SALMÓN ROSADO DE ALASKA

Bueno para usted

Abajo aparecía la orgullosa designación:

Conservas Tótem

Glaciar de las Pléyades, Alaska

Pero lo que llamaba la atención era el tótem concebido por el artista de Seattle, bien dibujado e impreso en cuatro colores, con un glaciar verdoso en el fondo.

La etiqueta era llamativa. Cuando el señor Ross hizo pegar tres muestras en las latas de una competidora, todos estuvieron de acuerdo en que era la más efectiva de las diseñadas hasta entonces. Tom quedó tan complacido que Pidió una de las latas y la llevó al otro lado de la cala, con la esperanza de que Sam Bigears, al ver el buen producto que se iba a fabricar allí, cediera en su animosidad.

- Bonito, ¿no? -dijo, al entregar la lata a su amigo.

Sam la estudió por un rato y luego se la devolvió, casi con desprecio:

- Todo mal.

Cuando Tom dio a entender que no entendía, el tlingit señaló la etiqueta:

- Mi tótem no en el mismo lado de Taku que glaciar. En tótem falta hombre. Mira, no cuervo. -Tom estaba a punto de echarse a reír cuando Bigears expresó la verdadera queja de su pueblo-: Fuera, lata mala. Dentro, más mala.

- ¿Qué quieres decir? Nuestro salmón será el más fresco de los que se envasen este año.

- Digo: adentro, salmón tlingit de ríos tlingit, envasado por chinos, y todo el dinero a trabajadores de Seattle, barcos de Seattle, empresa de Seattle. -Mostró la lata en el aire y concluyó, con gran amargura-: Salmón tlingit hace rico a todos, pero a tlingits no. Seattle lleva todo, Alaska nada.

Con tristeza, pues veía con cruel claridad la silueta del futuro, devolvió la lata y, con ese gesto, se aisló de su leal amigo. Tanto él como Tom sabían que entre ambos se había alzado un distanciamiento insalvable. En adelante, Tom pertenecería a Seattle; Sam, a Alaska.

A mediados de mayo, cuando aún brotaba la resina de las toscas tablas del dormitorio, un vapor de R R entró en el estuario, cruzó los estrechos, esquivó la roca de la Morsa y amarró a lo largo del muelle recién terminado. En cuanto se aseguró la plancha, por ella se lanzaron cuarenta y ocho chinos que pondrían en marcha la fábrica. Vestían pijamas sueltos, chaquetas negras y zapatos baratos con suela de goma, sin calcetines. Uno de cada cinco usaba coleta, y eso estableció el carácter del grupo: eran extraños, de diferente color, casi todos incapaces de hablar inglés y con un apetito muy diferente. junto con ellos venía el elemento esencial para mantener contentos a los trabajadores chinos de una industria conservera: varios cientos de sacos de arroz. Y ocultos en diversos sitios ingeniosos, otra cosa de igual importancia: pequeños frascos de vidrio, no mucho más grandes que un pulgar, llenos de opio. Puesto que los cuarenta y ocho hombres no dispondrían de mujeres ni de diversión alguna, no tendrían respiro en doce o catorce horas diarias de trabajo demoledor, ni fraternizarían con sus compañeros blancos, el opio y las apuestas serían casi el único descanso disponible que ellos buscarían asiduamente.

Cuando bajaron a tierra, formaban un grupo silencioso que infundía respeto. A Tom le correspondió llevarlos a su alojamiento. Intranquilo y nada feliz con la perspectiva de tratar con esas extrañas personas a lo largo de todo un verano, caminaba en silencio hacia el dormitorio recién terminado cuando alguien le detuvo tirándole de la manga. Al volverse, se encontró frente al hombre de quien dependería el éxito de esa operación.

- Era un chino flaco y frágil, con el pelo recogido en una gruesa que le bajaba por la espalda. Aunque era poco mayor que Tom y notablemente más bajo, su presencia resultaba imponente. En esos primeros segundos, Venn notó una peculiaridad que, probablemente, determinaba la conducta del hombre: «Su cara amarilla sonríe, como si él supiera que eso ha de complacerme, pero sus ojos no, porque le importa un bledo lo que yo piense».

- Me llamo Ah Ting. Trabajo Ketchikan dos veces. Mí capataz todos los chinos. Todo bien.

Pese a su suspicacia, para Tom fue un alivio saber que uno, siquiera, hablaba inglés. Por eso invitó a Ah Ting a caminar con él. Antes de llegar al dormitorio ya era obvio que la Fábrica de Conservas Tótem funcionaría como lo indicara Ah Ting, pues los otros chinos aceptaban su liderazgo. Cuando la fila llegó al edificio, todos esperaron a que él designara a cada uno su camastro y distribuyera las dos escasas mantas por cabeza.

- En barco no comemos -dijo.

Cuando Tom los condujo al comedor reservado para los chinos, Ah Ting se apresuró a designar dos cocineros, que de inmediato comenzaron a preparar el arroz. Después de comer, fue Ah Ting y no Venn quien dividió a los hombres en tres grupos. Uno armaría los cajones, otro fabricaría las latas, y el grupo principal, además de limpiar los edificios, prepararía las mesas en las que más tarde limpiarían el salmón. Tom no sabía cuántos de esos cuarenta y ocho hombres habían trabajado antes en una fábrica de conservas, pero descubrió que bastaba con dar las instrucciones una vez. Aunque la mayor parte de los orientales no comprendían sus palabras, demostraban una extraña habilidad para captar sus intenciones y corrían a hacer lo ordenado. Hacia las dos de la tarde, la fuerza laboral estaba en su sitio; los especialistas se identificaban y se hacían cargo de las tareas más importantes. Hacia las tres, ya estaban apareciendo cajones y latas terminados.

Por ejemplo: la fabricación de esas latas, que serían despachadas al mundo entero, era una tarea de precisión. Había que cortar en bandas los largos rollos de hojalata para formar el cuerpo del envase; luego se las enrollaba sobre un molde y se soldaba cuidadosamente. Los discos que formarían el fondo debían ser cortados y soldados con firmeza. Por fin se requerían discos diferentes para la parte alta; éstos eran puestos aparte para ser colocados cuando la lata estuviera llena de pescado crudo. Era preciso dejar una pequeña abertura para que la máquina succionadora retirara el aire restante, creando un vacío, y luego soldar ese diminuto agujero. Al caer la noche, era evidente que las latas del salmón Tótem serían de primera y abundantes.

Al acercarse los últimos días de mayo, todas las partes de ese inmenso esfuerzo empezaron a entrelazarse. Sesenta y cinco blancos venidos de Seattle manejaban las oficinas, supervisaban a los trabajadores y capitaneaban los barcos; los chinos producían latas y cajones para procesar el pescado, mientras los treinta nativos continuaban con el acarreo. En esos días entraron también en actividad los treinta barcos pequeños que se encargarían de la pesca; cada uno tenía dos tripulantes blancos, salvo tres, que estaban a cargo de indios. Una luminosa mañana de junio, un vigía gritó, desde uno de los barcos más grandes:

- ¡Viene el salmón! -Y cuando los pescadores corrieron a la barandilla para escrutar las oscuras aguas del estuario, vieron millares de formas difusas que avanzaban tenazmente aguas arriba, rumbo a los lejanos arroyos del Canadá.

Pero los marineros que miraron hacia la cala de las Pléyades pudieron ver un grupo impresionante de grandes salmones nerkas que se apartaban del cardumen principal para encaminarse al hermoso arroyo frío por donde habían bajado tres años antes.

- ¡Siguen viniendo! -gritaban los hombres, de bote a bote.

La pesca de ese año, la primera para la Fábrica de Conservas Tótem, estaba en marcha.

Cuando Nancy Bigears oyó los gritos, avisó a su padre. Sam bajó a inspeccionar la calidad del salmón que regresaba ese año, y quedó tan complacido que mandó a su hija traer su red. Cuando estaba a punto de echarla para la primera pesca de la temporada, un guardia de la empresa gritó desde el otro lado de la cala:

- ¡Eh, tú! ¡En este río no se pesca!

- Este mi río -contestó Bigears.

Pero el guardia explicó:

- Tanto el río como el lago están ahora reservados a la Fábrica de Con servas Tótem. Son órdenes de Washington.

- Este mi río. El abuelo de mi abuelo pescó aquí.

- Ahora las cosas han cambiado -replicó el guardia, mientras subía a un pequeño bote para dar las nuevas instrucciones cara a cara.

Cuando el hombre desembarcó, Bigears le advirtió:

- Mejor trae bote más arriba. Se irá.

Cuando el guardia volvió a mirar, comprobó que, de no ser por la advertencia de Sam, habría perdido su embarcación. Después de consultar un papel, el hombre dijo:

- Usted es Sam Bigears, supongo. -Como Sam asintió, continuó diciendo-: Señor Bigears, la cala nos ha sido asignada por los funcionarios de Washington. Debemos controlar la pesca en este río y en las aguas adyacentes. Necesitábamos esa exclusividad para gastar tanto dinero en esa fábrica.

- Pero éste mi río.

El guardia pasó eso por alto y, en tono conciliador, como si otorgara a un niño una generosa dispensa, dijo:

- Hemos notificado a Washington que estamos dispuestos a respetar sus derechos como ocupante ilegal de su cabaña más dos hectáreas y media de tierra.

- ¿Derechos de ocupante ilegal? ¿Qué es eso?

- Bueno, usted no tiene títulos de propiedad sobre esa tierra. Legalmente no le pertenece a usted, sino a nosotros. Pero le permitiremos ocupar su cabaña mientras viva.

- Es mi río…, mi tierra.

- No, señor Bigears. Las cosas han cambiado. Desde ahora en adelante será el gobierno el que diga a quién pertenece cada cosa. Y ya ha dicho que nuestra empresa tiene derechos sobre este río. Naturalmente, eso nos da derechos sobre el salmón que llega a nuestro río. -Como Bigears parecía perplejo, el guardia simplificó las instrucciones-: Ni usted ni sus amigos Podrán pescar ya en este río. Sólo los que pescan para la fábrica. Está cerrado. por orden del gobierno.

Permaneció en el sitio donde se iniciaba el río, para asegurarse de que el tlingit no quebrantara la nueva ley. Al ver que Bigears levantaba su red y volvía a su casa, desconcertado, dijo para sus adentros: «Ése sí que es un indio sensato»-

Cuando llevaron la primera carga al cobertizo donde se limpiaba el salmón, con todas las partes de la fábrica funcionando como estaba planeado, miles de latas de medio kilo comenzaron a deslizarse por las mesas en que se soldaban, hacia los hombres que pegaban las vistosas etiquetas rojas de Tótem. El señor Ross, al enterarse de que su planta operaba aun mejor de lo que esperaba, viajó hacia el norte y, tras una inspección de pocos días, dijo a Tom:

- Recuperaremos la inversión en tres años. Después de eso, las ganancias serán enormes.

Se sentía tan satisfecho con la marcha de las cosas que tomó varias medidas para demostrar su aprecio a los trabajadores:

- Es el procedimiento habitual de R R. Todo el que se desempeña bien recibe una recompensa inesperada.

Ah Ting recibió una ración adicional de pollo y carne para sus chinos, que festejaron sucesivamente con un festín, un juego de apuestas y una sesión de opio. Los trabajadores tlingits recibieron una pequeña bonificación; los blancos, una más sustanciosa. Al personal superior se le otorgaron dos semanas de vacaciones y pagas adicionales, al terminar la temporada. En cuanto a Tom Venn, se le dijo:

- Para ti un aumento, Tom. Y cuando lo tengas todo cerrado en invierno, mi esposa y yo queremos que vengas a Seattle. Te has ganado un buen descanso.

La perspectiva de visitar la ciudad que tanto admiraba hizo que Tom se dedicara a soñar y a especular con la posibilidad de que le ofrecieran trabajo allí, o tal vez un puesto de director en una de las grandes tiendas que R R tenía en Seattle. Pero a fin de merecer el ascenso debía ejecutar la desagradable tarea que el señor Ross le asignó:

- Contra mi voluntad, Tom, he concebido cierto respeto por ese indio amigo tuyo. Parece hombre de carácter. Quiero que vayas a su cabaña para asegurarle que, si bien ya no puede pescar en nuestro río, no vamos a ser tacaños con él. Al fin y al cabo, como me has recordado, él ayudó a construir la tienda de Juneau.

- ¿A qué se refiere, señor?

- Cuando termine la temporada diremos al guardia que le alcance… Bueno, encárgate de que reciba uno o dos salmones. Es lo justo.

El señor Ross le ordenó que le llevara el primer regalo inmediatamente, antes de que él volviera a Seattle, y le hizo entregar dos gordos salmones muy rojos para que los obsequiara al tlingit. Tom no quería hacerlo, pues se daba cuenta de lo paradójico que era ofrecer a Sam dos salmones cuando, Por generaciones enteras, su familia había tenido derecho a todo el pescado del río de las Pléyades. Pero la orden estaba dada y, como era su costumbre, obedeció.

Se sentía intranquilo al cruzar la cala y muy molesto al desembarcar. Mientras ascendía por el sendero hacia la cabaña de Sam, iba ensayando las palabras que podría utilizar para disimular lo embarazoso de su encargo. Fue un alivio que le abriera Nancy y no su padre.

- Hola, Tom -dijo, alegremente-. Nos extrañaba que no vinieras.

- En una fábrica nueva hay mucho trabajo.

- He visto los barcos grandes que vienen a recoger los cajones. ¡Cuántos envías!

- Treinta y dos mil, antes de que cerremos.

- ¿Qué traes ahí? Parece un pescado.

- Dos. Son salmones.

- ¿Para qué?

- El señor Ross quiere expresar a tu padre que, si bien el río está cerrado y los indios ya no pueden pescar aquí…

- Nos enteramos -dijo ella, con tono grave.

Tom temió que le regañara, pero no fue así. Nancy ya tenía quince años: era una muchacha india inteligente e instruida, que disfrutaba con los estudios; estaba dotada de una intuición asombrosa con respecto al mundo cambiante del que ella, confusamente, formaba parte. Aunque comprendió de inmediato la triste indecencia de lo que Tom decía, tuvo que reír; no fue por desdén, sino por compasión, porque él estaba haciendo el papel del tonto.

- ¡Oh, Tom! ¿Vas a decirle a mi padre que, aunque ahora seas el dueño de todos sus salmones, le regalarás uno o dos al año? Es decir, si queda alguno cuando hayas tomado lo que necesitas.

Tom quedó perturbado por la destreza con que la joven había formulado su pregunta. Apenas supo qué responder.

- Bueno -tartamudeó-, eso es exactamente lo que el señor Ross se propone. -Ante la carcajada de la muchacha, añadió mansamente-: Pero él lo expresó un poquito mejor. -Luego, con énfasis-: Tiene buenas intenciones, Nancy. De veras.

Entonces la cara de la jovencita se puso tan severa como la de sus antepasados, los que habían combatido contra los rusos.

- Arroja ese maldito pescado al río.

- ¡Nancy!

- ¿Crees que mi padre, el dueño de todo este río, recibirá ese pescado en nuestra casa? ¿En esas condiciones?

Como Tom permanecía en el umbral, con los dos salmones en las manos, ella tomó el paquete y lo olfateó desdeñosamente.

- Bien sabes que estos pescados son viejos; los pescaron hace días, están echados a perder y ahóra los arrojan a los tlingits que cuidaban de ellos cuando vivían en nuestras aguas.

Tom trató de protestar, pero ella le interrumpió amargamente:

- Un Bigears no daría esto ni a sus perros.

Corrió a la orilla y, llevando el brazo derecho hacia atrás, arrojó el pescado rancio al arroyo. Al volver a la casa se lavó las manos y ofreció a Tom una toalla para que hiciera lo mismo. Luego le invitó a sentarse con ella.

- ¿Qué va a pasar, Tom? Tu fábrica crecerá año tras año. Cada vez Pescarás más nuestros salmones. Y muy pronto pondrás una de esas trampas nuevas en nuestro río. ¿Sabes qué pasará entonces? Que se acabarán los salmones y tendrás que prender fuego a tu bonita fábrica.

Tom se levantó para pasearse por el cuarto, inquieto.

- ¡Qué cosas horribles dices! Cualquiera diría que somos monstruos.

- Lo sois -contestó ella. Pero añadió apresuradamente-: Ya sé que la culpa no es tuya. Vamos a la cascada, a ver cómo saltan los salmones.

- Tengo que volver a la planta. El señor Ross va a dar las órdenes finales antes de embarcarse hacia Seattle. -Luego, por algún motivo que no habría podido explicar, añadió-: Me invitó a pasar mis vacaciones allí, cuando termine la temporada.

