porque la Anciana no era fácil de dominar y tendría que ser Tevuk quien se ocupara casi exclusivamente de atenderla, pero había un vínculo indisoluble entre las dos mujeres.

Cuando Varnak era un joven casadero, se había fijado en una joven de raro atractivo, a la que cortejaban varios hombres. Pero su madre, cuyo marido había muerto tempranamente en un accidente de caza mientras perseguía un mamut lanudo, vio claramente que, si se ataba a aquella mujer, su hijo se vería perjudicado, de modo que intentó convencerle de que su vida sería mucho mejor si se unía a Tevuk, una mujer algo mayor, muy sensata y trabajadora.

Varnak, cautivado por la más joven, se resistía a los consejos de su madre; cuando iba a unirse a la más seductora, la Anciana bloqueó la entrada de la cabaña y no dejó salir a su hijo en tres días, hasta asegurarse de que otro hombre había capturado a la hechicera.

- Esa mujer trama hechizos, Varnak. La he visto recoger musgo y buscar cornamentas para pulverizarlas. Te estoy protegiendo de ella.

La pérdida de aquella mujer maravillosa le dejó a él desconsolado, y no pudo volver a escuchar a su madre hasta al cabo de un tiempo; sin embargo, cuando se le pasó la rabia, consiguió mirar a Tevuk con ojos más serenos y se dio cuenta de que su madre tenía razón. Cuando fuese una vieja de cuarenta años, Tevuk sería tan útil como en su juventud.

- Es de las que se hacen más fuertes con el correr de las estaciones, Varnak. Como yo -dijo la Anciana.

Y Varnak comprobó que era cierto. En aquella época difícil, sin apenas comida en la choza, Varnak estaba doblemente agradecido por contar con sus dos buenas mujeres: su esposa exploraba el territorio y recogía hasta la mínima migaja con que alimentar a sus dos hijos; su madre, mientras tanto, reunía a sus nietos y a los otros niños de la aldea, y los distraía del hambre narrándoles las tradiciones heroicas de la tribu.

- Hace mucho tiempo, nuestro pueblo vivía en el sur, donde había muchos árboles y animales de todo tipo para comer. ¿Sabéis qué significa sur?

- No.

- Mi abuela me decía que allí hace calor. Y el invierno no es perpetuo -les contaba la Anciana, en la fría oscuridad de finales del invierno.

- ¿Y por qué vinieron a esta tierra?

Aquel problema siempre había intrigado a la Anciana, que intentaba resolverlo a partir de nociones vagas.

- Hay personas fuertes y débiles. Mi hijo Varnak es muy fuerte, como sabéis. Y también lo es Turak, el hombre que mató al gran bisonte. Pero, cuando vivían en el sur, nuestra gente no era fuerte, y otros nos echaron de aquellas buenas tierras. Y cuando nos mudamos al norte, a territorios que no eran tan buenos, también nos expulsaron. Un verano llegamos aquí, era un lugar bello y mi abuela me contaba que todo el mundo bailó. Pero, ¿qué pasó después? -preguntó, dirigiéndose a una niña de once temporadas.

- Después llegó el invierno -respondió la niña.

- Sí, después llegó el invierno -repitió la Anciana.

Era un resumen muy acertado de la historia de su clan, y hasta de la historia de la Humanidad. La vida humana se había originado en climas cálidos y húmedos que favorecían la supervivencia; sin embargo, después de un millón de años, la población había aumentado hasta provocar una competencia inevitable por el espacio vital, por lo que los grupos más preparados se encaminaron hacia las zonas más templadas del norte y, en aquel clima más moderado, comenzaron a desarrollar los sistemas de control, como la agricultura estacional y el cuidado de animales, que posibilitaron formas superiores de civilización.

En tiempos de la requetetatarabuela de la Anciana o quizá aun antes, se repitió una vez más la competencia por los lugares más productivos; en esa ocasión, quienes se vieron forzados a continuar la marcha fueron los menos preparados, que dejaron a los más aptos en las zonas templadas. Como consecuencia, las zonas subárticas del Hemisferio Norte comenzaron a llenarse de gente que había sido expulsada de climas más gratos. La entrada de gente se producía siempre desde las tierras más cálidas situadas al sur, e, inevitablemente, las personas que ocupaban los extremos tenían que vivir en unas tierras frías y áridas que apenas podían sustentarles.

Pero la Anciana narraba a los niños, con orgullo, otra interpretación de ese movimiento hacia el norte:

- Algunos hombres y mujeres valientes amaban las tierras frías y la caza del mamut y el caribú. Les gustaban los días interminables del verano y no tenían miedo de las noches de invierno como ésta. -Miró a cada miembro de su auditorio, tratando de inculcarles el orgullo por sus antepasados-, Mi hijo es uno de esos hombres valientes, y también Turak, el que mató al bisonte. Vosotros también tenéis que serlo, cuando crezcáis y salgáis a luchar contra el mamut.

La vieja tenía razón. A muchos de los hombres que llegaron al norte les apasionaba medir sus fuerzas con morsas y ballenas, y deseaban luchar con los blancos osos polares y con los mamuts lanudos. Cazaban a las focas para aprovechar su piel, que les permitiría sobrevivir a los inviernos árticos, y conocían los secretos del hielo, la nieve y las ventiscas repentinas. Idearon maneras de combatir a los mosquitos que les atacaban ferozmente cada primavera, en hordas capaces de oscurecer el sol, y enseñaron a sus hijos varones a rastrear animales para obtener pieles y comida, para que la vida pudiera continuar tras su muerte.

- Ésos son los auténticos norteños -continuaba la vieja, quien hubiera podido añadir que en la Tierra nunca había existido otra raza más valerosa-. Quiero que seáis como ellos -concluía.

- Tengo hambre -comenzaba a gemir entonces una de las niñas.

Entonces, de su chaqueta de piel de foca, la Anciana sacaba un trozo reseco de grasa de foca, que repartía entre los niños, sin tomar ella nada.

Un día en que apenas había luz en la aldea, la vieja estuvo a punto de perder su entereza, cuando uno de los niños que se reunían en la choza oscura a escuchar sus relatos le preguntó:

- ¿Por qué no volvemos al sur, donde hay comida?

- Los antiguos se preguntaban eso a menudo -tuvo que contestar la Anciana con toda franqueza-, y a veces se mentían a sí mismos diciendo «Sí, el año que viene volveremos», pero no lo decían en serio. No podemos volver. Vosotros no podéis volver. Ahora ya sois norteños.

La vida en el norte no le parecía un castigo y no hubiera permitido nunca que creyeran eso su hijo o sus nietos; sin embargo, cuando caían sobre ella los días insoportables del invierno, más largos pero más fríos y cargados de hielo, esperaba a que se durmiesen los niños y, como durante aquellos días tenían que subsistir royendo pieles de foca, que apenas les proporcionaban energía, les susurraba al hijo y a la nuera hambrientos:

- Otro invierno como éste y nos moriremos todos.

- ¿Adónde iremos? -preguntó su hijo.

- Una vez, mi padre persiguió durante cuatro días a un mamut -Contestó ella-. El animal lo condujo a través de tierras yermas hacia el este, donde pudo ver campos verdes.

- ¿Por qué no vamos al sur? -propuso Tevuk.

- En el sur nunca hubo lugar para nosotros -replicó la vieja-. No quiero saber nada del sur.

De este modo, en los angustiosos días del principio de la primavera, cuando el rigor del invierno seguía atormentando a aquella gente establecida en el extremo occidental del puente de tierra, el gran cazador Varnak, que veía morir de hambre a su familia, comenzó a investigar sobre la tierra del este.

- Una mañana -le explicó un hombre muy anciano-, cuando yo era joven y no tenía nada mejor que hacer, caminé hacia el este y, al llegar la noche, aunque el sol estaba alto porque aún era verano, no sentí deseos de volver a casa; anduve y anduve durante dos días más y al tercer día vi algo que me entusiasmó.

- ¿Qué? -preguntó Varnak.

- El cuerpo de un mamut muerto -contestó el viejo, con los ojos centelleantes, como si el incidente hubiera ocurrido tres días antes. Esperó a que Varnak comprendiera la importancia de la revelación y, como éste no dijo nada, continuó-: Si un mamut encontró motivos para cruzar esa tierra desolada, también habría razones para que la cruzaran los hombres.

- Sí, pero dices que el mamut murió -apuntó Varnak.

- Cierto -contestó el hombre, riendo-, pero tenía un motivo para intentarlo. Y tus razones son igual de poderosas: si te quedas aquí, te morirás de hambre.

- ¿Me acompañarás, si me voy?

- Yo soy demasiado viejo -dijo el hombre-. Pero tú…

Aquel día Varnak informó a los cuatro miembros de su familia:

- Cuando llegue el verano, nos iremos hacia donde sale el sol.

La ruta estaba abierta desde hacía 2.000 años; sin embargo, aunque alguna vez hubo quien cruzó el puente, no resultaba un camino especialmente estimulante. De norte a sur medía 900 kilómetros de anchura; los vientos soplaban incansablemente, impidiendo que crecieran los árboles y los arbustos; y había tan poca hierba y musgo que los animales grandes no encontraban nada para pastar. En invierno, hacía tanto frío que hasta las liebres y las ratas se quedaban bajo tierra; y en verano tampoco se aventuraban muchos hombres por el puente. Era inhabitable.

Sin embargo, sí podía cruzarse: en la dirección que tomarían la gente de Varnak si intentasen atravesarlo, de oeste a este, la distancia no llegaba a 100 kilómetros. Claro está que Varnak no lo sabía; por él, podrían haber sido 1000 kilómetros, pero por lo que había oído pensaba que el trayecto era más breve.

- Partiremos cuando se igualen el día y la noche -informó a su madre.

Ella aceptó totalmente el plan y difundió la noticia por toda la aldea.

Cuando se supo que Varnak trataría de encontrar comida en el este, en las chozas se iniciaron discusiones apasionadas, y algunos de los hombres decidieron que sería buena idea acompañarlo. A medida que avanzaba la primavera, cuatro o cinco familias sopesaron seriamente la posibilidad de emigrar; finalmente, ante Varnak se presentaron tres, con una promesa firme:

- Nosotros también iremos.

Cuando llegó el día de marzo elegido por Varnak, aquél en que el día y la noche se igualaban en todos los rincones de la Tierra, Varnak, Tevuk, sus dos hijos y la Anciana se dispusieron a partir, acompañados por otros tres cazadores, sus esposas y sus ocho hijos.

Las diecinueve personas reunidas en el límite oriental de la aldea ofrecían un aspecto impresionante, pues los hombres usaban vestimentas de pieles muy gruesas, que les daban el aspecto de pesados animales. Llevaban unas picas largas, como si fueran a la guerra, y sobre los ojos les caía el pelo negro, revuelto. Todos tenían la piel de color amarillo oscuro y los ojos de un negro brillante; y cuando miraban de un lado a otro, en un gesto habitual, parecían águilas rapaces.

Las cinco mujeres iban vestidas de otra manera, llevaban prendas de Pieles decoradas con conchas en el dobladillo, y sus rostros eran asombrosamente parecidos. Todas tenían tatuadas, profundamente y en sentido vertical, unas franjas azules, algunas sobre el mentón y otras dibujadas a lo largo de la cara, junto a las orejas, de las que colgaban unos pendientes de marfil tallado. Caminaban con paso decidido, incluso la Anciana, y, cuando tuvieron dispuestos los cuatro trineos en los que cada familia llevaría sus pertenencias, ellas sujetaron las riendas y se dispusieron a arrastrarlos.

Los diez niños, que llevaban ropas de diferentes colores, eran como un ramito de flores. Algunos vestían unas chaquetas cortas a rayas blancas y azules; otros, unas túnicas largas y botas pesadas; todos lucían algún adorno en el pelo, un trocito brillante de concha o de marfil.

Cada prenda de ropa era muy valiosa, porque los hombres habían arriesgado su vida para conseguir el cuero con que fabricarla, y las mujeres habían trabajado mucho para curtirlo y para preparar los tendones con que las cosían. Un par de pantalones de hombre, cosidos con cuidado para que aislaran del frío y el agua, tenía que durar toda una vida; en la península pocos tenían dos prendas de ese tipo.

Sin embargo, lo más importante eran las botas, algunas altas hasta las rodillas; cada grupo de familias necesitaba una mujer que supiera fabricar botas con cueros pesados, para evitar que a los varones del grupo, cuando cazaran en el hielo, se les congelasen los pies. Ése era otro de los motivos por los que Varnak quería mantener con vida a su madre: era la mejor fabricante de botas que había habido en la aldea en las dos últimas generaciones, y, aunque sus dedos ya no eran ágiles, eran todavía fuertes y con ellos podía hacer pasar los tendones de reno a través del cuero de foca más grueso.

Los hombres de aquella expedición no eran altos. Varnak era el más corpulento, pero no sobrepasaba el metro sesenta y cinco; y los otros eran bastante más bajos. Ninguna de las mujeres medía más de un metro y medio, y la Anciana era aún más baja. Los niños eran pequeños y los tres bebés, diminutos, aunque tenían grandes cabezas redondas; cuando se les vestía con ropas de abrigo, los chiquillos se convertían en unas hambrientas pelotas de pieles.

Los viajeros arrastraban detrás de sí, sobre unos pequeños trineos con patines de asta y hueso, la conmovedora colección de utensilios que su gente había reunido a lo largo de 10.000 años de vida en el Ártico: valiosísimas agujas de hueso, pieles con las que podían confeccionar ropa, escudillas talladas en hueso o en madera dura, y cucharas de marfil de mango largo para cocinar; no llevaban consigo ningún tipo de mobiliario, aparte de una colchoneta para cada uno de ellos y una manta de pieles para cada familia.

Pero no abandonaban Asia sólo con aquellas escasas pertenencias físicas, pues se llevaban consigo un conocimiento extraordinario del norte. Tanto los hombres como las mujeres conocían cientos de reglas de supervivencia en el invierno ártico, y docenas de consejos útiles para hallar comida en verano. Conocían la naturaleza del viento y el movimiento de las estrellas que los guiarían durante la larga noche invernal. Tenían diversos trucos para protegerse de los mosquitos, que de otro modo los hubieran enloquecido, y, por encima de todo, conocían las peculiaridades de los animales y sabían cómo rastrearlos y matarlos, y cómo aprovechar hasta las pezuñas una vez concluida la matanza.

La Anciana y las cuatro mujeres jóvenes sabían aprovechar de cincuenta maneras diferentes un mamut sacrificado, si sus hombres tenían la suerte de cazar uno. Cuando mataban un ejemplar, la Anciana era la primera que se acercaba al cuerpo e indicaba a gritos a los hombres cómo tenían que cortarlo, para que le diesen los huesos que necesitaba para fabricar sus agujas.

En sus trineos y en sus cerebros había otro bien precioso, sin el cual ningún grupo humano podría sobrevivir mucho tiempo: ocultos y protegidos dentro del trineo, llevaban unos fragmentos brillantes de concha, trozos de marfil tallados en formas curiosas o guijarros de atractivas dimensiones. En cierto modo, aquellos abalorios eran más valiosos que el resto de la carga. Algunos de aquellos recuerdos hablaban de los espíritus que regían la vida de los hombres, otros indicaban cómo había que ocuparse de los animales para que nunca faltara el alimento, y mientras que algunos estaban destinados a aplacar las grandes tormentas a fin de que los cazadores no desaparecieran durante las ventiscas, ciertos guijarros y conchas los atesoraban solamente por su particular belleza. La Anciana, por ejemplo, guardaba en un escondrijo secreto la primera aguja de hueso que había usado en su vida. Ya no era tan gruesa como en otros tiempos y con el tiempo su blancura original se había ajado y convertido en un dorado tenue; sin embargo, había sido útil durante generaciones y por ello tenía una belleza especial, que ensanchaba el corazón de la mujer con el goce de la vida cuando la contemplaba entre sus escasas posesiones.

Estos chukchis que hace 29.000 años llegaron caminando a Alaska eran personas completamente evolucionadas. Su frente era baja, el pelo les nacía cerca de los ojos y sus movimientos eran un poco simiescos, pero personas exactamente iguales a ellos estaban establecidas ya en el sur de Europa, donde creaban obras de arte inmortales en los techos y los muros de sus cavernas y por las noches componían himnos al fuego y narraban relatos que simbolizaban su experiencia vital. El pueblo de Varnak no llevaba mobiliario consigo, pero acarreaba un bagaje mental que los capacitaba para las tareas a las que iban a enfrentarse. No tenían lenguaje escrito, aunque llevaban al desierto y la estepa árticos el conocimiento de la tierra, el respeto por los animales con quienes la compartían y un sentido íntimo de las maravillas que se sucedían de año en año. Durante los milenios posteriores, habría hombres y mujeres igualmente valerosos que se aventurarían en aquellas tierras desconocidas; no tendrían mejores conocimientos que los que cabían en las cabezas oscuras de aquellos nómadas asiáticos.

Las emigraciones de este tipo tendrían consecuencias tremendas para la historia del mundo, como la apertura de dos continentes enteros a la raza humana; por ello, tenemos que efectuar algunas precisiones. Es imposible que Varnak y sus compañeros fueran conscientes de estar abandonando un continente para adentrarse en otro; no podían conocer la existencia de esas masas continentales y, aunque hubieran tenido tal conocimiento, por aquel entonces Alaska formaba parte de Asia, más que de América del Norte. Tampoco les hubiera interesado saber que cruzaban un puente, porque el difícil territorio que atravesaban no se parecía en modo alguno a eso. Finalmente, su móvil no era la emigración, dado que el trayecto entero no superaba los cien kilómetros; ya lo advirtió Varnak a los demás, la mañana de la partida:

- Si allá no nos van mejor las cosas, el verano próximo podemos regresar.

A pesar de todo, de existir una musa de la historia que registrase aquel día decisivo, tal vez hubiera exclamado, al mirar desde el Olimpo:

- ¡Qué impresionante! Diecinueve personas envueltas en pieles están pisando el umbral de dos continentes desiertos.

Después del primer día de viaje, todos, excepto los niños, comprendieron que el trayecto iba a ser sumamente difícil, porque en todo el día no habían visto nada vivo aparte de la hierba, que el viento castigaba sin cesar. No había pájaros ni animales que contemplasen la desordenada procesión, ni corría ningún arroyo cargado de pececitos. Comparado con el territorio que habían conocido antes de la hambruna, de cierta abundancia, aquello era adusto y desolado, y, por la noche, cuando apostaron contra el viento sus trineos de patines gastados por la falta de nieve sobre la que deslizarse, no Pudieron evitar pensar en lo peligroso que era el viaje que efectuaban.

El segundo día no fue muy diferente, aunque les produjo peor impresión, porque los viajeros ignoraban que no necesitaban más de cinco días para llegar al más hospitalario territorio de Alaska; durante dos días más, continuaron adentrándose en lo desconocido. No hallaron nada comestible en todo aquel tiempo, y empezaban a agotarse las escasas provisiones que habían podido llevar consigo.

- Mañana -dijo Varnak la tercera noche, cuando se agruparon a sotavento de los trineos- no nos comeremos las provisiones, porque estoy seguro de que al día siguiente llegaremos a tierras mejores.

- Si la tierra va a ser mejor -preguntó uno de los hombres-, ¿no podemos confiar en que allí habrá comida?

- Si hay caza -razonó Varnak-, tendremos que estar fuertes para poder perseguirla, luchar para alcanzarla, y arriesgarnos mucho. Para hacer todo eso hay que tener la panza llena.

De modo que al cuarto día nadie comió nada, y las madres abrazaron a sus hijos hambrientos tratando de consolarles. Arropados por el calor de la primavera, todos sobrevivieron a aquel día de prueba; entrada la tarde del quinto día, se adelantaron Varnak y otro hombre, provistos de su coraje y las reservas de grasa que quedaban, y regresaron con una noticia muy interesante: había tierras mejores a un día más de camino. Esa noche, antes de la puesta del sol, Varnak distribuyó el resto de los alimentos. Todos comían lentamente, masticaban hasta que casi no les quedaba nada entre los dientes y saboreaban cada bocado mientras desaparecía por su garganta. Los siguientes días, tendrían que encontrar animales o, de lo contrario, morir. Pero mediada la tarde del sexto día vieron un río en cuyas riberas crecían unos tranquilizadores arbustos.

- Acamparemos aquí -anunció Varnak, en la excitación del momento.

Sabía que si en un lugar tan fértil no conseguían encontrar algo para comer, no tendrían más esperanzas. Dispusieron los trineos, encima de los cuales los cazadores levantaron una especie de tienda baja, y dijeron a las mujeres y a los niños que eso sería su hogar por el momento. Para reforzar la decisión de no dar un paso más hasta encontrar comida, encendieron una fogata pequeña que espantaba a los insistentes mosquitos.

Al anochecer de ese día, el hombre más joven divisó una familia de mamuts que comía en la orilla del río: estaba formada por una matriarca con el colmillo derecho roto, dos hembras más jóvenes y tres animales de poca edad. Estaban quietos, al este de su campamento, y, cuando Varnak y otros cinco chukchis corrieron a observarles, los animales se limitaron a mirarles fijamente antes de continuar pastando.

- Esta noche rodearemos a las bestias, un hombre a cada lado -dijo Varnak en la creciente oscuridad, asumiendo el mando-. Cuando amanezca estaremos en nuestros puestos, intentaremos aislar a uno de los animales más jóvenes y le perseguiremos hasta derribarle. -Los demás se mostraron de acuerdo. Varnak, que era el más experimentado, continuó-: Yo me situaré hacia el este, para desviar a los mamuts si tratan de volver a los pastos de los que han venido.

Pero no avanzó en línea recta para no acercarse mucho a los animales. Antes de dirigirse hacia el este, cruzó el río a nado y caminó mucho rato tierra adentro. Corría sin perder de vista a las seis bestias enormes y, con un despliegue de energía que habría agotado a un hombre mejor alimentado, el pequeño cazador hambriento llegó al puesto que deseaba ocupar, jadeando bajo la luz de la luna. Entonces volvió a cruzar el río a nado y se situó detrás de unos árboles) de tal modo que los mamuts tendrían que pasar junto a él si intentaban huir hacia el este.

Al final de la noche, los cuatro chukchis habían ocupado sus puestos; cada uno llevaba dos armas, un sólido garrote y una lanza larga, con trozos afilados de sílex en un extremo y a lo largo de los costados. Sabían que, para matar a uno de los mamuts, cada uno de ellos tendría que clavar su lanza cerca de algún punto vital y rematar a golpes al animal herido cuando empezara a tambalearse. Por su larga experiencia, sabían que podrían necesitar tres días para completar el acecho, la lucha culminante y la persecución hasta la muerte del animal herido, pero se trataba de cumplir la tarea o morir de hambre, y estaban dispuestos a ello. Cuando se dispusieron a rodear a los mamuts era un apacible día de marzo, y Varnak advirtió:

- No intentéis clavarle la lanza a la vieja matriarca, que seguramente es demasiado lista. Lo intentaremos con una de las crías.

