HENRY HARPER, PRIMERO EN 1899

Y cada año el mismo grito saludaba a todo el que pisaba la costa:

- ¿Tiene usted algún periódico de Seattle? ¿Tiene revistas?

Esa primavera de 1900 sería muy diferente, pues el deseo de llegar a Nome era tan grande, que el 21 de mayo un pesado ballenero asomó el hocico entre el hielo; dos días después llegó un verdadero barco de pasajeros, para estupefacción de quienes consideraban que era una locura acercarse a Nome antes de la primera semana de junio.

Pero fue lo que ocurrió a continuación lo que asombró a los habitantes: en rápida sucesión llegaron otros dos barcos de pasajeros; luego, tres más. Por fin, entre el hielo ya delgado, hubo cuarenta y dos grandes buques anclados allí. Como no podían existir instalaciones portuarias en ese turbulento lugar, los barcos permanecían a mil doscientos metros de la costa, mientras barcazas improvisadas iban y venían, desembarcando a más de diecinueve mil recién llegados. En esos frenéticos días del deshielo, Nome era un puerto más importante que Singapur o Hamburgo.

Los buscadores de oro llegaban a raudales, estudiando las playas ya atestadas de máquinas extrañas; cada esperanzado trataba de identificar el sitio al que correría para recoger su parte del oro. Algunos se apresuraban a armar las tiendas traídas; otros, menos prudentes, tenían que buscar un sitio donde dormir. La Yegua Belga alquilaba camas, rotando cuatro pensionistas en un mismo lecho cada veinticuatro horas. Tom Venn tuvo que poner a un empleado para que vigilara la tienda por las noches, a fin de que los hombres recomendados por la oficina de Seattle pudieran dormir allí, en el suelo.

A medida que iban llegando los barcos, el caos se tornaba indescriptible. La falta de gobierno legal representaba ahora una temible amenaza, pues los problemas sanitarios crecían al mismo ritmo que los delitos y por la misma razón. En una sociedad hacinada, el crimen y la enfermedad solo se pueden controlar mediante el ejercicio de la autoridad policial. Y si no se permite la existencia de esa autoridad, tampoco puede haber tranquilidad, pero el 20 de junio llegó un gran barco, trayendo a mil doscientos mineros nuevos y periódicos que confirmaban la noticia tan esperada por Lars Skjellerup, Tom Venn y otros hombres como ellos: el Congreso estaba a punto de aprobar un Código para Alaska y el distrito recibiría otros dos jueces; el más importante sería asignado inmediatamente a Nome.

Los hombres sobrios festejaron la novedad; hasta los borrachos estuvieron de acuerdo en que era hora de poner orden en ese vasto desorden. Skjellerup mandó a Sana en busca del siberiano. Cuando tuvo a Arkikov ante sí, el noruego exclamó con gran entusiasmo:

- ¡Arkikov! ¡Tu juez, viene tu juez! La Siete Arriba volverá a ser tuya.

Y una sonrisa ancha y vigorosa iluminó la cara del pastor de renos:

- Mí alegra.

En una pequeña ciudad de Iowa, en los años anteriores a la guerra civil, existía un mediocre abogado con tan grandes ambiciones para su hijo varón, recién nacido, que lo llamó John Marshall, como el más grande de los jueces supremos de Estados Unidos. El niño recordaba que, a los cinco años, su padre le había llevado ante el tribunal del condado, vaticinando:

- Algún día serás el juez de este edificio.

En sus primeros años, el niño creyó que ese famoso jurista, cuyo nombre llevaba, era su abuelo.

Por desgracia, John Marshall Grant no poseía ninguna de las cualidades de ese noble representante de la justicia, pues era esencialmente un ser débil, sin ese carácter de pedernal que debe tener un juez. No se distinguió en la secundaria y fue mal estudiante en una de las pequeñas universidades de Iowa. No practicaba ningún deporte, rehuía también los libros y sólo se destacaba por volverse cada vez más guapo con el correr de los años. Era alto, bien formado, de facciones regulares y una melena ondeada, tan fotogénica que, cuando su padre exhibía sus retratos, la gente comentaba:

- ¡Qué pinta de juez tiene tu hijo, Simon!

En la facultad de Derecho de la Universidad de Pensilvania, una de las mejores, el futuro juez tuvo un desempeño tan pobre que en años posteriores sus compañeros de estudios se preguntarían: «¿Cómo hizo John Marshall para llegar a juez?». Llegó a serlo porque lo parecía. Y tal como había predicho su padre, se instaló en el pequeño tribunal de Iowa, donde dictaba una justicia amañada; con frecuencia, los tribunales superiores debían anular sus fallos porque no había llegado a comprender las leyes más comunes que se aplicaban en cortes como ésa, en los otros cuarenta y cuatro estados y en Gran Bretaña.

Era tan apuesto y tan pomposo en sus discursos del Cuatro de julio que algunos políticos pensaron postularlo para algún cargo importante. Pero dada su falta de carácter y decisión, nadie sabía si era republicano o demócrata. Los que conocían sus patéticos antecedentes bromeaban: «Habrá que felicitar al partido que tenga la suerte de perderlo». Ciertos republicanos que buscaban a un candidato seguro para el Congreso preguntaron al padre qué partido prefería su hijo. El anciano dijo, con orgullo:

- Mi hijo el juez no lleva el collar de nadie.

Probablemente se habría perdido en una inocua mediocridad, perjudicando a pocos, pues sus peores errores podían ser anulados, si no le hubieran invitado a disertar ante una convención de abogados en Chicago, donde un notorio traficante de influencias le oyó hablar.

Marvin Hoxey era, a los cuarenta y cinco años, un hombre difícil de olvidar una vez que le clavaba a uno su mirada penetrante. Corpulento, de pelo corto, descuidado en el vestir, característico por su desaliñado bigote de morsa y por su perpetuo cigarro, ejercía un poder considerable porque parecía conocer a todas las personas importantes en los salones del Congreso o al oeste del Mississippi. Protegía los mayores intereses del Oeste y siempre sabía hallar a un amigo dispuesto a hacer «una pequeñez por Marvin». Había utilizado esa habilidad para lograr una posición de cierta importancia, Por la colaboración que prestó para que Dakota del Sur fuera admitida en la Unión, en 1889, había sido nombrado miembro de la Comisión Nacional del Partido Republicano en ese estado, cargo desde el que discurseaba sobre «el creciente poder del nuevo Oeste».

Pensaba en todo, y pese a carecer de estudios superiores, habría podido dictar cursos sobre manipulación política. Para él, las naciones estaban en ascenso o en caída, y tenía un extraño sentido de cuáles eran los actos que debía realizar una nación en ascenso, como Estados Unidos. Su misión consistía en cuidar de que sólo se dieran aquellos pasos que beneficiaban a sus clientes.

Se empezó a interesar por Alaska cuando Malcolm Ross, principal socio de Ross Raglan, de Seattle, lo empleó para obstruir cualquier legislación nacional que pudiera dar gobierno propio a Alaska, pues pensaba que: «El destino de Alaska es ser gobernada desde Seattle. Esas pocas personas que están allá pueden confiar en nosotros, que tomaremos las decisiones correctas».

Por sugerencia de Ross, Hoxey había hecho dos cruceros en barcos de R R: uno a Sitka, que le pareció deplorablemente rusa, «nada que se pueda considerar como una ciudad estadounidense, y otro por el gran río hasta Fuerte Yukón. Como resultado, conocía Alaska mejor que la mayor parte de sus habitantes. La veía tal como era: una zona vasta e indómita, con una población horriblemente mezclada y deficiente: «No en capacidad mental ni moral, señor Ross, sino deficiente en número. No creo que en toda la zona haya tanta gente (me refiero a gente de verdad, no a nativos ni a mestizos) como en mi condado de Dakota del Sur, y sabe Dios que allí falta población». Expresaba en voz bien alta, en Seattle y en Washington, su opinión de que «Alaska nunca estará en condiciones de gobernarse a sí misma».

Cuando Hoxey intrigaba en contra de que se dictara una legislación para Alaska, repetía siempre la peyorativa expresión «mestizo», escupiéndola como si el vástago de un esforzado trabajador blanco y una hábil mujer esquimal tuviera que ser congénitamente inferior a un purasangre como él, que era de origen escocés, inglés, irlandés, alemán, escandinavo y centroasiático. Estaba convencido, y hacía lo posible por convencer a otros, de que Alaska estaría habitada siempre por personas de origen mixto: esquimales, aleutas, atapascos, tlingits, rusos, portugueses, chinos y sabe Dios qué mas; por ende, sería siempre inferior y, de algún modo, nada estadounidense: «Es así, senador, una tierra llena de mestizos nunca podrá gobernarse a sí misma. Mantengamos las cosas como están y dejemos que las buenas gentes de Seattle se encarguen de decidir».

En las sesiones del Congreso, Marvin Hoxey solía desbaratar él solo las aspiraciones de Alaska para un gobierno propio. No se le permitía convertirse en territorio, ese honorable paso previo a la condición de estado, porque las empresas que se beneficiaban con las condiciones imperantes no se fiaban de que un gobierno territorial no fuera a disminuir sus ventajas. En realidad, no era nada. Por algunos años se la conoció como distrito, pero en general era simplemente Alaska, vasta, tosca y sin organizar. Y Marvin Hoxey estaba contratado para que siguiera así.

Tenía ya comprometidos a varios delegados a la convención de Chicago cuando supo, gracias al telegrama enviado por un auxiliar desde Washington, que pese a todos sus esfuerzos se aprobaría una ley, concediendo a Alaska un mínimo de autogobierno, una quincuagésima parte de lo que habría sido razonable, incluyendo dos jueces adicionales que serían nombrados por un tribunal superior de California. Se hablaba de elegirlos localmente, pero Hoxey hizo que el proyecto muriera de inmediato: «No existen dos mestizos capaces de ser jueces en toda esa desolada región. Yo la he visto con mis propios ojos».

Mientras vagaba por los salones de la convención, preguntándose dónde conseguir al hombre adecuado para ser juez del distrito de Nome, se encontró casualmente en la sala donde estaba disertando el juez Grant. Su primera impresión fue: «A ese hombre yo podría hacerlo presidente… o juez». Pero sólo comprendió que había encontrado algo especial cuando escuchó una de las típicas frases con que Grant alababa el hogar:

«El hogar americano es como una fortaleza en lo alto de una imponente colina, que mantiene su pólvora seca a la espera del día en que se produzca el ataque desde los pantanos inferiores, y uno nunca sabe cuándo se producirá, teniendo en cuenta la anarquía que impera en nuestras grandes ciudades, y lucha para resistirse a los agentes de contaminación, manteniendo la bandera en alto para asegurarse de que siempre haya una constante provisión de pólvora para hacerlo.»

En cuanto el juez acabó con su discurso, Marvin Hoxey se apresuró a acercar a la cara de Grant su bigote de morsa y su cigarro, y dijo con tono emotivo:

- ¡Qué magnífica pieza oratoria! Es de muchísima importancia que conversemos, usted y yo.

Allí, en una sala de hotel de Chicago, echó a andar formalmente el plan de Marvin HoxeY. Era extraordinariamente sencillo: iba a quedarse con todas las minas auríferas de Nome. Sí, con la ayuda del juez John Marshall Grant, de Iowa, robaría todo aquello. Si era cierto lo que se decía en los periódicos, bien podía llegar a cincuenta millones de dólares, a ochenta, si continuaban extrayendo oro a cántaros de esas playas.

- Juez Grant, los líderes de esta nación están buscando a un hombre como usted para la salvación de Alaska. Es un sitio desolado que pide a gritos una mano firme y leal, que sólo un juez como usted puede brindarle.

