28

—¿Cuánto, doctor? —murmuró la paciente.

—Quinientos francos —respondió Dario Asfar.

La mujer de mediana edad entreabrió el bolso y le dio el dinero con los labios apretados y una mirada entre indignada y desesperada que parecía decir: «¡Qué cara vendes la esperanza, charlatán!».

Pero en su fuero interno creía en él. Los ojos, la voz, la sonrisa de Dario inspiraban confianza. ¡Y había oído hablar tanto de sus milagrosas curaciones! Trataba exclusivamente aquellas extrañas enfermedades del sistema nervioso, que se prestaban a mil interpretaciones, a mil terapias. Y si la dolencia parecía remitir pero volvía a surgir con otra forma, nadie culpaba al doctor. Se le estaba agradecido por haber vendido unos meses, unos años de respiro.

Con los billetes en la mano, Dario levantó la cortina que ocultaba la puerta del salón y franqueó el paso a aquella paciente de tez amarillenta, ojos hundidos y paso vacilante. La mujer se marchó. El salón estaba medio vacío. Una mujer vestida de negro esperaba cerca de la puerta. Dario le indicó que era su turno.

Cuando pasó por su lado con el rostro en la penumbra, no llegó a reconocerla, pero aun así se estremeció. En el mundo, sólo una mujer tenía aquellos andares tranquilos y aquel largo y delgado cuello, que entrevió bajo el sombrero negro.

—¡Señora Wardes!

Era Sylvie. No la había visto en quince años. Ahora tendría unos cincuenta y era una mujer madura.

Ella se sentó y Dario encendió la lámpara del escritorio para verla mejor. Era un día primaveral, oscuro y tormentoso. Él miró aquel rostro sin una pizca de maquillaje, el rostro de una mujer que ya no pensaba en gustar, aquel noble y delicado cutis apenas ajado por los años, aquellos grandes ojos de mirada tan serena y tan sabia.

Estaba pálido, atento, a la expectativa. Pero al cabo de un instante sus párpados temblaron y se entornaron.

—¡Usted, Sylvie! Cuánto tiempo, Dios mío…

—Mucho —murmuró ella.

Había palidecido un poco. Lentamente, cruzó las manos sobre las rodillas. De pronto, Dario se dijo que le gustaría quitarle aquellos guantes negros que le ocultaban los dedos. Qué hermosas eran sus manos… ¿Seguiría llevando aquel diamante que antaño lo fascinaba?

—Sabe que conozco a Daniel, ¿verdad? Viene a casa a menudo. Somos buenos amigos. ¿No se lo ha dicho?

Dario meneó la cabeza.

—Lo mencionó en una ocasión, hará más de un año. Luego no ha vuelto a hablarme de usted. Daniel no es muy comunicativo conmigo.

—No obstante, vengo de su parte.

—¿Ah, sí?

—Míreme —dijo Sylvie. Dario alzó hacia ella los hermosos ojos con largas pestañas de mujer, extraños en aquel macilento y sardónico rostro de viejo oriental—. Vengo de su parte y en nombre de mi marido. Su hijo me pidió que comprobara si lo que le habían contado sobre el internamiento arbitrario de Philippe era cierto. He visto a Ange Martinelli. He conseguido que me escribiera una carta. Dario, si lo que teme es un escándalo, un juicio, deje libre a Philippe. Yo haré que guarde silencio.

Con esfuerzo, porque sus labios no parecían poder articular palabra, él respondió:

—Olvídese de Philippe. Se presenta usted aquí sin más arma que las incoherencias de un viejo borracho. Un juicio no me asusta.

—Los médicos franceses se pondrán en su contra. Sabe que lo acusan de charlatán. También tendrá en su contra a los psiquiatras de la Escuela de Viena, que afirman que plagió sus teorías y que los desacredita. Y por último, tendrá en su contra las deudas y la vida que lleva.

—Lo sé. Pero tengo de mi parte el dinero de Elinor, la corrupción del mundo, la influencia y las relaciones. Eso, mi querida Sylvie, es mejor, pesa más.

—Será su perdición, Dario.

—Bueno. Habré jugado y perdido.

—Si salgo de aquí sin su compromiso, pondré una denuncia.

—Es como si amenazara con la hoguera a un hombre que está ahogándose. En cuanto se viera libre, sería Wardes quien me denunciaría.

—No, no lo hará. Yo respondo de eso. Conozco bien a Philippe. Los juicios, los informes periciales, los meses de espera, la prensa malintencionada o burlona le dan más miedo que a usted. Una vez esté libre y haya recuperado su fortuna, acabará sus días fuera de Francia, estoy segura. No volverá a oír hablar de él.

