FLO LA TIGRESA
En el antro más grande, como correspondía a la situación:
- ¿Está usted en casa, señora? -preguntó Missy, después de llamar tranquilamente a la puerta que había debajo del cartel.
La mujerona del interior, de un metro setenta y cinco de altura y ochenta kilos de peso, se sorprendió al oír una voz de mujer después de los habituales golpes en la puerta.
- ¡Pasa! -gritó, en flamenco, ya que pensó que sería una de las otras muchachas belgas; pero Missy, que no entendió la expresión, siguió esperando en el umbral.
Como la invitación no había dado resultado, la mujer abrió la puerta y se mostró sorprendida por el tipo de persona que encontró allí. Entonces llamó a la ocupante de otro de los antros, que sabía hablar flamenco e inglés, y le preguntó:
- ¿Qué quiere ésa?
Al cabo de poco, cinco o seis muchachas desocupadas se apiñaban en el burdel de la Yegua, encantadas con la nueva distracción.
- Dígale -rogó Missy- que traigo algo de parte del Grano del Klondike.
La intérprete había llegado de Amberes después de que el Grano se marchara en el primer barco que había remontado el Yukón con las noticias sobre el descubrimiento, de modo que no le conocía. Al principio, la Yegua no entendió su explicación, pero cuando Missy repitió el nombre, en la carota de la mujer se formó una sonrisa beatífica; por su modo de reaccionar, parecía haber tenido mucho cariño al corpulento minero de Carolina.
- ¡Ah, el coronel! -exclamó en flamenco.
Con garbo militar, imitando un tambor y un clarín, se puso a marcar alegremente el paso, como si fuera uno de los soldados de Wellington saliendo de Bruselas para la gran batalla de Waterloo. Otras chicas se acordaron del Grano y se unieron a la marcha; durante unos momentos, todo fue alegría, disparatada parodia militar y recuerdos de los viejos amigos.
- La Yegua dice que el Grano era un hombre estupendo -explicó la intérprete, mientras continuaba el pequeño desfile.
- Tuvo mucha suerte -interrumpió otra de las belgas-. Encontró oro. Y se portó bien con nosotras.
La yegua, agotada por esa desacostumbrada actividad, se dejó caer en la segunda cama de su establecimiento y, mientras recuperaba el aliento, Missy pidió:
- Dígale que me ha gustado su baile. Es una artista.
Cuando se lo tradujeron, la Yegua se incorporó, y explicó con mucha seriedad:
- Es que yo era actriz. Pero ahora tengo demasiada grasa. ¿Qué quiere ésta?
Missy no estaba muy segura de que fuera prudente exhibir el dinero del sobre, Y finalmente decidió no hacerlo. Se situó de modo que las otras chicas no pudieran verla, se inclinó hacia la Yegua y abrió ligeramente el sobre, para enseñarle el bonito anverso dorado del billete de cien dólares. Pero su intento de proteger a la Yegua fue inútil, ya que ésta gritó en francés:
- ¡Dios mío! ¡Mirad lo que me envía ese querido amigo! -Arrancó el billete del sobre para mostrárselo a las muchachas, y luego lo paseó por los otros prostíbulos, anunciando en flamenco-: ¡Mirad qué cosa me envía nuestro querido amigo!
MUY Pronto, casi todas las chicas estaban en Paradise Alley, contemplando el billete dorado. Unos pocos dientes asomaron la cabeza para preguntar a qué se debían los gritos; al cabo de un rato, la procesión se detuvo y las belgas volvieron a sus antros, mientras la Yegua daba las gracias a Missy, llamando otra vez a la intérprete:
- ¿A qué se dedica ésta? -Al saber que Missy era la dueña del nuevo restaurante de la orilla del río, la Yegua salió otra vez al callejón y gritó-: ¡Esta buena señora lleva el restaurante nuevo, junto al río! Decid a los clientes que vayan a comer allá.
De este modo casual, Missy y Tom consiguieron parroquianos que no habrían tenido de otra forma; de vez en cuando, alguna de las muchachas de Paradise Alley acompañaba a un cliente al restaurante y desayunaba allí con él. Una mañana, dos chicas entraron con un minero alto y adusto, que había pasado casi un año encerrado en una cabaña solitaria, en lo alto de una montaña, y explicaron a Missy:
- Este hijo de puta es uno de los hombres más solitarios del mundo. Ni siquiera viene al callejón, aunque de vez en cuando nos trae carne fresca.
- ¿Cómo se llama usted? -preguntó Missy.
- John Klope, señora -murmuró el hombre, entre las barbas.
- ¿De dónde es?
- De Idaho.
- No sabía que viviera gente en Idaho -bromeó Missy.
- Hay unos cuantos, señora -contestó Klope, como si Missy hubiera hablado en serio.
La mujer observó que, si bien el minero parecía hambriento, no hacía sino jugar con las tortas; volvió otras dos veces a desayunar e hizo lo mismo, hasta que ella le preguntó, por curiosidad:
- ¿No le han gustado las pastas?
- Son asquerosas -contestó Klope. Al ver que la mujer hacía una mueca, añadió, en tono de disculpa-: No se ofenda, señora. Lo que pasa es que no usa usted una buena masa de levadura.
- ¿Como es eso?
- Para hacer unas buenas tortas, señora, lo principal es tener un buen fermento.
- Uso levadura en polvo. La compré en Seattle.
- ¿Se da cuenta? Usted lo hace mal desde el principio, y ya no hay solución.
- Y usted, ¿qué usa?
- Una anciana de Fuerte Yukón me dio masa de levadura. Tenía esa cepa desde hacía más de cincuenta años. La traje en trineo, en un trayecto de más de quinientos cincuenta kilómetros, en pleno invierno. Las tortas salen estupendas.
- Me gustaría probar la diferencia.
- La próxima vez que baje al pueblo le traeré un poco de masa.
- ¿Dónde está su concesión?