- Me halaga que piense usted así. -Grant preguntó a Hoxey su nombre y su dirección y prometió pensarlo.

Al despedirse del juez, el intrigante echó un último vistazo a la aPuesta figura de cabellos blancos: «Ésta es la frase que usaremos para conseguirle el cargo:

“Eminente jurista” o mejor aún «Eminente jurista de lowa”».

Derrotado en sus esfuerzos por liquidar la legislación favorable a Alaska, partió de Chicago para una urgente reunión en Seattle, donde tranquilizó a sus clientes, sobre todo a Malcolm Ross, cuyos barcos y tiendas Podían perder parte de su libertad con las nuevas reglas:

- Confíe en mí, hemos perdido una batalla pero ganaremos la guerra. Nuestra misión no consiste en luchar contra la nueva ley sino en aprovecharla. Y lo primero que debemos hacer es asegurarnos de poner a un hombre nuestro como juez para que gobierne en Nome.

- ¿Ha pensado usted en algún hombre de aquí? -preguntó Ross.

Y Hoxey dijo:

- Sería demasiado evidente. Nunca se debe actuar de un modo evidente, señor Ross.

- ¿En quién, pues?

- Pienso en un eminente jurista de Iowa. Hombre de buen porte, que conoce la vida del Oeste.

Era un cliché de esa época: todo el que había estado en Denver o en Salt Lake City comprendía automáticamente lo que era Alaska.

- ¿Y podemos hacerlo nombrar?

- De eso me encargo yo.

En cuanto volvió a Washington, Hoxey inició su campaña. Todos los líderes republicanos con los que él había trabajado recibieron un informe confidencial sobre el distinguido jurista de Iowa John Marshall Grant; la repetición de ese sonoro nombre inspiraba tanta confianza que en la Casa Blanca comenzaron a recibirse comunicados en apoyo de Grant para el nombramiento de «ese nuevo juez para Alaska». Con sólo asegurar que su nuevo amigo era un eminente jurista, Hoxey lo estaba convirtiendo en tal.

A finales de junio de 1900, John Marshall Grant fue asignado al nuevo tribunal de Nome; muchos periódicos aplaudieron esa decisión, libre de cualquier sospecha de influencia política. Poco después, él y su mentor, Marvin Hoxey, se embarcaron en el vapor Senator rumbo a sus nuevas funciones.

La noche antes de la llegada a Nome, Hoxey expuso la ley que Grant iba a seguir:

- Si juega bien sus cartas en Nome, John Marshall, provocará usted una impresión tan favorable que llegará a senador. El nombre de este barco es un presagio, senador Grant; mis amigos y yo nos encargaremos de eso.

- ¿Cómo ve usted la situación, señor Hoxey?

- No olvide que he estado en Alaska. La conozco como la palma de mi mano.

- ¿Y su evaluación?

- Nome es un desastre. Las concesiones son mas falsas que el diablo. Al otorgarlas no se respetó la ley de minería. No son legales. Y deberían ser anuladas.

El eminente jurista, que nada sabía de leyes mineras y había olvidado llevar consigo los textos necesarios para desentrañar esa arcana tradición, escuchó atentamente la doctrina de Marvin Hoxey:

- Lo que usted debe hacer, juez (cuanto antes, mejor), es declarar que las principales concesiones no tienen validez. Quince de ellas, digamos. Los propietarios actuales son descalificados con los mejores fundamentos legales. Luego me nombra usted receptor imparcial; propietario no, ya queda entendido. Ah, claro que usted sabe perfectamente todo esto. Lo que hace es designarme depositario judicial, para que yo administre la propiedad como agente del gobierno, hasta que usted decida, después de un juicio formal, a quién corresponden realmente los títulos.

Hoxey subrayó dos puntos:

- Es esencial actuar con celeridad. Por aquello de que las personas nuevas siempre hacen reformas. Y el depositario debe ser designado inmediatamente, para proteger la propiedad.

El juez Grant dijo que comprendía. Entonces Hoxey pasó a la parte delicada:

- Una de las cosas que no me gustan de Nome (y recuerde usted que conozco Alaska como la palma de mi mano) es que un grupo de extranjeros y mestizos se ha apoderado de las mejores concesiones. ¡Imagínese! Un ciudadano ruso dueño de una mina de oro en América. O un lapón, ¡Dios no lo permita! ¿Quién demonios ha oído hablar de Laponia? Y esa gente viene a llevarse nuestras buenas minas de oro. En cuanto a los noruegos y los suecos, no son mucho mejores. No olvide usted que yo provengo de Dakota del Sur, tengo excelentes amigos entre los escandinavos, pero ellos no tienen derecho a venir aquí y llevarse nuestras mejores minas.

- ¿No me dijeron que dos de ellos eran estadounidenses naturalizados?

- Un subterfugio. -Con esa maravillosa palabra, pronunciada con desdén, Hoxey liquidó a los suecos. Ninguno de los dos interlocutores pareció apreciar que ellos mismos estaban dedicados al mayor de todos los subterfugios.

Se decidió así que el juez Grant haría tres cosas inmediatamente después de su llegada: declarar fuera de la ley a todos los extranjeros, desocupar las concesiones y designar depositario judicial a Hoxey. También pronunciaría un discurso afirmando los valores estadounidenses y asegurando a los hombres que a Nome llegaban la ley y el orden, aunque fuera tardíamente. Más tarde, si acaso, se ocuparía de aplicar las leyes de salud pública, de propiedad de bienes raíces, de cobrar legalmente los impuestos y de proteger el bien común. Lo importante era ilegalizar a todos los extranjeros y aclarar de una vez por todas, la propiedad de las minas auríferas.

- Ahora comprendo -comentó Hoxey, mientras acompañaba al juez Grant al bar de a bordo-, ese letrero es profético.

Se refería a la proa del buque, donde se leía en letras talladas a mano, adornadas con azul y oro: Senator.

Teniendo en cuenta las cosas nefandas que el juez Grant estaba a punto de llevar a cabo, cabe preguntarse hasta qué punto comprendía el infame plan de Hoxey. No mucho. No imaginaba que, si designaba a su amigo depositario judicial de las minas, Hoxey robaría todo el oro que se produjera, robo que ascendería rápidamente a millones. Muchos hombres sobresalientes de la historia estadounidense iniciaron su carrera como jueces en localidades pequeñas, pero esos hombres aprovecharon ese tiempo para afinar las percepciones y diferenciar entre los motivos de buenos y malos; año a año esos jueces eran más sabios, más juiciosos, más honestos, hasta sobresalir como algunos de los mejores productos de nuestra nación. El juez Grant había tenido todas las oportunidades de un Abraham Lincoln o un Thomas Hart Benton, pero las echó a perder. Ahora estaba dispuesto a iniciar una de las páginas más negras de la historia legal estadounidense.

Cuando el Senator ancló, bien lejos de la playa, los botes salieron a toda prisa para iniciar la descarga. El primero en llegar fue requisado por Marvin Hoxey, quien anunció discretamente la razón: «El juez Grant debe establecer su tribunal cuanto antes, para obedecer instrucciones personales del presidente». Por ende, el eminente jurista y su mentor fueron llevados a la costa, pero el bote tenía una quilla tan pronunciada que no pudo encallar en la arena. Hubo que transportar a los importantes pasajeros y su carga a hombros de porteadores: tres fuertes esquimales se encargaron del juez Grant y otros tres, de Hoxey, levantándolos a buena altura para llevarlos a tierra.

Era una pareja llamativa la que puso el pie en las playas doradas: el juez Grant, apuesto y severo; Marvin Hoxey, regordete y rubicundo con ese inmenso bigote de morsa y esos ojos que lo veían todo. Hizo un gesto con el cigarro que llevaba en la mano izquierda, indicando a los ciudadanos de Nome la conveniencia de aplaudir la llegada del juez que traía orden a su comunidad. Un hombre inició los vítores:

- ¡Viva el juez!

Y con ese grito resonándole en los oídos, John Marshall Grant entró serenamente a las habitaciones del Hotel Golden Gate.

En cuanto hubo supervisado la distribución de su equipaje, comenzó a dar las órdenes que Hoxey le había recomendado, a veces hasta redactándoselas por escrito. Después de desocupar las concesiones y designar a Hoxey depositario legal para que protegiera esos bienes, el juez Grant hizo saber que, en adelante, suecos, noruegos, lapones y siberianos no podrían explotar concesiones; las que ocupaban ilegalmente por entonces debían ser entregadas al depositario judicial. Al anochecer de ese tempestuoso día, Marvin Hoxey controlaba las concesiones Uno a Once Arriba, con una producción conjunta de casi cuarenta mil dólares por mes.

Apenas acababa el juez Grant de desocupar aquellas once concesiones, en su primer día en Nome, hizo otra cosa que también tendría grandes consecuencias. Después de sacar de su bolsillo una nota que le había entregado Malcolm Ross, antes de que el Senator zarpara de Seattle, leyó: «Para contratar personal en Nome consulte con Tom Venn, nuestro encargado de R R, quien conoce la capacidad de todos». Llamó a Hoxey y le pidió:

- ¿Puede usted traer a ese tal Venn a mis habitaciones?

Muy pronto, Tom se presentó en el Hotel Golden Gate.

- ¿El juez Grant? Soy Tom Venn, Su Señoría. Acabo de recibir una nota del señor Ross en la que me indica que le consiga a usted una secretaria. Traigo conmigo a la única candidata que puede interesarle, señor. Está esperando abajo.

- Me gustaría verla.

Fue de este modo como Melissa Peckham, de veinticinco años, conoció al juez Grant.

- ¿Cómo se llama, señorita?

- Missy Peckham -respondió ella.

El juez frunció el entrecejo:

- Vaya, ¿qué clase de nombre es ése?

- En realidad, es Melissa.

- Así me gusta más. Una muchacha correcta necesita un nombre correcto, sobre todo si trabaja a mis órdenes.

El juez Grant contrató a Missy para que comenzara inmediatamente. Matt, también por recomendación de Tom, fue contratado por Hoxey como encargado de las concesiones desocupadas. Missy, por la experiencia recogida en Dawson y en el barranco de Eldorado, sabía bastante de minería, mucho más que el juez Grant. Algunas de esas primeras decisiones la preocuparon tanto que comenzó a tomar notas, cuidadosamente y en secreto, de cuanto descubría sobre ese feo asunto de privar a los descubridores de lo que por justicia les correspondía:

Jueves, 25 de julio: En la primera serie de decisiones, el siberiano Arkikov, sin nombre de pila, perdió su concesión de la Siete Arriba sobre el arroyo Anvil. Se cree que fue uno de los descubridores.

Viernes, 26 de julio: Al noruego Lars Skjellerup se le ha notificado que, por ser extranjero, no puede explotar una concesión en el arroyo Anvil, aunque se sabe que fue el organizador del distrito minero.

Como trabajaba hasta entrada la noche para registrar los dictámenes de cada día, Missy solía escuchar, a través de la pared improvisada que separaba las habitaciones del juez de su escritorio, que Hoxey analizaba sus planes con Grant. Discutió ese estado de cosas con Murphy; éste dijo, sin pensarlo dos veces:

- Creo que ese Hoxey es casi un criminal. No lo pierdas de vista.

Entonces Missy empezó a anotar en su libreta, no sólo lo que hacía el juez, sino también las sospechas de Matt. El resultado fue un documento tan devastador que, una noche, su compañero le dijo:

- Harías bien en esconder eso. -Y ella obedeció.

