VII. GIGANTES EN EL CAOS
La mala administración de los estadounidenses tuvo consecuencias catastróficas para Sitka: el hermoso puerto, que anteriormente acogía más de doscientos barcos de todo el mundo cada año, vio reducirse esta cifra a diecinueve embarcaciones, que llegaban espaciadamente, con poco para vender y con escaso dinero para comprar las mercancías locales.
La ciudad, una de las más bonitas de los Estados Unidos, perdió habitantes: pasó de más de dos mil personas a menos de trescientas; además, como la mano de obra especializada había vuelto a Rusia, los ingresos de la aduana disminuyeron: de los más de cien mil dólares anuales que entraban en los buenos tiempos del gobierno ruso, se pasó a veintiún mil ya bajo gobierno estadounidense, y, finalmente, a la ridícula cantidad de cuatrocientos cuarenta y nueve dólares con veintiocho centavos.
Los jefes tlingits, que año tras año asistían al desastre, se volvieron más temerarios: abandonaron los escondites en los que se habían refugiado ante la amenaza rusa y se acercaron cada vez más al lugar donde antes se levantaba la empalizada defensiva, que ahora ya no existía. Sitka pasaba por grandes dificultades.
Pero la falta de gobierno tuvo un efecto todavía más devastador en el resto de Alaska, como demuestra la serie de episodios que vamos a relatar.
Cuando llegó a oídos del consorcio de los ricos armadores de New Bedford, que pocas veces habían subido a un barco, que el capitán Schransky pretendía bautizar el nuevo bergantín con el nombre de Erebus, se quejaron de que esa referencia al inframundo y al averno no era un nombre adecuado para un barco ballenero cuyos propietarios eran cristianos temerosos de Dios.
- Ningún nombre sería más apropiado -afirmó irónicamente el capitán-, porque este barco navegará por el infierno blanco del Ártico, lleno de hielo y nieve.
También quiso pintar la embarcación de un fúnebre color negro intenso, pero los armadores se opusieron:
- Algunos de nuestros antepasados dieron la vida por defender los barcos de Nueva Inglaterra contra los piratas, así que no permitiremos que una de nuestras embarcaciones navegue pintada de ese pavoroso color.
El capitán Emil Schransky, con su metro noventa de estatura, su nórdico pelo blanco y su espesa barba, insistió en que quería usar el color negro.
- Ya que va a ser un barco infernal, pues en otro caso no podría conseguir beneficios por aquellos mares, que tenga al menos el color del infierno
Se alcanzó una solución de compromiso: el barco se pintó de color azul fuerte, tan oscuro que desde lejos parecía negro; el Erebus, pintado en ese tono amenazador, zarpó con rumbo sur, hacia el temido cabo de Hornos cuya travesía lo situaría de lleno en el Pacífico. Una vez allí, se dirigiría haci'a el mar de Bering, para pescar ballenas, y pasaría un año entero en expediciones contra las focas de las islas Pribilof y las morsas del mar de Uhukotsk. El aceite de ballena se enviaría a Hawai; las pieles de foca y los colmillos de morsa se venderían en China, y, entre uno y otro viaje comercial, el Erebus recorrería el Pacífico, en busca de cualquier tipo de cargamento que valiera la pena. El siniestro barco oscuro, bajo el mando del corpulento capitán de pelo y barba blancos, nunca se dedicó abiertamente a la piratería, a pesar de que Schransky no hubiera tenido inconveniente, de haberse presentado una buena oportunidad de hacerlo sin peligro de que le descubrieran.
Al tomar el mando del Erebus tenía cuarenta y cinco años y era un gran hombre, en todos los sentidos. Había nacido en Alemania, en una familia rusa y prusiana; a los once años le echaron de su casa, bastante agitada, pero no tardó en embarcarse en un barco mercante que salía de Hamburgo para recorrer el mundo entero. La vida de marino fue una cruel academia: a los catorce años se había convertido en un rudo pendenciero, dispuesto a medirse con grumetes de dieciocho y diecinueve años, a los que a veces él mismo provocaba. Era un temible camorrista, capaz de usar todas las tretas sucias, y a los veintidós años, cuando alcanzó su estatura de adulto, ya casi no necesitaba recurrir a los puños. No le molestaba hacerlo, pero disfrutaba igualmente apartando a empujones del lugar de la pelea a los pequeños provocadores; se reservaba los demoledores puños para los verdaderos enemigos, porque creía que era mejor acabar con ellos antes de que ellos acabaran con él.
Cuando se enfadaba podía convertirse en un peligroso adversario: una mole rabiosa de ciento treinta y cuatro kilos, que movía los brazos como aspas de molino, dando puntapiés sin parar, con la gran barba blanca agitándose en el aire mientras se abalanzaba furiosamente contra cualquiera que se hubiera atrevido a molestarle. En esos momentos pegaba a matar, y, aunque nunca había llegado a asesinar a puñetazos a ningún marinero estadounidense, hubo dos compañeros de tripulación, uno de Maine y otro de Maryland, que nunca se recuperaron de las violentas palizas que les propinó. El de Maine murió en Lahaina, cinco meses después; el de Maryland se fue a vivir al puerto de Santiago, con la mente debilitada y el brazo izquierdo inútil. Otros, a los que pegó con menos dureza, consiguieron recuperarse, con el brazo un poco débil por las fracturas o con algún diente de menos.
Era un hombre de mucha corpulencia, mucho vigor y muy apasionado, cuyos instintos agresivos le convirtieron en algo más que un simple marinero rusoalemán de apetito pantagruélico. Cualquier barco en el que ingresara como capitán pasaba a ser suyo: los armadores no eran bien recibidos a bordo, y habría sido inconcebible que uno de ellos le acompañara en una travesía, incluso en una sola de las etapas. Navegaba por dinero, y tenía un extraordinario olfato para encontrarlo. (Cierta vez ganó una pequeña fortuna con un cargamento de madera de sándalo que otros capitanes habían rechazado.) Además, despreciaba las juntas de gobierno, los controles y los reglamentos. Mantenía a sus barcos lejos de los puertos de origen a lo largo de cuatro o cinco años, para evitar la intromisión de los propietarios; tan pronto dejaba atrás el cabo de Hornos (ya que evitaba el de Buena Esperanza, al que llamaba «la ruta de los mariquitas»), parecía respirar más tranquilo y aspiraba a grandes bocanadas el aire salado del Pacífico, al que a veces daba el nombre de «océano de la Libertad», porque podía cruzarlo desde Chile hasta China sin que le vigilaran las autoridades locales.
Sin embargo, hasta que no cruzaba las Aleutianas y aparecía en el mar de Bering no empezaba a comportarse con el desenfreno que caracterizó su actividad como capitán. Antes de 1867, el año en que los Estados Unidos se hicieron cargo de Alaska y de sus aguas territoriales, Schransky había sido un castigo para los dueños rusos del mar de Bering, porque se mofaba de sus intentos de mantenerle alejado de las islas Pribilof, adonde llegaba inesperadamente para recoger todo un cargamento clandestino de pieles de foca. También le gustaba asolar las costas de Siberia, al norte de Petropávlovsk, para comerciar con nativos a quienes los mismos rusos temían abordar, o asaltar la costa occidental de Alaska en busca de ballenas, que, al parecer, sabía pescar mejor que los esquimales de la zona. A veces pasaba un año entero recorriendo el mar de Bering, sacando provecho de su abundancia y manteniendo medio congelado el botín hasta que se decidía a hacer escala en Lahaina o en Cantón.
- Llevaba honradamente las cuentas y enviaba a menudo grandes cantidades de dinero a los armadores de New Bedford, aprovechando el regreso de alguno de los barcos que eran rivales suyos desde hacía años; cuando era él quien tenía que volver a Nueva Inglaterra, los capitanes iban a verle para rogarle que llevara sus ganancias, porque se sabía que era digno de confianza.
- No sigue otra ley que la suya -afirmó con vehemencia un capitán de Boston, al recordar las disputas que había tenido con Schransky-, y para sus enemigos representa la destrucción; pero el capitán Emil es la persona de quien más me fío a la hora de entregar el cargamento o el dinero.
Los rusos, antes de 1867, y las autoridades estadounidenses, después de esa fecha, no tenían tan buena opinión de Schransky: le consideraban un depredador que no respetaba las leyes, un ladrón nocturno, un saqueador de pieles y el azote del mar de Bering. Parecía merodear por el Ártico bajo la influencia de alguna fuerza maligna, porque un sexto sentido le permitía huir de ese mar implacable antes de que el hielo se apoderara de su embarcación y la dejara ocho o nueve meses encallada; mientras que algunos capitanes imprudentes podían pasar el invierno entero aprisionados, él nunca se había encontrado en tal situación. Quien mejor le describió fue un esquimal de Punta Desolación, que contempló admirado cómo el Erebus abandonaba rápidamente ese puerto norteño, justo antes de que se endureciera el hielo:
- El capitán Schransky es un oso polar de pelaje negro. El hielo le susurra: «Allá voy», y él se escapa.
Podría haber sido un capitán ideal en un mundo cruel como éste, de no ser por tres enojosos defectos que le diferenciaban del resto de los hombres rudos. Tenía fama de ser un capitán tacaño, que daba poco de comer a su tripulación cuando estaban en el mar, pero que en cuanto llegaban a algún puerto hawaiano les animaba a hartarse de comida, pagando ellos. De todos modos, los marineros se resignaban a la cicatería de Schransky porque era generoso en el momento de repartir los beneficios con la tripulación.
Su segundo defecto era el desprecio que le inspiraban los grandes animales marinos de los que dependía su riqueza. Era cruel cuando pescaba y, algunas veces, por cada ballena o cada morsa que subía a bordo del barco, dejaba dos heridas o ahogadas.
- El mar es inagotable. Nunca faltarán ballenas ni ninguna otra cosa -refunfuñaba si algún tripulante se quejaba del brutal desperdicio de animales; durante la larga temporada de pesca de 1873, llevó a la práctica sin ningún escrúpulo su filosofía.
Después de que el Erebus franqueara el círculo protector de las Aleutianas lo que era siempre un grandioso momento, cuando llevaba apenas dos días, en el mar de Bering, uno de los marineros divisó un grupo de nueve espléndidas ballenas: eran animales grandes y lentos que se dirigían hacia el norte, en busca de aguas más frías. Antiguamente circulaban por los mares del norte unos cien mil ejemplares de este noble animal; pero en esa época no llegaban a diez mil, lo que se explica en parte por la desmesura con que las pescaba el capitán Schransky.
- ¡A estribor! -gritó al timonel.
El Erebus viró bruscamente en dirección a las ballenas, algunas de las cuales medían doce metros de longitud y pesaban cuarenta toneladas, y se echaron al agua tres botes con remeros y arponeros, que comenzaron a perseguir a las pacíficas bestias, ignorantes del peligro que se les acercaba.
Los balleneros del Erebus contaban con dos importantes ventajas, Usaban unos arpones largos que, en los afilados extremos, llevaban unos ganchos que permanecían bien ajustados al astil cuando el aparejo se clavaba en el flanco de una ballena, pero que se abrían dentro del cuerpo del animal en forma de una ancha y sólida T, de manera que la ballena ya no podía desprenderse del arma; en el otro extremo del arpón se sujetaban grandes vejigas de foca infladas, las cuales impedían que la ballena herida se sumergiera o se marchara nadando rápidamente. Una vez que una ballena había recibido el impacto de cuatro o cinco arpones del Erebus y las vejigas flotaban en su estela, estaba perdida.
Si conseguía alejarse nadando del barco, el capitán Schransky la dejaba escapar y ya no iba tras ella. «¡Se ha escapado! ¡Pesquemos esa otra»! Por eso, cuando atacaron el grupo de nueve ballenas, aunque su tripulación consiguió matar a tres, solamente capturaron una para aprovechar el aceite y las barbas; las otras dos se apartaron sin rumbo y murieron lejos de allí. No obstante, aquélla resultó ser un don del cielo, ya que permitió obtener muchos toneles de aceite, además de larguísimas barbas, esas laminillas óseas gracias a las cuales las ballenas filtran el plancton contenido en las grandes cantidades de agua de mar que pasan por su boca abierta.
- ¡Sacad todas las barbas! -gritaba Schransky, mientras los marineros troceaban el animal.
El capitán sabía que las ballenas, como se llamaba también a las barbas, eran indispensables para las modistas de París y Londres. Bien podía permitirse el lujo de dejar escapar los dos ejemplares heridos, porque con su única presa ganaría más de siete mil dólares.
Cuando cazaba morsas actuaba con la misma brutalidad: de cada tres animales que llegaba a herir con los rifles, sólo cobraba y aprovechaba los colmillos de dos, e incluso a veces de uno solo. Pero su comportamiento más despiadado lo tenía con las focas, que cazaba por las pieles. Usando las mismas tretas con las que solía engañar a los rusos, eludía la vigilancia de las patrullas estadounidenses y se colaba en las Pribilof, las dos famosas islas donde iban a criar prácticamente todas las focas del mundo. Aguardaba el momento propicio y anclaba de improviso en San Pablo, la isla situada más al norte, donde su tripulación, armada de garrotes, arremetía contra las indefensas focas y las golpeaba en la cabeza hasta partirles el cráneo. No resultaba una tarea muy difícil, porque en esa isla se aglomeraban unas seiscientas mil focas, y en la de San Jorge, situada más al sur, un número apenas menor; la matanza podía prolongarse durante tanto tiempo como los marineros fueran capaces de seguir empuñando los garrotes ensangrentados.
En la época de los rusos, durante la cual solían acudir casi dos millones de focas a las Pribilof, la administración era consciente de que en las islas se disponía de un tesoro casi inagotable, por lo que controlaba las piezas cobradas, para asegurar la reposición del inmenso rebaño; ahora bien, en cuanto se dejó de fiscalizar a hombres codiciosos como Schransky, las focas de las Pribilof se vieron amenazadas de extinción.
Sin embargo, la verdadera carnicería, la que combatían y trataban de abolir todos los Estados marítimos del mundo, era la caza pelágica de focas, precisamente la que más gustaba a Schransky y con la cual obtenía enormes beneficios. La caza pelágica (una palabra que, como «archipiélago», proviene de pelagos, «mar» en griego) consistía en acosar a las focas, en su mayoría hembras preñadas, cuando estaban en alta mar, indefensas; se les daba muerte fácilmente y se les arrancaban del vientre las crías a medio formar, cuya piel era extraordinariamente apreciada en China. La maniobra repugnaba a muchos de los marineros que se veían obligados a participar en ella, pero resultaba lucrativa: un capitán sin escrúpulos cuyo barco fuera lo bastante rápido como para librarse de las patrullas rusas, británicas o estadounidenses podía ganar una cantidad considerable con las expediciones de caza pelágica.
El capitán Schransky, a quien apodaban «el rey de los cazadores pelágicos de focas», estaba empeñado aquel año en llegar a Cantón con las bodegas llenas de pieles selectas, por lo que envió a proa a dos vigías para que intentaran descubrir las zonas por las que se acercarían los animales. Cuando uno de los vigías gritó: «¡Cinco focas a babor!», el capitán envió el Erebus a toda velocidad hacia el lugar indicado, se echaron unos botes al agua, y los marineros se pusieron a remar entre las focas indefensas y comenzaron a matarlas a golpes y cuchilladas. Dado que las focas no podían estar todo el tiempo bajo el agua, y además los botes, cada uno conducido por cuatro fuertes remeros, las alcanzaban cuando tenían que salir a respirar, se Produjo una violenta e interminable carnicería.
Las hembras preñadas eran especialmente vulnerables: en las zonas a las que llegaron los botes, murieron aproximadamente el noventa por ciento, y su sangre acabó tiñendo de rojo el mar de Bering. De nuevo, sin embargo, el escandaloso porcentaje del ochenta por ciento de todas las focas muertas no se cobró, sino que se hundieron infructuosamente en el fondo del mar, en tanto que el Erebus indicaba por señas a los botes que regresaran a fin de continuar el viaje hasta China y las riquezas que allí le esperaban.
El tercer defecto del capitán Schransky fue el más grave de todos, porque sus funestas consecuencias perduraron hasta mucho después de que él abandonara estos mares. Aunque él mismo era abstemio y no permitía que se emborrachara nadie en el barco, no tardó en descubrir los grandes beneficios que podía obtener si llenaba las bodegas en New Bedfórd con barriles de ron y de melaza para introducirlos entre los indígenas, los cuales tenían muy poco o ningún conocimiento de las bebidas alcohólicas. Las consecuencias en las regiones situadas junto al mar de Bering fueron desastrosas: los indígenas se enviciaron con el ron y con el licor que destilaban a partir de la melaza (llevaba el nombre de la primera tribu que preparó el líquido, hoochinoo, pero muy pronto se abrevió en hooch, una palabra que en inglés ha pasado a significar cualquier licor destilado ilegalmente), hasta el punto de que llegaron a desaparecer aldeas enteras, porque tanto los hombres como las mujeres y los niños comenzaron a beber sin parar hasta matarse.
Al parecer, en el Ártico todas las personas sensatas se oponían a semejante tráfico: los rusos lo habían declarado ilegal ya al principio de su mandato y vigilaban intensamente las costas; los misioneros predicaban contra él; en Nueva Inglaterra, los puritanos condenaban los negocios inmorales que llevaban a cabo tales cuadrillas. Pero algunos capitanes, como Schransky no pudieron resistirse a adquirir una gran fortuna con este comercio, por lo que lentamente, de aldea en aldea, tanto en Siberia como en Alaska, pervirtieron a los indígenas.
En 1867, año en que el país cambió de dueño, los duros capitanes rusos que habían mantenido cierto orden en el mar de Bering cedieron la responsabilidad a los inexpertos marineros estadounidenses del Cuerpo de Guardacostas del Departamento del Tesoro, cuyos voluminosos barcos, el Rush y el Corwin, no consiguieron controlar al Erebus. Durante casi ocho años, entre 1867 y 1875, el capitán Schransky gozó de una autoridad indiscutible sobre las aguas del norte, mató tantas focas como quiso y abasteció de hooch todos los lugares en los que fondeó. Se había convertido en el dictador del mar y no obedecía más ley que la suya.
En 1875 no tenía más de cuarenta y ocho años; con el barco amarrado frente al cabo Krigugon, en la península siberiana de Chukotsk, el capitán imaginó su futuro: «Si regreso otras tres veces a New Bedford, puedo necesitar unos dieciocho años más. Tendré sesenta y seis años entonces. La última expedición será grandiosa: cazaré todas las focas de las Pribilof y venderé todo el ron que pueda cargar en el barco. Después me compraré una casa junto al mar, tal vez en New Bedford, tal vez cerca de Hamburgo». Sin embargo, no entraba en sus cálculos que fuera a aparecer en aquel mar un hombre casi tan alto como él, casi igual de valiente y casi tan buen cazador, pero muchísimo más decidido porque su biografía era excepcional.
Si el capitán Schransky se hubiera dirigido al pueblecito de Desolation, en la orilla alaskana del mar de Chukotsk, durante la temporada ballenera de 1875, probablemente habría evitado un asesinato. Sin embargo, como el verano estaba a punto de acabar, no fue en busca de ninguna de las mercancías que podía encontrar en Desolación. Además, su barómetro interno le advirtió que el hielo iba a congelarse mucho más pronto que los otros años en que había hecho escala en Punta Desolación. Por eso se alejó rápidamente del mar de Chukotsk y tomó rumbo sur.
Cuando el capitán se marchó, llevándose a los últimos hombres blancos que se verían en la región en casi todo un año, el vengativo esquimal Agulaak pensó que había llegado el momento de la revancha y comenzó a tramar planes contra el padre Fyodor, el sacerdote ortodoxo que en 1868 había llegado desde el Yukón y había establecido una misión en el pueblo.
Los esquimales de Desolation apreciaban al sacerdote porque era un hombre generoso y comprensivo que vivía al estilo esquimal: había ocupado una vivienda excavada con techo de ramas hasta que, junto con su esposa y su hijo, consiguió reunir suficiente madera flotante para construir una buena cabaña; es decir, un cobertizo que tenía una pared maciza frente al mar congelado y a las gélidas ráfagas que llegaban de Siberia, un tosco hogar con su chimenea improvisada y otro muro que daba completamente al sur y quedaba algo expuesto a la intemperie, aunque estaba en parte resguardado por tres pellejos de caribú que se usaban como puerta y que había que apartar, uno detrás de otro, para entrar en la casa.
La cabaña era abrigada, ya que habían introducido en las rendijas puñados de musgo que la aislaban del frío, y constituía el animado centro de las reuniones de amigos, a las que dedican bastante tiempo los esquimales. Allí se encontraban y cortejaban los jóvenes de la aldea, mientras los viejos se sentaban junto a las paredes y escuchaban relatos de los heroicos tiempos pasados. La vida transcurría agradablemente y, el día en que la mujer del padre Fyodor tuvo su segundo hijo (una niña, esta vez), en la cabaña se oyeron canciones porque el sacerdote y su esposa se habían convertido en parte importante de la comunidad.
La única explicación posible de que el misionero, que tenía cuarenta y Siete años y nunca había mirado a la mujer de otro, se hubiera convertido en el blanco de las intenciones asesinas de Agulaak era que alguna fuerza maligna rondaba por el lugar y había embrujado al esquimal. Agulaak estaba angustiado y habría sido inútil intentar convencerle de que no había ninguna Potencia en contra suya, pues eran abrumadoras las evidencias de lo contrario. En las dos últimas cacerías de morsas se había alejado mucho por el hielo Y había conseguido dominar a un animal como por ensalmo, pero se le había escapado en el instante decisivo; por eso, Agulaak pensó: «Algo ha advertido a la morsa que yo andaba cerca. No he podido oír la voz, pero sé que ha estado susurrando». La primavera anterior, en la época en que los caribúes solíían vagar por los territorios del norte, Agulaak había seguido, como cada año, el rastro de una manada que había bajado desde el nordeste; había calculado el lugar por donde tenían que pasar los animales más grandes y había comprobado una y otra vez, desesperado, que las lustrosas bestias llegaban casi al alcance de su lanza y entonces cambiaban de dirección. En otra cacería posterior, cuando quiso usar el rifle que había comprado dos años antes, durante una de las visitas comerciales del Erebus, volvió a ocurrirle lo mismo: en el horizonte apareció una gran cantidad de caribúes, enfilaron hacia el lodazal por donde acostumbraban a pasar y súbitamente se desviaron, porque algo o alguien les advirtió que Agulaak estaba al acecho.
Tras una serie de increíbles derrotas como éstas, no le resultó difícil concluir que alguna persona de Punta Desolación le había embrujado; como por entonces en la zona no había ningún chamán que pudiera resolver el misterio con sus conjuros, Agulaak quedó atrapado en su retorcida imaginación: cuanto más cavilaba sobre la magia ejercida contra él, más claro le parecía que el responsable era ese intruso del padre Fyodor.
Lo más importante estribaba en que el padre Fyodor era ruso, lo cual le confería poderes extraordinarios. Además, era sacerdote, es decir, recitaba ensalmos, quemaba incienso y se comportaba de una manera muy sospechosa. Todavía era más censurable que su esposa fuera atapasca, porque Agulaak consideraba que el misionero se había casado con ella únicamente para infiltrarla en la comunidad esquimal de Desolation y llevar a cabo su destrucción definitiva. De niño había oído muchísimas historias sobre atapascos confabulados para embrujar a esquimales, y las últimas desgracias que le habían ocurrido demostraban que en la aldea y en las zonas de caza estaba actuando alguna fuerza maléfica.
Una vez convencido de que la persona que maniobraba contra él era la esposa india del padre Fyodor, la cual había tomado el bíblico nombre de Esther, Agulaak, curiosamente, atribuyó la culpa a otro: él era un esquimal inupiat muy digno, curtido en la caza y en la guerra, y su moral no le permitía enojarse con una mujer, por malévola que fuera su brujería; ahora bien, nada le impedía atacar al hombre que, mal aconsejado, la había traído al pueblo. Por eso la cólera de Agulaak se volcó en el sacerdote, y cuantas más vueltas daba sobre los daños que el blanco le había causado, más intenso era su rencor.