- En Eldorado. Es la número ochenta y siete. Estoy en la cima.
- ¡Vaya! ¿Es uno de esos millonarios?
- No, señora. Estoy en la cima porque estoy en lo alto de la montaña.
- ¿No ha encontrado nada?
- Todavía no.
Klope se molestó en recorrer otra vez el aburrido trayecto hasta su propiedad y volvió a bajar, sólo para traer a Missy una hornada de su masa de levar, y le enseñó cómo usarla para hacer tortas, conservando el fermento en una jarra fresca; Missy se vio obligada a reconocer que, con esa pasta, las tortas salían muchísimo mejores que las que preparaba ella. Eran ligeras, crujientes y se tostaban bien, como lo preferían casi todos los clientes, y estaban muy buenas tanto con jarabe de sorgo como con miel.
- Estoy en deuda con usted, señor Klope -aseguró Missy~. Le deseo que encuentre un buen filón.
- Así será -dijo él.
En estas visitas, Klope iba acompañado de un hermoso perro, lo que tuvo una consecuencia aún más importante. Missy no prestó atención al husky, pero Tom se dio cuenta inmediatamente de que era un ejemplar superior. En realidad, no entendía mucho de perros, y no sabía nada sobre los famosos perros de trineo del Ártico; pero aun así, percibió algo especial en el porte del animal y en la inteligencia que le asomaba a los ojos.
- ¿De dónde lo ha sacado?
- Tiró de nuestro trineo, desde Fuerte Yukón. -Con cierta vacilación, Klope añadió-: No pude separarme de él. Juntos pasamos por muchas cosas.
Las semanas siguientes, el minero, en vez de estar excavando sus minas en lo alto de Eldorado, se quedó en Dawson; todas las mañanas se presentaba en la tienda para comer sus tortas.
Una mañana, el comisario Steele fue a ver a Missy con una noticia muy interesante:
- ¿Recuerda que usted sospechaba del sargento Kirby por el comportamiento de Soapy Smith y de sus hombres en Skagway? Usted me preguntó por qué no hacíamos algo al respecto. Y yo le respondí que no podía, porque eso era territorio estadounidense y eran los estadounidenses los que tenían que limpiar su propia mugre, ¿verdad?
- ¿Qué ha ocurrido?
- Lo que YO esperaba. En todas partes hay buenas personas, y cuando se deciden a gritar: «¡Basta!», hay que andarse con cuidado.
- ¿Ha habido algún valiente que haya gritado basta?
- Un tipo llamado Reid, o algo así. Un ingeniero. La banda de Soapy asaltó a un individuo que volvía pacíficamente de las montañas y le robó cuanto tenía. Eso ya fue bastante malo, pero cuando esos matones se dedicaron a burlarse de su víctima, el pobre hombre apeló a la conciencia de la comunidad.
- ¿Y…?
- Y el señor Reid mató a Soapy.
Missy no se alegró demasiado, porque el jugador fallecido la había tratado bien muchas veces y se había mostrado amable con los desgraciados para los que ella le había pedido algún favor; pero sabía que las personas decentes no podían dejar que continuara con sus crímenes sin oponer resistencia, y estaba bien que hubieran acabado con él.
- Supongo que el señor Reid se habrá convertido en el héroe de Skagway.
- Él también ha muerto. Soapy le derribó en el tiroteo.
Missy se sentó; al observar la actitud decidida y serena del comisario Steele comprendió que su hombre, Buchanan Venn, había estado en camino de llegar a ser como él. Si los Venn se hubieran quedado en Skagway, tarde o temprano Buck habría dicho «¡basta!», y habría sido él quien matara al pequeño tirano.
- Ven aquí, Tom. -Cuando el muchacho se detuvo frente al comisario Steele, Missy le dijo-: ¿Has oído lo que acaba de contarme sobre Soapy Smith? A veces hay que enfrentarse a esa gente. Recuérdalo.
Steele sonrió a Tom y le preguntó si podía hablar a solas con su madre; empleó esta palabra, aun sabiendo que no era la adecuada, debido a lo que quería decir después:
- Señorita Peckham, pensará usted que no es asunto mío, pero créame que lo es. Ha sido asunto mío muchas veces, por desgracia.
- ¿Necesito una licencia o algo así?
- Quiero prevenirla contra esa mujer a la que llaman la Yegua Belga.
- Se ha portado muy bien conmigo. Me envía clientes.
Steele tosió y miró a Missy a los ojos:
- Es una mujer muy mala -insistió-. A las chicas belgas no las ha traído ese chulo alemán. Ha sido ella. Los nuevos burdeles no los han montado los dueños de los otros, sino ella. Los alquila a sus chicas y se queda con una buena parte de lo que ellas ganan. No me interrumpa, por favor. Es mejor que sepa usted estas cosas. -Continuó recitando la conducta casi delictiva de la Yégua-: Cuando una muchacha se agota (y algunas duran poco tiempo) la echa a puntapiés. En el mejor de los casos, las trata como a animales. Si se Muestra amable con usted es porque sabe que las mujeres solas se quedan sin dinero, tarde o temprano. Entonces trabajan para ella, aceptando sus condiciones.
- Por favor, comisario…
- Lo que le digo es la verdad.
- Pero si es una mujer tan malvada, ¿por qué le permite vivir en Dawson?
- Gracias a sus chicas, no hay violaciones en mi ciudad.
Consciente de que sólo había logrado despertar la indignación de Missy, el comisario Steele se despidió y se fue. No llevaba mucho tiempo fuera cuando llegó silenciosamente John Klope; no pidió nada pero estuvo casi una hora sentado en uno de los cuatro taburetes, mirando Cómo trabajaba la joven. Missy estaba tan ocupada que se olvidó de él, hasta que de pronto le oyó decir en voz alta, apresuradamente, como si hubiera pasado una semana ensayando esas importantes palabras:
- Usted y Tom son personas que me gustan. Vengan conmigo a Eldorado y ayúdenme a descubrir el oro que seguro que hay por allí.