El efecto que causaron en Nome el juez Grant y Hoxey fue tan horrible que algunos mineros, privados de sus derechos, hablaban de linchamiento. Lars Skjellerup, aunque había perdido más que nadie, aconsejó Prudencia:

- En un país libre no se permiten cosas como ésta. Tiene que haber un modo legal de desenmascarar a estos hombres.

No había nada. Revestidos con la dignidad de una ley que la gente de la zona no había escogido, apoyados por el poderío de una nación grande, aunque remota, el juez Grant y Hoxey podían hacer lo que desearan. Ahora que las minas trabajaban a buen ritmo bajo su custodia judicial, Hoxey despachaba desde Alaska más de doscientos mil dólares por mes.

Cuando Skjellerup puso esto en tela de juicio, el juez Grant le explicó:

- El señor Hoxey es depositario legal. Eso significa que le corresponde administrar las minas como juzgue conveniente hasta que se resuelva legalmente el caso contra usted. Desde luego, usted y yo sabemos que el señor Hoxey no se quedará con el dinero que sus minas…

- Esas minas son nuestras.

- Lo decidirá el tribunal más adelante, pero debo advertirle que usted, como extranjero que ha desobedecido la ley…

- Juez Grant! Eso lo decidirá el jurado, no usted. Nos está robando nuestras propiedades.

- Puedo encarcelarle por desacato. Supongo que usted lo sabe.

- Disculpe, Su Señoría. Quise decir que Hoxey está robando.

- Señor Skellerby, o como se pronuncie su nombre: al parecer, usted no comprende en qué consiste una custodia legal. El señor Hoxey está aquí para protegerle a usted y al pueblo… hasta que pueda realizarse el juicio. Le aseguro que él no recibirá un céntimo de ese dinero, exceptuando el pequeño porcentaje que le corresponde por administrarlo, como usted no podrá dejar de admitir.

- ¡Pero si el dinero sale de aquí en cada barco que zarpa! Lo he visto.

- Para ser depositado en lugar seguro. Si el dictamen fuera favorable a usted añadió el juez, garantizando con el tono de voz que no sería así-, se le devolvería todo el dinero, por supuesto, descontando la pequeña cantidad que he mencionado.

- ¿Cuánto?

- Veinte mil dólares mensuales. Fijados por el tribunal. -Ante el estallido de Skjellerup, el juez Grant justificó los aranceles-. En Estados Unidos, el señor Hoxey es un hombre importante: asesor de presidentes, consultor de grandes industrias. No puede trabajar por céntimos.

Skjellerup había oído lo suficiente. Aunque su estricta crianza noruega le había impuesto un grave respeto hacia los policías, sacerdotes, maestros y jueces, estaba moralmente enfurecido, indignado en su sentido luterano de la rectitud. Y así lo dijo:

- En Nome se está haciendo algo muy malo, juez Grant. En una democracia como la de Estados Unidos no se puede permitir algo así. No sé cómo impedirlo, pero lo haré. Usted no puede robar a un hombre lo que ha ganado trabajando honradamente.

- Señor Killerbride o como se llame, ¿sabe qué es una orden de deportación? El juez firma un documento estableciendo que usted es un extranjero peligroso y allá va usted, de vuelta a Laponia, como le corresponde.

- Soy noruego.

- Poco mejor. Señorita Peckham, acompañe a este hombre fuera.

Ella obedeció, tomando nota del nombre, la ubicación de su mina y las amenazas pronunciadas contra él.

En casi todos esos momentos difíciles, Hoxey se mantenía invisible. Skjellerup Y los hombres como él ya habían comprendido cuál era el plan: el juez Grant emitía órdenes indebidas y el otro se apoderaba de los bienes así desocupados. Sospechaban que el hombre de Dakota se escondía por miedo a que le mataran, pero no era así: Hoxey estaba ocupado en escribir un torrente ininterrumpido de cartas a senadores, representantes y hasta al mismo presidente, señalando un error cometido en el Código de Alaska, aprobado en 1900, y abogando por su inmediata rectificación:

Necesitamos inevitablemente una nueva ley que anule todas las concesiones mineras otorgadas a un extranjero ilegalmente, es decir, mientras éste era extranjero. Como usted sabe, conozco Alaska como la palma de mi mano, y pocos males condenan tanto a esta zona al atraso como el hecho de que escandinavos y rusos sean propietarios de minas en suelo estadounidense. Solicito enfáticamente a usted que este daño sea corregido.

Si se aprobaba la ley que Hoxey proponía, quedaría legalmente confirmado el despojo de extranjeros tales como Skjellerup y Arkikov y sancionada su custodia judicial temporal de las minas de Nome. Después de eso, la posesión definitiva dependería de su ingenio y de la estupidez del juez Grant. Con un poquito de suerte, y si el juez Grant conservaba su buena salud hasta que todas las concesiones hubieran sido confiadas a su custodia judicial, Hoxey sería millonario antes de que pasaran seis meses y, a su debido tiempo, multimillonario.

Pero para estar seguro de todo eso era preciso convencer al Congreso de que aprobara esa ley. Y para que esto sucediera debía bombardear a Washington con una ventisca de cartas. Obviamente, necesitaba la ayuda de una secretaria. Y como el juez Grant tenía poco que hacer, aparte de redactar las órdenes de desalojo, Hoxey pidió en préstamo a Missy. Eso dio a la joven la posibilidad de obtener pruebas de la vergonzosa relación entre esos dos hombres, pues en algunas cartas Hoxey se jactaba: «En este asunto podemos confiar en nuestro buen amigo, el eminente jurista de Iowa», o algo aún más condenatorio: «Hasta ahora, el juez Grant no ha pasado un solo dictamen adverso a nuestra causa, y creo que podemos esperar de él el mismo tipo de ayuda para el futuro».

Mientras tanto, en Nome empeoraban las condiciones de vida. La mugre aumentaba en las calles. Se produjeron muertes por enfermedades misteriosas. Había muchos robos y, de vez en cuando, algún minero aparecía muerto cerca de su concesión, ahora ocupada por los hombres de Hoxey. Las mujeres eran atacadas hasta en las horas de claridad y temían salir de noche.

Un atardecer Missy y Murphy invitaron a Tom Venn a cenar, aunque todavía no estaban seguros de poder confiar en él.

- Nos alegra mucho tener ahora un poquito de holgura, para poder demostrarte nuestra gratitud.

- Fue un placer… No, fue un verdadero orgullo recomendaros a esos dos caballeros que tanto están haciendo por mejorar Nome. ¿Qué pensáis de ellos?

- Trabajan mucho -comentó Missy, evasiva-. El señor Hoxey, cuanto menos.

- ¿No trabajabas para el juez?

- Sí, pero el señor Hoxey tiene que escribir muchas cartas a Washington y a Seattle, de modo que me pide en préstamo.

Por no pedir a una secretaria que traicionara la confianza de su empleador, Tom no hizo más preguntas sobre las cartas, pero ella se animó a hacer una observación general:

- El señor Hoxey parece pensar que Alaska debería ser gobernada desde Seattle.

- Estoy de acuerdo. Allá tienen cacumen… y dinero… Saben qué es lo que conviene a la nación en su totalidad. Y mi empresa, cuanto menos, hace mucho por proteger los intereses de Alaska.

Murphy cambió de tema.

- He estado pensando, Tom… Lo que hace falta en Nome no son el juez Grant ni el señor Hoxey, de Seattle, sino el inspector Steele y el oficial Kirby de Dawson. ¿Te das cuenta de que esos dos hombres podrían limpiar esta ciudad en un fin de semana?

Los tres estaban de acuerdo en que habría bastado un solo hombre como Steele, fortalecido por la tradición y con el apoyo de Ottawa, para imponer el orden en Nome.

- Los prostíbulos estarían fuera de la vista -dijo Murphy-. Esos pequeños edificios que se proyectan hacia la calle principal desaparecerían antes de que acabara la tarde. Los bares que roban a los recién llegados, ¡fuera! Bastaría un hombre para limpiar esta ciudad, si fuera el hombre adecuado.

- Eso es cierto -dijo Tom-. En Dawson no teníamos que preocuparnos por el dinero de R R, aunque en los buenos tiempos teníamos cantidades enormes. El inspector Steele no permitía los robos. Aquí, en la tienda todos duermen con revólver.

- ¿Serías capaz de usar una pistola? -preguntó Missy.

Y Tom replicó:

- Lo evitaría hasta donde me fuera posible. Incluso si otro hombre me atacara, yo trataría de serenarlo. Pero si no hubiera más remedio…

- Te diré una cosa que el inspector Steele aclararía en seguida -interrumpió Murphy-. Por lo que sé de Hoxey, ha armado un verdadero enredo con las solicitudes de concesión. Al principio había aquí trescientos hombres y cada uno tuvo una concesión, sin apoderados. Pero ahora dicen que se presentaron mil quinientas solicitudes.

- ¡Imposible! -exclamó Venn.

Pero Murphy insistió con su versión:

- Mil quinientos usurpadores, cada uno con derecho a ser escuchado por el juez Grant.

- Eso podría durar una eternidad -observó el muchacho.

Y Missy, por lo que había visto en los dos despachos, aclaró:

- Es lo que ellos pretenden.

- ¿Sabes cómo manejaba el inspector Steele a los usurpadores? Dos veces le vi operar. En el barranco de Klope, cerca de nosotros, había un hombre que tenía una concesión perfecta y no hallaba oro, igual que nosotros. Y había otro de Nevada, grande y gritón; a veces me daban ganas de golpearle. Cuando circuló el rumor de que en el barranco tenía que haber oro, aunque Jamás apareció, ese hombre dijo saber de minería como nadie en Canadá y trató de usurpar los derechos de nuestro amigo. El inspector Steele vino a zanjar la disputa; al ver al usurpador, dijo: «Hace siete meses que vengo observándole, señor. Aunque su reclamación sea válida, no le queremos en Dawson. Son las dos de la tarde del martes. Si el jueves a esta hora usted está todavía en la ciudad, irá a la cárcel. Y si quiere echar mano de su pistola, inténtelo y verá». Y se fue.

Pero luego Murphy contó una anécdota aun más reveladora de cómo operaba Steele y cómo se habría podido manejar la situación en Nome:

- En el arroyo, debajo de nosotros, estaba la Eldorado Nueve Abajo, una mina de placer que no estaba produciendo; el minero cavó hondo y sacó una carga de barro aurífero que se congeló junto a su cabaña. Un día, estando yo allí, apareció el inspector Steele con instrumentos de medición. «Te tengo malas noticias, Sam. Tienes la línea torcida. Esa parte de allí está a disposición de quien la solicite, y he oído que alguien va a reclamarla mañana. Quería advertirte». Y Sam dice: «Por Dios, señor, todo mi barro aurífero es de allí. El evaluador dice que puede haber treinta mil dólares». Y Steele le contesta: «Ya conoces la ley. El barro corresponde a la concesión». A Sam se le aflojaron las rodillas y tuvo que sentarse. El trabajo de todo un invierno, perdido. El único hallazgo que había hecho. Y todo era propiedad de otro. «Dios mío, señor, ¿qué voy a hacer?» El superintendente pensó un rato y luego dijo: «Se supone que abro la oficina a las nueve de la mañana. Mañana abriré a las siete. Si tienes un amigo de confianza, haz que solicite esa concesión. Pero que lo haga temprano, porque después será demasiado tarde». Dicho eso, se fue de prisa, para no enterarse de los tratos que el hombre hiciera.

- ¿Y qué ocurrió? -preguntó Tom.

