10

Wardes acabó curándose. Dario sentía que lo había salvado y se alegraba, aunque en ciertos momentos su paciente le inspiraba una aversión rayana en el odio.

Acudía a La Caravelle dos veces al día en el coche de Wardes. No podía evitar pensar en el dinero que cobraría cuando el enfermo se repusiera, pero se avergonzaba de su codicia y sus secretos cálculos. Vergüenza y deseo, eso era lo que sentía con mayor intensidad en aquella época de su vida. Vergüenza de ser irremediablemente lo que era; deseo desesperado de transformarse, de cambiar de aspecto, condición y alma.

¡Cómo admiraba a Sylvie Wardes! Cómo rondaba deslumbrado ante el umbral no sólo de su riqueza, sino también de bienes que hasta entonces sólo conocía de nombre: la dignidad, el desinterés, una educación exquisita, el orgullo que aniquila el mal haciéndole caso omiso. Eso era lo que había ido a buscar a Europa, se decía Dario. Eso, y no sólo el dinero o el éxito, no solamente una vida más cómoda, de mullidas camas, buena ropa y comida diaria. «Sí, a todos vosotros que me despreciáis, franceses ricos, franceses felices: lo que yo quería era vuestra cultura, vuestra moral, vuestras virtudes, cuanto es más noble que yo, diferente de mí, diferente del lodo en que nací».

¡Y de pronto, había encontrado a una mujer real que se parecía a sus sueños!

Él era insignificante a sus ojos, y lo sentía tan dolorosamente que se prohibía pensar en ella como un hombre piensa en una mujer. A veces notaba surgir en él un deseo carnal, amoroso, vivo, como el calor ardiente que se eleva de un fuego oculto. Librarse de aquel apetito secreto le habría sido tan imposible como desprenderse de su aliento, su sangre o su mirada; pero sólo brotaba a bocanadas acres, y lo horrorizaba.

Un día, Wardes lo retuvo más de lo habitual. Como era tarde, Sylvie le rogó que se quedara a cenar.

—No me atrevo —murmuró Dario a su pesar.

Ella no le preguntó por qué. Adivinaba su huraña timidez; parecía leer en su corazón.

—¿Lo espera alguien? —se limitó a preguntarle.

Lo esperaba Clara. ¿Qué diría su mujer?

¡Oh, se alegraría! ¡Suponía un avance para él, una oportunidad excepcional! En su imaginación y en la de Clara, los Wardes ocupaban una posición elevadísima. «No me sorprendería saber que ella es de familia noble», le había dicho a Clara.

Aceptó, recordando las noches de su juventud en que leía a Balzac acostado junto a Clara bajo una fina manta, tiritando en una habitación sin fuego, pese al calor de aquel cuerpo cercano al suyo, e imaginando una vida brillante y pasiones embriagadoras. ¡Y ahora se hallaba en una casa fastuosa e iba a sentarse a la mesa de Sylvie Wardes!

Era consciente de que iba mal vestido y mal afeitado, vergüenza que nunca lo abandonaba.

«Pero esto es demasiado importante, demasiado profundo para dejarme arredrar por la vergüenza —se decía—. Demasiado inesperado… ¿Podía imaginar que un día yo, Dario Asfar, sería recibido aquí como un igual? ¿Qué digo? Como un bienhechor. Porque he salvado a Wardes. Puede que esto sólo sea el comienzo de una carrera honorable, tranquila, como pude haberla soñado cuando me marché de casa para buscar fortuna en un mundo desconocido».

Siguió a Sylvie Wardes hasta una estancia de la planta baja, un pequeño comedor que tenía la ventana abierta. El crepúsculo era suave y cálido.

Dario miraba la mesa y todo lo maravillaba: las flores, los platos finos, las cuatro mujeres de terracota bailando con faunos que adornaban el centro, la sencilla y elegante mantelería, el silencioso servicio, el menor movimiento de la anfitriona…

Comió poco, pero el vino, al que no estaba acostumbrado, un vino tibio y delicioso del que ignoraba hasta el nombre, se le subió a la cabeza de golpe. Sentía una profunda turbación, una felicidad extraordinaria y esa incipiente embriaguez que hace que todo parezca risueño, amable, que desata misteriosamente la lengua y consigue que el corazón más cerrado se estremezca y se entreabra.

—Qué hermoso es todo esto… —murmuró con suavidad. Acariciaba el fino cristal de la copa, lo miraba al trasluz, olía el vino—. Nunca había visto nada parecido —añadió bajando el tono—. Nunca.

Ella pensó con asombro que aunque Dario debía de conocer el infierno de su vida con Wardes, no obstante lo envidiaba. «Si supieras —se dijo— las tristes cenas que he tomado aquí, sola, día tras día, y las vanas esperas, las largas noches, las lágrimas…». Pues claro que lo sabía. Dada la vida escandalosa que llevaba Wardes, todos podían adivinar cada humillación sufrida, interpretar cada suspiro, reír por lo bajo, compadecerla.