- ¿Y qué haríamos los dos en un campamento de mineros? -preguntó ella, sin pensarlo mucho.
Klope bajó la voz y habló lentamente, como si se dirigiera a una niña:
- En invierno encendemos fogatas en la tierra, para ablandar el suelo congelado. Luego retiramos la tierra blanda, y la subimos con cuerdas a la superficie, como quien saca agua de un pozo. Como hace tanto frío, el barro húmedo se congela inmediatamente, y en él está el oro. Cuando llegan el verano y el deshielo, se lava el barro y se descubre el oro. Entonces somos ricos.
- ¿Ha encontrado usted oro?
- Todavía no, pero tengo la sensación de que estoy a punto de hacerlo.
Para Klope era evidente que sus dos interlocutores aún estaban interesados en el oro y que, después de haber venido de tan lejos, no querían volver a la civilización sin haber probado siquiera su suerte en la gran apuesta de la minería; por eso, aunque ellos no decían nada, insistió:
- Aquí, en la tienda, pueden ganarse la vida; pero si vienen conmigo, a partes iguales, podrían hacer una fortuna. -Vaciló-: Han venido por eso, ¿no? ¿No es por eso que han venido?
- ¿De dónde vino usted? -preguntó Missy, apartando la vista de su cocina para escuchar a ese hombre extraño e insistente.
- De Idaho, como le dije. Estaba completamente arruinado, más o menos como ustedes, supongo.
- En efecto. Pero ahora estamos bien instalados. Aquí, en Dawson, Podemos vivir bien.
- ¿No se da cuenta, señora? -Por primera vez desde que se conocían, John Klope sonrió-. Cuando se acabe el oro se acaba Dawson. Aquí no hay futuro para un restaurante instalado en una tienda. El único futuro en el Klondike es el oro. Y cuando se acabe, ustedes estarán acabados. Lo estaremos todos.
Missy salió entonces de su lado del mostrador y se sentó en uno de los taburetes:
- ¿A qué se refiere cuando propone que vayamos a vivir con usted a su cabaña?
- Necesito ayuda. Estoy muy cerca del oro, de eso estoy seguro. Pero cuando excavo el barro blando necesito que alguien lo suba hasta arriba y lo eche afuera. En verano necesito que alguien me ayude a lavarlo. Su hijo, Señora…
- No es hijo mío. Somos… Es demasiado complicado para explicarlo.
- El muchacho me sería útil.
- ¿Y yo?
- Los dos necesitaríamos a alguien que se ocupara de la cabaña. No es un sinple cobertizo, ¿sabe usted? Tiene muros de verdad y una ventana.
En esa primera discusión no hablaron del papel que desempeñaría missy, como persona y como mujer, pero en mañanas posteriores Klope insinuó discretamente que era soltero y que no bebía. Su actitud silenciosa y severa no tenía nada que pudiera resultar tentador para que una mujer le acompañara, fuera cual fuese el acuerdo, y como él lo sabía, no insistió. Las cosas podrían haber terminado en ese intento si no hubieran ocurrido dos extraños incidentes que dificultaron la situación de los Venn.
La propuesta de Klope de acompañarle a Eldorado produjo una fuerte impresión en Ton pues le hizo pensar seriamente en su futuro; después de considerarlo largamente y de observar bien la ciudad de Dawson, el muchacho redactó una carta, que demostraba una asombrosa madurez, para el señor Ross, de Seattle:
Confío en que no me haya olvidado. Mi padre, Buck Venn, trabajaba en su oficina y creo que usted le tenía aprecio. Murió en un desdichado accidente. Tal vez recuerde usted también a Missy, mi madre, que trabajaba en el barco de su firma, el Alacrity, aunque es posible que no la haya conocido personalmente. Yo era el repartidor de periódicos que usted empleó para trabajar en los muelles. De modo que toda nuestra familia trabajaba para Ross Raglan, y confío en que hayamos dejado un buen recuerdo, pues tratábamos de esmerarnos.
Mí idea es ésta. Su empresa tiene muchas inversiones aquí, en Dawson City, adonde llegan dos de sus barcos fluviales. ¿Me permitiría usted organizar las cosas en Dawson, a fin de que usted hiciera más negocio con sus barcos y vendiera más mercancías cuando llegaran? Hay que aprovechar los tres meses que el río es navegable. Si se pierde tiempo, se pierde dinero.
Creo que le convendría abrir una buena tienda aquí y ponerme a mí a su cargo; entonces sus beneficios se duplicarían, llegando hasta cuadruplicarse. Tengo dieciséis años y entiendo de negocios como un hombre. Quedo a la espera de su respuesta.
Tom tenía sólo quince años cuando la escribió, pero probablemente ya habría cumplido los dieciséis cuando la carta llegara a Seattle. Sin embargo, dejó de pensar en esa posibilidad cuando Dawson sufrió uno de esos incendios que periódicamente asolaban a casi todas las nuevas ciudades. A diferencia de otros dos incendios más famosos, que llegaron al corazón de la ciudad, ése se limitó a rondar las tiendas y los cobertizos levantados en la orilla del río; una de las primeras tiendas que destrozó fue el restaurante de los Venn, cuyas paredes de lona, llenas de salpicaduras de grasa, desaparecieron en un momento, dejando a Missy y a Tom tan sólo con la comida que todavía guardaban en los restos del Aurora.
Mientras las llamas seguían extendiéndose y arrasaban las casuchas del puerto, dos hombres se abrieron paso entre la multitud para ayudar a missy Peckham. El primero era el comisario Steele, quien dijo, simplemente:
- Le advertí que podía ocurrir un desastre de este tipo, señorita Peckham. Puedo disponer de los fondos del gobierno para emergencias, y pagarles un pasaje para que usted y el muchacho vuelvan a Seattle. Francamente, señora, me parece lo más conveniente.