Murphy dijo:

- Sam miró a su alrededor y allí sólo estaba yo. Entonces me preguntó, desesperado: «¿Puedo confiar en ti, Murphy?». «Qué remedio te queda», le dije. Y a la mañana siguiente, bien temprano, estaba en la oficina del inspector Steele. Él me llevó al registro para que solicitara la «Eldorado Nueve Abajo, Porción Falsa». Me la dieron, y aquí tengo el papel para demostrarlo. -Sacó del bolsillo un documento manchado de sudor, donde se certificaba que Matthew Murphy, de Belfast, Irlanda, tenía una concesión válida sobre la «Nueve Abajo, Porción Falsa»-. Vine a Canadá para hacerme con una mina y, por los clavos de Cristo, la conseguí. Y aquí está la prueba.

- ¿Y qué pasó con el barro de Sam?

- Se lo vendí por un dólar, pero conservé la mina. Resultó que ese barro contenía treinta y tres mil dólares y él me dio el cinco por ciento. De eso vivíamos Missy y yo en Dawson cuando no conseguíamos trabajo.

- Pero ¿y tu mina? -preguntó Tom-. ¿Qué fue de ella?

- Era una fracción diminuta, cubierta con el barro de Sam. En el arroyo, nada. Abajo, nada. Pero ese certificado me da un gran placer espiritual.

- ¿Por qué?

- De Edmonton partimos mil quinientos hombres para jalonar una mina: médicos, abogados, ingenieros… Yo soy el único que la consiguió. y valía treinta y tres mil dólares, al menos desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde de ese día.

- Y el inspector Steele ¿por qué protegió a Sam de esa manera? Una manera ilegal, en realidad.

- Cuando me entregó el certificado me dijo aparte: «Me alegro de que seas tú, Murphy, porque el otro solicitante era un verdadero cerdo».

- Como te decía -concluyó Missy~, un solo inspector Steele podría limpiar esta ciudad.

A principios de septiembre de 1900, toda la naturaleza parecía haberse vuelto contra las buenas gentes de Nome, que además de con un juez corrupto, tenían que habérselas con un astuto expropiador y con rampantes bandas de ladrones. Contemplaban con disgusto ese salvaje verano que llegaba a su final, pues los más experimentados sabían que, con la llegada del hielo, quedarían encerrados con esos criminales por ocho o nueve meses, casi sin sol. Y la experiencia les decía que, a medida que el sol retrocediera y las rutas se cerraran, lo que ya era malo se tornaría peor.

- Tom Venn, en la exigua oficina de su establecimiento, pensó que tendría suficientes provisiones de comida para el invierno si el vapor Senator pudiera abrirse paso entre el hielo una vez más y descargara el enorme cargamento que se suponía que llevaba. Harían falta seis días para que las barcazas de R R llevaran las provisiones hasta la orilla, y luego otros seis días para acarrearlas hasta la tienda con tiros de caballos.

Como uno de los principales hombres de empresa de la ciudad y líder de los que buscaban la guía de Seattle para todo, ya no estaba contento con el juez y el depositario judicial que habían enviado a Alaska. Casi no pasaba día sin que viera pruebas de sus maquinaciones.

- No es que Seattle los haya enviado -dijo a Matt y a Missy~. Casi todos los hombres que nos envía R R son la columna vertebral de nuestro país. Pero en este caso eligieron mal.

Al acortarse los días, Missy tuvo pruebas redobladas de las iniquidades de sus dos jefes. En las últimas semanas, como Hoxey iba tomando posesión de las muchas minas que el juez Grant ponía bajo su protección, los papeles eran tantos que ella trabajaba diez horas al día para Hoxey y rara vez veía al juez, aunque el gobierno le pagaba el sueldo por cuenta de éste. Missy aún no quería mostrar su libreta a Tom, pero dijo a Matt:

- Casi todo lo que hacen es corrupto. La semana pasada, el juez tuvo que resolver un problema sencillo: la transferencia de propiedades pertenecientes a la viuda de ese trabajador que murió al romperse el botalón del barco. Era simple. Yo misma habría podido solucionarlo. Pero no, él tuvO que dar participación al señor Hoxey. Y cuando terminaron con sus galimatías, del dinero de la viuda habían desaparecido mil ochocientos dólares.

- ¿Sabes qué opino, Missy? Un día de estos alguien va a matar a Hoxey. Yo veo cosas que ponen los pelos de punta.

- No te metas en ningún tiroteo, Matt. -Tras tantos meses de esfuerzos y privaciones, esa pareja trabajadora y seria tenía ingresos seguros, por fin. Pero Missy empezaba a asquearse de su trabajo-. ¿No te gustaría que renunciáramos, Matt? Podríamos renunciar y pedir a Tom Venn que nos empleara en la tienda.

- ¿Para hacer qué?… Necesitamos dinero.

- YO podría llevar registros, registros de verdad para Tom. Y tú podrías dirigir el depósito para que las cargas no se acumularan en la playa. Entonces podríamos dormir por la noche.

- ¿Te desvelas?

- Sí.

- Por Dios, Missy, uno nunca debe desvelarse por lo que ha hecho cumpliendo órdenes ajenas.

- Tengo miedo, Matt. Cuando comiencen los disparos, cosa que ocurrirá tarde o temprano, puedes estar tú en el medio. O yo.

Sus palabras eran tan solemnes que el 10 de septiembre, media hora después del alba, estaban llamando a la puerta de Tom Venn.

- Buscamos trabajo, Tom.

- ¡Pero si ya lo tenéis! Me tomé muchas molestias para conseguiros esos empleos.

- No podemos seguir en eso.

- ¿Por qué?

_¿Recuerdas, Tom, lo que te dije cuando nos dejaste para trabajar solo por primera vez? ¿En el barranco de Klope?

Tom aspiró muy hondo, luego se llevó la mano izquierda a la boca y murmuró:

- Me dijiste que fuera siempre honrado. -Se alejó de la pareja y añadió, volviéndose-: El año pasado, cuando zarpé de Dawson para venir aquí, el señor Pincus me dio esa balanza para oro. Me dijo que la mantuviera limpia. Me advirtió que, si alguna vez hacía algo fraudulento para R R, se oxidaría. -Por algunos momentos no hizo sino pasearse, levantando polvo. Luego se detuvo de golpe y miró por encima del hombro-. No son muy buena gente, esos dos, ¿verdad?

- No, Tom -confirmó Missy, con tristeza.

Y no volvieron a tocar ese tema.

- Bueno -exclamó Tom alegremente, como si acabara de conocerles-, supongamos que tengo trabajo para vosotros. ¿Qué Podríais hacer?

- Yo podría llevarte los libros -dijo Missy-

Y Matt añadió:

- Y yo, encargarme de la mercadería que llega en las barcazas.

Nadie más que Tom podía evaluar cuánto debía a esas dos buenas personas, lo mucho que le debía a Missy, que había salvado a su familia en 1893 y, en el Paso del Chilkoot, le había enseñado lo que era el coraje. Sólo él comprendía el efecto sutil de Matt Murphy, con su lirismo irlandés, su dulce enfoque de la vida y su espíritu indómito. Tom debía a Matt y a Missy los valores que le guiarían durante el resto de su vida. Y si ellos necesitaban empleo, no podía hacer otra cosa que proporcionárselo. Ya buscaría el modo de explicarlo a sus jefes de Seattle.

- Pero no podéis dejar plantados al juez y al señor Hoxey, ¿sabéis? Tenéis que dar preaviso.

- Por supuesto -dijo Missy~. ¿Dos semanas serán suficiente?

- Sí, pero quedaría mal que renunciarais y yo os diera trabajo inmediatamente. Es decir… parecería como si yo lo hubiera propuesto. Será mejor que hable con ellos y ponga las cartas sobre la mesa.

- Esa mañana, en cuanto abrieron las oficinas, Tom fue al despacho del juez Grant y le sugirió que hiciera venir a Hoxey. Una vez reunidos los tres, mientras comían rosquillas, Tom dijo:

- Cuando ustedes llegaron aquí, caballeros, yo les recomendé a dos antiguos amigos míos: Missy Peckham y Matthew Murphy.

- El juez Grant se inclinó hacia delante, haciendo un gesto lascivo con los dedos, y preguntó:

- ¿Esos dos andan…? ¿Él se la…?

- No lo sé -dijo Tom. Y se volvió hacia Hoxey-. Se acerca el invierno y el Senator, el barco en que ustedes vinieron, traerá un cargamento enorme. Me vendría muy bien contar con la ayuda de ellos.

- ¿Quiere quitárnoslos? -preguntó Hoxey en tono hostil.

- Bueno… sí. Puedo conseguirles otros ayudantes.

- El irlandés no vale una higa -resopló Hoxey~. Será un alivio que se vaya. En cuanto a la muchacha, eso es otro cantar.

- Pero ¿no trabaja con usted, señor juez?

- Fuera de horas colabora conmigo -mintió Hoxey.

- ¿Y no puede prescindir de ella?

- Esto me viene muy mal, muy mal -dijo Hoxey~. Y cuando algo me viene muy mal, acostumbro a tomar medidas. Mantengo una estrecha relación con los empresarios de Seattle que le emplean, señor Venn, y esto no me gusta.

Por lo tanto, Tom tuvo que informar a sus antiguos compañeros que, si bien Matt podía comenzar a trabajar para R R al término de dos semanas, Missy tendría que permanecer con el juez.

- Lo siento, Missy, pero estoy descubriendo que en este mundo son muy pocos los que pueden decidir por su cuenta. El señor Hoxey no quiere prescindir de ti.

- Si pude soportar aquellos rápidos del lago Bennett, puedo soportar al señor Hoxey.

Era obvio que estaría encadenada a ese puesto durante el interminable invierno. Ahora ponía más cuidado que nunca al tomar nota de todo lo que el juez hacía. Durante las dos últimas semanas que Matt pasó a las órdenes de Hoxey, ella le interrogó en detalle sobre lo que se hacía en las minas. En la noche del 13 de septiembre dijo a Matt:

- ¿Recuerdas lo que hizo el inspector Steele para proteger al minero que tenía su montón de barro en propiedad ajena? ¿Y el motivo por el que lo hizo, aunque iba contra la ley?

- Sí. Steele dijo que el otro solicitante era un verdadero cerdo.

- Los hombres con quienes estamos trabajando son unos cerdos.

El día catorce llegó el Senator con una enorme carga para R R y el último grupo de mineros de la temporada. Estos, al desembarcar, descubrirían que todas las concesiones estaban otorgadas, a lo largo de los arroyos ricos y en cada centímetro de playa. Pero desembarcarían igual. Al terminar el crudo invierno, pasados diez meses, ya habrían hallado algún modo de ganarse la vida y sobrevivir, aunque no como imaginaban.

El día 14 no pudieron desembarcar, porque en la mitad occidental del mar de Bering se estaba ~ preparando una gran tormenta; con tanta agua amontonada contra las playas de Nome, intentar el desembarco en barcazas se tornó peligroso y hasta imposible. Sólo llegó a la costa un bote con un oficial de a bordo y un empleado de Ross Raglan, pero cuando trataron de regresar, la mar estaba tan picada que nadie quiso embarcarse, y ellos, mucho menos.

Traían la noticia de que había ochocientos treinta y un hombres ansiosos por bajar a tierra y desenterrar sus millones.

- Algunos nos pidieron que permaneciéramos anclados tres días, para que ellos pudieran emprender el regreso a Seattle con sus fortunas. Uno de nuestros marineros ganó una bonita suma indicándoles los mejores sitios a lo largo de la playa… todos ocupados, por supuesto.