Agulaak decidió que tenía que acabar con el padre Fyodor, puesto que él había originado todos sus males. Ya no se echó atrás después de formular su sentencia: el único problema era cómo y dónde ejecutarla.
Aunque era un tipo listo, que dominaba bastante bien el arte de la caza cuando no tenía en contra las fuerzas del mal, no tramó ninguna astucia para ocultar a sus paisanos que había matado al sacerdote, porque todos debían saber que Agulaak había librado a la aldea del agente maléfico; lo que necesitaba era idear el momento y la situación adecuados para la acción, cuando los evidentes poderes del sacerdote estuvieran mermados o incluso anulados. Todo ello requería de un plan artero.
Agulaak imaginó en su retorcida mente varias acciones que acabó descartando e ideó por fin una maniobra que le pareció excelente. Lo que hizo fue tomar el fusil, cargarlo bien, dirigirse a la cabaña en la que los miércoles al atardecer se congregaban los feligreses de la misión y aguardar a que apareciera el padre Fyodor, con seis parroquianos, al terminar los oficios. Se acercó hasta una distancia de dos metros y medio de su enemigo, sacó de repente el fusil, apuntó cuidadosamente y disparó contra el pecho del sacerdote, en presencia de seis testigos. La muerte fue instantánea, como Agulaak pudo comprobar, ya que permaneció en la escena del crimen, sonriendo bobamente a los testigos.
En aquel momento se puso de manifiesto el disparate en que se había convertido Alaska durante esa época sin ley, pues a ninguno de los organismos oficiales del distrito le competía acudir a Punta Desolación, apresar al asesino y llevarlo a juicio ante un tribunal competente y un jurado legalmente constituido. Las personas que vivían en Desolation y sus alrededores tampoco se consideraban autorizadas para detener a Agulaak, y mucho menos para juzgarlo; en cuanto a encarcelarlo para evitar más atropellos, no había ningún calabozo en mil quinientos kilómetros a la redonda. En consecuencia, se dejó libre al loco, y los vecinos tomaron precauciones para impedir que les atacara, mientras rezaban por que la primavera siguiente llegara a Desolation, en un barco estadounidense, algún funcionario capacitado para cumplir con los rudimentos de la justicia oficial.
La imposibilidad de resolver un vulgar conflicto ciudadano creó graves problemas a la viuda del padre Fyodor, la cual, además de tener que cuidar a su hijo Dmitri, de nueve años, y a su hija Lena, de dos, se vio convertida en una intrusa atapasca en medio de una comunidad esquimal inupiat. Era una devota cristiana ortodoxa, por lo que continuó prestando su cabaña para que pudieran celebrarse en la intimidad los oficios religiosos, pero sólo logró aumentar las sospechas y el rencor de Agulaak. Los vecinos le advirtieron que el loco rondaba por la aldea profiriendo amenazas contra ella, pero la mujer no podía hacer nada para defenderse.
Sin embargo, su hijo, que era ya lo bastante mayor para comprender el peligro que representaba Agulaak, encontró el rifle ruso de su difunto padre. Un día de invierno (el sol no salía más que una hora, al mediodía, como un deslucido fuego fatuo) el niño vio que Agulaak se aproximaba a la cabaña de su madre; de un salto, Dmitri se plantó frente al hombre, le apuntó al pecho con el arma y gritó:
- ¡Agulaak, si vuelves a acercarte a mi madre, dispararé!
El loco, convencido de que el espíritu del sacerdote se había reencarnado en el hijo, se asustó al ver al muchacho y huyó, alejándose del rifle.
Después de eso, le vieron deambular por las afueras de la aldea; a veces dormía al socaire de alguna choza. Cuando hablaba con los aldeanos, les avisaba que el fantasma del padre Fyodor había vuelto para vengarse, sin comprender que, en todo caso, sería el mismo Agulaak quien correría peligro. Nunca fue consciente de haber matado al sacerdote, aunque continuó temiendo al pequeño Dmitri, al que pocas veces se veía sin su rifle.
Al carecer de gobierno, los remotos pueblos de Alaska pasaban por una época sombría y agitada.
Igual que un obscuro cuervo que recorriera las aguas del norte en busca de un naufragio con el que alimentarse de carroña, el Erebus bordeaba la costa de Siberia, en busca de una aldea Chukotski para despojar a sus habitantes de las pieles cazadas durante el invierno; pero los siberianos, que ya conocían la crueldad del capitán Schransky, se quedaron en sus casas y ocultaron sus tesoros en pieles hasta que el siniestro buque se hubo marchado, con el capitán en cubierta, la canosa cabeza desnuda, intentando sacar algún provecho
Como esa etapa de la expedición le defraudó, el capitán Schransky tomó rumbo norte, hacia el cabo de la costa asiática que mas cerca queda de América; desde allí se desvió hacia el este, rumbo a la grande y populosa isla de San Lorenzo, pues en otras ocasiones había conseguido buenas pieles en las tres aldeas situadas más al norte. Se aproximó con cierto recelo a las poblaciones, ya que los últimos años sus habitantes habían adquirido conciencia del valor de las pieles y las cobraban muy caras al intercambiarlas por sierras y martillos para los hombres o por telas para las mujeres.
El capitán Schransky pretendía acabar con este intercambio complicado, por lo que había decidido, bastante antes de divisar San Lorenzo, que esa vez sus tácticas le saldrían menos caras; al anclar frente a Kookoolik, el pueblo más importante de la costa norte, no desembarcó las mercancías habituales (telas y artículos de ferrretería) sino un barril de ron, y explicó a los habitantes de San Lorenzo el trato que pensaba establecer a partir de entonces.
Repartió generosamente el ron para ganarse a los nativos; cada noche se bailaba y cantaba, y los hombres y las mujeres terminaban yaciendo inertes hasta el amanecer. Hubo fugaces aventuras entre los marineros y las jovencitas de la aldea, mientras los pretendientes de las muchachas yacían borrachos por los rincones. Sin embargo, la principal consecuencia de la perversión de los isleños fue que éstos, como cada vez estaban más sedientos de licor, sacaron de su escondite las reservas de piel de foca y colmillos de marfil y las intercambiaron por ron, a un precio escandalosamente bajo.
Al cabo de tres semanas, tras despojar a Kookoolik de casi todas sus riquezas, Schransky bajó a tierra dos barriles de la oscura melaza de las Indias Occidentales; pero los isleños, tras probar el líquido agridulce, aseguraron que no les gustaba y que preferían el ron. Schransky les inició entonces en un nuevo placer, que provocó la destrucción de la aldea: enseñó a dos viejos a convertir la melaza en ron, y el destino de los isleños quedó claro en cuanto la destilación ofreció el primer embriagador resultado.
Los indígenas, en la época en que deberían haberse hecho a la mar a cazar focas y recolectar pieles y carne, organizaban fiestas en la playa; los meses más crudos, en vez de ir en pos de morsas para conseguir marfil y también para tener más carne seca que les ayudara a subsistir el invierno siguiente, continuaban alegres y borrachos, sin importarles que pasaran los días. En Kookoolik no se había vivido nunca con tan despreocupada felicidad como el largo verano en que los nativos descubrieron cómo beber ron Y destilar más con los apreciadísimos toneles de melaza. Claro que, cuando zarpó el Erebus, se llevó todo lo que de valor había en la aldea.
- ¿Cuándo saldréis los hombres a cazar la comida que necesitaremos durante el invierno? -preguntó, en vano, una vieja a quien no gustaba el sabor del ron; pero nadie hizo caso del problema que planteaba ni de cómo solucionarlo.
En el pueblo de Sevak, situado en la costa oriental de la isla, adonde se dirigió el Erebus, los marineros se encontraron con una comunidad a la que le gustaba mucho bailar; por eso, cuando en la aldea se conoció el ron y el misterioso secreto de su manufactura, se oyeron las antiguas canciones esquimales, en tanto sus habitantes ejecutaban una rarísima danza: los hombres y las mujeres permanecían con los pies firmemente asentados en el suelo, como si hubieran quedado atrapados en lava petrificada, mientras rodillas, cintura, torso, brazos y cabeza se movían rítmicamente y adoptaban unas contorsiones inimaginables. Para el resto del mundo, «bailar» significaba «saltar o brincar artísticamente», pero para estos esquimales representaba prácticamente lo contrario: «Mantén quietos los pies, mientras mueves con gracia el resto del cuerpo».
Al principio, a los marineros les parecieron monótonos los bailes de Sevak, pero después de contemplarlos varias noches seguidas, los más atrevidos se unieron a la danza y, siguiendo el ritmo de las canciones, con los pies muy quietos, se retorcieron de una forma completamente nueva para ellos, mientras algunas ancianas bailaban alegremente a su lado. Aquel verano de gloria, los bailarines llegaban borrachos al amanecer, mientras las morsas y ballenas pasaban junto a la isla, sin que nadie las cazara.
Durante aquel verano en San Lorenzo, presidía todas las fiestas la silueta alta y severa del capitán Schransky, que permanecía apartado mientras contemplaba la juerga, morbosamente complacido al observar la progresiva degradación de los isleños: «Esa chica se va a acostar ahora con Adams; aquella vieja ya empieza a hacer eses; el hombre desdentado está a punto de desmayarse». Se mantenía al margen, como un dios escandinavo que contemplara las travesuras de los mortales y encontrara un sarcástico placer en ver cómo se encaminaban a la perdición.
En Chibukak, la tercera aldea, situada en el extremo más occidental de la isla, el capitán Schransky consiguió muchísimas pieles a cambio de muy poco ron, porque en las aguas vecinas no era difícil capturar focas y morsas y los habitantes del pueblo habían reunido una importante cantidad de pieles; en condiciones normales, las hubieran intercambiado con los barcos que llegaban de Siberia, pero como los rusos tenían prohibido, desde hacía un siglo, llevar alcohol a parte alguna de Alaska, no podían proporcionar a Chibukak la interesante mercancía que ofrecía el capitán Schransky.
La ruina fue allí más trágica que en los otros dos pueblos: el mar era tan rico que los buenos pescadores necesitaban trabajar solamente unas semanas entre julio y agosto para reunir una buena provisión de comida; aquel año, sin embargo, la temporada útil la pasaron cantando, divirtiéndose y entregados a la concupiscencia. Esta vez ninguna vieja sabia advirtió del peligro a los hombres, pues incluso las mujeres se pasaban el tiempo borrachas, de fiesta en fiesta; los habitantes de Chibukak se agruparon sonrientes en la Playa para decir adiós a sus buenos amigos, el día que el Erebus zarpó Por fin hacia el sur, cargado de pieles de foca y morsa.
Cuando el siniestro Erebus estaba a punto de marcharse de San Lorenzo, el capitán Schransky divisó el pueblecito de Powooiliak, en la costa sur, y Pensó que, al estar tan aislado, seguramente no había recibido la visita de los comerciantes siberianos. En ese caso, era probable que tuvieran grandes reservas de marfil; cuando se disponía a averiguarlo, un súbito cambio de tiempo le advirtió que no tardaría en formarse el hielo, por lo que renunció al marfil de Powooiliak y se dirigió hacia el sur.
A principios de otoño, en el límite sur del mar de Bering, se encontró un día rodeado por una gran cantidad de focas que habían abandonado las islas Pribilof y se dirigían hacia otro mar más cálido para invernar; el capitán, aun sabiendo que estaba prohibido cazar focas en esas circunstancias no pudo resistir la tentación de llenar hasta los topes la bodega del barco, con pieles que podría vender en Cantón, y ordenó a la tripulación que atacara a las focas, las cuales eran especialmente vulnerables en alta mar. Aunque no se trataba exactamente de caza pelágica, porque se llevaba a cabo en otoño y las hembras no estaban preñadas, estaba igualmente prohibida por todos los países fronterizos con la ruta que seguían las focas; no obstante, como era difícil que algún barco patrullara por la zona en esa época, el capitán continuó con la cruel cacería.
Sin embargo, por pura casualidad, el guardacostas Rush, un barco malo y lento, volvía dificultosamente a puerto, tras sufrir un contratiempo que lo había obligado a detenerse en las islas Pribilof; el capitán del Rush, en cuanto vio que el Erebus estaba matando focas, lanzó un disparo de aviso para indicar su presencia al infractor, aunque tenía claro que, aparte de amonestarlo, poco podía hacer con el barco que cazaba ilegalmente. A medida que el Rush se acercaba lentamente a la zona donde se estaban cazando focas, el Erebus se alejaba descaradamente a la misma velocidad; esta comedia se prolongó casi toda la mañana.
Por fin, con las velas desplegadas, el Erebus adquirió velocidad, comenzó a maniobrar escandalosamente cerca del impotente Rush y partió hacia China con todo su valioso cargamento. Era el rey de aquellos mares, y a quien obedecería sería al capitán Schransky, y no al medroso capitán de un guardacostas estadounidense.
Los últimos días de la primavera de 1877, los indios tlingits que vivían fuera de las murallas de Sitka siguieron con atención los acontecimientos de la capital y, con gran sorpresa, pudieron ver que en el estrecho había fondeado el vapor California para llevarse a toda la guarnición militar; las tropas se embarcaron el 14 de junio, y la mañana del día 15 se fueron para siempre de Alaska.
- ¿Quién va a ocupar su puesto? -preguntó un tlingit a sus compañeros; pero nadie lo sabía.
Aprovechando la confusión, tres astutos tlingits (antiguamente les hubieran llamado guerreros) se apoderaron de una canoa sin que se dieran cuenta los vigilantes estadounidenses y se marcharon de Sitka, una noche plateada, en la época en la que el sol se ponía solamente durante unas pocas horas; dirigieron el bote directamente al norte, hacia el laberinto de fascinantes canales que desembocaban en el estrecho de Peril, y de allí al magnífico estrecho de Chatham, que dividía en dos partes esa región de Alaska. Al bordear el extremo septentrional de la isla de Admiralty, que está situada más al este, viraron hacia el sur y atravesaron el bello pasaje en el cual se alzaría en el futuro la capital de Juneau, y entonces, con un viraje a la izquierda, en dirección al Canadá, se adentraron en uno de los canales de la región, el estuario del Taku; un bonito riachuelo de montaña, el río de las Pléyades, bajaba desde la vertiente izquierda, cubierta de glaciares, y en la desembocadura se alzaba una cabaña construida muchos años antes. Los tlingits habían acudido en busca de los consejos del venerable habitante de la rústica vivienda.
- ¡Hola, Orejas Grandes! -gritaron al acercarse a la cabaña, pues sabían por experiencia que el hombre solía disparar contra los intrusos-. ¡Iván Orejas Grandes, venimos de Sitka!
Siguieron llamándole, hasta que un tlingit alto y corpulento, de pelo blanco y de porte erguido pese a sus sesenta años, se asomó a la puerta de la cabaña y miró hacia la orilla del río: vio a tres hombres que había conocido cuarenta años antes, cuando los tlingits libraron contra los rusos repetidos combates, la mayor parte perdidos.
- ¿Qué os trae por aquí? -preguntó a sus antiguos compañeros, acercándose a la orilla para saludarles.
- Los estadounidenses de Sitka. -Orejas Grandes torció el gesto al escuchar esta respuesta-. Están perdiendo fuerzas. Orejas Grandes, ya va siendo hora…
- ¡Pasad! Pasad y hablaremos.
Orejas Grandes escuchó sin despegar los labios la descripción del caos en que había desembocado la ocupación estadounidense; cuando sus visitantes concluyeron la triste letanía, había tomado ya una decisión:
- Es el momento de atacar.
- Yo también lo creía -le advirtió uno de los mensajeros-. Seguramente podríamos derrotar a esos inútiles que ocupan ahora la colina; pero lo que me preocupa es que puede unírseles otro contingente de soldados.
- No se trata de librar una gran batalla, con gritos de guerra -fue la sensata respuesta de Orejas Grandes-. Es mejor hostigarles hasta que se sientan derrotados y podamos recobrar nuestros derechos.
Orejas Grandes parecía un nuevo Kot-le-an, y hablaba como los sabios de la tribu, porque toda la vida había estado obsesionado por la injusticia que había padecido su raza al perder el espléndido territorio de Sitka; su pasión se inflamó cuando le explicaron la decadencia del gobierno estadounidense, pero no perdió sus dotes de estratega:
- Una verdadera batalla daría que hablar, lo que conduciría rápidamente a que llegaran del sur más barcos cargados de soldados; sin embargo, si efectuamos cada día pequeños ataques, iremos ganando ventaja sin provocar la alarma.
Le dio la razón el desatino cometido por el incompetente funcionario del Departamento del Tesoro que había tomado el mando en Sitka. Un tlingit que vivía en la isla de Douglas se presentó en el estuario del Taku, con inquietantes noticias:
- Tenemos problemas en la aldea. Cuatro mineros blancos intentaron Violar a nuestras mujeres, y nos batimos con ellos. Como represalia, han enviado desde Sitka un barco de guerra, porque aseguran que les atacamos noSotros.
Aunque la palabra tlingit equivalente a «barco de guerra» no indicaba nada sobre el tamaño (la embarcación que se acercaba podía ser tanto un gran buque de guerra como una corbeta), producía una impresión de poderío militar. Iván orejas Grandes, que se había visto obligado a adoptar un nombre ruso en 1861, cuando ya declinaba el poder del zar, quiso comprobar con sus propios ojos la fuerza de los estadounidenses en los momentos de decadencia de su gobierno, por lo que se embarcó en otra canoa junto a sus visitantes, y recorrieron la costa con cautela para que no les descubriera el barco enviado desde Sitka.
En compañía del emisario de la aldea amenazada, se escabulleron del estuario del Taku y se ocultaron en un extremo del estrecho que desembocaba en la población; allí estaban cuando un barquito estadounidense entró en las pacíficas aguas, localizó una aldea que no era la que buscaba y comenzó a bombardearla, con tan poca fortuna que, al fallar todos los proyectiles de la salva inicial) los habitantes de la aldea huyeron a un bosque cercano, desde donde vieron cómo la cuarta salva alcanzaba finalmente las chozas desiertas y las hacía pedazos. El barco navegó cerca de la orilla durante una hora, sin que ningún soldado tuviera el valor de desembarcar para evaluar los daños; por fin, con un último cañonazo que no hizo sino rebotar entre los árboles, se fue, dispuesto a anunciar otra victoria de los Estados Unidos.
Cuando se hubo marchado, Orejas Grandes y sus cornpaneros, incluido el emisario de la aldea que debería haber sido el objetivo del ataque, cruzaron el estrecho en las barcas hasta los restos del bombardeo, y explicaron a los desconcertados habitantes, que ya salían del bosque:
- Han disparado contra una aldea que no era la que buscaban.
Orejas Grandes reclutó, tanto en esa aldea como en otras, a varios cornbatientes tlingits, quienes decidieron también que había llegado el momento de actuar contra los incompetentes que octipaban Sitka. Durante las semanas siguientes, comenzaron a introducirse secretamente en la capital varios hombres procedentes del estuario del Taku.
De haber vivido todavía en Sitka Arkady Voronov, en menos de una semana hubiera descubierto la creciente amenaza de los tlingits, pero los estadounidenses se dejaban llevar tranquilamente, sin saber que les rodeaba un enemigo cada vez más poderoso.
El período más oscuro de la ocupación de Alaska por los estadounidenses se produjo entonces. Pese a que la presencia del ejército fue desastrosa ya que los ciudadanos gobernados por el general Davis lo encontraban sumamente ridículo, al menos había cierta apariencia de gobierno; después de 1867, un noventa por ciento de sus actuaciones fueron positivas o sin consecuencias negativas, por lo que quedarse incluso sin un remedo de gobierno no podía tener más que consecuencias desgraciadas.
Lo primero que desapareció de las calles de Sitka fueron las señales visibles de control. Los pocos policías que quedaban no ejercían autoridad alguna. Las instalaciones del puerto se deterioraron hasta tal punto que los escasos barcos que arribaban se marchaban apresuradamente y juraban no regresar a un puerto tan mal administrado, por lo que cada vez se ingresaba menos dinero en concepto de aduana. El contrabando se convirtió en endémico, y por los pueblos circulaba libremente ron, whisky y melaza. Los mineros y los pescadores actuaban a su antojo, contravenían las escasas leyes existentes y diezmaban las riquezas que florecían antes en Sitka. Los barcos extranjeros invadieron las colonias de focas, supuestamente protegidas, y amenazaron con exterminar las morsas, ballenas y las alegres nutrias marinas, que comenzaban a recuperarse.
Sin embargo, la situación se reveló especialmente conflictiva en cuanto Comenzaron a llegar a la ciudad, desde las regiones apartadas, algunos tlingits, como Iván Orejas Grandes, que se unieron a los rebeldes locales y CUYO comportamiento provocó el pánico de los colonos blancos. No se trataba de incendios ni asesinatos: sencillamente, volvía a haber tlingits en las zonas de las que Baranov les había expulsado. Para la mayoría de blancos, que no habían conocido los viejos tiempos, la súbita aparición de un indio alto y corpulento como Iván Orejas Grandes representaba, a un tiempo, una presencia terrorífica y la premonición de que iba a ocurrir una desgracia.
- Tenemos que recuperar la libertad de vivir donde queramos-explicó a sus compañeros de conspiración Orejas Grandes, resumiendo muy bien los deseos de los tlingits-, de acuerdo con nuestras antiguas costumbres, y el nuevo gobierno tiene que respetar nuestra forma de vida y nuestras leyes tribales.
Sin embargo, como no había ninguna autoridad establecida en la colonia ante la cual Orejas Grandes pudiera presentar estas justas reivindicaciones, la única forma que encontró el tlingit de intentar conseguir su propósito fue introducir a los suyos en la vida cotidiana de Sitka; pero los habitantes de la ciudad creyeron que tenían que oponerse.
En aquella época vivían en Sitka los Caldwell, una familia de Oregón, compuesta por el matrimonio, su hijo Tom, de diecisiete años, y su hija Betts, de quince; habían vivido en Seattle y después se trasladaron al norte, con la idea de que el señor Caldwell abriera un bufete de abogado en la capital. El hombre acudió a la ciudad de frontera muy bien preparado para ejercer su profesión: se llevó tres cajones llenos de libros de derecho, especialmente sobre la administración de los territorios no autónomos y de los nuevos estados federales, porque pensaba que Alaska pasaría pronto por las dos etapas. Pero tuvo una gran desilusión al comprobar que ni la legislación ni los tribunales se habían interesado en absoluto por la pequeña capital; en cuanto a abrir un despacho, la legislación no le permitía adquirir un terreno para construirlo ni existían edificios desocupados que uno pudiera comprar con la seguridad de disponer de un título de propiedad.
- ¿Qué puedo hacer? -preguntaba, cada vez más desesperado.
La respuesta se la dio un hombre que vivía en Sitka desde la época de los rusos:
- Creo que su esposa podría conseguir un puesto de maestra en la nueva escuela.
- Si hay un puesto vacante -dijo el señor Caldwell, disgustado-, lo ocuparé yo. Pero ¿dónde viviremos?
- Calle abajo hay una gran casa -le contestó el mismo consejero-. Antes vivía allí una familia rusa, muy buena gente. Volvieron a Siberia.
- No creo que nos interese comprar una casa grande -dijo el señor Caldwell.
- Mejor así -replicó el hombre-, porque no está en venta. Pero vive una mujer aleuta muy simpática, casada con un pescador tlingit, y acepta huéspedes.