Al salir el sol los mamuts los vieron y comenzaron a alejarse hacia el este, como había supuesto Varnak; no llegaron lejos, sin embargo, pues, cuando se le acercaron, él corrió sin miedo hacia los animales, blandiendo el garrote en una mano y la espada en la otra, lo que confundió tanto a la vieja matriarca que dio media vuelta e intentó llevar a su tropa hacia el oeste; pero se le echaron encima otros dos chukchis y, por fin, desesperada, olvidando espadas y garrotes, se encaminó hacia el norte junto con sus compañeros.

Los mamuts se habían librado del ataque, pero los decididos cazadores continuaron durante todo el día tras sus pasos, ya corrieran en una dirección, ya en otra, hasta que tanto los hombres como los animales comprendieron, al anochecer, que aunque los mamuts les esquivaran y huyeran con alguna astucia, las personas podrían mantenerse cerca de ellos.

Por la noche, Varnak indicó a sus hombres que encendieran otra fogata para alejar a los mosquitos, pues sospechaba, con razón, que aquello llamaría la atención de los mamuts agotados, los cuales se mantendrían en las cercanías; al amanecer del día siguiente estaban todavía a la vista, pero se encontraban ya muy lejos del campamento donde permanecían los niños y las mujeres chukchis.

A lo largo de la segunda jornada, los mamuts, cansados, intentaron escapar, pero Varnak se anticipaba a todos sus movimientos. Cualquiera que fuese el rumbo que tomaban, él los estaba esperando con aquella amenazadora lanza y con su garrote; al atardecer, la vieja matriarca se le adelantó cuando estaba a punto de aislar a una joven hembra, y, con su colmillo roto se le enfrentó. Varnak olvidó su objetivo, saltó a un lado un momento antes de que le atravesara el temible colmillo, y, una vez a salvo del ataque de la vieja matriarca, blandió de nuevo su lanza y llevó a la joven mamut hacia donde esperaban los otros hombres.

Los cazadores, que seguían diestramente las técnicas perfeccionadas durante siglos, rodearon al animal aislado y comenzaron a atacarlo sin que pudiera protegerse. Sin embargo, la cría podía barritar; cuando la vieja matriarca oyó sus berridos de terror, dio media vuelta, se arrojó directamente contra los cazadores que la amenazaban y los dispersó como si fuesen las hojas caídas de un álamo temblón.

Parecía que en aquel momento la sabia y anciana mamut había vencido a los hombres, pero Varnak no podía permitirlo. Sabía que su vida y la de todo el grupo dependían de su respuesta, por lo que se lanzó de cabeza bajo las patas del animal joven. Era su única alternativa, aunque no ignoraba que el animal podía aplastarlo con una sola de sus poderosas patas, de modo que, con un fuerte impulso, hincó la lanza hasta el fondo de las entrañas de aquella joven hembra y después rodó para apartarse. No la mató, ni siquiera la hirió de gravedad, pero el animal había recibido un daño serio y empezó a tambalearse; cuando Varnak se levantó, los otros cazadores aullaban ya de júbilo y comenzaban a perseguir a la presa. Varnak no podía recuperar su lanza, que seguía clavada en el vientre de la mamut, pero también la persiguió, gritando con los otros y blandiendo su garrote.

Anocheció y los chukchis encendieron otra vez una fogata, con la esperanza de que los mamuts se mantuvieran cerca; además, las grandes bestias estaban tan fatigadas que no pudieron alejarse mucho. Al amanecer se reanudó la cacería: los chukchis continuaron corriendo, guiándose por un rastro de sangre que se iba ensanchando con el paso de las horas, animándolos a seguir.

- Nos estamos acercando. Cada uno a su tarea -dijo por fin Varnak.

Y, cuando vieron a las grandes bestias acurrucadas junto a un grupo de abedules, Varnak tomó la lanza del más joven y dirigió a sus hombres hacia la matanza. Ahora su deber era dominar a la matriarca, que daba patadas y anunciaba con alaridos su decisión de combatir hasta el final. Varnak reunió coraje y caminó hacia ella con inseguridad, solo contra el gran animal; ella vaciló apenas un momento, mientras los otros hombres golpeaban con los garrotes y las lanzas el cuerpo desprotegido de la mamut herida.

Al verle, la abuela bajó la cabeza y embistió directamente a Varnak. Él sabía que corría un peligro mortal, pero sabía también que si aquel animal viejo y feroz alcanzaba a sus hombres, acabaría con todos para rescatar a su joven pupila. Varnak no podía permitirlo, de modo que, con una valentía excepcional, saltó delante de la mamut y le clavó la lanza. Ella se detuvo, confundida, y los hombres tuvieron tiempo de abatir a la presa.

Cuando la mamut herida cayó de rodillas, sangrando a chorros por varias heridas, los tres chukchis saltaron sobre ella para rematarla a golpes de garrote y de lanza.-Una vez muerta, los cazadores siguieron los mismos procedimientos que habían observado durante miles de años: le abrieron las entrañas en busca del estómago, lleno de vegetales medio digeridos, y se comieron, hambrientos, los sólidos y los líquidos, pues sus antepasados habían descubierto que aquel material contenía elementos nutritivos vitales para los seres humanos. Recuperado el vigor tras días enteros de privación, abrieron al mamut en canal y extrajeron cortes de carne lo bastante grandes como para alimentar a sus familias hasta el verano.

Varnak no intervino en la matanza, aunque había sido el primero en herir a la presa y en alejar a la matriarca para que no interrumpiese la cacería. Pero ahora estaba exhausto, después de tantos días privado de alimento, y con las pocas energías agotadas por la dura persecución, permaneció recostado contra un árbol bajo, jadeando como un perro y tan extenuado que no pudo compartir la carne que ya humeaba sobre otra hoguera. Lo que sí hizo fue acercarse al enorme cadáver y beber, tomándola con las manos, la sangre que había proporcionado a su gente.

Cuando los cazadores acabaron de descuartizar al mamut tomaron una decisión tradicional. En vez de cargar con la masa de carne, hueso y piel hasta donde aguardaban las familias, resolvieron acampar entre los abedules cercanos y enviar a los dos hombres más jóvenes en busca de las mujeres, los niños Y los trineos.

El traslado se efectuó con facilidad, pues las mujeres estaban tan hambrientas que, al saber de la matanza, quisieron irse inmediatamente; pero los hombres les explicaron que habría que trasladar el campamento entero, de modo que retiraron la tienda, cargaron sin perder tiempo los cuatro trineos y, un poco más tarde, cuando las mujeres y los niños vieron el mamut sacrificado, gritando de contento abandonaron los trineos y corrieron hacia el fuego en el que se asaban ya porciones de la carne.

Normalmente, un grupo de cazadores como el de Varnak sólo cazaba un mamut al año, aunque si tenían una suerte desacostumbrada o si los dirigía un cazador de excepcional habilidad, podían aspirar a dos. Conseguir un mamut era todo un acontecimiento, así que se habían establecido ciertos ritos a lo largo de los siglos, que indicaban cómo había que tratar al animal muerto. La Anciana, custodia de la seguridad espiritual de la tribu, se situó ante la cabeza cortada de la bestia y le dirigió estas palabras:

- ¡Oh, noble Mamut que compartís la tundra con nosotros, que gobernáis la estepa y hacéis correr el río! Os agradecemos el don de vuestro cuerpo. Os pedimos perdón por haberos quitado la vida y os rogamos que hayáis dejado atrás muchos hijos que en el futuro vengan a nosotros. Pronunciamos esta plegaria como muestra del respeto que os tenemos.

Mientras hablaba, hundió en la sangre del mamut los dedos de la mano derecha y mojó los labios de todas las mujeres y de los niños, hasta dejarlos rojos. En cuanto a los cuatro cazadores de los que dependía la continuación de su gente, acarició con los dedos ensangrentados la frente del animal muerto y luego la frente de cada hombre, suplicando a la bestia que impartiera a aquellos hombres nobles un conocimiento más profundo de su naturaleza, para que en el futuro pudieran perseguir mejor a otros mamuts. Hasta que no hubo cumplido con aquellos ritos sagrados, no se sintió libre de hurgar entre las entrañas del animal, en busca de las tripas que podría convertir en hilo de coser.

Mientras tanto, su hijo había desollado la carne de la paletilla derecha y, cuando quedó a la vista la paleta, fuerte y de hueso tan blanco como el marfil, empezó a tallarla con un buril de piedra, desprendiendo fragmentos de hueso, hasta que tuvo en las manos un fuerte raspador de bordes afilados que se podía utilizar para descuartizar la carne del mamut antes de guardarla en un sitio fresco. La importancia de su trabajo con el buril era doble: por un lado, le permitía obtener una herramienta cortante útil; por otro, casi 30.000 años después, los arqueólogos desenterrarían ese instrumento y gracias a él podrían demostrar que en el Yacimiento del Abedul, en el alba de la historia del Nuevo Mundo, habían existido seres humanos.

Cada uno de los nueve adultos tenía una responsabilidad especial en relación con el mamut muerto: uno reunió los huesos, que utilizarían después como vigas para el techo de las viviendas que llegarían a construir; otro lavó el cuero, muy valioso, y empezó a curtirlo con una mezcla de orina y del ácido destilado de la corteza de un árbol. El pelo de las patas se podía entretejer y formar con él una tela adecuada para fabricar gorras; y guardaban el cartílago que unía la pezuña con la pata, para conseguir una especie de engrudo. La Anciana continuaba hurgando en cada trozo de carne, dispuesta a recuperar los huesos finos y fuertes con los que hacer agujas, y un hombre afilaba los huesos más resistentes para insertarlos en la punta de sus lanzas.

Los chukchis, que carecían de agricultura organizada y no podían cultivar ni acaparar hortalizas, dependían de su tremenda capacidad para la caza; lo más importante era la cacería del mamut, su fuente principal de alimento. Por eso estudiaban sus hábitos, aplacaban su espíritu para que les fuera propicio, ideaban cómo engañarle y le perseguían sin demencia. Mientras descuartizaban el ejemplar recién cazado, estudiaron todos los aspectos de su anatomía, tratando de prever cómo se hubiera comportado en circunstancias diferentes; una vez que la tribu lo hubo absorbido como una divinidad, los cuatro hombres se mostraron de acuerdo:

- La manera más segura de matar a un mamut es la que empleó Varnak: tirarse debajo de él y clavarle hacia arriba una lanza afilada.

Esta conclusión les dio seguridad, y se llevaron a los hijos varones para enseñarles a sostener la lanza con ambas manos, arrojarse al suelo boca arriba y atravesar el vientre de un mamut en movimiento, confiando en que los Grandes Espíritus les protegiesen de las patadas. Tras instruir a los muchachos mostrándoles cómo caer sin perder el dominio del arma, Varnak guiñó un ojo a otro de los cazadores y, cuando el mayor de los niños corría hacia adelante y se lanzaba al suelo boca arriba, el segundo cazador, vestido con la piel de un mamut, brincó súbitamente en el aire emitiendo un prodigioso alarido y dio una patada en el suelo a pocos centímetros de la cabeza del jovencito. El niño se quedó tan aterrorizado por aquel golpe inesperado que soltó la lanza y se tapó la cara.

- ¡Eres hombre muerto! -gritó el cazador al espantado niño.

Pero Varnak pronunció la condena más grave de aquella cobardía:

- Has dejado escapar al mamut. Nos moriremos de hambre.

Devolvieron la lanza al asustado niño y le obligaron a tirarse veinte veces más al suelo boca arriba, mientras Varnak y los otros pegaban patadas ruidosamente cerca de su cabeza.

- Esta vez podías haberle clavado la lanza al mamut -le recordaban, cada vez que terminaba la pantomima-. Si hubiera sido un macho te podría haber matado, pero tú le habrías dejado la lanza clavada en el vientre y nosotros, los supervivientes, hubiéramos podido perseguirlo hasta derribarlo.

Continuaron así, hasta que el niño sintió que, cuando se enfrentase a un mamut de verdad, sería capaz de herirlo de gravedad para que los demás completasen la matanza.

- Creo que sabrás hacerlo -le felicitó Varnak, cuando acabó la práctica; y el muchachito sonrió.

Entonces los hombres dedicaron su atención al segundo de los varones, un niño de nueve años: cuando le entregaron una lanza y le dijeron que se arrojara bajo el cuerpo de un mamut que lo atacaba, el pequeño se desmayó.

Los chukchis descargaron sus escasas provisiones en el campamento nuevo, cerca de los abedules, y se dispusieron a armar sus toscos refugios; estaban en situación de recomenzar, por lo que hubieran podido idear un estilo mejor de vivienda, pero no lo hicieron. No llegaron a inventar un iglú de hielo, o una yurta de pieles, ni chozas construidas a ras de suelo con piedras y ramas, ni ningún tipo de vivienda cómoda. Así pues, volvieron a levantar las cabañas que habían conocido en Asia: una cueva de barro excavada bajo la tierra, con una especie de bóveda superior hecha de ramas entretejidas y pieles recubiertas de barro. La excavación tampoco tenía esta vez una chimenea que permitiese la salida del humo, ni ventanas para que entrase la luz ni una puerta batiente que pudiera impedir la entrada de bichos. Sin embargo, cada cabaña era un hogar, en donde las mujeres cocinaban, cosían y criaban a sus hijos.

En aquel tiempo, el promedio de vida era de unos treinta y un años; los dientes, a causa de la continua masticación de carne y cartílagos, solían gastarse antes que el resto del cuerpo, lo que provocaba literalmente la muerte por inanición. Las mujeres solían tener tres hijos que vivían y otros tres que morían al nacer o poco después. Las familias rara vez permanecían mucho tiempo en un mismo sitio, porque los animales se volvían recelosos o se agotaban, obligando a los hombres a mudarse en busca de otras presas. La vida era difícil y ofrecía pocos placeres, pero no había guerras entre tribus o grupos de tribus, porque los grupos vivían a tanta distancia unos de otros que no disputaban por sus derechos sobre los territorios.

A lo largo de 100.000 años de ensayos y errores, pacientemente, los antepasados habían aprendido ciertas reglas para sobrevivir en el norte, que se respetaban rigurosamente. La Anciana las repetía sin cesar a su prole:

- No hay que comer la carne que se ha puesto verde. Cuando empieza el invierno y no hay suficiente comida, dormid la mayor parte del día. No tiréis nunca ningún pedazo de piel, aunque se haya puesto muy grasienta. Cazad a los animales por este orden: el mamut, el bisonte, el castor, el reno, el zorro, la liebre y el ratón. No os olvidéis de los ratones, porque gracias a ellos os mantendréis con vida en tiempos de hambruna.

La experiencia larga y cruel les había enseñado otra lección fundamental:

- Cuando busquéis pareja, id siempre, sin excepción, a alguna tribu lejana, porque, si tomáis una de vuestro propio grupo de chozas, pasarán cosas terribles.

Obedeciendo a esta dura regla, ella misma había presidido la ejecución una vez de dos hermanos que se habían casado. Y no había tenido misericordia con ellos, a pesar de que eran los hijos de su propio hermano.

- Hay que hacerlo -les había gritado a los miembros de su familia-, y antes de que nazca una criatura. Pues si permitimos que entre nosotros aparezca uno de esos, ellos nos castigarán.

Nunca aclaraba quiénes eran ellos, pero estaba convencida de que existían y disponían de grandes poderes. Ellos regulaban las estaciones, traían a los mamuts, cuidaban de las embarazadas, y merecían ser respetados por todos estos servicios. La Anciana creía que vivían más allá del horizonte, donde quiera que estuviese, y, a veces, en momentos de privación, miraba al extremo más apartado del cielo y se inclinaba ante los invisibles, los únicos que tenían el poder de mejorar la situación.

Entre los chukchis se vivían algunos momentos de extrema alegría, cuando los hombres abatían algún mamut especialmente grande o cuando una mujer, después de un embarazo difícil, alumbraba a un varón fuerte. En las noches glaciales del invierno, cuando escaseaba la comida y era casi imposible alcanzar cierta comodidad, a veces gozaban de una alegría especial porque los misteriosos tendían unas grandes cortinas de fuego en los cielos del norte y llenaban el firmamento con formas danzantes de mil colores y con unas grandes lanzas de luz que restallaban de uno a otro horizonte en un despliegue deslumbrante de majestad y poder.

En esas ocasiones, los hombres y las mujeres abandonaban el frío barro de sus cuevas miserables y se quedaban de pie cara al cielo en medio de la noche estrellada, mientras los de más allá del horizonte movían de un lado a otro las luces, colgaban los colores y lanzaban grandes flechas que atronaban en el firmamento. Se hacía el silencio, y los niños, a los que habían llamado para que viesen el milagro, lo recordarían todos los días de su vida.

Un hombre como Varnak podía contemplar aquel despliegue celestial unas veinte veces en toda su vida. Con suerte, podía ayudar a derribar el mismo número de mamuts, no más. Y cabía esperar que, a su edad, cercana a los treinta, su fuerza comenzara rápidamente a disminuir hasta llegar finalmente a desaparecer. Por eso no le sorprendió que Tevuk le dijera, una mañana de otoño:

- Tu madre no puede levantarse.

Corrió adonde ella yacía, bajo los abedules, y se dio cuenta de que el ataque era mortal; se agachó para ofrecerle algún consuelo, pero la mujer no lo necesitaba. En sus últimos momentos, quiso mirar el cielo que amaba y dar por cumplida su responsabilidad para con la gente que había ayudado a guiar y proteger durante tanto tiempo.

- Cuando llegue el invierno -susurró a su hijo-, recuerda a los niños que tienen que dormir mucho.

Varnak la enterró en el bosquecillo de abedules y, diez días después, la primera nieve del año cubrió su tumba. Los vientos barrieron la nieve por toda la estepa, y Varnak, cuando vio que rodeaba las cabañas, pensó: «Quizá tendríamos que pasar el invierno en el lugar que abandonamos».

- Es mejor seguir donde estamos -fue la opinión unánime de los demás adultos, a los que Varnak había consultado.

Después de tomar esta decisión, aquellos dieciocho nuevos alaskanos, provistos de suficiente carne seca de mamut para superar lo peor del invierno, se enterraron en sus chozas, que los protegerían contra las próximas tormentas.

Los primeros que cruzaron desde Asia hasta Alaska no habían sido Varnak y sus paisanos. Parece que, a lo largo de milenios, en diferentes puntos, se les adelantaron otros, que fueron avanzando gradual y arbitrariamente hacia el este en una constante búsqueda de alimentos. Algunos hacían el viaje por curiosidad y, como les gustaba lo que encontraban, se establecían allí. Otros, reñían con sus padres o sus vecinos y se alejaban sin un propósito fijo. Algunos se unían a un grupo pasivamente y jamás reunían energía suficiente para regresar. También había aquéllos que perseguían a un animal hasta muy lejos y muy velozmente y, después de la matanza, se quedaban en el lugar al que habían llegado; y hubo quienes quedaron fascinados por el atractivo de una muchacha del otro lado del río, cuyos padres iban a emprender el viaje. Sin embargo, nada nos permite deducir que alguien realizara la travesía con la intención consciente de poblar tierras nuevas o de explorar otro continente.

Cuando alcanzaban Alaska se imponían los mismos esquemas. Nunca pretendieron conscientemente ocupar el interior de América del Norte, porque las distancias y las dificultades eran muy grandes y, por sí solo, ningún grupo humano hubiera podido sobrevivir hasta completar la travesía. Evidentemente, si cuando Varnak y su gente emprendieron el viaje, la ruta en dirección al sur se hubiera hallado libre de hielo, y ellos se huieran visto impelidos por algún impulso fanático, seguramente habrían llegado hasta Wyoming durante la primera generación; sin embargo, tal como hemos visto, muy pocas veces el pasaje estaba abierto al mismo tiempo que el puente. De modo que, aunque Varnak hubiese tenido la intención de adentrarse en América del Norte (lo que a él le era imposible concebir) habría tenido que aguardar miles de años a que el sendero quedara libre de hielo, y, antes de que sus descendientes pudieran emigrar en dirección a Wyoming, tendrían que vivir y morir cien generaciones de su estirpe.

En tiempos de Varnak, desde Siberia a Alaska pasaron un centenar de chukchis; aproximadamente una tercera parte de ellos regresó a su tierra natal cuando descubrió que, en general, Asia era más hospitalaria que Alaska. Los restantes dos tercios vivieron prisioneros en la hermosa fortaleza de hielo, al igual que sus descendientes. Se convirtieron en alaskanos y al cabo del tiempo sólo tenían recuerdos de aquel bello territorio que los acogió; se olvidaron de Asia; y no pudieron descubrir nada de América del Norte. Varnak y sus diecisiete compañeros no regresaron jamás y tampoco lo hicieron sus descendientes. Se convirtieron en alaskanos.

¿Cómo deberíamos llamarlos? A sus antepasados, que se aventuraron en el norte, se les llamó despectivamente «los que huyeron del sur», como si los residentes supieran que los recién llegados, de haber sido más fuertes, nunca se hubieran marchado de las zonas con climas más benignos. Durante un tiempo, mientras no encontraron ningún lugar adecuado para acampar, recibieron el apodo de «nómadas». Cuando llegaron por fin a un sitio seguro, en el extremo de Asia, tomaron su nombre y pasaron a ser «chukchis». El término apropiado hubiera sido «siberianos», pero como sin saberlo se habían comprometido con Alaska, adquirieron el nombre genérico de los indios, aunque más tarde se les distinguió como «atapascos».

Prosperaron como tales en el sector central de Alaska y se multiplicaron en Canadá. Una rama vigorosa habitó las bellas islas que forman el sur de Alaska; y, aunque a Varnak le hubiera parecido imposible, algunos de sus descendientes viajaron miles de años después hacia el sur, hasta Arizona, donde se convirtieron en los indios navajos. Los investigadores han descubierto que el idioma de los navajos se parece tanto al atapasco como el portugués al español, y han decidido que no puede deberse al azar. Tiene que existir algún parentesco entre ambos grupos.

Estos atapascos nómadas no tenían ninguna relación con los esquimales, que son muy posteriores; tampoco podemos suponer que tuvieran la intención consciente de emigrar y extender su civilización hasta tierras despobladas. No eran como los pioneros ingleses, que cruzaron voluntariamente el Atlántico, con unas leyes provisionales adoptadas a bordo antes de desembarcar entre los indios. Es bastante probable que, mientras se diseminaban por América, los atapascos no tuvieran nunca la sensación de haber abandonado el hogar.

Por ejemplo, Varnak y su mujer, que eran ya mayores, seguramente prefirieron permanecer en el lugar donde se encontraban, entre los abedules, pero es posible que, algunos años después, uno de sus hijos, junto con su esposa, imaginara que sería mejor construir su cabaña algo más hacia el este, donde habría más mamuts disponibles, y se dirigiesen hacia allí. Es probable que no perdieran el contacto con sus padres, en el campamento de los abedules, y, a su vez, sus propios hijos decidirían buscar lugares más acogedores, pero también mantendrían relaciones con sus padres y quizá también con los viejos Varnak y Tevuk, los del bosque de abedules. De esta manera, si se disponen de 29.000 años para hacerlo, se puede poblar tranquilamente un continente entero, solamente con que cada generación se traslade algunos kilómetros. Se puede llegar desde Siberia hasta Arizona sin abandonar nunca la tierra natal.