El enviado de R R fue el portador de dos buenas noticias: que el barco traía todo lo pedido por Tom y que le habían aumentado el sueldo en siete dólares semanales. Al entregar a Tom la lista del cargamento, añadió:

- Estamos orgullosos del modo en que has manejado las cosas. No hay muchos que se hagan cargo como tú. ¿Y sabes qué fue lo que nos llamó más la atención? Eso de que vendieras a cinco céntimos las latas sin etiquetas. Nuestro contador gritó: «Cárguenle en la cuenta treinta céntimos por lata. Eso fue lo que nos costaron». Pero ¿sabes qué dijo el señor Ross? «Demos un aumento a ese jovencito. De aquí a cuarenta años se hablará de lo generosa que fue R R con esas latas, que estaban en perfectas condiciones.»

Luego el hombre añadió:

- Ha venido un tal señor Reed, creo que de una compañía de seguros de Denver. Está muy deseoso de hablar contigo, Venn.

Por el modo en que lo dijo, Tom supuso que el representante podía creerlo involucrado en alguna operación oscura; después de todo, los inspectores de seguros no hacían semejante viaje desde Denver sólo para preguntar cómo andaban los negocios.

- ¿Conoces a ese Reed, Tom? -preguntó el hombre de R R

- Nunca lo he oído nombrar. Todavía no tengo seguro.

- Pues deberías tenerlo. Cualquier joven que piense en casarse debería tener un seguro. Este Reed mencionó a una tal señora Concannon. Por un fallecimiento o algo así. ¿Sabes algo de esa señora Concannon?

- Me temo que no. -De pronto, con cierto recelo, Tom recordó-: ¡Ah, sí! El esposo murió en uno de nuestros barcos (el Alacrity, creo), al desprenderse un botalón.

- ¿Nosotros fuimos responsables?

- Oh, no. Fue voluntad de Dios, como se dice.

- Y la reclamación de la mujer ¿pudo haber sido infundada?

- No, en absoluto. El hombre murió al acto.

- ¿Te encargaste tú de los papeles para el seguro, en nombre de R R?

- No. -Una vez más, Tom tuvo que corregirse, lo cual pareció fálso-: Aquí, en Nome, vengo a ser una especie de alcalde, forense o algo así. Como usted ha de saber, no tenemos gobierno, y a los comerciantes nos toca… bueno, fui yo quien firmó el certificado de defunción de Concannon.

- ¿No hubo maniobras? ¿Ninguna complicación?

A Tom no le gustaba el rumbo que estaba tomando ese interrogatorio y así lo dijo:

- Verá, señor, todo lo que hago en nombre de R R está bien a la vista, y en mi vida privada, igual.

- ¡Un momento, hijo! Si mañana viniera aquí un hombre, un detective enviado por una empresa de seguros de Denver, con buenas credenciales, y comenzara a hacer preguntas sobre mí… ¿tú no querrías saber qué pasa?

- Supongo que sí.

- Pues bien, el señor Reed, inspector de seguros de Denver, estuvo haciendo preguntas sobre ti, que eres uno de nuestros empleados. Naturalmente, acerqué la oreja. Te has puesto pálido, hijo. ¿Quieres un vaso de agua?

Tom se dejó caer en la silla y se cubrió la cara por un instante. Luego dijo:

- No viene de Denver. Viene de Chicago. Y no es inspector de seguros. Es un detective privado contratado por mi madre… es decir, mi otra madre, la que no quiero.

Temblaba tanto que el representante de R R se sentó junto a él, preguntándole con suavidad:

- ¿Quieres que hablemos de eso?

- Sólo si Missy está también presente.

Pese a la tormenta que estaba ya azotando a Nome, él y el hombre corrieron al cobertizo de Murphy, donde Tom dio la noticia:

- Uno de esos detectives de los que huíamos, Missy, nos ha descubierto.

- ¡Oh, por Dios!

La muchacha se sentó en una silla, callada. Nunca había revelado a Klope ni a Murphy su huida de Chicago para escapar de la ley; ahora no tenía coraje para revivir esa época dolorosa. Fue Tom quien habló. Contó cómo Missy Peckham había salvado a su familia; habló de su madre y de los abogados que los acosaban; de lo valiente que había sido Missy en Chilkoot; describió la muerte de su padre en el lago Lindemann. Las pasiones de siete años se abatieron sobre él. No lloró, pero no pudo decir nada más.

- ¡Qué diablos! -exclamó el enviado de R R, padre de seis niños-. No tienes por qué preocuparte. Tu madre era una perra, para decirlo con sencillez. El señor Reed debería avergonzarse de lo que hace. ¡Cómo me gustaría darle un buen puñetazo en la nariz! -Un rato antes, había aconsejado a Tom que evitara cualquier conducta que pudiera abochornar a R ahora se mostraba dispuesto a golpear a un inspector de seguros. Tratando de devolver un poco de coraje a Tom Venn, recurrió a antiguos refranes-: Lo pasado, pisado, Tom. Yo te defendería en todos los tribunales de esta Tierra. Además, el que es honrado no tiene nada que temer.

En la mañana del día 15, en la última semana del verano, el pueblo de Nome despertó ante el ataque de la tempestad más terrible de toda la década, desde Siberia. Al amanecer llegaba a los setenta y cinco kilómetros por hora; a las ocho el anemómetro registraba noventa y cuatro; a partir de entonces las ráfagas ascendieron a ciento veinte o más.

Grandes olas castigaban la costa desprotegida, llevándose hacia el mar chozas y tiendas. Atacaron implacablemente la playa y llegaron a afectar las casas y tiendas edificadas a trescientos metros de ella; el agua llegó a los peldaños de los nuevos depósitos de R R. Al caer la noche en Nome, una de cada cuatro casas estaba destruida. La tempestad siguió haciendo estragos durante tres terribles días. Un clérigo reunió a su rebaño y leyó pasajes del Apocalipsis tratando de encontrar pruebas de que Dios había venido a Nome para castigar al Anticristo. Los hombres del cloroformo sólo buscaban su propia seguridad.

Tom Venn pasó tres días aislado con Missy y Matt, discutiendo estrategias para tratar con el detective y cualquier problema que éste presentara. Formaban un grupo lúgubre; entre las ráfagas que arrojaba el mar, ellos adivinaban el sinfín de problemas en que temían verse envueltos. Pero Murphy, con su saludable escepticismo campesino, acabó por poner alguna cordura en la discusión.

- ¡Un momento! ¿Qué sabes de ese tal señor Reed, a fin de cuentas? Ni siquiera sabes quién es.

- Preguntó por mí. Más de una vez, me parece.

- Ni siquiera sabes si es un inspector de seguros, como ha dicho, o un detective, como dices tú. Quizá no sea ni una cosa ni la otra.

- Estaba investigando cosas, cosas personales.

- No sabes si viene de Denver o de Chicago. Y quizá no venga de ninguna de las dos.

- ¿Qué estás sugiriendo? -preguntó Missy, que había aprendido a confiar en el sentido común de Matt.

- Que esperemos hasta que amaine esta maldita tormenta y ese tal señor Reed pueda venir a tierra y dar explicaciones. Mientras tanto, de nada servirá ponernos nerviosos por lo que no sabemos.

El consejo era tan sobrio que Missy y Tom dejaron de atormentarse. Mientras la tempestad aumentaba su furia, sus temores cedieron; aunque no lograban evitar una sensación de fatalidad, consiguieron apartarla de su atención. Y en ese período de espera, en medio de la tormenta, Tom expresó varios pensamientos:

- Estoy tan en deuda con vosotros que quiero veros felices. Quiero que trabajeis conmigo en R R. El juez Grant y Hoxey tendrán que irse pronto si no quieren que alguien los mate, como dice Matt. Entonces Missy quedará en libertad y podremos trabajar juntos. ¿Por qué no te casas con ella, Matt?

Entonces el irlandés le reveló algo que había dicho a Missy mucho tiempo antes:

- Tengo esposa en Irlanda.

Lo dijo de manera tan definitiva que no hizo falta ningún comentario. Los tres pasaron un rato en silencio, escuchando el aullar del viento, que crecía en furia para igualar a la lluvia torrencial.

- Hoy caerán muchas casas -dijo Tom-. Cuando reconstruyamos, me gustaría ver calles más anchas. Hacer de esta ciudad algo de lo que podamos estar orgullosos.

Matt dijo:

- Ándate con cuidado, Tom. Tú y tu gente queríais mejor gobierno y nos cayó el juez Grant.

- No creo que Nome pueda seguir siendo una gran ciudad. Hay más de cuatrocientos mineros que se presentaron a nuestro comité porque quieren viajar en el Senator cuando zarpe, si es que puede descargar. Pero no tienen un céntimo.

- ¿Y qué van a hacer?

- Nuestro comité les proporcionará un pasaje gratuito al sur. Y apuesto a que habrá otros cuatrocientos que pagarán, aunque viajen durmiendo en cubierta, sólo para salir de aquí.

- Cuando lleguen a Seattle ¿qué harán?

- Algunos, mezclarse con la gente de la ciudad. La mayoría, continuar viaje. Irán a la deriva hasta que consigan trabajo para empezar otra vez. Una ciudad grande puede absorber a gente sin dinero. Una pequeña población como Nome, no.

- Nome es bastante grande -observó Missy~. La ciudad más grande de Alaska.

Tom se quedó escuchando la tempestad, que alcanzaba a su peor momento. Luego dijo:

- Anoche tuve una visión; supongo que tú la llamarías así. Como no podía dormirme, preocupado por el detective…

- No puedes asegurar que sea un detective -insistió Matt.

- Vi Alaska como si fuera un buque enorme, mucho más grande que el Senator, y sobrevivía a esta tormenta sólo porque estaba firmemente anclado. Esta carrera del oro tiene que apagarse. Y creo que, cuando pase, deberemos hacer todo lo posible por fortalecer nuestros vínculos con Seattle. Si le va bien a Seattle, nos irá bien a nosotros.

Pero Missy dijo:

- Yo no estoy tan segura. Todo lo bueno que le pase a Alaska vendrá de Alaska.

Al atardecer del día 17, cuando la tempestad empezó a amainar, Tom y Matt caminaron bajo la lluvia torrencial para inspeccionar los daños; quedaron horrorizados ante el gran número de casas destruidas y la pequeña cantidad de tiendas que aún estaban en pie. Nome, sin ninguna protección contra el mar de Bering, habría sido borrada del mapa de no ser por la persistencia de los mineros, que estaban dispuestos a reconstruir su ciudad de oro.

- Lo que debemos hacer, tarde o temprano -dijo Tom- es un dique costero que nos proteja de estas tormentas.

Mientras caminaban, bajo la luz del crepúsculo, se les unieron varios comerciantes, algunos de los cuales habían perdido sus establecimientos, barridos por completo. Otros encontraban medio metro de agua en sus tiendas. Entre los sesenta y tantos bares, sólo los mejores estaban en condiciones de reabrir.

- La lluvia hizo algo bueno -comentó uno de los hombres-. Al menos, el hotel Golden Gate no volvió a incendiarse.

Fue al llegar a la playa, por cualquier punto de sus cuarenta y seis kilómetros de extensión, cuando pudieron apreciar la tremenda potencia de la tempestad, pues no había un solo aparato para extraer oro a la vista. Los pequeños filtros y las enormes máquinas que devoraban la arena habían desaparecido en su totalidad. La playa estaba barrida y limpia, sin el menor vestigio de la gran carrera del oro. Uno de los clérigos de la ciudad se unió al grupo y no pudo evitar el comentario:

- Véanlo ustedes mismos, señores. Es como si Dios se hubiera cansado de nuestros excesos y limpiase la pizarra. He aquí la famosa carrera del oro.