- Y a ti te daría miedo decirle que no, ¿verdad?

Su voz era tan glacial que Tom dijo:

- Puedo hacer lo que me plazca.

La tomó de la mano y, saliendo de la casa, la llevó hacia la cascada, al sitio donde el oso pardo los había perseguido; los últimos salmones que retornaban para procrear brincaban como bailarines en las aguas espumosas, haciendo piruetas con la cola al reunir fuerzas para el salto siguiente.

- Uno los ve saltar -comentó Tom-. Casi puede tocarlos. Pero parece increíble.

Y en ese momento, al confesar que Alaska contenía misterios insondables para él, adquirió valor a los ojos de Nancy Bigears; en esos días de confusión, la muchacha sólo trataba con hombres blancos que conservaban una supina ignorancia sobre su tierra natal y todo lo que representaba. Tom Venn pertenecía al tipo de blancos que podía salvar Alaska, capaz de elegir un sendero sensato en la maraña que amenazaba la Tierra. Pero cada vez que pronunciaba la palabra «Seattle», lo hacía de un modo que revelaba sus ansias por un mundo más excitante.

- Si vas a Seattle con el señor Ross -predijo ella- no volverás. Estoy segura.

Tom no trató de tranquilizarla.

- Quizá son los hombres como el señor Ross, de Seattle, los que toman las decisiones correctas para Alaska. Mira qué milagro ha creado aquí. En febrero exclamó: «Vamos a hacer una fábrica de conservas en el estuario del Taku», y en mayo ya la tenía en marcha.

- Y todo está mal -dijo ella, con tanta decisión que Tom se irritó.

- Hace mil años que los salmones nadan por este río, sin servir de nada a nadie. Supongo que tenían hijos y morían, y al año siguiente morían sus hijos, y nadie en la Tierra se beneficiaba. Bueno ¿sabes adónde va el salmón que envasamos la semana pasada? A Filadelfia, Baltimore y Washington. El salmón que pasaba ante tu puerta va a todos esos lugares, para servir de alimento a la gente. Este año no irá aguas arriba sólo para morir.

Nancy no dijo nada. Si él se negaba a comprender el gran vaivén de la naturaleza, donde las idas y venidas del salmón eran tan importantes como la aparición y la puesta de la luna, ella no podía explicárselo. Pero comprendía, y por la destrucción que había observado en la desembocadura de su río (los salmones pescados que no se envasaban, los miles de peces que se dejaban Podrir cuando el cobertizo estaba atestado) sabía instintivamente que las cosas sólo iban a empeorar. La entristecía que hombres como Ross y los capataces, hasta el mismo Tom Venn, se negaran a ver el rumbo que tomarían las cosas en el futuro.

- Será mejor que volvamos -dijo. Y añadió una pulla-: El señor Ross estará preguntándose qué has hecho con sus dos salmones.

- Estás de mal humor, Nancy. Volvamos.

Pero Cuando iniciaban la marcha, un par de nerkas que volvían al hogar después de largos viajes llegaron a la pequeña cascada; con una persistencia que tenía pocos paralelos en la naturaleza, iniciaron el difícil ascenso y, casi gozosamente, saltaron y se contorsionaron, buscando precarios apoyos, hasta alcanzar el plano superior.

«Soy como esos salmones -pensó Tom-. Aspiro a niveles más altos.» Pero no se le ocurrió que pudiera alcanzarlos en Juneau, o allí mismo, en las riberas del estuario del Taku.

Cuando llegaron al sitio donde Nancy había apostrofado al oso, deteniéndole, recordaron la escena y los dos se echaron a reír. Una vez más, Tom vio en ella a la audaz niña de catorce años que, sermoneando al animal, tal vez había salvado la vida de ambos. Pero ahora parecía mucho más crecida, segura y feliz en su libertad, tanto que la tomó en sus brazos y la besó.

Ya no hubo risas, pues ella sabía que eso debía ocurrir, pero también que nada saldría de ello, pues estaban en ríos distintos y llevaban rumbos diferentes. Por un breve lapso de tiempo, durante el potlatch del tótem, Tom había sido un tlingit, capaz de apreciar los valores de su pueblo; en la cueva del glaciar Mendenhall la había aceptado como a una muchacha blanca, ajustada a una nueva Alaska. Pero esos momentos no condujeron a nada sólido. Y estos besos, que habrían podido tener tanta importancia, no eran un principio, sino una despedida.

Regresaron casi en silencio, sin sentir el regocijo que habría debido seguir a un primer beso. Al llegar a la casa, Nancy llamó a su padre, que había regresado con un amigo:

- ¡Papá! El señor Ross manda decir que podemos quedarnos con un salmón de vez en cuando. Nos envió dos, pero como estaban podridos los arrojé al río.

Sam pasó por alto el amargo comentario y preguntó a Tom:

- La temporada ¿tan buena como esperabas?

- Mejor aún -respondió Tom.

La cosa quedó así, pero mientras los dos jóvenes bajaban al bote, Nancy dijo:

- Lo siento.

- ¿Qué cosa?

- No sé. -Y le dio un beso de despedida.

El beso fue visto por el señor Ross, que había pedido un Par de prismáticos para averiguar por qué su encargado tardaba tanto en llevar dos pescados al otro lado de la cala. Cuando Tom volvió a la fábrica, le dijeron que el patrón quería verle. El empresario de Seattle, inquieto por lo que había visto, consideraba necesario encargarse inmediatamente de la situación.

- Tienes un futuro brillante, Tom, un futuro muy brillante. Pero los jóvenes como tú, con todo por delante, a veces tropiezan y lo pierden todo.

- No sé a qué se refiere, señor.

El señor Ross detestaba los rodeos y siempre estaba dispuesto a hablar con franqueza.

- Me refiero a las muchachas. A las indias. Pedí prestados estos prismáticos para ver por qué tardabas tanto. Supongo que sabes lo que vi.

- No, no lo sé.

- Te vi besar a la chica de Bigears. Te vi…

Tom no oyó el resto de la acusación, pues estaba pensando: «Yo no la he besado. Ha sido ella la que me ha besado a mí. Y de cualquier modo, ¿qué le importa a él?». Entonces el señor Ross explicó, en términos decididos, por qué ese beso perdido era asunto suyo:

- ¿Crees que podrías seguir manejando la tienda de Juneau si te casaras con una india? ¿Crees que Ross Raglan te llevaría a la casa central de Seattle con una esposa india? ¿Cómo haríais tú y tu esposa para tratar con los otros empleados de la compañía? Socialmente, digo.

Siguió y siguió, repitiendo anécdotas sobre las desastrosas consecuencias de esas uniones.

- Y por experiencia propia, Tom, por lo que ha ocurrido en nuestras tiendas, cuando contratamos a hombres casados con indias sólo hemos visto tragedias. No funciona, no se puede mezclar aceite y agua.

Tom, irritado, habló con el mismo sentido de la integridad que motivaba a su empleador:

- En Dawson y en Nome conocí a muchos hombres casados con indias, y vivían mejor que la mayoría de nosotros. Por cierto, el oro del Klondike fue descubierto por un indio.

- En las minas de oro puede haber sitio para esos hombres, Tom, pero yo te hablo de la verdadera sociedad, que pronto tendrán ciudades como Juneau. En la verdadera sociedad, los indios están muy en desventaja. -Meneó la cabeza, lleno de tristes recuerdos, y añadió con más energía aún-: Y hay otra cosa a tener en cuenta, jovencito: los niños mestizos están condenados desde el principio.

- Creo que los asentamientos como Nome y Juneau pronto estarán llenos de niños mestizos -contraatacó Tom-. Son ellos quienes van a manejar esas ciudades.

- No lo creas.

Ross estaba por citar reveladoras evidencias de la total ineptitud de los mestizos que había conocido en el noroeste, pero en ese momento se oyeron gritos en el cobertizo principal y el capataz blanco aulló:

- ¡Socorro! ¡Los chinos se han desmandado!

Tom, que esperaba algo así desde hacía algún tiempo, salió hacia la plataforma de madera que conducía al cobertizo principal, pero el señor Ross había reaccionado aún más de prisa. Al correr hacia el lugar de donde procedían los gritos, el muchacho vio que su patrón volaba como un oso enfurecido, para participar de la refriega. «Dios proteja a los chinos si el señor Ross se enfurece de verdad», se dijo.

Dentro del enorme edificio encontraron un caos total. Veintenas de chinos bramaban entre las mesas donde se destripaba a los salmones pescados ese día. En un principio, Tom pensó que era sólo una riña más; tal vez dos trabajadores se habían liado a golpes por un puesto celosamente guardado ante la mesa de trabajo. Pero al correr hacia el centro del combate vio, con horror, que los chinos se estaban atacando unos a otros con los afilados cuchillos de limpiar pescado.

- ¡Basta! -aulló.

Pero su orden no tuvo efecto. El señor Ross, que ya se había visto envuelto en otros disturbios, avanzó a empujones hasta el centro del combate, gritando:

- ¡Atrás, atrás! -sus órdenes no tuvieron más efecto que las de Tom.

- ¡Ah Ting! -llamó Tom, con la esperanza de localizar al líder de los chinos-. ¡Ah Ting, acaba con esto!

No halló al hombrecito; tampoco parecía que nadie estuviera tratando de poner fin al alboroto. En ese momento el señor Ross, enfurecido por esa frenética interrupción del proceso, trató de sujetar a un chino y luego a otro. Al principio no logró nada.

- ¡Tom! ¡Échame una mano!

- ¡Aquí estoy! -gritó el muchacho, corriendo en ayuda de su patrón, que estaba aferrado a la coleta del más vigoroso de los combatientes.

Y entonces vio, horrorizado, que el señor Ross había inmovilizado los brazos a su prisionero, imposibilitándole la defensa. Así expuesto, el aterrorizado chino sólo pudo mirar, impotente, al compañero que le atacaba con un largo cuchillo, clavándoselo en el corazón y luego en el vientre, que desgarró con un potente movimiento hacia arriba.

El señor Ross, que retenía al cautivo en sus brazos, sintió que la vida escapaba del cuerpo tenso. Mientras el herido se aflojaba, tres amigos del muerto se arrojaron contra el asesino, apuñalándole varias veces hasta que también cayó inerte.

- ¡Ah Ting! -gritaba Tom, de un lado a otro.

Pero el hombre cuya misión era evitar esos alborotos seguía sin aparecer. De cualquier modo, ya no era necesario, pues la impresión de los dos asesinatos hizo que los chinos retrocedieran, permitiendo la restauración del orden. El señor Ross, sujetando aún el cadáver del hombre cuya muerte había provocado, miró a su alrededor, aturdido, mientras Tom continuaba llamando a Ah Ting.

Por fin Tom vio al agresivo líder. Estaba inmovilizado contra una pared, rodeado de tres hombres, todos más altos que él. Los tres le apuntaban con los cuchillos al cuello y al corazón. Alguna perturbación descabellada había asolado el cobertizo, algo demasiado grande, que no se podía resolver con los procedimientos ordinarios. En los primeros momentos esos hombres, decididos a llevar las cosas hasta el final, habían aislado a Ah Ting para impedirle ejercer su autoridad. Los dos asesinatos eran el resultado. Ton' corrió hacia ellos, gritando:

- ¡Suéltenlo! -Ellos obedecieron.

- Pelea grande, patrón -jadeó Ah. Ting, liberándose con una sacudída-. No pude parar.

El señor Ross se acercó lentamente, con las manos enrojecidas por la sangre del hombre que había inmovilizado.

- ¿Estabas tú a cargo de esto? -interpeló al chino.

Tom intervino:

- Es Ah Ting, el líder. Buen hombre. Estos tres lo tenían prisionero.

La primera reacción del señor Ross fue gritar: «¡Los tres están despedidos!». Pero antes de pronunciar esas palabras comprendió que parecerían estúpidas. No había modo de despedir a loschinos indeseables en una fábrica de conservas durante el verano. Esos hombres habían llegado de Shanghai hasta América en un barco británico, y de San Francisco a Seattle, en un tren estadounidense. Y algún agente de Ross Raglan los había puesto a bordo de un vapor de la firma para que los depositara directamente en la fábrica del estuario del Taku. Suponiendo que el señor Ross, en su obstinación, despidiera a los tres hombres, ¿adónde irían? Estaban a muchos kilómetros de cualquier sitio poblado; aunque llegaran a alguna población, como Juneau o Sitka, se les negaría el ingreso, pues los chinos no podían entrar. Supuestamente, debían llegar en barco ya avanzada la primavera, trabajar todo el verano en algún sitio remoto y embarcarse otra vez a principios de otoño, llevándose sus pocos dólares para sobrevivir en alguna gran ciudad, hasta que los reclutadores volvieran a convocarlos para la temporada siguiente.

Por eso, en vez de expulsar a los que habían neutralizado a Ah Ting, el señor Ross los miró con las cejas fruncidas y preguntó a Tom:

- ¿Qué podemos hacer?

El muchacho dio la única respuesta sensata:

- Sólo una cosa: confiar en que Ah Ting vuelva a hacerlos trabajar.

- ¿Llamamos a la policía? Ahí hay dos muertos.

- Aquí no hay policía.

Con esa frase, Tom describía la extraordinaria situación en que se encontraba el distrito de Alaska. En las ciudades como Juneau había hombres con el título de policías, pero no tenían ninguna autoridad real, pues no existía un sistema de gobierno organizado; era inconcebible que esos improvisados oficiales se aventuraran en una zona como la de Taku. Cada industria conservera tenía su propio sistema de protección, que incluía medidas drásticas contra los alborotos, incluidos los crímenes cometidos en las plantas. Por lo tanto, el asesinato de los dos trabajadores chinos pasó a ser responsabilidad de Tom Venn. El señor Ross tenía mucho interés por ver cómo procedía el joven.

Le impresionó favorablemente la temeridad con que Tom se paseó entre los agitados trabajadores, indicándoles que volvieran a sus tareas y verificando que el salmón fuera llegando ordenadamente desde los barcos. Pero cuando llegó el momento de disciplinar a los que habían cometido el asesinato, el empresario vio con espanto que Venn dejaba el asunto en manos de Ah Ting. Se horrorizó más aún al ver la decisión del chino. Ah Ting reprendió a los culpables, no hizo nada por castigar a los que le habían inmovilizado durante los disturbios y, sin mucha contundencia, indicó a los hombres que tomaran sus cuchillos y volvieran al trabajo.

Pero lo que hizo a continuación afectó al señor Ross aún más profundamente. Ah Ting ordenó a dos hombres que le trajeran uno de los toneles grandes, utilizados para enviar salmón salado a Europa, y volcó en su interior siete u ocho centímetros de sal gruesa. Luego se inclinó hacia el fondo para esparcir la sal, se sacudió las manos e indicó a sus dos ayudantes que trajeran al primero de los asesinados. Cuando tuvo el cadáver en el suelo, ante sí, Ah Ting y sus hombres le quitaron toda la ropa y lo pusieron en el barril, en posición sentada. Luego hicieron lo mismo con el segundo cadáver, sentándolo frente al primero y acomodándolo junto a él.

- ¿Qué demonios están haciendo? -preguntó el señor Ross.

Y Tom explicó:

- Nuestro contrato nos exige que, si algún chino muere, enviemos su cuerpo a China para que sea sepultado en lo que llaman «el suelo sagrado del reino celeste».

- ¿En un barril?

- ¡Mire!

Ante los ojos incrédulos de ambos, Ah ting y sus ayudantes llenaron de sal gruesa todo el espacio libre del tonel, hasta que los muertos desaparecieron por completo. Hasta sus fosas nasales se llenaron de sal. Una vez clavada la pesada tapa, el barril-ataúd quedó listo para ser embarcado a China, donde los dos hombres asesinados alcanzarían la inmortalidad, tal como aseguraba su tradición.

En las oficinas de la dirección, el señor Ross aún estaba alterado por lo que había visto:

- Un hombre asesinado mientras yo lo sujetaba. Su atacante apuñalado cinco o seis veces. El que debía estar al mando, cautivo. Y todo se arregla envasando a las víctimas en un tonel de sal. -Cuanto más reflexionaba sobre esa extraordinaria conducta, más se afligía-. No podemos tener chinos en nuestra planta. Tienes que deshacerte de ellos, Tom.

- Nadie puede manejar una industria conservera sin ellos -adujo Venn. Y repasó brevemente las desastrosas experiencias de los que habían tratado de procesar el salmón con otro tipo de trabajadores-. Los indios se niegan a trabajar quince horas diarias. Los blancos, peor aún. Los filipinos, como ya ha visto usted, causan más problemas que los chinos y trabajan la mitad. Tenemos que soportarlos, señor Ross. No quiero que usted se eche atrás por este incidente, mucho menos en nuestro primer año.