Una mayor abundancia de caza, la afición a la aventura, el rechazo a antiguas costumbres opresivas: éstas eran las eternas razones que, aun en tiempos de paz, impulsaban a diseminarse a hombres y mujeres. Las primeras personas que comenzaron a poblar América del Norte y América del Sur, sin ser conscientes de lo que hacían, se movieron también por estas razones.

Durante el proceso, Alaska cobró una importancia crucial para zonas tales como Minesota, Pensilvania, California y Texas, porque estaba en el camino que seguían las personas que poblaron esas zonas. Los descendientes de Varnak y Tevuk, herederos del valor que había caracterizado a la Anciana, erigieron nobles culturas en tierras que pocas veces conocerían el hielo y no guardarían ninguna memoria de Asia, y fueron ellos, así como los grupos que los seguirían a lo largo de los milenios posteriores, el gran regalo que Alaska hizo a América.

En el año 14.000 AEA, cuando la ruta terrestre quedaba temporalmente inundada debido a la fusión del casquete polar, en las zonas atestadas del extremo oriental de Siberia vivía uno de los pueblos más amables del mundo. Eran los esquimales, esos cazadores asiáticos, rechonchos y morenos, que usaban un flequillo recto sobre las cejas:Constituían una estirpe vigorosa, que tenía que aventurarse por el océano Ártico y las aguas contiguas para obtener el sustento mediante la caza de las grandes ballenas, las morsas de fuertes colmillos y las focas esquivas. En todo el mundo no había otros hombres que vivieran de una forma tan peligrosa o en un clima más inhóspito que estos esquimales; y, por aquellos años, el esquimal que trabajaba con más afán era un individuo robusto y patizambo llamado Ugruk, que pasaba por todo tipo de dificultades.

Tres años antes había tomado por esposa a la hija del hombre más importante de Pelek, su aldea, que se alzaba junto al mar; entonces le había desconcertado que una joven tan atractiva se interesara por él, que no podía ofrecerle prácticamente nada. No tenía un kayak propio para cazar focas ni participaba en ninguna de las canoas más largas llamadas umiaks con las que los hombres cazaban en grupo las ballenas que pasaban como cumbres flotantes junto al promontorio. No tenía propiedades, excepto un solo juego de pieles de foca para protegerse de los mares helados; y lo que jugaba más en contra suya era que sus padres ya no estaban para ayudarle a abrirse camino en el duro mundo de los esquimales. Para colmo, era bizco, con esa particular bizquera que pone tan nervioso al interlocutor. Si uno miraba a su ojo izquierdo, creyendo que estaba utilizando ése, él cambiaba de foco y uno se quedaba mirando a la nada, porque el ojo izquierdo se desviaba al azar. Y cuando uno se apresuraba a buscar el ojo derecho, él volvía a cambiar de foco y, una vez más uno se encontraba con la nada. No era fácil conversar con Ugruk.

Poco después del banquete de bodas se resolvió el misterio por el que Nuklit, la bonita hija del jefe, estaba dispuesta a casarse con semejante sujeto; Ugruk descubrió que su flamante esposa estaba embarazada. En los botes se murmuraba que el padre era un arponero joven y fornido, llamado Shaktulik, que ya tenía dos esposas y tres hijos. Ugruk no estaba en condiciones de protestar por el engaño, ni de protestar por ninguna otra cosa, en realidad, de modo que se mordió la lengua, admitió para sus adentros que era una suerte tener una esposa tan bonita como Nuklit, fuera como fuese, y juró ser uno de los mejores hombres a bordo de las diversas embarcaciones árticas que poseía su suegro.

El padre de Nuklit no quería a Ugruk en su tripulación, porque cada uno de los seis hombres del pesado bote tenía que ser un experto en la caza de ballenas, que era una actividad muy peligrosa. Cuatro remaban, uno se hacía cargo del timón y el último manejaba el arpón, en una formación que estaba cubierta desde hacía ya tiempo en el umiak del jefe. Él llevaba el timón, Shaktua se ocupaba del arpón, y a cargo de los remos había cuatro tipos fornidos, con nervios de granito. Eran hombres que habían demostrado sus méritos en muchas expediciones contra las ballenas y el padre de Nuklit no pensaba romper el equipo solamente para hacer un sitio a su yerno, que le merecía tan poca consideración.

Sin embargo, estaba dispuesto a prestarle a Ugruk su propio kayak, que no sería uno de los mejores, pero era una embarcación sólida, «ligera como una brisa de primavera entre los álamos temblones, impermeable como la piel de la foca», y no se hundiría por mucho que la atacaran las olas. Este kayak no respondía con rapidez a los golpes de remo, pero Ugruk se sentía agradecido, porque era muchísimo mejor que todo lo que él hubiera podido poseer por sus propios medios, ya que sus padres habían muerto, sin dejarle nada, al naufragar un pequeño bote que volcó una ballena.

A mediados del verano, cuando emigraban los grandes animales marinos, el suegro de Ugruk, con la ayuda de Shaktulik, echó al agua su umiak desde la costa pedregosa en la que se alzaba la aldea de Pelek. Antes de partir hacia su peligrosa excursión, indicaron a Ugruk, encogiéndose de hombros, que con el kayak podía sorprender a alguna foca que dormitase y, de este modo, aportar piel y carne a la despensa de la aldea. Solo en la playa, con el tosco kayak varado a cierta distancia, en dirección este, Ugruk entornó los ojos y contempló cómo partían, entre plegarias y gritos, los hombres más hábiles de la aldea, con intención de alcanzar una ballena.

Cuando desaparecieron, y las seis cabezas se habían convertido en seis puntos sobre el horizonte, Ugruk suspiró ante la mala suerte de haberse perdido la cacería, miró hacia la choza, por si Nuklit le estaba observando, y suspiró otra vez al comprobar que no era así. Entonces caminó tristemente hacia el kayak, inspeccionando sus toscas líneas.

- Con eso no se podría alcanzar ni a una foca herida -murmuró.

Era grande, tres veces más largo que un hombre, y estaba completamente cubierto por piel impermeable de foca que lo mantenía a flote en el mar más tempestuoso. Tenía una sola abertura, lo bastante grande para dar cabida a las caderas de un hombre; por arriba, la piel de foca se ajustaba perfectamente a la cintura del cazador, y estaba cosida al kayak con tendones de ballena, que cuando estaban secos eran fáciles de manejar y cuando se mojaban se volvían impermeables.

Después de meterse en la abertura, Ugruk rodeó su cintura con la parte superior de la piel, y la ató con cuidado para que no se filtrara una gota de agua, aunque el kayak volcase. Si eso ocurría, Ugruk sólo tendría que manejar con fuerza el remo para enderezar la embarcación. Claro que, si el hombre solitario atado al bote cometía la torpeza de enfrentarse a una morsa adulta, el animal podía perforar la cobertura con sus colmillos, arrojar al hombre al mar y ahogarlo, porque los esquimales no sabían nadar; además, se hundiría por el peso de las ropas empapadas.

Cuando desapareció a lo lejos el umiak cazador de ballenas, Ugruk probó su remo de álamo y se hizo a la mar, al este de Pelek. No confiaba mucho en hallar una foca y aún confiaba menos en saber manejarla, si encontraba una grande. Se limitaba a explorar; y, si por casualidad divisara una ballena en la distancia o alguna morsa holgazaneando, pensaba tomar nota de su rumbo e informar a los otros en cuanto regresaran, porque, si los esquimales sabían con certeza que en una zona determinada había una ballena o una morsa muy grande, podían seguir su rastro.

No había ninguna foca a la vista, lo cual no le desilusionó del todo, puesto que aún no tenía seguridad como cazador y antes de remar entre un grupo de focas prefería familiarizarse con las particularidades del kayak. Se contentó con remar hacia aquella tierra lejana que, a veces, en días despejados, se veía al otro lado del mar. Ningún habitante de Pelek había navegado nunca hasta la costa opuesta, pero todos conocían su existencia porque habían visto cómo brillaban bajo el sol de la tarde sus colinas bajas.

Cuando estaba ya bastante lejos de la costa, algunos kilómetros al sur de la posición que a aquellas horas debía de ocupar el umiak, a su derecha vio algo que le paralizó. Era una ballena negra expuesta en toda su longitud, que nadaba en la superficie del agua, impulsándose despreocupadamente con su cola enorme. Ugruk no había visto nunca una ballena tan grande en la playa, donde los hombres descuartizaban las presas. Claro que no podía considerarse un experto, pues, en los siete últimos años, los cazadores de Pelek sólo habían conseguido tres ballenas. Aquélla era enorme, sin lugar a dudas, y Ugruk se sintió obligado a avisar a sus compañeros, ya que él solo estaba indefenso contra la bestia. Para vencerla serían necesarios seis de los mejores hombres de Siberia.

Ahora bien, ¿cómo podría comunicarse con su suegro? A falta de otra alternativa, decidió acompañar a la ballena en su perezosa navegación hacia el norte, con la esperanza de que, tarde o temprano, su rumbo se cruzara con el del umiak.

Era una maniobra delicada, porque la ballena, si se sentía amenazada por un objeto extraño en las proximidades, con tres o cuatro golpes de su cola poderosa hundiría el kayak o lo partiría por la mitad, acabando al mismo tiempo con el hombre y con la frágil embarcación. Ugruk pasó aquella larga tarde tras la ballena, solo en su bote, tratando de hacerse invisible, y alegrándose cuando la ballena emitía un chorro de agua, pues entonces tenía la seguridad de que todavía estaba allí. La gran bestia desapareció después de lanzar dos gritos; entonces Ugruk empezó a sudar frío, porque su presa podía salir a la superficie en cualquier punto, incluso debajo del mismo kayak, o podía perderse para siempre al seguir un trayecto esforzado bajo el agua. Pero la ballena tenía que respirar y, después de una ausencia prolongada, el gran animal oscuro volvió a la superficie, lanzó un alto chorro de agua y continuó su perezoso viaje hacia el norte.

Más o menos una hora después de que el sol descendiera hacia el norte en su lento crepúsculo, Ugruk calculó que, si los hombres del umiak habían continuado en la dirección prevista, ahora se encontrarían, seguramente, bastante al nordeste respecto al rumbo de la ballena, de modo que jamás se cruzarían con ella. Por eso decidió remar furiosamente, cruzando el camino seguido por la ballena, con la esperanza de alcanzar a los seis cazadores.

A continuación tenía que decidir la mejor forma de situarse al este de la ballena, porque, por un lado, tenía que evitar incitarla a un ataque que acabaría con él y con el kayak, y, por el otro lado, tenía que procurar avanzar aprovechando al máximo el tiempo y la distancia. Recordó que, según la tradición, las ballenas eran cortas de vista y tenían un oído agudo, así que decidió avanzar de prisa y con el menor ruido posible, y cortar directamente el camino de la ballena, por delante de ella, tan lejos como se lo permitiera su habilidad con los remos.

La maniobra era peligrosa, pero aparte de en su propia seguridad tenía que pensar en muchas otras cosas. Desde su infancia le habían enseñado que la responsabilidad suprema de los varones, niños o adultos, consistía en traer una ballena a la playa, para que la aldea pudiera comérsela, además de utilizar sus enormes huesos para construir y emplear las valiosas barbas para tantas cosas a las que se podían aplicar por su flexibilidad y resistencia. La ocasión de cazar una ballena podía presentarse una vez en la vida, y él se encontraba en situación de hacerlo, puesto que, si conducía a los cazadores hasta la ballena y ellos la mataban, compartiría los honores por su tesón al seguir a través del mar abierto al gran animal.

En ese momento decisivo, cuando iba a cruzar justo frente a la boca de la ballena, se apoyaba en un hecho curioso: su malogrado padre, que le había dejado tan poco, le había proporcionado un talismán de poder y belleza extraordinarios. Era un pequeño disco blanco, de apenas dos dedos de diámetro. Estaba hecho con el marfil de una de las pocas morsas que su padre había cazado; tenía unos bonitos dibujos rúnicos tallados que representaban el océano helado y a los animales que vivían en él y lo compartían con los esquimales.

Ugruk había visto cómo su padre tallaba el disco y pulía los bordes para que ajustara debidamente; los dos habían comprendido desde el principio que el disco, una vez terminado, sería algo especial, así que no fue ninguna tontería la predicción de su padre: «Ugruk, esto te traerá buena suerte». El niño de nueve años no lo dudó, y ni siquiera hizo una mueca cuando su padre tomó un cuchillo afilado de hueso de ballena, le perforó el labio inferior y después rellenó la incisión con hierbas. A medida que la herida cicatrizaba, le fueron insertando unas cuñas de madera más grandes cada mes para ensancharla, hasta que en el labio inferior se fue formando una banda estrecha de piel que definía un agujero redondo.

Hacia la mitad del proceso se infectó el agujero, como ocurría con frecuencia en esos casos, y Ugruk tuvo que acostarse en el suelo de barro, temblando de fiebre. Durante tres dolorosos días y sus noches, su madre le aplicó hierbas en el labio y piedras calientes sobre los pies. Por fin remitió la fiebre, y el niño, que había recuperado la consciencia, advirtió con satisfacción que el agujero se había curado y alcanzaba el tamaño requerido.

- Un día que nunca iba a olvidar, llevaron a Ugruk a una cabaña siniestra en el margen de la aldea y le condujeron ceremoniosamente al interior de uno de los sitios más mugrientos y desordenados que había visto jamás. De un muro de barro pendía el esqueleto de un hombre, y de otro, el cráneo de una foca. En el suelo, desparramados, se veían unos saquitos sucios de cuero de foca, junto a una colección de pieles malolientes sobre las que dormía el ocupante. Era el chamán de Pelek, el santón que dominaba el océano con sus plegarias, el que conversaba con los espíritus que traían las ballenas al promontorio. Tenía un aspecto formidable cuando se irguió de entre las sombras para enfrentarse a Ugruk: era alto, ojeroso, con los ojos hundidos; huecos entre los dientes, y con el pelo sumamente largo y mugriento por la suciedad acumulada a lo largo de diez o doce años. Pronunciando unos sonidos incomprensibles, tomó el disco de marfil, contempló su elegancia sin disimular su sorpresa por el hecho de que un hombre tan pobre como el padre de Ugruk poseyera aquel tesoro y, por fin, tiró del labio inferior del niño y, con sus dedos sucios, presionó el disco para introducirlo en el agujero. El tejido endurecido por la cicatriz se ajustó dolorosamente, sujetando con firmeza el disco en la posición que ocuparía,mientras Ugruk viviese.

La inserción había sido dolorosa, tal como debía ocurrir para que el disco se mantuviera en su lugar; pero cuando aquel objeto tan bello estuvo colocado debidamente, todos (algunos, con envidia) pudieron ver que Ugruk, el muchacho bizco dueño de tan pocas cosas, poseería en adelante un tesoro: el disco labial más hermoso de la costa oriental de Siberia.

Mientras remaba a toda velocidad en su kayak, cruzando el camino de la ballena, Ugruk chupaba su labio inferior para que la presencia reconfortante del talismán le infundiera ánimos. Con la lengua tocaba el marfil, tallado por ambas caras; podía seguir el contorno de la mágica ballena dibujada, y estaba convencido de que su compañía le aseguraba buena suerte; estaba en lo cierto, porque, cuando pasó rápidamente, tan cerca de la ballena que ésta hubiera podido saltar hacia adelante y aplastarlos a él y al kayak con un solo movimiento de su gigantesca cola, la perezosa bestia mantuvo la cabeza bajo el agua y ni siquiera se molestó en mirar aquella nimiedad que se movía en el mar, tan cerca de ella.

Cuando el kayak había pasado de largo, sin sufrir daño alguno, la ballena levantó su cabeza enorme, arrojó grandes cantidades de agua, abrió la boca en una especie de bostezo indiferente, y Ugruk, que había mirado hacia atrás alertado por el ruido del agua, pudo ver la magnitud de la boca a la que había escapado y su tamaño le horrorizó. Durante su juventud había ayudado a descuartizar cuatro ballenas, dos de ellas de gran tamaño, pero ninguna tenía la cabeza o la boca tan grandes. La caverna se mantuvo abierta durante casi un minuto, como una cavidad oscura capaz de engullir un kayak entero; después se cerró, casi soñolienta, lanzando un chorro de agua vacilante. El enorme animal volvió a hundirse bajo la superficie del agua; y continuó nadando hacia donde Ugruk sospechaba que esperaban sus compañeros con el umiak. Él apretó la marcha, haciendo tintinear el amuleto contra sus dientes.

Ahora estaba al este de la ballena, seguía rumbo norte, y se había adentrado tanto en el mar que ya no podía ver ni los promontorios de la aldea ni la costa opuesta. Se encontraba solo en el vasto mar del norte, sin más apoyo que su disco labial y la esperanza de ayudar a su pueblo en la caza de aquella ballena.

Como era pleno verano, no temía que de repente la ballena se perdiese en la oscuridad, pues, mientras remaba, de vez en cuando miraba por encima del hombro a la bestia perseverante y, bajo la luz plateada del verano interminable, se aseguraba de que seguía viajando hacia el norte con él; sin embargo, cada vez que miraba a la ballena veía otra vez su boca monstruosa, aquella caverna negra que dejaba entrever el otro mundo, sobre el cual el chamán les alertaba a veces cuando entraba en trance. La experiencia de viajar hacia el norte, en medio del rumor grisáceo de la medianoche ártica, seguido por una ballena oscura, a través del profundo oleaje del mar, ponía a prueba el valor de un hombre, pero Ugruk estaba decidido a comportarse correctamente; sin embargo, sin la presencia tranquilizadora de su amuleto, se hubiera echado atrás.

Al amanecer, la ballena continuaba dirigiéndose al norte, y, antes de que el sol llegara mucho más arriba del horizonte, donde había estado durante la noche, a Ugruk le pareció que hacia el nordeste se veía algo parecido a un umiak, por lo que dejó de vigilar a la ballena y comenzó a remar frenéticamente hacia la supuesta embarcación. Había acertado, pues, en cierto momento, tanto él como el umiak quedaron en la cresta de sendas olas y entonces pudo ver a los seis remeros, que a su vez le divisaron a él. Agitó el remo en alto, hizo la señal que indicaba que se había localizado una ballena y luego les mostró su rumbo.

El umiak se dirigió hacia el oeste con asombrosa rapidez, con la intención de interceptar al leviatán, y no prestó ninguna atención a Ugruk, porque lo importante no era el mensajero sino la ballena. Ugruk lo entendió; se puso a remar para que el frágil kayak pudiese alcanzar el umiak justo cuando éste llegara junto a la ballena, y entonces se desarrolló un drama en tres partes: los hombres de la embarcación grande jadeaban de entusiasmo, la ballena les precedía majestuosa, ajena al peligro que le acechaba, y el solitario Ugruk remaba con furia, sin saber qué papel tendría en la reyerta inminente. A su alrededor, se extendía en todas direcciones la suave superficie del mar Ártico, en la que no se veían ni los icebergs de la primavera, ni pájaros, ni promontorios, golfos o bahías. En la vasta soledad septentrional, aquellos seres del norte se disponían a luchar.

Cuando el urniak llegó a las proximidades de la ballena, los hombres no pudieron apreciar el tamaño del monstruo, porque podían ver la cabeza y la cola, pero nunca el cuerpo en toda su longitud, lo que les hizo creer que se trataba de una ballena normal. Sin embargo, cuando estuvieron más cerca, la ballena emergió de repente, ignorando todavía su presencia, y, por motivos desconocidos, arqueó el cuerpo, que emergió completamente por encima del agua. Luego, giró de costado con una fuerza tremenda, como si intentara rascarse el lomo y, con un chapuzón gigantesco, volvió a sumergirse en el mar. Entonces los seis esquimales comprendieron que se enfrentaban a una ballena excepcional, que proporcionaría a su aldea la comida de varios meses, si lograban capturarla.

El suegro de Ugruk tenía que dar sólo unas pocas órdenes. Ya estaban preparadas las vejigas de foca infladas, con las que intentarían impedir el avance de la ballena, en el caso de que pudieran arponearla. Cada uno de los cuatro remeros tenía a mano las lanzas que iban a utilizar cuando se arrimaran a ella, y el alto y apuesto Shaktulik se erguía en la proa del umiak, con las rodillas apoyadas contra la borda del bote, y sostenía en sus fuertes manos el arpón, dispuesto a clavarlo en los órganos vitales de la ballena. Ugruk les seguía, mucho más atrás.

El arpón que Shaktulik sostenía con tanto cuidado era un arma poderosa, con el asta rematada por un trozo de sílex afilado, al que seguían unas púas en forma de anzuelo, talladas en marfil de morsa. Pero aquel arma letal no podía arrojarse con un movimiento de la mano, como si biese una lanza, porque no serviría de nada, pues no alcanzaría suficiente fuerza para perforar la gruesa piel de la ballena, protegida por la grasa; el milagro del sistema utilizado por los esquimales no era el arpón, sino el propulsor con que se impulsaba, que permitía ingeniosamente triplicar o cuadruplicar la potencia del asta erizada de púas.

El propulsor consistía en un trozo delgado de madera, de unos setenta y cinco centímetros de longitud, al que se daba forma cuidadosamente y que estaba pensado para aumentar considerablemente el alcance del brazo. El extremo posterior tenía una especie de ranura en la que encajaba el mango del arpón, y quedaba ajustado al codo flexionado del arponero. El arpón se apoyaba en la madera, que recorría el brazo y alcanzaba hasta más allá de la punta de los dedos. Cerca del extremo delantero había un apoyo para el dedo, que permitía mantener el control del arpón y del trozo de madera; a poca distancia, había un trozo más pulido en el cual el hombre, cuando iba a efectuar su lanzamiento, colocaba el pulgar y sujetaba con él el largo arpón. El arponero tomaba apoyo, extendía hacia atrás, hasta donde alcanzaba, el brazo derecho con el que sujetaba el propulsor y se aseguraba de que el extremo posterior del arpón encajara bien en la ranura. Entonces describía un ancho arco con el brazo, no de arriba a abajo, como se podría suponer, sino paralelo a la superficie del mar, y lanzaba la mano con rapidez hacia adelante hasta que, en el momento preciso, soltaba el arpón; como la palanca propulsora duplicaba la longitud de su brazo, cuando arrojaba contra la ballena el arma rematada de sílex, ésta alcanzaba tanta fuerza que podía atravesar el pellejo más grueso. Con este complicado método se podía manejar el arpón de forma muy parecida a la que, doce mil años después, utilizaría el pequeño David para lanzar una piedra contra el gran Goliat. A veces se necesitaban años de práctica para lograr algo de puntería, pero cuando conseguían dominarse a la vez los diferentes movimientos, aquel arpón honda se convertía en un arma mortífera.