- No -dijo un minero-. Allí está la famosa carrera del oro, en ese barco en el que los hombres esperan para venir a tierra. Dentro de dos días, la playa estará cubierta de hombres, tal como un trozo de ternera se cubre de hormigas.

- Estoy de acuerdo con usted, reverendo -dijo otro minero-, pero de todo esto extraigo una conclusión distinta. Creo que Dios ha enviado la tormenta, pero lo ha hecho para reacomodar los derechos de placer. Y para traer una nueva carga de oro. No veo la hora de recomenzar.

Mientras él hablaba, dos hombres entrados en años bajaron a la playa, arrastrando un monstruoso artefacto; después de escoger un sitio donde antes abundaba el oro, reanudaron la tarea de cribar la arena.

Pero la imagen duradera, al amainar la histórica tormenta de septiembre de 1900, fue la del gran vapor Senator, que se mecía en las aguas turbulentas a buena distancia de la costa, esperando la oportunidad de descargar la siguiente tanda de buscadores de oro. También retenía a un tal señor Reed, más impaciente por llegar a la ciudad que ninguno de los aspirantes a mineros.

Si en el mar su inquietud era evidente, en tierra se tornó casi imperceptible. Después de inscribirse en el indemne Hotel Golden Gate bajo el nombre de Frank Reed, de Denver, Colorado, pasó tres días familiarizándose con la distribución de Nome: qué sitio ocupaban las concesiones originales en los arroyos y cómo hacían los hombres que acudían como moscas a las playas para establecer sus derechos en esta o aquella porción de arena. Visitó las tiendas principales para ver qué vendían y probó la cerveza en varias tabernas, donde permaneció callado, escuchando. Como cualquier hombre sensato, quedó horrorizado al ver lo que se hacía en Nome con las aguas residuales. En esos primeros días comió con mucha moderación.

En su cuarto día de estancia en la ciudad empezó a visitar a los supuestos líderes; sus preguntas fueron tan diversas y poco reveladoras que tres hombres maduros fueron al Golden Gate para hablar con él. En el trayecto se encontraron con Tom Venn y le pidieron que les acompañara.

- Señor Reed: sus actividades nos dejan perplejos.

- La perplejidad de ustedes no es mayor que la mía.

- ¿A qué ha venido, señor?

El desconocido pensó en la pregunta por algunos instantes. Su verdadero impulso era decir la verdad a esos hombres honrados y preocupados, pero en su larga experiencia había aprendido a no actuar precipitadamente, por lo que eligió un término medio:

- Todavía no estoy en libertad de responder a sus preguntas, caballeros. Pero créanme si les digo que no he venido a molestar a personas como ustedes. -Sabiendo que ellos merecían más, sacó un documento del bolsillo interior-. Usted es el señor Kennedy. Se me dijo que era un hombre honorable. He venido a hablar con usted. -Leyó otros dos nombres con similares comentarios. Luego se volvió hacia Tom-. A ti no creo conocerte.

- ¿No ha venido por mí? -preguntó Tom, con tremendo alivio.

- No he venido por nadie.

- Soy Tom Venn. De Ross Raglan.

- ¡Vaya, vaya! -exclamó el señor Reed, sin poder disimular su sorpresa-. No tenía idea de que fueras tan joven. A ti quería verte antes que a nadie.

A Tom le temblaban las rodillas y tenía la boca seca, pero había acordado con Missy que se enfrentaría a lo que fuera.

- ¿Para qué deseaba hablar conmigo?

Entonces el señor Reed tuvo que descubrir en parte su juego:

- Por el caso Concannon.

- Ah… -Tom suspiró tan profundamente que, si el señor Reed hubiera ido a investigar un gran asalto a un banco, ese suspiro le habría hecho pensar que el ladrón era Tom.

- Tú firmaste el certificado de defunción del señor Concannon, ¿verdad?

- Sí. Como usted sabe, no tenemos médico forense.

- Lo sé.

- Por eso pidieron que alguno de nosotros… Creo que el señor Kennedy, aquí presente, también lo firmó.

- En efecto -confirmó el señor Reed-. Su nombre estaba en el documento. Ahora vamos a sentarnos, caballeros, y ustedes me dirán lo que sepan del caso Concannon.

Era como un hurón; escarbaba hasta los detalles más recónditos de lo que había sido un accidente normal en el mar, provocado por la rotura de un botalón al moverse el barco.

- El Alacrity era un barco de R R, ¿verdad?

- Uno de los pequeños -aclaró Venn-, construido para el trayecto a Skagway; fue desviado al iniciarse la gran carrera hacia las playas.

- ¿No es algo extraño que el certificado de defunción haya sido emitido por un empleado de la empresa propietaria del barco involucrado en el fatal accidente?

- En un primer momento, yo no sabía siquiera que él había muerto en el Alacrity. Sólo se me llamó para firmar los papeles. Alguien tenía que hacerlo para que la señora Concannon pudiera cobrar su seguro.

- Sí, eso explicó la gente de Denver.

- Pero, ¿usted no es de la compañía aseguradora?

- No. Ellos avisaron a las autoridades que en el caso Concannon podía haber ocurrido algo extraño. Y parece ajustarse a un patrón.

- ¿Qué es lo que se ajusta a un patrón? -preguntó un hombre mayor.

El señor Reed sonrió.

- Su pregunta es profunda, señor, y merece una respuesta que aún no puedo darle. Voy a repetirlo: no he venido a investigar a ninguno de ustedes. De los presentes no tenemos más que referencias excelentes. Ahora vamos a separarnos; cuanto menos se comente sobre esto, mejor. Comprendo que quieran discutirlo entre ustedes, pero por favor, por favor, no mencionen el asunto en público. -Cuando los hombres estaban a punto de salir, añadió-: Le agradecería que me dijera todo lo que puedan sobre el caso Concannon.

- No pudo tratarse de un asesinato, señor Reed -aseguró Tom con firmeza.

- De eso estoy seguro -replicó el forastero.

El quinto día después de la tormenta, el señor Reed reunió a ese primer grupo de líderes en el Golden Gate, junto con ocho o nueve hombres más, incluidos todos los clérigos de la ciudad. Cuando estuvieron instalados, se puso de pie ante ellos.

- Caballeros, han sido ustedes muy pacientes y se lo agradezco. Tienen todo el derecho del mundo a saber quién soy y a qué he venido. Me llamo Harold Snyder. Soy alguacil del Distrito de California y he venido para iniciar actuaciones en la fraudulenta conversión de propiedades pertenecientes a mineros que tenían derechos perfectamente legales sobre el arroyo Anvil.

Antes de que los presentes pudieran siquiera aspirar hondo, comenzó a dar órdenes como una ametralladora:

- Quiero todos los detalles de lo que ocurrió con las concesiones Cinco, Seis y Siete Arriba. Y me gustaría reunirme mañana con Lars Skjellerup, ciudadano de Noruega, y con Mikkel Sana, ciudadano de Laponia. ¿De qué nación forma parte ese lugar?

- Podría ser de Noruega, Suecia, Finlandia y hasta un extremo de Rusia.

- Y con el siberiano conocido como Arkikov, sin nombre de pila. -Luego siguió con una serie de instrucciones-: Consíganme un plano a escala del arroyo Anvil. Todos los documentos relacionados con los títulos de propiedad. Una cronología de las diversas asambleas. Y una lista completa de los mineros que asistieron a las dos primeras asambleas. -Concluyó con una declaración que electrizó a los comerciantes-: Antes de iniciar esta sesión asigné a tres miembros de esta sociedad, incluido un religioso, la misión de observar todos los movimientos del juez Grant y de Marvin Hoxey. Estos observadores no les permitirán quemar ningún papel.

Dicho esto, dio por terminada la reunión.

Al día siguiente llegaron los propietarios originales de las Cinco, Seis y Siete Arriba. Una vez cerradas las puertas, él realizó una minuciosa investigación, utilizando mapas, diagramas, calendarios y listas de testimonios anteriores, a fin de detectar las horribles faltas a la justicia que los funcionarios de San Francisco comenzaban a sospechar.

Al cabo de dos días tenía evidencias inequívocas contra los dos ladrones y estaba convencido, pero temía que todo eso no sirviera de mucho ante Un tribunal. Al parecer, el juez Grant y Hoxey lo sabían, pues continuaban operando como de costumbre; el último había puesto a bordo del Senator un inmenso cargamento de oro que viajaría al sur para ser depositado en su cuenta.

- El problema -advirtió el señor Snyder al comité- es que resulta casi imposible probar ante un jurado lo que han hecho esos dos bandidos. Ustedes saben mejor que nadie lo infiel que ha sido el juez Grant a su juramento, pero ¿cómo podemos demostrar que les ha robado sus propiedades? Ustedes saben que Hoxey se quedó con sus concesiones, pero ¿cómo lo probaremos? A los jurados no les interesan mucho los papeles. Sin embargo, si pudiéramos demostrar lo del caso Concannon…

- ¿Qué pasa con el caso Concannon?

- Creemos que privaron a una viuda del seguro que debía cobrar. La gente de Denver se olió algo podrido, pero los bandidos cubrieron las huellas. No tenemos nada en que basarnos, pero si pusiéramos en el estrado de los testigos a una indefensa viuda… -Se interrumpió-. Demonios, ¿no hay nadie que sepa algo sobre ese caso?

Fue entonces cuando a Tom Venn se le ocurrió que Missy podía saber algo de lo de Concannon.

- No estoy seguro, señor Snyder -dijo-, pero creo que Missy Peckham puede estar enterada.

- Tráigala ahora mismo.

Tom corrió primero a su tienda y ordenó a Matt Murphy:

- Ve a la oficina del juez Grant. No quiero que me vea. Y trae a Missy.

- ¿Aquí?

- No. Llévala al Golden Gate.

Al llegar a la oficina del juez Grant, Matt fue detenido por los tres hombres que custodiaban el sitio.

- No se puede entrar.

- El señor Snyder quiere hablar con Missy.

El juez Grant no la dejará salir.

- Voy a contar hasta tres. Después entraré como sea para sacarla de ahí.

Missy salió del despacho. Cuando se sentó ante el señor Snyder, con Tom y Matt, la pregunta fue directa:

- ¿Qué sabe usted sobre el caso Concannon?

- No fue suicidio ni asesinato -dijo Missy-. Había una póliza de seguro. El juez Grant y el señor Hoxey robaron una buena parte.

- ¿Cómo lo sabe?

- Porque lo sé.

- ¡Maldita sea…! Todo el mundo dice «porque lo sé» y nadie sabe nada que se pueda presentar a un jurado.

- Bueno, yo sé -replicó Missy, empecinada.

- ¿Cómo lo sabe?

- Porque lo anoté todo.

El señor Snyder, sintiendo que por las venas del caso volvía a correr la vida, se obligó a preguntar en voz baja:

- ¿Usted tomaba nota?

- Sí.

- ¿Por qué?

- Porque me bastó trabajar con ellos una semana para saber que esos dos no se traían nada bueno entre manos.

- ¿Esos dos?

- Sí. Yo mecanografiaba todas las cartas del señor Hoxey.

Silencio. Luego, con mucha cautela, el señor Snyder preguntó:

- ¿También tomaba notas sobre los negocios de Hoxey?

- En efecto.

- ¿Y dónde están esas notas?