- Lo que me irrita… No, no me irrita, pura y simplemente, me da miedo… es el modo en que tú y yo estamos a merced de ese Ah Ting. Creo que se dejó neutralizar por esos hombres. No quería enfrentarse a esos locos armados de cuchillos.

- Pero cuando quedó libre, señor Ross, hizo que todos volvieran a trabajar. Yo no habría podido hacerlo.

- No quiero que mi fábrica esté a merced de esos bandidos chinos. Tenemos que hacer algo.

Cuanto más estudiaba a sus empleados chinos, más se horrorizaba:

- En todo el grupo hay sólo tres que saben un poco de inglés. Son un clan cerrado, viven según sus propias normas, con su propia comida y sus propias costumbres. Y por algún motivo que no puedo determinar, ese Ah Ting me pone nervioso.

- A veces a mí me pasa lo mismo, señor Ross.

- ¿Qué pasa con él?

- Que se sabe indispensable. Sabe que esta fábrica no podría procesar un solo salmón sin él. Y creo que es astuto.

- ¿En qué sentido?

- Sin duda él sabía que iba a producirse inevitablemente un disturbio grave. Sospechaba que habría cuchilladas y quiso que le retuvieran prisionero mientras sucedía todo.

- Quiero que ese hombre salga de nuestra propiedad. -Como Tom no dijo nada, Ross continuó-: Me enfurece que me sonría así, seguro de que es él quien manda, no yo.

Tom, sabiendo que no sería posible prescindir de Ah Ting, ni ese año ni el siguiente, pasó por alto el descontento de Ross. Tres días después, ambos presenciaron el embarco del tonel funerario en la bodega de un barco de R R, que llevaría salmón a un mayorista de Boston. Ninguno de los chinos se molestó en despedir al doble ataúd que partía hacia China, pero Tom, al iniciar el regreso a su oficina, sorprendió a Ah Ting en las sombras. El flaco individuo estaba sonriendo, y Tom tuvo una momentánea sospecha de que no lamentaba en absoluto haberse liberado de uno, cuanto menos, de quienes viajaban en ese barril.

Pero la preocupación por los chinos terminó abruptamente cuando el señor Ross supo que los pescadores, de los que su fábrica recibía todo el salmón, protestaban por lo magro de su salario y se negaban a salir en los botes mientras no se elevara la paga. Los pescadores no declararon una huelga formal, pues eso iba contra los principios de libertad y responsabilidad individual; tal como dijo un marinero: «Las huelgas son para los que trabajan en las fábricas de Chicago y Pittsburgh. Nosotros sólo exigimos una paga justa por lo que pescamos». Y cuando el señor Ross dijo a Venn que era imposible aumentar los salarios, cosa que Tom repitió a los pescadores, los botes dejaron de navegar por el estuario. Durante dos semanas, que se hicieron espantosamente largas, la Fábrica de Conservas Tótem no recibió un solo salmón.

Los trabajadores chinos de la carpintería continuaban haciendo cajones, pero el grupo más grande, dedicado a descabezar, destripar y limpiar el pescado, no tenía nada que hacer. La ociosidad hizo que riñeran con los filipinos, que también estaban desocupados. El enorme establecimiento se convirtió en un lugar tan intranquilo que Tom advirtió a su jefe:

- Si no entra pronto el salmón tendremos problemas de verdad.

Fue entonces cuando el joven Tom Venn pudo apreciar las dificultades de la dirección, al observar de cerca a Malcolm Ross, hombre decidido y adinerado, que a los cincuenta y dos años tenía a cientos de hombres a sus órdenes y poseía una veintena de barcos, pero se encontraba indefenso ante una banda de chinos y un puñado de pescadores. No podía ordenar a los chinos que se comportaran bien si no tenía trabajo para proporcionarles; tampoco podía suspenderles el salario ni dejar de alimentarlos, pues eran prisioneros de su planta y, aunque quisieran, no podían salir de ella.

Ante los pescadores, ferozmente empecinados, estaba igualmente inerme. «Podemos vivir de nuestros ahorros -decían ellos-, o de lo que ganamos vendiendo pescado a las mujeres de Juneau. El señor Ross, de Seattle, Puede irse al demonio.» Ross, renuente a conceder aumentos que le parecían excesivos, no podía obligarlos a pescar ni conseguir salmón de otras fuentes. Atrapado en esa prensa, constituida por los chinos a un lado y los pescadores indios o blancos iletrados por el otro, se sentía tan angustiado que pasó toda una semana echando humo y buscando una solución en la que ni chinos ni pescadores pudieran afectarle.

- Tenemos que ser autosuficientes, Tom, para que nunca más nos veamos agobiados por una temporada como ésta.

No reveló a Tom lo que estaba ideando, pero en los últimos días de la segunda semana, mientras la fábrica de conservas perdía grandes sumas diarias de dinero solía pasearse por las orillas del estuario como si estudiara esas aguas llenas de peces, o por los cavernosos edificios, donde las mesas, los hornos y los soldadores guardaban silencio. Sólo se oía el martilleo de los carpinteros chinos, dedicados a fabricar cajones que tal vez nunca se llenarían. En esos días de intenso estudio, Malcolm Ross, de Seattle, construyó su visión y puso en marcha su plan para hacerla realidad.

- Lo que haremos, antes del año próximo -dijo a Tom, casi con amargura-, será sorprender a estos bandidos. Ross Raglan no volverá a quedarse parada por culpa de infames chinos y pescadores borrachines.

- ¿Qué tiene usted pensado?

- Deshacerme de ese sonriente Ah Ting. Y dar una lección a esos insolentes pescadores.

- ¿Cómo?

Ross se lanzó vigorosamente a la acción:

- Di a los pescadores que aceptaremos sus demandas si duplican la pesca. Di a Ah Ting que sus cobertizos deben funcionar dieciséis horas por día. Envía un telegrama para que vengan nuestros dos barcos más grandes. En las semanas que restan de esta temporada enlataremos tanto pescado como nunca se ha visto en Alaska.

Los pescadores, jactándose por haber derrotado al gran hombre de Seattle, aceptaron su desafío y se aseguraron el aumento, pescando arduamente para ganarse la bonificación prometida. En cuanto las bonitas cargas de salmón llegaron al muelle, los chinos de Ah Ting aceptaron las raciones extra autorizadas por el señor Ross y trabajaron dieciséis horas productivas por día, siete días a la semana.

Las mesas de limpiar nunca estaban libres de pescado. Los grandes hornos alemanes recibían una carga de latas tras otra. Los hojalateros chinos trabajaban en tres turnos para fabricar el gran número de latas requeridas, mientras los especializados, bajo la dirección de Ah Ting, soldaban las tapas. Los equipos de empaque las almacenaban a razón de cuarenta y ocho por cajón y las enviaban por la tolva hacia los barcos que esperaban.

Al funcionar la planta a pleno rendimiento, con todas sus partes ajustadas tal como las había imaginado un año antes, el señor Ross vio en eso un milagro americano, una operación casi sin fallas, que proporcionaba uno de los alimentos más nutritivos a los compradores de todo el mundo, a precio' que ningún otro podía igualar. Sopesó en la mano una de las latas que salían de la máquina etiquetadora y se la arrojó a Tom Venn, exclamando: -

- Medio kilo de insuperable salmón. Dieciséis centavos en las tiendas de toda Norteamérica. Y el año próximo lo tendremos todo bajo nuestro control, TOM. Basta de chinos. Basta de hombres en botecitos que nos mandan a voluntad.

En su euforia pronunció una frase que dominaría sus actos por el resto de su vida:

- A los comerciantes de Seattle nos corresponde organizar Alaska. Y te prometo que voy a abrirme camino.

- ¿Qué debo hacer yo? -preguntó Tom.

- Paga las cuentas. Embarca a los chinos en el último barco. Cierra la planta y, el primer día de enero, toma uno de nuestros barcos en Juneau y ven a trabajar conmigo en Seattle. Porque el año próximo vamos a asombrar al mundo.

Y después de decir eso, se embarcó en un navío de R R, despidiéndose de la fábrica cuya primera temporada llegaba ya a su fin y observó con aprobación las maniobras del capitán, que buscaba el camino hacia la Morsa, fuera del canal, y hacia sus oficinas de Seattle.

El 5 de enero de 1904, Tom Venn encargó a su asistente la administración de la sucursal de R R en Juneau y sacó pasaje en uno de los barcos más pequeños de la firma para retornar a Seattle, cumpliendo así con el deseo que le desazonaba desde 1898, desde aquel día de marzo en que había abandonado con Missy aquella atractiva ciudad para ir a las minas del Klondike. Tanto le entusiasmaba la perspectiva de volver a Seattle que pasó la primera noche casi sin dormir. Cuando el barco entró por fin en las tranquilas aguas del estrecho, él estaba acodado en la barandilla, ansioso por ver el monte Rainier. Cuando apareció el majestuoso pico nevado, exclamó sin dirigirse a nadie en especial:

- ¡Mira esa montaña!

Más tarde, cuando una pasajera preguntó cómo se llamaba ese enorme cerro, Tom contestó con orgullo:

- Monte Rainier. Protege a Seattle.

- Parece pintado por un artista -comentó la mujer. Y él asintió. El retorno fue muy emocionante para Tom. Ante el familiar panorama de la ciudad que emergía del agua, concibió pensamientos audaces: «Si el año próximo tenemos ganancias en la fábrica de conservas, el señor Ross estará casi obligado a trasladarme definitivamente a Seattle. ¡Ojalá!». Y susurraba para sí: «Con el dinero que me dio John Klope, me compraré una casa en una de esas colinas' para ver nuestros barcos cuando lleguen de Alaska». Al formular esos pensamientos, imaginaba al Alacrity, el pequeño navío blanco de R R, en el que él, su padre y Missy habían viajado hacia la gran aventura del Yukón.

¡Qué remotos parecían esos tiempos de gran audacia! Al recordarlos, resolvió desempeñarse en la fábrica de conservas tan notablemente como había hecho Missy en Dawson y Nome. «Voy a darte motivos de orgullo, Missy. Un día de éstos voy a darte motivos de orgullo.»

Cada vez más entusiasmado, desembarcó sin llevar nada consigo y corrió por el muelle donde en otros tiempos vendía periódicos. Al buscar el letrero familiar de R R entre las oficinas del puerto, descubrió que el viejo edificio había sido reemplazado por uno moderno. En cuanto cruzó sus Puertas, tres hombres mayores le reconocieron:

- Ahí viene Tom Venn, cargado de oro de Nome.

Después de los calurosos saludos, le dijeron:

- Deja todo el equipaje a bordo. Nosotros nos encargaremos de enviártelo.

- ¿Y dónde voy a hospedarme?

- El señor Ross ha dado la orden de que te dirijas inmediatamente a la oficina principal. Él te dará instrucciones.

Eran las diez de la mañana cuando Tom llegó al edificio de Cherry Street, en cuya puerta de roble lucía el letrero bien tallado: ROSS RAGLAN. Como en aquella primera visita, casi siete años antes, sentía un palpitar de entusiasmo al cruzar la antesala de la oficina del señor Ross. Custodiaba los portales la misma dama austera: Ella Sommers, con el pelo ya veteado de blanco, y en el sitio reinaba el mismo aire de atareada importancia, pues ése era el centro neurálgico desde el que se controlaban los centros de actividad que se extendían a todo el noroeste de América y Alaska.

- Soy Tom Venn, de Juneau. En el puerto me han dicho que el señor Ross quería verme.

- Sí, es cierto -dijo la señorita Sommers-. Debe pasar usted inmediatamente. -Y señaló una puerta por la que sólo unos pocos podían pasar.

En cuanto Tom entró en la habitación, volvió a experimentar el hechizo del poderoso hombre sentado tras el gran escritorio de roble. Como siempre, había una perfecta concordancia entre el pelirrojo y el ambiente en que se movía, pero en esta ocasión el espacio estaba colmado por tres mesas más pequeñas, en las que se veía una desconcertante serie de maquetas de madera, cuyas piezas entrecruzadas se movían al manejarlas el señor Ross o uno de los dos hombres que le acompañaban.

- Estos señores son de la universidad, Tom. Saben mucho de salmón. Caballeros, les presento al señor Venn, que viene de la Fábrica de Conservas Tótem donde instalaremos estas máquinas, si ustedes las hacen funcionar.

Con estas palabras perentorias se dio comienzo a la informal reunión. El señor Ross se acercó a la más grande de las tres mesas y explicó:

- Esto es el estuario del Taku y nuestro río de las Pléyades, indicado por el papel azul. Nuestra fábrica está aquí. Muéstrenos cómo va a funcionar, profesor Starling.

En cuanto se pronunciaron las primeras palabras, Tom se adaptó al diagrama; estaba en el medio del estuario del Taku.

- Ahora, usted debe imaginar que es un salmón y que nada aguas arriba para procrear, en un cálido día de julio -dijo el profesor.

Tom se convirtió entonces en un salmón, y desde ese momento con]prendió como si lo sufriera en carne propia lo que Starling decía.

- Esto es el estuario del Taku, tal como lo conocemos en la actualidad. Los salmones regresan hacia nuestro lago de las Pléyades, por aquí, o a uno de cien lagos similares de Alaska o del Canadá; pasan por este punto, donde los pescadores pescan una buena parte para llevarlos a la fábrica, por aquí.

- El verano pasado el sistema funcionó bastante bien -dijo Tom- y a partir de marzo vamos a ampliar la planta.

- Ustedes envasaron una cantidad respetable -reconoció el segundo profesor, un tal doctor Whitman-, pero podría haber sido cuatro veces superior.

- ¡imposible! -aseguró Tom, sin vacilar-. El señor Ross sabe que nuestros botes trabajaron tiempo extra, descontando las dos semanas de conflicto por el aumento.

El señor Ross intervino:

- Estos hombres conocen un modo de ayudarnos a evitar la tiranía de los pescadores y cuadruplicar nuestra pesca, tal como acaban de decir.

- Eso sería un milagro -dijo el muchacho, secamente.

Y Ross replicó:

- Hacen falta milagros para salvar a nuestra industria, Tom, y en esta habitación tenemos tres. Estúdialos bien.

- Lo que haremos -explicó el profesor Starling- será cruzar esta encañizada en buena parte del estuario y en toda la entrada al río de las Pléyades. Puso en el centro de la mesa una construcción de madera que dominaba gran parte del estuario y todo el río. Tom adujo que no sería posible construir una encañizada de tal magnitud en las profundas aguas del Taku, pero Starling se echó a reír.

- Es lo que dice todo el mundo. El mismo señor Ross lo ha dicho aquí, cuando le he mostrado el modelo.

Ross asintió con una sonrisa.

- Lo que haremos -continuó Starling- es llevar todo el sector central hasta el canal, anclarlo allí y luego construir estos laterales como estructuras permanentes, afirmadas en el fondo. ¡Mire lo que resulta!

Tom Venn, que seguía nadando aguas arriba como un salmón, se encontró frente a un obstáculo que obstruía su curso de agua; cuando llegó a uno de los brazos extendidos, siguió naturalmente la inclinación hacia la izquierda; eso le arrojó al centro de la trampa flotante, donde había una encañizada de tamaño suficiente para alojar quinientos salmones. Allí era fácil recoger con redes a los peces para llevarlos a la planta.

- Lo que resulta -explicó Starling- es una obra maestra en tres partes. Estos largos dedos se extienden para guiar al salmón hacia donde nosotros queremos. Luego, la trampa en sí, con estas mangas donde el salmón puede nadar, pero no retroceder. Y por fin, las grandes encañizadas, donde se recogen los peces para procesarlos en la planta.

Una vez explicado el mecanismo, dio un paso atrás, con aire de admiración, y concluyó:

- Piense usted en las ventajas. Es barato construirlo. Barato repararlo. Atrapará a todos los salmones que remonten el río y a buena parte de los que vayan hacia Canadá.

Ross añadió su terminante evaluación:

- Y podemos decir a los pescadores que se vayan al demonio. Tom, aún atrapado en la encañizada, a la que había llegado exactamente como el Profesor Starling deseaba, dijo en voz baja:

- Es atrapar salmones sin tener que pescarlos.

Y los tres hombres mayores aplaudieron, pues ésa era justamente la finalidad de la encañizada.

- Iniciaremos la construcción a mediados de febrero -dijo Ross_. La encañizada, la trampa y la guía del oeste se mantienen a flote. La guía del este, que comienza en nuestra costa, será una construcción permanente.

Fue entonces cuando Tom percibió el inconveniente del sistema propuesto:

- Pero no habrá ningún salmón que pueda pasar para procrear en el lago de las Pléyades. En tres o cuatro años se habrán extinguido los salmones nerkas.