Parece increíble que el hombre primitivo lograra inventar un instrumento tan curioso y complicado, pero así lo hicieron los cazadores de varios continentes, en versiones muy parecidas, aunque se les dio a todas el nombre del arma que descubrieron en México los europeos: el atlatl. Aquellos hombres, que no sabían nada de ingeniería ni de dinámica, dedujeron de alguna manera que la eficacia de los arpones se triplicaría si, en vez de arrojarlos directamente, los cargaban en un atlatl y los lanzaban hacia adelante COMO si utilizaran una honda. Sobrecoge la fuerza intelectual de un descubrimiento tan complejo, pero no hay que olvidar que, durante 100.000 años, los hombres pasaron la mayor parte de su vida cazando animales para poder alimentarse; era su actividad más importante, así que no es tan sorprendente que, después de experimentar durante 20.000 o 30.000 años, descubrieran que el mejor modo de lanzar un arpón era describiendo un movimiento lateral, a la manera de las hondas, casi como haría un muchacho torpe al arrojar una pelota.

Aquel día, el jefe esquimal había calculado exactamente cómo acercarse al blanco: planeaba hacerlo desde atrás, a partir de la posición que ocupaban, algo a la derecha del animal, y lanzarse hacia adelante en un ángulo que permitiría a Shaktulik alcanzar un punto vital, justo detrás de la oreja derecha, y no impediría que los dos remeros situados a la izquierda arrojasen también sus lanzas, mientras el timonel, colocado un poco más atrás que los otros, en la popa, se dispusiera asimismo a usar la suya. Con esta maniobra, los cuatro esquimales situados en el lado izquierdo del umiak podrían herir al enorme animal; quizá no mortalmente, pero serían heridas bastante profundas, que lo debilitarían frente a los ataques siguientes y lo harían vulnerable hasta la victoria final. Comenzaba una batalla de meditada estrategia.

Cuando se acercó el umiak, la ballena se dio cuenta del peligro y tuvo una reacción automática que dejó atónitos a los hombres: giró sobre su centro y movió su enorme cola sin piedad. El jefe desvió la embarcación, pues sabía que el golpe podía destruir el umiak; pero, de este modo, Shaktulik, que sujetaba su arpón en la proa del barco, quedó desprotegido; y, al pasar, la mitad de la cola golpeó la cabeza y los hombros del arponero, que cayó al mar. De inmediato, con un golpe que sólo podía ser casual, la poderosa cola golpeó con fuerza la superficie del agua y aplastó al arponero, que se hundió inconsciente en el mar, donde pereció. La ballena había ganado la primera batalla.

El jefe, en cuanto comprendió el cambio de situación, actuó por instinto. Se alejó de la ballena, oteó el mar para encontrar a Ugruk y, cuando vio que el kayak estaba en el punto donde debía estar, dirigió el umiak hacia aquella dirección.

- ¡A bordo! -gritó.

Ugruk estaba ansioso por participar en el combate, pero también sabía que la embarcación en la que navegaba era propiedad de su suegro.

- ¿Y el kayak? -preguntó.

- Déjalo -respondió el jefe, sin vacilar.

Aunque todas las embarcaciones eran valiosas, y además aquélla le pertenecía, la captura de la ballena era de vital importancia, de modo que Ugruk se subió al umiak y abandonó el kayak a la deriva.

La tripulación sabía desde hacía mucho tiempo que, en caso de que Shaktulik o el jefe muriesen o se perdieran en el mar, el remero principal, el primero de la izquierda, asumiría el lugar vacante; así lo hizo éste, que dejó libre su propio puesto. Ugruk supuso, al principio, que él iba a ocuparlo, pero su suegro sabía que no era muy hábil y se apresuró a cambiar de sitio a los hombres, dejando vacío el asiento posterior izquierdo, donde Ugruk estaría bajo su supervisión directa. De este modo no podría causar mucho daño, y, con esta nueva distribución, casi sin pensar en el difunto Shaktulik, los esquimales reanudaron la persecución de la ballena.

El leviatán ya sabía que le atacaban y adoptó diversas estratagemas para protegerse, pero como no era un pez y necesitaba respirar aire, de vez en cuando tenía que salir a la superficie; entonces le atacaban las irritantes bestezuelas del barco. No tenían ningún éxito, pero insistían en hacerlo, porque sabían que, si la ballena se veía obligada a rechazar constantemente sus ataques, conseguirían que se fatigase y llegase al momento crítico en que, cansada de huir y extenuada por el asedio y arponeo constantes, sería vulnerable.

El desigual combate se libró durante todo el primer día, conscientes los hombres de que para acabar con ellos bastaba un solo movimiento de la magnífica cola, un abrir y cerrar de aquellas inmensas mandíbulas. Pero no tenían alternativa, ya que los esquimales, si no arrebataban su alimento al océano, Se morían de hambre y en ningún momento se les ocurrió abandonar la lucha. Aunque el sol descendía hacia el horizonte septentrional, indicando que había llegado la noche, si así podía llamársela, los hombres del umiak continuaron su persecución: los seis esquimalitos prosiguieron su cacería de la gran ballena a lo largo de todo el crepúsculo, de color de plata, que mostró su belleza majestuosa hasta convertirse en una aurora también plateada.

Hacia el mediodía de la segunda jornada, el jefe calculó que la ballena se estaba cansando y era el momento de intentar un ataque magistral: una vez más, situó el umiak detrás de la ballena, y otra vez avanzó con fuerza para que el nuevo arponero, él mismo y los dos remeros de la izquierda, pudiesen lanzar un disparo certero. Al iniciar la marcha asestó un puntapié a la espalda de Ugruk.

- Prepara tu lanza -gruñó, mostrando su desprecio por aquel yerno inepto que buscaba afanosamente el arma, tan poco familiar para él.

Cuando comenzó el ataque, Ugruk no había encontrado todavía la lanza, porque el ocupante anterior de su asiento, al trasladarse a proa, se la había llevado y no la había devuelto. No obstante, cuando atacaron a la ballena, que pasaba por el lado derecho del umiak, el hombre situado delante de

Ugruk, y su suegro, a popa, manejaron sus lanzas hábilmente y le infligieron heridas serias; Ugruk no lo hizo, y el jefe, cuando se dio cuenta del descuido, comenzó a insultarle, mientras la ballena, que sangraba por el flanco derecho, se alejaba.

- ¡Idiota! ¡Si hubieras usado tu lanza, no se habría resistido!

Durante todo el día, el jefe repitió tantas veces el comentario que todos los del umiak se convencieron de que la única culpa del segundo fracaso era de Ugruk y de su incapacidad para utilizar correctamente una lanza. Finalmente, la crítica se hizo tan grave que el bizco tuvo que defenderse:

- Yo no tenía lanza. No me dieron ninguna.

Los demás inspeccionaron el umiak y tuvieron que aceptarlo, aunque continuaron murmurando, porque deseaban achacar a otro sus propios errores:

- Si Ugruk hubiera sabido usar la lanza, esa ballena ya sería nuestra.

Durante la segunda noche, que constituyó una experiencia casi mística, vieron de vez en cuando a la ballena, que elevaba su cola gigantesca por encima del oleaje; el jefe repartió algo de comida y permitió que sus hombres bebieran pequeños sorbos de agua; pero, cuando vieron la escasez de las raciones que quedaban, todos comprendieron que tendrían que hacer un esfuerzo supremo durante el día siguiente. A primera hora de la mañana, el jefe volvió a situar el umiak en la posición preferida, un poco por detrás y al este de la ballena, y colocó hábilmente al arponero de proa en el punto que le permitiría hacer más daño; sin embargo, cuando el hombre asestó su golpe, la punta del arpón chocó con hueso y se desvió. El hombre sentado delante de Ugruk asestó otro buen golpe, profundo, aunque no fatal, y entonces llegó el turno de Ugruk. Notó que su suegro le daba una patada al levantarse, de modo que alargó el brazo que sujetaba la lanza prestada, apuntó perfectamente con ella y la clavó profundamente en la ballena, con todas sus fuerzas.

Sin embargo le faltaba experiencia, por lo que, en ese momento de triunfo, se olvidó de apoyar las rodillas y los pies contra la borda del umiak, y, para colmo, no soltó la lanza y cayó al agua.

Cuando se sumergía en el mar helado, atrapado entre el umiak y la ballena que pasaba, oyó las maldiciones de su suegro, pudo ver cómo éste arrojaba correctamente la lanza contra la ballena y cómo evitaba caerse mientras volvía a arrancarla con habilidad viril, para poder hundirla más a fondo en el siguiente intento.

A bordo del umiak se produjo una confusión, porque algunos gritaban:

- ¡Tras la ballena, que está herida!

Mientras otros decían:

- ¡Recojamos a Ugruk, que aún vive!

Tras una breve vacilación, el jefe decidió que la ballena no podía escapar, mientras que Ugruk no sabía nadar, por lo que era mejor ocuparse de este último. Cuando le subieron a bordo, con su disco labial chorreando agua salada, su suegro gruñó:

- Ya van dos veces que nos debes la ballena.

No era del todo cierto, porque la ballena no estaba tan herida como creían y avanzó rápidamente con las fuerzas que le quedaban, hasta que, al final del tercer día, los esquimales comprendieron que la habían perdido. Como estaban desesperados por haber estado a punto de capturar una ballena de campeonato, volvieron a culpar de la derrota a Ugruk, y otra vez le reprocharon que no hubiera podido arrojar una lanza a la ballena y que se hubiera caído; en el umiak lleno de rencor se formó una leyenda: si no se hubieran detenido para rescatar a Ugruk, no había duda de que hubieran conseguido capturar a aquella ballena.

- ¡Claro! Es tan torpe que se cayó del umiak y nuestra ballena se escapó mientras nos deteníamos a rescatarle.

Él escuchaba las acusaciones, mordía el disco labial y pensaba: «Se olvidan de que fui yo quien les trajo la ballena». Y cuando su suegro emprendió un discurso lleno de razonamientos ridículos y comenzó a regañarle por haber perdido el kayak, Ugruk llegó a la conclusión de que el mundo se había vuelto loco: «Fue él quien me ordenó abandonarlo. Se lo pregunté dos veces, y las dos veces me lo ordenó».

En aquellos tristes momentos, los más amargos que un hombre pueda conocer, mientras los miembros de su comunidad se volvían contra él y le insultaban irracionalmente, culpándole por sus propios errores, Ugruk comprendió que era inútil tratar de defenderse de unas acusaciones tan irresponsables. Quedarse en silencio no le sirvió de alivio, porque los hombres del umiak se enfrentaban ahora al problema de volver a casa, en un viaje que podía durar tres días, sin alimentos y con muy poca agua. En el aprieto, renovaron sus ataques contra Ugruk, y un tripulante llegó a sugerir que le arrojaran por la borda para aplacar a los espíritus, ofendidos por su comportamiento.

- Basta ya -atajó el jefe, ceñudo, desde la popa del umiak, aunque continuó expresando su opinión desfavorable sobre el desdichado.

Entonces los hombres vieron por primera vez, en dirección este, la costa del país que se extendía en la orilla opuesta, y que bajo la luz del atardecer parecía un lugar atractivo y digno de atención. Advirtieron que no había montañas como las que ellos habían conocido en su lado del mar, en el oeste, sino que estaba formado por colinas ondulantes, sin árboles, pero igual de bonitas. No tenían manera de saber si el lugar estaba o no habitado y tampoco estaban seguros de poder encontrar comida, pero, como creían que habría agua, estuvieron todos de acuerdo en que el jefe encaminara el umiak allí, en busca de un lugar seguro para desembarcar.

Los hombres se acercaron a la costa con muchísima aprensión, porque no sabían qué podía ocurrir si en aquel lugar tan tentador vivían seres humanos; cuando rodearon un pequeño promontorio junto a una bahía, vieron, con el corazón palpitante, que acogía una aldea. Antes de que el jefe pudiera detener el avance del umiak, se vieron rodeados por siete veloces kayaks individuales, que habían zarpado rápidamente desde la playa. Los forasteros estaban armados y hubieran podido arrojar sus lanzas, pero el suegro de Ugruk levantó por encima de su cabeza las manos vacías y se las llevó después a la boca, imitando el gesto de beber.

Los forasteros comprendieron el ademán y se acercaron al umiak, para inspeccionarlo en busca de armas; al ver que Ugruk y otro hombre recogían las lanzas balleneras y las apartaban en un montón, permitieron que el umiak les siguiera hasta la costa, donde recibieron la calurosa bienvenida de un anciano, que evidentemente era su chamán.

Se quedaron tres días en Shishmaref, como se llamaría más adelante aquel lugar, comieron alimentos muy parecidos a los que tenían en su tierra natal y aprendieron palabras similares a las suyas. Aunque no les era fácil conversar con aquel pueblo de la costa oriental del mar de Bering, lograron hacerse entender. Los aldeanos, que eran esquimales, sin duda, explicaron que sus antepasados habían vivido durante muchas generaciones en la bahía; para construir sus casas empleaban los mismos huesos que la gente de Pelek, por lo que era evidente que dependían del mismo tipo de animales marinos. Se mostraron cordiales y, cuando se marcharon Ugruk y sus compañeros de tripulación, se despidieron con emoción sincera.

Gracias a aquella estancia en el este, los hombres del oeste lograron sobrevivir durante el viaje de regreso, pero el antiguo antagonismo contra Ugruk se consolidó en el largo trayecto de vuelta, hasta el punto de que, cuando desembarcaron en Pelek, reinaba una opinión general:

- Tanto Shaktulik como Ugruk se cayeron por la borda. Por culpa de los demonios malignos, perdimos al bueno y rescatamos al malo.

Una vez en tierra, difundieron esta idea, y fueron tan persuasivos que los que les habían esperado en las chozas llegaron a aceptarla y condenaron al ostracismo a Ugruk; para colmo, el hombre se encontró con un enemigo más poderoso que los tripulantes del umiak, pues el chamán, aquella mezcla de santón, sacerdote, mago y ladrón, comenzó a divulgar la teoría de que la causa de la muerte de Shaktulik había sido la forma insolente en que Ugruk había cruzado por delante de la ballena, puesto que la reconocida habilidad del arponero le hacía muy capaz de protegerse de los peligros habituales. Evidentemente, tenía que haber un hechizo adverso levantado contra él por alguna fuerza maligna, y, lógicamente, el responsable tenía que ser Ugruk.

Entonces el chamán sacudió sus rizos largos y grasientos y delató el motivo de su ataque: susurró a varios interlocutores que no era adecuado que un hombre tan miserable como Ugruk poseyera aquel disco labial con poderes mágicos, con una ballena tallada en una de sus caras y una morsa en la otra, y comenzó a desarrollar las tortuosas maniobras que le habían dado resultado en situaciones similares. Su objetivo inmediato, que no revelaba a nadie, ni siquiera a los espíritus, era apoderarse de aquel disco labial.

Lamentó ruidosamente la muerte del arponero Shaktulik, lloró en público la pérdida de tan noble joven y trató de procurarse la ayuda del suegro y de la esposa de Ugruk, Nuklit, la guapa hija del jefe. Pero se encontró con problemas, porque Nuklit, ante la sorpresa de todos, incluyendo a su padre, en lugar de situarse contra su irreflexivo esposo, lo defendió. La mujer señaló las diversas injusticias de los ataques lanzados contra él y llegó a convencer a su padre de que, en cierto modo, Ugruk había sido el héroe y no el villano de la expedición.

¿Qué razones tenía Nuklit? Sabía que su hija no era de Ugruk y que, cuando se casó con el bizco, a casi todo el mundo, incluido su padre, le pareció mal, pero ya llevaban cuatro años juntos, y en ese tiempo había podido comprobar que su esposo era un hombre de gran carácter. Era honrado. Trabajaba tanto como podía. Adoraba a la niña y la cuidaba como si fuera suya; además, mientras otros hombres mucho más ricos trataban con desprecio a sus esposas, Ugruk siempre había compartido con ella sus escasas posesiones.

Durante aquellos cuatro años, había comparado especialmente la conducta de Ugruk con la del padre de su hija, Shaktulik, y, cuanto más observaba el comportamiento del apuesto arponero, más respetaba a su poco atractivo marido. Shaktulik era arrogante, maltrataba a sus dos mujeres, ignoraba a sus hijos, y con diversas maldades había demostrado su vileza. Robaba las lanzas de los demás y se reía. Gozaba de las mujeres ajenas y las desafiaba a resistirse. Aunque su valentía era apreciada por todos, en los demás aspectos había sido un hombre malo; si los otros no querían admitirlo, ella sí. Por eso, cuando el chamán armó un gran alboroto por la muerte de Shaktulik, ella le observó, le escuchó y dedujo qué estaba tramando aquel hombre malvado.

Curiosamente, aunque estaba convencida de la bondad de Ugruk, no podía admitir que fuera inteligente y, por eso, en vez de hablar con su marido, comunicó sus temores a su padre:

- El chamán quiere expulsar de Pelek a Ugruk.

- ¿Y por qué haría una cosa así?-Porque quiere algo que pertenece a Ugruk.

- ¿Qué puede querer? Ese tonto no tiene nada.

- Me tiene a mí.

Con gran instinto, Nuklit había descubierto el otro motivo del chamán para querer deshacerse de Ugruk. Ciertamente, ambicionaba su hermoso disco labial, pero era sólo para ampliar sus poderes chamánicos y para incrementar su dominio sobre el pueblo. Para sí mismo, un hombre que vivía aislado en una casucha al borde de la aldea, deseaba a Nuklit, con su hija y su relación privilegiada con el jefe. Nuklit le parecía una de aquellas mujeres, tan pocas en su opinión, que aportan una gracia especial a todo lo que ha cen. Cuatro años antes se había preguntado, perplejo, por qué ella prefería casarse con Ugruk en vez de convertirse en la tercera esposa de Shaktulik, pero ahora comprendía que la elección demostraba un carácter y una fuerza especiales: ella quería ser la primera del linaje, y no ocupar el tercer puesto. y el hombre se convenció de que, si ella tenía la oportunidad de convertirse en la mujer del chamán, colaboradora del hombre más poderoso de la comunidad, no dejaría escaparla.

Aquel hombre estrafalario se engañaba de mil maneras. El mundo ártico era peligroso, y la vida y la muerte podían depender del éxito en la cacería de una morsa; por ello, los esquimales necesitaban aplacar el espíritu del animal, y ¿quién podía hacerlo, si no el chamán? Era él quien podía alejar las peores ventiscas del invierno y quien podía atraer las lluvias que calmasen la sequía estival. Sólo él podía asegurar que una mujer sin hijos quedara embarazada o que su criatura fuera un varón. Con toda convicción, identificaba a los esquimales poseídos por los demonios y, a cambio de un buen precio, los exorcizaba justo antes de que el clan se levantara para castigar al aturdido portador del mal. Dos veces, en circunstancias extremas, había descubierto que la única esperanza de supervivencia del clan consistía en aplacar a los espíritus y, sin ningún escrúpulo, había identificado al responsable, a quien tuvieron que eliminar.

Ningún habitante de Pelek se hubiera atrevido a desafiar a aquel déspota, porque sabían que el mundo estaba gobernado por fuerzas extrañas, y el chamán era el único capaz de dominarlas o, cuando menos, de conquistarlas de manera que hicieran el mínimo daño. De ese modo, cumplía varias funciones útiles: cuando moría un esquimal, el chamán, mediante complicados rituales, conducía a su espíritu hasta su lugar de descanso, y aseguraba al clan que por la costa no quedarían fuerzas malignas que pudieran alejar las focas y las morsas. Era especialmente útil cuando los cazadores se hacían a la mar en sus umiaks, porque entonces sus encantamientos les daban fuerza y los protegían contra los espíritus malignos que pudiesen acarrear el desastre a la cacería, de por sí peligrosa. En lo más profundo de los inviernos más fríos, cuando toda vida parecía haber desaparecido de la Tierra, el clan renovaba sus esperanzas al verle aplacar a los espíritus para que se impusieran a los mares helados y trajeran de nuevo a Pelek las brisas cálidas de la Primavera. Ninguna comunidad podía sobrevivir sin un chamán poderoso. Por eso, incluso los que sufrían bajo sus manos reconocían la importancia esencial de los ministerios del chamán. A lo sumo, decían: «Lástima que no sea más amable».

El chamán de Pelek había comenzado a dominar a las otras personas de un modo pausado, casi accidental. Cuando era niño se dio cuenta de que era distinto, porque, a diferencia de los demás, él podía adivinar el futuro. También era sensible a la presencia de las fuerzas del bien y las fuerzas malignas.

Sobre todo, a temprana edad había descubierto que el mundo es un lugar misterioso, que las grandes ballenas van y vienen según unas reglas que ningún hombre, por sí solo, puede desentrañar, y que la muerte golpea de forma arbitraria. Como a todos, le preocupaban esos misterios, pero él, a diferencia de los otros hombres, se propuso dominarlos.

Para ello, recogió objetos que encerraban poderes y daban buena suerte, lo que estimulaba su intuición; por eso, ahora deseaba el poderoso amuleto de Ugruk. Cosió un saquito con brillantes pieles de castor, que llenó con piedras escogidas y fragmentos especiales de hueso. Aprendió a silbar como los pájaros. Desarrolló sus poderes de observación hasta que fue capaz de apreciar relaciones y situaciones que los demás no veían. Una vez seguro de que podía ser un buen chamán, se entrenó en el arte de hablar con voces diferentes y hasta de proyectar la voz de un sitio a otro; de este modo, las personas que venían a consultarle, atemorizadas y angustiadas, creían oír que los espíritus resolvían sus problemas.

Prestaba un buen servicio a su comunidad. En efecto, parecía que su única debilidad era su deseo insaciable de poder y más poder; y la primera persona de la comunidad que descubrió e identificó su flaqueza, había sido la joven Nuklit. Comenzó preocupándose por su esposo, desamparado ante el poderoso chamán, pero no tardó en preocuparse por sí misma. Cuando se dio cuenta del auténtico peligro, pidió a su padre que la acompañara a dar un paseo junto al mar, que comenzaba a cubrirse de hielo.

- ¿No te das cuenta, padre? No se trata de Ugruk ni de mí. Lo que él busca, en realidad, es tu poder.

El jefe, cuyo cargo era de gran importancia en todas las comunidades esquimales, se rió de los temores de su hija:

- Los chamanes se encargan de los espíritus y los jefes, de la caza.

- Mientras sean cargos separados.

- El chamán en un umiak no serviría para nada, y, en un kayak, estaría indefenso.

- Pero, ¿y si dominara a los que tripulan el umiak?

Nuklit no consiguió convencer a su padre, que pensaba solamente en conseguir más comida antes de que llegara el invierno, y además le vio muy poco durante las semanas siguientes, porque él y sus hombres iban a menudo a alta mar, donde ya se estaba formando hielo; para alivio de los dos, logró traer a casa varias focas gordas y una morsa pequeña. El chamán bendijo la caza y explicó al pueblo que el éxito de la cacería se debía a que, esta vez, Ugruk se había quedado en tierra.