Entonces se produjo un silencio muy largo, pues Missy estaba acordándose de Skagway, donde los hombres de Soapy Smith se vestían de clérigos para cometer estafas, de carteros para robar y de porteadores para apoderarse de mercancías que nunca llegaban al barco. En esos feos tiempos todo hombre era sospechoso; Missy aún veía a Diente Negro escurriéndose como una rata en el sitio de aquella terrible avalancha para robar las mochilas de los muertos. El señor Snyder, como cualquier secuaz de Soapy Smith, podía ser un impostor traído a Nome por el juez Grant y Hoxey, a fin de buscar y destruir cualquier evidencia que hubiera contra ellos. Decidió no decir nada más a ese desconocido.

- ¿Dónde están esas notas? -repitió el señor Snyder.

Missy permanecía muda.

- Díselo -pidió Matt.

Su súplica era tan insistente que ella se giró hacia Tom, angustiada, y dijo:

- Esto es igual que Skagway. ¿Cómo sabemos quién es él en realidad? ¿Cómo sabemos si se puede confiar en él? ¿Y si trabajara para Hoxey?

Era una protesta que el señor Snyder comprendía tan bien como Tom. Cuando una sociedad permite el caos total, engendra la sospecha generalizada; entonces se corroen los procesos normales por los que cualquier organización mantiene un rumbo estable (la confianza, la responsabilidad, la formalidad, el castigo de los delitos), y todo comienza a derrumbarse, pues han desaparecido los puntales.

Con paciencia, el recto Harold Snyder, que ya no se presentaba como el Misterioso señor Reed, entregó a Missy sus credenciales para que las estudiara y digiriera. Era, en verdad, un alguacil federal, y tenía órdenes de la Corte Federal de San Francisco, que le encomendaba investigar la mala actuación de un juez de Nome; tenía también facultad de arresto. Tampoco eso convenció a Missy:

- Los hombres de Soapy también tenían documentos. El mismo Soapy los imprimía. -Y miró sucesivamente a cada uno de los tres hombres, preguntando-: ¿Como puedo estar segura?

- Missy -intervino Tom-, ¿recuerdas lo que te dijo el sargento Kirby cuando el inspector Steele quería hacerse cargo de tu dinero? «Si no puede confiar en el inspector Steele, no puede confiar en nadie.» La situación es la misma.

Ella comprendió que era cierto. En algún momento en cualquier crisis, había que confiar en alguien. Entonces dijo que entregaría su libreta. En ese instante, aquella mujer fuerte pareció perder toda su capacidad de lucha. Le habían ocurrido demasiadas cosas en un tiempo demasiado breve. Dejó caer pesadamente la cabeza en la mesa y se la cubrió con los brazos.

Matt y Tom la dejaron allí. Después de una carrera hasta la cabaña, volvieron con la libreta, que el irlandés dejó en la mesa sin abrir.

- ¿Es ésta la famosa libreta, Missy?

- Sí.

- Vamos a estudiar cada anotación con cuidado.

Ya avanzada la tarde, Snyder preguntó:

- ¿Qué significa esta anotación?

Y ella dijo:

- El juez Grant me hizo reclamar el pago de siete horas de trabajo extra que yo no había hecho, pero cuando me pagaron se quedó con el dinero.

Snyder apartó la libreta como si su olor le ofendiera:

- Por Dios, quién pensaría que un hombre con ese sueldo puede estafar a su secretaria.

Pero fue al llegar a las anotaciones referidas a Hoxey cuando se enfureció de verdad:

- Soy un representante de la ley y tomo ese papel muy en serio. Pero en estos momentos me gustaría poder encerrar a esos dos en un cuarto, con ese gigante noruego, el siberiano y ese pequeño lapón, tan fornido. Apostaría a que ellos liquidarían el caso en quince minutos, ahorrando mucho dinero a los contribuyentes.

Durante su segunda mañana con la libreta de Missy llegó al caso Concannon. Aquello era repugnante:

- Una mujer pierde a su esposo en un accidente absurdo, que no tiene explicación, y estos dos bandidos le birlan el dinero del seguro.

No pudo seguir leyendo. Salió violentamente del hotel y fue en busca del juez Grant y de Hoxey, que se mantenían escondidos. A ambos les puso las esposas.

- ¿Adónde nos lleva? -gimió el juez.

Snyder dijo:

- Están bajo detención preventiva, para que no acaben linchados por esta gente.

Dos días después, cuando el Senator zarpó hacia el sur, los dos iban a bordo. Habían pasado en Nome menos de cuatro meses, pero en ese tiempo arrojaron una de las manchas más lamentables a los ojos vendados de la justicia estadounidense.

La saga de Nome se detuvo, chirriante y a tropezones. El Hotel Golden Gate volvió a incendiarse y fue reconstruido. El glaciar de orina helada llenaba los callejones durante el invierno y se fundía en el mar al llegar el verano. Las playas doradas continuaron arrojando oro un año más, antes de agotarse, mientras que las minas de placer, a lo largo del arroyo Anvil, dieron un rendimiento modesto todavía varias décadas más.

La gloria había sido asombrosa, aunque breve. En un solo período de doce meses, Nome produjo oro por valor de siete millones y medio de dólares, más que todo lo pagado por Alaska en 1867. En total se extrajeron más de ciento quince millones, en los tiempos en que el oro se pagaba a veinte dólares la onza.

Las concesiones Cinco, Seis y Siete Arriba, una vez más en poder de sus legítimos propietarios, sólo rindieron fortunas modestas, porque Marvin Hoxey había secuestrado la mejor porción del oro. La ocultó tan bien que, durante su juicio en San Francisco y su encarcelamiento en la penitenciaría, el gobierno no pudo hallar sus dos millones de botín: él se quedó con todo.

El indignado juez le sentenció a quince años de prisión, justo castigo para un hombre que había despojado a tantos; pero, al cabo de tres meses, el presidente McKinley le indultó, bajo el pretexto de que el encarcelamiento amenazaba su salud; además, todos sabían que, anteriormente, el hombre había sido un ciudadano ejemplar. Por treinta productivos años más, seguiría siendo el intrigante más eficiente de Washington y continuaría impidiendo que se dictara cualquier legislación constructiva para que Alaska pudiera autogobernarse. Los legisladores le prestaban oídos, pues él continuaba jactándose: «Conozco Alaska como la palma de mi mano y, para hablar francamente, aún no está en condiciones de gobernarse a sí misma». El caso del juez Grant tuvo una conclusión sorprendente. Tal como había predicho Harold Snyder, pese a la libreta de Missy no se pudo probar específicamente ningún cargo contra él; durante las frenéticas semanas de su estancia en Nome, había manejado sus asuntos con astucia casi animal, tan cuidadosamente y con tanto conocimiento de lo que ocurría que pudo aprovechar cuanta evidencia se presentó para condenar a Hoxey; por su parte, quedaba como un recto juez de Iowa, que había tratado de hacer lo posible. Snyder, que escuchaba el juicio, rompió varias veces en carcajadas:

- En Nome todos pensábamos que el juez Grant era un títere utilizado por el astuto Marvin Hoxey. No, el astuto era Grant. Maniobró de tal modo que salió libre y Hoxey fue a la cárcel.

Al terminar una sesión en la que las pruebas presentadas contra el juez Grant terminaron absolviéndole y perjudicando a su socio, Marvin se acercó a Snyder para decirle:

- Éste ha sido muy zorro.

Declarado inocente por un jurado federal, Grant volvió a Iowa; tras un lapso de dos años, durante los cuales fortaleció sus líneas de defensa, retomó su puesto en el tribunal ante el cual su padre había ejercido la abogacía; allí se le conocía como «el eminente jurista que llevó un sistema de justicia a Alaska». Repetidas veces, mientras actuaba en el estrado o pronunciaba algún discurso, en su ciudad o en Chicago, la gente comentaba, admirada: «¡Qué pinta de juez tiene!», demostrando con ello que, en muchas ocasiones, es más importante parecer que ser.

Tom Venn prosperó, como suelen prosperar los jóvenes trabajadores bien preparados. Siempre mantuvo sin óxido su balanza de pesar oro y, cuando R R cerró la tienda de Nome por la catastrófica despoblación (treinta y dos mil habitantes en 1900, contando los nómadas, y mil doscientos tres años después, pues ya casi no había mineros), le ascendieron encargándole la gran tienda de Juneau, la nueva capital de Alaska. Continuó atendiendo los negocios como siempre, pero también comenzó a observar cuidadosamente a todas sus clientas jóvenes, en busca de una posible compañera para el matrimonio.

El cambio mayor fue el que se produjo en la vida de Missy Peckham y Matt Murphy. No, no es que la esposa irlandesa muriera, dejándole en libertad de volver para casarse, ya que el divorcio no era posible, siendo ambos católicos. Pero una tarde de julio, tras el deshielo del Yukón, llegó a Nome un forastero alto, de hombros encorvados, que no se alojó en el costoso Golden Gate, sino en uno de los albergues improvisados, que estaban hechos de madera y lona y cobraban más barato.

Después de inscribirse, arrojó su bolsa a un rincón sin desempacar sus cosas y comenzó a vagar por las calles. Hizo algunas preguntas y le dieron las señas de un cobertizo miserable, a cuya puerta golpeó, anunciándose:

- Soy John Klope.

Missy, sin demostrar sorpresa, le invitó a entrar en voz baja:

- Pasa, John. Siéntate. ¿Te preparo café?

Quería saber qué había sido de ellos. Matt contó su viaje en bicicleta por el Yukón y Missy explicó qué habían hecho en la famosa carrera del oro:

- Llegamos aquí demasiado tarde, como siempre, para conseguir las buenas minas de placer. Ni siquiera solicitamos una concesión. También nos perdimos el oro de la playa. Eso era un caos. Conseguimos trabajo y creo que nos fue mejor que a la mayor parte de los que estaban en la playa.

- ¿Qué clase de trabajo?

- Missy trabajaba con ese juez corrupto, qué desastre. Yo, con Tom Venn, cuando amplió la tienda.

- ¡Tom Venn! ¿Está aquí?

- En Juneau. Fue un gran ascenso.

- ¿Cómo está Tom? ¿Cómo le ha ido?

- Acabo de decirte que le han ascendido.

- Era un muchacho estupendo. -John sorbió su café. Luego señaló las míseras habitaciones que la pareja compartía-. Las cosas no andan muy bien, ¿verdad?

- Cuando se acabó el oro… -explicó Matt-. Ya sabes lo que pasa.

- ¿Y a ti, John? ¿Cómo te ha ido? -preguntó Missy, pues él también parecía estar pasando por una mala época.

- ¿Os acordáis cómo cavábamos en ese maldito agujero?

- Ya lo creo -dijo Matt, casi gimienddo-. ¿Hallaste algo allí abajo?

- Mucha roca, nada de oro.

- Lo siento -dijo Missy-. Hiciste todo lo posible, pero tu concesión estaba tan arriba… Todo el mundo sabía que el oro estaba abajo, en el arroyo, donde las concesiones ya estaban ocupadas.

Esas tres personas tan diferentes entre sí, ya más maduras y asentadas por la experiencia, se quedaron calladas, calentándose las manos en las tazas. Al cabo de un rato Klope dijo:

- Debe de haber sido una tormenta muy fuerte la que se llevó todas las máquinas de la playa.

- Sí que lo fue.

- Vimos fotos. Parecía horrible.

- Y Dawson… ahora debe de parecer una ciudad fantasma -comentó Matt.

- No la reconocerías. No queda una sola tienda.

- ¿Recuerdas la nuestra? ¿Con grasa en la lona? ¿Te acuerdas de esas ricas tortas que nos enseñaste a hacer?