- ¡Ajá! -exclamó Ross-. Ya hemos pensado en eso. Cada sábado por la tarde cerraremos la trampa y abriremos las guías; todos los salmones que remonten el estuario durante la noche del sábado y todo el domingo podrán pasar. El profesor Whitman nos asegura que serán suficientes para asegurarnos una abundante provisión en los años venideros.

Y Whitman asintió.

- ¡Ahora hablemos de los chinos! -exclamó el empresario, pasando a la segunda mesa, con los ojos llenos de entusiasmo-. Mira esto, ¿quieres?

Era un modelo muy bien hecho, con hojalata de verdad; con ella exhibió una solución simple y limpia para el problema de fabricar los envases:

- Aquí, en Seattle, un carro grande, tirado por cuatro caballos, lleva al muelle cincuenta, cien mil piezas como ésta, para embarcarlas hacia Tótem.

Tenía en la mano izquierda un pequeño objeto rectangular de hojalata aplanada. Tom no logró ver en él un envase terminado y así lo dijo.

- Yo tampoco podía -reconoció Ross-. Cuando el profesor Whitman me lo mostró, me eché a reír. ¡Pero mira!

Colocó la pieza en la complicada maquinaria y presionó una palanca. Poco a POCO, un brazo móvil se introdujo en él, separando dos láminas de hojalata. Una vez formada la entrada, otro brazo móvil extendió la hoja soldada hasta formar un envase perfecto, sin fondo ni tapa. Ross exclamó en tono triunfal:

- Cada diez segundos tienes una lata perfecta, lista para que se suelde el fondo y se la llene con salmón. Basta de chinos para fabricar latas -añadió, mientras entregaba el envase terminado a Tom-. Todo se hará aquí, en Seattle; se lo mantiene plano para ahorrar espacio en el barco y se le da forma en la planta, con una de estas máquinas.

- De cualquier modo habrá que soldar el fondo y la tapa -señaló Tom.

Y Ross le espetó:

- Enseñas a los filipinos a hacerlo. He encargado diez máquinas de éstas. Exultante por su parcial victoria sobre Ah Ting y sus rebeldes chinos, Ross pasó al último modelo, el más importante de todos:

- Esto aún no está perfeccionado, pero el profesor Whitman me asegura que nos estamos acercando.

- ¡Un momento! -interrumpió Whitman-. Ayer me dijeron que han eliminado el problema de la adaptación a distintos tamaños.

- ¿De veras?

- Sí. Todavía no he visto la nueva versión, pero si es cierto lo que me dicen…

- ¡Vamos a verlo! -exclamó el empresario impulsivamente.

Y sin darles tiempo a protestar, recogió su chaqueta y condujo a los otros tres por la escalera, hasta la calle, donde detuvo dos coches de alquiler para llevar a los hombres a una fábrica, situada en el extremo sur del distrito comercial. Allí, en un edificio largo y bajo, dos magos de mentalidad práctica trabajaban en una máquina que, si llegaba a funcionar, revolucionaría la industria del salmón. Nervioso de entusiasmo, Ross condujo a sus acompañantes a la oscura zona de trabajo del edificio. Había allí una mesa larga, que contenía una desconcertante serie de cables, palancas y cuchillas afiladas.

- ¿Qué es? -preguntó Tom.

Ross señaló un letrero escrito a mano, que algún chistoso había atado al extraño artefacto: EL CHINO DE HIERRO.

_Esto, exactamente -dijo-, una máquina que hace lo mismo que un chino.

A una señal, los dos ingenieros abrieron una válvula de vapor, que puso en funcionamiento varias cintas móviles y palancas; éstas, haciendo ruidos chirriantes, ejecutaron una serie de movimientos calculados para descabezar el salmón, cortar la cola y, con una hoja larga especial, abrirlo desde el estómago hasta el ano y retirar las entrañas. Tom, que observaban los diversos movimientos, pudo imaginar las operaciones, pero expresó sus dudas:

- Los salmones no son todos del mismo tamaño.

- Ése ha sido nuestro problema -dijo uno de los inventores-, pero creemos tenerlo resuelto.

Mientras la máquina continuaba con sus ruidosos movimientos, sacó de una nevera tres salmones: dos, del tamaño más común; el tercero, mucho más corto. Al poner el primero de los comunes en la máquina, tal como se haría en la planta, vio con evidente satisfacción que su máquina tomaba el pescado, cortaba cabeza y cola sin malgastar siquiera diez gramos de carne útil, y luego lo ponía de costado; a continuación, el aparato lo destripó con hábiles toques, apartó las entrañas y despachó el pescado perfectamente limpio.

- ¡Estupendo! -exclamó Tom. Mientras lo decía, el segundo de los salmones llegó a la máquina y fue procesado con igual perfección-. ¡Magnífico, magnífico! -gritó Tom, tratando de imponerse al ruido de las cintas transportadoras-. Podríamos clasificar los pescados y procesar sólo los del mismo tamaño.

- ¡Espere! -exclamó el segundo inventor.

Con afecto casi paternal, introdujo en la máquina el salmón restante, que era el más corto. Una parte del sistema, que Tom no había visto antes, descendió para medir el pescado y ajustar debidamente las cuchillas. La cabeza y la cola fueron cortadas de modo distinto, mientras Tom festejaba la inteligencia de la operación. Pero cuando la máquina puso el salmón de costado, la más importante de las cuchillas falló en su ajuste y, al operar sin guía, lo hizo trizas.

- ¡Oh, demonios! -protestó el primer inventor-. Esa maldita leva no funciona, Oscar.

- ¡Pero si anoche funcionaba! ¿Verdad, profesor Whitman?

- Yo la vi. Se ajustaba perfectamente.

El desilusionado inventor dio unos martillazos a la leva que fallaba, ajustándola a satisfacción. Luego dijo:

- Probemos con otros dos.

Con el salmón de tamaño normal, las cuchillas operaron perfectamente; cuando pasó el más pequeño, la leva volvió a errar en el ajuste y, una vez más, la gran cuchilla desmenuzó el pescado.

- ¿Qué puede pasar? -se extrañó el hombre, casi a punto de llorar por el desconcierto.

Su compañero dijo, con dolorosa franqueza:

- Creíamos poder tenerla lista para la temporada de 1904. Estoy seguro de que podremos arreglarla, señor Ross, pero no puedo permitir que usted se arriesgue a usarla así.

- Tiene razón -dijo el otro-. No dudo que podemos idear un sistema seguro, pero aún no lo tenemos.

Y su socio añadió en tono melancólico:

- Será mejor que contrate a sus chinos por un año más. Pero en 1905 esta pequeña belleza estará haciendo el trabajo de ellos.

- ¿Necesitan ustedes más fondos? -preguntó el empresario.

Y ellos respondieron al unísono.

- Sí.

Uno de ellos añadió:

- Estamos muy cerca, señor Ross. Tengo otra idea para conseguir el ajuste al tamaño del pescado. Era la que prefería en un principio, pero requiere una parte más. Y quería hacer algo sencillo.

- Que sea sencillo. Tómense el tiempo necesario, pero hagan una máquina sencilla, para que hasta un filipino pueda manejarla. -Y ordenó a Tom-: Contrata a los chinos. Una vez más -y añadió-: Pero no contrates a Ah Ting. No lo quiero en la planta.

Tom dijo, con una firmeza que a él mismo le sorprendió:

- Sin él no podemos manejar a los chinos.

Esa tarde dispuso la contratación de unos noventa chinos para que procesaran el salmón. Al anochecer, exhausto por tan largo día de trabajo, preguntó:

- ¿Dónde voy a dormir?

Y Ross respondió:

- He indicado a los hombres que lleven tus cosas a mi casa. Te quedarás con nosotros.

En la noche oscura y ventosa, los dos llegaron en el coche de R R a la mansión de Ross, edificada en la cima de una modesta elevación, desde donde se veía el puerto de Seattle en toda su grandeza, con su miríada de bahías y canales, islas y promontorios. Era una maravilla marítima) más atractiva aún desde la altura. El muchacho habría querido expresar su deleite, pero la prudencia le aconsejó guardar silencio, por si el señor Ross interpretaba su entusiasmo como estrategia para conseguir un nombramiento en la ciudad. Sin embargo, fue el comerciante quien lo dijo por él:

- ¿Verdad que tenemos una estupenda vista de esta gran ciudad, Tom? Nunca me canso de ella.

Y los dos la admiraron por algunos momentos antes de volverse hacia la mansión.

Era un castillo de estilo gótico del siglo XIX, no muy pretencioso en su tamaño, pero decididamente hecho a imitación de alguna olvidada estructura del Rin, con pequeñas torres, almenas y gárgolas. Si lo hubieran rodeado edificios menos vistosos, habría parecido fuera de lugar pero, como se elevaba entre altos pinos, conservaba una tranquila grandeza. Ross le había dado el nombre de Highlands, en memoria de aquella noble zona escocesa de la que su padre había sido expulsado, en los luctuosos Desalojos de 1830; sus vecinos de Seattle, que ignoraban por completo la historia de los Ross, suponían que ese nombre («tierras altas») se debía a la elevación en que el castillo estaba construido y lo consideraban apropiado.

Al igual que las oficinas de la ciudad, el castillo estaba custodiado por dos pesadas puertas de roble. Tom comentó, en tono de aprobación:

- Parece que a usted le gusta el roble, señor Ross.

Y el escocés replicó:

- Ciertamente no me gusta el pino.

La señora Ross, algunos años menor que su esposo, era una mujer amable, que vestía con sencillez y atendía la casa con la única ayuda de dos criadas. Sin darse aires de grandeza, se adelantó para saludar al joven trabajador, que había sido invitado a su casa casi sin consultarla. Como sabía de su excelente desempeño en el Klondike, en Nome y ahora en la fábrica de conservas, se sorprendió de que fuera tan joven y así lo dijo:

- ¿Como pudo usted aprender tanto en tan pocos años?

- En una carrera por el oro ocurren muchas cosas. Y yo estuve en las dos.

- Pero el salmón no es oro -observó ella.

- Es el nuevo oro de Alaska. Y será mucho más importante que el metal.

Ella sonrió con aprobación ante su modo de expresarse.

Tom pasó tres días felices en Highlands, elaborando con el señor Ross planes relacionados con Alaska e indicando en grandes mapas, con frecuencia inexactos, dónde podían levantarse nuevas plantas conserveras para R R. Al terminar esos días, todo el sudeste de Alaska, la única parte que importaba, estaba salpicado por media docena de sitios posibles. Ross contempló aquel mundo de islas, diciendo:

- En esas frías aguas hay una riqueza ilimitada, Tom. Tienes que construir una planta nueva por año, tan pronto como consigamos la propiedad de esas tierras. Mañana vendrá el hombre que lo hará posible.

No dijo nada más sobre la identidad del desconocido, pero el viernes a mediodía fue con Tom a la estación de ferrocarril. Allí estaban ambos cuando del tren de Chicago descendió el hombre del que R R dependería para conseguir la tierra necesaria para las fábricas y (cosa mucho más importante) los derechos exclusivos sobre los ríos que remontaba el salmón.

El señor Ross saludó encantado al hombre que descendía del vagón, pero Tom se quedó atónito. Era Marvin Hoxey, ahora con cuarenta y nueve años y cinco kilos más que en Nome, más exuberante y ladino que nunca. En el trayecto entre la estación y las oficinas, relató con grandilocuencia cómo había logrado el apoyo del Congreso para las nuevas normas que los comerciantes de Seattle querían para sus negocios en Alaska. Y ni una sola vez, en su volcánica explicación de las nuevas leyes, reconoció haber visto antes a Tom Venn. Cuando se bajaron del carruaje para entrar en el edificio de R R, el señor Ross los presentó:

- Éste es Tom Venn, que estará a cargo de nuestras fábricas.

Hoxey dijo entonces, con una especie de noble condescendencia:

- Por supuesto. El señor Venn y yo compartimos aquellas desagradables experiencias de Nome. Horrible ciudad, que está congelada la mayor parte del año.

Más tarde, cuando Hoxey estuvo ya instalado en el principal cuarto de huéspedes de Highlands, Tom dijo al señor Ross en tono vacilante:

- Ese hombre… fue a la cárcel, como usted sabrá, por lo que hizo en Nome.

Y Ross replicó, con formalidad casi gélida:

- Y McKinley le indultó. El presidente sabía que Hoxey había sido torpedeado por enemigos políticos envidiosos.

Cuando Tom quiso explicarle que en realidad las cosas no habían sido así, el comerciante le cortó en seco con un consejo cuya efectividad se había demostrado muchas veces en la vida práctica:

- Mira, Tom, muchas veces, cuando es preciso conseguir algo, lo mejor es utilizar a un abogado expulsado del oficio. Éste tiene que esforzarse mucho.

Durante ese largo fin de semana, Tom puso mucha atención, mientras Ross, Hoxey y tres grandes empresarios de la comunidad trazaban planes por los cuales Alaska y sus industrias conserveras quedarían indisolublemente ligadas a Seattle. En todas las maniobras proyectadas, Ross iba a la vanguardia:

- Lo que debemos conseguir es que Washington apruebe una ley por la que todas las mercancías que vayan a Alaska deban pasar por Seattle.

- El Congreso jamás aprobará semejante ley -protestó uno de los otros.

Hoxey le corrigió:

- El Congreso aprobará cualquier ley referida a Alaska que aprueben los estados del Oeste. El problema, caballeros, es decidir qué desean ustedes, dentro de lo razonable.

- Comenzaremos con la ley que acabo de proponer -dijo Ross-, pero no la presentaremos al Congreso bajo esta forma.

- ¿Qué forma sugieres? -preguntó el que había objetado, con un dejo de sarcasmo.

- El patriotismo, Sam. Nuestra ley prohibirá que los barcos de cualquier otra nación comercien directamente con Alaska. Tendrán que descargar todas sus mercancías en un puerto estadounidense, que será Seattle, naturalmente.

- Tiene sentido -exclamó Hoxey-. Es razonable. Fácil de comprender. Y patriótico, como dijo el señor Ross.

- La ventaja… -empezó Ross. Pero se interrumpió para corregirse-: En realidad, hay varias ventajas. Nuestros estibadores recibirán una paga por descargar el barco extranjero y luego otra por cargar la misma mercancía en nuestros barcos. Y como la competencia barata quedará eliminada, nuestros comerciantes casi podrán establecer los precios que deseen. Cuesta mucho tener barcos circulando por esas aguas heladas y llenas de islas. -Hizo una pausa y miró a los hombres uno a uno, preguntando-: ¿Alguien tiene idea de cuántos barcos se pierden por año en las aguas de Alaska?

Como ellos respondieron que no, fue enumerando un desastroso registro que se remontaba a los tiempos en que la zona era propiedad de Rusia y ésta perdía varios barcos por año en los arrecifes y en las rocas sumergidas.

- Y a los estadounidenses no nos ha ido mucho mejor. Nuestra empresa ya ha perdido dos.

- Eso parece deberse a malos capitanes y a errores de navegación -sugirió uno de los hombres.

Pero Ross rechazó la acusación:

- Nada de eso, se debe a tormentas súbitas, mares picados y rocas sumergidas que no han sido debidamente registradas. -Les habló del viento feroz que llegaba desde Canadá al estuario del Taku, sacudiendo el techo de la planta y poniendo en peligro a los botes pesqueros-. Alaska no es lugar para debiluchos. Si explotar el oro era difícil, explotar el salmón requiere una audacia igual. Si alguna ganancia sacamos de las aguas de Alaska, nos la ganamos bien.

- Pero ¿cómo podemos proteger tu acceso al salmón? -preguntó un financiero, al que Ross había solicitado fondos para cubrir el rápido desarrollo de las plantas proyectadas.

- Trae ese modelo del estuario del Taku, Tom. -Cuando Tom volvió de la oficina con la maqueta, Ross ordenó-: Explica a los señores cómo funcionará esta trampa. -Pero antes de que el muchacho pudiera comenzar, añadió-: Señores, deben ustedes imaginar trampas como ésa en todos los grandes arroyos remontados por el salmón. Debidamente manejadas, controlarán toda la producción de ese pescado.

- Esto no es un diseño ni un plan -comenzó Tom-. Lo que se muestra es una planta conservera de verdad: Tótem, en el estuario del Taku, que sale de Canadá, donde desemboca un pequeño río llamado Pléyades. Nuestro salmón procrea en este pequeño lago y en otros cien, a lo largo del sistema del río Taku, casi todos ellos situados en Canadá. Los salmones circulan por millones en el estuario del Taku. Aquí, en este punto, pondremos a flote esta trampa. Es de construcción barata. Estas guías hacen que los peces entren y convierten a cada salmón que remonte el estuario en una posibilidad para nuestra fábrica.