En un solo día, los Caldwell recibieron la buena noticia de que Podían alquilar algunas habitaciones en la antigua casa rusa, como se la seguía llamando, y la mala nueva de que, si bien había vacante un puesto de maestra en la escuela, sólo se aceptaban mujeres. En consecuencia, la señora Caldwell comenzó a ejercer de maestra en una escuela que no contaba con una forma clara de financiación, puesto que ningún departamento de la colonia recaudaba impuestos; a su esposo, por su parte, con la inventiva del hombre que se había atrevido a abandonar el civilizado Oregón para emprender la aventura fronteriza de Alaska, se le ocurrieron unas cuantas maneras de ganar algo de dinero sin ejercer su profesión de abogado. Llevaba los trámites que algunos convecinos tenían pendientes con algún departamento de la metrópoli. Actuaba como representante de los pocos barcos que llegaban a puerto. Colaboraba en el depósito de carbón donde esos mismos barcos se aprovisionaban de combustible para seguir viajando hacia el norte. Y no le importaba trabajar de jornalero o hacer alguna chapuza. Ni él ni su mujer contaban con un sueldo fijo, pero con lo que ganaban, junto con el dinero que podía conseguir su hijo, que sabía adaptarse a las circunstancias tan bien como el padre, los Caldwell iban tirando; además, en cuanto los mineros y los pescadores comenzaron a hacer al padre algún pequeño encargo, la situación de la familia mejoró un poco.
Caldwell estaba siempre alerta ante cualquier rumor o información sobre el momento en que se establecerían tribunales en Sitka y un gobierno formal en Alaska, que permitieran a un abogado ganarse honradamente la vida.
- Cuando llegue el momento, Nora, en Alaska nadie estará mejor informado que yo sobre los entresijos del comercio, las aduanas, la importación de mercancías y la administración de minería y pesca. Seguro que la situación mejorará, y entonces Carl Caldwell y su familia tendrán lo que se merecen.
Por supuesto, en el sombrío período de 1877 y 1878 fracasaron sus esperanzas de que Washington actuara: en vez de calmarse las cosas en Alaska, se pasó a una etapa de graves desórdenes. Caldwell se dio cuenta del peligro que les amenazaba una tarde en que su esposa llegó de la escuela con noticias desconcertantes:
- Uno de los niños de la escuela, que suele jugar con niños aleutas, ha dicho que un famoso guerrero tlingit que combatió muchas veces contra los rusos…
- ¿Qué pasa con él?
- Ha vuelto a Sitka.
- ¿Y qué significa eso?
- Se lo he preguntado a otra de las maestras; lo único que me ha dicho que su hermano le había visto en las afueras del pueblo. Se llama Iván orejas Grandes y es un famoso guerrero, como ha dicho el niño.
- Nunca he oído ese nombre -comentó el señor Caldwell.
Los días siguientes investigó discretamente y descubrió que el tal Iván orejas Grandes, si en verdad se trataba de él, había luchado contra los rusos antes de exiliarse voluntariamente en algún lugar del este.
- Si ha vuelto -explicó un blanco viejo- sólo nos traerá problemas. yo vivía aquí en la época en que él combatió contra los rusos. Nunca les venció, pero tampoco aceptó jamás la derrota.
- Me parece que el otro día le vi -explicó otro hombre, con la voz temblorosa por el miedo, cuando Caldwell preguntó cómo era ese Orejas Grandes-. Tendrá unos sesenta años, es alto y robusto, y tiene el pelo blanco. Es muy moreno de piel, incluso para ser tlingit.
Por aquellos días, Caldwell comprobó que la aleuta y el tlingit dueños de la casa rusa en la que se alojaban los cuatro miembros de su familia adoptaban una actitud distante y no parecían muy dispuestos a charlar con los huéspedes. Carl, como buen abogado, comenzó a investigar, intentando averiguar a qué se debía el cambio, y descubrió que, por la noche, los propietarios de la casa recibían secretamente a invitados; el matrimonio y el hijo mayor organizaron una vigilancia, y el muchacho pudo ver a cuatro tlingits entrando disimuladamente en la casa por la puerta de atrás.
- ¿Uno de ellos era alto, mayor y de pelo blanco? -preguntó Carl, en un susurro.
- Sí -respondió su hijo-. Está aquí ahora.
- Puede que esté pasando algo muy importante. -Carl hizo jurar al muchacho que guardaría el secreto-: No digas nada a nadie.
Él, sin embargo, pasó la noche levantado, vigilando la puerta trasera, hasta que, al amanecer, logró ver claramente a un tlingit alto y apuesto, que debía de ser Iván Orejas Grandes.
Las semanas que siguieron, los cuatro Caldwell (pues ahora la hija participaba también en la investigación) descubrieron indicios bastante firmes de que los aleutas y los tlingits tramaban alguna conspiración, en la que estaban implicados Iván Orejas Grandes y por lo menos cincuenta indios de otras poblaciones. Después de formular esta inquietante teoría, la sagaz familia reunió una perturbadora cantidad de datos que la confirmaban: más reuniones secretas en la parte trasera de la casa, tlingits que no eran de la zona y acechaban en las afueras de la ciudad, alguna que otra arma robada, una misteriosa arrogancia que antes no demostraban los indígenas…
- Ahora que no está el ejército y no lo ha sustituido ninguna institución, los tlingits se han vuelto audaces -dijo Carl Caldwell-. Va a ocurrir algo malo.
- Si los rumores son ciertos -opinó su esposa-, en la ciudad se han infiltrado suficientes tlingits como para aniquilarnos.
- Los trabajadores del muelle me han dicho que han robado más armas -informó Tom. Por su parte, Betts explicó que, en la calle, los niños tlingits increpaban a los niños blancos.
- ¡Es el colmo! -exclamó Caldwell, furioso-. Si nosotros vemos gestarse los disturbios, ¿cómo es posible que las autoridades no se den cuenta de nada?
Pero ¿quiénes eran las autoridades? Cuando la familia decidió que Caldwell se presentara ante ellas para informarles de sus sospechas sobre una posible sublevación de los indios, resultó evidente que no quedaba ningún funcionario con quien pudiera tener una entrevista útil. El barquito guardacostas que había bombardeado una aldea equivocada cerca de Taku continuaba anclado en el puerto, pero su capitán, a quien el episodio había dejado en ridículo, no quería que le ocurriera lo mismo por culpa de las descabelladas sospechas de un hombre que aún no llevaba un año en la ciudad.
- ¿Vivía usted aquí cuando mandaba el general Davis? -el capitán interrumpió a Caldwell con una divagación, en cuanto el hombre sacó el asunto a relucir-. ¿No? Bueno, aquí no se le apreciaba mucho, Pero cuando se fue le destinaron a la frontera entre Oregón y California, donde se habían rebelado los indios modocs. Un indio muy peligroso al que llamaban el Capitán Jack declaró que se rendía, pero mató de un disparo a Canby, el general estadounidense. A Davis le nombraron su sustituto. Demostrando una gran valentía, logró capturar al Capitán Jack y le hizo ahorcar. Le condecoraron tras el episodio de los modocs, y el tiempo que le quedaba en el ejército lo pasó luchando contra los indios, a los que despreciaba. Fue un verdadero héroe.
Caldwell no había ido para hablar de un general al que no conocía, pero le fue imposible tratar seriamente sobre la inminente crisis, que él veía perfilarse con gran claridad; bajó desesperado del guardacostas.
- Ni siquiera me han escuchado -le contó a su mujer.
Aquella noche, se reunieron en la casa rusa Iván Orejas Grandes y cinco de sus lugartenientes; Caldwell se las compuso para escuchar la acalorada conversación, pero como se desarrolló en tlingit, sólo pudo captar el sentido general de las palabras, aunque el tono de las voces reflejaba una evidente hostilidad.
Sin embargo, las sospechas de Caldwell se confirmaron, ya que los indios, mientras discutían sobre las maniobras y la distribución del tiempo, emplearon algunas palabras y frases en inglés: «municiones», «barco en el puerto», «temprano», «atacan tres hombres», además de otros términos relativos a acciones militares. Al amanecer, Caldwell había oído lo suficiente Y reunió a su familia para discutir qué medidas tomarían:
- Ya que no podemos contar con el apoyo de los Estados Unidos y aquí no hay ningún gobierno que pase a la acción, lo único que podemos hacer es ponernos a merced de los canadienses.
Los otros tres estuvieron de acuerdo en seguir este plan. El problema era cómo llegar hasta los canadienses para suplicarles ayuda. Tom conservaba un mapa de las rutas de acceso a Alaska que les había dado la compañía de vapores con la que habían viajado a Sitka. Aunque los datos eran incompletos, calcularon que hasta la isla de Prince Rupert y el puerto marítimo del mismo nombre habría una distancia de cuatrocientos cincuenta kilómetros.
- Con una buena canoa, tres hombres podrían llegar en cuatro días, si estuvieran fuertes.
- ¿Y tú serías uno de ellos? -preguntó el padre.
- Por supuesto -respondió Tom.
- Nora -preguntó entonces Carl Caldwell-: si Tom y yo tenemos que ir al sur en busca de ayuda, ¿os defenderéis solas Betts y tú hasta que nosotros volvamos? -Antes de que su mujer pudiera responder, señaló hacia la parte trasera de la casa-: Y con esos de ahí conspirando.
- Nos refugiaríamos en la iglesia, con las demás mujeres y sus maridos -manifestó serenamente su esposa, y miró a su hija, que asintió con la cabeza. Tom tenía mucha razón al proponer que se emplearan al menos tres hombres, ya que sería necesario remar casi cuatrocientos cincuenta kilómetros; la mitad, lejos de la costa.
- Antes de ponernos en camino tenemos que conseguir un hombre más -reconoció el padre.
Los días siguientes observó a sus convecinos, fijándose en las caras de los blancos para intentar descubrir quién era valiente, hasta reducir la elección a dos hombres cuyo porte le había impresionado. Uno era un hombre mayor, llamado Tompkins, que desempeñaba trabajos diversos, igual que él; el otro, mucho más joven, se llamaba Alcott, y Carl le había visto en el puerto, cuando trabajaba en los barcos.
Su primer impulso fue abordar a Tompkins, lo que resultó un presentimiento acertado, pues el hombre le sorprendió con una rápida respuesta:
- ¡Claro que va a haber problemas! -Sin embargo, al proponerle Carl ir en busca de ayuda a Canadá, Tompkins se acobardó-: Está demasiado lejos: De todos modos, no van a ayudar nunca a los estadounidenses, porque quieren quedarse con Alaska.
Al parecer, la familia Caldwell no podía contar con su ayuda.
Esa misma tarde, un grupo de indios que habían llegado a la ciudad desde el norte armaron un alboroto en el centro de Sitka, los colonizadores blancos se asustaron, y cundió el pánico; pero otros indios a las órdenes de Orejas Grandes intervinieron rápidamente para calmar el escándalo que habían formado aquellos tlingits, de modo que no se produjo el temido alzamiento general. El incidente hizo que Tompkins anunciara su decisión:
- Tenemos que ir a Canadá en busca de ayuda.
Sin embargo, Caldwell había hablado en el puerto con Alcott, un joven Muy inteligente que también tenía formada una opinión clara sobre la situación:
- Todo esto se irá al diablo muy pronto. ¿A Canadá? No se me había Ocurrido, pero aquí no podemos contar con ayuda. -Alcott insistió en formar parte de la expedición, con lo cual fueron cuatro.
La canoa no era como las de Pensilvania, una frágil barquita de corteza de abedul; Tompkins consiguió una embarcación sólida y resistente, con armazón de madera de pícea, que tenía grandes posibilidades de superar la etapa marítima de la travesía. En aguas más tranquilas, podrían haberla llenado ocho remeros; con la mar más picada, podían ir cuatro cómodamente.
- Con esto llegaremos al Canadá -opinó Tom, en cuanto los cuatro hombres acudieron a inspeccionar la embarcación. Ya había empezado la aventura.
Los blancos se escabulleron de Sitka con el mismo sigilo con el que se había introducido Iván Orejas Grandes. Aguardaron uno de esos amaneceres grises y brumosos de Sitka en los que todo, incluso las sombrías montañas, parecía ocultarse bajo un manto de plata, y se marcharon sin que les vieran los tlingits. Se alejaron rápidamente del estrecho de Sitka, cubrieron el primer tramo del trayecto serpenteando entre el círculo de islas, y luego se desviaron hacia el sur y alcanzaron por primera vez el peligroso mar abierto, donde se encontraron con olas de impresionante tamaño, pero que no resultaban infranqueables. La travesía fue heroica, se les agotaron los músculos y se les encogió el estómago, pero consiguieron llegar al denso grupo de islas por entre las cuales se podía llegar hasta cerca de Prince Rupert. Hubo un último tramo de océano abierto y, después de dejarlo atrás, los fatigados mensajeros llegaron remando a la seguridad del puerto canadiense.
Por una de esas afortunadas casualidades que también intervienen en la historia y que llevan al mismo resultado que una cuidadosa planificación, al llegar al puerto de Prince Rupert, los cuatro se encontraron con el Osprey, un pequeño barco de guerra canadiense, destinado allí como defensa de los puestos marítimos de la Hudson's Bay Company; además, como Prince Rupert estaba en la parte más occidental del Canadá, los funcionarios solían tomar sus propias decisiones sin requerir la aprobación de una lejana capital.
- Dicen ustedes que los indios están a punto de apoderarse de Sitka? ¿Y por qué no toma medidas el gobierno? ¿Que no hay gobierno? ¡Es increíble!
Lo primero que tenían que hacer los de Sitka era convencer a los canadienses de que la situación en Alaska era realmente mala, pero como Carl Caldwell era muy persuasivo, en menos de una hora la tripulación del Osprey estaba segura de que sin su ayuda podría ocurrir una verdadera tragedia en Sitka; al anochecer, el pequeño buque canadiense se dirigía a todo vapor hacia el norte, para defender los intereses estadounidenses.
¿Era la situación de Sitka, a finales de febrero de 1879, tan arriesgada como la había descrito el grupo de Caldwell? Probablemente no. iván orejas Grandes y los demás jefes tlingits responsables no tenían ninguna intención de matar a todos los blancos de la ciudad mientras dormían: lo que pretendían era una posesión equitativa de la tierra; poder contar con alimentos, herramientas y telas; que se controlara de alguna manera la pesca del salmón, y participar de forma justa en el proceso legislativo. Estaban decididos a presentar batalla a cualquier fuerza militar que se les enfrentara, e incluso algunos hombres, como Orejas Grandes, estaban dispuestos a morir por sus ideas; sin embargo, en aquel conflictivo período, los tlingits hostiles no Pro'yectaban ninguna revolución sangrienta como la que el Osprey pretendía sofocar. En realidad, si hubiera habido en Sitka un gobierno constituido, habría podido negociar con los tlingits, resolver pacíficamente sus inquietudes y evitar un conflicto grave; sólo que, claro está, tal gobierno no existía.
El Osprey arribó al estrecho de Sitka el 1 de marzo de 1879; su descarada exhibición de poder, con los cañones listos y las tropas uniformadas desembarcando marcialmente, acalló la más mínima posibilidad de una sublevación de los tlingits. No se produjo ninguna muerte. Las mujeres de la familia Caldwell no tuvieron que buscar asilo en la antigua iglesia rusa. Y los tlingits que se reunían en la parte de atrás de su casa fueron desapareciendo a medida que Iván'Orejas Grandes y los otros rebeldes forasteros regresaban tristemente a sus apartadas poblaciones, seguros de que durante las próximas décadas seguiría sin hacérseles justicia.
Después se formó la leyenda de que un buque de guerra canadiense había recuperado Alaska para los Estados Unidos, en un momento en que ningún departamento de la administración estadounidense había sido capaz de asumir la responsabilidad. A bordo del Osprey, Caldwell, repentinamente emocionado, contribuyó a forjar el mito:
- Ha sido un día sombrío en la historia de los Estados Unidos. Ni siquiera ese tal general Davis, de quien tanto se ríen, habría permitido que pasara algo tan vergonzoso.
En abril apareció por fin un barco de guerra estadounidense, y los canadienses se retiraron cortésmente, con el agradecimiento de la población. Más adelante llegó a Sitka un hombre inteligente y reservado, el comandante Beardslee; vino a bordo del lamestown, cuya cubierta de popa se convirtió en la capital de Alaska, pues Beardslee daba, desde allí, órdenes referidas a asuntos que conocía poco. Por suerte, contaba con el asesoramiento de Caldwell, y muchas de las leyes que el abogado había imaginado las promulgó Beardslee, quien estableció un tribunal no oficial y situó a Caldwell en un cargo similar al de juez.
Ambos sabían que la forma de gobierno no era demasiado buena, pero era la única posible; a lo largo de dos años, con toda su buena intención, los dos hombres administraron Alaska como pudieron, sin que ninguno de ellos pensara que ese sistema fuera a durar mucho.
- Es una vergüenza -se quejó Beardslee, cierto día en que algo había salido mal; y el juez Caldwell estuvo de acuerdo con él.
Sin embargo, no se tomaban a sí mismos muy en serio, porque en aquella época vivían en Sitka solamente ciento sesenta blancos y criollos, además de unos cien indígenas, y en toda Alaska había sólo treinta y tres mil habitantes en total.
El implacable curso de la historia y la propia naturaleza de los seres humanos Impiden que se prolongue una situación como aquélla en que se encontraba Alaska en el Período posterior a 1867. O bien se produce una revolución que trae consigo el caos, lo que estuvo a punto de ocurrir cuando se rebelaron los tlingits; o interviene una potencia extranjera, que en este caso habría sido Canadá; o bien surge un coloso como Abraham Lincoln o como Otto von Bismarck, toma el mando y reorganiza sabiamente las cosas. Alaska, en aquella época crítica, tuvo la fortuna de que se acercaran a sus costas dos gigantes muy diferentes que se hicieron cargo de la situación; entre los dos, consiguieron que esa región abandonada disfrutara de un aparente gobierno.
El primero era un marino ceñudo y malhumorado de nombre típicamente irlandés: Michael Healy; tenía un vocabulario grosero, una insaciable sed de licores fuertes y una tendencia innata a usar los puños. Entre su corpulenta estatura de metro ochenta y cinco y el mal genio que le dominaba, no parecía el tipo de hombre capaz de convertirse en una autoridad respetada; sin embargo, eso es lo que ocurrió en los helados mares del norte. Aunque había nacido en Georgia y detestaba el frío, fue el marinero de la época que mejor llegó a conocer los mares árticos y consiguió derrotar a las peligrosas costas de Siberia y Alaska.
Durante el vergonzoso episodio de 1876, cuando el patrullero Rush había intentado, sin éxito, impedir que el Erebus se dedicara a la caza ilegal de focas, él era uno de los suboficiales del barco aduanero; jamás olvidaría lo que se juró al ver que el insolente capitán de pelo blanco escapaba con una sonrisa desdeñosa. «¡Voy a atrapar a ese cabrón!», se prometió Healy; pero sería inconveniente transcribir lo que decidió hacer con el alemán en cuanto cayera en sus manos. Sintió tanta rabia por la humillación recibida de un buque de guerra estadounidense que se retiró a su camarote, sacó su licor de contrabando y se emborrachó. Ya avanzada la noche, algo más sereno, prometió al loro domesticado que le acompañaba en los viajes:
- ¡Por todos los santos! ¡Atraparemos a ese chulo asqueroso! Cuando se endurezca el hielo y no pueda escaparse… -dio un puñetazo amenazador en el aire.
A lo largo de su carrera a bordo de los pequeños barcos guardacostas, el teniente Healy, el comandante Healy y, por fin, el capitán Healy mereció progresivos elogios de sus superiores; también sufrió repetidas humillaciones por parte del Erebus, pero tales escaramuzas no las perdió por ser un mal marino o por faltarle valentía, sino por gobernar barcos peores. Una vez, mientras estaba al mando del Corwin, el mejor de los dos guardacostas, sorprendió al Erebus dedicado a la caza ilegal de focas en las islas Pribilof.
- ¡Muchachos, ya lo tenemos! ¡A toda marcha!
Como si le ayudara una brisa divina, el gran barco azul oscuro desplegó sus velas cuadradas y huyó del guardacostas. Era imposible perseguirlo, de modo que el barco del gobierno regresó como pudo a sus otras obligaciones, mientras que el capitán Schransky, de pie sobre el puente de su fina embarcación, se reía una vez más de los fracasos de Healy.
¿Acaso ese irlandés borrachín y malhablado, que fracasaba siempre en sus intentos de escarmentar al siniestro barco criminal, llegó a algún resultado en su período de servicio por los mares árticos? La respuesta nos la da un viaje emprendido hacia el final de la década de 1870. A principios de primavera, al mando del Corwin, Healy zarpó de San Francisco con una tripulación completa y una gran autoridad implícita, ya que era el funcionario estadounidense de mayor rango en Alaska y sus aguas territoriales. En el trayecto hacia el norte se detuvo en Sitka, escuchó las quejas de los habitantes de la ciudad y mandó que llevaran a la cubierta de popa a unos granujas acusados de vender hooch a los indios; les impuso una multa y sacó copias cuidadosamente de los recibos, para rendir cuentas del dinero cobrado.
Continuó desde allí, recorriendo en sentido inverso el trayecto histórico que había conducido a Aleksandr Baranov a Sitka y a la inmortalidad, y cruzó un brazo del Pacífico que le llevó hasta Kodiak, donde una delegación de los antiguos residentes aleutas y otra de los colonos estadounidenses quisieron saber su veredicto en relación con un conflicto por los derechos de pesca que envenenaba las relaciones entre los dos grupos. Esta vez desembarcó, pero le acompañó un escribiente del barco; escuchó con paciencia las declaraciones de las 1 partes en conflicto y después sorprendió a todo el mundo al afirmar:
- Hay que pensarlo con cuidado.
invitó a todos a subir al barco, donde organizó un festín con las provisiones del Corwin. Por supuesto, no se sirvieron licores, porque la principal responsabilidad de los barcos guardacostas era poner fin a la venta ilegal de alcohol a los indígenas; sin embargo, Healy se escurrió hasta su camarote para echar un saludable trago de las botellas que tenía escondidas. Al terminar el banquete, llevó junto a la borda del patrullero a los cabecillas de las dos facciones, un grupo de unos siete hombres, y les dijo:
- Ustedes, los aleutas, tienen derechos ancestrales que hay que respetar. Pero ustedes, los nuevos colonos, también tienen sus derechos. ¿No estaría bien que lo tuvieran en cuenta y se repartieran el mar?
Pronunció un veredicto digno de un juez, y los combatientes lo acataron, pues tanto en Kodiak como en cualquier otro lugar de aquellos mares era cosa sabida que «no habrá nunca nadie más digno de confianza que el capitán Mike».
Desde Kodiak tomó rumbo oeste, hacia las Aleutianas, y ancló en Unalaska, donde encontró a seis valientes marineros que habían naufragado y habían llegado a puerto entre grandes privaciones, mientras veinte de sus compañeros continuaban encallados en la costa septentrional de la gran isla Unimak, situada en el este. Cambió de rumbo para dirigirse a aquella desolada isla y rescató a los náufragos; entonces regresó a Unalaska y pagó con fondos del gobierno el viaje de los veintiséis marineros a Kodiak, donde hicieron un transbordo para continuar hasta San Francisco.
Desde Unalaska inició la travesía del mar de Bering (como lo tenía en cierto modo por su mar particular, le gustaba más esa ruta que la del océano Pacífico), y llegó a una de sus ciudades favoritas: Petropávlovsk, en el extremo sur de la península de Kamchatka. En el hermoso y resguardado puerto se reunió con viejos amigos, que le pusieron al corriente de lo que sucedía en la costa siberiana y de las guerras tribales que se estaban gestando. Como los funcionarios rusos le consideraban parte de la policía marítima, las últimas noches en tierra fueron desenfrenadas y alcohólicas; tuvieron que llevar a Mike Healy a la fuerza hasta el Corwin, justo a tiempo para zarpar hacia el norte con la primera luz del día.