Mientras él hablaba, la Yegua Belga llegó por la orilla del agua, observando los daños y consolando a los que habían sufrido graves pérdidas. Esperó a que el comisario Steele se hubiera marchado a resolver otros asuntos y se acercó humildemente a Missy; con la ayuda de una de sus chicas, que hablaba inglés, le dijo:
- ¡Qué desgracia! Si necesitas ayuda, avísame. -Sin decir más, le dio una palmadita en la mejilla y continuó su camino.
Después llegó John Klope, con su perro Mestizo, y sólo dijo:
- Ahora ustedes dos me necesitan tanto como yo a ustedes.
Missy y Tom pasaron la noche del desastre refugiados en el teatro, con otras cincuenta personas que se habían quedado sin casa, y por el momento no intentaron tomar ninguna decisión; por la mañana regresaron a lo que había sido su restaurante y comprobaron, con tristeza, que era imposible volver a abrirlo o montar algo parecido. Aunque nunca llegaron a afirmar: «Sólo nos queda la oferta de Klope», ambos reconocieron que era inevitable. Tom buscó hasta conseguir una carretilla de mano, que un minero fracasado estaba dispuesto a vender por un dólar.
Cuando Klope le vio empujando la carretilla por el puerto, corrió a buscarle y ayudó a Missy a empaquetar las pocas cosas rescatadas del fuego. A media tarde, estaban de camino hacia Lousetown; Tom y Klope tiraban de una cuerda atada delante de la carretilla, y Missy empujaba desde atrás.
Desde Lousetown continuaron por la ribera izquierda del Klondike hasta llegar al arroyo Bonanza, el afluente donde George Carmack, ese hombre que estaba casado con una india, había hecho el primer gran descubrimiento. Caminaron penosamente junto a él, pasando por concesiones que se habían hecho famosas en todo el mundo (Siete Arriba, Nueve Abajo…), hasta que llegaron a la confluencia con Eldorado, cuyas concesiones eran menos célebres, pero mucho más ricas. Dejando atrás una veintena de los yacimientos enormemente productivos que había junto al riachuelo, treparon hasta llegar a la cima de la montaña, bastante por encima de las minas de placer, y allí, en la cumbre, se dirigieron a la cabaña de John Kklope.
Estaba en una parcela de ciento cincuenta metros de longitud, en sentido paralelo al río que corría al pie, por cuatrocientos cincuenta y cinco de ancho; eso equivalía a unas siete hectáreas, pero la parte aprovechable era lo que quedara más cercano de cualquier zona en la que se hubiera extraído barro con oro.
- Técnicamente -explicó Klope, mientras se acercaban al hoyo, Y’ muy profundo-, lo que estamos buscando es el lecho de roca.
- ¿Hay que hacer volar la roca sólida? -preguntó Tom.
- No. El oro estará en el lecho de roca, que es el fondo de algún antiguo río.
- ¿y cómo sabes que antes pasaba un río por allí abajo?
- ¿Cómo supieron esos hombres de allá abajo que el río actual tenía oro? Usaron la batea. Nosotros cavamos.
Su cabaña era mejor que las habituales en las minas, pero aun así era pobre: cuatro paredes de troncos de dos metros setenta por tres sesenta; una sola ventana abierta entre los troncos y cuidadosamente impermeabilizada; suelo de madera; sólo una cama; una cocina de leña; perchas en las paredes para tender la ropa, que parecía estar siempre empapada, y un par de botas de recambio, también siempre húmedas y llenas de barro. Había una chimenea para sacar el humo afuera, pero como el tubo era muy largo, mientras la cocina estaba encendida, el calor era intenso en el interior de la cabaña, a veces superior a los veintinueve grados; en cambio, si se apagaba el fuego, el frío podía descender a treinta grados bajo cero.
Klope era, por naturaleza, un hombre limpio y que cuidaba su aspecto personal, de modo que había construido una caseta en el exterior, para lavarse y afeitarse. Al principio de su estancia había decidido afeitarse cada día, pero su resolución duró menos de un mes: afeitarse en el Klondike, en verano o en invierno, era un trabajo penoso al que renunció con gusto. La barba que lucía ahora, y que a menudo olvidaba recortar con sus tijeras oxidadas, era larga y disimulaba su verdadera edad: igual podía ser un cuarentón bien conservado que un veinteañero decidido. En realidad, ese año había cumplido los veintiocho y era uno de los mineros más trabajadores de esos famosos ríos.
Missy se sintió incómoda al ver que en la cabaña había una sola cama, pero Klope resolvió la situación:
- En primer lugar -afirmó-, tenemos que hacer dos camas más.
Con la experta ayuda de Tom, muy pronto las tuvieron. Sin embargo, las provisiones que llevaban ellos no cabían en la vivienda, lo que requirió algo de ingenio por parte de Klope. La solución fue apoyar la carretilla, paralela al suelo, contra una de las paredes sin ventanas y levantar sobre ella una especie de techo inclinado y dos muros laterales. Desde luego, la parte delantera quedaba abierta, pero ninguna de las cabañas tenía llave en la puerta.
- Aquí no hay peligro de que se robe nada -explicó Klope-. La Policía Montada no lo permite.
Durante los primeros meses de su estancia, cada uno tenía su propia cama, pero en el largo y frío invierno, la rutina se fue convirtiendo en aburrimiento. Klope pasaba en el hoyo nueve o diez horas diarias, mientras que Tom, arriba, se ocupaba de subir las cargas de barro con la polea; cada vez estaba más claro que, cuando Klope trepaba por la escalerilla, al terminar la jornada, no veía en Missy sólo a la persona que le preparaba las tortas del desayuno, sino a una mujer. Una fría noche de febrero, con la temperatura rondando los cuarenta grados bajo cero, Missy, sin decir nada y sin hacer ningún gesto a Tom, se deslizó en la cama de Klope; poco después, mientras los hombres trabajaban en la mina, ella trasladó su antigua cama al cobertizo.