Tal como Tom explicaba, era un sistema hermoso y fácil de controlar. Pero uno de los hombres más experimentados detectó muy pronto un problema importante:

- ¿Y Canadá? Si los salmones de Taku procrean principalmente en sus aguas, ¿no protestarán a gritos en Canadá cuando una trampa como ésta intercepte a todos los peces que van hacia sus ríos?

- Trae ese mapa grande de la zona, Tom -ordenó el señor Ross. Y desplegó ante los hombres la asombrosa estructura de la zona que estaban analizando-. Aquí está Juneau, la nueva capital de Alaska. A unos treinta kilómetros, por aquí, está Canadá. Con un buen caballo se podría recorrer esa distancia en medio día de marcha, a no ser por una cosa. miren bien, señores. Estas montañas, a lo largo de la frontera, miden más de dos mil cuatrocientos metros de altura, partiendo del nivel del mar, en tan corta distancia. De nuestro lado, toda la zona es una vasta nevera. Si uno partiera a pie para ir desde Juneau hasta Canadá, caminaría siempre sobre un glaciar, con grietas y monstruosas elevaciones de hielo; tardaría hasta tres semanas, siempre que tuviera la suerte de sobrevivir.

Mientras los hombres estudiaban el inhóspito territorio, Ross descartó con un gesto de la mano todo el Canadá, al este de las plantas conserveras:

- Páramos. Montañas enormes. Campos de hielo. Ríos salvajes. inaccesible. No hay un poblador en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. No hay fábricas de conservas en ninguna parte ni existirán en los cien años venideros.

Los ombres volvieron a estudiar en el mapa la vasta extensión vacía en la parte canadiense. Luego Ross resumió:

- Al construir nuestro sistema de plantas conserveras y trampas, podemos hacer caso omiso de Canadá. Para nuestros fines, no existe. -Luego pasó a asuntos más apremiantes-. Hoxey, a usted le corresponde impedir que el gobierno de Alaska, si acaso existe, imponga leyes que puedan restringirnos el acceso al salmón. Nada de impuestos. Nada de imposiciones. Nada de inspectores que metan la nariz en nuestras fábricas. Y sobre todo, nada de legislaciones que reglamenten el funcionamiento de las trampas.

Hoxey dijo que así entendía su misión.

- Bien -concluyó Ross-. Ejecútela, pues. -Y a los comerciantes-: Señores, en situaciones como ésta, en los estuarios como el del Taku, de los que Alaska tiene cientos tan buenos o mejores, tenemos una mina de oro, una mina de oro viviente y circulante. Pero es preciso explotarla con cautela. Mantener la calidad. Lograr mercados nuevos. Convertir el salmón en el bocado escogido del rico y en el sustento del pobre. ¿Podemos, Tom?

- Si esos dos profesores logran perfeccionar el Chino de Hierro, no tendremos límites.

- ¿Y qué es el Chino de Hierro? -preguntó uno de los posibles inversores.

Ross respondió, simplemente:

- Un secreto que no puede salir de entre estas paredes. Dos hombres de la universidad están perfeccionando una máquina que hará -innecesario el empleo de mano de obra china.

- ¿Para qué sirve?

- Por una cinta transportadora corre una interminable cantidad de salmones; automáticamente, la máquina les corta la cabeza y la cola, mide el pescado y lo destripa perfectamente. Sin la ayuda de un solo chino, malditos sean, el pescado queda listo para ser enlatado en nueve segundos.

- ¿Existe una máquina así?

- No estará lista para esta temporada. Pero en mil novecientos cinco, como que el sol sale por el este, podremos decir adiós a los chinos y recibir ganancias que ustedes ni siquiera imaginan.

En ese momento, uno de los hombres que estaban estudiando el modelo de Taku expresó una seca propuesta:

- ¡Eh, un momento! Si instalamos estas trampas en el estuario para atrapar el pescado, ¿cómo harán las crías de salmón para salir del lago cuando quieran ir al océano?

Tom se dio un golpe en la frente:

- Siempre olvido explicar lo más importante. Las guías móviles se colocan sólo durante la parte del año en que deseamos atrapar a los salmones maduros,que remontan el río. Cuando bajen los jóvenes desde el lago, encontrarán el estuario despejado hasta el mar.

Hoxey partió de Seattle el martes por la mañana, llevando en su maleta la estrategia completa para el control de Alaska. Según el plan ideado principalmente por el señor Ross, las fabulosas riquezas del salmón serían cosechadas por su empresa y las otras sin dar participación más que a un puñado de habitantes de Alaska:

- Toda la madera para las nuevas plantas se procesa aquí, en Seattle; la maquinaria, lo mismo. Luego se la lleva al norte en nuestros barcos. La instalarán los obreros de Seattle que embarcaremos con ella. Los peces serán atrapados en encañizadas construidas en esta ciudad y puestos en su lugar por nuestros obreros. También se habrán acabado las discusiones con los pescadores, tlingits o blancos. Las latas se harán aquí, planas, y se les dará forma en la planta. Se acabaron los hojalateros. Y sobre todo, ese gran alojamiento, ocupado a reventar por Ah Ting y sus chinos, estará lleno de máquinas que trabajarán mucho más deprisa y duplicarán nuestra zona de trabajo sin necesidad de añadir otro edificio.

Sonrió a Hoxey y añadió:

- Y cuando las latas estén selladas y etiquetadas, volverán aquí en barcos nuestros. Y nosotros las despacharemos a toda América y al resto del mundo.

En los dos días siguientes a la partida de Hoxey, Tom trazó sus planes para la próxima temporada en la casa central de R R. Cada vez que observaba el mapa en la oficina veía las estrellas rojas que indicaban la posición de las futuras plantas envasadoras y sentía una depresión que no podía compartir con nadie: «Jamás volveré a Seattle! Voy a pasarme la vida yendo de un estuario a otro, siempre construyendo una planta nueva». E imaginaba los distintos lugares: algún estuario remoto, sin una sola ciudad en un radio de ochenta kilómetros. Sin esposa, sin hijos. Sólo trampas para atrapar el salmón Y Chinos de Hierro para procesarlo.

Pero entonces reflexionaba sobre las ventajas de trabajar con un hombre como Malcolm Ross, que parecía, incuestionablemente, el ser humano Más eficiente de cuantos había conocido. No era cordial y voluntarioso como Missy Peckham, la persona más admirable que había tenido el privilegio de conocer, pero tenía visión de futuro y sabía mantener las cosas en marcha. Contento con ligar su suerte a la del señor Ross, repasaba sus decisiones de los últimos días y no encontraba motivos para oponerse a esos planes. Se harían cosas valiosas y había que Proteger los intereses de la empresa y de Seatle.

A TOM simplemente no se le ocurría poner en tela de juicio la moralidad de las intenciones de Seattle de mantener Alaska en una especie de servidumbre, sin poder político ni derecho a la autodeterminación. Pasaba por alto el hecho de que, si los planes de Ross y Hoxey se convertían en ley, Alaska pagaría por cualquier mercadería importada a través de Seattle un cincuenta por ciento más de lo que pagaría Hawaii por lo recibido a través de San Francisco. Tampoco cuestionaba la decisión de quitar a Alaska toda facultad de proteger con leyes regionales sus salmones, sus árboles, sus minas o incluso a sus ciudadanos. Por entonces no conocía la palabra «feudo», pero el concepto no le habría preocupado, porque el señor Ross tenía una clara visión de cómo se debía desarrollar el territorio, mientras que en Juneau él no había conocido a nadie que tuviera idea de lo que se debía hacer.

No bien hubo llegado a esa conclusión experimentó una punzada de duda. «Tal vez Sam Bigears, al otro lado del río de las Pléyades, tiene una visión de cómo deberían vivir él y sus tlingits.» Luego pensó en Nancy frente al oso pardo, hablando con el animal: «Tal vez ella también sabe». Al imaginar a Nancy sintió el dolor de los remordimientos, pues ella y su padre eran aspectos de Alaska que no se podían descartar.

Sin embargo, después del trabajo distraía su atención estudiando a la señora Ross, cuya conducta lo tenía perplejo. Por una parte, era una mujer poderosa, líder en su sociedad, esposa de uno de los hombres más ricos de la ciudad. Podía mostrarse imperiosa y sabía mirar con desdén como el más encumbrado. Pero aun cuando actuaba con aires dictatoriales (cosa que había hecho varias veces en su presencia), exhibía un travieso sentido del humor que hacía brillar de un modo peculiar sus ojos; con frecuencia reía por lo bajo, ya de sí misma, ya de las inadvertidas pomposidades de su marido.

Al terminar esa primera semana de convivencia con los Ross, Tom dijo mientras cenaban:

- Ustedes son dos de las mejores personas que he conocido en mi vida.

- Caramba, que amable eres, Tom. Sin duda has conocido a mucha gente buena en tantos viajes. -La señora Ross se volvió a estudiarle.

- Bueno, sí, conozco a mucha gente buena. Missy Peckham, que fue como una madre para mí, era una de las mejores. Y en el Yukón conocí a un minero a quien acompañaría al fin del mundo. Pero…

- ¿Qué tratas de decir?

- Sólo que eran buenas personas, tal vez las mejores, pero las cosas nunca les salían bien.

- ¿A qué te refieres? -Evidentemente, el interés de la mujer era sincero.

- Bueno, por una parte no encontraron nunca a la persona adecuada para casarse. Por otra, todo lo que intentaban parecía fracasar. _vaciló un momento antes de llegar a lo más significativo-: En ustedes he encontrado, por primera vez, a dos que… -No sabía cómo terminar el contraste entre los fracasos conocidos y esas dos personas bien adaptadas y felices- Es decir, he conocido a algunas personas maravillosas, pero nunca estaban casadas entre sí.

Y tras esa confesión clavó la vista en el plato.

La señora Ross apreciaba mucho esos momentos de franca revelación, que le enriquecían la vida, y no tenía intenciones de permitir que la conversación terminara allí:

- No, nunca.

- ¿Por qué piensas que somos diferentes?

- Bueno, los dos tienen poder, mucho poder, pero no abusan de él.

- Ése es un cumplido maravilloso, Tom. A mí me cuesta mucho impedir que Malcolm, aquí presente, abuse del poder que tiene. -Guiñó un ojo a su marido-. Y él me impide ser arrogante.

El señor Ross tosió y dijo:

- Nunca ha habido necesidad de impedírselo. ¿Quieres saber por qué?

- Sí -asintió Tom con tono ansioso.

- Pues bien, hijo, la señora Ross no es una mujer cualquiera. A principios de la década de mil ochocientos sesenta, cuando Seattle estaba en sus comienzos, había aquí muchos hombres aventurados como mi padre, que habían llegado aquí expulsados de Escocia. Muchos hombres y ninguna mujer. Fue así que un visionario llamado Mercer tuvo una idea brillante: iría a Washíngton para que el gobierno le ayudara a financiar un barco; luego viajaría a Nueva Inglaterra, que estaba perdiendo muchos hombres en la Guerra Civil; allí invitaría a varios cientos de muchachas, que de otro modo podían quedarse solteras, a que aceptaran trabajo en Seattle, donde abundaban los hombres solos. Los periódicos de la época dieron tanta publicidad a la expedición que, cuando Mercer llegó a Boston, se encontró con veintenas de mujeres deseosas de probar suerte en el Oeste. Una muchacha llamada Lydia Dart, que trabajaba en una fábrica, era la más ansiosa por escapar de ese trabajo pesado.

- Mercer logró convencer a cientos de muchachas para que encararan la aventura y consiguió mucho apoyo moral para su proyecto; lo que le costaba era obtener fondos para el barco. Por fin halló a un financiero dispuesto a respaldar la empresa y proporcionar un billete a quinientas pasajeras, por una tarifa mínima. Bueno, todo marchaba bien. La operación parecía perfecta.

Se interrumpió para sonreír a su esposa. No parecía decidido a continuar.

- ¿Y qué pasó? -preguntó Tom.

- Algunos periodistas mal intencionados, verdaderos cerdos, hicieron correr el rumor de que el señor Mercer tenía en la Costa Oeste una cadena de prostíbulos y de que, cuando las muchachas llegaran a Seattle, serían arrojadas a esos burdeles. Estalló un gran escándalo. Lágrimas, recriminaciones. Padres y hermanos que encerraban a las jóvenes en sus cuartos para impedir que se embarcaran. Antes de que Mercer pudiera contestar a esas horribles acusaciones, dos de cada tres de sus posibles viajeras habían cambiado de idea y se negaban a pensarlo otra vez.

- En enero de 1866, el barco zarpó con sólo cien pasajeros, de los cuales apenas treinta eran jóvenes solteras. Convencídos de que el señor Mercer era honrado, permanecieron junto a él, soportando el desdén victoriano de los vecinos, y rodearon el cabo de Hornos para establecer sus hogares en el Noroeste. Lidia Dart se convirtió en su líder. Cuidaba de ellas, alejaba a los periodistas que trataban de crear nuevos relatos escandalosos. Cuando llegaron a Seattle fue como una madre para las más jóvenes.

- ¿Y qué fue de ellas?

- Se convirtieron en el alma de la ciudad. Eran mujeres cultas y refinadas las que habían venido a la frontera. Muchas se dedicaron a la enseñanza y, en menos de un año, se casaron con los mejores jóvenes de Seattle. Una de ellas, que permaneció soltera, organizó la primera escuela pública de la ciudad. Todas ellas representaban lo mejor de Seattle. Aún viven cuatro de ellas, las grandes ancianas de la ciudad.

- ¿Y qué relación tiene con ellas la señora Ross?

- ¡Ajá! La joven Lydia Dart fue la última en casarse. Quería estudiar el panorama. Por fin escogió a un promisorio abogado apellidado Henderson. Y el primer vástago de la pareja fue la graciosa dama con quien estás cenando.

Con una amplia sonrisa, Tom miró a la señora.

- ¿Conque usted es hija de una de esas jóvenes?

- Las Chicas de Mercer, como las llama la historia de Seattle. Sí, una de ellas fue mi madre. Y nunca hubo en el Oeste mujeres como ésas.

- Si hubieras conocido a Lydia Dart Henderson -dijo el señor Ross-, comprenderías que mi esposa no puede ser pomposa ni olvidar el sentido del humor. Háblale de la carta que escribió a ese periódico de Boston.

La señora Ross soltó una carcajada ante lo absurdo de lo que había hecho su madre, pero obviamente le encantaba relatarlo:

- Unos diez años después de que las chicas de Mercer llegaran a Seattle, mi madre las reunió a todas. Recuerdo bien aquello, porque yo tenía unos siete años. Vinieron veinticuatro mujeres, todas casadas con médicos, abogados y comerciantes, y cada una contó su historia. Ni una sola estaba mal casada. Y esa noche mi madre despachó una carta al periódico de Boston que había sido el primero en armar el escándalo de los prostíbulos.

- ¿Qué decía la carta? -preguntó Tom.

El señor Ross señaló la pared, tras la cabeza del muchacho, donde un artículo periodístico enmarcado ocupaba el sitial de honor, y le indicó que lo descolgara.

- Te divertirás -prometió-, como yo cuando la leí por primera vez.

Los editores de este diario han recibido recientemente una interesante misiva de cierta señora Lydia Dart, nativa de esta ciudad, que se arriesgó a viajar a Seattle en 1866. Pensamos que a nuestros lectores puede resultarles instructiva.

Señor Director.

Anoche, veinticinco mujeres jóvenes que desafiaron la censura pública para emigrar a Seattle, apodadas «las Chicas de Mercer», celebraron el décimo aniversario de su aventura. Veinticuatro de nosotras estamos casadas con los líderes cívicos de la comunidad y tenemos, en total, casi noventa hijos. Lizzie Ordway prefirió permanecer soltera y ya dirige la escuela más grande de la ciudad. Todas nosotras tenemos casa propia; nuestros hijos en edad escolar se desempeñan muy bien. Trece de nuestros esposos ocupan o han ocupado cargos públicos en nuestra hermosa ciudad.

Invitamos a veinticinco de las jóvenes que se negaron a venir con nosotros en 1866 a que se reúnan y nos envíen una carta describiendo qué han hecho en este tiempo.

Lydia Dart Henderson

- ¡Qué carta! -comentó Tom, al colgar nuevamente el documento.

Y el señor Ross añadió:

- Mi suegra continuó escribiendo cartas como ésa hasta el día de su muerte. Mucho de lo bueno que tiene esta ciudad surgió de las Chicas de Mercer.