La escala siguiente fue en el cabo Navarin, bastante lejos de Petropávlosk; su estancia tuvo importantes consecuencias ese año, y todavía más los Posteriores. El capitán puso el barco al pairo, cerca de la abrupta costa, y disparó una salva ante la cual diez o quince canoas se acercaron hasta el Corwin, aunque en otras ocasiones no le hubiera recibido más que un adusto silencio. Esta vez, sin embargo, Healy había izado la bandera de los Estados Unidos' Y aquellos hombres y mujeres que, algunos años antes, habían rescatado a los náufragos de un barco estadounidense, treparon por los costados del Corwin para dar la bienvenida a los nuevos estadounidenses. Después de que subieran todos a bordo, Healy les alineó como si fueran los representantes de un soberano extranjero, disparó otra salva y pidió al trompeta que convocara a reunión. Sin ocultar la emoción que le embargaba en los momentos solemnes, chapurreando el ruso (aunque de haberlo empleado perfectamente le hubieran entendido solamente unos pocos siberianos, porque la mayoría no hablaba más que Chukotski), Healy declaró:
- El soberano de Washington siempre sabe si alguien de buena voluntad ha ayudado a un estadounidense en peligro. Tú, y tú también, os hicisteis a la mar para rescatar a los marineros del Altoona cuando este barco naufragó y les acogisteis durante más de un año en vuestras yurtas. Les entregasteis en buen estado de salud al barco de rescate enviado por los rusos, por lo que el soberano de Washington me ha ordenado que venga a daros las gracias.
Entonces pidió a los componentes del grupo visitante que se pusieran en fila ante él, para entregar a cada uno de ellos un regalo de considerable valor: un serrucho, un juego de herramientas, tela suficiente para tres vestidos, un chaquetón, un juego de cacerolas y, para el jefe, un sombrero de gala emplumado. Fueron apareciendo más regalos, todos escogidos personalmente por el capitán Healy y entregados con sus propias manos. Cuando acabó de repartir los obsequios, Healy susurró al primer oficial:
- La próxima vez que naufrague un barco estadounidense en esta costa, los marineros no tendrán nada que temer.
Casualmente, esta visita de buena voluntad tuvo otra consecuencia más duradera, pues los siberianos, que estaban muy contentos por tal demostración de aprecio, insistieron en que el capitán les acompañara a tierra; una vez allí, la inquieta imaginación de Healy le llevó a preguntar:
- ¿Cómo podéis vivir tan bien con una tierra tan pobre? -y pellizcó las rollizas carnes de uno de los robustos siberianos.
- Los renos -le explicaron.
Le mostraron los rediles construidos con maderos en las afueras de la aldea, en los que había encerradas manadas de renos: nueve animales pertenecían a una sola familia, un grupo familiar podía disponer de treinta, y unos sesenta correspondían a la comunidad.
- ¿Y qué comen?
Los aldeanos señalaron a lo lejos, hacia una colina donde un pastorcito cuidaba de una manada de renos sueltos que pacían el musgo de la tundra. Entonces el capitán envió a dos hombres, para que uno ocupara el puesto del pastor mientras el otro le acompañaba a la aldea; cuando llegó el muchacho, Healy le entregó su propio cinturón y le dijo que el soberano de Washington se lo regalaba por su valiente conducta de tres años atrás.
Desde el cabo Navarin, Healy continuó remontando la costa siberiana, pasando de largo frente a la isla de San Lorenzo y las Diomedes, hasta llegar al mar de Chulcotsk, donde se detuvo en una remota aldea con cuyos habitantes había comerciado en cierta ocasión; también le consultaron sus problemas, y el capitán, tan ceñudo como siempre, escuchó las explicaciones, aunque no alcanzó a comprenderlas hasta que entre un marinero que sabía algo de ruso y un siberiano que hablaba también algunas palabras lograron desentrañar el problema y cómo se podía solucionar. Healy pronunció su dictamen y resolvió el asunto, siquiera por el momento.
1 -Los rusos de Petropávlovsk no se atreverían a venir hasta aquí y escuchar estos problemas -le dijo uno de los marineros, cuando estuvieron a bordo del Corwín-
- Pero éste es mi mar, y ésta es mi gente -replicó el capitán, no del todo equivocado.
Desde Siberia, atravesó el mar de Chukotsk hasta llegar a un puerto que conocía muy bien: Punta Desolación. Le consternó la noticia de que al padre Fyodor, el buen misionero, le había asesinado un loco que continuaba libre después de tanto tiempo porque no había dónde encarcelarlo. Cuando atraparon al asesino y le llevaron ante Healy, a bordo del Corwin, bastaron unas pocas preguntas para comprobar que el pobre hombre era irresponsable, por lo que le encerraron en el calabozo que tenían todos los barcos guardacostas.
Healy desembarcó para visitar a la señora Afanasi y a sus dos hijos, y se enteró de que Dmitri, con su rifle ruso, había defendido del loco a su madre.
- A bordo del barco tengo una medalla para un chico valiente como tú -le dijo.
Antes de que el Corwin zarpara hacia el sur para continuar con sus obligaciones, llevaron en bote a Dmitri hasta el barco, y el capitán Healy rebuscó entre los regalos hasta encontrar una medalla que había comprado en el puerto de San Francisco. Representaba un águila, y el capitán la prendió en la blusa del niño.
- Esto es para un auténtico héroe -declaró con voz grave y solemne.
La siguiente escala del viaje fue en la desolada Point Hope, donde soplaban sin cesar los vientos del norte, y en la cual el vigía divisó a un grupo de hombres blancos acurrucados entre dunas de arena; se enviaron botes a inspeccionar, pero los marineros descubrieron algo pavoroso y, de nuevo a bordo del Corwin, se lo explicaron al capitán Healy, que se puso lívido.
- ¡No quiero que se haga ningún informe! -rugió-. Que no se anote en el cuaderno de bitácora. Aquí no hemos estado.
Tras decir esto, no obstante, saltó sin pensarlo a la chalupa, se acercó rápidamente a tierra y recogió a los hombres confinados; les trató amablemente, como si fueran sus hijos, y les condujo a la seguridad del barco. Después se refugió en el camarote, donde le encontró el primer oficial.
- ¡Quién sabe, quién sabe…! -musitaba Healy, mientras acariciaba al loro.
- Está muy claro, ¡qué demonios! -exclamó con rabia el primer oficial-. Son caníbales. Se han comido la carne de sus propios compañeros y, por lo que puedo colegir, probablemente han matado a alguno antes de que muriera de forma natural.
- ¿Quién sabe? -murmuró Healy.
- ¡Lo sé yo, le digo! -el primer oficial se enfureció-. Lo sabe Henderson. Y Stallings. Son unos malditos caníbales y no les queremos a bordo.
Mike Healy dirigió una patética mirada al escandalizado oficial y preguntó:
- ¿Quién sabe qué habríamos hecho usted y yo? ¿Quién coño lo sabe?
Durante el resto del trayecto, los marineros rescatados comieron aparte, rechazados por los demás hombres, hasta que se les pudo entregar a otras
autoridades; el capitán Healy, en cambio, se sentaba con ellos para preguntarles cómo había naufragado en el hielo su barco ballenero, y les escuchaba con atención cuando le explicaban que los maderos se torcieron, se agrietaron y acabaron haciéndose pedazos, a medida que el hielo iba avanzando
implacablemente. Antes de la siguiente escala, Healy llamó al primer Oficial y le dijo:
- Quiero incluir una anotación en el cuaderno de bitácora: «En Point Hope rescatamos a seis marineros que habían quedado aislados cuando el ballenero Casiopea, de New Bedford, se hundió en el hielo».
- ¿Eso es todo? ¿Sin fecha? ¿Sin nombrarlos?
Eso es todo -bramó Healy. Y cuando estuvo escrita la anotación, la firmó.
Después de esto ancló en el cabo Príncipe de Gales, un lugar que los años siguientes cobraría gran importancia para él y que, en aquella ocasión, ejerció una influencia decisiva: al desembarcar descubrió que un numeroso grupo de esquimales estaba pasando hambre porque los resultados de la caza de ballenas y focas habían sido nefastos y no disponían de más alimentos. Cuando sus oficiales hubieron dado de comer a los escuálidos nativos, les comentó, por primera vez:
- ¿No es absurdo? Allá, en el cabo Navarin, la tierra no era mucho más fértil que aquí y los esquimales estaban rollizos, y creo que unos y otros provienen de la misma raza. ¿Cuál es la diferencia? Los de allá tienen renos… -En aquel momento se le ocurrió una idea genial-: ¿Por qué no traemos hasta aquí cien renos, o mil? Los esquimales de esta parte vivirían como reyes.
Desde el cabo Príncipe de Gales derivó hacia la desembocadura del Yukón, y envió dos de las lanchas cuarenta y cinco kilómetros río arriba, para que llevaran medicamentos y noticias.
- Me gustaría remontar el Yukón unos mil quinientos kilómetros -dijo, cuando le contaron cómo se vivía junto al gran río.
Estaba de nuevo en el mar de Bering y, tras un amplio viraje hacia el oeste, llegó a la costa septentrional de la gran isla de San Lorenzo y fondeó junto a Sevak, el pueblo situado más al este. Como los indígenas conocían el Corwin, Healy esperaba que fueran a recibirle varias canoas, pero la aldea no daba ninguna señal de vida. Se sentó en la proa del primer bote que desembarcó y descubrió algo que, si bien al principio le dejó desconcertado, en Seguida le sumió en una indescriptible amargura: todos los habitantes de Sevak estaban muertos.
Mientras recorrían la aldea intentando averiguar qué había ocurrido, uno de los marineros observó que no se veía ningún hueso de foca, de morsa o de ballena.
- No tenían nada que comer, señor. Han muerto de inanición.
Pero ¿por qué? No consiguieron resolver el misterio en Sevak, y ni siquiera en Kookoolik, un pueblo más grande en el cual vivían antes muchos nativos: allí también habían muerto todos; tampoco había huesos de foca ni de morsa, aunque encontraron restos de toneles que habían contenido ron y en los que se había destilado melaza. No hallaron la respuesta hasta que el Corwin arribó a Chibukak: dos indígenas de Powooiliak, la aldea de la costa sur que el capitán Schransky no había podido visitar a causa de la tormenta, habían acudido para rebuscar entre las ruinas.
- Mucho ron -les explicaron-. Mucha melaza. Todo julio y agosto, bailar y gozar en la playa. Ningún hombre cazar ballenas en umiaks. Al final ellos venir a pedirnos comida. Nosotros no tener para compartir. Morir todos.
- ¿Quién lo hizo? -preguntó Healy, a gritos, de pie entre los resecos cadáveres.
- Barco grande y oscuro, capitán muy alto de pelo blanco. Les enseñó melaza, se llevó todo el marfil.
Healy no ordenó a la tripulación que sepultara los cuerpos: eran demasiados. Había sido aniquilada la mayoría de la población de una isla entera, y, al parecer, el responsable estaba fuera de la ley y tenía todo un imperio bajo su dominio, desde el Polo Norte hasta Tahití, desde Lahaina, en Hawai, hasta Cantón, en China. Era más necesario que nunca apresarlo, pues había corrompido a toda una sociedad.
Cuando se acercaba el final del viaje anual de inspección de sus dominios, Healy vio que, hacia el oeste, el Erebus continuaba cazando focas en pleno océano y, aunque con el Corwin no podía competir con Schransky y su Erebus, no hizo caso de las diferencias entre los dos barcos y avanzó hacia él como si quisiera chocar con la embarcación infractora; pero Schransky le evitó fácilmente y se alejó hacia el oeste.
- No será un asqueroso negro quien detenga al Erebus -dijo el capitán a su primer oficial.
El capitán Michael Healy, el protector de los mares árticos, era un negro estadounidense. De joven, cuando intentaba hacer carrera en Aduanas, se había acostumbrado a llevar un sombrero que le cubría la frente morena y un gran bigote que disimulaba la negrura de alrededor de la boca; muchas personas sólo se daban cuenta de que era negro cuando le conocían desde hacía tiempo.
Su padre, Michael Morris Healy, había sido un duro irlandés propietario de una plantación en Georgia, que se había casado con una encantadora esclava llamada Elisa, con la que tuvo diez hijos, todos de gran belleza y talento. «Es un crimen que unos niños como los nuestros tengan que convertirse en esclavos», decidió Healy; sin embargo, según la ley, así se les consideraría en Georgia en cuanto llegaran a adultos. Por eso, Healy y su esposa se arriesgaron enormemente para conseguir lo imposible: se llevaron de Georgia a sus diez hijos; les inscribieron en escuelas del Norte, dirigidas conjuntamente por cuáqueros y católicos, y les vieron convertirse en los más eminentes hermanos de raza negra de la historia de los Estados Unidos.
\ Cuatro de los chicos se hicieron famosos: uno llegó a ser un importante obispo católico; otro se convirtió en un ilustre catedrático de derecho canóníco; Patrick, el tercero, mostró desde muy jovencito una capacidad excepcional para los estudios, gracias a la cual llegó a dirigir la Universidad de Georgetown, además de ser, durante los últimos veinte años del siglo XIX uno de los pedagogos de más prestigio en los Estados Unidos; el cuarto hijo, Míke, se escapó de la escuela, se embarcó y, con el tiempo, se convirtió en uno de los capitanes más condecorados del Cuerpo de Guardacostas del Tesoro.
Tres de las chicas se hicieron monjas, y una de ellas llegó a ser al final de su carrera la superiora de un convento importante. Es muy interesante tratar de averiguar cómo adquirieron esos extraordinarios niños negros un talento tan poco habitual, que admiraron muchos blancos, en campos muy diferentes. Aunque seguramente heredaron la fortaleza de carácter de la Valiente disposición de su padre, la educación del irlandés no explica demasiado bien la superioridad intelectual de sus hijos; cabe imaginar que proviniera de la singular esclava Elisa. El caso es que, por aquellos años, los hermanos Healy constituían una de las familias más destacadas de los Estados Unidos; quizá los únicos que estaban a su altura eran los hermanos Adams, de Massachusetts, pero hay que recordar que los Adams disfrutaron desde niños de todos los privilegios y nunca les amenazó el estigma de la esclavitud. La aportación de los Healy a la historia estadounidense fue excepcional, aunque ninguno de los diez hermanos alcanzó la popularidad de mike.
Sus hazañas en los mares del norte se hicieron legendarias, y a los periódicos les encantaba relatar sus heroicidades. ¿Que un imprudente grupo de balleneros tardaba demasiado en marcharse de Punta Desolación y se quedaba bloqueado por el hielo, con riesgo de morir de hambre?, Míke Healy, en uno de sus endebles barcos guardacostas, circulaba a toda prisa por entre unos témpanos que podrían aplastar a una embarcación seis veces más grande; se abría camino, como por ensalmo, y conseguía llegar hasta los marineros encallados. ¿Que ocurría alguna tragedia en una aldea remota de la costa siberiana?, el intrépido Mike Healy acudía a salvar a los rusos. Si una tormenta hundía a un ballenero en el mar de Bering, ¿quién rescataba a los náufragos seis meses después?, Mike Healy, que había acertado a detenerse en una isla deshabitada de las Aleutianas, movido por un presentimiento. Y cualquier persona que Healy llegara a rescatar en un rincón perdido del Ártico, seguro que cantaría sus alabanzas al regresar a la civilización.
Su popularidad se extendió por todo el país, y cuando preguntaron a un canadiense, que vivía en una pequeña ciudad del oeste, quién era el presidente de los Estados Unidos, respondió sin vacilar: «Mike Healy, que manda en todo».
Pero a los habitantes de la costa, mejor informados, no les engañaba la irreflexiva adulación que los ciudadanos profesaban a Healy; sabían que le atormentaba la frustración por haber sido incapaz de expulsar a Emil Schransky de las aguas que estaban bajo su vigilancia. Siempre que se reunía un grupo de hombres que conocían bien el mar, se admiraban de la impunidad de que gozaba el capitán alemán en las islas de las Focas, de que se dedicara cuanto quisiera a la caza pelágica y de que incurriera flagrantemente en el delito de contrabando de ron y melaza, con los que destruía las aldeas indígenas. Ni siquiera la desgracia ocurrida en la isla de San Lorenzo, de la cual los marinos estaban bien enterados, impidió que Schransky repitiera su acción en otros lugares y escapara después a Hawai o a China con su perverso botín. Schransky era la espina que Mike Healy tenía clavada, y los defensores de Míke siempre lo tomaban como excusa:
- Si el barco de Healy fuera tan bueno como el de Schransky, podrían batirse de igual a igual. Pero tal como están las cosas, no tiene ninguna posibilidad.
Por culpa de la desigual situación, la imagen del corpulento capitán, con su melena y barba blancas, continuó atormentando al antiguo esclavo de Georgia.
Pero no tardaría en llegar ayuda, aunque de una forma tan complicada que no podría haberse planeado. La ciudad de Dundee, en la costa oriental de Escocia, no destacaba por sus astilleros, si bien había uno que era conocido porque se construían navíos poco comunes, según las indicaciones del cliente. En 1873 recibió el encargo de construir un barco lo bastante fuerte para resistir a las placas de hielo del Labrador y de Groenlandia, y en 1874 botó una embarcación tosca y achaparrada que, después de naufragar, tras una intensa vida de ochenta y nueve años, se recordó como uno de los grandes barcos de la historia. Fue bautizado con el nombre de Bear, medía sesenta metros y medio de proa a popa, nueve metros y siete centímetros de manga y cinco metros y setenta centímetros de calado, y su desplazamiento era de mil setecientas toneladas. La construcción era un prodigio de eclecticismo: el casco era de roble del Báltico; la cuaderna, de roble escocés, más pesado; la cubierta, de madera de teca de Birmania; la proa y los costados estaban revestidos de carpe australiano; la quilla era de pino americano; las piezas metálicas se habían forjado en Suecia, y los instrumentos de navegación provenían de siete países distintos, europeos y estadounidenses.
El Bear era un velero de tres palos, con aparejo de fragata: grandes velas cuadradas en el trinquete y velas triangulares más pequeñas y ligeras en el palo mayor y el de mesana; pero en medio del barco, delante del palo mayor, había un auténtico motor de vapor, con una gran chimenea roma, que le daba un desmañado aspecto de tanque.
- Las velas cuadradas le darán impulso -aseguraron los constructores, al entregarlo a los futuros propietarios para que navegara entre los hielos de América del Norte-, las triangulares, rapidez de maniobra, y el motor le permitirá abrirse paso entre el hielo. Pero el verdadero secreto es… ¡Fíjense en la proa!
Era tres veces más gruesa de lo normal, estaba reforzada con madera de roble Y de carpe y, según manifestaron orgullosamente los constructores de barcos que la habían ideado, era capaz de «abrirse paso entre cualquier tipo de hielo con el que se encuentre».
En aquel momento, al comienzo de la vida marítima del Bear, se pensaba destinar el barco a algunas tareas rutinarias; más tarde se vio obligado a intervenir en una operación de rescate, y fue entonces cuando alcanzó la fama y apareció en primera plana en todo el mundo: el estadounidense Adolphus Greely, explorador del Ártico, se había adentrado valerosamente en las aguas septentrionales del Atlántico, su barco había naufragado al colisionar con una gran masa de hielo y diecinueve marineros habían muerto al intentar regresar caminando a la civilización. Tras el fracaso de todos los intentos de rescate con barcos normales, el gobierno estadounidense había comprado el Bear por el elevado precio de cien mil dólares, y la embarcación había acudido a toda prisa al punto donde se suponía que había ocurrido la desgracia.
Era un barco completamente distinto de los que se habían visto antes en el Ártico, y su construcción reforzada le permitió abrirse paso entre placas de hielo que no habrían podido atravesar otras embarcaciones, además de rescatar a Greely y a seis supervivientes más, lo que le valió el aplauso general. Mientras el mundo ovacionaba aquella extraordinaria nave, alguien tuvo la sagaz idea de transferirla al Cuerpo de Guardacostas de Alaska, donde podría ser de gran utilidad.
Rodeó el cabo de Hornos en noviembre de 1885, y llegó a San Francisco después de navegar tan sólo ochenta y siete días. Por casualidad, cuando el Bear amarró en el puerto, el capitán Mike Healy estaba disponible, de modo que, sin haberlo premeditado, se le destinó al mando del aclamado barco, que era ya tan célebre como el mismo Healy. La unión entre el hombre y la máquina fue singular: al trasladar sus cosas al camarote del capitán, mientras montaba una percha para el loro y buscaba un sitio donde esconder las botellas, Mike exclamó:
- ¡Ésta es mi casa! -Pero hasta que no contempló la imponente proa con el increíble revestimiento de madera de carpe, no se atrevió a repetirse el antiguo juramento-: Ahora sí que vamos a echar del mar a ese hijo de puta.
En 1886, la nueva unidad de Healy tomó rumbo norte, camino de Barrow, el punto más extremo del continente, que había quedado aislado por el hielo; una vez allí, se abrió paso poderosamente entre témpanos que una embarcación normal no se habría atrevido a desafiar, y, como le acompañaba la suerte, logró rescatar a tres grupos de marineros cuyos barcos habían quedado destrozados por el hielo. Cuando les dejó de nuevo en San Francisco, los náufragos alabaron tanto a Healy como al Bear, lo que hizo crecer la leyenda del buque:
- Puede navegar en todas partes. En esa zona, podrá salvar miles de vidas. Y si Healy es el capitán, el mar estará seguro.
En el trayecto de ida y vuelta a Barrow, el Bear pasó cerca de la isla de San Lorenzo; a Mike Healy le atormentó el recuerdo de las tres aldeas aniquiladas y se enfureció al pensar que el Erebus continuaba rondando Por aquellas aguas y quebrantando impunemente las leyes. Varias veces, al echar anclas frente a alguna aldea del litoral de Alaska, descubrió que el Erebus había pasado por allí con su carga de ron y melaza y se había quedado con el marfil y las pieles de los últimos dos o tres años.
Incapaz de alcanzar o de sancionar al merodeador, Healy tuvo que regresar tristemente a San Francisco e informar: «El bergantín Erebus, al mando del capitán Schransky, de New Bedford, ha estado vendiendo ron a los nativos, se ha dedicado a la caza pelágica y ha saqueado las colonias de focas, sin que lograra apresarlo el barco guardacostas, a pesar de los intentos». Incluso con su nueva y más potente embarcación, Healy, el negro, no había conseguido capturar a Schransky, el nórdico.
No obstante, cuando un titán (y Mike Healy lo era) emprende valientemente la batalla, a menudo se le une otro dispuesto a prestar ayuda y entre los dos, aunque se conozcan sólo desde poco tiempo atrás, llegan a hacer milagros. Una fría tarde de febrero, desde el territorio montañoso que rodea Deadhorse, en Montana, se aproximaba a Alaska el segundo coloso.
Sheldon Jackson era un hombre extraño. Viajaba solo, aunque en el último pueblo le habían advertido que amenazaba ventisca. Tenía cuarenta y tres años, y llevaba barba y un espeso bigote para tener un aspecto más severo; este asunto le preocupaba mucho, porque quería causar buena impresión a los desconocidos, pese a su diminuta estatura. Su altura exacta era siempre objeto de discusiones: sus detractores, que eran muchos, aseguraban que no llegaba al metro y medio, lo cual era ridículo, mientras que él se atribuía un metro sesenta, cosa igualmente absurda; como solía ponerse alzas en los zapatos, aparentaba un metro cincuenta y cinco. De todos modos, cualquiera que fuese su estatura, a menudo parecía un enano rodeado de hombres mucho más altos.
En aquel momento intentaba abrirse paso entre la nieve que comenzaba a caer, aunque no dudaba de que sería capaz de llegar a su destino antes del anochecer: «Dios me quiere allí», se decía. Con esto tenía suficiente para darse ánimos, porque era misionero de la Iglesia presbiteriana y estaba absolutamente convencido de que Dios le reservaba una tarea importante, y cada vez tenía mayores sospechas de que sería fuera de los Estados Unidos donde iba a lograr sus milagrosas conversiones. Por eso, cuando subió a lo alto de una colina desde donde pensaba que iba a ver el pueblo de Deadhorse, de trescientos ochenta y un habitantes, y no se encontró ante las luces de ninguna ciudad, sino con una colina más alta que la anterior, se limitó a reacomodar la pesada mochila, irguió sus frágiles hombros y dijo en voz alta:
- Muy bien, Señor. Seguramente has escondido el pueblo al otro lado de esta colina. -Y continuó avanzando a través de la ligera nieve, que ya comenzaba a arremolinarse, deteniéndose de vez en cuando para limpiarse las gafas de montura metálica.