Ése era el dolor más vivo, el más insoportable. No poder aceptar humildemente la suerte que le había correspondido, no conseguir ahogar en su corazón un orgullo culpable, seguir estremeciéndose, seguir temblando ante cada mirada curiosa o apenada que le lanzaban.

Sin embargo, ¿quién lo habría imaginado? Soportaba los sarcasmos, la piedad o el desprecio con una indiferencia tan creíble…

Pero no se trataba más que de fingimiento, otro disfraz del orgullo. Admiraba a Dario, aquel desconocido, aquel extranjero a quien había invitado por caridad esa noche, por mostrarse ante ella con tanta sencillez, por no ocultar su miseria, por no sentir vergüenza ni doloroso pudor. Comprendiendo que ninguna pregunta sería indiscreta, que Dario la aceptaría con gratitud y estaría feliz al comprobar su interés por él, Sylvie le dijo:

—No está casado, ¿verdad?

—Sí, sí. Estoy casado. Imagino por qué le extraña. No lo parezco, ¿verdad? Esta ropa de estudiante pobre y mi aspecto son más bien de soltero bohemio, lo sé. Pero tengo mujer. Llevo mucho tiempo casado. Tengo un hijo.

—¡Ah, eso está bien! —respondió ella con viveza—. Yo también puedo presentarle a mi hija, hablarle de ella. Sólo quien es padre se conmueve ante los hijos de los demás. No sé por qué creí que estaba solo, sin mujer ni hijos.

De pronto Dario sintió un desesperado deseo de confiarse a ella, de que lo conociera como era, como había sido, el deseo que empuja a un hombre a confesar sus faltas, no tanto para que lo absuelvan como para que lo amen, a mostrarse culpable, miserable, pero sincero y veraz, tal como es a ojos de Dios.

—No sé si sabré explicarle lo que esto significa para mí —dijo lentamente mientras con un ademán vago abarcaba las paredes, las sombras del parque tras la ventana, las rosas que adornaban la mesa—. Es cierto que nunca había visto nada parecido, pero sabía que existía. Y eso me daba fuerzas para seguir, para subir, costara lo que costase. No es sólo el decorado, ¿comprende, señora? Ni la casa, tan elegante y ordenada, ni el lujo, sino personas como usted, señora.

—¿No conocía a franceses? ¿De verdad?

—Había entrado alguna vez en hogares burgueses, de oficinistas, pero insisto en que no es una cuestión de decorado, sino de almas. Su marido no me sorprende; conozco hombres que se le parecen. Pero usted… ¿Si he conocido a alguien como usted? No. No tiene por qué ofenderse, señora —añadió al ver que Sylvie parecía desagradablemente sorprendida—. Sabe usted que no me refiero ni a su belleza ni a su ropa, sino a una vida que intuyo diferente de cuanto he conocido y conozco.

—A poco que haya sido vivida plenamente, cualquier vida contiene innumerables errores y pecados —dijo Sylvie en un tono de profunda sinceridad que sorprendió a Dario—. Así que no menosprecie su pasado ni a las personas a quienes ha conocido ni a usted mismo.

—¡Ah, es que usted no sabe…! No imagina… ¿Cómo podría hacérselo comprender? —murmuró él—. No es sólo la pobreza, el vicio o el delito; sino la fealdad de todo eso, su sórdida negrura… Perdone. Soy inoportuno, la aburro, estoy robándole su tiempo…

—Mi tiempo me pertenece —respondió ella encogiéndose ligeramente de hombros—. La enfermera está con Philippe. La niña duerme.

—Pero ¿nadie la espera? Tendrá usted muchos amigos, parientes, una familia numerosa.

—Qué error… —replicó ella sonriendo—. No, no se preocupe. Nadie me espera. Nunca.

Se levantaron de la mesa y Sylvie se sentó en un diván situado en un ángulo del comedor en penumbra, al darse cuenta de que Dario prefería disimular su rostro.

Dario permaneció frente a ella en silencio.

—No entiendo por qué siento estos deseos de hablarle de mí —dijo al fin con voz temblorosa—. Le juro, señora, que jamás he contado a nadie una palabra de mi vida, ni de mis problemas ni de mi pasado. Desde luego, siempre he sentido alrededor una indiferencia glacial; pero usted, señora… ¿Es cierto, verdad? En su corazón hay compasión y no desprecio, simpatía por las personas y no sorna, ¿no es así?

—Sí.

Por primera vez en su vida estaba ebrio, pero con una ebriedad que dejaba el cuerpo ágil y tranquilo, e infundía a la mente audacia, sutileza y una secreta desesperación.