- Alguien debería organizar otro barco como ése para los hombres de Alaska -sugirió Tom-. En Juneau vendrían muy bien dos o tres mujeres como Lydia Dart, en estos momentos.

La señora Ross, sonriendo, dijo:

- El viernes por la tarde, Tom, conocerás a la nueva Lydia Dart, sólo que ella tiene también el apellido Ross.

En el primer momento, Tom no captó el significado de lo que se decía, pero al ver que el señor Ross hacía un gesto de asentimiento comprendió que sus anfitriones estaban hablando de su hija. La señora añadió:

- Pasa la semana en la escuela del convento. Es bastante buena estudiante.

- Lydia Dart, la original, ¿era católica?

- En realidad, sí -dijo la señora Ross-. Pero cuando su iglesia trató de impedirle venir a Seattle, ella se apartó, en cierto modo. Luego se casó con un escocés que era estrictamente presbiteriano; a mí me criaron convencida de que era a un tiempo papista y presbiteriana. Nunca tuve ningún problema, pero siempre me han gustado las escuelas católicas. Enseñan bien a los niños, y a nuestra Lydia le hace falta esa disciplina.

Tom Venn pasó el jueves y el viernes en un estado de notable nerviosismo, preguntándose cómo sería Lydia y cómo reaccionaría él ante la nieta de la mujer que había escrito esa carta. Tenía miedo de quedar como un tonto. Pero sus aprensiones desaparecieron la noche del viernes, al regresar de la oficina: Lydia Ross, de diecisiete años, era una muchacha esbelta y vivaz, cuya vida feliz hacía que se presentara ante todos con una gran franqueza. Para ella no existían los tormentos de la adolescencia; suponía que tanto su famosa abuela como su bien adaptada madre habían disfrutado adolescencias similares y tenía intenciones de convertirse en una mujer como ellas. También adoraba a su padre y se sentía a gusto con su hermano menor, que estaba desarrollando actitudes similares. Cuando Tom Venn la vio entrar por la puerta principal, con el pelo rubio trenzado alrededor de la cabeza y el fuerte cuello descubierto, percibió inmediatamente que ella era una extensión de la feliz familia que tanto le impresionaba.

- ¡Hola! -dijo la muchacha, alargándole la mano con desenvoltura-. SOY Lydia. Papá me ha hablado de lo bien que obraste cuando ocurrieron los asesinatos en la fábrica.

- ¿Te habló de eso? -preguntó Tom, sorprendido de que el señor Ross hubiera discutido un hecho tan desagradable con su hija.

- Él nos lo cuenta todo -replicó ella, arrojando unos cuantos libros sujetos con una correa sobre la mesa del vestíbulo, donde pensaba dejarlos hasta la mañana del lunes-. Y me describió tu lucha con el oso pardo.

- En realidad, no fue una lucha. No me vas a creer, pero una muchacha india le dijo al oso que se fuera… y el oso se fue.

- ¿Qué tamaño tienen los osos pardos? Nuestro libro de geografía dice que son el doble de un oso común.

- Éste era de tamaño mediano. Pero un hotel de Juneau tiene uno de tres metros. Disecado, por supuesto.

- De lo contrario sería toda una atracción.

Estaba muy interesada en Alaska y destacó que aún no se le había permitido ir de visita en los barcos de su padre.

- Lo que quiero ver son los glaciares de que tanto nos habla. ¿Son tan grandes como dice?

- Al parecer, todo en Alaska es grande. Más grande de lo que imaginas. -Y Tom le describió el enorme témpano que había llegado flotando hasta el mismo umbral de la tienda, en Juneau.

- ¿En la propia calle principal, dices?

- En el agua, por supuesto. Pero sí, podías tocarlo con un palo.

- ¿Y qué hicieron con él?

- Un hombre le arrojó una cuerda y se lo llevó fácilmente con un pequeño remolcador.

- ¿Un remolcador así de pequeño y un témpano así de grande?

El modo en que la muchacha movía las manos era tan expresivo que Tom cayó bajo el hechizo de su vivacidad, su rápida reacción a la palabra hablada y su encantadora sonrisa. Desde entonces, cenar con los Ross se convirtió en un rito precioso. El sábado por la noche, Lydia entretuvo a los comensales con un burlesco relato de cómo dos de las monjas católicas de su escuela le habían tomado el pelo al joven sacerdote que ejercía de rector.

- Cuando terminaron con él, nos parecía alguien muy simple. Tan tonto, en realidad, que nos dio lástima.

- ¿Sabía él lo que estaba pasando? -preguntó Tom.

- No. En realidad, nunca sabe lo que está pasando.

El hijo de los Ross, que estaba en una escuela primaria pública, preguntó a Tom en qué tipo de escuela había estudiado. El joven dijo, como pidiendo disculpas:

- Era una escuela común, de Chicago. Pero la tuve que abandonar.

- Tom ha aprendido en la mejor de las escuelas -interrumpió el señor Ross-, en la misma que instruyó a mi padre: la escuela de la vida. -Pidió la atención a su hijo y añadió-: El joven que tienes ante ti, Jake, estaba prácticamente a cargo de nuestra tienda de Dawson cuando aún no tenía la edad de Lydia. Y un año después dirigía todo lo de Nome.

- ¿Las minas de oro? -preguntó el niño.

Y como Tom asintió con la cabeza, los jóvenes Ross pasaron a mirarle con mayor respeto.

Ese fin de semana fue el más rico en experiencia humana de cuantos Tom Venn había vivido hasta entonces, pues pudo ver cómo vivía una familia bien organizada y la gran libertad que se permitía a los hijos mientras cumplieran con las cortesías básicas; le impresionó, sobre todo, el hecho de que la señora Ross, obviamente orgullosa de su vivaz hija, prohibiera a Lydia salir el domingo por la tarde mientras no hubiera terminado sus deberes de fin de semana. Los libros abandonaron la mesa a la que Lydia los había arrojado, pero dos horas después estaba lista para dar un paseo por las colinas boscosas, detrás del castillo.

Fue un paseo que Tom no olvidaría nunca. Aunque el aire era invernal, el sol calentaba. Al principio, el estrecho Puget estaba centelleante, pero se tornó sombrío al llegar un chubasco del estrecho de Juan de Fuca. En cierto momento Tom dijo:

- Mira allá abajo. Casi parece que el corazón de la ciudad estuviera expuesto.

- ¡Qué bien usas las palabras! -observó Lydia.

- Mi madre, o algo así…

Lydia le preguntó qué quería decir con eso, por Dios. Él se echó a reír, incómodo, y explicó:

- Mi verdadera madre… bueno, huyó con otro hombre. Entonces mi padre se casó con Missy, en cierto modo. Era una mujer maravillosa… Quiero decir, es una mujer maravillosa. Ahora vive en Nome.

Y se interrumpió, abrumado por el contraste entre la caótica vida de Missy y el orden reinante en la casa de los Ross. Quería explicar por qué Missy Peckham, esa buena mujer, no había podido casarse con su padre, tal como ahora no podía casarse con el señor Murphy, pero era demasiado complejo.

- Mi padre piensa que yo debería seguir estudiando -comentó Lydia, cambiando prudentemente de tema-. Mi madre tiene sus dudas.

- ¿Dónde te gustaría estudiar?

- Aquí, en Seattle. En la universidad, tal vez.

- Sería bonito.

- Pero mi abuela se acordaba siempre con afecto de Boston. Antes de morir me dijo…

- ¿No estaba harta de Boston?

- ¡No! Escribió esa carta para provocarlos. Pero Boston le gustaba. Decía que era el faro de América y quería que yo estudiara allí. -De pronto Lydia calló, pues por su mente pasaban pensamientos poderosos. Al cabo de un rato, dijo-: Quiero ser como mi abuela, siempre valiente y dispuesta a intentar cosas nuevas. Creo que debo estudiar para alcanzar lo que deseo.

- ¿Y qué deseas?

- No sé. Son tantas las posibilidades, que no puedo decidirme.

Tom se echó a reír porque él se enfrentaba al mismo dilema.

- Igual que yo. Me encanta trabajar en Alaska e imagino años ininterrumpidos allá. Pero en Seattle me siento más a gusto y no sé cómo hacer para conseguir un puesto aquí.

- Creo que, si haces un buen trabajo en Alaska, lo lógico será que mi padre te traiga aquí, tarde o temprano. Tiene muy buena opinión de ti, Tom, Y también mi madre.

- Pero también me tiene reservado muchísimo trabajo para hacer en Alaska. -Tom puso fin a ese tema-. ¿Conoces a ese tal Marvin Hoxey?

- Es un hombre horrible. Realmente rastrero. Mi padre lo sabe, pero dice que a veces es preciso utilizar la herramienta que se tiene a mano. -Empujó una piedra con el pie-. Hoxey no engaña a papá ni por un momento.

Habían girado hacia la ladera oriental de la pequeña colina. El estrecho Puget ya no estaba a la vista, pero sí los lagos y los cursos de agua que definen ese sector de Seattle, tan atractivos a su modo como el paisaje más impresionante del Oeste.

- Siempre me ha gustado este paisaje -dijo Lydia-, menos imponente, pero más seguro.

- No me pareces una persona que busque seguridad -comentó Tom.

Y ella le corrigió:

- No me asustan los desafíos, pero me gusta tener un refugio seguro al final del día. Mi abuela opinaba lo mismo. Un día me dijo: «Yo no vine al oeste sólo a buscar aventuras. Vine a buscar un buen hombre y a construir un hogar sólido». Aventuras y un refugio seguro: es una buena combinación.

El lunes por la mañana le comunicó a Tom:

- Mi padre dice que te irás antes de que yo vuelva. Ha sido muy divertido conversar contigo. Comprendo que papá tenga tan buena opinión de ti, Tom.

Y se fue, esta vez con el pelo suelto a la espalda y los libros rebotándole contra la pierna derecha.

El martes, el señor Ross le anunció durante la cena:

- Quiero que supervises la entrega y la instalación del equipo para hacer latas. Nuestro barco zarpa el jueves y, después de anclar en Juneau, se detendrá en la fábrica. Los hombres allí te ayudarán con las máquinas y el nuevo aparato para soldar.

Tom tenía veintiún años y un aplomo asombroso para su edad. Sin azorarse, sugirió:

- ¿Y si tomara el barco del lunes y me reuniera con los hombres en la fábrica?

- ¿Por qué quieres hacer eso?

- Porque me gustaría mucho ver de nuevo a Lydia.

En la habitación se hizo silencio. Lo rompió la señora Ross, que dijo con alegría:

- Es una idea sensata, Malcolm. Estoy segura de que a Lydia también le gustaría ver a Tom otra vez.

Y la decisión se tomó sin más palabras, sin que el señor Ross mostrara irritación alguna por ver sobrepasada su autoridad. Tom Venn le gustaba y apreciaba la franqueza del joven.

El segundo fin de semana fue más serio que el primero, pues todos los Ross, sobre todo Lydia, tenían presente que Tom se había quedado expresamente para explorar más esa amistad. Cuando se quedaron solos, ella le dijo con franqueza que había roto otros dos compromisos para poder dedicarle tiempo. Al protestar Tom de que no habría debido hacerlo, Lydia replicó con franqueza:

- Oh, era lo que yo quería. De los muchachos que conozco, la mayoría son unos pelmazos.

- Dejarán de serlo cuando tengan cuatro años más -adujo él.

Y ella repuso:

- ya tienen cuatro años más y son unos pelmazos absolutos.

Dieron dos paseos por la colina, contemplando la ciudad y sus cambiantes pasajes; conversaron sin cesar sobre los estudios, los planes políticos del señor Hoxey y el futuro de Ross Raglan. El lunes por la mañana, al partir hacia la escuela, Lydia se detuvo en el vestíbulo, en presencia de sus padres y se despidió de Tom con un beso. No quería que hubiera ningún malentendido en cuanto a sus sentimientos.

Cuando las máquinas de armar latas estuvieron instaladas en Tótem, Tom Venn y Sam Bigears, que había aceptado a regañadientes hacer de vigilante de los edificios vacíos durante el invierno, comenzaron a prepararlo todo para la llegada de los trabajadores chinos y filipinos. De Seattle se trajeron enormes cantidades de arroz, pues ambos grupos se volverían difíciles de gobernar si la empresa trataba de alimentarlos con patatas, y se construyeron más literas para los chinos nuevos. Un día en que Tom cruzó el estuario a remo para visitar a Sam, cuya amistad quería retener, cometió la imprudencia de decirle:

- Éste puede ser el último año que empleemos a chinos.

Sam, que no sabía guardar rencores, aunque estaba disgustado desde la última visita de Tom, le preguntó:

- ¿Quién, si no? Tlingits nunca trabaja fábrica.

Tom no dijo más, pues preveía que podían presentarse problemas pero, en varias ocasiones posteriores, Sam quiso saber quiénes iban a ocupar el lugar de los chinos:

- Nosotros no queremos japoneses, no esquimales en nuestro territorio. Mucho mejor, demonios, si chinos y filipinos se van.

- Tal vez algún día se vayan -dijo Tom.

Pero a fines de abril llegó a la desembocadura del río de las Pléyades un gran buque canadiense, el Star of Montreal para depositar a noventa y tres trabajadores chinos. Mientras éstos bajaban por la plancha, Tom vio lo que temía: Ah Ting estaba al mando, una vez más, con su coleta larga y los ojos más desafiantes que antes, si eso era posible. Ese año sólo uno de sus compañeros hablaba inglés. Tom, al pasearse entre ellos, sospechó que más de la mitad eran inmigrantes recién llegados, pues no tenían idea del trabajo que iban a hacer.

- Quiero a dos de tus mejores hombres -dijo a Ah Ting.

- ¿Para qué? -preguntó el líder, dando a entender, como de costumbre, que sería él quien decidiera dónde trabajaría cada uno.

- Para manejar una máquina nueva.

Y Ah Ting replicó:

- Máquina nueva trabajo yo.

Pero Tom se opuso con firmeza:

- No, tú haces falta aquí. Para mantener el orden.

- Cierto -reconoció Ah Ting, sin animosidad. Él era el mejor y resultaba prudente que trabajara donde pudiese supervisar al mayor número de obreros. Designó a dos buenos trabajadores, pero cuando Tom se los llevó, Ah Ting insistió en seguirles, pues consideraba esencial saber qué estaba ocurriendo en cada parte de la planta. En realidad, actuaba como si la envasadora fuera suya, presunción que irritó a Tom, tal como había irritado al señor Ross durante los disturbios del año anterior.

En cuanto Ah Ting vio las pilas de latas aplanadas y las máquinas que les darían forma, comprendió la amenaza que ese nuevo sistema representaba para sus chinos. Entonces rechazó desdeñosamente esos aparatos, diciendo:

- No sirve. No más chinos trabajando aquí.

- Necesitaremos dos hombres capacitados para las máquinas -le aseguró Tom-. Y dos más, tal vez, para trasladar las latas.

Ah Ting no quiso saber nada de eso. El año anterior había supervisado a dieciséis de sus hombres en ese sector; ese año serían cuatro, a lo sumo, y él estaba seguro de que el señor Venn se apresuraría a reducirlos a tres, quizás a dos, cuando los hombres se familiarizaran con la operación del nuevo sistema. Pero ¿qué podía hacer, salvo mostrar su malhumor? Y lo hizo, dando todas las muestras de tornarse cada vez más intratable durante la temporada.

Ante esa insubordinación, Tom sintió la tentación de despedirle en el acto; pero sabía que ningún sustituto podría dominar a las veintenas de chinos necesarios para mantener en funcionamiento las mesas de limpieza y los hornos de cocción. Así, contra su propio criterio, esperó el momento apropiado, aceptando las protestas de Ah Ting, e hizo pequeñas concesiones en cuanto a la comida y el alojamiento para mantener satisfecho a su terco capataz.

Una vez logrado esto con más o menos éxito, tuvo que enfrentarse a la ira de los pescadores. Cuando el profesor Starling y su equipo aparecieron en escena para armar su trampa y los hombres de la zona vieron aquellas largas guías estiradas en casi toda la amplitud del estuario, comprendieron que allí acababan sus tiempos de dominación y comenzaron a causar dificultades. Los más recios entre los blancos trataron de demoler la trampa y cortar las guías; otros prometieron impedir que los barcos de aprovisionamiento amarraran en el muelle y se llevaran los cajones de salmón enlatado. También hubo amenazas por parte de los tlingits, pero al fin la gran trampa fue construida y las guías instaladas. Entonces los pescadores, a los que ya no se necesitaba, quedaron sin ningún poder para oponerse a los rápidos cambios que estaban invadiendo la industria.

