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La Caravelle estaba vacía. Dario ya sólo pensaba en marcharse, no tanto por reunirse con la señora Wardes como por abandonar Niza, donde la buscaba constantemente y donde, por otra parte, no había tenido éxito. Además estaban en temporada baja, una época en que Niza aún no conocía su boga estival, en que sus habitantes huían de ella apenas llegaba el calor.
Para Dario, el único remedio efectivo siempre había sido marcharse. Si otros se enfrascaban más en el trabajo o buscaban escape en el vino y las mujeres, él soñaba con trenes rápidos y ciudades extranjeras, siendo muy consciente de que no hallaría más que desgracia y miseria, pero otra miseria, sin duda. Algo es algo.
Al final consiguió ponerse de acuerdo con un compatriota, un dentista que le propuso alquilar un piso a medias en París, donde ambos se instalarían.
Tres meses después se encontraba en la capital. La mudanza se había pagado con los honorarios de Wardes, cobrados, por otra parte, con gran dificultad. Dario había elegido un piso en un barrio respetable, para tener una dirección decente en su papel de cartas y sus tarjetas de visita; pero el alquiler, muy caro, suponía una pesada carga. Creía que tendría pacientes enseguida. El dentista prometía una clientela distinguida, pero desgraciadamente nada cambiaba. El dinero, siempre el dinero, los eternos cálculos, las esperanzas, frustradas una y otra vez, los ingresos gastados incluso antes de obtenerlos, ¡ése era su destino! Esas noches en que uno se duerme muerto de cansancio, sabiendo que el día siguiente no mejorará, porque lo mejor que puede ocurrir es que se parezca al día que acaba de pasar, tan funesto y amargo. Tener miedo de mirar adelante. Temer el hecho de contar. Conseguir de vez en cuando algún dinero que se querría emplear para mil cosas a la vez y ver cómo se escurre entre las manos. Visitar a un enfermo, cuidarlo lo mejor que uno sabe, de manera responsable, con coraje, reconfortarlo, tranquilizar a la familia, marcharse y luego acudir a una llamada desesperada al amanecer, ser tratado como un salvador, presentar la cuenta, no recibir respuesta, esperar, volver a escribir «El doctor Dario Asfar, según es habitual, etcétera», obtener al final «una pequeña cantidad a cuenta, y el resto en cuanto sea posible», no ver ese resto nunca, enterarse de que la familia ha acudido a otro médico, porque él, Dario Asfar, era demasiado interesado, los apremiaba con peticiones de dinero, y además, como no tenía coche, casi siempre llegaba con retraso: ésa era su vida.
Fue por esa época cuando empezó a hinchar las facturas con dos o tres visitas que en realidad no había hecho, para resarcirse con ellas de lo que le debían y jamás recibiría.
El dentista y su mujer eran groseros, vulgares, dejados. Tenían tres hijos que, unidos a Daniel, armaban un jaleo infernal. Los gritos y las peleas del matrimonio no tenían fin.
No obstante, la cohabitación con el dentista le daba ciertas ventajas. Cuando un enfermo lo visitaba, Dario le decía:
—Debería arreglarse la boca. Así no puede masticar bien. Los ardores y la acidez de que se queja carecen de otro motivo. Ya que está aquí, le aconsejo vivamente que consulte con mi compañero. Tenemos un acuerdo. A mis pacientes les hace un precio especial.
Por cada nuevo paciente, Dario recibía un porcentaje sobre los honorarios de su vecino y, a su vez, el dentista lo recomendaba a sus clientes; pero cuando llegaba la hora de cobrar y la gente se retrasaba, los dos acechaban al cartero, dispuestos a hacerse pedazos por un certificado a nombre del uno o del otro.
Esos eternos cálculos perseguían a Dario hasta la cabecera de los enfermos. Todavía no se hallaba en una situación lo bastante buena como para permitirse determinados comportamientos. A menudo olvidaba la cordialidad, las bromas de rigor, la última frase lanzada desde la puerta al enfermo de cáncer que ignora su estado («¡Vamos, vamos, que no es tan grave!») y piensa: «Bueno, tal vez después de todo…». Cuando trataba a mujeres, descuidaba las ocurrencias graciosas, los comentarios optimistas, los halagos. No conseguía deshacerse del acento extranjero, de su aspecto miserable y huraño.
Cuando llegaba a casa al final de una larga jornada de trabajo, en ocasiones antes de reunirse con Clara se quedaba unos instantes ante la puerta. Era el único momento en que tenía la mente libre. Dentro se toparía con las facturas del gas y la electricidad; repasaría las viejas deudas; vería los ojos de Clara, enrojecidos y medio cerrados por haber pasado demasiadas horas cosiendo a la luz de la lámpara; se acordaría de que el niño necesitaba zapatos y él un abrigo nuevo. Se concedía unos segundos de respiro en la ruidosa calle, frente al puente de hierro; ya no veía los escuálidos árboles desnudos, la niebla del otoño, la gente triste y hosca que se alejaba apretando el paso; dejaba de percibir aquel hedor a enfermedad y miseria del que no podía desprenderse: flotaba constantemente alrededor e impregnaba su ropa. No pensaba en nada… Hacía acopio de fuerzas, como en medio de una batalla desigual en que, si sobrevives otro instante y no puedes huir, aferras las armas, piensas en un ser querido y te lanzas a la carga, comprendiendo al fin que no respetarías nada, que aceptarías perder el alma si ése fuera el precio por conservar la vida.