8

Sentado en el interior del pequeño bar, porque la lluvia acababa de descargar su plateada tromba sobre Niza y lo había obligado a abandonar la terraza, Dario vio entrar a Wardes acompañado de una mujer.

Por un instante vaciló. ¿Debía mostrar que lo había reconocido y saludarlo? Pero fue el propio Wardes quien se acercó con la mano tendida. Dario se dio cuenta al instante de que Wardes estaba borracho, por su cara púrpura más que roja y por su mirada turbia y brillante.

—¡Doctor! ¿Qué hace usted aquí? ¡Son todos iguales! Predican la moderación y las demás virtudes, pero ustedes… —Hablaba con voz potente, remachando las sílabas, seguramente por miedo a que las palabras se deformaran al pasar por sus labios, y como de costumbre disimulaba su íntimo malestar tras la máscara de la jactancia—. Porque usted es el doctor… el doctor… —Se esforzó en recordar—. ¡Perdóneme! Tengo mala memoria para los nombres. Y también para las caras, pero la suya no se olvida. Qué tipo levantino tan acusado… Lo reconocería entre mil… —Wardes soltó una brusca carcajada y le dio una palmada en el hombro—. Me cuidó usted bien después de aquel estúpido accidente, doctor. Venga a tomar una copa.

Se acercaron a la barra. En lugar de seguirlos, la mujer que acompañaba a Wardes cruzó la larga sala y fue a sentarse a una mesa del fondo, que ya estaba puesta. Aquel bar, famoso por su excelente cocina provenzal, estaba de moda desde hacía unas semanas, aunque Dario no lo sabía. Miró a la mujer cuando pasó junto a él.

—La señora… ¿es su esposa? —preguntó.

—Sí.

Todos la miraban y susurraban su nombre a sus espaldas. Ella no adoptaba la actitud de fingida indiferencia de las mujeres conocidas, que parecen atravesar la multitud como la proa de un barco hiende el mar, fingiendo desdén para acrecentar su popularidad o la admiración ajena. Era consciente de las miradas que le lanzaban y las aceptaba con serenidad y absoluta sencillez. Inclinó la cabeza un par de veces y respondió sonriendo a los saludos; pero si el rostro de otras mujeres se habría mostrado glacial mientras sus ojos mendigaban el homenaje, la señora Wardes parecía a la vez cercana a la gente y distante, absorta en una secreta ensoñación, humana e inaccesible a un tiempo.

Dario la contemplaba en silencio. Se mantenía muy erguida. Llevaba un vestido negro, la cabeza descubierta y una única joya, una sortija con un brillante que relucía en su mano derecha.

Wardes y su mujer venían del casino. Era casi mediodía.

—Todavía no he almorzado. Sólo tengo apetito por la noche —explicó Wardes—. ¿Ha probado la comida de este sitio? ¿No? Pues, amigo mío, alguno de sus platos provenzales son obras maestras. ¿Le gusta la buena mesa? ¿Y beber? Entonces, ¿para qué demonios vive, doctor? Sin embargo, todo esto debería encantarle…

—¿Por qué lo cree?

—Tiene usted un pliegue en la boca, el pliegue triste y hambriento de quienes aman las cosas buenas de este mundo. —Wardes volvió a reír—. Acompáñenos a comer. Lo invito.

—No, gracias, no tengo hambre. Pero se lo agradezco —repuso Dario.

Se moría de ganas de aceptar. De ganas y de miedo. Nunca había estado cerca de una mujer como la señora Wardes. Jamás había hablado con nadie que se le pareciera. ¿Cómo la saludaría? ¿Cómo comería? ¿Cómo se comportaría en su presencia? Su ser entero murmuraba: «No soy digno».

—Vamos, venga.

Wardes se levantó y, sin volver a mirarlo, fue a sentarse con su mujer. Dario lo siguió.

Wardes pronunció, o más bien masculló, unas frases de presentación; por fin había recordado el apellido de Dario. El doctor se sentó frente a ellos. Observando a la señora Wardes se le olvidaba comer, tan hermosa era. Hasta entonces había admirado a mujeres muy distintas y le sorprendía encontrar tanto atractivo en aquella boca triste, casi severa, en aquellos gestos parcos, en aquel pelo oscuro, pero ya teñido de plata en algunos mechones rizados sobre la frente. Rondaría la treintena, mas no tenía esa belleza preservada de las mujeres cuya vida parece haber transcurrido a resguardo, detrás de un cristal, como mariposas disecadas. El rostro de la señora Wardes mostraba las alteraciones del tiempo y el sufrimiento. La piel no poseía la suave tersura de porcelana a que Dario estaba acostumbrado. En las comisuras de los labios y los ojos se veían las primeras arrugas. Apenas maquillada, la tez era pálida y casi transparente. A su lado las otras mujeres, groseramente pintadas, brillaban con la vulgaridad de un ídolo pintarrajeado. Sus rasgos eran perfectos.