22
Un criado, tan sombrío y solemne como el edificio y el jardín, detuvo a la generala Muravin en la puerta misma del palacete de la avenida Hoche.
—No es día de consulta, señora.
—El doctor está en casa, me recibirá —aseguró la generala apartando al hombre—. Dígale que vengo de parte de la señorita Nadine Suklotin.
El criado la acompañó al saloncito donde esperaban los pacientes que seguían un tratamiento y no querían que los vieran. La generala había adelgazado y tenía el pelo cano.
Esperó largo rato. Con el ceño fruncido, contemplaba los cuadros, el alto techo, las vitrinas… Se levantó, se acercó a la ventana y pareció calcular con la mirada las dimensiones del jardín. Estaba claro que Asfar ganaba mucho dinero. Pero ¡qué despilfarro! En ese momento, la puerta se abrió al fin y la llevaron junto a Dario.
—Me alegro de volver a verlo, doctor.
Dario murmuró unas palabras de bienvenida y añadió cortésmente:
—Supongo que no viene como paciente. Tiene un aspecto inmejorable, y además no es día de consulta. En cualquier caso, es un placer volver a ver a una vieja amiga.
—Sí, doctor, una amiga que siempre ha sentido por usted la simpatía más sincera.
—¿Puedo preguntarle cómo está el general?
—Dios se lo llevó de mi lado durante la Navidad ortodoxa de mil novecientos treinta y dos.
—Vaya… ¿Y Mitenka?
—¿Mitenka? Se las apaña como puede. Hace su vida. Un viejo amigo de usted, Ange Martinelli, abrió un cabaret en Niza, donde mi hijo es el director artístico.
—La felicito. ¿Aún existe Mimosa’s House?
—Desde la muerte del general, me ocupo principalmente de asuntos… de todo tipo, de lo más diverso. Indirectamente, uno de esos asuntos se relaciona con usted, doctor.
—¿Ah, sí? —murmuró el médico, impasible. Entrelazó las manos sobre el escritorio lentamente y miró con atención el grueso anillo que le adornaba el dedo. Le pareció que la piedra estaba empañada. Sopló ligeramente sobre la brillante superficie—. ¿Ha dado algún nombre al criado?
—El de la señorita Nadine Suklotin.
—Efectivamente, me intereso por esa joven.
—Mi visita debe de sorprenderle, pero…
—No me sorprende en absoluto —la interrumpió Dario—. He oído hablar de usted. Sé que se dedica a asuntos de todo tipo; entre otros, que todavía sigue… proporcionando capital a personas que se encuentran en situaciones momentáneamente apuradas. Después de todo, ya había dado sus primeros pasos en esa profesión cuando tuve el placer de conocerla. No obstante, confío en que acompañará esas transacciones de garantías menos… gravosas para el deudor.
—Pero, doctor… —repuso la generala encogiéndose de hombros—. Antes prestaba mi propio dinero, y a ése se le tiene apego; no lo sueltas así como así. En la actualidad actúo principalmente como mandataria de un grupo que tiene plena confianza en mí. Soy… ¿cómo lo diría? Una representante o, mejor aún, una intermediaria. Pongo en contacto a personas en situaciones momentáneamente apuradas, como dice usted, y capitalistas. Pero insisto, no me ocupo sólo de asuntos de ese tipo; a veces recibo encargos más delicados. —Hizo una pausa para que el médico replicara, pero éste no dijo nada. Se había quitado el anillo y lo hacía brillar a la luz—. No vengo en nombre de la señorita Suklotin propiamente dicha —puntualizó al fin—, sino de parte de su familia. Nadine sólo tiene dieciocho años, es un poco… joven. ¿No opina lo mismo?
—En absoluto —respondió Dario sonriendo, mientras recreaba la imagen de aquella chica de ojos verdes y espléndido cuerpo que desde hacía cinco meses era su amante—. Puesto que conoce a la familia, sabe usted tan bien como yo que a los quince años ya estaba en circulación, si puedo expresarme de ese modo.