Mientras rememoraban con afectuosa nostalgia los viejos tiempos, Missy dijo:

- ¿Sabes lo de la Yegua Belga? Los prostíbulos que tenía aquí se le incendiaron dos veces; otra vez se los llevó el viento. Todos le teníamos lástima, hasta que descubrimos que ella había seducido a unos mineros para que se los construyeran; nunca perdió un céntimo. Después de cada desastre, aumentaba los precios y ganaba una fortuna. Un día se fue. Sin más. Recogió sus cosas y se fue, John. Ocho muchachas varadas en la playa, sin un céntimo.

- ¿Y adónde se fue?

- A Bélgica, a comprarse una finca cerca de Amberes.

Se estaba acabando el día. Para Missy era obvio que John Klope tenía temas más importantes de que hablar que la tempestad o la suerte corrida por la Yegua. La sobresaltó una idea: «¡Por Dios, ha venido a pedirme que me case con él!». Y empezó a retroceder, pues en Matt Murphy había encontrado a un hombre de temperamento casi ideal. Era amable e ingenioso, sabía olfatear a los bandidos e identificar a la buena gente; a ella le encantaba compartir su vida con él, aunque no fuera capaz de hallar un empleo estable. Pero siempre habría alguien que necesitara sus servicios de secretaria y ella estaba más que dispuesta a compartir sus ingresos con Matt.

Klope tosió, se movió hacia el borde de la silla y dio vueltas a sus pulgares. Por fin dijo:

- ¿No os habéis enterado?

- ¿De qué?

- De lo mío. -Como ellos sacudieran la cabeza, añadió azorado-: Siempre dije que allá arriba tenía que haber oro.

- Pero no lo hallaste. Acabas de decirlo.

- En el pozo que cavamos entre los tres, no. Pero cuando llegué a la roca sólida y comencé los laterales…

- Lo hiciste cuando yo aún estaba allí -apuntó Matt.

- Sí, y no hallé nada. Pero me enfurecí tanto con ese trabajo… y estaba tan seguro de que allí había existido un río que cavé otro agujero, más abajo. ¿No os habéis enterado?

- ¿Qué pasó, John?

- Sarqaq se quedó conmigo' por si encontrábamos algo. Otra vez hasta el lecho de roca: yo, derritiendo el iodo, él, sacándolo. Y esa vez, al hacer los laterales… -Se interrumpió para mirar a sus dos buenos amigos-: En la primera criba que saqué de la grieta grande, novecientos dólares… en pepitas, no en escamas.

Sí, antes de que ese único lateral se agotara, John Klope, asistido por Sarqaq, el esquimal tullido, sacó trescientos veinte mil dólares de oro, uno de los más puros producidos a lo largo del Klondike. Su persistencia le había llevado hasta los depósitos dejados por un río que había corrido por allí doscientos mil años antes.

Tras el silencio de Missy y Matt, emocionalmente exhaustos por explorar todos los aspectos de ese tremendo golpe de buena suerte, Klope se sintió dispuesto a pronunciar el torpe discurso que le había llevado de Dawson a Nome, en el trayecto de regreso a su granja de Moose Hide, Idaho:

- Vosotros dos y Tom Venn tuvisteis tanto que ver con ese hallazgo como yo. Me ayudasteis a continuar en los malos tiempos. Sarqaq también. Mientras excavaba ese lateral y enviaba arriba el lodo lleno de oro, pensaba en vosotros. -Se le quebró la voz-. Nadie puede trabajar bajo tierra dos años, a menos que alguien tenga fe en él. Toma.

Puso un sobre en la mano de Missy. Cuando ella lo abrió cayeron dos órdenes de pago: una a favor de ella, la otra a favor de Matt, contra un banco canadiense. Cada una por valor de veinte mil dólares.

- A Tom se la enviaré por correo a Juneau -añadió Klope.

Todavía hizo algo más. A punto de abandonar el cobertizo, sacó de su raída mochila un paquete que puso sobre la mesa:

- Si abres algún otro restaurante, necesitarás esto.

Cuando Missy retiró la envoltura cayó en la cuenta de que Klope estaba poniendo en sus manos una de sus pertenencias más preciadas: la masa de levadura, cuya historia registrada tenía ya casi un siglo.

Dos días después, Klope abordó un barco hacia Seattle. Él personificaba el tipo de hombre solitario que había llegado a Alaska en busca de oro. Era uno de los pocos cuyos sueños se habían hecho realidad, pero sólo a un coste terrible: había desafiado las planicies del Yukón en medio de una ventisca para viajar por el río congelado más allá de Eagle; trabajó como un esclavo en los barrancos de Eldorado; perdió a Missy, la mujer que amaba, y a Matt Murphy, el socio en quien confiaba. Pero consiguió su oro.

Y eso no le cambió en absoluto. No caminaba más erguido. No empezó súbitamente a leer buenos libros. No hizo amigos leales para reemplazar a los que había dejado allá. Su vida no se alteró para bien ni para mal. Como era hombre de honor, había dado veinte mil dólares a cada uno de los cuatro con quienes se sabía en deuda: Missy, Matt, Tom Venn, Sarqaq; pero al retornar a Idaho no haría nada espectacular con el resto del dinero. No fundaría un banco para ayudar a los granjeros ni una biblioteca ni un hospital, tampoco ofrecería becas para los colegios de Idaho. Había abandonado su hogar en aquellos embriagadores días de 1897, había vivido tiempos de cambios extraordinarios; ahora retornaba al hogar con las balbucientes secuelas, tan simple e incapaz de expresarse como era al partir hacia el Ártico. Hubo miles como él.

Missy Peckham, en el Klondike y en Nome, desarrolló su fuerza hasta llegar a ser una mujer bella por su integridad; Tom Venn, el joven tímido, se convirtió en un hombre de asombrosa madurez. Pero lo consiguieron sufriendo privaciones y fracasos, no mediante el éxito, y las lecciones adquiridas les servirían durante toda la vida. John Klope, como tantos otros, volvería al hogar llevando sólo oro, que se le escurriría poco a poco entre los dedos, hasta tal punto que se preguntaría en la vejez: «¿Adónde fue a parar? ¿Para qué sirvió?»

A lo largo de Bonanza y Eldorado se desarmaron los aparejos. Los cobertizos, que habían protegido a los mineros en las orillas del Mackenzie durante los inviernos árticos, se iban derrumbando poco a poco; las maravillosas playas doradas de Nome eran, una vez más, simple arena. Cuando llegaran nuevas tormentas desde el mar de Bering no encontrarían tiendas que destruir, pues ahora todo era como antes.

En esta crónica no volveremos a hablar del oro. Aún se harían pequeños hallazgos excitantes cerca de la nueva ciudad de Fairbanks; uno de los más fructíferos sería el de la profunda mina de cuarzo, frente a Juneau. Pero jamás habría otro Klondike, otra Nome. Por algún milagro que nunca se comprenderá del todo, en esos puntos privilegiados el oro había subido a la superficie para ser arrastrado por la erosión, rasado por la arena, el viento y el hielo hasta quedar depositado arbitrariamente en un lugar y en otro no.

El metal que enloquecía a los hombres se comportaba tan descabelladamente como ellos. En esos días frenéticos, al terminar el siglo, concentró la atención del mundo en Alaska, pero su efecto sobre la zona no fue más duradero que sobre John Klope.

Sin embargo, hubo tres hombres cuyas existencias se vieron cambiadas por el milagroso oro de Nome. Lars Skjellerup adquirió la nacionalidad estadounidense. Una mañana, mientras estaba en la playa observando el desembarco de los pasajeros traídos por un barco, divisó en la proa de la barcaza a una joven maravillosamente vivaz; quedó cautivado por su sonrisa, su aspecto de ansiedad y su porte, hasta tal punto que, cuando los marineros ordenaron a los esquimales que cargaran a los pasajeros hasta la costa, él corrió al oleaje, ofreció sus hombros a la muchacha y se estremeció con un entusiasmo nuevo cuando se la cargaron a la espalda.

Paso a paso, cuidadosamente, la llevó a la playa, con la mente convertida en un torbellino. Ya estaban unos quince metros tierra adentro cuando ella dijo, serenamente:

- ¿No le parece que ya puede dejarme en el suelo, señor?

Después de presentarse, con cierta torpeza, se enteró de que la señorita Armstrong venía desde Virginia para enseñar en la escuela de Nome. En los días siguientes rondó la escuela. Cuando todos, incluida la señorita Armstrong, tenían conciencia de su enamoramiento, le hizo la más extraordinaria de las proposiciones:

- Voy a aceptar el puesto de misionero presbiteriano en Barrow. ¿Me haría usted el honor de acompañarme?

De ese modo, una joven que había huido de Virginia por la romántica Alaska se encontró casada con un misionero en la lejana Barrow, donde su esposo dedicaba casi todo el tiempo a enseñar a los esquimales cómo atender a los renos que él y su esposa habían llevado al norte.

Mikkel Sana depositó su dinero en un banco de Juneau y retornó a LaPonia en busca de una novia, pero no pudo convencer a ninguna de esas cautas bellezas laponas de que, en verdad, era un hombre muy rico. Finalmente convenció a la tercera hija de un hombre que poseía trescientos renos. La muchacha se decidió a correr el riesgo y ¡qué sorpresa la suya cuando, al acompañar a Sana hasta Juneau, descubrió que la cuenta bancaria realmente existía! Aprendió inglés en seis meses y pasó a ser la bibliotecaria de la ciudad.

En la vida de Arkikov no había lugar para una esposa, por lo menos al principio. Después de haber sufrido abusos y perdido su Siete Arriba Por no ser ciudadano estadounidense, estaba decidido a reparar esa deficiencia. En cuanto le devolvieron su concesión, tras el arresto de Hoxey, inició los trámites para naturalizarse. Claro que, como Alaska aún no tenía un gobierno civil regular, eso resultó tan difícil que por dos veces estuvo a punto de renunciar. Pero su socio Skjellerup le persuadió para que continuara. Una vez que Lars fue enviado como misionero a Barrow, las cartas que despachó a Seattle, apoyando la solicitud de Arkikov, resultaron tan convincentes que le fue otorgada la ciudadanía.

Un funcionario que llegó a Nome en un guardacostas le explicó que en Estados Unidos, a diferencia de lo que se acostumbraba en Siberia, era necesario que toda persona tuviera un nombre de pila y un apellido. Arkikov preguntó:

- ¿Mí toma qué nombre?

Y el hombre dijo:

- Bueno, algunos eligen el nombre del oficio que desempeñan.

- ¿Del qué?

- De su trabajo. El que en su país era panadero toma el apellido Baker. El que era orfebre se llama Goldsmith. ¿A qué se dedicaba usted en su país?

- ¿Qué país?

- Siberia.

- Mí rebaño renos.

A esas horas era bien sabido que ese tal Arkikov tenía unos sesenta mil dólares en el banco; por ende, había que tratarle con respeto. El funcionario carraspeó.

- Arkikov Pastorderrenos sonaría un poco extraño. ¿Qué le parece si conserva Arkikov como apellido y adopta dos nombres de pila estadounidenses.

- Tal vez. ¿Qué nombres?

- Hay dos pares muy usados. George Washington Arkikov

- ¿Quién es?

- El padre de este país. Un gran general.

- Mí gusta general.

- El otro par también es bonito. Abraham Lincoln Arkikov.

- ¿Qué hizo?

- Liberó a los esclavos.

- ¿Cómo esclavos?

Cuando el hombre le explicó lo que había hecho Lincoln (el siberiano nunca había visto a un negro estadounidense), la cuestión quedó resuelta:

- En Siberia, esclavos. Mí como Lincoln.

Así se convirtió en A. L. Arkikov, de Nome, Alaska. Con el tiempo se casó con una esquimal. Sus tres hijos asistieron a la Universidad de Was hington, en Seattle, porque el padre era un hombre rico.