Cuando los salmones maduros comenzaron a llegar al estuario, todos los peones observaron con atención, tratando de determinar si la trampa recogería suficientes peces para mantener llenas las mesas de limpieza; al terminar la primera semana era evidente que la trampa y sus dos guías funcionarían aun mejor de lo esperado por los hombres que la habían instalado. En verdad, cuando el profesor Starling revisó la operación detectó un problema que él mismo no había previsto:

- Está funcionando tan bien, señor Venn, que la encañizada no tiene capacidad para tantos peces como recibe. Sus hombres no están retirando el pescado lo bastante deprisa.

- Por el momento no podemos procesar más en el cobertizo de limpieza.

- Cuando el doctor Whitman perfeccione su Chino de Hierro -reconoció Starling- podremos acelerar la cadena. Pero ahora ¿qué haremos?

A pesar de su parlamento, las eficientes guías, al bloquear el movimiento de los salmones que se esforzaban por llegar a sus lagos natales, continuaban arrojando tantos peces grandes a la trampa y, desde allí, a la zona de retención que sólo había una forma de solucionarlo:

- Tendremos que dejar morir a los peces más débiles, los del fondo, y que se los lleve la corriente.

Así se hizo. Durante todo ese verano la trampa del río de las Pléyades atrapó muchos salmones grandes y se perdió una cantidad enorme entre los más débiles. Las águilas venían desde varios kilómetros a la redonda para darse un festín con el pescado en putrefacción; miles de peces que habrían podido proporcionar un sabroso sustento a las gentes hambrientas de todo el mundo se quedaban allí, contaminando las aguas bajas del estuario del Taku.

Más inquietante aún, con respecto al futuro de la industria, era la excesiva efectividad de la trampa. Los pescadores experimentados comenzaban a dudar de que los salmones maduros pasaran la barrera en número suficiente para asegurar la perpetuación de la especie.

- ¡Pero si la abrimos durante el fin de semana! -aseguró el profesor Starling a los escépticos de Juneau, al detenerse allí en su regreso a Seattle-. Si ustedes vieran las hordas de peces que pasan en esos dos días…

- Un día y medio -corrigió alguien.

Él asintió:

- Si ustedes vieran las hordas de salmones que escapan en ese período, comprenderían que el futuro está asegurado.

- ¿Y los peces que ustedes dejan morir en la encañizada? -preguntó otro hombre.

Starling contestó:

- En toda operación grande hay algún desperdicio. Es inevitable, pero a largo plazo no provoca ningún daño considerable.

Y allá fue otra vez, a seguir planeando otras seis trampas enormes que se instalarían en las envasadoras futuras de Ross Raglan.

En Juneau, algunos hombres interesados siguieron el consejo del profesor Starling y navegaron hasta el río de las Pléyades para inspeccionar la trampa en funcionamiento. Pero cuando el pequeño barco quiso amarrar, Tom Venn apareció en el muelle para advertirles que estaban en propiedad privada y que no se les permitiría el ingreso.

- Pero su profesor Starling nos invitó a venir para ver cómo funciona la trampa.

- Él no estaba autorizado a hacerlo -dijo Tom.

Los encallecidos pescadores de Juneau no se dejaron convencer tan fácilmente.

- Vamos a desembarcar, Venn, y si usted trata de impedirlo, habrá problemas.

No hubo confrontación, pues la trampa y sus guías se podían inspeccionar sin invadir la propiedad de Tótem. Tom indicó a los pescadores que llevaran su bote aguas abajo desde la trampa, pues de ese modo podrían observar la conducta de los salmones. Quien no conociera la pesca de Alaska habría quedado atónito al ver aquello: los salmones maduros entraban, no por docenas ni por centenas, sino por millares. Trescientos en un bloque, seiscientos, todos con el hocico apuntado contra la corriente. A veces el agua donde flotaba el bote se colmaba de peces: diez, quince mil salmones que pasaban apretados, con los cuerpos brillando al sol, a pocos centímetros de la superficie. En momentos de tanta abundancia parecía que la provisión era inagotable e indestructible.

Pero cuando esa multitud se aproximaba a las guías extendidas se enfrentaba a una situación diferente a todo lo conocido. Esas altas alambradas no eran como las cascadas que sus antepasados habían ascendido de un salto por incontables generaciones; estos nuevos adminículos eran barreras efectivas. Los consternados peces trataban de rodearlas, pero acababan siguiendo el curso de menor resistencia y nadaban hacia la trampa central; allí entraban en ese laberinto al que era tan fácil entrar, pero del que no se podía salir. Paso a paso se iban adentrando en él hasta que, por fin, pasaban a la relativa libertad de la gran encañizada de retención.

En esos momentos, los peces que llegaban a la encañizada eran tantos que los más débiles empezaban a notar la falta de agua en las agallas; con asombrosa celeridad, los más pequeños iban muriendo y sus cuerpos se hundían hasta el fondo de la encañizada, mientras los trabajadores de Tom Venn izaban a los supervivientes a la vía, para llevarlos al cobertizo de procesamiento, donde los hombres de Ah Ting los preparaban para la cocción.

Los pescadores de Juneau, al presenciar la magnitud de ese revolucionario método de pesca, vieron de inmediato que provocaba una terrible pérdida de peces, que no habrían causado los procesos antiguos. Uno de los mayores dijo:

- No tienen respeto por los salmones. Si siguen así, no sé qué va a pasar.

Pero uno de los botes se quedó un día más, para ver qué pasaba durante el fin de semana. El sábado por la tarde, cuando se cerró la trampa y se levantaron las guías, una horda de peces subió por Taku, pasó la trampa y continuó nadando hacia los lagos.

- Los que pasan podrían poblar toda Alaska y la mayor parte de Canadá -dijo uno de los hombres.

Ya reconfortados, vieron la situación de modo diferente.

- Es el sistema moderno -reconoció uno de los pescadores.

Y todos estuvieron de acuerdo en que, pese a la lamentable pérdida de salmones, probablemente escaparían en los fines de semana peces suficientes para mantener la provisión.

En 1904, cuando los pescadores de Juneau llegaron a esa errónea conclusión sobre la supervivencia de los salmones, Nerka, que ya tenía tres años de edad, habitaba las aguas dulces del lago de las Pléyades como si fuera a seguir toda la vida en esa rutina. Pero una mañana, tras una semana de agitación, se lanzó a una actividad sin precedentes, como si una campana hubiera convocado a todos los salmones de su generación para el cumplimiento de una tarea grandiosa y significativa.

Entonces, por motivos que él no podía identificar, sus nervios se estremecieron como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo, dejándolo agitado e inquieto. Llevado por impulsos que no comprendía, descubrió que le repugnaba el agua dulce de su lago natal, que antes lo había nutrido. pasó varios días revolviéndose con nerviosismo. De pronto, una noche, Nerka empezó a nadar hacia la salida de su lago, seguido por miles de su generación, y se arrojó a las aguas torrentosas del río de las Pléyades. Pero al partir tenía la premonición de que algún día, en años muy distantes, retornaría a esas aguas acogedoras en las que se había criado. Estaba a punto de convertirse en un salmón maduro. Su piel había tomado el lustre plateado de los adultos y, aunque aún medía sólo unos cuantos centímetros de longitud, su aspecto era ya de salmón.

Con poderosos golpes de su cola en crecimiento, nadó rápidamente por el río de las Pléyades; cuando se enfrentó a los rápidos que se arremolinaban entre rocas expuestas supo instintivamente cuál era la manera menos peligrosa para descender. Pero cuando su avance se veía amenazado por cascadas de altura más inquietante, Nerka vacilaba, estudiaba las alternativas y, por fin, se lanzaba a una vigorosa actividad, saltando casi jubiloso a la llovizna, debatiéndose en el descenso, hasta caer con un golpe seco en el fondo; allí descansaba por un momento antes de reanudar el viaje.

¿Registraba acaso esas cascadas al descender, por algún complejo mecanismo biológico, atesorando conocimientos para el día en que, dentro de dos años, algo le impeliera a ascender en dirección opuesta, a fin de fertilizar las huevas de alguna hembra igualmente decidida? Su viaje de retorno sería una de las hazañas más notables del mundo animal.

Pero ahora, al aproximarse a los tramos inferiores del río, se enfrentaba a un gran peligro: en una cascada más o menos insignificante, que normalmente habría franqueado con facilidad, el cansancio o el descuido hicieron que el agua lo arrojara contra una roca que sobresalía abajo. Cayó con un torpe chapoteo al pie de la cascada, entre un grupo de voraces truchas, todas más grandes que los salmones jóvenes. Con veloces movimientos, las truchas saltaron hacia los aturdidos salmones, devorándolos en cantidades asombrosas. Lo más probable es que Nerka, totalmente desorientado por el golpe contra la piedra, se convirtiera en una presa fácil y desapareciera antes de llegar al agua salada que lo llamaba.

No obstante ya había demostrado ser un pez decidido; de modo instintivo, pese a su embotamiento, esquivó el primer ataque de la trucha y se dejó caer entre las hierbas protectoras, de donde el otro pez no podría desalojarlo; con ese trémulo recurso eludió los ataques de la hambrienta trucha.

De los cuatro mil salmones nacidos con Nerka en 1901, en el lago de las Pléyades, ¿Cuántos sobrevivirían ahora? Es decir: ¿cuántos nadaron por el río de las Pléyades para cumplir su destino en el océano. La mortandad había sido tan terrible y constante que perecieron tres mil novecientos sesenta Y Ocho, dejando sólo treinta y dos vivos y dispuestos a la aventura en el océano. Pero sobre ese patético número se construiría la gran industria salmonera de Alaska, y serían Nerka y otros peces como él, luchadores y cautos, los que dieran tan ricas ganancias a industrias conserveras como la de Tótem, en el estuario del Taku.

Una mañana, tras haber escapado de las zanquilargas garzas reales y de los mergos, Nerka se aproximó al momento más crítico de su vida; ese pez de agua dulce iba a lanzarse a las aguas salobres del mar, no centímetro a centímetro ni lentamente, en un período de semanas, sino con un solo golpe de cola y la activación de sus aletas. Es cierto que el cambio del agua del lago a la del mar había sido gradual, pero aun así el salto del agua dulce a la salada era tremendo, como si a un ser humano que hubiera vivido a base de benévolo oxígeno se le dijera: «Dentro de una semana respirarás sólo gas metano». Ningún humano podría sobrevivir a eso, a menos que su metabolismo y su estructura fisiológica dieran un salto cuántico, y eso es lo que Nerka hizo.

Aun así, el ingreso en ese nuevo medio fue un golpe casi letal. Pasó varios días tambaleándose, acobardado ante la sal; en ese estado comatoso corría un peligro terrible: una inmensa bandada de voraces gaviotas blancas y cuervos negros revoloteaba en el cielo plomizo, dispuestos a sumergirse entre los vacilantes salmones jóvenes para atraparlos con el pico. La devastación creada por esas chillonas aves de presa era sobrecogedora: los futuros salmones perecían por millares en sus garras afiladas; los que sobrevivieron milagrosamente lo lograron sólo por suerte.

Nerka, lento en adaptarse al agua salada, era más vulnerable que ninguno, pues de vez en cuando se dejaba llevar de costado por la corriente, convirtiéndose en blanco fácil para las aves que se zambullían. Lo salvó la mera casualidad, no su propio esfuerzo. Después de escapar por muy poco, revivió lo suficiente para descender a las profundidades, a la oscuridad que amaba. Allí, lejos de los depredadores, hizo funcionar sus agallas, haciendo pasar por la fuerza esa extraña agua marina por su organismo.

Durante la mayor parte de ese verano, Nerka y sus compañeros se quedaron en el estuario del Taku, atracándose con el rico plancton y adaptándose al agua salada. Empezaron a crecer. Sus sentidos se aceleraron. Ya no temían luchar contra peces más grandes. Ya eran salmones; gradualmente, avanzaron hacia la boca del estuario, pues sentían la necesidad de alimentarse con los camarones y los peces pequeños que allí abundaban. Y a medida que maduraban, se veían impulsados a salir al océano abierto, buscando aventuras en las grandes aguas arremolinadas.

De los treinta y un compañeros que llegaron a la boca de Taku, la mitad pereció antes de llegar al océano, pero Nerka sobrevivió. Ansioso, pasó rozando la roca emergente de la Morsa y abandonó el estuario, para adentrarse en el Pacífico rumbo al oeste.

Mientras Nerka nadaba hacia el océano Pacífico, Tom Venn estaba cometiendo su primer error grave en la administración de Tótem. Los trabajadores chinos a los que Ah Ting había elegido para manejar las máquinas nuevas, las que convertían piezas planas de hojalata en envases terminados, no se estaban desempeñando bien. Quizá por ineptitud, quizá por malicia, hacían que las máquinas funcionaran mal. Tom, convencido de que era un caso de sabotaje, los retiró de esa sección e hizo trasladar las máquinas al sector de los filipinos, donde instruyó a cuatro jóvenes sobre el modo de hacer latas.

Cuando Ali Ting supo que el taller de latas, donde antes trabajaban dieciséis chinos, ya no daba trabajo a ninguno, montó en cólera. Sin su acostumbrada sonrisa, entró intempestivamente en la oficina de Tom exigiendo que se devolvieran las máquinas al sector de los chinos y que se designara para hacerlas funcionar no a cuatro sino a seis de los suyos. Tom no podía tolerar semejante intromisión en sus prerrogativas de director; después de escuchar las primeras frases de la queja, dijo:

- Soy yo quien decide quién trabaja y dónde. Ahora vuelve al cobertizo de limpieza.

Pero en el momento en que Ah Ting se retiraba, el muchacho tuvo una premonición de que ese frío rechazo podía provocar problemas. Quiso seguirle para explicar más en detalle los motivos de su decisión, pero fue interrumpido por la llegada de uno de los filipinos encargados de las máquinas y no pudo aplacar al chino.

El problema no tenía ninguna importancia:

- ¿Cómo llevamos las latas terminadas a la línea de envasado, señor Venn?

Ah Ting no habría permitido que uno de sus hombres hiciera una pregunta tan tonta; él mismo habría ideado tres o cuatro maneras de trasladar las latas, para probarlas luego e informar al señor Venn de cuál era la más efectiva. «Pero los filipinos tienen que aprender», se dijo Tom. Cuando el problema quedó resuelto, exactamente del modo que habría elegido Ah Ting, el muchacho volvió a su oficina. Apenas tuvo tiempo de firmar unas pocas cartas de embarque cuando oyó una terrible conmoción que le hizo volar a los cobertizos.

Descubrió entonces que, cuando dos de los trabajadores filipinos traían las latas terminadas a la línea, invadían el terreno que siempre había correspondido a los chinos y, por esa causa, dos hombres de Ah Ting los habían atacado con cuchillos.

Los filipinos eran dos hombres capaces, que con frecuencia se habían peleado con chinos en su tierra natal, donde las dos razas mantenían una tregua inestable. Decididos a no dejarse intimidar por esos chinos, asieron las armas que encontraron a mano, incluido un pesado martillo, y rechazaron a sus atacantes, pidiendo refuerzos en tagalo; en menos de un minuto, cinco o seis filipinos entraron violentamente en el edificio.

Eso no se podía tolerar, ya que los chinos consideraban inviolable su zona de trabajo. Cuando Tom Venn llegó al sitio de la refriega, los hombres se estaban arrojando unos a los otros contra los muros y blandiendo cuchillos peligrosamente cerca del cuello ajeno. Sin tener en cuenta el peligro que corría, el joven asió a Ah Ting por el brazo, y le gritó:

- ¡Tenemos que parar esto!

Al rato, sobre todo gracias a la efectividad de su capataz chino, logró acallar los gritos y redujo el desmán a gruñidos y amenazas por lo bajo. Por fortuna, ninguno de los bandos comprendía las viles acusaciones lanzadas Por el otro. Los filipinos se retiraron a sus dominios, convencidos de llevarse la victoria.

No era así. En una cautelosa reunión de Venn con Ah Ting y el líder de los filipinos, sensato ciudadano de Manila que dominaba tanto el inglés como el chino, se acordó una tregua. Los filipinos continuarían fabricando las latas, pero el transporte a la línea de envasado quedaría a cargo de los chinos que habían sido expulsados del taller. De este modo, Ah Ting recobraba los cuatro puestos perdidos.

Cuando Tom volvió a verle, el capataz había recobrado su enorme sonrisa.

Sin embargo, la tregua no duró mucho. Los filipinos que manejaban las dos máquinas las trabaron sucesivamente, sin que nadie de su sector supiera cómo repararlas. Llamaron a Tom, que se acercó a las máquinas estropeadas lleno de confianza, pero se descubrió igualmente incapaz de arreglarlas. Por lo tanto, con bastante bochorno, tuvo que mandar por Ah Ting, el inveterado reparador, para que la planta pudiera continuar en funcionamiento.