—Está hablando de la hija de un hombre respetable, antiguo notario en San Petersburgo, doctor.
—Es posible —respondió Dario con indiferencia.
—¿Cuáles son sus intenciones con relación a la niña?
—Vamos, mi querida señora, ¿no sería más sencillo explicarme lo que desea la familia a cambio de no armar un escándalo?
—Que satisfaga cierta cantidad a la joven a quien ha seducido.
—¿Sabe lo que me ha costado Nadine en cinco meses, Marta Alexandrovna?
—Es usted muy rico, doctor…
Ambos callaron.
—Dígame cuánto —insistió Dario apoyando la mejilla en la mano.
—Un millón.
El médico silbó por lo bajo.
La generala acercó su sillón al de Dario.
—¡Es usted un don Juan incorregible, doctor! —le dijo en tono amistoso—. ¡Antes no era así! Cuando lo conocí, era el marido más fiel, el padre más tierno… ¡Ah, cuando pienso en el Dario Asfar que vivía en Mimosa’s House y lo comparo con el que veo ahora me parece estar soñando! Desde entonces he oído hablar mucho de usted. Me dijeron que había ganado sumas increíbles antes de la crisis. Y que compró La Caravelle, la propiedad más hermosa de toda Niza. Y total, ¿para qué? Pasa en ella dos meses al año. Y los gastos deben de ser exorbitantes.
Dario apretó los labios. El hechizo que lo había subyugado hacía veinte años ante la puerta de La Caravelle aún perduraba en su corazón. Era verdad que no pasaba más que unas semanas al año en la propiedad, aunque enviaba a Daniel allí en cuanto le parecía verlo cansado o el tiempo en París era demasiado lluvioso. Pero por aquel instante en que entraba como dueño y señor en la casa de Sylvie habría dado una fortuna. De hecho, la había dado. La Caravelle resultaba una carga demasiado pesada. Estaba hipotecada, como la casa de París. ¿Cuándo, Dios mío, dejaría de estar con el agua al cuello, de correr sin cesar detrás del dinero, que huía de él? ¿Cuándo dejaría al fin de pensar en el dinero?
La generala lo miraba con la penetrante y gélida atención profesional de los usureros, de los abogados, de los médicos, de todos los que viven de los demás.
—También sé —prosiguió en voz baja— que desde la crisis sus ingresos se han reducido, como los de todos, doctor, como los de todos —añadió suspirando—. En cambio, las necesidades no han dejado de aumentar. Y ahora esa Nadine Suklotin…
—Me gustan las jovencitas con cara de ángel —murmuró Dario.
—¡Qué horror! Pero ¡qué horror! No quiero seguir escuchándolo.
—Puesto que este asunto se halla en sus manos, Marta Alexandrovna, ¿quiere encargarse de negociar una cantidad razonable? Le aseguro que sabré agradecérselo.
—Eso es imposible, doctor. He aceptado el encargo por la vieja amistad que me une a los Suklotin, ¡unas personas excelentes! Tan virtuosos, tan unidos, soportando la adversidad con tanta entereza… Tienen cuatro hijos más pequeños que Nadine. Pero de ahí a especular con el honor ultrajado de un padre, con las lágrimas de una madre… ¡Eso jamás! ¿Por quién me toma?
Dario se encogió de hombros.
—No he conocido una sola mujer, en ninguna situación, por infame o vergonzosa que fuera, que no exigiera deferencias —murmuró Dario—. Pero es usted muy libre de negarse. Ofreceré la negociación y la correspondiente comisión a algún otro.
—¿Por qué me trata como a una enemiga?
—¿Yo?
—Usted, sí. Debería saber (Nadine se lo habrá dicho, como le pedí) que soy prestamista. Y sé que usted necesitaba dinero. ¿No podía haberse dirigido a mí?
—Nuestras relaciones iniciales en ese terreno no se vieron coronadas por el éxito, Marta Alexandrovna.