El invierno fue difícil. Como no habían conseguido una ballena, en la aldea de Pelek faltaban muchas cosas necesarias; además, cuando se instaló la larga noche, se formó hielo sólido a lo largo de la costa, hasta bastante adentro en el mar. Pelek se levantaba en el extremo oriental de la península Chukchi, algo al sur del Círculo Ártico; en aquella latitud, el sol se asomaba brevemente incluso en pleno invierno, aunque era una esfera fría y vacilante que daba poco calor. Como si le asustase aventurarse tan al norte, el sol desaparecía al cabo de dos horas escasas, y durante otras veintidós horas volvía la oscuridad helada.

El frío producía un efecto espectacular en el mar: el océano, además de congelarse, se agitaba y fracturaba, y cambiaba hasta el punto de que en su superficie se alzaban fantasmagóricamente grandes bloques de hielo, más altos que las píceas del sur, erguidos como estructuras que hubiese arrojado un gigante malévolo. impresionaba el efecto de aquella superficie mellada y rota, que no podía recorrerse en trineo durante mucha distancia, sin tener que rodear una de las enormes torres de hielo.

Entre los grandes bloques quedaban zonas amplias donde el mar se había congelado formando una superficie plana, y allí se dirigían los hombres y las Mujeres a pescar con sus cañas; con unas varas resistentes, que se transmitían de generación en generación, rompían el hielo y abrían paso hasta el agua, formando unos huecos en los que dejaban caer los anzuelos de marfil de sus cañas, con las que pescaban su comida para el invierno. Resultaba muy duro excavar los agujeros, y había que pasar un frío intenso durante horas y horas, mientras esperaban que picase un pez; pero los de Pelek tenían que elegir entre soportar esa tarea, o pasar hambre.

Los esquimales imitaban la prudencia de los siberianos que les habían precedido y, durante las largas horas de oscuridad, dormían mucho para conservar las fuerzas; sin embargo, algunas veces, algún grupo de hombres se aventuraba por el hielo hasta donde había agua, y allí intentaba atrapar una o dos focas, para compensar con las propiedades nutritivas de su grasa las carencias de la dieta habitual. Cuando conseguían una presa, inmediatamente la abrían en canal, se comían el hígado y después acarreaban a través del hielo las tajadas de carne y de grasa, hasta la aldea; a medida que se acercaban a Pelek, iban dando gritos para comunicar la noticia de su éxito. Entonces las mujeres y los niños corrían a la playa y se adentraban en el hielo, para ayudarles a arrastrar hasta casa la carne tan esperada; y, durante dos días enteros, los de Pelek gozaban del banquete.

No obstante, la mayor parte del tiempo, en aquellos inviernos difíciles, los esquimales de Pelek no se alejaban de las chozas, iban retirando la nieve que amenazaba enterrarlos y permanecían acurrucados junto a las débiles fogatas. Los esquimales de aquella parte del norte no vivían en iglús; esas ingeniosas viviendas de hielo, a veces tan bellas con sus espléndidas cúpulas, llegaron más adelante y se construyeron solamente en regiones situadas miles de kilómetros al este. Hace 14.000 años, los esquimales vivían en chozas excavadas en el suelo, con unas estructuras superiores hechas de madera, huesos de ballena y pieles de foca, muy parecidas a las que 15.000 años antes, en tiempos de Varnak, usaban los siberianos.

Los miedos y las supersticiones nacían en la oscuridad del invierno, y cuando mejor funcionaba la brujería del chamán era en aquella situación de inactividad forzada y nerviosa. Si una mujer embarazada tenía un parto difícil, él sabía quién era el culpable y lo identificaba sin vacilar. Que viviera o muriera no dependía de él sino del consenso de la comunidad, pero él podía influir en la decisión adoptada. Se quedaba solo en la cabaña que tenía en los límites de Pelek, lejos del mar, al que rehuía, y se sentaba entre sus guijarros Y sus encantamientos, sus trozos de hueso y sus preciosos marfiles, sus ramitas de álamo que por casualidad habían crecido adoptando formas premonitorias; allí tramaba sus hechizos.

Aquel invierno intentó embrujar primero a Ugruk; tenía motivos serios para hacerlo, porque Ugruk, con sus modales suaves y su bizquera, era el tipo de hombre que podía llegar a ser chamán. Y también podía moverlo a ello el amuleto que llevaba en el labio. Lo mejor era obligarle a abandonar la aldea. Era una táctica inteligente, porque, además, si Ugruk huía, era Poco probable que su atractiva esposa le acompañase. Se quedaría en el pueblo, sin duda, y el chamán podría apoderarse de la fuerza de Nuklit, y entonces su padre sería vulnerable ante él.

Doce mil años antes del nacimiento de Cristo y once mil años antes de la refinada cultura ateniense, los hombres y mujeres de Pelek comprendían plenamente los motivos que impulsan la conducta humana. Valoraban la relación que los ligaba a la tierra, al mar y a los animales que los habitan. Nadie comprendía aquellas fuerzas mejor que el chamán, a no ser aquella extraña joven que le obsesionaba, Nuklit.

- Ugruk -susurró ella, en la oscuridad de la choza-, creo que si nos quedamos otro año en la aldea, él nos hará la vida imposible.

- Me odia. Está poniendo a todos los hombres contra mí.

- No, en realidad odia a ése -replicó Nuklit, mientras señalaba al lugar donde dormía su padre.

Nuklit aseguró a su marido que, aunque él era el primero en la lista del chamán y ella la segunda, no eran más que objetivos secundarios, mediante los cuales el hechizero intentaba alcanzar lo que realmente le importaba.

- ¿Qué es lo que intenta?

- Destruir a mi padre, y quedarse con su poder.

Cuando Ugruk, guiado por su esposa, comenzó a desenmarañar la trama, comprendió que ella tenía razón y comenzó a desarrollar una rabia silenciosa. Pero se hallaba indefenso para idear algún modo de defender a Nuklit y a sí mismo de los primeros asaltos del chamán; tampoco podía proteger a su suegro contra el ataque principal del brujo. El chamán tenía una importancia esencial en la aldea; cualquier cosa que le perjudicara ponía en peligro a toda la comunidad. Por lo tanto, Ugruk estaba paralizado.

Más tarde, su furia inicial se convirtió en una especie de dolor sordo, en un desasosiego que nunca abandonaba su mente y que produjo en él una reacción curiosa. El bizco comenzó a recoger, en la nieve que rodeaba la choza de su suegro, huesos de ballena y remos de madera arrastrados por el mar durante el verano anterior. También adquirió pieles de foca y tendones de animales y, mientras reunía furtivamente aquellos objetos, fue elaborando un plan. Recordaba el hospitalario grupo de chozas de la orilla oriental del mar, donde se recobraron él y sus compañeros de caza cuando ya no les quedaban provisiones, y siempre pensaba: «Allí estaríamos mejor».

Cuando hubo reunido subrepticiamente suficientes elementos y pudo estudiar seriamente cómo utilizarlos, tuvo que confiarse a Nuklit y a su padre; entonces expuso una idea revolucionaria:

- ¿Por qué no construimos un kayak con tres aberturas? Los hombres irían en la popa y en la proa, remando. Nuklit y la niña estarían en el medio.

El suegro rechazó inmediatamente aquella idea absurda.

- Los kayaks tienen una sola abertura. Si quieres tres, te construyes un umiak abierto.

Pero Ugruk, aunque parecía tonto, comprendía que las convenciones tenían menos importancia que la necesidad.

- En alta mar, si un umiak se hunde, la gente se ahoga. Pero a un kayak bien cosido, se le da la vuelta y sale a flote: entonces sobreviven todos. -Como su suegro continuaba insistiendo en el umiak, Ugruk manifestó, con una fuerza asombrosa-: Sólo un kayak puede salvarnos.

El padre tuvo que Cambiar el tema de discusión, para salvar su orgullo:

- ¿Dónde iríamos si tuviésemos ese kayak?

- Hacia allá -respondió Ugruk, sin vacilar.

En aquel momento trascendental, mientras Ugruk señalaba con su índice izquierdo hacia el este, por encima del mar helado, él y su familia tomaron la decisión de abandonar la aldea para siempre.

Ugruk comenzó a construir un kayak; cuando la noticia llegó a oídos del chamán, el hombre, con sus melenas y sus harapos malolientes por la suciedad y el uso continuado, se arrodilló entre sus objetos mágicos, comenzó a urdir hechizos y formuló preguntas inquisitivas por toda la comunidad:

- ¿Por qué está construyendo un kayak? ¿Qué males está tramando Ugruk el bizco?

- El tonto de mi yerno perdió mi estupendo kayak el verano pasado, cuando perseguíamos aquella ballena -respondió descaradamente el jefe, al oír aquella insinuación-. Le he obligado a darme uno nuevo.

El jefe se comprometía con esta mentira. Él también estaba dispuesto a abandonar Pelek para siempre y probar suerte al otro lado del mar, aunque sabía que allí ya no gobernaría. Tendría que renunciar a la serena gloria de dirigir las decisiones de su pueblo. En la pesca de las ballenas, habría otros hombres en la popa del umiak; y hombres mejores, más jóvenes y fuertes, cazarían morsas y trocearían la carne en la matanza. El jefe era más consciente que su hija o su yerno de lo mucho que dejaba si escapaban, pero también sabía que, si el chamán se volvía contra él, ya no tendría ningún poder.

Cuando el mago se dio cuenta de que el nuevo kayak, cuyo armazón ya podía verse sobre la nieve, iba a tener tres aberturas, comprendió que pensaban escapar de su dominio todas las personas contra las que maquinaba su plan; y, a finales del invierno, justo antes de que se fundiera el hielo en alta mar y pudieran usarse de nuevo los kayaks y los umiaks, decidió pasar a la acción contra los aspirantes a fugitivos: se adelantó audazmente para marcar su autoridad.

- Los kayaks nunca han tenido tres aberturas; los espíritus rechazan una adulteración así. ¿Por qué lo han hecho? El jefe piensa huir de Pelek y, sin su habilidad para la caza, pasaremos hambre.

Al escuchar aquellas palabras, todos sabían que el chamán intentaba sentenciar al jefe a una existencia cruel: tendría que quedarse en la aldea y dirigir la caza, pero también tendría que ceder vergonzosamente su jefatura al chamán. Sería un hombre libre durante las cacerías, pero en todo lo demás sería un prisionero bajo sospecha.

Solamente la fe absoluta que aquellos esquimales sentían por su chamán Podía hacer posible un castigo tan diabólico; ante él, el único recurso que Podían encontrar el jefe o sus hijos era huir. Por eso se apresuraron a construir el kayak, y, a mediados de la primavera, cuando se fundieron las nieves y el mar empezó a dar muestras de librarse de su cubierta helada, Ugruk y el jefe trabajaron afanosamente para completar la embarcación.

Mientras tanto, Nuklit, que había sido en cierto sentido la instigadora de la marcha, recogía todos aquellos objetos necesarios que, durante la travesía cargarían a su lado ella y su hija. Al darse cuenta de que la carga tendría que ser patéticamente reducida, mientras se veían obligados a abandonar tantas cosas, sintió pena, pero no disminuyó su decisión.

De haber tenido alguna duda o de haber estado descontenta con su esposo, Nuklit habría tenido bastantes excusas para abandonar el proyecto durante aquella primavera, porque el chamán comenzó a poner en práctica su plan para deshacerse de Ugruk y marginar a su padre. Cuando ya casi había desaparecido el hielo del mar y comenzaban a brotar las flores, un día el chamán se presentó en la cabaña del jefe, acompañado por tres hombres jóvenes que cargaban con un kayak usado, de una sola abertura; echó la cabeza hacia atrás como si hablase con los espíritus y gritó con una voz áspera:

- ¡Ugruk! Tú, que con tus actos malvados dejaste que la gran ballena escapase, tú, que traes desgracias a Pelek: los espíritus que nos guían y los hombres de esta aldea han decidido que tienes que abandonarnos.

Los vecinos, que habían salido de las chozas cercanas y se habían congregado allí, ahogaron una exclamación al oír aquella dura condena, y hasta el jefe, que tantas veces y tan capazmente había dirigido a su pueblo, tuvo miedo de hablar. Pero, en medio del silencio temeroso que se formó, Nuklit se plantó junto a su esposo y abrazó a su hija de cuatro años: hizo saber, con aquel simple gesto, que, si Ugruk era expulsado, ella le acompañaría.

El chamán pretendía que Ugruk se marchara inmediatamente, pero su plan se vio frustrado por aquel cambio inesperado, y los visitantes se retiraron algo confundidos, llevándose el kayak. Sin embargo, a pesar del momentáneo contratiempo, el chamán no renunció a la idea de reorganizar la aldea y hacerse con una mujer, de modo que, aquella noche, en medio de la oscuridad, se escurrieron hasta la casa del jefe algunos jóvenes a los que no se identificó y destrozaron casi completamente el nuevo kayak de tres plazas.

Por la mañana temprano, Nuklit, que había salido en busca de leña, fue la primera en descubrir aquel acto vandálico, pero no se asustó al ver lo que el chamán había causado. Como su choza, aparentemente, estaba condenada por los espíritus que custodiaban la aldea, era consciente de que podía haber gente espiándola, así que prosiguió su camino hacia la playa, en busca de la madera que el mar hubiera arrojado tras el deshielo, y volvió a casa en cuanto hubo reunido una brazada. Despertó a los hombres, y les advirtió de que no se lamentaran públicamente cuando viesen qué había ocurrido con el kayak.

Ugruk y su suegro salieron en silencio a inspeccionar los daños, y el primero decidió que las partes rotas del armazón se podían cambiar y la piel desgarrada se podía reparar. Tres días después, los dos hombres habían vuelto a reconstruir el kayak, pero esta vez lo introdujeron a medias en la cabaña; Ugruk dormiría sentado en el agujero que quedaba fuera de la vivienda y apoyaría la cabeza sobre los brazos, cruzados por encima del borde de la abertura.

Los esquimales, tanto los de aquel período como los de épocas posteriores, eran un pueblo pacífico que no cometía asesinatos; por ello, aunque el chamán podía declarar la guerra contra los dos hombres, no podía matar ni ordenar que los matasen. Nadie lo habría tolerado. Sin embargo, su condición de chamán le daba derecho a alertar a su pueblo contra las personas que pudieran acarrear desgracias a la aldea; eso hizo, con vehemencia y con eficacia.

Comentó que la bizquera de Ugruk demostraba su maldad y, cuando gritó: «?Qué otro motivo Podrían tener los espíritus para desviar la mirada de un hombre?», su auditorio se divirtió mucho porque el chamán mismo bizqueó durante un momento, con lo que su cara se volvió aún más fea. Se dudaba mucho de no incluir en sus parrafadas una sola palabra contra el Jefe, al que alababa efusivamente por su habilidad en la dirección de los umiaks; de hecho, intentaba introducir una cuña entre los dos hombres, y lo habría conseguido, si no hubiese cometido un error crucial.

Una tarde se acercó a Nuklit, que recogía las primeras flores del año, movido por su deseo cada vez mayor de conquistarla; le cautivaron la belleza morena de la mujer y su forma armoniosa de moverse aquí y allá por la pradera, en busca de los brotes de la primavera, y, contra toda prudencia, se abalanzó torpemente sobre ella e intentó abrazarla. Como Nuklit, de muchacha, había estado con varios jóvenes de gran atractivo e incluso había sido durante algunos meses la mujer del apuesto Shaktulik, sabía cómo eran los hombres y nunca, ni con el mayor esfuerzo de la imaginación, hubiera imaginado a aquel chamán repulsivo como su pareja. Por otra parte, en Ugruk había descubierto al tipo de compañero que cualquier mujer querría conservar, a pesar de sus evidentes defectos. Era delicado, pero valiente; amable con los demás, pero resuelto cuando tomaba una decisión. Había demostrado su valentía al desafiar al chamán y había demostrado su habilidad al construir el kayak nuevo, y Nuklit, ya en la plena madurez de los veintiún años, se sabía afortunada por haberle conocido.

Por su parte, el chamán, sucio, con su pelo grasiento y sus harapos malolientes, tenía muy pocos atractivos, al margen de su relación privilegiada con los espíritus y su capacidad de hacer que trabajasen en su provecho.

Cuando Nuklit sintió que él la agarraba, se dio cuenta de que también podía desafiar aquellos poderes.

- Vete, asqueroso -le dijo, mientras le empujaba con fuerza.

Entonces, asqueada, cometió una falta de prudencia: se rió de él, algo que el hombre no podía tolerar. El chamán retrocedió, tambaleándose, y juró destruir a aquella mujer y a todos sus compañeros, incluyendo a la niña inocente. La aldea de Pelek no volvería a saber de aquellos seres malvados.

Una vez en su choza situada al margen del pueblo, donde vivía en comunión con las fuerzas que gobernaban el Universo, lleno de ira fue ideando un plan tras otro para castigar a la mujer que le había desdeñado. Pensó en venenos, puñales y naufragios, hasta que finalmente cedieron sus pasiones más salvajes y decidió que, al día siguiente, al amanecer, convocaría a los aldeanos y pronunciaría un anatema absoluto contra el jefe, su hija, el esposo y la niña. Pensaba recitar una lista de todas las maldades que habían cometido para acarrear la desgracia a la aldea y provocar la enemistad de los espíritus. Quería infundir gran violencia a sus acusaciones, de modo que el público, Finalmente, en su frenesí olvidara la aversión de los esquimales por el asesinato y decidiera matar a aquellas cuatro personas a fin de evitar el castigo de los espíritus.

Sin embargo, al amanecer, cuando comenzó a convocar a los aldeanos para llevarlos hasta la choza del jefe, donde pensaba efectuar sus denuncias se encontró con que la mayoría estaban ya reunidos en la playa. Se abrió paso entre ellos a codazos y vio que todos miraban hacia el mar; en el horizonte, tan lejos que no les alcanzaría ni el umiak más veloz, tres siluetas encajadas en las tres aberturas de un kayak de estilo nuevo, se dirigían rumbo al mundo desconocido del lado opuesto.

En su frágil kayak, los atrevidos emigrantes iban a necesitar tres días enteros para cruzar desde Asia hasta América del Norte, porque el agua estaba picada en alta mar y todavía quedaban algunos icebergs a la deriva, en dirección al sur; pero en aquel amanecer luminoso todo parecía posible, y navegaban hacia el este con una alegría en el corazón que nadie que no estuviera tan relacionado con el mar hubiera podido comprender. Cuando ya no se veía la costa de Asia y delante suyo no había nada, continuaron la marcha, con el sol cayendo de pleno sobre sus caras. Se encontraban solos en alta mar, sin saber con certeza qué podría ocurrirles durante los días siguientes; contenían el aliento cuando el kayak se precipitaba por la pendiente de una ola poderosa y, cuando se encaramaba en la siguiente cresta, lanzaban una exclamación de placer. Estaban unidos a las focas que jugaban bajo la llovizna, y eran parientes de las morsas que iban al norte a aparearse. Cuando vieron una ballena que lanzaba su chorro en la distancia, el jefe gritó:

- No te muevas de ahí, que volveremos por ti más tarde.

Como consecuencia de la precipitada marcha de Pelek, se habían producido dos situaciones de una gravedad tal que daban sentido a toda una vida. Nuklit había vuelto pálida de espanto de su enfrentamiento con el chamán y, cuando su padre le preguntó qué había ocurrido, se limitó a responder:

- Tenemos que irnos cuando se haga oscuro.

- ¡No podemos! -gritó Ugruk.

- Es preciso -fue la única respuesta de la mujer.

No dijo más, no explicó que había rechazado al chamán y se había rreído de él, ni confesó tampoco que no podían continuar ocupando la choza, sobre la cual ella había atraído tanto peligro. Los hombres comprendieron que se había rebasado algún límite y se limitaron a preguntar:

- ¿Tiene que ser esta noche?

Al principio, Nuklit asintió con un gesto, pero comprendió que tenía que dar una respuesta convincente, de modo que no pudiesen rebatirla.

- Nos iremos tan pronto como se duerman en la aldea. Si no, vamos a morir.

La segunda ocasión en que tuvieron que tomar una decisión comprometida se produjo cuando los obligados emigrantes llegaron a la playa; el suegro y el yerno transportaban el kayak en silencio, y la madre y la hija llevaban el ajuar que habían reunido. Los hombres echaron al agua la embarcación y acomodaron a Nuklit en el espacio central, donde iba a llevar a la niña durante la huida; y después el jefe se dirigió con toda naturalidad hacia el asiento trasero, el puesto de mando del kayak, porque suponía que iba a ser él el capitán de la expedición. Sin embargo, Ugruk se interpuso antes de que pudiera ocupar su sitio.

- yo llevaré el timón -dijo Ugruk en voz baja a su suegro, que tuvo que cederle el mando.

Cuando ya estaban lejos de la playa y a salvo de las represalias del chamán, l os cuatro esquimales del frágil kayak establecieron las reglas por las que iban a regirse durante los tres días siguientes. A popa, Ugruk marcaba un ritmo lento y regular: doscientos golpes de remo a la derecha, seguidos de un gruñido: «¡Cambio!», luego, doscientos golpes de remo a la izquierda. En el asiento de proa, el jefe remaba con todas sus fuerzas, como si el avance dependiese solamente de él; principalmente era él quien impulsaba la canoa hacia adelante. Nuklit, en el asiento central, les daba de vez en cuando agua de beber y algún pedazo de grasa de foca que iban masticando mientras remaban.

Alguna vez, la niña intentaba subirse al borde de la abertura, para aliviar el peso que su madre tenía que soportar, pero Nuklit la atraía de nuevo hacia sí y la mantenía en su regazo por mucho que le pesara.

- Si el kayak vuelca mientras tú estás afuera -le advertía-, ¿cómo quieres que te salvemos?

Por la noche continuó el viaje, porque tanto Ugruk como su suegro eran conscientes de la importancia de seguir avanzando en medio de la plateada oscuridad y se habían impuesto un ritmo lento y continuo, que mantenía la proa del bote apuntada hacia el este incluso después de la puesta del sol, que en aquellos días del principio del verano tardaba en producirse. Pero nadie puede remar sin pausa, y, por eso, cuando salió el sol, los hombres se turnaron para dormir un poco, el jefe primero y después Ugruk; para dormir guardaban con cuidado el remo, tan valioso, en el interior de la embarcación, junto a una pierna, lo que les permitía recuperarlo con rapidez.

Durante los dos primeros días, Nuklit no durmió, aunque intentaba que su hija sí lo hiciera, y se sentía más madre que nunca cuando la niña apoyaba sobre ella la cabecita soñolienta, porque ella, Nuklit, era la única que podía proteger a su hija de la muerte en aquel mar infinito. Al mismo tiempo experimentaba otras dos sensaciones casi igual de intensas. Durante la arriesgada travesía, apoyaba el pie izquierdo contra la piel de foca que contenía el agua, para asegurarse de que seguía allí, y apoyaba el derecho contra el remo de repuesto, que sería tan necesario si uno de los hombres perdía el suyo por accidente. Se veía a sí misma alargando la mano para alcanzar el remo y dárselo a su marido o a su padre. En la vasta soledad del mar, estaba segura de que, de ocurrir un incidente así, el remo lo perdería su padre y no Ugruk.