—¿Qué ha hecho Wardes por usted? La engañó y abandonó. Es débil, corrupto, cruel. Si no está loco, hace al menos veinte años que se halla al borde de la locura. ¿Qué bien puede hacer? ¿De qué puede servir? Recuerde aquella noche en La Caravelle, a Claude, que por entonces era una niña, enferma, y usted, abandonada… ¿Por qué, en nombre de qué, de qué amor tendría que perdonarlo? La obligaba a compartir su sucia vida —prosiguió, bajando la voz—. A veces me preguntaba si sería tan brutal con usted como con las desgraciadas a quienes recogía en la calle. ¿Nunca le pegó?

—Sí —respondió Sylvie sin titubear—. Más de una vez —añadió con serenidad; pero su rostro pareció más pálido y delgado, como si hubiera envejecido de repente.

—¡Es un enfermo! ¡Un loco!

—No. La diferencia entre esos dos calificativos sólo es de matiz, quizá, pero en ese matiz radica la verdad. Hay que tratarlo, pero no así. No puede aislársele del resto de los mortales porque moleste a la mujer con quien vive y a usted. Sería demasiado fácil.

—¡Ah, cómo la admiro! —ironizó Dario—. Tiene una ley no escrita e infalible en el fondo del corazón. Yo no soy así. Lo que veo es la realidad: a un hombre que le ha hecho todo el mal posible y que en libertad sería tan dañino como una fiera salvaje. Y a su hija, cuyo nombre se vería empañado por el escándalo de un juicio, y por el fango, la vergüenza, pues saldría a relucir toda la vida íntima de Wardes. A mí, que siempre he sido su amigo fiel y abnegado, Sylvie, sus revelaciones me causarían la ruina. Y por último veo a mi hijo, que es por completo inocente de todo esto y merece piedad. ¡Cuánto envidio que usted siempre sepa dónde está la verdad!

—Me ilumina una luz que nunca engaña —respondió Sylvie con suavidad.

—¿Se refiere a Dios? Sé que es usted creyente. ¡Oh, ustedes son todos hijos de la luz! No albergan más que pasiones nobles, son infinitamente hermosos… En cambio, yo estoy hecho de tinieblas, del limo de la tierra. No me interesa el cielo. Necesito los bienes terrenales y no pido otra cosa.

—Deje libre a Philippe, se lo ruego —repitió Sylvie—. No cargue con ese crimen sobre la conciencia. Repárelo en la medida de lo posible. ¡Hágalo por su hijo!

—Daniel… —murmuró Dario encogiéndose de hombros—. ¡Pobre inocente! Me gustaría verlo dentro de cinco o seis años, cuando yo esté muerto y no le haya dejado más que deudas, cuando piense en la fortuna que habría podido ser suya si yo no la hubiera complacido.

—Acéptelo, mi pobre Dario —dijo Sylvie sonriendo—. Daniel no se preocupa únicamente de los bienes terrenales…

—Si yo hubiera tenido su suerte, puede que fuera como él —respondió Dario con amargura.

—En nombre del amor que sentía por mí, le suplico…

Dario permaneció en silencio largo rato.

—Es la primera vez que utiliza un arma de mujer —dijo al fin—. Mi amor por usted… Nunca pareció advertirlo. ¿Por qué mencionarlo tan tarde?

—Porque ahora ya no hay peligro —repuso ella bajando la voz.

—¿Sabe, Sylvie, hasta qué punto la amaba? Nunca había conocido a nadie como usted. Ésa es mi desgracia, que viene de muy lejos, de mi infancia. Creía de todo corazón que el mundo estaba poblado por monstruos. ¿Qué otra cosa puede esperarse cuando no se ha visto más que miseria, violencia, rapiña y crueldad? Con los años, la vida no consigue hacerte cambiar de opinión. A veces lo intenta. Derrama sobre ti los bienes de este mundo: riqueza, honores, incluso afectos sinceros. Pero hasta el último día sigues viéndola con los ojos del niño: como una lucha espantosa. Pero usted habría podido cambiar mi corazón —añadió con tono sordo y ronco, sin mirarla.

—No —aseguró Sylvie con suavidad—. Usted tiene un corazón hambriento que nunca se sentirá saciado.

—De acuerdo, Sylvie. En recuerdo de mi amor por usted, renunciaré a mi propósito. Me las arreglaré para liberar a Wardes, el cuerpo de Wardes, pero su alma volverá a buscarme. Ha estado tanto tiempo en mi poder… No me mire así. No soy un demonio, pero no puedo liberarlo de ese poder. Es un hombre débil, acabado, un desgraciado que perdió el alma hace mucho, y lo que la reemplaza, sus impulsos, sus deseos, sus actos, sus mismos sueños, se los dicto yo. Me ha dado su palabra: sé que usted velará para que no haga nada contra mí. Pero Wardes volverá a ponerse en mis manos, y entonces…

—No volverá.