Por tercera vez, Tom se convirtió en un testigo de la relación entre esa práctica mujer y un hombre con el que no estaba casada. Como el muchacho no había recibido una educación convencional con respecto al comportamiento de hombres y mujeres, eso no le preocupó; continuó pensando que Missy era lo más parecido a la mujer perfecta. En aquellos largos meses, entre el incesante trabajo y las escasas esperanzas de encontrar oro en el fondo de la mina, fue ella quien consiguió mantener floreciente el ánimo del grupo, la cabaña en condiciones habitables y el trabajo en marcha.
En eso la ayudó un nuevo amigo de quien no había esperado apoyo: el perro Mestizo. Como era diferente de los otros perros de trineo (por eso llevaba ese nombre, y por eso Sarqaq había aceptado separarse de él), había tomado cierto cariño a sus tres compañeros más importantes: Sarqaq, Klope y Tom Venn; pero durante las largas horas que los hombres pasaban trabajando en la mina, el perro pasaba cada vez más tiempo con Missy. Ella le daba de comer, lo utilizaba para arrastrar leña para la estufa, jugaba con él y hablaba con el perro mucho más que con los hombres; no pasó mucho tiempo sin que el animal adaptara su vida a la de ella. Siempre había apreciado la compañía de los humanos, pero esa vez centró todo su afecto en Missy: se convirtió en su perro. Cierto día, dos mineros de las concesiones de más abajo, junto a Eldorado, se presentaron súbitamente para preguntar si Klope podía darles algo de carne; como trataron a Missy con cierta brusquedad, al cabo de un momento Mestizo se les lanzó al cuello, y sólo la rápida intervención de la mujer pudo salvarles.
- Debería tenerlo encadenado -se quejó uno de los hombres, retrocediendo.
- Sólo actúa así cuando le parece que corremos peligro -replicó ella, con la esperanza de que los hombres divulgaran esa información en los campamentos del pie de la montaña.
- ¿Tiene usted carne que le sobre?
- Por ahora, no, pero tal vez Tom consiga un poco dentro de unos días.
- Le pagaríamos bien.
De modo que Tom comenzó a salir de caza con Mestizo, los domingos o después del trabajo, en busca de ciervos, osos o caribúes; cuando tenían suerte, después de trocear las piezas, Missy iba vendiendo la carne a lo largo del río.
Eso estaba haciendo una mañana, en el invierno de 1899, cuando llegó un policía montado junto al río, preguntando dónde podía encontrarla.
- ¡Oye, Missy! -gritó uno de los mineros-. ¡Tienes visita!
Al levantar la vista, la joven se encontró con el sargento Kirby, tan pulcro y atildado como siempre con su uniforme azul. Llevando a su caballo de las bridas, ambos subieron por la colina hasta el pozo de Klope; al ver dos camas en la cabaña y otra guardada en el cobertizo, Kirby no hizo preguntas.
- En realidad, he venido a hablar con Tom Venn. Tengo noticias importantes para el muchacho. Muy importantes, en realidad.
- ¡Trae a Tom! -ordenó Missy a Mestizo, y el jovencito no tardó mucho en presentarse.
- El comisario Steele quiere hablar contigo.
- ¡Pero si no he hecho nada!
- Claro que sí -aseguró Kirby, con una amplia sonrisa-. Me parece que sí lo has hecho.
- No es posible, sargento. No me he movido de aquí.
- Siéntate -dijo Kirby, alargando la mano y asiendo al muchacho por el brazo-. La noticia es muy buena. Espectacular) en realidad. -Luego guiñó el ojo a Missy y preguntó a Tom-: Cuando llegaste a Dawson City, ¿enviaste una carta?
- Sí, para mi abuela.-¿Y otra para cierto señor Ross, de Seattle, quizá?
- Sí, pero sólo le hacía unas preguntas.
- Pues su respuesta le sorprenderá, señorito Tom.
Kirby le contó que, si bien el comisario Steele quería explicarle personalmente los detalles, él podía adelantarle que Ross Raglan habían aceptado con gran entusiasmo las ideas propuestas por Tom. En el primer vapor de R R que pudiera abrirse paso entre el hielo del Yukón, llegarían provisiones para instalar un gran almacén en Dawson, junto con un tal señor Pincus para ponerlo en marcha, siempre que Thomas Venn estuviera dispuesto a prestar los servicios que ofrecía en su carta de fecha tal y tal.
Antes de que Klope pudiera salir del pozo (que ya medía ocho metros setenta de profundidad, sin ningún apuntalamiento de madera), Tom, Missy y el sargento Kirby habían acordado que el muchacho se iría inmediatamente, ya que debía buscar un local para abrir la sucursal de R R en Dawson. Cuando Klope recibió la información sobre lo decidido en su ausencia, se comportó de forma característica. Se rascó la barba, miró a Missy, luego a Kirby, finalmente al muchacho, y dijo serenamente:
- Se está haciendo un hombre. El que contrate a un muchacho como éste tiene mucha suerte.
Sin embargo, después de aclarar que Tom era libre de marcharse si así lo deseaba, trató de postergar la partida y habló de los detalles importantes:
- Sentémonos a discutir esto. Tom, tú y Missy os habéis ganado una parte de esta mina. Delante de un testigo de la Policía Montada, declaro que, cuando vuelva a Dawson, registraré legalmente la cesión. Pero sólo si os quedáis y trabajáis conmigo.
- Es hora de que Tom se vaya -dijo Missy, con gran firmeza.
- ¿Y tú te irás con él? -preguntó Klope.
- Yo me quedo.
- Me alegro, porque estoy convencido de que el antiguo río pasaba por donde estamos cavando. Nos hallamos a ocho metros setenta; con cuatro metros y medio más, lo encontraremos.