La pendiente era bastante pronunciada, cosa que él se explicó como una protección que Dios había dispuesto alrededor del pueblo; no flaqueó su entusiasmo ni siquiera al llegar al pie de la montaña y comenzar a remontarla, porque le resultaba inconcebible que Deadhorse no estuviera más allá de la sierra. Mientras subía a la cima arreció la nevada, pero Jackson, en lugar de preocuparse, pensó: «Es una suerte que falte tan poco para llegar, Porque la tormenta podría ponerse fea», continuó la difícil ascensión, tan arraigado en su fe como en la época en que cumplía su labor misionera en las montañas de Colorado o en las llanuras de Arizona.
Cuando estaba llegando a lo alto de la colina, le alcanzó una ráfaga de nieve arrastrada por el intenso viento que aullaba por encima de la cumbre; por un momento, los pequeños pies de Jackson tropezaron y resbaló para atrás, pero en seguida recuperó la seguridad y consiguió subir hasta la cima. Allá abajo, tal como esperaba, vio las lucecitas de Deadhorse.
Se encontró entonces con un problema mucho más serio: delante de él no había un pueblo de trescientos ochenta y un habitantes, sino una aldea formada por ocho casas diseminadas. La información que le habían facilitado los presbiterianos en la última población donde se había detenido era totalmente errónea, pero como eran presbiterianos, no cabía pensar mal de ellos: «Tal vez nunca se hayan desplazado personalmente hasta aquí».
Llevaba en el bolsillo el nombre de la persona a la que tenía que dirigirse: Otto Trumbauer. «Suena más a luterano que a presbiteriano», se dijo. Se detuvo delante de la primera casa para preguntar por los Trumbauer, y allí le explicaron:
- Usted debe de ser ese misionero que dijeron que venía. Trumbauer le está esperando. Vive dos casas más allá.
Al llamar a la puerta de los Trumbauer, ésta se abrió de golpe y se oyó un cordial saludo:
- ¡Padre, le estábamos esperando para cenar! -y le hicieron entrar en la acogedora habitación.
La señora Trumbauer, una robusta mujer de unos cuarenta años, comentó mientras cerraba la puerta:
- Llega usted justo a tiempo. Deje esa mochila y quítese el abrigo.
El hijo veinteañero y una joven delgada que parecía ser su esposa le ayudaron a desprenderse de las gruesas prendas y le acomodaron ante la mesa preparada.
Durante la cena, Jackson se enteró de las malas noticias, porque Trumbauer padre explicó:
- Debe de haber algún error. Aquí somos sólo ocho familias: dos de ellas son católicas, dos, ateas, y de las otras cuatro, sólo tres tenemos algún interés en que se instale una iglesia presbiteriana.
Jackson apenas pestañeó al escuchar la sombría relación:
- Jesús no comenzó con doce discípulos. La Iglesia avanza con los soldados de que disponga, y ustedes dos, señores, parecen valientes.
Insistió en que fueran a buscar esa misma noche a las otras dos familias presbiterianas, de modo que el primer oficio de la iglesia presbiteriana de Deadhorse se celebró mientras fuera soplaba una ventisca que formaba montones de nieve.
Los varones adultos, a quienes correspondía construir la iglesia, no tenían demasiadas ganas de entregarse a la tarea, por pequeño que fuera el edificio; pero Jackson se mostró inflexible: le habían enviado a Deadhorse para instalar una iglesia presbiteriana y estaba decidido a cumplir con su obligación.
- Me parece que he organizado más de sesenta congregaciones y he ayudado a construir por lo menos treinta y seis iglesias al oeste del Mississippi; ahora se me han encomendado todos los estados del norte, desde el oeste de Iowa. Este pueblo tan bonito es un sitio ideal para establecer una iglesia de la que dependa toda la zona.
Durante las semanas siguientes, los dos hombres de la familia Trumbauer quedaron impresionados por la fortaleza física y moral de aquel hombrecillo que había atravesado a pie las montañas para vivir con ellos mientras construían una iglesia. Trabajaba como el más fornido de los aldeanos, y los domingos pronunciaba unos inspirados sermones que duraban más de una hora, aunque toda su congregación no constaba más que de tres familias:Sin embargo, la situación varió en cuanto Jackson hizo una visita a las dos familias ateas, quienes le informaron de que eran más bien agnósticas.
- Vengan al oficio del domingo -les rogó-. No es necesario que crean, sólo que escuchen el mensaje. No pasaremos el cepillo -añadió, con la falta de tacto que le caracterizaba, intentando bromear.
Como se había mostrado muy sincero al invitarles, una de las familias se presentó en casa de los Trumbauer para escuchar el sermón del domingo siguiente, que trataba sobre el cometido del misionero. Durante la comida que celebró después la comunidad, Jackson confesó el origen de su asombrosa energía:
- En mi primer año de estudios en el Union College, allá en el este, escuché un llamamiento: «Sheldon, hay personas, al otro lado del mar, que no conocen los Evangelios. Ve con ellos y llévales Mi Palabra Sagrada».
- Pero usted no se fue al otro lado del mar. Nos ha dicho que estuvo destinado en Arizona y Colorado.
- Cuando me licencié en la facultad de Teología de Princeton, me presenté ante una comisión examinadora para ir a las misiones extranjeras, pero me dijeron: «Es usted demasiado débil y enfermizo para servir en el extranjero»; por eso me enviaron a Colorado, Wyoming y Utah, donde ayudé a construir iglesia tras iglesia, y ahora estoy en una de las regiones más duras: Montana e Idaho.
- ¿A qué se refiere usted -preguntó un joven- cuando dice que escuchó un llamamiento?
- A veces sucede -contestó Jackson, con sorprendente vehemencia- que uno está solo en una habitación, o quizá está rezando, y Jesucristo en persona entra en el cuarto y dice (su voz suena tan clara como una campana): «Sheldon, quiero que lleves a cabo mi tarea». A partir de entonces, uno se encamina en esa dirección y le es imposible apartarse. -Como nadie dijo nada, concluyó-: Una voz así fue la que me hizo venir a Deadhorse, donde Jesucristo quería que se construyera una de Sus iglesias. Y, gracias a ustedes, no a Mí, vamos a construirla.
Era demasiado modesto, porque colaboró en gran medida en la construcción del pequeño edificio de troncos: llegó a trabajar hasta diez horas al día, en las tareas más duras; a veces, las mujeres se reían al verle venir por el camino, sujetando el extremo de un tronco, mientras algún corpulento mocetón se esforzaba en sostener el otro extremo. Si conseguía una de las escalas de mano, se ponía a manejar el martillo; pero todos los domingos estaba listo para su sermón: si se hubieran recogido en un opúsculo los que pronunció en Deadhorse, habrían ofrecido una exposición lógica de la filosofía que subyace bajo el esfuerzo de los misioneros.
Pero lo que impresionaba especialmente a esas tres familias de la localidad era que el hombrecillo, además del trabajo cotidiano y de los sermones dominicales, muchas noches, después de la cena, se ponía a escribir largos artículos para un célebre periódico religioso que había fundado en Denver y del cual aún se consideraba responsable. Cuando estaba a punto de acabar la construcción de la iglesia de madera, los Trumbauer y sus amigos presbiterianos decidieron que Jackson era un verdadero santo, un perfecto cristiano, y se sintieron contentos por haberle conocido. Al acercarse el momento de que el sacerdote se marchara hacia otra ciudad de Idaho en la que se necesitaba una iglesia, la señora Trumbauer dijo:
- En esta casa no ha habido nunca un hombre, ni mi padre, ni siquiera Otto, que me causara menos problemas. Sheldon Jackson es un santo. -Después añadió-: ¿No sería mejor decírselo? Si se entera más adelante se le partirá el corazón.
Las otras familias lo discutieron en sus casas y llegaron a la conclusión de que, si se tenía en cuenta tanto el aspecto práctico como las reglas del honor, lo mejor sería terminar la iglesia, organizar una gran ceremonia de consagración y decírselo después; de modo que siguieron este plan.
Al aproximarse el momento de consagrar la iglesia al culto de jesucristo, Jackson fue a ver a las familias que no eran religiosas y les suplicó humildemente que participaran en la ceremonia:
- Es por el bien de toda la comunidad, no solamente de los presbiterianos.
Luego, sin hacer caso de su orgullo y sus creencias, olvidó el continuo combate que libraba contra católicos y mormones, visitó a las familias católicas y las invitó también a la celebración, con argumentos muy similares:
- Voy a consagrar una iglesia, y ustedes pueden ayudar a que la comunidad prospere.
Se mostró muy persuasivo, de modo que el jueves (se había elegido ese día a propósito, para que tanto los agnósticos como los católicos pudieran asistir, cosa que hicieron) pronunció un sermón extraordinaria mente lleno de cordialidad y devoción. Acalló sus exhortaciones habituales; quien le estuviera escuchando, creería que la religión presbiteriana no tenía ningún enemigo en todo el mundo y que no estaba en conflicto con ninguna otra secta cristiana. Por encima de todo, deseaba que su iglesia se convirtiera en agente del bien para una comunidad que, sin duda alguna iba a crecer.
Durante el banquete, Jackson circuló de familia en familia, sin olvidar a ninguna de las ocho, asegurándoles que la inauguración de la iglesia llevaría un nuevo amanecer a Deadhorse; su propia retórica le convenció y, al ver lágrimas en los ojos de las mujeres presbiterianas, pensó que eran lágrimas de alegría por la victoria del cristianismo.
Aunque no se trataba de eso, las tres familias habían decidido no darle las malas noticias hasta que Jackson no tuviera listo el equipaje para trasladarse a Idaho. Una noche, mientras el misionero, en el comedor de los Trumbauer, terminaba de escribir un informe para el periódico de Denver (sobre el triunfo del mensaje de jesucristo en la ciudad de Deadhorse, en Montana, una población a la que se resistía a calificar de aldea), Otto Trumbauer tosió y dijo:
- Reverendo Jackson…
El pequeño misionero levantó la vista, y se encontró delante de él a toda la familia Trumbauer. Comprendió que aquella buena gente estaba inquieta por algún asunto importante, aunque nunca se habría imaginado de lo que se trataba.
- Reverendo Jackson, hemos hecho todo lo posible por evitar esta situación, pero no lo hemos conseguido. Junto con los Lambert, vamos a regresar a Iowa. Allí nuestras familias tienen granjas en las que podremos trabajar y ganarnos la vida, cosa que aquí no podemos hacer.
Jackson dejó caer el lápiz, levantó la vista, se limpió meticulosamente las gafas y quiso que le repitieran la asombrosa noticia:
- ¿A Iowa? ¿Se van ustedes?
- No hay otro remedio. Nuestros hijos no tienen ningún futuro aquí. Y nosotros tampoco.
Por primera vez desde que se había visto envuelto en aquella fuerte ventisca, Sheldon Jackson se sintió flaquear, pero en seguida irguió los hombros, dispuesto a seguir colaborando en la obra divina.
- Entonces, si ustedes ya sabían que iban a mudarse, ¿por qué…?
- ¿Por qué le ayudamos a construir la iglesia? -fue el señor Trumbauer quien acabó la pregunta, aunque no pudo dar la respuesta, ya que lo hizo su esposa.
- Lo discutimos entre todas las familias, y decidimos que usted era un verdadero profeta, que había venido a visitarnos con una misión.
- Acordamos construir la iglesia y dejarla aquí -continuó su marido, cuando la mujer se echó a llorar-, como una luz en el desierto.
- ¡Y ha sido una decisión acertada! -exclamó Jackson, que se levantó y comenzó a estrechar la mano a todos los Trumbauer-. Dios siempre nos indica el camino correcto. En las montañas de Colorado inauguré siete u ocho iglesias que no llegaron a funcionar; pero siguen allí, como ustedes dicen, como luces en las montañas, y recordarán a las personas que lleguen más tarde que por allí estuvieron los cristianos. -Habló entonces con su infatigable optimismo-: ¡Pero este pueblo no va a convertirse en un desierto! Preveo una ampliación, y familias que vendrán a vivir aquí desde Dakota; cuando lleguen, aquí estará la iglesia, esperándoles, porque un grupo de casas no es un pueblo hasta que no hay una iglesia en el centro.
Jackson se fue de Deadhorse en un estado de euforia constructiva: era un hombre menudo cargado con una gran mochila, que llevaba las gafas empañadas y sucias, y tenía la firme convicción de que estaba llevando a cabo la obra ordenada por Dios y supervisada por Su Hijo Jesucristo. Pero la opinión expresada por la señora Trumbauer en el momento de la despedida («Reverendo Jackson, usted es un auténtico santo») distaba mucho de la verdad: había otro aspecto de su temperamento que no había tenido oportunidad de manifestarse durante su productiva estancia en Deadhorse.
El nevado día en que Sheldon Jackson salió de Deadhorse (Montana), en dirección al oeste, la junta de gobierno de las misiones presbiterianas, que asistía a un retiro en el campo, junto al río Hudson de Nueva York, convocó una reunión imprevista. Un sacerdote alto y de aspecto preocupado, que no ocultaba su deseo de hablar con sinceridad, inició el debate de la tarde con una declaración que puso bastante nerviosa a la audiencia:
- Como presidente, es mi deber hablarles con escrupulosa objetividad, pero tengo que advertirles que nuestro querido y estimado amigo Sheldon Jackson ha vuelto a las andadas. No sabemos dónde está ni qué se trae entre manos. Después de que se le echó de Colorado, donde hacía lo que quería, como ustedes saben, obedeció nuestras órdenes una temporada y tomó las medidas necesarias para promocionar la zona que se le asignó.
- ¿Cuál era? -preguntó un pastor.
- Los estados del norte y los territorios existentes al oeste del Mississippi, sin incluir Dakota, el estado de Oregón ni el territorio de Washington.
- Es una zona muy amplia, aun para Jackson. ¿Dónde se cree que está?
- Le enviamos a trabajar a Montana. En cuanto a dónde está ahora, ¿quién puede saberlo?
- ¿No va siendo hora -preguntó con impaciencia un sacerdote de unos sesenta años- de poner en cintura a ese joven?
- Bueno, ya no es tan joven. Tendrá más de cuarenta años.
- Es bastante mayor para saber comportarse.
- Nunca aprenderá -aseguró el presidente, mientras sacaba una hoja con anotaciones-. Antes de tomar ninguna medida contra ese pequeño terremoto, quiero comentar ocho aspectos de su comportamiento, porque es una persona consecuente; los tres primeros tienen que ver con las mejores cualidades de un misionero. Para empezar, Jackson es un misionero nato. Desde que comenzó a estudiar en el Union College se sintió llamado hacia Jesucristo y, si bien no teme poner en cuestión la vocación ajena, nunca duda de la sinceridad de la propia. Por lo tanto, es, según él mismo se define, mejor misionero que ustedes o yo mismo, y no tiene ningún reparo en remarcarlo. En segundo lugar, desde la más tierna infancia ha sido un fiel presbiteriano. Cree, sin ningún cuestionamiento, que nuestra Iglesia es superior a todas las demás; las dudas que de vez en cuando nos asaltan a todos, las grandes discusiones sobre la naturaleza de Dios y los senderos de la salvación, a Jackson no le afectan. Según él, Knox y Calvino, en este orden, dejaron resuelta la cuestión.
Los sacerdotes discutieron este segundo punto durante unos momentos. Uno de ellos habló en nombre de los demás:
- Una fe tan firme como la suya… tal vez se la envidio.
- Puede que no hayas usado la palabra correcta, Charles -le corrigió un pastor neoyorquino-. No es una fe firme, sino más bien simple. Jackson sabe a favor de qué está y en contra de qué.
- ¿Puedes darme un ejemplo? -preguntó Charles.
- Está a favor de Jesucristo -indicó su interlocutor-, y en contra de católicos, mormones y demócratas.
- A mí me gustaría saber diez cosas, siquiera -replicó Charles, sin reírse-, con esa seguridad: sin cuestionamientos, sin dudas. Jackson sabe diez mil.
- También está convencido de que tú y yo no sabemos ni tan sólo tres -afirmó el otro pastor.
- De esta férrea convicción deriva la tercera cualidad de Jackson, que todos ustedes han observado -continuó el presidente-: tiene un singular don para conseguir que los demás le escuchen con atención. Siendo un hombre bajito, discutidor y tozudo, lo más lógico sería que la gente no le hiciera caso, pero ocurre lo contrario. Atrae a las personas, como la miel atrae a las moscas; le escuchan cuando diserta sobre los principios básicos de la religión y, en especial,sobre la obra del misionero.
En ese momento se interrumpió el debate, y los sacerdotes reflexionaron sobre las buenas cualidades de su problemático colega: todos reconocían su piedad, su abnegación y la asombrosa capacidad de colaborar con otros credos protestantes; sin embargo, casi todos habían vivido el ataque de su lengua viperina y, tras una pausa durante la cual se observaron muchos gestos de asentimiento con todo lo afirmado hasta el momento, la crítica de Jackson prosiguió.
- En cuarto lugar… Será mejor que admitamos este defecto desde un principio, pues explica muchos de los problemas que hemos tenido con Jackson y de los que tendremos más adelante. Para ser un cristiano devoto, Como sin duda es, y para haber dedicado la vida a la obra misionera, demuestra una singular habilidad para atacar cruelmente a quien tenga por enemigo. Esto explica el hecho de que, entre cien personas que le hayan conocido, ya sea en Colorado, en Washington o dentro de la propia Iglesia, cincuenta le consideren un santo, y otras cincuenta le traten de vil gusano.
Se solicitó a los presentes que votaran a mano alzada, y el resultado fue que tres le calificaron de santo, y catorce, de gusano; a muchos de éstos últimos les habría gustado contar de qué modo se les había enfrentado Jackson, por cuestiones sin importancia. Pero esas mismas personas asintieron cuando un inteligente y anciano sacerdote señaló un importante hecho que explicaba la situación de Jackson entre los presbiterianos:
- Es nuestro general, en primera línea de lucha contra la oscuridad. Más que cualquier otro, él es quien garantiza que nuestros esfuerzos en el campo de batalla estarán a la altura de los de los baptistas y metodistas. Nos guste o no, es nuestro hombre.
- A eso iba -explicó el presidente, a quien Jackson había atacado repetidas veces-, también tiene sus virtudes. En quinto lugar: a temprana edad, por razones nada fáciles de explicar, Jackson se convenció de que, si deseaba algo, tenía que dirigirse desde un principio a lo más alto. ¿Alguien ha estado en Washington con él cuando pretende algo importante? Se dirige resueltamente al despacho de quien haga falta: de un congresista, un senador, un ministro del gabinete, e incluso al del presidente en persona. Una vez me dijo, después de haber endilgado un sermón a un senador: «Son buenas personas, pero necesitan orientación», y está dispuesto a ofrecer la suya cuando sea, donde sea y sobre el asunto que sea. Me he preguntado muchas veces cómo es posible que un senador de un metro ochenta pueda sentirse intimidado ante un hombre tan menudo e insignificante, pero así es.
Varios sacerdotes atestiguaron la extraordinaria influencia de que Jackson gozaba en Washington, y uno de ellos opinó:
Se ha convertido en el portavoz de la moral, especialmente de la moral de-los presbiterianos, y eso hay que tenerlo en cuenta.
El presidente comentó entonces uno de los principales talentos de Sheldon Jackson:
- En sexto lugar: el origen de su poder está en la capacidad de convencer a una gran cantidad de miembros femeninos de nuestra religión para que apoyen el programa que esté promocionando en un momento dado. Ellas escriben cartas a Washington y, lo que es más importante, contribuyen con grandes sumas de dinero para sus diversos proyectos, como ese extraordinario periódico eclesiástico que aún publica en Denver, aunque hace años que no ha estado en la ciudad. Cuenta con estas mujeres y les solicita dinero; de este modo, queda un poco fuera del alcance de nuestro control.
Un pastor muy enfadado, que muchas veces había sido el blanco de las injurias de Jackson, explicó:
- En Maine, le he visto dirigirse a un grupo de mujeres que acababa de conocer. Comenzó utilizando los mismos argumentos que le habían dado resultado en algunos estados del oeste, como Colorado e Iowa: les previno contra los peligros de la religión católica, pero en Massachusetts y Maine estaban hartos del tema. Al ver que no iba a ninguna parte, Jackson cambió de estrategia y criticó duramente el culto mormón de Utah; ahora bien, casi ninguna había oído hablar de los mormones, por lo que también eso cayó en saco roto. Visiblemente nervioso (pude darme cuenta de que sudaba), Jackson Comenzó bruscamente a relatar una historia conmovedora… ¿Saben cuál? Inesperadamente, sin haberlo preparado lo más mínimo, hizo una lacrimosa descripción de las muchachas esquimales de Alaska, seducidas a la edad de trece años por los malvados buscadores de oro; lo presentó con unas imágenes tan vívidas y lastimosas que incluso a mí se me llenaron los ojos de lágrimas. Ahora bien, ese hombre nunca ha estado en Alaska y no sabe nada del asunto, pero convenció a las buenas presbiterianas de que, si no contribuían generosamente a la obra misionera que estaba organizando en Alaska…
- ¿Quién ha dicho que se le vaya a enviar a Alaska? -gritó airadamente uno de los sacerdotes.
- Lo dijo él -contestó el que había relatado la historia-. En realidad, no dijo que fuéramos a enviarle allá, sino que pensaba ir.
El presidente contempló al grupo con una mirada algo retadora, y preguntó:
- ¿Alguien entre los presentes le habló de Alaska?
- Es el último lugar donde querríamos que se entrometiera -dijo uno de los pastores-. Es territorio de Oregón. Díganle que se ocupe de sus asuntos.
- Amén -murmuraron varios de los asistentes.
El presidente retomó el pliego de cargos, pero, antes de pasar al siguiente punto, le interrumpieron unas risitas del decano del grupo.
- ¿He dicho algo incorrecto? -preguntó el presidente.
- ¡No, por Dios! -respondió el anciano-. Es que me he acordado de cuando formé parte del comité que entrevistó a Jackson hace años,cuando quería acudir a las misiones de ultramar. Le leí el dictamen: «Es usted demasiado débil para el duro trabajo de un destino en ultramar».
Al darse cuenta de lo equivocado que había estado el comité en su pronóstico, todos los presentes se echaron también a reír.
- En séptimo lugar -continuó el presidente-, Jackson siempre se ha mostrado ansioso de publicidad. Desde el principio supo apreciar el poder que es capaz de alcanzar un hombre, sobre todo un religioso, si la prensa le considera un agente del bien. Muy pronto se dio cuenta de que eso le respaldaría frente a instituciones como la nuestra, que quizá no quisieran apoyar sus planes más descabellados. Y nunca ha dejado su buena fama en manos del azar; como todos ustedes saben, ha fundado, o bien han fundado otros bajo su indicación, cuatro o cinco periódicos religiosos que ensalzan sus buenas obras, y en cuyas columnas es siempre él quien obtiene los resultados, y nunca los abnegados misioneros que hacen su trabajo en silencio. Desde que se doctoró en esa pequeña universidad de Indiana (tengo motivos para creer que él mismo la fundó), siempre se refiere a sí mismo en sus periódicos llamándose «doctor Sheldon Jackson»; la mayoría de las personas que trabajan con él están convencidas de que se doctoró realmente en teología.
Los miembros de la junta debatieron sobre la singular habilidad del hombrecillo para promocionarse, y algunos se mostraron envidiosos al recordar diferentes artículos de revista en los que se comentaban sus heroicos esfuerzos; pero la reunión concluyó con un comentario prácticamente irrelevante:
- Octava cuestión: Jackson siempre ha sido un ferviente republicano; está convencido de que, cuando el gobierno de los Estados Unidos está en manos de este partido, Dios favorece a nuestro país, mientras que, cuando llegan al poder los demócratas, quedan libres las fuerzas del mal. Su partidismo declarado resulta útil para la iglesia presbiteriana cuando son los republicanos los que están en el gobierno, como desde hace tiempo es el caso, pero podría perjudicarnos si alguna vez les sustituyen los demócratas.