La mañana del tercer día, ya no podía mantenerse despierta, y hubo un momento en que se adormeció y cayó en la cuenta de que había dejado a su hija sin protección.

- ¡Padre, encárgate tú un rato de la niña! -le pidió entonces a su padre.

- Tráela aquí -intervino Ugruk, cuando su mujer iba a llevar a la niña hacia proa.

Mientras se dormía, Nuklit pensó, con lágrimas en los ojos: «No es hija suya, pero la lleva en el corazón».

Durante la tarde del tercer día alcanzaron a ver el territorio oriental, lo que movió a los hombres a remar con más energía, pero se hizo de noche antes de que llegaran a la costa, y cuando salieron las estrellas, que les parecieron más brillantes porque las iluminaba la esperanza además de su propia luz, los cuatro silenciosos inmigrantes avanzaron con determinación, con Nuklit abrazada de nuevo a su hija, y apoyando todavía los pies contra la seguridad que le ofrecían el agua y el remo de repuesto.

Un poco después de medianoche, se oscurecieron las estrellas, se levantó viento y, en un cambio brusco del tiempo, tal como solía ocurrir en la región, se descargó súbitamente sobre ellos una tormenta; el kayak comenzó a girar y a dar tumbos en la oscuridad, mientras se precipitaba en los hondos abismos del mar y se elevaba hasta alturas terroríficas. Los dos hombres tenían que remar furiosamente para impedir que volcase la frágil embarcación; cuando los brazos les dolían tanto que no se sentían capaces de soportarlo más, Ugruk gritaba «¡Cambio!» por encima del aullido del viento; entonces, en un ritmo perfecto, cambiaban de lado y mantenían el movimiento hacia adelante.

Al sentir que el kayak se deslizaba de un lado a otro, Nuklit estrechaba con más fuerza a su hija, que no lloraba ni daba muestras de miedo; aunque la pequeña estaba aterrorizada por la oscuridad y la violencia del mar, su única señal de preocupación era la fuerza con que se aferraba al brazo de su madre.

Entonces surgió una ola gigantesca de la oscuridad, y el jefe gritó:

- ¡Volcamos!

El kayak volcó y se inclinó profundamente hacia el lado izquierdo hasta hundirse por completo bajo la gran ola. Hacía mil años se había decidido que el remero, en caso de que volcara un kayak, tenía que intentar, con un fuerte golpe de remo y con una torsión de su cuerpo, que la embarcación continuara girando en la dirección que siguiera al zozobrar; sumergidos en el agua oscura y helada, los dos hombres obedecieron las antiguas instrucciones: lucharon con los remos y empujaron con todo su peso para que el kayak siguiera girando. Automáticamente, Nuklit hizo lo mismo, tal como había aprendido desde su nacimiento, e incluso la niña comprendió que la salvación dependía únicamente de que el kayak continuara girando: se aferró a su madre con más fuerza que nunca y, de este modo, ella también ayudó a mantener la rotación.

Cuando el kayak estaba completamente sumergido, con los pasajeros cabeza abajo en aquellas aguas estigias, se puso de manifiesto el prodigio de su construcción: la piel de foca, cuidadosamente ajustada, mantuvo el agua por fuera y el aire en el interior; y, gracias a esto, la ligera embarcación continuó girando, batalló contra el poder terrorífico de la tempestad, y acabó por enderezarse. Cuando los viajeros se enjugaron el agua de los ojos vieron, al este, las primeras señales del nuevo día; vieron también que estaban aproximándose a tierra, y al ceder las olas y al regresar la calma al mar, los hombres remaron serenamente, mientras Nuklit estrechaba a su hija, a quien había protegido de las profundidades.

Desembarcaron antes del mediodía, ignorando si la aldea que habían visitado en aqu ella ocasión estaba situada hacia el norte o hacia el sur, aunque estaban bastante seguros de encontrarla. Cuando los dos hombres izaron el kayak a tierra, Nuklit los detuvo un momento y sacó del kayak el remo de repuesto. De pie entre los dos hombres, irguió el remo en el aire claro de la mañana.

- No ha hecho falta -les dijo-. Los dos sabíais qué teníais que hacer. Entonces los abrazó: primero al padre, como muestra de profundo respeto por todo lo que había hecho en la antigua patria y por lo que haría en la nueva; después, a su valiente esposo, por el amor que le profesaba.

Así llegaron a Alaska aquellos esquimales morenos y de cara redonda.

Hace 12.000 años, según una cronología que confirman los restos encontrados por arqueólogos (el armazón de piedra de algunas casas y hasta restos de aldeas, ocultos durante mucho tiempo), en distintos puntos situados cerca del extremo alaskano del puente de tierra, existía un grupo de esquimales diferente a otros grupos de esa raza tan especial. No está clara la causa de las diferencias; hablaban el mismo idioma que los otros esquimales, habían logrado adaptarse igualmente a la vida en los climas más fríos y, en ciertos aspectos, eran aún más capaces de sacar provecho de los animales de aquellas tierras y de los mares cercanos.

Eran algo más pequeños que los demás esquimales, y de piel más oscura, como si provinieran de otra zona de Siberia o incluso de un territorio situado más al oeste, en el centro de Asia; pero ya llevaban bastante tiempo en los territorios cercanos al extremo occidental del puente de tierra y habían adquirido los rasgos básicos de los esquimales de aquel lugar. Sin embargo, cuando cruzaron hacia Alaska, se instalaron aparte, y despertaron la suspicacia y hasta la enemistad de sus vecinos.

No era extraño que se produjera tal antagonismo entre grupos diferentes; cuando Varnak y sus antiguos compañeros llegaron a Alaska, pasaron a ser conocidos como atapascos y, tal como veremos, ellos y sus descendientes poblaron la mayor parte del territorio. Más tarde, cuando llegaron los esquimales de Ugruk y pretendieron hacer valer sus derechos sobre la costa, los atapascos les recibieron con hostilidad, pues estaban instalados allí desde hacía mucho y monopolizaban las mejores zonas, entre los glaciares; y se convirtió en norma que los esquimales se mantuvieran en la costa, donde podían mantener su antiguo estilo marinero de vida, en tanto que los atapascos se quedaban en las tierras más productivas del interior, donde subsistían como cazadores. Pasaban décadas sin que un grupo se adentrara en el territorio del otro, pero, cuando al fin entraban en contacto, solían producirse disturbios, riñas e incluso muertes, normalmente con la victoria de los atapascos, que eran más fuertes. Después de todo, habían ocupado aquellas tierras miles de años antes de que llegaran los esquimales.

Aunque no se trataba del tradicional y universal antagonismo entre los habitantes de la montaña y los de la costa, se le parecía bastante; al grupo de

Ugruk ya le resultaba difícil defenderse de los atapascos, que eran más agresivos,Pero aquella tercera oleada de recién llegados, más pequeños y apacibles, parecía incapaz de protegerse de nadie. Cuando surgieron dudas sobre la posibilidad de continuar establecidos en aquella zona, una de las mejores de Alaska, los doscientos miembros del clan comenzaron a plantearse el futuro.

Por desgracia, precisamente en aquel momento desafortunado, el sabio que tanto reverenciaban, un anciano de treinta y siete años, comenzó a encontrarse tan mal que ya no podía dirigirles, y todo quedó un poco a la deriva, pues las decisiones importantes se postergaron o se abandonaron. Por ejemplo, en su emigración obligada, el grupo se había establecido temporalmente en una zona muy atractiva situada al sur de la península, que, durante los milenios en que el crecimiento de los océanos había llegado a sumergir el puente de tierra, había constituido el extremo occidental de Alaska. En aquella época, el puente estaba a la vista y no había océano en quinientos quilómetros a la redonda; en cambio, existía un recurso natural, de riqueza abundante y variada, que permitió la subsistencia del grupo.

Hace unos 12.000 años, por motivos que quizá nunca llegaremos a explicarnos, en Alaska y en el resto de la Tierra proliferó la vida animal a un ritmo desconocido hasta entonces. Había una variedad extraordinaria de especies animales, el número de ejemplares era casi excesivo y, cosa aún más inexplicable, su tamaño era muchísimo mayor que el de sus descendientes. Los castores eran inmensos. Los bisontes parecían monumentos peludos. Los alces se elevaban como torres, sus cornamentas eran grandes como algunos árboles; y los desgarbados bueyes almizcleros alcanzaban un tamaño impresionante. Los animales grandes eran característicos de aquel período, y los hombres tenían suerte de vivir entre ellos, porque, si abatían a un solo ejemplar, tenían carne asegurada para muchos meses.

Los mamuts, que eran con mucho los animales de mayor tamaño y de aspecto más majestuoso, abundaban como en la época de Varnak el Cazador. A lo largo de los 15.000 años transcurridos desde que Varnak había perseguido sin éxito a Matriarca, los mamuts habían aumentado tanto en tamaño como en número, y, en la zona que ocupaba en aquel momento el grupo de esquimales, había tal cantidad de aquellas bestias enormes que cualquier niño criado en el extremo oriental del puente de tierra estaba habituado a ellas. Aunque no las viese cada día, ni siquiera cada mes, sabía que estaban allí, junto a los grandes osos y a los leones astutos.

Azazruk era uno de aquellos muchachos; tenía diecisiete años, era alto para su edad y todos sus rasgos eran asiáticos. Su pelo era de un negro más oscuro que el de sus compañeros; su piel, de un color más pardo; y sus brazos, de mayor longitud. No cabía duda de que sus antepasados descendían de los mongoles de Asia. Era hijo del anciano moribundo, y el padre había albergado la esperanza de que el niño asumiera en su madurez el cargo que él había ejercido, pero año tras año se hacía más evidente que no iba a ser así; él nunca reprochaba esa incapacidad a su hijo, aunque no conseguía disimular su desengaño.

Pese a sus esperanzas, el anciano no conseguía determinar un aspecto en que su hijo pudiera contribuir a la vida del clan. No sabía cazar, no podía fabricar con trozos de sílex afiladas puntas de flecha, y no demostraba ninguna aptitud de mando en las batallas que a veces emprendían contra sus enemigos. Cuando quería, podía hablar con una voz fuerte, de modo que podría haber dirigido las deliberaciones del grupo; pero normalmente prefería hablar con mucha suavidad, hasta el punto de que a veces casi parecía afeminado. Sin embargo, era un muchacho bueno, como reconocían tanto su padre como toda la comunidad. La cuestión era, de hecho, de qué le serviría su bondad en caso de crisis.

Su padre, que era un sabio, sabía que muy pocos hombres, aunque lleven una vida normal, se libran de los grandes momentos de prueba. Los jefes natos como él se enfrentaban continuamente con esas situaciones, y las decisiones que había que tomar en el rastreo de un animal, en la construcción de una choza o en la elección del próximo rumbo que seguiría el clan, eran sometidas al juicio de sus pares. Los privilegios de la jefatura quedaban justificados por esta carga que se les imponía. Pero también había observado que el hombre común, el que no tenía ninguna cualidad de mando, tenía que enfrentarse a su vez a momentos de equilibrio inestable. En esos momentos, cualquier hombre tenía que actuar con rapidez, sin pararse a deliberar meticulosamente ni a emprender un cálculo cauteloso de las posibilidades. De repente, el mamut que estaban cazando se daba la vuelta y alguien tenía que enfrentarse a él. O bien volcaba un kayak en el agua turbulenta del río, y el remero, como era habitual, impulsaba el movimiento de giro para tratar de enderezarlo; pero entonces se encontraba con una piedra y ¿qué ocurría? O un hombre que intentaba siempre evitar antipatías se encontraba de pronto ante un provocador. Las mujeres tampoco estaban exentas de tener que tomar decisiones rápidas: en un parto, el niño salía de nalgas, y, en ese caso, ¿qué hacían las mujeres de más edad?; o a una niña tardaba en llegarle su primera menstruación, y ¿cómo se resolvía eso?

En la fortaleza de hielo de Alaska la vida ofrecía desafíos continuos a los seres humanos, de modo que Azazruk, a sus diecisiete años, ya debería haber desarrollado su personalidad; no era así, sin embargo, y su padre moribundo no lograba adivinar cuál iba a ser el futuro de su hijo.

Un día de primavera, la fatalidad quiso que los atapascos del norte realizaran una incursión contra el clan, justo cuando el anciano agonizaba. Su hijo se encontraba con él y no con los guerreros que trataban, bastante inútilmente, de proteger sus tierras. Al sentir acercarse la muerte, el padre le susurró:

- Azazruk, tienes que conducir a nuestro pueblo a un hogar seguro.

Antes de que el joven pudiera responder, o siquiera comunicar a su padre que había escuchado su petición, la muerte acabó con las aprensiones del anciano.

Aunque no fue un combate duro, sino una mera continuación del hostigamiento que ejercían los atapascos contra los esquimales, estuvieran éstos donde estuviesen, el clan se sintió confundido porque coincidió con la muerte de quien había sido su jefe durante mucho tiempo, y los hombres, sentados frente a las chozas, se preguntaron desconcertados qué hacer. Nadie, y mucho menos los guerreros, se dirigió a Azazruk en busca de dirección o de consejo. Le dejaron solo, enfrentado al misterio de la muerte. Azazruk salió de la aldea mientras cavilaba sobre las últimas palabras de su padre, y caminó hasta llegar a un arroyo que descendía desde el glaciar situado al este.

Mientras intentaba desenredar los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza, miró por casualidad el torrente y se dio cuenta de que estaba casi blanco porque arrastraba miles de trocitos de piedra desprendidos de las rocas situadas frente al glaciar; se quedó un rato maravillado por aquella blancura y se preguntó si representaría algún tipo de presagio. Meditaba sobre esa posibilidad, hasta que vio que del barro negro de la orilla sobresalía un extraño objeto, dorado y reluciente; al agacharse para rescatarlo del cieno, vio que se trataba de un trocito de marfil, del tamaño de dos dedos. Tal vez se había desprendido del colmillo de algún mamut o quizá provenía de la antigua cacería de una morsa, pero tenía algo que, incluso en aquel primer momento, cuando Azazruk lo sostenía, le daba una cualidad especial: por casualidad, o por obra de algún artista muerto hacía ya mucho, el marfil representaba un ser vivo, tal vez un hombre, tal vez un animal. No tenía cabeza, pero sí se veía un torso, un par de piernas cortas y una mano o una garra claramente dibujada. Bajo la luz que ya escaseaba, Azazruk hizo girar el objeto, cuya realidad le dejó estupefacto: era marfil, no cabía duda, pero al mismo tiempo era algo vivo, y la posesión de la pieza provocó una sensación de respeto religioso en el joven, un ánimo de desafío y decisión. No podía creer que fuera casual el hallazgo de aquella pequeña criatura viviente, justo el día de la muerte de su padre, mientras en su clan reinaba la confusión. Comprendió que los espíritus enviaban aquel presagio a alguien destinado a cumplir una tarea importante, y, en aquel instante de descubrimiento, decidió guardar el secreto. La estatuilla era pequeña y podía llevarla oculta entre los pliegues de su vestido de pieles de ciervo, donde pensaba guardarla hasta que los espíritus que la habían enviado le revelaran sus intenciones.

Cuando se disponía a abandonar el arroyo, cuyas aguas turbulentas seguían tan blancas como la leche del buey almizclero, le detuvo un coro de voces, y supo que el sonido provenía de los espíritus responsables de la suerte de su clan, los que le habían enviado la figurilla de marfil.

- Tú serás el chamán -le anunciaron las voces, en un susurro de hermosa armonía que no podía oír nadie más que él.

Entonces dejaron de cantar. Cualquier otro esquimal hubiera estallado de júbilo al escuchar un mensaje como aquél, que significaba autoridad y una relación permanente con los espíritus que controlaban la vida, pero Azarzuk sólo sintió consternación. Desde su infancia, había visto cómo su sabio padre se enfrentaba a los diversos chamanes que habían entablado vínculos con el clan; el jefe les respetaba por sus poderes, además de reconocer el hecho de que él y su pueblo necesitaban la guía de los chamanes en los asuntos espirituales, pero no podía aceptar que constantemente se entrometieran en sus prerrogativas cotidianas.

- No te acerques a los chamanes -advirtió a su hijo-. En todo lo que tenga que ver con los espíritus, obedece sus instrucciones; pero, en todo lo demás, ignóralos.

Al anciano le molestaban especialmente las costumbres desaseadas de los chamanes, las pieles sucias y las cabelleras grasientas que lucían mientras oficiaban sus misterios y pronunciaban sus dictámenes.

- Para ser sabio no hay por qué apestar -decía.

Y el niño había podido comprobar en numerosas ocasiones que la afirmación de su padre era justa. Cierta vez, cuando Azazruk tenía diez años, un esmirriado esquimal del norte se unió al clan, proclamó con arrogancia que era chamán y se Ofreció a ocupar el puesto de un sabio que acababa de morir.

Como el chamán fallecido había sido algo mejor que lo habitual, la ineficacia del milagrero advenedizo pronto quedó en evidencia. No atraía mamuts ni osos a las zonas de caza, ni hijos varones a los lechos de las parturientas. El espíritu general de la aldea no aumentó ni mejoró, y el padre de Azazruk se basó en el ejemplo desafortunado de aquel hombre incapaz para condenar a todos los chamanes:

- Mi madre me explicó la importancia esencial de los chamanes, y yo sigo estando de acuerdo con ella -decía-. ¿Sin su protección, cómo podríamos vivir con unos espíritus que son capaces de atacarnos? Ahora bien, me gustaría que los chamanes se quedaran a vivir en el bosque de píceas y nos protegiesen desde allí.

Azazruk estaba de pie junto al arroyo, con la figurilla de marfil escondida contra su vientre, y en aquel momento comenzó a sospechar que los espíritus le habían enviado el tesoro para confirmar la decisión de que él, Azazruk, estaba destinado a ser el chamán que necesitaban los suyos. Lo que aquello implicaba le estremeció, y trató de descartar la idea, porque el cargo entrañaba una responsabilidad demasiado grave; incluso se le ocurrió volver a echar al arroyo al indeseable emisario, pero, cuando lo intentó, la pequeña criatura de marfil, aun sin cara, pareció sonreírle. Y la sonrisa invisible era tan cálida y cordial que Azazruk, aunque estaba preocupado por la muerte de su padre y por aquellos extraños sucesos, se rió entre dientes, luego soltó una carcajada y acabó dando saltos, en medio de una alegría loca. Entonces se dio cuenta de que estaba llamado (o quizá era una orden que tenía que cumplir) a servir como chamán de su clan; en aquel momento, cuando Azazruk aceptaba espiritualmente su obligación, los espíritus le demostraron su aprobación por medio de un milagro.

De entre los álamos temblones que bordeaban el arroyo mágico, surgió un mamut solitario, que parecía inmenso entre las sombras del atardecer, aunque no era de tamaño excepcional; no se detuvo ni se alejó cuando vio a Azazruk, sino que siguió avanzando, inconsciente del peligro que acarreaba. Cuando llegó a una distancia de apenas cuatro veces su cuerpo, se detuvo, miró a Azazruk y permaneció quieto en aquel lugar, con las patas enormes apenas hundidas en la blandura del suelo, y se quedó allí, royendo hojas de sauce y de álamo temblón, como si el esquimal no existiera.

Azazruk se retiró poco a POCO, paso a paso, hasta estar bien lejos de los árboles y el arroyo. Como en un trance místico, volvió solemnemente a la aldea, donde las mujeres estaban preparando a su padre para el entierro, y, cuando se le acercaron varios hombres, impresionados por su grave actitud, él les habló en un tono severo.

- Os he traído un mamut -anunció; y comenzó entonces la cacería.

Cuatro días después, los hombres, animados por la seguridad que Azazruk infundía en ellos, lograron perseguir al gran animal hasta matarlo; entonces, en la aldea la gente comprendió que, al morir el padre, el espíritu del buen hombre había pasado al cuerpo del hijo, quien había predicho que, después de recibir las primeras heridas de lanza, el mamut vagabundo se marcharía hacia el este durante dos días y que, después, al cabo de otros dos días, regresaría en busca de un territorio conocido donde morir. Efectivamente, el animal regresó a muy poca distancia del punto donde lo había encontrado Azazruk, de modo que, a su muerte, el cuerpo quedó casi en el lugar donde lo iban a consumir.

- Azazruk tiene poderes sobre los animales -dijeron los hombres y las mujeres, mientras descuartizaban al mamut para atracarse con su carne, tan sabrosa.

Eso parecía, porque, dos semanas después, cuando dos leonas atacaron a uno de los aldeanos y le hirieron gravemente en el cuello, todos creyeron que se moriría, pues las garras de los leones eran muy venenosas y sus heridas mortales. Sin embargo, Azazruk corrió hasta el herido, alejó a las leonas e inmediatamente comenzó a curar la herida sangrante con un preparado de musgo y hojas recogidas en el bosque, y los hombres se quedaron atónitos cuando vieron que el herido estuvo pronto en pie, caminaba y podía mover el cuello como si no le hubiera ocurrido nada.

Cuando asumió la jefatura espiritual, Azazruk introdujo dos innovaciones que consolidaron su poder y gracias a las cuales su pueblo le aceptó mejor que a cualquier otro chamán del que se tuviera memoria. Con una gran fuerza moral, se negó radicalmente a aceptar ninguna responsabilidad sobre las tareas militares, de gobierno o de la caza; en diversas ocasiones observó que eso eran prerrogativas del jefe, un hombre de veintidós años, de probada audacia, que Azazruk tenía en gran respeto. Era un hombre valiente, conocía bien las costumbres de los animales y nunca le ordenaba a nadie hacer algo que él mismo no estuviera dispuesto a hacer primero. Bajo su jefatura, el clan estaría tan bien protegido como antes, si no mejor.

En segundo término, Azazruk estableció unas prácticas que nunca se habían llevado a cabo entre su gente. No veía la necesidad de que el chamán viviera apartado de los demás ni, desde luego, de que fuera desordenado y sucio. Continuó ocupando la choza de su padre, y guardaba sus pantalones de caribú y su manto de piel de foca en aquel edificio excavado en parte bajo tierra y en parte alzado en una construcción de piedra y madera. Siempre estaba disponible para las personas con problemas; sobre todo, se dedicaba a los niños, a fin de encaminarlos en la dirección debida. Les asignaba tareas específicas: quería que las niñas supieran trabajar las pieles de animales y los huesos de los mamuts y los renos, y obligaba a los varones a aprender a cazar y a construir los utensilios empleados en las cacerías. También quería que la tribu contara con un buen tallador de sílex, con una persona que supiera manejar el fuego y con alguien diestro en el rastreo de los animales.