- ¿Ha visto usted alguna brizna de oro? -preguntó Kirby, que había oído la misma esperanza de labios de cien mineros más, en otras cien minas.
El lecho rocoso estaba siempre un poquito más abajo.
- No.
- En todo ese montón de barro helado, ¿habrá dos céntimos de oro cuando lo laven en verano?
- Probablemente no, pero cuando la gente empezó a explotar estos arroyos bastaban diez céntimos en la batea para que se pusieran a soñar. Después Carmack encontró cuatro dólares de oro en una sola criba y se inició la estampida. En esa concesión que se ve desde aquí encontraron ochenta dólares en una batea; y en aquélla, más allá, sacaron mil dólares de una sola vez.
- Es verdad lo que dice -afirmó Kirby-. A veces ocurría.
- Lo que yo busco… y tiene que estar allí abajo, dará unos cinco o seis mil dólares por criba. Tengo esta esperanza.
Sus tres interlocutores no se atrevían a mirarle, temiendo devolverle a la realidad. Por fin Tom dijo:-Le pedí al señor Ross que hiciera algo. Va a hacerlo, y a mí me corresponde cumplir con mi parte.
- ¿Comprendes mi apuesta? -preguntó Klope. Y COMO Tom respondió afirmativamente, ese hombre alto y desgarbado le aseguró, sin rencor-: Eres tú quien decide, hijo. Yo no podría haber buscado a un ayudante mejorMientras Tom preparaba su equipaje y Missy iba echando cosas útiles en su bolsa de lona, Kirby preguntó al minero:
- ¿Tiene usted algún motivo para creer que allí abajo hay oro?
- Los estratos del terreno.
- Pero si eso no se puede ver.
- Cada centímetro que excavo me dice algo nuevo.
- ¿Y usted está dispuesto a arriesgarlo todo… por algo tan misterioso?
- No tengo mucho que arriesgar, sargento.
Cuando el equipaje estuvo listo, Klope pagó a Tom por el trabajo de acarrear el lodo; había llegado el momento de las despedidas. El muchacho fue de Mestizo a Klope y a Missy, a punto de llorar mientras decía adiós a los que habían compartido con él una cabaña, en una auténtica mina del Klondike. Presentía que su partida marcaba un punto decisivo en su vida, como los últimos dos metros escalados en el paso de Chilkoot, que permitían mirar hacia el otro lado, hacia el lago Lindeman y los miles de barcos que se construían en el Bennett. Pronunció unas palabras bonitas y luego se arrodilló para dar un beso a Mestizo. Al levantarse, dijo, sin más:
- Bueno, será mejor que nos vayamos.
Una luminosa mañana de junio de 1899, mientras Tom trabajaba en la nueva tienda de Ross Raglan, la calle principal se llenó de alboroto, y el muchacho salió afuera a toda prisa para preguntar dónde se había descubierto un nuevo filón. Pero no se trataba de una nueva mina de oro: era la llegada de un extraordinario buscador, que venía de Edmonton. Había recorrido la peligrosa ruta del río Mackenzie hasta mucho más allá del Círculo Polar Ártico, y había cruzado después inhóspitas cumbres hasta el Territorio del Yukón. Cuando corrió por Dawson la noticia de que «un valiente irlandés ha llegado por la ruta del Mackenzie», los curtidos pioneros se acercaron a ver a ese hombre que había logrado el milagro que ellos nunca se habían atrevido a intentar.
Tom, entre la muchedumbre, vio a un irlandés de estatura mediana, de unos treinta años; estaba demacrado como un fantasma pero sonreía con picardía a los que le rodeaban. El pelo, oscuro y sin cortar, le caía alrededor de los ojos; sus gruesas ropas estaban destrozadas por la dura travesía al norte del Círculo, y tenía verdaderas ganas de conversar:
- Me llamo Matt Murphy y soy de un pueblo al oeste de Belfast. Fuimos cinco los que zarpamos desde Londres a Edmonton, en cuanto nos enteramos de los descubrimientos del Klondike. Comenzamos a descender el Mackenzie en julio de 1897; nos perdimos, uno se ahogó, otro se murió de hambre y otro de escorbuto. Ese tipo alto que llegó conmigo estaba harto y se volvió a Londres. Pero yo he venido para quedarme. Estoy decidido a conseguir una mina de oro.
Sus oyentes se echaron a reír, no por desdén, sino para aclararle las cosas:
- Todos los sitios buenos se concedieron hace tres años.
Tom contempló admirado la reacción del extranjero ante esa noticia apabullante: encorvó apenas los hombros, aspiró hondo y preguntó, casi en tono jocoso:
- ¿Hay algún sitio donde se pueda beber una cerveza?
Le sirvieron una, la primera que tomaba en dos años, y el irlandés la sorbió como si fuera néctar; luego preguntó, tranquilamente:
- Ahora bien: si se hallaran filones nuevos, ¿dónde estarían?
- No hay más -le respondieron gravemente los mineros.
Por un momento, Tom se preguntó si Murphy iría a desmayarse, pero el hombre esbozó una irresistible sonrisa irlandesa y comentó, con voz suave:
- No es una noticia muy agradable. He venido desde tan lejos, he estado tan cerca de morir de hambre…
Los mineros, avergonzados por no haber actuado antes, le llevaron a una tienda donde servían huevos con tocino y tortas. Tom, una vez más entre la multitud, observó que el recién llegado comía de un modo nunca visto: con infinita cautela, como si tratara de contener un tiro de caballos desbocados, cortaba trocitos diminutos y se los comía uno a uno, como un delicado pajarillo.
- ¿No tienes hambre? -preguntó el minero que le había invitado.
- Podría comerme todo lo que hay en esta tienda y en aquella otra -contestó el irlandés-. Hace dos años que no veo un plato como éste.
- ¡Come, pues! -vociferó el minero.