—He venido de tan lejos, he subido desde tan abajo… Estoy tan cansado… Lo que usted me ha ofrecido hoy supone un alto en el camino. Nací en Crimea —anunció Dario tras unos instantes de silencio: lo apremiaba el deseo de revivir ante ella un pasado que odiaba, un pasado vergonzoso; tenía la sensación de que sólo con escucharlo ella lo redimiría—. ¿Por qué allí y no en otro sitio? Lo ignoro. Pertenezco a una raza levantina, oscura, mezcla de sangre griega e italiana, lo que ustedes llaman un «meteco». Usted nada sabe de esas familias de vagabundos que se dispersan por todo el mundo, que se lanzan por caminos tan diferentes que, en una misma generación, unos pueden vender alfombras o nueces garrapiñadas en las playas de Europa, mientras que en Londres o Nueva York otros son ricos y cultos. Y ni siquiera se conocen. Llevan el mismo apellido, pero desconocen su existencia mutua. Así pues, nací en Crimea accidentalmente. Mi padre era vendedor ambulante, como los que ha visto en este país y que sin duda se paran ante su verja y a veces, a base de insistir, de payasadas, a base de mendigar su compasión, su caridad (como yo ahora, igual que yo), consiguen desplegar ante usted un tenderete lleno de pieles y joyas vulgares. Mi padre tan pronto vendía alfombras como piedras del Cáucaso o fruta. Era muy pobre, pero durante mucho tiempo mantuvo la esperanza. Decía que en este mundo a todos nos llega la oportunidad, que hay que esperarla. Él esperó mucho tiempo; la oportunidad no acudió, pero sí los hijos, todos los años. Unos vivían, otros morían. Mi infancia (fui el tercero, y otros cinco llegaron detrás de mí) transcurrió entre los gritos de dolor de los partos, las maldiciones y los golpes. Mi madre bebía… —Se interrumpió y se pasó la mano por el rostro lentamente—. Esa situación —continuó— durante seis, ocho, diez años, una vida entera, vivida, un ciclo infernal, una existencia más larga que el resto de la vida. Pero ahora debo hablarle de Clara, mi mujer. Imagínese esa ciudad, un pequeño puerto en el mar Negro. No le digo su nombre, su indómito nombre, imposible de retener. Clara vivía allí. Su padre era un relojero judío. Para ellos, yo era un vagabundo, el griego, el extranjero, el infiel. Pero Clara me amaba. Éramos dos niños. Su padre me recibió en su casa y quiso enseñarme el oficio; mas yo soñaba con estudiar, ser abogado o médico, tener una profesión noble, escapar de aquel lodo. En eso tuve suerte, porque un maestro de la escuela se había interesado por mí y me había hecho trabajar. Luego cumplí dieciocho años; estaba condenado a convertirme en relojero. Yo quería escapar de aquella ciudad bárbara y, sobre todo, no volver a ver a mi familia. —Dario buscó las palabras. Con los ojos bajos, dijo suavemente—: Odiaba aquel lodo. Entonces… ¡Oh, señora! ¿Por qué le cuento todo esto? ¿Por qué me rebajo de este modo ante usted? Mañana no querrá volver a verme; pero escucharme de esta manera es la mayor caridad que puede hacerme. Un corazón amargado, colmado de odio, de hiel, endurecido por los años, que de pronto se abre… Nunca podré decirle cuánto se lo agradezco, señora. Hasta ahora, nadie sabía nada de esto, salvo Clara, y ella no puede juzgarme ni absolverme. Por otra parte, lo que voy a decirle ahora, Clara lo ignora. Ella me quería. Yo decidí marcharme. Ella vino conmigo. No teníamos nada. Le robé dinero a su padre y nos fuimos. Ella tenía quince años y yo dieciocho.

Dario calló. Parecía haberse olvidado de Sylvie, que no sabía qué decir, pero estaba conmovida por su bárbara vehemencia. Procuró adoptar el tono más tranquilo, más sereno que pudo, para preguntarle:

—¿Y después? ¿Qué hicieron?

Pero Dario permaneció en silencio largo rato. Había recobrado la lucidez y una horrible sensación de vergüenza. Después de aquella confesión de borracho, ¿qué pensaría de él?

—Después nos casamos —respondió logrando serenarse—. Vivimos en Polonia, en Alemania y por fin aquí, en Francia. No intentaré explicarle cómo llegamos ni la miseria que hemos soportado.

—Pero ahora todo eso ha acabado. Ahora es usted feliz, está casado, es padre. Tiene una profesión, un futuro por delante…

—¿Un futuro? —preguntó él con voz sorda—. Yo creo en una fatalidad, en una maldición. Creo que estaba condenado a ser un sinvergüenza, un charlatán, y que no escaparé. Nadie escapa a su destino.

Dario se quedó esperando un comentario de Sylvie, pero ella no decía nada. Su hermoso rostro se veía pálido y cansado.

—Hábleme más de su mujer —le pidió al fin—. Y sobre todo de su hijo. La maldición que menciona, incluso si pesara sobre usted, no recaerá sobre su hijo, porque él vivirá en un ambiente feliz entre personas honradas. No tendrá ni sus deseos ni sus remordimientos. ¿No es suficiente?

De pronto Dario se inclinó hacia ella, le cogió la mano y se la besó.

—Gracias, señora.

Y a continuación, sin despedirse, abandonó a toda prisa el comedor y la casa y desapareció.