Azazruk pensaba que la mayoría de sus poderes provenían de su comprensión de los animales y, cuando caminaba por las tierras extendidas entre los glaciares, estaba atento a los seres que compartían con él aquel paraíso. No importaba el tamaño. Sabía dónde se escondían los pequeños carcayús y cómo acechaban los tejones a sus presas. Entendía la conducta de los zorros y los trucos de las ratas y los demás animalitos que anidaban bajo el suelo. A veces, cuando él mismo cazaba o ayudaba a los otros cazadores, durante un momento se sentía como el lobo que acecha a un rebaño; su mayor placer, sin embargo, eran siempre los animales grandes: los mamuts, los grandes alces, los bueyes almizcleros, los tremendos bisontes y los leones poderosos.

La superioridad de su ingenio y su destreza manual conferían cierta dignidad a los hombres, pero aquellos animales de tan gran tamaño exhibían una majestad propia, que provenía del hecho de haber encontrado maneras de protegerse y sobrevivir mientras no llegase la primavera, con su aire más cálido que fundía la nieve, a aquella zona de intenso frío invernal. A su modo, eran tan sabios como cualquier chamán, y Azazruk, al estudiarlos, confiaba en detectar sus secretos y beneficiarse de ellos.

Cuando acabó de estudiar a los animales y amplió su sabiduría con lo que había aprendido sobre los seres humanos, observó que quedaba aún otro mundo, el del espíritu, en el que nunca podrían penetrar ni los animales ni él. ¿Por qué llegaban desde Asia los fuertes vientos aullantes? ¿Por qué hacía siempre más frío hacia el norte que hacia el sur? ¿Quién alimentaba los glaciares, cuyos frentes llegaban casi sin fuerzas al mar o a la tierra seca? ¿Quién hacía nacer las flores amarillas en primavera y las rojas en otoño? ¿Y por qué nacían niños casi al mismo tiempo que morían los ancianos?

A lo largo de los primeros siete años de su jefatura se enfrentó con aquellos interrogantes; durante aquel tiempo ideó ciertas reglas. Cuando deseaba convocar a los espíritus y conversar con ellos, le eran de gran utilidad los guijarros brillantes que había recogido, las bagatelas atesoradas por su madre, las maderas y los huesos con poderes de presagio. Aprendía mucho en esos diálogos, pero siempre, en el fondo de su mente, permanecía la visión de aquel trozo de marfil dorado con forma de animal o de hombre, o quizá de un hombre sonriente sin cabeza. Comenzó a considerar que este mundo era un lugar divertido en el que ocurrían cosas ridículas; los hombres y las mujeres, aunque siguieran todas las reglas y evitasen todos los peligros, igualmente podían caer en alguna situación absurda, y sus vecinos y los mismos espíritus se reirían de ellos, sin ningún disimulo, a grandes carcajadas. El mundo era trágico: la muerte atacaba de forma arbitraria a los hombres buenos y a los animales fuertes; pero también era ridículo, hasta el punto de que, a veces, las cumbres de las montañas parecían doblarse de risa.

La risa se acabó el noveno año que Azazruk llevaba como chamán. Desde el mar llegó una enfermedad que asoló la aldea, y, cuando ya habían enterrado los cadáveres, hubo una invasión de atapascos desde el este. Los mamuts abandonaron la zona, seguidos por los bisontes, con lo que sobrevino el hambre; por eso, un día, cuando todo parecía conspirar contra el clan, Azazruk reunió a los mayores de la aldea, la mayoría de los cuales tenían más edad que él.

- Los espíritus nos avisan. Es hora de mudarnos -les habló, con franqueza.

- ¿Adónde? -preguntó el jefe de los cazadores.

Antes de que Azazruk pudiera sugerir nada, los hombres adelantaron sus respuestas negativas:

- No podemos ir hacia el hogar de la Estrella Grande. Allí están los cazadores de ballenas.

- Tampoco podemos ir hacia donde sale el sol. Allí viven los hombres de los árboles.

- Estaría bien ir al país de las Bahías Amplias, pero la gente de allá es hostil y nos rechazará.

Las opciones lógicas quedaban descartadas. Parecía que en ninguna parte sería bien recibido aquel grupo desafortunado, tan reducido que no tenía ningún poder, pero entonces se escuchó la sugerencia de un hombre tímido, que difícilmente podría confundirse con un jefe:

- Podríamos volver al lugar de donde vinimos.

Se hizo un largo silencio, y los hombres consideraron la posibilidad de una retirada, aunque les resultaba muy difícil recordar la tierra abandonada por sus antepasados dos mil años atrás; la tribu conservaba relatos que hablaban de un viaje decisivo emprendido desde el oeste, pero ya ninguno de ellos se acordaba de cómo había sido la antigua patria, ni de los motivos que hicieron necesaria la partida de los antiguos.

- Vinimos de allá -dijo una anciana, señalando vagamente hacia Asia con la mano-; pero, ¿quién sabe?

Nadie sabía nada, de modo que no prosperó aquel primer enfoque del asunto; sin embargo, algunos días después, Azazruk vio a una muchacha que, con una concha, estaba cortándole el pelo a una amiga.

- ¿Dónde has encontrado esa concha? -le preguntó.

Las niñas le dijeron que, según la tradición de su familia, en tiempos pasados trajeron esas conchas a la aldea unos hombres de aspecto extraño, que hablaban el mismo idioma que ellos, aunque con un curioso acento.

- ¿Y de dónde venían?

Las niñas lo ignoraban, pero al día siguiente acompañaron a sus padres a la choza del chamán; allí, los mayores explicaron que ellos no habían conocido a los hombres de las conchas.

- Vinieron antes de nuestra época. Pero nuestra abuela nos dijo que llegaron desde aquella dirección.

Basándose en sus recuerdos, estuvieron de acuerdo en que los desconocidos habían llegado desde el sudoeste. Eran diferentes de la gente del pueblo, pero habían sido unos visitantes agradables, e incluso habían bailado. Todos aquellos cuyos padres habían escuchado los antiguos relatos coincidían en que los hombres de las conchas habían bailado.

Sin llegar a ningún razonamiento sensato, solamente a partir de aquel dato accidental, Azazruk llegó a imaginar un viaje al lugar de donde provenían las conchas. Pensó mucho y llegó a la conclusión de que, dado que trasladarse a otro territorio no resultaba práctico y cada vez tenía resultados peores continuar en la zona donde se había establecido su gente, la única esperanza consistía en ir hacia tierras desconocidas, que podían ser habitables.

Antes de recomendar un viaje tan peligroso necesitaba la confirmación de los espíritus, por lo que pasó tres largos días en su choza, prácticamente inmóvil, con los fetiches esparcidos ante él, hasta que cayó en un estupor producido por el hambre, y los espíritus le hablaron en la oscuridad. Oía voces lejanas, a veces en lenguas que no comprendía, otras veces tan claras como el bramido de un alce en el frío de la mañana:

- Azazruk, tu pueblo pasa hambre. Los enemigos os atacan desde todas partes y no tenéis bastante poder para luchar. Tenéis que huir.

Todo eso estaba claro, y le pareció extraño que los espíritus repitiesen algo tan evidente; pero después reflexionó y rectificó un juicio tan duro. «Están avanzando paso a paso, como el hombre que se aventura con cuidado sobre el hielo reciente», pensó. Al cabo de un rato, los espíritus llegaron a la esencia de su mensaje-

- Azazruk, sería mejor que fuerais hacia la Estrella Grande, hasta el borde de la tierra cubierta de hielo. Allí tendríais que volver a cazar ballenas y morsas, a la manera antigua. Si tú eres valiente y dispones de hombres audaces, id hacia allá.

- Pero nuestro jefe no tiene suficientes guerreros -gritó Azazruk, dándose una palmada en la frente.

- Ya lo sabemos -fue la respuesta de los espíritus.

Completamente frustrado, Azazruk se preguntó por qué los espíritus le recomendaban ir hacia el norte, sabiendo que era un lugar tan peligroso; pero aún se puso más nervioso cuando escuchó lo que le dijeron a continuación:

- En el norte construiríais umiaks y saldríais a cazar las grandes ballenas. Perseguiríais a las morsas, que podrían mataros si os atrapaban. Cazaríais focas, y pescaríais a través del hielo, y viviríais como siempre vivió vuestro pueblo. En el norte haríais todo eso.

Eran palabras tan insensatas que Azazruk se sofocó. Se ahogó y cayó desmayado entre sus fetiches. Permaneció así mucho tiempo y, en sus sueños febriles, comprendió que, con aquellas órdenes imposibles, los espíritus le recordaban quién era y cómo había sido su vida durante incontables generaciones, y le explicaban que, a pesar de haber vivido durante dos mil años tierra adentro, él y su clan eran todavía habitantes de los mares helados, esos mares a los que no se atreverían a desafiar otros hombres menos fuertes. Era un esquimal, un hombre con una tradición extraordinaria, y ni siquiera el paso de las generaciones podía borrar aquel hecho esencial.

Al volver en sí, los mensajes insistentes de los espíritus habían logrado purificarle del miedo.

- Tiene que haber islas en el sudoeste -le hablaron, con calma-. De lo contrario, ¿de dónde habrían traído sus conchas aquellos forasteros?

- No comprendo -repuso Azazruk.

- Donde hay islas, hay mar; y, donde hay mar, hay conchas -contestaron los espíritus-. El patrimonio de un hombre se encuentra de muchas formas diferentes -fue lo último que dijeron.

El cuarto día, por la mañana, Azazruk compareció ante las personas que habían pasado la noche anterior delante de su choza, preocupados al escuchar los sonidos extraños que procedían del interior. Alto, flaco, limpio, ojeroso, le inflamaba una iluminación desconocida hasta entonces.

- Han hablado los espíritus. Iremos hacia allá -anunció, señalando al sudoeste.

Cuando volvió a la choza, donde la gente no podía verle, vaciló su resolución y le sobrecogió el temor por lo que podría ocurrir en un viaje semejante, en el trayecto emprendido hacia tierras extrañas, que tanto podían existir como no existir. Entonces vio que la figurita de marfil se estaba riendo, se burlaba de sus miedos y compartía con él, a su manera, desde fuera del tiempo, la sabiduría que había adquirido cuando formaba parte del colmillo de una morsa y mientras había permanecido, durante diecisiete mil años, en el fondo lodoso de un arroyo de hielo, viendo pasar todo un universo de peces muertos, mamuts heridos y hombres poco cuidadosos.

- Estarás contento, Azazruk. Verás siete mil crepúsculos y siete mil amaneceres.

- ¿Encontraré un refugio para los míos?

- ¿Importa eso?

Azazruk guardó de nuevo la figurilla en el saco, y entonces oyó las carcajadas del viento que llegaba desde la colina; el grito de entusiasmo de una ballena que emergía tras una larga cacería submarina, la alegría de un zorrino que perseguía jugando a un pájaro, y el sonido prodigioso del Universo, a quien poco importa que un hombre encuentre o no refugio, mientras disfrute con el placer despreocupado de la búsqueda.Azazruk guió durante diecinueve años a su pueblo errante a través del sudeste de Alaska, en un período especialmente glorioso para aquella parte del mundo. El reino animal estaba en su mejor momento y proporcionaba una gran abundancia de bestias nobles y bien adaptadas a aquella tierra extraordinaria. Las montañas eran entonces más altas, los glaciares más poderosos y los ríos tenían un caudal más tumultuoso. Era una tierra rica, y emitía notas prodigiosas en todas sus manifestaciones, tanto en invierno, que era tan frío que los animales tenían que pasarlo prudentemente enterrados, como en verano, cuando los valles quedaban cubiertos por una multitud de flores.

El territorio tenía en aquella época unas dimensiones enormes, y ningún hombre hubiera podido viajar de un extremo a otro, ni hubiera conseguido atravesar aquella gran cantidad de ríos helados y picos elevadísimos. El viajero podía ver, desde casi cualquier punto, las montañas coronadas de nieve; de noche, mientras dormía, podía escuchar a poca distancia el sonido de los leones poderosos y de los grandes lobos. Había unos osos muy interesantes, de color marrón, a los que les gustaba erguirse sobre las patas traseras como alardeando de su estatura, tan alta como la de los árboles. Más adelante se les llamó osos pardos, y eran los animales más desconcertantes de todos los que se acercaban a los campamentos de los viajeros. Si había comida disponible, se mostraban tan apacibles como las ovejas de las colinas más bajas; pero, si no conseguían su deseo o si una conducta inesperada les enfurecía, eran capaces de destrozar a un hombre con un solo zarpazo de sus tremendas garras.

Los osos eran inmensos por aquel entonces, alcanzaban casi cinco metros de altura, y las personas que no estaban acostumbradas se aterrorizaban al verlos, aunque Azazruk, que sabía conversar con los animales, los tenía por unos amigos grandes, torpes e imprevisibles. No les buscaba, pero, cuando aparecían en los alrededores del campamento, se sentaba tranquilamente en una roca junto a ellos, les hablaba y les preguntaba qué tal andaban las zarzamoras que crecían entre los abedules y qué se traían entre manos los poderosos bisontes. Los osazos, que hubieran podido partirle en dos, le escuchaban con atención y alguna vez se acercaban a él como si quisieran husmearlo; nunca le hacían daño, porque al olfatearlo sentían que no tenía miedo.

De una manera muy diferente, se comportaron con un joven cazador que atacó a un oso, que se hallaba junto al chamán, sin conocer el primero la relación especial que existía entre ellos. El oso se extrañó ante un comportamiento tan inesperado y rechazó al cazador; cuando el hombre le atacó por segunda vez, el oso le lanzó un zarpazo que casi lo decapitó, y entonces se marchó a paso lento. En aquella ocasión resultaron inútiles los ungüentos de hierbas del chamán, y el hombre murió antes de poder articular una palabra, sin que nadie volviera a ver al osazo en el campamento.

¿Por qué aquellos esquimales esperaron diecinueve años, antes de establecer un nuevo hogar? Para comenzar, no tenían prisa por alcanzar ninguna meta determinada, sino que iban a la deriva, y probaban suerte en lugares diferentes. Por otra parte, a veces se les interponían montañas o ríos que no se helaban en dos o tres veranos seguidos. Pero principalmente la culpa era del chamán, que, cada vez que llegaba a un lugar agradable, quería creer que era el más apropiado e intentaba mantener su decisión hasta que las condiciones se hacían demasiado adversas y tenían que mudarse de nuevo si querían sobrevivir.

Los miembros del clan siempre le dejaban decidir, porque eran conscientes de que necesitaban el apoyo total de los espíritus para emprender aquel traslado radical hacia territorios nuevos. Una de las veces, estaban muy bien instalados en la orilla de un gran lago rebosante de peces; los espíritus advirtieron al chamán que ya era el momento de continuar el viaje, pero deseaban quedarse allí y perdieron otros dos años recorriendo las costas del lago, hasta que, al llegar al extremo occidental, donde nacía un río que iba en busca del mar, empaquetaron obedientemente sus escasas pertenencias y continuaron el viaje.

Durante el año siguiente, cuando ya llevaban diecisiete de peregrinación, tuvieron que enfrentarse a problemas mucho más graves de lo habitual, pues, sin necesidad de una gran exploración, pudieron comprobar que el territorio nuevo en el que se adentraban era una península, cuyas costas más estrechas quedaban rodeadas por el océano. Los espíritus les animaron a probar suerte en ella, y, cuando volvieron a entrar en un estrecho contacto con el mar, tras una ausencia de dos mil años, comenzaron a notar grandes cambios, como si la memoria de su raza volviera a aflorar a la superficie, después de estar acallada durante mucho tiempo.

El aire salado y el rumor de las olas consiguieron que los nómadas se animaran con entusiasmo a comer marisco y a pescar en el mar, dos cosas que nunca habían hecho. Los artesanos comenzaron a construir barquitos bastante parecidos a los kayaks de sus antepasados, y rápidamente se abandonaban las embarcaciones que no se adaptaban bien a las olas, mientras que las que parecían más adecuadas para el mar, se mejoraban. De mil maneras, algunas muy sutiles, aquellos antiguos esquimales volvieron a adquirir las características de un pueblo marinero.

Adentrarse en un mundo tan diferente le producía a Azazruk el mismo miedo que a los demás, pero él tenía el apoyo leal de sus fetiches, los cuales, cuando los extendía en el suelo de su cabaña de pieles levantada junto al océano, siempre aprobaban la aventura; y quien más le animaba era la estatuilla de marfil.

- Creo que tú querías traernos al mar -le dijo una noche Azazruk, mientras resonaba en el exterior el sonido de un oleaje picado-. ¿Has vivido alguna vez aquí?

Por encima del ruido de la tempestad escuchó las risas de la estatuilla, y, los días siguientes, ya con el mar en calma, tuvo la seguridad que surgían risas ahogadas del saquito donde la guardaba.

Durante aquel año el clan continuó avanzando hacia el oeste, y exploraron la península como si el refugio que buscaban tuviera que encontrarse detrás de la siguiente colina, pero algunas veces veían en la distancia el humo de unas fogatas desconocidas, lo que significaba que todavía no estaban a salvo. Llegaron al extremo occidental de la península en aquel estado de incertidumbre, y allí se les planteó un problema de cuya respuesta iba a depender la historia de su pueblo durante los siguientes 12.000 años: ¿Tenían que establecerse en la península o era mejor continuar hasta las islas desconocidas?

Muy pocas veces se da la oportunidad de que un pueblo tenga que tomar una decisión tan importante y en un período tan limitado de tiempo; por supuesto, siempre se toman decisiones, pero normalmente se extienden a toda la sociedad a lo largo de un período mucho más prolongado, o bien resultan del hecho de que se produce una negativa a escoger. Iba a ocurrir algo parecido muchos milenios después, cuando los pueblos negros del África central tuvieron que decidir si se trasladaban hasta el sur y abandonaban los trópicos en favor de las tierras más frescas situadas frente a los océanos meridionales o cuando un grupo de pioneros ingleses tuvo que resolver la cuestión de si podrían vivir mejor al otro lado del Atlántico.

El clan de Azazruk vivió un momento parecido cuando, tras una dolorosa deliberación, decidió abandonar la península y probar fortuna en la cadena de islas que se extendía hacia el oeste. Fue una elección atrevida: de las doscientas personas que habían abandonado dieciocho años antes la relativa seguridad del lugar que ocupaban entonces, menos de la mitad habían sobrevivido a su llegada a las islas, aunque nacieron muchas más a lo largo del camino. En cierto modo, fue una suerte, porque significaba que quienes llevarían a cabo la decisión serían en su mayoría personas más jóvenes y mejor preparadas para adaptarse a lo desconocido.

Los que siguieron al chamán hasta la primera isla, a través del estrecho mar, formaban un grupo robusto, que, para vivir en la severidad de aquellos territorios, iba a necesitar a un tiempo resistencia física y valor moral. Formaban la cadena más de doce islas grandes entre las que podían escoger, Y un centenar de islotes, algunos tan pequeños como un pedrusco. Eran islas espectaculares: en muchas de ellas había montañas altas y en otras, grandes volcanes nevados durante casi todo el año; el pueblo de Azazruk las admiraba con respeto mientras recorría la cadena. Exploraron una isla grande, que más adelante se llamó Unimak, y después cruzaron el mar hasta Akutan, Unalaska y Umnak. Más tarde probaron en Seguam, Atka y la escarpada Adak, hasta que una mañana, mientras realizaban una incursión por el oeste, vieron en el horizonte una isla imponente, cuya entrada oriental quedaba protegida por una barrera de cinco montañas altas que se elevaban desde el mar. Azazruk sintió que aquella costa inhóspita les rechazaba.

- ¡Continuad hasta la próxima! -gritó a los remeros de la primera embarcación.

Sin embargo, cuando la caravana pasaba junto al promontorio del norte, el chamán divisó frente a ellos una espléndida y amplia bahía, y, en la llanura central, vio alzarse un volcán de contornos perfectos y nevada belleza, que dormía apaciblemente desde hacía 10.000 años.

- Ésta será vuestra casa -susurraron entonces los espíritus-. Aquí viviréis peligros, pero también pasaréis por grandes alegrías -prometieron después para darles mayor seguridad.

Con esta garantía, Azazruk se encaminó hacia la costa. Pero se detuvo ante otro mensaje de los espíritus.

- Hay algo mejor pasado el promontorio.

Azazruk continuó explorando, hasta llegar a una bahía profunda, rodeada de montañas, y protegida de las tormentas del noroeste por una cadena de islas que la envolvían como una mano protectora. Había un estuario, una especie de fiordo flanqueado por acantilados, que se extendía por el lado oriental de la bahía.

- ¡Esto es lo que nos habían prometido los espíritus! -gritó cuando alcanzaron el extremo, donde los nómadas de su clan instalaron su hogar.

Cuando los viajeros no llevaban siquiera una temporada en Lapak, presenciaron un día una erupción en una isla mucho más pequeña situada hacia el norte: un diminuto volcán que no alcanzaba ni treinta metros por encima del mar estalló en un despliegue deslumbrante de furioso humo, como si fuera una ballena rabiosa que lanzara llamas en vez de agua. Los recién llegados no podían oír el siseo de las chispas al caer en el mar, ni sabían que detrás de las nubes de vapor, en la lejana costa, alcanzaba el mar un río de lava que parecía interminable; sin embargo, sí que pudieron presenciar el espectáculo, y los espíritus aseguraron a Azazruk que lo habían organizado ellos en señal de bienvenida al nuevo territorio. Cuando estaba a punto de explotar, el joven volcán había chisporroteado; por eso los recién llegados lo llamaron Qugang, el Silbador.

Lapak tenía una abrupta forma rectangular, que, en su punto más ancho, de este a oeste, medía treinta y dos quilómetros, y diecisiete de norte a sur. La circunferencia exterior estaba rodeada por once montañas, algunas de las cuales superaban los seiscientos metros de altura, pero la costa de las dos bahías era habitable e incluso acogedora en algunos puntos. Nunca habían crecido árboles en la isla, pero la hierba brotaba verde y abundante por todas partes, y en cualquier sitio protegido del viento se alzaban los arbustos. Además de los dos volcanes y la protección de las montañas, se caracterizaba por tener gran cantidad de ensenadas; tal como habían predicho los espíritus, la isla estaba totalmente entregada al mar, y cualquier hombre que quisiera habitarla tendría que pasar su existencia obedeciendo a las olas y las tempestades, y vivir de su abundancia.

Al explorar su nuevo dominio, Azazruk reparó con alivio en los riachuelos que se entrecruzaban tierra adentro.

- Estos ríos nos traerán comida. Nuestro pueblo puede vivir en paz en esta isla.

Antes de la llegada de Azazruk y su clan, la isla no había estado habitada, aunque ocasionalmente las tormentas arrojaban a la playa algún cazador solitario en su kayak o a un grupo de hombres con su umiak. Una mañana, unos niños que jugaban en un valle abierto al mar encontraron los esqueletos de tres hombres, que al parecer habían muerto en una soledad espantosa. Pero nunca había tratado de establecerse allí un grupo de personas. Se suponía que antes de la llegada del clan tampoco había habido mujeres que pusieran el pie en Lapak.

Cierto día, un grupo de hombres que había ido a pescar a uno de los ríos que descendían por las laderas del volcán central se refugió, al alcanzarles la noche, en una cueva abierta en lo alto de un montículo, frente a la zona del mar de Bering delimitada por la cadena de islas. Cuando llegó la mañana vieron, atónitos, que la cueva estaba ocupada por una mujer increíblemente vieja.

- ¡Milagro! -gritaron, mientras corrían en busca de su chamán-. ¡Hay una vieja escondida en una caverna!

Azazruk siguió a los hombres hasta la cueva y les pidió que aguardaran afuera, mientras él investigaba aquella extraña novedad; se adentró en la cueva y se encontró frente a las facciones marchitas y correosas de una vieja cuyo cuerpo momificado se mantenía todavía erguido, de modo que parecía viva y casi a punto de contarle las aventuras por las que había pasado durante los últimos milenios.

El chamán permaneció un largo rato junto a ella y trató de imaginar cómo había llegado a la isla, cuál había sido su vida y qué manos amorosas la colocaron en aquella posición protegida y reverencial. La mujer parecía deseosa de hablarle, de modo que él se inclinó hacia adelante, como para escucharla mejor, y pronunció para sí mismo unas palabras consoladoras, como si las dijese ella misma.

- Azazruk, has traído a los tuyos a casa. Ya no viajaréis más.

Al volver a su choza de la playa, extrajo sus piedras y sus huesos en busca de orientación; oyó cómo la voz tranquilizadora de la mujer dirigía sus decisiones, y gran parte de las cosas buenas que disfrutó su gente en la isla de Lapak se debió a los sabios consejos de la anciana.

¿Cómo iban a vivir los inmigrantes, si no había árboles ni suficiente espacio para el tipo de agricultura que conocían? Tendría que ser de la generosidad del mar, y es impresionante observar cómo se anticiparon los océanos a las necesidades de aquel pueblo atrevido, y cómo les proveyeron en abundancia. ¿Tenían hambre? Cada bahía, cada ensenada de la isla hervía llena de marisco, caracoles de mar, calamares y algas marinas de las más nutritivas. ¿Les apetecía algo más sustancioso? Podían pescar en las bahías utilizando un cordel de tripa de foca y un anzuelo de hueso de ballena, con los que casi siempre conseguían algo; y, si entre los desechos de la playa encontraban un palo alargado, podían encaramarse a una roca saliente y pescar en el mismo mar. ¿Necesitaban madera para construir una choza? Esperaban a la próxima tempestad y, en la playa, en el umbral de su casa, se encontraban con un gran montón de madera de deriva.

Los que se atrevían a abandonar la tierra y se aventuraban en el mismo océano, tenían a su disposición una riqueza inagotable. Solamente necesitaban cierta habilidad para construir un kayak individual, y coraje para confiar su vida a una embarcación extremadamente frágil, que la ola más pequeña podía estrellar contra una roca. Un hombre en su kayak podía alejarse tres kilómetros de la costa y pescar hermosos salmones, largos y lustrosos. A quince kilómetros encontraba halibuts y bacalaos, y, si prefería, como la mayoría, la carne más suculenta de los grandes animales marinos, podía cazar focas o aventurarse en el océano para batirse con las titánicas ballenas y las morsas poderosas.

No era muy difícil divisar una ballena, porque la disposición de las islas dejaba unos pocos puntos por los que podían pasar animales de ese tamaño, y Lapak se situaba entre dos de aquellos pasos. Aunque regularmente veían ballenas que cruzaban muy cerca de los promontorios, era menos habitual cazarlas. Los valientes de la isla podían perseguirlas durante tres días y herirlas de gravedad, sin lograr traerlas a la costa. Lloraban mientras veían alejarse al leviatán, cuyas heridas le llevarían a morir en el mar, en algún lugar distante donde un grupo de forasteros, que no habrían desempeñado papel alguno en su captura, se alimentaría con él. Alguna mañana, también ocurría a veces que una mujer de Lapak que se había levantado temprano para recoger algas en la costa veía a poca distancia, flotando en el mar, un objeto que por su tamaño solamente podía ser una ballena; por un momento la tomaba por una ballena errante que se había aventurado cerca de la costa, pero, al cabo de un rato, al ver que no se movía, se entusiasmaba y corría gritando hacia sus hombres:

- ¡Una ballena, una ballena!

Entonces, los hombres corrían a sus kayaks, remaban a toda prisa hacia el gigante muerto y sujetaban unas pieles de foca infladas al cadáver, para que se mantuviera a flote mientras lo empujaban lentamente hacia la costa. Cuando la descuartizaban, mientras las mujeres tocaban los tambores, encontraban las heridas fatales que le había infligido alguna otra tribu y, a veces, el extremo de algún arpón detrás de la oreja de la ballena. Y daban las gracias a los valientes desconocidos que habían luchado contra aquella ballena para que Lapak pudiera comer.

Pasó algún tiempo antes de que la gente de Azazruk descubriera la auténtica riqueza de la isla; un gran cazador, Shugnak, había construido el primer umiak para seis personas que hubo en la isla, y, una mañana, con el chamán acurrucado en el centro, la embarcación se adentró en la cadena de islotes que llegaba hasta el pequeño volcán. Los salientes rocosos eran peligrosos, y Azazruk advirtió a Shugnak.

- No pasemos tan cerca de las rocas.

El cazador, que era más joven y atrevido que el chamán, había visto moverse algo entre las algas que rodeaban las rocas, de modo que continuó avanzando; cuando el umiak entraba en la maraña de algas marinas, casualmente Azazruk vio pasar nadando a un animal, y, sobresaltado por su aspecto, lanzó un grito; ante las preguntas de sus compañeros, se limitó a señalar el prodigio que había entre las olas.

Fue así como los hombres de Lapak conocieron a la fabulosa nutria marina, un animal bastante parecido a una foca pequeña, de constitución similar y que nadaba más o menos del mismo modo. Aquélla medía aproximadamente un metro y medio, tenía una bonita forma alargada y, evidente mente, se sentía muy a gusto en el agua helada. Pero la exclamación de Azazruk y sus compañeros al ver al animal se debió a su cara, que parecía exactamente la de un viejo bigotudo que hubiera disfrutado de la vida y u biera envejecido bien. Tenía la misma frente arrugada, los mismos ojos inyectados en sangre, la misma nariz, la misma sonrisa y, lo más extraño de todo, el mismo bigote fino y desaliñado. La leyenda de las sirenas se formó a través de relatos que exageraban el aspecto de aquel animal, cuyo rostro era extraordinariamente parecido al de un hombre, hasta el punto de que, alguna vez, más adelante, hubo cazadores a los que la visión de la nutria en el agua les sobresaltó tanto que por un momento se negaron a matarla por miedo a cometer un asesinato involuntario.

Azazruk supo intuitivamente, al inicio del encuentro con este animal asombroso, que se trataba de algo especial; tanto él como Shugnak, que viajaba en la popa del umiak, se convencieron después de que habían descubierto un animal rarísimo. Detrás de la primera nutria venía una madre flotando cómodamente panza arriba, como una bañista que tomara relajadamente el sol en la tranquilidad de una piscina, y, por encima de las olas, encaramada sobre su vientre, había una cría, igualmente cómoda, que contemplaba perezosamente el mundo. Aquella escena maternal maravilló Azazruk, el cual, aunque no tenía mujer ni hijos, amaba a los niños y respetaba los misterios de la maternidad.

- Mirad qué cuna! -les dijo a los remeros, cuando la amorosa pareja pasaba cerca de ellos.

Pero los cazadores estaban observando algo todavía más extraordinario, porque detrás de las dos primeras nutrias venía un ejemplar de más edad, que flotaba también sobre su lomo, y que estaba haciendo algo increíble. Sobre su ancha barriga, bien sujeta con los músculos del abdomen, llevaba apoyada una piedra grande, y, usando sus dos patas delanteras como si fueran manos, golpeaba una y otra vez contra ella almejas y otros moluscos, para retirar después la carne, que se metía en la boca sonriente.

- ¿Es una piedra lo que lleva en el vientre? -preguntó Azazruk.

Los que iban en la proa de la embarcación gritaron que sí, y en aquel instante, Shugnak, el cual siempre quería arrojar su lanza contra cualquier cosa que se moviera, remó con destreza hasta que la popa del umiak se acercó a la nutria que tomaba tranquilamente el sol. Shugnak arrojó su lanza afilada, con gran habilidad, atravesó al animal que comía almejas despreocupadamente, y le arrastró hasta la embarcación.

En secreto, la desolló y dio la carne a sus mujeres para que la cocinaran, y, al cabo de varios meses, apareció con la piel curtida sobre los hombros. Todos quedaron maravillados por su suavidad, su belleza reluciente y por su espesor excepcional. En aquel momento comenzó la explotación de las pieles de nutria marina, y también la rivalidad entre Azazruk, el buen chamán, y Shugnak, el gran cazador.

Desde el principio, este último comprendió que las pieles de nutria marina iban a convertirse en un tesoro; aunque faltaban miles de años para que comenzase el comercio de pieles con lugares lejanos, en Lapak todos los ad ultos deseaban una piel de nutria, y hasta dos o tres. Podían conseguir tantas pieles de foca como quisieran para fabricar vestidos preciosos, pero los isleños ansiaban las de nutria, y Shugnak era el hombre que podía proporcionárselas.

Como se dio cuenta muy pronto de que no era muy productivo cazar nutrias en un umiak de seis personas, encargó a sus hombres, basándose en recuerdos tribales, la construcción de algo parecido a los antiguos kayaks. Cuando comprobó que eran adecuados para la navegación, enseñó a los marineros a cazar con él, en grupo. Recorrían el mar silenciosamente hasta que encontraban una familia de nutrias, que incluía algún macho gordo dedicado a romper almejas. En días de suerte lograban cazar hasta seis, y llegó un momento en que los isleños aprovechaban solamente la piel y desechaban la carne. Había comenzado una masacre despiadada de las nutrias.

- No es bueno matar a las nutrias -dijo Azazruk, que se vio obligado a intervenir.

Pero Shugnak, que en todo lo que no tuviera que ver con la caza era un hombre bueno y amable, se resistió.

- Necesitamos las pieles -objetó.

Evidentemente, nadie necesitaba en realidad aquellas pieles, porque abundaban las focas y la carne de las nutrias era demasiado dura para comer, pero a los que ya tenían prendas de nutria les gustaba lucirlas, y los que aún no tenían le pedían más a Shugnak.

- Las nutrias andan por ahí y no sirven para nada; no hacen más que nadar y romper las almejas que llevan en la barriga -dijo el cazador, cuyo punto de vista era la simplicidad misma.

- Los grandes espíritus han traído al mundo a los animales de la Tierra y a los del mar para que el hombre pueda vivir -contestó Azazruk, que tenía un conocimiento más profundo de las cosas.

Se obsesionó tanto con aquel concepto que trepó una mañana hasta la cueva de la anciana momificada y se sentó durante mucho rato en su presencia, como si la consultase.

- ¿Es una tontería pensar que las nutrias marinas son mis hermanas? -preguntó.

Solamente le respondió el eco de su propia voz.

¿Es Posible que Shugnak tenga razón al cazarlas como lo hace?

Una vez más, silencio.

- Supongamos que los dos tenemos razón: Azazruk, porque ama a los animales Y Shugnak, porque los mata. -Hizo una pausa y añadió una pre gunta que más adelante intrigaría a los filósofos-: ¿Cómo pueden ser verdad dos cosas tan diferentes entre sí?

Entonces encontró la respuesta en sí mismo, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, cuando un hombre o una mujer han consultado a un oráculo. Proyectó su propia voz hacia la momia, y escuchó su respuesta, que le ofrecía una cálida seguridad:

- Azazruk tiene que amar y Shugnak tiene que matar, y los dos tenéis razón.

Aunque la momia no dijo nada más, allí mismo, en el silencio de la cueva, Azazruk imaginó la frase que pensaba recitar a los isleños: «Vivimos de los animales, pero también vivimos con ellos». Muchos del clan le escucharon mientras él iba perfilando su intuición de lo que suponía eran los deseos de los espíritus, pero la mayoría continuó ambicionando las pieles de nutria, y éstos iniciaron una campaña de rumores contra el chamán, y dijeron que no quería que se mataran las nutrias porque se parecían a las personas, cuando todo el mundo sabía que no eran más que grandes peces cubiertos con pieles muy valiosas.

La comunidad quedó dividida, pues unos apoyaban al chamán mientras otros defendían al cazador, en un antagonismo similar a los muchos que se produjeron en miles de los pueblos primitivos de Asia y Alaska (los soñadores, contra los pragmáticos; los chamanes responsables del bienestar espiritual de su pueblo, contra los grandes cazadores encargados de alimentarlos), y la lucha continuó inevitablemente a lo largo de los milenios venideros, porque era un punto que creaba diferencias entre los hombres de buena voluntad.

En la isla de Lapak, el conflicto alcanzó su punto culminante una mañana de verano, cuando Shugnak se disponía a salir en su kayak individual en busca de nutrias.

- No necesitamos más nutrias -le detuvo el chamán en la playa-. Deja vivir a los pobres animales.

Él era un asceta y estaba dotado de una cualidad mística que lo diferenciaba de los demás hombres. Aunque habitualmente guardaba silencio, cuando él hablaba los otros tenían que escuchar.

- Shugnak era muy diferente: era un hombre fornido, de hombros anchos y de manos fuertes, pero lo que le caracterizaba como a un gran cazador era la expresión salvaje de su cara. Tenía la tez rojiza, en vez de amarillenta o parda, como la del isleño típico, y se distinguía por tres líneas marcadas paralelamente a los ojos. La primera era un trozo largo de hueso de ballena que llevaba ensartado en el cartílago de la nariz y que sobresalía más allá de las fosas nasales. La segunda era un adusto bigote negro y retorcido. La tercera, la más impresionante, la formaban un par de pequeños discos labiales, insertados a cada lado de la boca y que quedaban conectados por delante del mentón con los tres eslabones de una complicada cadena, tallada en marfil de morsa. Se vestía con las pieles de leones marinos cazados por él mismo; y ofrecía un aspecto formidable cuando se erguía, con el torso que se veía aún más ancho porque se prolongaba en sus brazos poderosos.

No pensaba permitir que el chamán interrumpiera su caza aquella mañana; cuando Azazruk lo intentó, le apartó suavemente a un lado. Azazruk se dio cuenta de que Shugnak podía derribarle con un simple empujón, pero no podía renunciar a su responsabilidad en bien de los animales y volvió a cerrarle el paso. El cazador se impacientó y, sin ánimo irreverente, puesto que apreciaba al chamán, cuando se ocupaba de sus propios asuntos, empujó a Azazruk con aspereza hasta que se cayó; después Shugnak continuó la marcha hacia su kayak, se alejó remando coléricamente y prosiguió su cacería.

El nerviosismo se extendió sobre la isla; cuando Shugnak volvió, Azazruk le estaba esperando, y se pasaron varios días discutiendo. El chamán suplicaba en favor de las nutrias, temiendo que las exterminaran, y Shugnak contraatacaba con tozudo realismo, argumentando que aquellos animales habían sido traídos a las aguas cercanas con la evidente intención de que pudieran aprovecharlos, como pensaba hacer él.

Después de largos años de jefatura espiritual, Azazruk perdió la compostura por primera vez y despotricó contra todos los cazadores y sus kayaks, hasta ponerse en ridículo; llegó a mostrarse tan ofensivo que la gente dejó de hacerle caso. Se dio cuenta entonces de que había representado el papel de tonto ante su pueblo, lo que le había alejado de ellos, y ahora no tenía más remedio que renunciar a su cargo. Una mañana, antes de que se despertaran los demás, recogió sus fetiches, abandonó la choza de la playa y caminó gravemente hasta las orillas de una bahía lejana, donde construyó una cabaña de barro. Le ocurrió como a mil chamanes anteriores a él: aprendió que el consejero espiritual de un pueblo tiene que mantenerse aparte de las disputas políticas y económicas.

Estaba ya viejo, cercano a los cincuenta, y aunque su gente reconocía aún el mérito de haberles conducido hasta aquella isla, no querían que se entrometiera más en sus asuntos; preferían un jefe más sensato, como Shugnak, que, si quería, podía aprender también a consultar y a apaciguar a los espíritus.

Azazruk pasó marginado sus últimos días, aislado en su choza. Podía sobrevivir recogiendo marisco, crustáceos y algas en la playa; al cabo de algunos días, Shugnak le ofreció generosamente un kayak, y Azazruk llegó a conseguir cierta habilidad remando, aunque no había practicado mucho hasta entonces. A menudo se aventuraba lejos de la playa, siempre hacia el norte, hacia aquellas aguas que eran la continua tentación de su pueblo, y allí, en lo profundo de las olas, conversaba con las focas y con las grandes ballenas que pasaban. De vez en cuando veía un grupo de morsas que seguía rumbo norte y las llamaba, y, a veces, en los días calurosos del verano, pasaba toda la noche, que duraba solamente unas horas, bajo la luz pálida de las estrellas, unido al vasto océano y en paz con el mar.

Sus momentos preferidos eran aquellos en que se encontraba con alguna familia de nutrias marinas entre las algas: entonces observaba a la madre que Rotaba de espaldas, con su hijo en el seno; veía centellear los ojos de la cría, deslumbrada por el nuevo mundo que estaba descubriendo, y saludaba al alegre viejo bigotudo, que pasaba flotando con una piedra en la barriga y dos almejas en sus patas gordas.

Azazruk tenía una legión de animales amigos, desde los enormes mamuts a los astutos leones; pero los más apreciados de todos ellos eran las nutrias marinas, por ser especiales, e, incluso, al final de su vida, sin justificarlo racionalmente, concibió la idea de que las nutrias marinas eran quienes mejor representaban a los espíritus que le habían guiado durante toda su vida, honorable y productiva. «Eran ellas las que me llamaron, cuando vivíamos en las estepas áridas del este. Ellas venían por la noche, para recordarme que mi pueblo y yo pertenecíamos al océano.» Una mañana, al regresar de un viaje nocturno por el océano que lo acogía como una madre, se sentó rodeado de sus fetiches, los desenvolvió para que pudieran respirar y hablar con él, y, entonces, agradablemente sorprendido, se dio cuenta de que la figurita de marfil sin cabeza que tanto le gustaba no era ningún hombre, sino una nutria marina recostada perezosamente sobre su espalda; en aquel instante descubrió la unidad del mundo, la comunión espiritual entre los mamuts, las ballenas, los pájaros y los hombres, y aquella sabiduría exaltó su alma.

No le encontraron hasta varios días después. Dos mujeres embarazadas emprendieron el largo camino hasta su choza para que las ayudara a tener unos hijos sanos; cuando le llamaron desde la puerta y no les respondió, supusieron que había salido otra vez al mar, pero entonces una de ellas divisó su kayak vacío en la playa y dedujo que el chamán todavía tenía que estar en la choza. Al entrar, las mujeres le encontraron sentado en el suelo, con el cuerpo desplomado sobre la colección de fetiches.

Más adelante se llamó Aleutianas a las islas adonde Azazruk había conducido a su clan; sus habitantes fueron conocidos con el nombre de aleutas (ahl-ay-uts) y formaron uno de los pueblos más extraños y complejos de la Tierra. Impulsados por el aislamiento, desarrollaron una forma muy especial de vida. Eran hombres y mujeres del mar, y de él dependía su subsistencia. En cada isla un solo grupo se bastaba a sí mismo, por lo que no fue necesario inventar la guerra durante aquellos tiempos remotos. Los aleutas se sentían seguros en un mundo regido por espíritus benévolos y disfrutaban de una vida satisfactoria. También conocían la tragedia, porque a veces les amenazaba la muerte por inanición, y, cuando en el mar del cual dependían se producía una tempestad súbita, casi todas las familias habían llegado a perder a un padre, un esposo o un hijo varón. No había árboles ni ninguno de los atractivos animales que habían conocido en el continente, tampoco tenían relación con los esquimales del norte ni con los atapascos del territorio central, pero en cambio vivían en un contacto estrecho con el espíritu del mar, con el misterio del pequeño volcán que bullía desde su costa, y con la animada vida de las ballenas, las morsas, las focas y las nutrias marinas.

Posteriormente, los estudiosos descubrieron que la cadena de islas se extendía hacia Asia formando casi un puente de tierra y concluyeron que seguramente lo había atravesado caminando una tribu de mongoles asiáticos, hasta llegar al grupo de islas más occidental, para colonizar después gradualmente las islas situadas más hacia el este. No sucedió de este modo. La colonización de las Aleutianas se produjo de este a oeste, a cargo de esquimales como Azazruk y su clan, los cuales, si se hubieran desviado hacia el norte después de atravesar el auténtico puente de tierra, hubieran llegado a ser idénticos a los esquimales del océano Ártico. Como se encaminaron hacia el sur, se convirtieron en aleutas.

Azazruk, que en las leyendas isleñas recibió el nombre de Gran Chamán, dejó dos herencias importantes. Los últimos años de su vida, ideó un sombrero aleuta que utilizaba en sus viajes por el océano, y que seguramente constituye el tocado más curioso del mundo. Era de madera tallada, aunque se podía hacer también con barbas de ballena, y subía por atrás en línea recta, hasta una altura considerable. Descendía después hacia adelante formando una curva amplia y se extendía con un ángulo gracioso por delante de los ojos, de modo que los ojos del marinero quedaban protegidos del resplandor del sol por una larga visera. Sólo por eso, por la belleza y el arte de su forma, ya hubiera sido especial; pero, además, en el punto de contacto entre la parte trasera y la larga pendiente frontal, Azazruk dispuso unas pocas plumas sutiles) los tallos de algunas flores secas o fragmentos decorados de barbas de ballena, que caían hacia adelante, por encima de la visera, en forma de arco. Este sombrero de madera era una obra de arte de proporciones perfectas.

Cuando un grupo de media docena de aleutas se disponía a cruzar el océano, cada uno en su kayak y tocado con un sombrero al estilo de Azazruk, con la visera adelantada y las plumas erguidas, formaban una escena memorable, que retrataron más adelante los artistas europeos que viajaban con los exploradores; de este modo, los sombreros se convirtieron en un símbolo del Ártico.

El chamán tuvo otra contribución más duradera. Cuando los niños nacidos en Lapak le importunaban para que les contase las interesantes leyendas de la tierra de la que provenían, él siempre hablaba de ella, de los glaciares y de la interesante colección de animales que en ella vivían, utilizando el término «Tierra Grande», porque había sido verdaderamente grande, y tener que abandonarla fue una triste derrota. Con el tiempo, aquellas palabras pasaron a representar la herencia perdida. La Tierra Grande se extendía hacia el este, más allá del archipiélago, y constituía un noble recuerdo.

La palabra aleuta que significaba Tierra Grande era Alaxsxaq, y, cuando los europeos llegaron a las islas Aleutianas, en su primera parada por aquella zona del Ártico, y preguntaron a la gente cómo se llamaban las tierras cercanas, ellos replicaron: «Alaxsxaq», que en la pronunciación europea quedó convertido en Alaska.