- Si lo hiciera moriría aquí mismo -explicó el forastero. Y continuó llevándose a la boca pequeñísimos bocados.
Los días siguientes Tom pasó mucho tiempo con el increíble irlandés, escuchando las historias de su aventura norteña y de las espantosas muertes que habían acabado con los buscadores de oro.
- Mi padre también murió -dijo a Murphy-. Se le clavó una vara rota mientras viajábamos por el hielo en un trineo de vela.
El muchacho estaba impresionado por la disciplina que seguía demostrando Murphy al comer, siempre bocado a bocado; pero mientras comía, el irlandés no dejaba de hacer preguntas sobre el oro, y Tom comprendió que estaba obsesionado con encontrar un yacimiento de cualquier tipo, donde pudiera trabajar cavando o lavando arena. El joven no quiso desanimar a Murphy recordándole que no había más yacimientos, y delegó esta responsabilidad en los fuertes hombros de su amigo, el sargento Kirby de la Policía Montada del Noroeste, que ya se había enfrentado con muchos buscadores tardíos como él.
- ¿Solicitar una concesión? Las buenas se repartieron hace tres años. ¿Que si habrá más? Me parece que no.
Cuando Murphy, flaco como un oso que saliera en abril de su hibernación, oyó esta confirmación en boca de un experto, disimuló su desilusión; pero Kirby le propuso algo:
- Arriba, en una de las colinas, hay un tipo llamado Klope, que cava noche y día. Está seguro de que tiene algo bueno. Necesita ayuda.
- ¿Y yo qué pinto en eso? ¿Tengo que comprar una parte de su concesión?
- No, pero puede trabajar para él, a cambio de un sueldo. Cuando se quede sin dinero, tal vez le ofrezca a usted compartir la concesión, para retenerle con él.
- ¿Dice usted que no ha encontrado oro?
- Junto al río se criba en un placer y se sabe inmediatamente si hay oro. En las montañas hay que cavar y cavar, sin saber nada hasta que se llega al lecho rocoso.
Murphy, que aún no estaba en condiciones de oírr una noticia como ésa, se sentó.
- Es decir que… He venido hasta aquí desde Edmonton… No sabe usted lo que ha sido.
- Me hago una idea -le contradijo Kirby~. Han llegado cinco o seis grupos. A algunos he tenido que enterrarles.
- De los hombres que vinieron de Edmonton, ¿alguno descubrió oro?
- Les ocurrió lo mismo que a usted: ni siquiera consiguieron un sitio donde excavar.
Murphy se quedó unos momentos sentado, con la cara escondida entre las manos, muy enflaquecidas. Luego irguió los hombros y se puso de pie.
- ¿Dónde está la montaña del señor Klope? ¡Dios mío!, de todos los que han venido desde Edmonton, por lo menos yo lo intentaré.
Kirby le dibujó un mapa aproximado y escribió al pie: «John Klope: Este hombre viene de Edmonton. Es trabajador. Will Kirby, Policía Montada del Noroeste».
Cuando Murphy escaló la colina de Eldorado para presentar su recomendación, Klope le dijo:
- Ya no sabíamos qué hacer. Yo sigo excavando, pero ella, Missy, no puede ocuparse de la polea y cocinar, todo al mismo tiempo. Nos haces falta.
De manera que el irlandés comenzó a trabajar a sueldo. Cuando Missy vio lo enflaquecido que estaba, sin dejar por eso de trabajar en las tareas pesadas que había estado haciendo ella, se sintió obligada a darle bien de comer, pero él no se atracaba, se limitaba a comer con cuidado todo aquello que diera energía a su cuerpo y combatiera el escorbuto en sus piernas. Cuando descubrió que Klope tenía una buena escopeta, recordó ciertos trucos de cazador que había aprendido en Irlanda. Se alejaba mucho por la zona y traía carne, mientras que otros cazadores no conseguían nada.
Al recobrar las fuerzas, resultó ser un trabajador diligente: subía el barro y lo dejaba listo para lavarlo en verano; al cabo de dos meses, Klope le aumentó la paga: de un dólar diario, que era lo normal en las minas que no estaban produciendo, pasó a un dólar y cuarto, lo cual alentó a Murphy a esforzarse más. Pero como trabajaba en la superficie, mientras que Klope se afanaba como un esclavo en el fondo de la tierra helada, tenía ocasión de pasar varias horas al día con Missy, que sentía interés por sus ingeniosos relatos de Irlanda, su descripción de las carreras de caballos en aquel país y, sobre todo, por sus explicaciones de lo que había provocado el fracaso de los buscadores de Edmonton:
- Éramos como los hombres que van en busca de la aurora boreal. Veíamos el brillo del oro bailando delante de nosotros, casi al alcance de la mano, pero cuando nos esforzábamos por alcanzarlo nos perdíamos en la nieve y el hielo.
Al oírle relatar sus penosas experiencias, Missy dijo:
- Me alegro de que me hayas contado esto, Murphy. Comenzaba a tener lástima de mí misma por lo que pasé en el paso de Chilkoot.
Tanto a Klope como a Missy les encantaba el musical acento de Murphy y se maravillaban del vocabulario que empleaba.
- Eres un poeta -dijo Klope, una noche de verano, mientras el irlandés se disponía a dar su paseo vespertino con Mestizo.
Salía a dar una vuelta con bastante regularidad, por delicadeza, a fin de pasar una parte de la noche lejos de la cabaña, dejando solos a Klope y a Missy; pero últimamente había descubierto que, en esas agradables caminatas durante el largo crepúsculo, sólo pensaba en Missy. Y una mañana, entre el desayuno y la hora en que Klope saldría del pozo en busca de algo para comer, mientras él trabajaba con Missy en el montón de lodo que pronto comenzarían a lavar, dejó muy cuidadosamente la pala a un lado, hizo lo mismo con la de Missy y la besó apasionadamente.