Siguió una discusión, en la cual todos se mostraron de acuerdo en que, como era improbable que los demócratas alcanzaran el poder en un futuro cercano, los presbiterianos bien podían arriesgarse a permitir que Jackson continuara siendo su portavoz en Washington; por otra parte, también apoyaron con firmeza la resolución elaborada por la junta al terminar la reunión:
- Se ha decidido: Felicitar al reverendo Sheldon Jackson por sus nuevos éxitos misioneros en Dakota, así como advertirle que es necesario informar a esta junta antes de efectuar cualquier tipo de movimiento en el futuro. Se le indica específicamente que no debe actuar en Oregón ni en Alaska, puesto que estas zonas son competencia de la iglesia de Oregón.
Antes de entregar estas severas órdenes a un secretario para que las hiciera llegar a Jackson, llegó un mensajero al retiro, con un comunicado en el cual mostraban su inquietud las autoridades religiosas de Oregón:
El reverendo Sheldon Jackson apareció sin previo aviso en nuestra comunidad y su comportamiento enojó a todo el mundo. Después de provocar un grave conflicto, nos dejó para irse a Seattle y Alaska. Le advertimos que este último territorio caía bajo la responsabilidad de Oregón, pero nos contestó categóricamente que, según él lo interpretaba, se le había encomendado toda la zona comprendida entre el río Mississippi y el océano Pacífico, y que ya era hora de que alguien se ocupara de Alaska. Le informamos de que en Wrangell había ya destinados misioneros de nuestra Iglesia, pero replicó: «Me refiero a un misionero de verdad», y tomó un barco hacia el norte.
Así, bruscamente y sin autorización, Jackson llevó la Palabra de Dios, la salvación de Jesucristo hasta lo más profundo de Alaska; lo curioso es que durante los siete primeros años de su misión no recibió ni un centavo de la iglesia presbiteriana, indignada ante su insolente conducta. Costeó él mismo los elevados gastos del experimento de Alaska, que fue una de las tentativas misioneras de los Estados Unidos que resultaron más productivas; empleó únicamente el dinero que le entregaban las mujeres, que le adoraban, y que todos los inviernos se dedicaba a visitar en busca de fondos. En la época que estuvo haciendo milagros por las heladas tierras del norte, Jackson pasaba la mitad del año en diversos estados, implorando ayuda a los grupos femeninos, o en Washington, acosando al Congreso para que mejorara las leyes y destinara más dinero a Alaska.
Se convirtió en íntimo amigo de casi todos los miembros del gobierno a los que aguardaban espectaculares ascensos, especialmente si eran republicanos o presbiterianos; por eso se pegó muy pronto a los faldones del senador Benjamin Harrison, de Indiana, que era tanto una cosa como la otra, y que, en cuanto llegara a presidente, solicitaría el asesoramiento de Jackson sobre las medidas que había que tomar con respecto a Alaska. Pese a su baja estatura, de un metro cincuenta y cinco, y a sus regordetas piernas de niño, el pastor presbiteriano había alcanzado la talla de un gigante.
Cuando el doctor Jackson llegó a Alaska (ilegalmente, según sus adversarios), puso a funcionar su gran ingenio y logró dos éxitos clamorosos: convenció a sus amigos del Congreso para que le otorgaran el rimbombante título de Agente General de Educación de Alaska, cargo sin honorarios y que, al menos los primeros años, no recibía fondos del gobierno, pero que le permitió encargarse unas impresionantes tarjetas de visita con las que desarmaba a los que se oponían a sus planes. Además, arrancó al Departamento del Tesoro una autorización para viajar gratuitamente a bordo de cualquier barco guardacostas que se dirigiera a las zonas que pensaba visitar en ejercicio de sus funciones. Con estas cartas en la manga, y contando con el permanente apoyo financiero de los clubes femeninos, se dispuso a emprender la obra de su vida: la humanización y la educación de Alaska.
Los primeros años, Jackson llevó una vida muy agitada. En los meses de primavera y verano, se subía a cualquier guardacostas, dispuesto a explorar las aguas del Ártico, combatir el tráfico de alcohol, detener a los malhechores, colaborar en la aplicación de la ley, viajar a Siberia y organizar el desarrollo de Alaska. Con su propio dinero, puso en marcha varios de los servicios que hubiera debido costear el gobierno. Pasaba los seis meses de otoño e invierno en Washington, Nueva York o Boston, haciendo propaganda y dando conferencias sobre el futuro de Alaska. Durante un período anual típico, recorrió sesenta mil quinientos kilómetros; uno de sus colegas sacerdotes calculó que, en ese mismo período, había pronunciado más de doscientas conferencias en favor del establecimiento de un sistema escolar en Alaska: «Sheldon está dispuesto a dar una conferencia si encuentra a seis personas que le escuchen».
Pero cada vez que estaba a punto de conseguir alguna mejora se lo impedía el hecho de que los Estados Unidos continuaban sin dotar a Alaska de ninguna forma de gobierno o de un apropiado sistema de impuestos. Entonces Jackson, frustrado y rabioso, regresaba a Washington con la intención de asediar al Congreso. Fue precisamente allí donde el misionero, con la vysión de futuro que le caracterizaba, entabló una estrecha relación con Benjamin Harrison, el influyente senador de Indiana, nieto del noveno presidente. El senador escuchó sus reivindicaciones de un estatuto para el gobierno autónomo de Alaska; la autoridad moral de Jackson le convenció, y en 1883 comenzó a actuar en el Senado para conseguir tal estatuto. En 1884, gracias al enérgico estímulo de Jackson, el senador Harrison logró que el Congreso aprobara la Organic Act, por la cual se otorgaba a Alaska una especie de gobierno civil, con un solo juez, un fiscal de distrito, un secretario del juzgado y un alguacil; en total, se encargaba a cuatro funcionarios imponer la ley y el orden en un territorio de más de un millón de kilómetros cuadrados. Aunque la medida resultaba escandalosamente insuficiente, era un primer paso en la buena dirección.
Jackson, por supuesto, habría querido que se concediera a Alaska el estatuto de territorio autónomo, pero el Congreso no lo autorizó, porque eso hubiera permitido que el territorio se convirtiera tarde o temprano en un estado (como estaba sucediendo en otras partes de los Estados Unidos), y los legisladores consideraban absurda tal posibilidad:
- ¡Esa nevera nunca tendrá suficientes habitantes para merecer la condición de estado!
- ¿Un gobierno autónomo? ¡Qué diantre!, pero si en toda la zona no hay más que mil novecientos habitantes; hablo de gente blanca, desde luego.
- Si el gobierno no corresponde al Ejército, debería encargarse la Armada.
Ni siquiera Jackson se dio cuenta de las insuficiencias prácticamente insuperables de la ley que entre él y Harrison habían conseguido que se aprobara. No obstante, esa misma primavera, al regresar a Sitka, lo comprendió: llevaba apenas dos horas en su casa de verano cuando recibió la visita de un rabioso Carl Caldwell, el antiguo abogado de Oregón, que se había convertido en uno de los ciudadanos más importantes de Alaska:
- ¿Como pudo usted permitir que el Congreso tomara semejante resolución, doctor Jackson?
- ¿Permitirlo? Harrison y yo les obligamos a adoptarla.
- Pero, ¿y el asunto de Oregón? ¡Lo anula todo!
- Un momento -interrumpió Jackson, a la defensiva-. El Congreso se negó a concedernos el estatuto de territorio autónomo. Lo mejor que pudimos conseguir fue gobernarnos por las mismas leyes que Oregón.
- Si se tratara de las leyes de Oregón -Caldwell saltó de su asiento-, no habría ningún problema. Pero lo que ustedes nos han dado son las antiguas leyes del territorio de Oregón. Pasó a ser estado en 1859. Nos han llevado a la situación de Oregón en 1858. -Comenzó a detallar las desmesuradas limitaciones que suponía esto para Alaska, mientras Jackson le escuchaba boquiabierto-: No podrá actuar un jurado en los juicios, porque según la ley territorial de Oregón, sólo podrán integrar un jurado las personas que paguen impuestos.
- Es una norma prudente -observó el sacerdote-. Reserva la participación en un jurado a los hombres responsables.
- Pero en Alaska no se cobran impuestos; por lo tanto, no habrá jurados. -Caldwell prosiguió, mientras Jackson demostraba su sorpresa-: Las leyes más interesantes del territorio de Oregón se referían a los condados, pero no tienen aplicación en nuestro caso, puesto que no hay condados en Alaska.
- Eso es ridículo -refunfuñó el misionero que había engendrado la ley.
Pero Caldwell estaba lejos de haber terminado con sus críticas:
- No se pueden comprar terrenos, porque en el estatuto de Oregón no había nada estipulado sobre la propiedad del suelo. Y lo que es peor, por lo mismo, no se puede aplicar en Alaska la importante Homestead Act, la ley que ha permitido poblar el Oeste al conceder gratuitamente tierras a los colonos. Pero lo que limita más nuestras posibilidades es que no podemos tener nuestra propia asamblea legislativa, porque Oregón no la tenía en esa época.
Caldwell continuó quejándose, mostrando a veces a Jackson el texto mismo del anticuado estatuto, y, al terminar, el misionero había comprendido que, con su ayuda, el Congreso había puesto a Alaska una nueva camisa de fuerza; se dio cuenta de que tendría que volver a luchar por las mismas cosas, pero como cuando emprendía una batalla no había tregua ni rendición posible, esa misma noche empezó a asediar al Congreso con más cartas informativas y a sus partidarias con nuevas peticiones de dinero.
Sin embargo, Jackson no advirtió el riesgo que corría hasta 1884, cuando llegaron a Sitka los nuevos funcionarios que, según la Organic Act, tenían autoridad para gobernar Alaska. El presidente Chester Arthur, presionado por la arrolladora insistencia de los aspirantes, había designado para estos cargos a algunos de los granujas más despreciables de la época, los cuales, desde el momento en que llegaron a Sitka, decidieron librarse de aquel molesto misionero que despertaba tantas quejas entre los mineros, los pescadores y los traficantes de ron.
El cabecilla de los enemigos de Jackson era el fiscal de distrito, un hombre con fama de borracho. El alguacil no era mucho mejor, pero el verdadero desastre era el juez federal, un hombre muy influyente: el joven Ward McAlister era un incompetente que se llamaba igual que su tío, el cual ejercía un poder dictatorial en la sociedad de Nueva York. A todos ellos les habían nombrado para esos cargos tan bien remunerados gracias a la infidencia política de sus amigos, y sin que se tuviera en cuenta su nula capacidad.
POCO tiempo después de ocupar sus puestos, en connivencia con el tiscal de distrito y el juez McAllister, ordenaron secretamente el arresto de Jackson; después aguardaron a que un gran número de ciudadanos se reuniera en el muelle para presenciar la partida del vapor en el que iba a embarcarse el misionero. En el último momento, Sullivan, el alguacil, subió a bordo del barco con unas esposas, le detuvo y le llevó a rastras a prisión.
Durante las semanas siguientes Jackson tuvo que soportar increíbles humillaciones, aunque al final se hizo justicia con él, de una forma totalmente inesperada. El presidente Arthur, el responsable de tan indignantes nombramientos, dejó el cargo, y casi de inmediato ocupó la presidencia el demócrata Grover Cleveland, un reformista que anuló los nombramientos de Arthur y sustituyó a los ocupantes de esos puestos por políticos con más escrúpulos, que prestaron a Alaska un mejor servicio. Una de las primeras medidas del nuevo equipo de funcionarios fue dejar sin efecto el procesamiento de Sheldon Jackson; aun así, el misionero continuó convencido de que el país funcionaba mejor cuando los republicanos ostentaban el poder.
Por esa época, Jackson tomó parte en una de las obras más lúcidas de la historia de Alaska, algo sin precedentes en los territorios recientemente colonizados. Se puso en contacto con los dignatarios de las demás iglesias estadounidenses, y propuso que se dividiera Alaska, de común acuerdo, en diez o doce esferas de influencia religiosa, cada una de las cuales sería reducto de una confesión y en cuyo interior no podrían ejercer el proselitismo los misioneros de otras sectas. Lo que proponía era una extraordinaria tregua religiosa; debido especialmente a su reputación de hombre íntegro, ampliamente reconocida, los dirigentes de los demás grupos aceptaron su propuesta.
- Como los presbiterianos fueron los primeros en llegar aquí, nos corresponde Sitka -explicó Jackson a los habitantes de la ciudad-. Ahora bien, puesto que esta región es la que ofrece menos complicaciones, nos quedamos también con la más conflictiva: Barrow, en el territorio situado más al norte de Alaska. -El misionero añadió modestamente-: Será la misión más septentrional del mundo.
Al ir enumerando otras condiciones del acuerdo, parecía uno de los seguidores de jesucristo, tal como aparecen en los Hechos de los Apóstoles, en el momento de distribuir las responsabilidades misioneras de la incipiente iglesia cristiana:
- Nuestros buenos amigos baptistas se quedan con la isla de Kodiak y con el territorio más próximo. Las Aleutianas, donde hay mucho por hacer, corresponden a los metodistas. Los episcopalianos continuarán la obra que inició hace décadas la iglesia anglicana de Canadá, su allegada, en el curso alto del Yukón. Los congregacionistas se han ofrecido para encargarse de una zona muy difícil: el cabo Príncipe de Gales. Y una excelente iglesia que ustedes quizá no conozcan, la de los moravos alemanes de Pensilvania, llevará la Palabra de Dios a la cuenca del río Kuskokwim.
Más adelante se desencadenó una oleada de entusiasmo ecuménico, y más confesiones se ofrecieron a participar en el gran acuerdo: los cuáqueros de Filadelfia, que estaban siempre a la vanguardia en ese tipo de obras, recibieron Kotzebue y una región minera cercana a Juneau; los evangelistas suecOs, Unalakleet; los católicos romanos, el amplio territorio que rodeaba la desembocadura del Yukón y en donde habían trabajado antes los misioneros ortodoxos rusos. La repartición de Alaska constituyó un extraordinario ejemplo de lo mejor del ecumenismo, y el mérito correspondió principalmente a Jackson.
Sin embargo, por muy nobles que sean los acuerdos verbales, son algo completamente distinto a la puesta en práctica: pasaron años sin que las principales iglesias estadounidenses cumplieran con sus promesas. No se había creado ninguna misión bautista ni metodista, ni siquiera una de los cuáqueros. Desesperado al ver que los indígenas de Alaska se corrompían porque se les había negado la Palabra divina, Jackson suplicó a las iglesias más importantes que entraran en acción, si bien no obtuvo ningún resultado. Viajó a Filadelfia para hablar con los cuáqueros, seguro de que lograría convencerles de que se trasladaran al norte, pero no consiguió nada. En estado de desesperación moral, Jackson pasó una calurosa noche del mes de agosto de 1883 en la ciudad de los cuáqueros, redactando una carta para la iglesia morava, cuya sede estaba en la cercana localidad de Bethlehem: les rogaba que prosiguieran en Alaska la noble tarea que habían iniciado con los esquimales del Labrador, pero, una vez más, la única respuesta a sus esfuerzos fue el silencio.
No obstante, su carta debió de causar algún efecto en los fieles alemanes de Bethlehem, ya que el invierno siguiente, cuando viajó a los Estados Unidos, Jackson recibió sin previo aviso una invitación para visitar Bethlehem y exponer ante los moravos su punto de vista sobre las necesidades de Alaska. El misionero tomó rápidamente un tren en Filadelfia y se encaminó hacia el norte, hasta la bonita y antigua ciudad, típicamente alemana, donde pronunció uno de sus discursos más inspirados.
- La iglesia morava ha estado siempre a la vanguardia de la obra misionera -explicó Jackson a su audiencia-. Es algo propio de vuestra tradición y de vuestro espíritu. Esta vez, recibís de nuevo un llamamiento de Dios: «Los esquimales de Alaska languidecen sin Mi Palabra Sagrada». ¿Osaréis negaros?
Aquella noche, los serios ciudadanos encargados de la iglesia decidieron enviar a fines de 1885 una misión de exploración al río Kuskokwim, formada por cinco granjeros jóvenes y piadosos (tres hombres y dos mujeres). Cuando vieron el gran río gemelo del Yukón y comprobaron que sus gentes estaban ansiosas de recibir medicinas, enseñanza y cristianismo (pues consideraban que eso explicaba la prosperidad de los blancos), los jóvenes misioneros escribieron a Bethlehem: «Aquí se nos necesita». A a su debido tiempo, les siguió uno de los mejores grupos de religiosos que trabajaron jamás en Alaska, con lo que se derribó la barrera de indiferencia. Los cuáqueros se apresuraron a ocupar las zonas que les correspondían; después fueron los bautistas y los metodistas; en poco tiempo, Alaska quedó salpicada de misiones, a menudo perdidas en lugares remotos, que contribuirían con el tiempo a civilizar la Tierra Grande.
Un día, cuando Jackson estaba trabajando en Sitka, se adentró en el estrecho el nuevo guardacostas Bear; antes de que pudiera anclar, el misionero había tomado una decisión que resultó de gran importancia para la historia de Alaska: «Me gustaría navegar en un barco como ése». Al mediodía había ya presentado el permiso de viaje al primer oficial, que miró por encima del hombro al extraño hombrecito y le dijo:
- Este asunto tendrá que resolverlo el capitán.
El misionero entró por primera vez en el camarote del capitán Mike Healy, que había empezado a emborracharse tan pronto como el Bear había llegado a Sitka, y que en aquel momento estaba sentado, con el loro encima de un hombro. Muy molesto por la inesperada intromisión, Healy profirió una sarta de brutales juramentos mientras fulminaba a Jackson con la mirada.
- Y ahora ¿qué coño quiere usted? -concluyó.
Si la embestida hubiera acobardado al pequeño misionero, se habría terminado cualquier posibilidad de relación entre los dos hombres; pero Jackson era muy osado: se irguió, adoptó una postura digna y exclamó en tono grandilocuente:
- ¡Capitán Healy, soy un sacerdote y no tolero que el nombre de Dios sea profanado en mi presencia! Además, también he venido a Alaska para acabar con el tráfico de licores, y usted, señor, está borracho.
- Tiene usted razón, reverendo… -comenzó a decir Healy, sorprendido ante aquel gallito.
Pero en aquel momento el loro soltó unas cuantas palabrotas de su propia cosecha, y Healy le asestó tal coscorrón que el animal corrió a refugiarse en su percha, tan rápidamente que pareció que iba a perder las plumas.
- ¡A ver si te callas, tú! -Después Healy se ocupó del visitante-. ¿Qué dice su documento, reverendo?
- Está extendido por el Departamento del Tesoro y confirma que puedo viajar gratuitamente a bordo de su barco cuando el cumplimiento de mis funciones lo requiera.
- ¿Y cuáles son sus funciones?
- Llevar a los esquimales la Palabra de Dios. Educar a los niños de Alaska. Y acabar con el tráfico de licores.
Para asombro de Jackson, Mike Healy, a quien la educación había salvado la vida, se levantó de su asiento, tambaleándose, le tendió la mano y prometió apoyarle, cosa que hizo durante veinte años:
- Estoy de acuerdo con usted, reverendo. La educación salva las almas, Y el alcohol es la maldición de los indígenas de Alaska.
- Parece que a usted le ha maldecido también, capitán.
- Sólo en mi vida privada. Como capitán de este barco, una de mis principales funciones es acabar con el tráfico de hooch.
- ¿Qué es eso del hooch?
- Un licor, un auténtico matarratas. Destroza a los esquimales. Ha exterminado aldeas enteras. -Healy se dejó caer de nuevo en la silla, alargó la mano hacia un vaso que Jackson no había visto hasta entonces y acabó de vaciarlo. Luego levantó la vista con una sonrisa pícara y dijo-: Traiga su equipaje a bordo. A las cuatro zarpamos rumbo a Kodiak y Siberia. -Éste fue el principio de la colaboración entre aquellos dos hombres singulares.
Healy medía un metro ochenta y cinco, era cinco años más joven y veinte veces más fuerte; Jackson medía exactamente treinta centímetros menos, de modo que su cabeza no alcanzaba la altura de la nuez de Healy. El capitán era católico romano, y sus hermanos y hermanas ocupaban puestos de importancia en esta religión; Jackson era un devoto presbiteriano que despotricaba contra los católicos, como había hecho en su momento John Knox. Healy era un negro de Georgia que según la ley debería haberse convertido en esclavo; Jackson era producto de la agitación religiosa y social que se había extendido por la zona rural del norte del estado de Nueva York (de la misma fuente surgieron Elizabeth Cady Stanton, Lucretia Mott y Joseph Smith, a quien fueron revelados los secretos del mormonismo) y pensaba que los negros, los indios y los esquimales eran seres humanos dignos del amor de Dios, pero no de la equiparación social con los blancos. Healy era aficionado a blasfemar y a emborracharse; Jackson, un hombre estricto que consideraba su deber aleccionar a los infieles y liberarlos de su locura. Había enormes diferencias entre ellos, y no vacilaban en exhibirlas.
Sin embargo, compartían tres opiniones, lo que prevaleció sobre todas las diferencias: los dos pensaban que se podría gobernar Alaska si algún hombre de buena voluntad quisiera intentarlo; estaban dispuestos a ofrecerse para cumplir con este cometido, y ambos querían que se tratara con respeto a los indígenas.
Su amistad se consolidó durante la primera travesía que realizaron juntos, porque cada vez que se encontraban ante una dificultad, parecía que se daban cuenta inmediatamente de las implicaciones morales y, de una manera asombrosa, cada uno aprobaba lo que el otro sugería. El capitán Healy ya no tenía que impartir justicia solo, surcando los mares a bordo de un mugriento barco aduanero, porque ahora el noble Bear llegaba a puerto echando bocanadas de humo, con su digno capitán a bordo, asistido por un presunto doctor en teología. Healy y Jackson formaban una impresionante pareja de titanes que circulaba por una región anteriormente infestada de enanos, y su autoridad quedaba establecida tan pronto como el Bear llegaba a una nueva aldea.
En su primer viaje juntos, pusieron orden en Kodiak y llevaron provisiones a la guarnición rusa de Petropávlovsk; en la costa siberiana, dictaron sentencia sobre diversos asuntos y, finalmente, fueron a parar al cabo Navarin, donde la gente salió a recibirles en canoas tan pronto como se enteraron de que volvía el capitán Healy, pues recordaban los generosos regalos que les había hecho en su último viaje. Healy pidió a Jackson que desembarcara, ya que quería enseñarle los rebaños de renos, que proporcionaban abundante comida a los siberianos; al principio, el misionero no comprendió la importancia de la visita, porque todavía no había visto a los esquimales de Alaska que se morían de hambre, sin comida para el invierno.
- ¡Renos! -exclamó Healy-. Podríamos cargarlos en el Bear y, con buen viento, desembarcarlos dos días después en Alaska.
- ¿Sería posible?
- Podríamos hacerlo ahora mismo, si tuviéramos autorización y dinero para comprar los excedentes de esta gente.
La perspectiva de salvar vidas en Alaska gracias a la experiencia siberiana entusiasmó a los dos estadounidenses; después de reunir a los pastores de cabo Navarin, Healy intentó convencerles de la posibilidad de comerciar con renos entre las dos orillas del mar de Bering.
- Cuando vuelva usted a Washington, averigüe si podemos conseguir fondos -dijo Healy a Jackson, al ver el interés que mostraron los pastores cuando el capitán les explicó lo que recibirían a cambio de los animales.
- ¿Tanta falta hacen los renos?
- Ya lo verá usted mismo.
Después de atravesar el mar de Chulcotsk desembarcaron en una serie de poblaciones (Barrow, Desolation, Point Hope, cabo Gales), en las que Jackson pudo comprobar la devastación provocada por la falta de reservas de alimentos; esto le llevó a tomar una determinación firme:
- Capitán Healy, usted y yo tenemos que hacer dos cosas para salvar a los esquimales: construir una misión, con su propia escuela, y proporcionarles renos.
En el trayecto de regreso, el Bear cambió de rumbo para hacer escala en la isla de San Lorenzo, donde Healy mostró a su amigo misionero la destrucción que habían causado el ron y la melaza del Erebus. Jackson se horrorizó al ver los esqueletos, que continuaban esparcidos por el suelo; por la noche, cuando el tenaz Bear retomó su camino hacia el sur, se fue a hablar con el capitán Healy, que dirigía el barco a través del mar de Bering:
- Capitán, usted mismo descubrió las ruinas de estas aldeas y sabía cuál era la causa; no entiendo cómo puede seguir bebiendo.
- No soy perfecto -dijo Healy~. Y usted tampoco lo es, de lo contrario, no habría tanta gente furiosa… quiero decir, disgustada con usted.
- Borrachos, mineros sin escrúpulos, la gentuza de Sitka… Me alegro de que sean mis enemigos, capitán.
- Me refiero a gente de orden. ¡Bueno, antes de conocerle, oí hablar mucho de usted en Seattle!
- A mí me hizo venir al mundo Dios para que ejecutara Su voluntad, y tengo que hacerlo a mi manera.
- Yo no tengo ni idea de quién me hizo venir al mundo. Estoy aquí para gobernar un barco, y lo hago a mi manera.
De esa forma aquellos dos hombres imperfectos, cada uno de los cuales tuvo enemigos mientras ejerció su trabajo en Alaska, continuaron navegando hacia el sur, imaginando las cosas que esperaban conseguir: convertir a los esquimales, imponer orden en el mar, llevar a Alaska renos siberianos, educar, educar y educar…
Los dos estaban de acuerdo en cuanto a este último ideal, como demostraron los trágicos sucesos ocurridos durante el segundo viaje que realizaron juntos.
- Usted no me habló del Erebus hasta llegar a San Lorenzo, capitán, pero le carcome el alma, ¿no es cierto? -preguntó Jackson, una fría noche de octubre, pocos días después de zarpar.
- Así es.
- ¿Le importaría explicarme por qué?
Healy, con una sarta de blasfemias, relató la interminable lucha librada contra aquel barco traidor y la crueldad con que desobedecía las leyes que debían proteger, además de a los esquimales, a las morsas y las focas:
- En primavera ronda por esta zona, contraviniendo las leyes de todos los países, y espera a que las pobres focas preñadas pasen nadando cuando se dirigen a criar al norte; entonces les dispara con rifles, las mata y les arranca las crías para vender en China las pieles, que son muy suaves.
- Habría que acabar con él -aseguró Jackson.
- Con este barco sí que podría acabar con él -respondió Healy. Y se encerró en su camarote, donde se emborrachó.
Los últimos días del viaje, Jackson pasó mucho tiempo en cubierta, con su pequeño cuerpo envuelto en prendas de piel de foca compradas en Siberia. Si los marineros le preguntaban qué estaba haciendo, contestaba con evasivas, porque se había empeñado en algo insensato: quería divisar el Erebus, un barco que ya odiaba, aunque no lo había visto nunca. Un atardecer distinguió una embarcación de color negro, o que así lo parecía, bastante lejos, al oeste de su barco, y se apresuró a informar al capitán Healy.
- ¡Es ese hijo de puta! -exclamó Healy-. Mire: con el catalejo se ve su pelo blanco.
Emil Schransky, al mando de su barco criminal, había visto al Bear mucho antes de que le vieran a él. Había oído decir que Healy tenía un nuevo patrullero, pero no daba crédito a las historias que la gente contaba sobre la embarcación, y además despreciaba a su comandante:
- No podrá vencerme ningún maldito negro.
Sin embargo, cuando acababa de desplegar las grandes velas negras para jugar al gato y al ratón, como había hecho en el pasado con las lentas embarcaciones que Healy había usado hasta entonces, cayó en la cuenta de que esta vez se enfrentaba a un barco muy diferente. Vio la chimenea, que despedía una negra nube de humo, las enormes velas cuadradas, abiertas para recoger el viento, y, lo que más miedo le dio, la impresionante proa, reforzada con madera de roble y de carpe.
- ¡Listos para escapar! -gritó, demasiado tarde.
Mientras los marineros desplegaban como podían el último grupo de velas, vieron con consternación que el Bear les había burlado, pues había cambiado de rumbo rápidamente y avanzaba directamente hacia ellos.
- ¡Va a tratar de embestirnos! -gritó Schransky, sin ocultar su temor.
Tenía razón, porque Mike Healy, el capitán negro al que tanto despreciaba, se disponía a golpear con la peligrosa proa de su barco justo en el centro del Erebus.
- ¡Todo a babor! -chilló Schransky al timonel.
El hombre trató de maniobrar de manera que el barco oscuro tomara un rumbo paralelo al del Bear y éste pasara junto a él sin causar daños, como en los duelos que habían mantenido otras veces. En esta ocasión, sin embargo, Healy pudo poner en práctica sus viejos trucos con un barco nuevo y potente; de pie en el centro del barco, con el loro chillando sobre el hombro, dio unas pocas órdenes al timonel, que viró bruscamente el guardacostas y lo hizo chocar con gran estruendo contra el Erebus. La proa del Bear, impulsada por el motor, hizo astillas la cuaderna de su siniestro enemigo y quedó encajada en sus entrañas.
- ¡Artilleros, listos para barrer las cubiertas! ¡Marineros, al abordaje! -ordenó serenamente, tal como había ensayado, Mike Healy, el perdedor de tantas batallas anteriores.
Schransky, atónito, anulado por un barco mejor y gobernado por un capitán más astuto, tuvo que rendirse y contemplar en silencio cómo invadían su buque los victoriosos hombres de Healy.
Cuando el Bear abordó el Erebus, Healy saludó al capitán, tal como era acostumbrado; después sonrió fríamente a Schransky mientras le apuntaba con el revólver, y envió a sus marineros al interior del barco capturado. Todas sus humillaciones anteriores quedaban sobradamente vengadas, y ambos capitanes lo sabían.
Los oficiales de Healy encontraron los barriles de ron y melaza; unos marineros encontraron las bodegas llenas de pieles de foca.
- ¡Échenlo todo por la borda! -ordenó Healy.
La tripulación de Schransky contempló en malhumorado silencio cómo abrían los toneles y arrojaban el contenido por los imbornales. En cuanto a las pieles de foca capturadas ilegalmente, que valían una fortuna en Cantón, fueron a parar al fondo del mar de Bering.
Sheldon Jackson no se atrevió a dejar el Bear y subir al Erebus hasta ese momento; cuando el capitán Schransky vio al misionero, vestido con su ridículo uniforme de pieles de foca, vociferó:
- ¿Quién diablos es éste?
- El hombre que nos ha traído hasta aquí -respondió Healy-, y el primero que les ha visto.
- Pues arrójelo también por la borda -refunfuñó Schransky.
- Mire mi barco, Schransky -Healy pronunció su ultimátum-. Observe el motor, y la proa que ha abierto un boquete en su embarcación. Empieza una época nueva en Alaska, Schransky. Si le vuelvo a ver por el mar de Bering, le atraparé, le embestiré y le enviaré al fondo del océano, con toda la tripulación.
Mientras se hacía de noche, Healy se quedó de pie, dando órdenes para apartar el Bear del agujero abierto en el Erebus, era cinco centímetros más bajo que el alemán y mucho más moreno, pero hablaba con la autoridad que había alcanzado después de muchos años y muchas derrotas: por fin mandaba él en el mar de Bering, y estaba decidido a que siguiera siendo así. Cuando regresó a su barco, Jackson permaneció en el Erebus, ya que el pequeño Misionero quería endilgar unos cuantos sermones al corpulento y rubio capitán, especialmente sobre las aldeas arrasadas en la isla de San Lorenzo; iba a iniciar su amonestación, pero cuando miró aquella cabezota gigantesca, mucho más alta y dura que la suya, pensó que sería mejor callarse Y, sin decir palabra, atravesó con cuidado la cuaderna destrozada y volvió a su camarote.
La consecuencia del segundo viaje que Jackson realizó con Healy fue que las misiones dejaron de estar instaladas en chozas de barro y se convirtieron en iglesias y escuelas de verdad. El robusto Bear zarpó del estrecho de Sitka lanzando chispas por la chimenea, con la cubierta llena de tablones, Puertas y vigas hasta en el último rincón; además, le seguía una vieja goleta cargada con más material.
Aquel año, el Bear no se detuvo en puertos cómodos, como Kodiak o Dutch Harbor, sino que continuó avanzando por el mar de Bering, entre fuertes tormentas, hasta hacer una primera escala en el cabo Príncipe de Gales, donde un par de misioneros congregacionalistas llevaban dos años intentando sobrevivir en una choza semienterrada. El cuatro de julio, Día de la Independencia, el Bear echó el ancla y los sorprendidos jóvenes vieron bajar del barco tres botes cargados con maderos. Cuando los marineros desembarcaron y descargaron el material, no se limitaron a dejarlo en la playa para que lo tomaran los misioneros, sino que fueron con ellos y esa misma tarde comenzaron a construir una iglesia y una escuela.
Al atardecer, como si viniera a celebrar la festividad, llegó la goleta con la mayor parte de las tablas; a la mañana siguiente, el capitán Healy en persona se unió a los trabajadores, mientras el doctor Jackson corría de aquí para allá y ayudaba a excavar los cimientos de las paredes. Toda la tripulación del Bear, excepto el cocinero, participó en la construcción de la iglesia y, al cabo de ocho días, entregaron a los atónitos misioneros un centro desde el que podían comenzar a evangelizar la región.
El Bear se dirigió a Point Hope, una de las aldeas más aisladas del mundo, y los marineros que desembarcaron para construir la misión conocieron a los mosquitos de Alaska; los había de tres tipos, cada uno más salvaje que el otro, y cada variedad vivía durante tres semanas, a finales de primavera y principios de verano. Llegaban una detrás de otra, como si dijeran: «Enviaremos a los pequeños para poner nerviosa a la gente, después, a los medianos, y tres semanas después, a los más grandes». Eran unos enemigos despiadados, que se colaban entre las aberturas de la ropa y clavaban profundamente el aguijón, hasta volver prácticamente locas a algunas de sus víctimas.
- ¿Qué se hace cuando atacan estos bichos? _preguntó un marinero al misionero solitario.
- Dar gracias por que sólo duren nueve semanas -respondió.
- ¡Quiero volver al cabo Gales, a la civilización! -sollozó el marinero.
El segundo día que llevaban anclados allí, Healy y Jackson se reunieron con los que trabajaban en tierra, y, a pesar de los mosquitos, muy pronto construyeron otra robusta iglesia; pero la madera más resistente la guardaron para la siguiente escala, en la lejana Barrow, allí donde se termina el mundo, donde el océano Ártico permanece nueve meses al año cubierto de hielo, donde el sol se queda tres meses completamente oculto y apenas se asoma en cinco meses. Los marineros conocieron en ese lugar a un misionero que se esforzaba por poner en práctica la idea de Jackson sobre el avance de la civilización, que consistía en llevar los Evangelios hasta los rincones más remotos del mundo.
Gracias a la convincente intervención del capitán Healy, se les permitió utilizar provisionalmente como escuela y misión parte de un edificio del gobierno, hasta que los marineros levantaron una construcción normal, aunque con la solidez necesaria para soportar el rigor del clima de Barlow.
Aquel año, ninguna casa asomaba más de un metro por encima de la superficie. Healy y su tripulación trabajaron con especial cuidado para que el edificio de la misión presbiteriana pudiera resistir durante décadas la atmósfera del Ártico. Al cabo de once días dejaron en manos del joven misionero una obra maestra de la arquitectura rural, una iglesia que iluminaría la aldea cuando llegaran en junio los barcos balleneros, a los que atraparía el hielo si en octubre seguían allí.
Poco después de salir de Barrow, tras disparar una salva para despedirse de la nueva iglesia, que sobresalía entre las chozas de la aldea como si fuera un hermoso volcán, el Bear viró en dirección a la costa y ancló frente al ventoso Pueblecito de Desolation, cuyos habitantes se apiñaron en la playa para saludar al capitán que tanto había hecho por la seguridad y la prosperidad de su población. Healy les saludó a todos con la mano, pero al no ver a cierto individuo preguntó:
- ¿Dónde está Dmitri?
- Ahora es el padre Dmitri -contestó un aldeano-. Ahí viene.
Dmitri, al considerar la posibilidad de que, a causa de su terquedad, la aldea se quedara sin aquellos bonitos edificios que tanta falta hacían, se Sintió muy afligido y quiso consultarlo con su madre. Se sorprendió cuando la mujer sacó, de entre las cosas de valor que guardaba envueltas en una tela, detrás de una de las tablas de la choza excavada, la medalla que el capitán Healy había regalado a su hijo varios años antes:
- Te la dio porque te comportaste como un valiente. Tienes que seguir siendo valiente, sin dejar que ese pequeñajo te obligue a renunciar a la religión de tu padre.
Ante su insistencia, Dmitri esperó a que el reverendo Jackson estuviera ocupado con los planos de la escuela, pues pensaba construirla, a pesar de sus amenazas, convencido de que Dmitri acabaría por apreciar las enormes ventajas de convertirse en presbiteriano, tanto para sí mismo como para la aldea. Tras asegurarse de que Jackson no le veía, Dmitri subió al pequeño umiak en el que navegaba el día que llegó el Bear, y no tardó en llegar al barco. Pidió permiso para hablar con el capitán, y le hicieron pasar al camarote de Healy; se sorprendió mucho al ver el loro, así como al comprobar que el capitán estaba casi borracho. Pero Healy, que era un buen católico, al enterarse de lo que pretendía su buen amigo el misionero (que un devoto ortodoxo ruso se convirtiera al presbiterianismo), recobró de inmediato la sobriedad, subió al umiak de Dmitri y ordenó al joven sacerdote, o postulante, que le llevara a tierra. Una vez allí, corrió al sitio donde se estaba construyendo la escuela y asió a Jackson por las pieles de foca que le envolvían el cuello.
- ¿Qué demonios pretende que haga el chico, Sheldon? -quiso saber.
Jackson intentó explicarse confusamente; la señora Afanasi, que llegó a toda prisa, le acusó de secuestro, y Dmitri, que no esperaba semejante incidente, se sintió avergonzado por la situación.
Durante dos días se prolongó la agotadora discusión entre Jackson y Healy: el misionero argumentaba que, ya que había traído él la madera para las construcciones, tenía derecho a decidir el tipo de edificio que albergarían. El capitán contestaba, con igual convicción, que, puesto que el material había llegado en el barco que estaba a su cargo, le correspondía a él el privilegio de decidir cómo se utilizaría. Por desgracia, no conocía muy bien el funcionamiento del sacerdocio en la religión ortodoxa rusa, y se quedó perplejo, el segundo día, al enterarse de que Dmitri pensaba casarse con una muchacha esquimal que era pagana, por no decir algo peor. Sus hermanos, que ocupaban altos cargos en lo que él consideraba la verdadera iglesia católica, no pensaban en casarse; tampoco sus hermanas, que eran monjas. Se dijo que una religión que permitiera casarse a los sacerdotes tenía que estar completamente equivocada.
De todos modos, pensaba que su obligación era defender todas las confesiones católicas, cosa que hizo con gran vehemencia; pero hasta entonces nunca había discutido sobre religión con un fenómeno de la moral como Sheldon Jackson, de modo que, cuando se terminaron de construir la iglesia y la escuela, fueron consagradas como edificios presbiterianos. El Padre Dmitri se embarcó en el Bear, se fue a Seattle, y allí se convirtió, con la ayuda de los presbiterianos de la zona, en el padre Afanasi, el primer esquimal inupiat que ostentó el augusto título de reverendo.
En el trayecto hacia el sur, el capitán Healy discutió con el joven y defendió, con gran poder de convicción, que el catolicismo era la única religión universal, de manera que Dmitri estuvo a punto de dejar el Bear en Kodiak, volver a Desolation en cualquier otro barco y utilizar las nuevas construcciones como edificios católicos. Pero cuando salió a relucir el asunto de la boda, Healy, que por entonces estaba bastante borracho, se negó a comprender lo que ocurría. Jackson, que ya se lo había imaginado, intervino en aquel momento, se hizo cargo de la situación, separó a Dmitri del capitán y le hizo quedarse en el Bear, que le llevó hasta Seattle, en busca de la ayuda de los buenos presbiterianos de la ciudad.
De este modo, Desolation se convirtió en el origen de la difusión del presbiterianismo en el norte.
Durante una de las travesías posteriores de Sheldon Jackson, cuando el Bear llevaba más de seis meses en el mar, el misionero observó que dos de los oficiales jóvenes se mostraban molestos por verse obligados a trabajar tanto tiempo sin regresar al puerto de origen, bajo las órdenes de un capitán negro, además. Cuando acabaron de construir la escuela del cabo Príncipe de Gales, oyó que uno de los jóvenes se quejaba:
- No sé si te habrás dado cuenta, pero el reverendo Jackson, que debería distribuir dinero y materiales con imparcialidad, favorece siempre a las escuelas dirigidas por presbiterianos. Deja bien poco para los baptistas o metodistas; aunque es normal, porque él es un presbiteriano muy exaltado.
- Me gustaría ver cómo lleva las cuentas ese Jackson -dijo el otro oficial, cuando el Bear llegó a Desolation-. Al pastor de este pueblo le ha dado el triple de dinero. Cuando le he preguntado por qué, me ha contestado: «Esta iglesia es mía», pero no ha explicado qué quería decir con eso, y yo no se lo he preguntado.
Los oficiales expresaron abiertamente su enojo contra el capitán Healy al ver que el Bear emprendía un largo desvío hasta el cabo Navarin, con la ridícula idea de recoger renos siberianos y llevarlos a Alaska, para servir de comida a los esquimales que estaban pasando hambre.
- ¿Por qué lo hacemos? -preguntó uno de los hombres.
- Para que esa buena gente no muera de inanición -respondió el capitán.
- Si Dios hubiera querido que los esquimales de Alaska se alimentaran de renos, habría puesto algunos en nuestra orilla del Bering -argumentó el otro.
- El doctor Jackson diría que estamos haciendo la tarea que se le olvidó a Dios -replicó Healy, sin rencor.
Pero los jóvenes tenían razones para quejarse: cuando el Bear regresó a las aldeas nativas donde había repartido tan generosamente regalos en agradecimiento por el rescate de los marineros estadounidenses, los mismos Pastores que habían prometido vender renos para ayudar a los esquimales de Alaska se mostraron muy celosos de sus animales y no quisieron desprenderse de uno solo. Ante el creciente malestar de sus oficiales, Healy recorrió mil quinientos kilómetros a lo largo de la costa de Siberia, rogando en vano a los tercos asiáticos que le vendieran renos; además, los jóvenes comprobaron que Jackson tampoco conseguía comprar animales. Al término de la inútil expedición, uno de los oficiales escribió a su padre:
Este viaje ha supuesto un vergonzoso derroche de tiempo y dinero para nuestro país. Comienzo a sospechar que Jackson y Healy planean vender los renos, si llegan a conseguir alguno, en beneficio propio. El gobierno de los Estados Unidos debería investigar este escándalo.
A pesar de sus ardorosos esfuerzos humanitarios, los dos hombres no lograron comprar ningún reno en el cabo Navarin; aunque algo más al norte, en el cabo Dezhnev, donde la costa siberiana se desvía bruscamente hacia el este y se acerca a América del Norte, encontraron una aldea en la que se les permitió comprar diecinueve animales del valioso rebaño. El mismo oficial escribió:
Tras insistir con un fervor indigno de los representantes de una importante democracia, por fin han adquirido diecinueve animales, aunque a un precio insensato por cabeza. Todo este asunto huele mal.
Durante la agitada travesía del mar de Chukotsk murieron tres de los renos, pero los dieciséis supervivientes se convirtieron en el origen del ganado de las Aleutianas, y los años posteriores llegaron nuevos ejemplares.
El capitán Healy se vio pronto sometido a un consejo de guerra; fue en parte por su culpa, porque, una vez entregados los renos, tendría que haber vuelto a San Francisco, el puerto de origen, y dar licencia para desembarcar a la tripulación, harta de navegar. Pero estaba tan enamorado del mar de Bering que decidió efectuar un último y rápido recorrido de exploración por el norte (Jackson llegaría a hacer, en total, treinta y dos viajes a la tierra de los Chukotsks), y durante la travesía divisó el Adam Foster, un ballenero estadounidense, dedicado a la cacería pelágica de focas. Avanzó a toda vela y a todo vapor hasta colocarse junto al infractor y ordenó a sus hombres que lo abordaran; treinta de ellos le obedecieron, mientras él y Jackson les imitaban, saltando con destreza al barco capturado.
Sin embargo, los balleneros, que podían ganar mucho dinero si lograban llevar su cargamento ilegal a Hawai o a China, opusieron una sorprendente resistencia, y Healy recibió una herida en el hombro izquierdo y una sangrienta cuchillada en la mejilla. Consideró esa actitud una declaración de guerra y, muy enojado, acució a sus hombres para que sometieran a los agresores; cuando lo consiguieron, se calmó y ordenó que se tomaran represalias:
- Echad todo el ron y la melaza por los imbornales. Y las pieles, al Bering. En cuanto a los seis cabecillas y a los tres que me atacaron, ¡los vamos a guindar!
Jackson no conocía el significado de esta horrenda palabra, pero los jóvenes oficiales sí; en cuanto Healy la pronunció, uno de ellos se acercó al misionero y murmuró:
- ¡No deberíamos hacerlo! ¡Son estadounidenses!
Protestó porque creía, equivocadamente, que, en caso de conflicto, el sacerdote le apoyaría contra el capitán Healy, el cual había demostrado un grosero comportamiento de borracho. Sin embargo, descubrió que esta suposición era errónea: Jackson no estaba con él, sino con Healy.
Ante el horror de los oficiales, se procedió a guindar a los nueve marineros; es decir, se les pusieron las manos esposadas a la espalda y luego se hizo pasar una soga por las esposas y por encima de una verga. Después, los tripulantes del Bear tiraron de los extremos libres de las sogas y subieron bastante arriba a los granujas, de manera que apenas podían alcanzar la cubierta con la punta de los pies; permanecieron colgados siete minutos, sufriendo un intenso dolor, hasta que les dejaron caer sobre cubierta, cuando ya algunos de ellos habían perdido el conocimiento.
- No podéis alzaros en armas contra un barco oficial de los Estados Unidos -les dijo Healy, de pie junto a ellos.
- ¡Pero si no se habían alzado en armas! -susurró a Jackson uno de los oficiales.
Sin embargo, el misionero, que opinaba que el crimen tenía que perseguirse, defendió a Healy:
- Estos hombres a los que se ha aplicado el castigo estaban vendiendo ron y matando focas preñadas.
De nuevo a bordo del Bear, ocurrieron dos sucesos de importancia: Mike Healy se emborrachó para calmar la inquietud producida por el dolor de las heridas y por la excitación de haber abordado un barco en alta mar, y uno de los oficiales inició con Sheldon Jackson una acalorada discusión sobre los acontecimientos de la tarde.
- Ningún capitán tiene derecho a abordar otro barco de una forma tan violenta y guindar a nueve de los marineros.
- El capitán Healy ha recibido precisamente estas órdenes. Tiene que acabar con la caza ilegal de focas y sancionar a hombres y barcos que vendan alcohol a los nativos.
- Sin embargo, no puede guindar a los hombres, colgándolos por las muñecas atadas a la espalda. ¡Es algo inhumano, reverendo Jackson!
- Es la ley del mar. Siempre lo ha sido. Es eso o la horca. Ya puede alegrarse de que no les haya hecho pasar bajo la quilla.