—Entonces era usted un muerto de hambre. Hoy es uno de los reyes de París. Vamos a ver, doctor, dígame con toda sinceridad, entre usted y yo: ¿con qué tasa de interés le concedieron el último adelanto, hace diez meses?
—Todo se sabe —repuso Dario tratando de sonreír.
—Es mi trabajo. Mire, trató con unos ladrones. Apostaría a que fue el doce por ciento.
—El once.
—Yo podría negociarle un adelanto interesante al diez por ciento. Necesitará dinero fresco para este desafortunado asunto de los Suklotin. Por otra parte, sabemos que si usted quisiera podría llevar a cabo un negocio muy ventajoso que volvería a ponerlo a flote y, en consecuencia, nos permitiría recuperar nuestra inversión.
—¿A qué se refiere? —preguntó Dario lentamente—. Veo que tiene usted múltiples encargos relacionados conmigo, Marta Alexandrovna.
—Unas cosas llevan a otras, doctor.
—Hablemos francamente. Es usted una mujer demasiado hábil para hacerme perder el tiempo. ¿En cuánto valora usted, y que sea el precio definitivo, el honor familiar del ex notario de San Petersburgo?
—Me encargaré de negociar una suma de ochocientos mil francos. Respecto a mi comisión sólo pediré cincuenta mil, en atención a nuestra vieja amistad. Haré que le adelanten ese dinero al diez por ciento, un interés más que razonable. En cuanto a lo demás, alguien me ha pedido como favor que le recuerde su nombre, que le diga que lo ayudó en otros tiempos y que podría volver a ayudarlo si usted quisiera ocuparse de ciertos asuntos, secundar ciertos proyectos.
Dario se pasó los dedos por los cansados párpados.
—¿Se refiere a Elinor Wardes? Pero si desde que se casó se convirtió en mi enemiga…
—Los dos se alimentaban de la misma fuente —suspiró la generala—. Desde que es la mujer legítima de Wardes y no la amante, todo ha cambiado.
—¿Qué quiere de mí? La escucho —repuso Dario con fingida indiferencia.
—¿Cómo voy a saberlo yo, doctor? ¿Cómo? Vaya a verla. Es una mujer de una inteligencia excepcional. Debo confesar que muchas de las dudas que tenía respecto a ella cuando formaba parte de mi familia se han disipado. Reconozco sus cualidades. La mujer de Wardes, ¡quién lo diría! ¿Y sabe que es ella quien lo dirige todo, porque Wardes está cada vez peor? Sigue tratamiento en Suiza durante períodos muy largos. No se ocupa de nada. Por desgracia, de vez en cuando recupera la ambición. Quiere demostrar que sigue siendo él, el gran Wardes, y entonces actúa de tal manera que luego la pobre Elinor se las ve y se las desea para arreglar los desaguisados que perpetra.
—Pero… ¡esa intimidad entre ustedes dos resulta realmente enternecedora! Creo recordar cierta antipatía…
—Se trataba de mi querido Mitenka. Ahora mi hijo está casado y tengo dos nietos preciosos. Entre Elinor y yo ya no se interponen las cuestiones de sentimientos, de celos maternos. De forma ocasional nos hacemos favores. Yo soy una mujer humilde pero trabajadora. ¿Qué me cuesta reconciliar a dos viejos amigos, o mediar en una negociación delicada? Elinor ha oído hablar del asunto. Me ha requerido en diversas ocasiones, la primera en el momento de casarse. Sí, trabajadora y honrada, ésa es mi bien ganada fama. Soy una pobre viuda. No paro de trabajar pese a la edad, pese a la enfermedad —se quejó llevándose las manos a la garganta con un suspiro ronco—. Estos ataques de asma me están matando. Un día vendré a verlo como paciente. Pero ya no practica la medicina general, ¿verdad? Entonces, hasta pronto, mi querido doctor. Y su mujer, ¿sigue bien? ¿Y su hijo? ¿Cuántos? ¿Dieciséis años ya? ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! ¡Ay, los hijos! ¡Nuestra cruz y nuestro consuelo aquí abajo!