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La boda de Dario Asfar y Elinor Wardes se celebró, como suele decirse, «en la más estricta intimidad», debido a la edad de los contrayentes, su reciente y doble luto y, sobre todo, a que ambos estaban extraordinariamente ocupados y no tenían tiempo que perder. No obstante, habían decidido descansar ocho días en La Caravelle. Dario no veía el momento de estar allí, de contemplar la casa y el jardín que amaba, sabiendo que nunca se los arrebatarían, que conservaría su inalienable disfrute hasta la muerte y que después pertenecerían a Daniel. Como Elinor no tenía hijos, a petición de Dario había hecho testamento en favor de Daniel, al que nombraba su heredero.

Se sentía débil y enfermo, pero al mismo tiempo feliz, con la humilde felicidad física de quien se dispone a disfrutar de un reposo al final de una larga y dura jornada. Su más vivo deseo era morir en aquella terraza, donde antaño esperaba a Sylvie. Sí, aquél era el final de uno de esos viajes largos, agotadores y llenos de peligros que hacen parecer aún más grato el alto a resguardo de un techo, el calor de una casa y el placer de una comida, antes de proseguir el camino desconocido que se interna en la noche.

Era de esperar que algunos amigos pasaran por su casa para felicitarlos y tomar una copa de champán a su salud; pero Dario y Elinor no tenían amigos como el común de los mortales, sino un enjambre de relaciones, una corte, porque ¿qué persona un poco conocida en París no vive rodeada de una especie de corte? Como no querían desairar ni excluir a nadie, al regreso de la alcaldía del octavo distrito, en la avenida Hoche los esperaba un gran número de invitados.

Elinor llevaba un ramo de orquídeas en la mano y una sola, pálida y con el largo cáliz violeta oscuro, casi púrpura, prendida al corpiño, un largo vestido de terciopelo violeta, un sombrero negro, un espléndido abrigo de pieles y algunas joyas muy hermosas pero nada ostentosas. Junto a Dario, así se había presentado ante el alcalde, encargado de casarlos. Su mano desenguantada estaba un poco crispada. Aunque fuera su tercer matrimonio, Elinor era un ser humano: estaba emocionada. Apretaba contra su costado, en un gesto sin duda inconsciente, el bolso de terciopelo violeta con cierre de diamantes, que entre otros documentos importantes contenía la copia del testamento exigido por Dario. Bajo la piel, discretamente maquillada, su dura mandíbula estaba tensa, y sus labios entreabiertos dejaban ver los hermosos y afilados dientes, un poco más largos de lo normal. Su cabello pelirrojo relucía bajo el sombrero negro.

Ahora, en su casa, se mostraba amable con todos. Miraba sonriendo a quienes la rodeaban. Estaban todos allí, la gente a la que se mima y se halaga, la gente de la que uno se sirve, los útiles, los poderosos, los elegidos.

«Pero en realidad ya no los necesito», pensó Dario con asombro, como si viera caer unas cadenas. Aunque, si ya no eran clientes suyos, seguirían siéndolo de Elinor: comprarían motores de la marca Wardes.

La generala Muravin también se encontraba entre los presentes. Ahora manejaba millones: podía ser invitada. De pronto Dario se acordó de la noche en que había nacido Daniel, cuando estaba delante de aquella mujer, hambriento, tembloroso, miserable, incapaz de decir otra cosa que «Necesito dinero…» una y otra vez. Toda su vida había repetido y parafraseado esas palabras. No podía creer que eso hubiera acabado, que no volvería a pronunciarlas ante nadie. ¡Cómo lo admiraba ahora todo el mundo! Los ingenuos lo creían casi un genio. Los demás lo respetaban, porque en definitiva era rico, había conquistado a la mujer de Wardes.

—El pobre Wardes… ¿Cómo se desharían de él?

—No, exagera usted; a su mujer, la pobre Clara, sí, sin duda la mató él. Pero ¿a Wardes?

Le parecía estar oyéndolos.

Entre los murmullos de la gente que lo rodeaba, ¿qué no oiría si aguzaba el oído? «Dario Asfar, el charlatán… ¡Cuántos crímenes sobre su conciencia! ¿Sabía esto…? ¿Y lo otro…? ¿Y lo de más allá…?». Pero de repente una voz tímida protestaba: «Todo lo que ustedes quieran, pero curó a mi cuñada». Siempre hay alguien (el fiel a ultranza, el alma cándida, el último y obstinado esclavo) que replica: «Pero curó a mi cuñada».

No obstante, poco a poco iba adoptando una expresión sombría y preocupada. Había confiado en que Daniel se presentara, aunque sólo se quedara un instante. El día anterior todavía le había suplicado: «Sólo un momento, hijo». Y al final el chico había murmurado de mala gana: «De acuerdo». Dario había prohibido a Elinor que diera a Daniel el regalo que le había comprado: una pitillera demasiado bonita, demasiado cara. Después de gastarse tanto dinero, a cambio ella habría esperado y exigido, demasiado visiblemente, el agradecimiento y la amistad de Daniel.

«Hijo mío… —Pensó Dario con dolorida ternura—. Ahora sufres y me desprecias. Pero por desgracia conozco el corazón humano. Un día heredarás la fortuna de Elinor y entonces me juzgarás con menor dureza. Y si deseas ofrecérsela a Claude Wardes, puede que incluso bendigas mi recuerdo…».

Pero Daniel no aparecía. Por fin, los invitados se marcharon.

Dario aprovechó el primer instante que estuvo solo para preguntarle al criado:

—¿Está mi hijo en casa?

—El señorito Daniel ha llegado hace una hora. Ha subido a su habitación. Me ha parecido oír que volvía a irse. ¿Quiere el señor que vaya a ver?

—No —respondió Dario a su pesar.

Se dirigió a la habitación de su hijo. Daba dos pasos, se paraba y se llevaba la mano al corazón. No sabía exactamente qué temía. Al ver la habitación vacía soltó un profundo suspiro. Sí, era lo que se imaginaba: el chico se había marchado. Se había llevado la fotografía de Clara. Dario abrió un cajón. Vio que había cogido alguna prenda interior. Buscó con la mirada el neceser, regalo de su madre. Había desaparecido. Buscó una carta. Nada. ¡No había nada! Pero Sylvie sabría dónde estaba y le daría noticias suyas.

«Si aún me quedara mucho tiempo de vida —pensó Dario—, tendría la oportunidad de volver a verlo. Se hará mayor y se volverá más cínico y sensato. Pero cuando me muera todavía será un niño. Aún no me habrá perdonado. No volveré a verlo».

Estaba en medio de la habitación, sombrío y cabizbajo. Elinor entró y se acercó a él.

—¿No está Daniel?

—No. Se ha ido.

—¡Oh! —murmuró ella tras un breve silencio. Dario se dio cuenta de que se alegraba, aunque sus duros ojos se esforzaron en adoptar una expresión compasiva—. ¡Oh! ¡Pobre Dario! Qué terrible…

—Volverá —anunció Dario—. Por la herencia.

*