El oficial, horrorizado de que un sacerdote defendiera semejante conducta, se sintió tentado a decir algo que, de ser un joven más sensible, habría lamentado más adelante:
- No parece usted muy buen cristiano, si defiende a un hombre como Healy.
Jackson se levantó del borde de la litera, donde estaba sentado, se irguió en toda su estatura, miró al joven a los ojos y dijo:
- Michael Healy en el mar de Bering me hace pensar en San Pedro en aguas de Galilea. Estoy seguro de que Pedro, el pescador, era un hombre duro, pero Cristo le escogió entre sus apóstoles para fundar la primera iglesia. La iglesia de Alaska depende de las buenas obras del capitán Healy.
- ¿Cómo puede decir eso de un hombre que blasfema y se emborracha a cada rato? -exclamó el oficial, al oír la odiosa comparación.
- Me atrevería a decir que Pedro también usaba un vocabulario grosero a bordo de su barco -contestó Jackson, a modo de respuesta; pero el joven salió rabiando del camarote.
gAquella noche, cuando Healy estaba algo recuperado de la borrachera, Jackson fue a verle, dejó que el loro se le posara en el hombro izquierdo y comentó:
- Michael, me temo que entre tú y yo hemos convertido a tus jóvenes oficiales en enemigos. No comprenden que no te comportes como los capitanes de las novelas, y en cuanto a mí, creen que debería ser como los sacerdotes de su pueblo.
- Son jóvenes, Sheldon. Nunca han tenido que capitanear un barco. Nunca han perseguido al Erebus de un lado a otro del mar de Bering.
- Piensan que tendría que criticarte porque dices blasfemias y bebes.
- Yo opino lo mismo. Por otra parte, creo que no tuviste en cuenta que eras un ministro del Señor cuando obligaste al joven padre Dmítri a convertirse en presbiteriano para no perder la iglesia que construimos. -Healy chasqueó los dedos, para interrumpir sus lúgubres pensamientos-: Quieren que seamos dioses, pero no somos más que hombres.
En el frío de la noche, los dos pecadores conversaron largamente, preguntándose de vez en cuando qué estarían planeando los jóvenes oficiales.
Pronto lo averiguaron, pues cuando el Bear regresó a Kodiak con tres prisioneros capturados en las Pribilof, los oficiales enviaron un telegrama al Cuerpo de Guardacostas, con sede en San Francisco, presentando graves cargos contra su comandante:
Michael Healy, capitán del guardacostas Bear, se ha emborrachado repetidas veces en horas de servicio, en detrimento de sus obligaciones; ha utilizado con frecuencia un lenguaje vulgar y ofensivo contra sus oficiales y tripulantes, y ha tratado con extremada crueldad a nueve marineros estadounidenses del ballenero Adam Foster. En calidad de oficiales bajo sus órdenes, solicitamos que sea sometido a un consejo de guerra.
En el momento que el Bear regresaba a su destino en la costa de Siberia, el Adam Fóster ya había llegado al puerto de San Francisco y había ofrecido a los periodistas de la ciudad un espantoso relato de su encuentro con el guardacostas y del injustificado castigo de nueve marineros estadounidenses ordenado por el capitán Healy.
Sin embargo, cuando los periódicos de California airearon el escándalo, en la guerrilla contra Mike Healy participó una potencia mucho más temible que el capitán del Adam Fóster. La señora Danforth Weigle, presidenta de la Unión de Mujeres para la Temperancia Cristiana, llevaba algún tiempo en busca del caso irrebatiffle de algún capitán de barco que hubiera maltratado a su tripulación bajo la influencia del licor; al leer las historias sensacionalistas sobre la conducta de Mike Healy, ella y toda la asociación presentaron una denuncia formal, exigiendo que se le enviara al puerto de origen y allí se le sometiera a un consejo de guerra y se le expulsara del cuerpo. De este modo, todos los envidiosos convencidos de que el marinero negro se estaba encumbrando demasiado se unieron para pedir que se le procesara y despidiera.
Cediendo al clamor popular y, especialmente, a las presiones de la Unión de Mujeres, los superiores de Healy no tuvieron más alternativa que enviarle un telegrama a Kodiak indicándole que regresara inmediatamente a San Francisco, a fin de defenderse ante un consejo de guerra de los cargos de embriaguez, conducta grosera e indebida con los subordinados y, en el caso de nueve marineros estadounidenses, empleo de un castigo cruel ya en desuso en la armada de los países civilizados.
Healy, que había zarpado de Kodiak mucho antes de que llegara el telegrama, pasó el verano en las regiones más remotas de los mares árticos. Al terrninar la temporada, mientras navegaba hacia el sur, se enteró de las acusaciones presentadas contra él y se lo comentó al reverendo Jackson:
- Quieren liquidarme, Sheldon. Ese capitán del Adam Fóster, ¡mira que denunciarme! Hice mal en no colgarle de un penol de su barco.
Pero fue Jackson quien advirtió el verdadero peligro del consejo de guerra:
- Las mujeres, Michael. Serán tus peores enemigas. Siempre he pensado que las decisiones definitivas dependen de las mujeres.
- ¿Puedo contar con tu apoyo?
- Hasta el fin, pero estoy preocupado.
- ¿Vendrás a San Francisco para declarar en mi favor?
- Eres el mejor capitán que haya navegado nunca por el mar de Bering, sea ruso o estadounidense.
- James Cook anduvo por aquí, ¿sabes?
- Yo no he mencionado a los ingleses.
De este modo, se decidió que Healy y Jackson se enfrentarían juntos a los numerosos enemigos aliados contra el capitán; pero Jackson no llegó a cumplir su promesa de testimoniar, pues cuando el Bear llegó al puerto de Sitka, el valiente sacerdote, al desembarcar, tuvo que enfrentarse también a una especie de consejo de guerra, porque Washington había enviado a un inspector especial con poderes plenipotenciarios, encargado de investigar las numerosas acusaciones presentadas en su contra por ejercicio irregular de sus funciones. Aunque esta vez no le encarcelaron, era evidente que no podría ir a San Francisco para declarar en defensa de su amigo, porque tenía que ocuparse de salvar su propio pellejo.
El consejo de guerra contra Michael Healy constituyó un acto triste y solemne. Cinco altos oficiales de las fuerzas armadas estadounidenses tenían que juzgar a un héroe popular caído en desgracia, y los mismos periódicos que le habían ensalzado exageradamente como el salvador del norte, parecían complacerse ahora en denigrarle y le trataban de cruel tirano, de granuja malhablado y de borracho. De todos modos, la actitud de los periódicos era comprensible, ya que los primeros días del juicio se presentaron impresionantes pruebas en contra de Healy. Los jóvenes y formales marineros del Adam Foster testificaron uno tras otro que ellos no habían hecho nada malo:
- Simplemente tratábamos de defender el barco, como hubieran hecho también ustedes, caballeros; pero él nos abordó, nos hizo objeto de maltratos y nos guindó.
Explicaron con detalles estremecedores qué significaba «guindar», y un marino enseñó al tribunal las cicatrices que le había causado aquel tormento de siete minutos, durante el cual las esposas le habían producido cortes en las muñecas. Las señales eran muy visibles.
Quien terminó de hundir a Healy fue la señora Danforth Weigle, de la Unión de Mujeres, que se imaginaba el juicio, desde hacía tiempo, como un triunfo de la lucha emprendida por su organización contra la presencia de alcohol en los barcos de los Estados Unidos. Era una mujer elegante, sin ningún aspecto de vieja agitadora, que hablaba en voz baja y afectada; como testigo tuvo un gran efecto, porque su testimonio fue breve y conciso:
- Hace demasiado tiempo que los marineros estadounidenses son víctimas de crueles borrachos que, en cuanto sus hombres están lejos del puerto y de la protección legal, les tratan como tiranos. El del capitán Michael Healy es el caso más violento que ha caído bajo nuestra atención; exigimos que se le encarcele por sus crímenes y que cese como funcionario de los Estados Unidos.
Solicitó que se permitiera comparecer como testigos a algunas mujeres pertenecientes a la Unión que se habían especializado en los aspectos legales del problema, y esas señoras completaron la demoledora acusación contra el oficial negro. Al final del proceso, casi todos los presentes en la atestada sala de tribunales creían que Healy estaba condenado; además, los artículos de los periódicos parecían necrológicas, pues lamentaban el triste final de una carrera que había tenido sus momentos de grandeza, como cuando el Bear, en sus diversas misiones de rescate, había salvado a muchos marineros cuyos barcos habían quedado atrapados por el hielo.
Pero las tradiciones navales tienen un profundo arraigo: durante una pausa del juicio, acudió a presentar testimonio en favor de Mike Healy una serie de marineros a los que el capitán había rescatado después de que naufragaran. Algunos suboficiales que habían prestado servicio a sus órdenes no dudaron en declarar que su indómita fuerza de voluntad había salvado el Bear cuando parecía que el hielo iba a aplastarlo. Un representante del gobierno imperial ruso explicó al tribunal que, cuando estaba destinado en Petropávlosk, sus oficiales consideraban a Mike Healy y al Bear como su brazo derecho en el litoral siberiano. Hubo también un momento muy dramático, cuando subió al estrado el superviviente de un naufragio ocurrido en Point Hope:
- Nuestro barco se hundió cuando de repente, en octubre, empezó a formarse el hielo. Nueve hombres conseguimos llegar a tierra. Los demás Se ahogaron.
- ¿Tenían ustedes algunas provisiones del barco?
- Algunas, sí.
- ¿cuánto tiempo permanecieron varados?
- Hasta junio del año siguiente.
- ¿y cómo lograron sobrevivir?
- Construimos cobertizos para protegernos del viento. Con madera flotante.
- Me refiero a la comida. ¿Qué comían?
- Matamos dos caribúes y los racionamos estrictamente. Nos comíamos la grasa, todo. -Hizo una pausa, apartó la vista de los jueces y buscó la mirada de Mike Healy, su salvador-: Y entonces llegó el Bear.
- Continúe usted. ¿Qué pasó entonces?
En voz muy baja, que no se oyó en la parte de atrás de la sala, el hombre explicó:
- A primera vista se dio cuenta de que en abril y mayo, cuando no había caribúesni provisiones, nos habíamos visto obligados a comer los cadáveres de los que iban muriendo.
Las últimas palabras se perdieron en un susurro; el tribunal pidió al marinero que repitiera lo que había dicho, pero un hombre del público, sentado en primera fila, dijo:
- Eran caníbales.
En la sala se armó una gran confusión. Una vez recuperado el orden, el marinero continuó:
- El capitán Healy sabía lo que habíamos hecho, es decir, lo que nos habíamos visto obligados a hacery nos tomó bajo su protección, como si fuéramos hijos suyos. Sin sermones, sin reproches. Recuerdo exactamente lo que dijo: «Todos pertenecemos al mar. Tenemos que recorrer un camino pavoroso».
El marinero bajó del estrado en medio del silencio, y en aquel momento estuvo claro que los cinco jueces ya no estaban tan seguros como el día anterior de la culpabilidad de Healy; aun así, hubiera sido declarado culpable de algunos cargos, cuando menos, a no ser porque se formó un alboroto en el fondo de la sala.
- ¡No se puede entrar! -gritó el alguacil.
- ¡Pues vamos a entrar! -respondió una voz ronca.
Se coló en la ceremonia un marino de un metro noventa, con la cabezota cubierta de pelo y barba blancos, seguido por dos oficiales jóvenes y un marinero.
- ¿Quiénes son ustedes, que se atreven a irrumpir así? -interpeló el presidente del tribunal.
- El capitán Emil Schransky -contestó el intruso-, del Erebus, procedente de New Bedford -y añadió que, puesto que se estaban juzgando asuntos marítimos, reclamaba su derecho a testificar.
- ¿Su testimonio será pertinente? -preguntó el oficial que presidía el tribunal.
- Lo será -respondió Schransky.
Se le permitió subir al estrado, y el marino comenzó a hablar, con voz contenida, sin dirigir siquiera una mirada a su viejo enemigo:
- Si hay en la sala algún periodista de San Francisco, podrá comprobar que, durante más de diez años, el acusado Mike Healy y yo nos hemos enfrentado por todo el mar de Bering. Él defendía a los esquimales, que a mí no me importaban un bledo. Se oponía a la caza pelágica de focas, que era mi mina de oro. Se enfrentaba a cualquiera que llevara ron o melaza a los esquimales, y yo nunca me enfrenté. Año tras año conseguí burlarle, Porque mi barco era el mejor. Pero entonces le dieron el Bear, con su motor de vapor, y me derrotó. Estuvo a punto de hundirme el barco. Amenazó con matarme si volvía a entrar en las aguas que estaban bajo su vigilancia. Y yo me dije: «Schransky, tú tenías el mejor barco y hacías lo que se te antojaba. Ahora es él quien tiene el mejor barco, y hará lo que le venga en gana».
- ¿Y qué es lo que hizo usted?
- Me dije: «Dejemos que se encargue como quiera del Bering. El Pacífico es muy grande». Y me marché.
- ¿Por qué se ha presentado hoy ante este tribunal?
- Porque yo y mi tripulación nos enteramos de lo que estaban haciendo ustedes con Mike Healy. De las cosas de las que se ha quejado la gente del Adam Fóster. ¡El Adam Foster, ese ridículo barco! ¡Vaya un barco para ir acusando a nadie! Mis hombres ni siquiera perderían el tiempo en escupir al Adam Foster -sus tres acompañantes asintieron con la cabeza-. Y estas buenas señoras, criticando que Healy beba. ¿Saben qué hizo cuando consiguió capturar al Erebus? Vertió en los imbornales todo el ron y toda la melaza que llevábamos. Pregunten a los del Adam Foster qué hizo cuando les capturó a ellos. Apostaría a que empezó por arrojar todo el ron al mar. Healy combatía ferozmente a los que vendían alcohol a los esquimales. -Concluyó su testimonio con una sorprendente declaración-: Pasé toda una década peleándome con Healy, y mi barco siempre fue el mejor. Pero él luchó conmigo como un tigre, porque es de lo mejor que hay en el mar. Pero incluso un barco fuera de serie como el Bear no sirve para nada si no tiene un capitán como Healy. Ese negro asqueroso, con su lorito, me echó fuera del Ártico, cosa que no hubiera podido lograr nadie menos valiente. Y si vol viéramos a navegar, volveríamos a pelearnos, y ganaría el que tuviera el mejor barco.
Desde el estrado de los testigos, saludó a su antiguo enemigo y se retiró al fondo de la sala, seguido por sus marineros.
Los jueces salieron en fila y regresaron después de una brevísima deliberación, para pronunciar su veredicto:
- Los ciudadanos que denunciaron al capitán Michael Healy no lo hicieron a la ligera, sino porque pensaban que sus acciones eran censurables. Pero el mar está regido por nobles tradiciones, recogidas a lo largo de siglos y gracias a la experiencia de muchos países. A menos que capitanes como Michael Healy hagan cumplir estas tradiciones, ningún barco puede navegar sin peligro. Este tribunal le declara inocente de todos los cargos.
El público, dividido en un sesenta por ciento a favor de la condena y un cuarenta por ciento a favor de la absolución, dio gritos de protesta y de júbilo mientras Emil Schransky se levantaba de su asiento y con un chiflido, saludaba a Healy una vez más. Una vez reinstaurado el orden, el tribunal con tinuó con su veredicto:
- Sin embargo, puesto que ni al mejor de los capitanes se le puede tolerar una conducta viciosa mientras está embarcado ni el uso de un lenguaje ofensivo contra sus subordinados, este tribunal debe tener en cuenta que, en otras tres ocasiones (en 1872, 1888 y 1890), el capitán Healy ha sido seriamente amonestado por embriaguez y mal comportamiento. Recomendamos que sea apartado de su posición de mando durante un período de dos años.
Pero la agitada vida de Healy continuó. En 1900, durante su primer viaje después de recobrar el mando, se libró de otro consejo de guerra más grave por violar a una pasajera, gracias a que sus defensores consiguieron que se le declarara afectado de enajenación transitoria; en 1903, al final de su última etapa como capitán, se le volvió a amonestar por «emplear un vocabulario grosero, indigno de un oficial, en presencia de los oficiales y de la tripulación». Sin arrepentirse, se instaló en tierra, y murió un año después.
En Sitka, la investigación oficial de Sheldon Jackson reavivó antiguas acusaciones, aunque los ciudadanos que las efectuaron esta vez tuvieron más éxito. Al aumentar la población de Alaska, había crecido en la misma proporción el número de mineros, comerciantes y taberneros: estos grupos siempre se habían mostrado como violentos adversarios de Jackson, pero ahora sus portavoces eran más instruidos y supieron presentar al misionero como un siniestro dictador:
- A todo el mundo le dice cómo tiene que comportarse, mientras que él actúa como un tirano sin Dios y un mal cristiano.
Jackson se había creado también un nuevo grupo de enemigos: los miembros de la iglesia ortodoxa rusa, los cuales habían decidido que si el pequeño misionero declaraba la guerra contra su religión y su idioma (cosa que ya había hecho), tendrían que combatirle. La crítica más apasionada, que antes nadie había expresado, resultó especialmente convincente.
- Si el reverendo Jackson pasa seis meses al año resolviendo en Washington sus asuntos personales y seis meses viajando en el Bear con ese compinche suyo borracho, ¿cuánto tiempo dedica a cumplir con sus obligacionnes en Alaska?
Tras estas declaraciones, el futuro de Jackson se presentaba negro; pero el inspector no era tonto, por lo que, antes de llegar a ninguna conclusión, se reunió en secreto con Carl Caldwell, quien se había convertido en todo un juez y ejercía en el tribunal de Alaska.
- Todo lo que dicen de Jackson sus enemigos es cierto -se confió-.
Y también dicen lo mismo de mí. Y si usted estableciera aquí su despacho, esa gente le haría a usted las mismas críticas. Nadie puede hablar de Jackson sin tomar partido. A mí me pone nervioso muchas veces, y estoy seguro de que a usted le ocurre lo mismo. Ahora bien, como seguramente usted ya ha deducido por el tipo de enemigos que tiene, es un elemento irritante en Alaska. Jackson representa el futuro.
Como en el consejo de guerra celebrado en San Francisco, en Sitka el representante del gobierno comenzó por reconocer que las acusaciones contra Jackson habían sido presentadas de buena fe, y así lo dijo; aunque las personas serias podían encontrar desagradable, por muchos motivos, al díscolo misionero, no dejaba de ser necesario, al igual que Mike Healy, para el bienestar social. Por eso sólo podía haber un veredicto:
- Se retiran todos los cargos presentados contra Jackson.
- Y ya no pueden volver a presentarse -explicó Caldweil.
Por supuesto, el final del proceso sólo tenía efecto en Alaska: cuando Jackson regresó a Washington, algunos correligionarios conspiraron contra él y le acusaron de malversación de fondos, incumplimiento de órdenes y despotismo en el ejercicio de sus funciones de misionero. Sin embargo, SUS defensores hicieron notar que, mientras otros se habían quedado en las oficinas, reflexionando sobre las sutilezas de la administración, él había estado en primera línea, arrimando el hombro y convirtiendo almas para el Señor. Sus leales partidarias, que quisieron recordar a los ciudadanos los espectaculares logros de Jackson, publicaron un pequeño panfleto en el que hablaban de su obra:
Dedicado infatigablemente a la obra divina, desde Colorado hasta Arizona, desde Montana hasta Alaska, regresando a Washington cada año para asesorar al Congreso, Jackson ha recorrido más de un millón y medio de kilómetros, utilizando todos los medios de transporte conocidos, yendo incluso a pie. Ha creado más de setenta congregaciones y ha construido personalmente más de cuarenta iglesias. Ha llegado a dar cinco conferencias en un solo día, y ha pronunciado varios miles en total. Las asociaciones religiosas fundadas por él han conseguido, para las misiones y otras obras de la iglesia, la cantidad de veinte millones trescientos sesenta y cuatro mil, cuatrocientos setenta y cinco dólares, porque ha sido incansable en la obra del Señor. Tardaremos mucho en conocer a un hombre que esté a su altura.
Pero el retrato más revelador del batallador hombrecito, que durante el resto de su vida continuó creándose tantos amigos como enemigos, lo ofrece la lucha que mantuvo con el Departamento de Correos, del cual era funcionario a sueldo. Estaba convencido de que, ahora que la Tierra Grande pertenecía a los Estados Unidos, los pueblos debían ostentar dignos nombres estadounidenses, y, como él tenía derecho a elegir los nombres, le pareció bien honrar a los presbiterianos que habían contribuido a civilizar el nuevo territorio. Por lo tanto, eliminó los antiguos nombres esquimales y tlingits y los sustituyó por otros como Young, Hill, Rankin, Gould, Willard y, en especial, Norcross y Voorhees; todos recordaban a buenos presbiterianos, y los dos últimos eran los nombres de familiares suyos a los que deseaba rendir honores. Una de las alteraciones más interesantes que efectuó fue sustituir Chilkoot, el nombre de una bonita aldea situada al oeste de Skagway, por «Haines»: así se llamaba la presidenta del Comité de Mujeres Presbiterianas, que jamás había puesto un pie en Alaska, pero que había apoyado a Jackson con generosidad. Sin embargo, el cambio principal consistió en reemplazar el histórico nombre tlingit de Howkan por el suyo propio: Jackson.
Su idea desencadenó un escándalo, ya que los habitantes de la población no querían abandonar la denominación histórica. Sin embargo, Jackson se mostró inflexible e insistió para que Washington hiciera caso omiso de las quejas locales y conservara el nombre nuevo, que le ensalzaba. Pero cuando los demócratas, con Grover Cleveland, llegaron al gobierno del país, el Departamento de Correos repuso el nombre histórico, aunque transcribiéndolo como «Howcan»; ante esto, Jackson, en un acceso de rabia que demostraba su falta de vergüenza o de sentido del ridículo, asedió a Washington con solicitudes para que el nombre de Howcan volviera a cambiarse por el suyo: Jackson. No consiguió nada; sin embargo, cuando los republicanos recobraron la presidencia, envió una dura carta a John Wanamaker, el nuevo jefe general de Correos, que era presbiteriano:
Ahora que los republicanos están de nuevo en el poder, espero recibir una justa compensación… Durante el gobierno de Cleveland, los demócratas volvieron a cambiar el nombre por el de Howkan, para llevarme la contraria. Con la victoria de los republicanos, el nombre volvió a serjackson. Ahora me entero de que un movimiento local intenta que vuelva a llamarse Howkan. Sírvase notificar al funcionario encargado de registrar las propuestas que usted desearía que quedara como Jackson. Muy agradecido.
Pero se impusieron sus enemigos y la población volvió a llamarse Flowcan, mal escrito.
Los dos colosos de Alaska, Michael Healy y Sheldon Jackson, recuerdan en ciertos aspectos a otros dos titanes del pasado: Vitus Bering y Aleksandr Baranov. El primero de cada una de las dos parejas fue un magnífico capitán que ejerció su voluntad y dominio en los mares septentrionales; el segundo, un hombre de aspecto insignificante e incluso ridículo, pero de ciclópea determinación cuando se trataba de hacer frente a las adversidades. Todos dejaron una huella imborrable en Alaska, especialmente los dos de apariencia menos imponente. Su mayor parecido, sin embargo, estriba en que cada uno de aquellos cuatro exploradores y soñadores fue un hombre de muchos defectos. No fueron ilustres conquistadores, como Alejandro Magno, ni forjaron continentes, como Carlomagno. Eran personas corrientes, que bebían demasiado, eran estúpidamente vanidosas, e iniciaban cosas que no acababan o eran objeto de la burla de sus colegas. Los cuatro fueron víctimas de persecución oficial, de investigación judicial o de procesamiento por parte de un tribunal militar; todos cayeron en desgracia al final de su vida.
Alaska no produjo superhombres, aunque en las etapas de formación trabajaron en ella hombres decididos y de carácter: se puede considerar afortunado un país al que administran tales personajes.