Ese amo de máquinas y personas se presentó con aire insolente, como si dijera a Venn y a sus filipinos: «Aquí nadie puede hacer nada sin mi ayuda». Puso manos a la obra y, en menos de dos minutos, identificó el problema. Quince minutos después ambas máquinas funcionaban como nuevas, en realidad, mejor que antes, pues él había corregido una falla de diseño.

Por desgracia, al terminar dijo en chino, olvidando que el líder de los filipinos entendía ese idioma:

- Ahora puede que hasta los estúpidos filipinos puedan manejar estas máquinas sin romperlas.

Cuando el capataz filipino tradujo ese insulto a sus compañeros, cuatro de ellos se abalanzaron sobre Ah Ting, el cual se defendió con sus herramientas. De cualquier modo, si Tom no hubiera acudido en su ayuda, el chino habría resultado aplastado por sus atacantes.

Esa noche Tom redactó una carta para el señor Ross, que enviaría a Seattle:

Por eso he decidido, de una vez por todas, que no podemos seguir trabajando con estos chinos intratables. Los despediría a todos mañana mismo, si hubiera algún modo de hacer funcionar la planta sin ellos. ¿Cómo marcha ese Chino de Hierro? ¿Podremos depender de esa máquina el año que viene? Naturalmente es lo que espero.

Ross, al recibir esa carta, corrió al laboratorio del doctor Whitman; éste, a su vez, mandó por su colega, el profesor Starling, el mismo que había instalado la efectiva trampa de Tótem. Cuando los tres estuvieron ante el último modelo del Chino de Hierro, el empresario preguntó sin rodeos:

- ¿Podemos arriesgarnos con esto el año próximo?

Para su satisfacción, los dos ingenieros respondieron que las primeras dificultades habían sido eliminadas.

- ¡La cosa funciona! -aseguró el doctor Whitman, sin dejar lugar a dudas.

Pero Ross dijo:

- Me gustaría verlo con mis propios ojos.

Trajeron unos cuantos pescados del tamaño aproximado del salmón Y, en cuanto la rueda impulsada a vapor puso en funcionamiento las diversas cintas transportadoras que hacían moverse las cuchillas, Whitman los fue poniendo al alcance de la máquina, alternando cortos con largos. Sin fallar, las primeras cuchillas cortaban la cabeza y la cola, mientras el artefacto medía el cuerpo del pez y se adaptaba sin falla, permitiendo que la tercera cuchilla lo destripara limpiamente y lo pusiera en camino.

- ¡Qué maravilla! -gritó Ross. Y apartó a Whitman de un codazo para poner él mismo los distintos pescados en la cinta. Durante varios minutos, el Chino de Hierro no cometió ningún error.

- ¿Cuándo podremos tener esto en Alaska?

El doctor Whitman eludió la respuesta.

- Quiero que vea las innovaciones que hemos introducido. Las partes móviles han sido reducidas a la mitad, con lo que se reducen a la mitad las cosas que pueden fallar. Fíjese usted qué sólidas son las piezas.

Tomó un pequeño martillo para golpear las articulaciones críticas, demostrando que podían soportar el considerable maltrato que recibirían de los trabajadores no especializados.

- Bien, muy bien -ponderó Ross, impaciente-. Pero ¿cuándo podremos instalarlas?

Y el profesor Starling respondió:

- Creo que deberíamos enviar este prototipo ahora mismo, para ver si en Alaska funciona igual. Antes de principios de octubre tendremos hechos todos los ajustes necesarios. Así, en abril del año próximo toda la planta funcionará sin emplear otra cosa que estas máquinas.

- ¡De acuerdo! -exclamó el empresario-. ¿Cuántas máquinas necesitaremos en Tótem?

Starling, que conocía bien las instalaciones, dijo:

- Tal como está la planta ahora, bastará con seis.

Y Ross ordenó:

- Perfeccione ésta sobre el terreno y constrúyame ocho. Vamos a ampliar la envasadora Tótem.

Fue así como, en el mes de julio, el vapor de R R Queen of the North amarró en el estuario del Taku, llevando tres largas y misteriosas cajas, que fueron transportadas a un cobertizo nuevo, apresuradamente construido para albergar la maquinaria milagrosa. Tom prefirió no informar a Ah Ting de la función que tendría el contenido de las cajas, pero en cuanto las piezas fueron desembaladas, detrás de ventanas cegadas con tablas para impedir el espionaje, el chino halló un modo de penetrar en el misterio. Lo que vio allí le inquietó. Después de inspeccionar furtivamente todas las partes de la nueva máquina, dedujo cuáles serían sus funciones e identificó sagazmente su modo de operar. Una noche, cuando el artefacto estaba ya armado por completo, Ah Ting entró subrepticiamente en el nuevo cobertizo e, iluminándose con cerillas robadas en la cocina, siguió cada paso del proceso, imaginando cómo funcionarían las distintas partes. Al acabar, conocía la máquina casi tan bien como sus inventores.

Allí, en la oscuridad, una vez agotadas las cerillas, comprendió el motivo de tanto secreto por parte de Tom: «No más chinos. Latas, a los filipinos, Muy pronto, salmón destripado por esta cosa maldita». Reflexionó sobre el triste estado de las cosas durante varios minutos. Por fin expresó el motivo que le afectaba más directamente: «Muy pronto, no más Ah Ting».

A las nueve de la mañana del día siguiente, los agitados chinos invadieron la oficina de Tom Venn, haciendo gestos que él pudo interpretar: en el cobertizo donde trabajaban había graves problemas. En la creencia de que había estallado otra riña entre chinos y filipinos, cogió un pesado trozo de madera, similar a un bate de béisbol, y corrió al cobertizo, donde nadie estaba trabajando. Allí descubrió la causa de la conmoción.

Ah Ting había desaparecido. Sus hombres estaban seguros de que no había pasado la noche en el alojamiento de los chinos. Inspeccionaron a fondo los terrenos de la fábrica (superficie ya considerable) sin hallar rastro de él. Y durante la noche empezó a correr el rumor de que los filipinos lo habían asesinado. Tom se negó a aceptar esa acusación. Después de llamar al otro chino que hablaba inglés, le advirtió:

- Di a tus hombres que no repitan eso o tendremos otra pelea. Ah Ting tiene que estar por aquí, en alguna parte.

Luego corrió al alojamiento de los filipinos, donde comprobó muy pronto que Ah Ting no había sido víctima de ningún ataque premeditado. Esos hombres le gustaban; encontraba en ellos posibilidades que aprovecharía cuando el efecto perturbador de los chinos hubiera desaparecido.

- Por hoy no se trabaja más -dijo a sus líderes-. Que ninguno de ustedes se acerque al sector de los chinos.

Luego concentró su atención en Ah Ting. Cuanto más investigaba, más frustrado se sentía. El hombre no estaba en la planta. Si había sido asesinado, seguramente lo habían arrojado al estuario con un peso, para que permaneciera oculto allí para siempre. Hacia las tres de la tarde ordenó a todos que volvieran al trabajo, pero apostó guardias blancos para cuidar de que los dos grupos orientales permanecieran separados. Ah Ting había desaparecido; no tenía sentido seguir tratando de imaginar cómo. Venn se hizo cargo personalmente de los chinos. Esa noche, después de haber tratado en vano de zanjar las interminables disputas que surgían entre esa fuerza laboral, se escabulló hasta el cobertizo nuevo para inspeccionar la milagrosa maquinaria instalada allí.

- No veo la hora de que podamos prescindir de ellos -murmuró, con ceñuda satisfacción.

Y fue a acostarse, convencido de que 1905 sería un año mucho mejor que 1904.

Una vez que Ah Ting hubo descifrado el misterio de la máquina escondida en el cobertizo nuevo y comprendido que significaba el fin de su empleo en Tótem, dedicó unos quince minutos a decidir lo que haría. Su decisión principal fue una que hasta entonces no había concebido: «Quiero quedarme aquí». Después de refexionar brevemente, llegó a la conclusión de que Alaska le gustaba, respetaba a la gente que allí había conocido, como Tom Venn, y tenía mucho aprecio por los pocos indios que había tratado en la fábrica. Más importante aún: detestaba la perspectiva de que le enviaran de nuevo a China; en cuanto a San Francisco, sus recuerdos de la ciudad eran deplorables.

Por tanto, en el apuro del momento, hizo lo que suelen hacer los hombres resueltos ante una situación intolerable: decidió marcharse por su cuenta y correr los riesgos de comenzar una vida nueva, mejor que la conocida en el pasado y que la que disfrutaba por entonces. Además de coraje, que hacía mucha falta, contaba con ciertas certezas: «Sé de máquinas más que nadie, más que el mismo señor Venn. Trabajo más que nadie, y dudo que haya muchos dispuestos a arriesgarse como me arriesgué yo para salir de China y escapar a los asesinos de San Francisco. Si alguien puede hacerlo, SOY YO»

Acto seguido, salió subrepticiamente del nuevo edificio por la entrada que había abierto, retirando una tabla del suelo. Sólo con lo que llevaba puesto, dejando todo su equipo en el alojamiento, caminó tranquilamente en la oscuridad hasta la desembocadura del río de las Pléyades, allí donde se ensanchaba antes de incorporarse al estuario del Taku. Estaba fuera de la planta y, por el momento, a salvo de ser descubierto por nadie. Aunque no era en absoluto un criminal, todos los chinos sabían que Alaska no permitía el establecimiento de orientales dentro de sus fronteras: «En otoño, el que no se embarque de regreso a Seattle se arriesga a ser detenido».

Pero con la experiencia acumulada durante su estancia en Norteamérica, Ah Ting estaba seguro de que, en cualquier lugar que se instalase, podría ganarse la vida arreglando cosas. Se consideraba valioso como carpintero, fontanero y albañil; gente así siempre era bien recibida, pese a lo que dijeran las leyes. Como antes, estaba dispuesto a correr los riesgos.

Había oído hablar mucho de Juneau. Por lo que comentaban las gentes que vivían allí, parecía un sitio atractivo, justamente el tipo de comunidad en expansión que tendría trabajo para un hombre de su talento. Lo que no sabía era cómo llegar. En varias ocasiones había hecho preguntas veladas, pero los capataces blancos siempre decían: «Vinimos en barco», y él no tenía barco. También sabía que Juneau estaba al otro lado de los dos glaciares que le eran familiares. A la Morsa la había visto tres veces, cuando el barco de Seattle le llevaba o le traía; en cuanto al glaciar Pléyades, lo había visto casi todos los días desde su llegada a Tótem. Eran formidables barreras de hielo, que se prolongaban por muchos kilómetros, y él no tenía ningún deseo de confiar su suerte a terrenos tan difíciles.

Tres o cuatro veces, durante sus temporadas en Tótem, había visto a un indio maduro que visitaba el lugar; sabía, por haberlo oído casualmente, que ese tlingit llevaba el extraño nombre de Bigears. Y como Ah Ting tenía un apetito insaciable de cualquier información que más adelante pudiera serle útil, recordaba varios comentarios escuchados al azar, según los cuales Bigears no estaba del todo contento con la presencia de esa planta tan cerca de su casa.

¿Y dónde estaba esa casa? Prestando muchísima atención, Ah Ting había averiguado que ocupaba el promontorio visible, al norte de la planta. En ese momento, en la oscuridad y sabiendo que no tenía allí amigos en quienes confiar, llegó a la conclusión de que, si podía comunicarse con ese tal Bigears, tal vez hallara un modo de llegar a Juneau.

Caminó un largo trecho tierra adentro, a partir del muelle de Tótem, hasta encontrar un sitio donde el río se angostaba. Cubrió la primera parte vadeando y luego nadó la breve distancia que le faltaba para llegar a la costa norte. Esperó una hora en la noche cálida, para que la ropa se le secara un poco, y echó a andar por la orilla derecha del río, hasta que la cabaña de Bigears apareció a la vista. Como había luz en la ventana, aspiró hondo varias veces y, decidido a actuar con audacia, golpeó a la puerta.

Quien abrió no fue Sam Bigears, el hombre que él había visto en la planta, porque estaba en Juneau. Fue Nancy, su hija, que no demostró ninguna sorpresa al ver a un chino de pie ante su puerta.

- ¡Hola! ¿Hay problemas en la fábrica?

Él comprendió la pregunta y sus sugerencias. En lo que dijera a continuación se jugaría su futuro.

- Quiero ir a Juneau.

- ¿Te envían de la fábrica? ¿Por qué no te dieron un bote?

- Escapo. No más trabajo planta.

Nancy Bigears, también disgustada con la fábrica levantada al otro lado del estuario, comprendió su aprieto y dijo:

- Pasa. ¡Madre!, viene un hombre a verte.

La señora Bigears salió serenamente de un cuarto trasero. Al igual que su hija, no pareció sorprendida por la presencia del chino.

- Tiene los pantalones mojados -dijo en tlingit-. Pregúntale si quiere té.

De este modo, Ah Ting conoció a la familia Bigears, que le escondió durante tres días, hasta que Sam regresó de su viaje. Cuando Nancy le contó lo ocurrido con todo detalle, él saludó cordialmente a Ah Tíng. Le aseguró que podría llegar a Juneau y, más aún, que en la joven capital se necesitaban buenos trabajadores para veinte oficios de construcción y reparación, como mínimo.

El segundo día desde la'llegada de Ah Ting, el tlingit le dijo con franqueza a su invitado:

- Yo nunca gusta chinos en Alaska. Si se van, buena cosa.

- Trabajo mucho -replicó Ah Ting.

- Es muy importante en Juneau -aseguró Sam.

Esa tarde llevó al chino a pescar aguas arriba. Durante la ausencia de ambos, Tom Venn se hizo llevar a remo al otro lado del estuario, para averiguar si la familia Bigears había visto al desaparecido Ah Ting.

- No ha hecho nada malo -explicó a Nancy, a quien veía en contadas ocasiones desde aquel encuentro romántico-. Le necesitamos en la planta, para que mantenga a raya a los otros chinos.

Sin mentir del todo, Nancy respondió que ni ella ni su madre sabían dónde estaba el misterioso fugitivo. Mientras rehuía las preguntas de Venn, pensaba: «Si Ah Ting quiere escapar de esa prisión, le ayudaré». Por eso no dijo nada a Tom.

Pero el muchacho, tras haberse tomado el trabajo de cruzar el estuario y después de no ver en varios meses a Nancy, no quiso irse de inmediato y aceptó el té que le ofrecía la señora Bigears. Siempre interesado en el futuro de Nancy, preguntó:

- ¿Sigues estudiando en Juneau?

- Estoy de vacaciones.

- ¿Y aprendes algo?

- Hay dos maestros buenos, cuatro bastante malos.

- Los buenos son hombres, supongo.

- Mujeres todas. El rector es hombre, un verdadero tarugo.

- ¿Y eso qué significa?

- Tú no lo emplearías ni para barrer la nieve frente a tu tienda.

- Ya no trabajo en la tienda. El señor Ross quiere que me dedique a instalar más plantas conserveras.

- ¿Por todas partes?

- En cuanto él consiga autorización del gobierno.

- ¿Y vas a despojar los ríos? ¿Como aquí?

- Venderemos latas de salmón por millones. Todo el mundo será rico. Ella señaló la planta:

- Ésa no ha hecho rico a nadie. Despediste a todos los pescadores. Ahora supongo que despedirás también a todos los chinos.

- ¿Quién te ha dicho eso?

- La gente habla. En Juneau todo se sabe muy pronto. Esos dos hombres de la universidad, los que vinieron hace tres semanas, tenían dibujos de una máquina nueva. ¿Para qué sirve esa máquina?

- ¿Quién te lo ha dicho?

- La mujer que trabaja en el hotel. Ella vio los dibujos. Sabe que eran de una máquina. -En ese momento Nancy cayó en la cuenta de lo que pasaría si Tom Venn estuviera todavía allí cuando su padre volviera con Ah Ting. Entonces dijo, abruptamente-: Bueno, supongo que debes volver al trabajo.

- Sí, me voy.

El joven echó a andar hacia el bote que esperaba, pero no le satisfacía el modo en que se había desarrollado la visita. Entonces volvió a la casa y, cuando Nancy abrió la puerta, le pidió que le acompañara hasta el tótem. A la sombra del poste, le preguntó:

- ¿Qué te pasa, Nancy? ¿Te he ofendido en algo? -Lo hizo con tanta franqueza que ella se avergonzó de haberle tratado con tanta brusquedad.

- Me parece que, la última vez, acordamos seguir cada uno su camino. Es lo mejor.