La joven no respondió, pero tampoco le rechazó. Le devolvió la pala, tomó la suya y dijo:
- Estamos buscando oro. No lo olvides.
Sin embargo, las mañanas posteriores, se quedaba donde sabía que tendría que pasar Murphy, y comenzaban a besarse sin siquiera abandonar las palas. En otoño, cuando ya era evidente que el barro tan trabajosamente acumulado no contenía una pizca de oro, comprendieron también que la mina de John Klope era una esperanza perdida, y que él también había perdido. Missy veía en él lo que siempre había sido: un patán corpulento, insensible y sin imaginación; Murphy descubrió que al pobre hombre casi no le quedaba dinero con que pagar a una persona para que le ayudara a excavar esa mina improductiva.
Al acortarse los días, Murphy recordó los dos trágicos inviernos que había pasado perdido en el Ártico y volvió a experimentar la misma sensación de fatalidad; una mañana, durante el desayuno, dejó su tenedor y dijo:
- Tengo que irme de aquí, Klope. No veo rastros de oro en tu concesión.
- Quizá sea lo mejor. Me queda muy poco con que pagarte -replicó el minero. Y descendió al pozo, con sus esperanzas.
Murphy pasó esa mañana preparando el equipaje, mientras Missy manejaba la polea, pero después de la comida, cuando Klope volvió a la excavación, los dos de la cabaña se unieron apasionadamente, después de lo cual Missy dijo:
- Me voy contigo, Matt.
- Ya conseguiremos algo -le respondió él.
Esa noche no dijeron nada a Klope, pero el hombre debió de sospechar algo: en vez de quedarse en la cabaña con Missy mientras el irlandés daba su paseo, fue él quien salió; al regresar, callado y ceñudo como siempre, se acostó sin hablar con nadie.
Por la mañana Missy preparó el desayuno, pero no probó bocado. Entonces informó a Klope:
- Nos vamos a Dawson. Rezaré por que descubras oro, John.
- ¿Te vas? -preguntó él.
- Sí. Es mejor.
- ¿Volverás?
- No. Esto se acabó, John.
Klope no supo si Missy hablaba de la mina o de su relación con él. Mirando al irlandés, dijo:
- Podría partirte en dos. -Pero se encogió de hombros-: ¿Y de qué serviría?
Al quedarse solo, en el crepúsculo otoñal, John Klope siguió con la vista a los viajeros: Murphy empujaba la carretilla que Tom Venn había comprado para acarrear sus pertenencias. Cuando ya no se oían sus pasos, Klope caminó hasta el hoyo con decisión, colocó la cuerda y el cubo de manera que pudiera retirar él mismo la tierra y, sin dar muestras de emoción, descendió hasta los nueve metros sesenta.
De todos los buscadores de oro que habían llegado por el Yukón en 1897 a bordo del Jos. Parker, ni uno solo encontró oro. De los pocos que se atrevieron con los peligros del Mackenzie, nadie llegó siquiera a reclamar una concesión. Y entre quienes escalaron el paso de Chilkoot con los Venn y desafiaron con ellos los cañones, no hubo tampoco uno que encontrara una mina. Pero todos habían participado en la gran aventura de finales de siglo. Tal como dijo Matthew Murphy al acercarse a Dawson, detrás de la carretilla:
- Yo soñaba con cavar en busca de oro. Y lo he hecho.
Mientras John Klope, Matt Murphy y Tom Venn trabajaban anónimamente buscando oro en el Yukón, otro grupo de hombres alcanzaba una gran publicidad por su participación en la estampida. Jack London, el escritor prolletario de San Francisco, encontró material para sus relatos más interesantes, mientras que Robert W. Service, el poeta canadiense nacido en Inglaterra y criado en Escocia, inmortalizaba la vida de los pioneros con poemas que, pudiendo haber sido sólo estrofas pegadizas, resultaron inolvidables.
La Aurora Boreal no ha visto nada parecido.
Lo más raro que yo vi
Fue en el margen del lago Lebarge.
Cambió el nombre del lago Laberge para lograr una rima atractiva, Pero ésta y otras faltas no tienen importancia, pues infundió a sus versos sobre el Yukón una vitalidad y un encanto que nunca desaparecerán. Hay dos datos interesantes en su biografía: no llegó al Klondike hasta 1904, cuando los buenos tiempos quedaban muy atrás, y escribió sus poemas más famosos sobre ese río, incluidos los que tienen como personajes a Dan McGrew y Sam McGee, mucho antes de haber puesto un pie en Dawson City.
Tex Rickard, el famoso empresario de boxeo y amigo de Jack Dempsey, pasó algún tiempo en las minas de oro, al igual que Addison Mizner, el famoso genio de la especulación en Florida; Nellie Bly, el famoso periodista neoyorquino, y Key Pittman, futuro senador por Nevada e importante diplomático.
Pero, en la primera época de las minas del Yukón, el vapor Jos. Parker llegó a Dawson City, donde haría escala una sola noche, con un pasajero que ejemplificaba a esos visitantes que, pese a lo breve de su estancia, aumentaban el conocimiento que el mundo tenía del Klondike. Vestía el atuendo de los esquimales y, con sus sesenta y tres años de edad, era uno de los más ancianos en las minas.
Aunque el barco se quedó en Dawson una sola noche, durante veintiocho horas el pequeño ciclón recorrió la polvorienta calle principal, de arriba abajo, presentándose a todo el que tuviera aspecto de ser una autoridad:
- ¡Hola, amigo! Soy el doctor Sheldon Jackson, Agente General para la Educación de Alaska. Me gustaría saber qué planes tiene usted para instalar escuelas en las minas.
Como una pequeña comadreja, investigó la calidad de los hoteles, el sistema de pago con oro en polvo y la situación de las mujeres, pero dedicó sus mayores esfuerzos a comprobar el estado de la religión en los campamentos. Los sacerdotes le daban la bienvenida en cuanto presentaba su impresionante tarjeta: