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Desde que Dario le debía dinero, Martinelli lo protegía. Además de recomendárselo a algunos de sus clientes, el jefe de comedor le indicaba quiénes tenían dinero.

Por las tardes, Dario se instalaba en un bar de la plaza Masséna. Allí, por unos francos, una copa o un paquete de cigarrillos, los botones de los hoteles de Niza le informaban de los accidentes y de las peleas que se producían en los establecimientos de la zona. Y allí mismo le dejaba los mensajes Martinelli: «Tal hora, tal habitación, tal cuenta».

Y Dario se iba a Montecarlo. Era la hora en que las mujeres vuelven a casa para bañarse y descansar antes de la cena, y de pronto se sienten pesadas, cansadas, viejas. El médico puede presentarse con tanta razón como la masajista o el peluquero. Será bien recibido. Un medicamento inofensivo, unas gotas en un vaso… Ellas creen que no necesitan nada más. Pasarán una buena noche. Sin insomnio. Sin sueños. Sin recuerdos. Otras imaginan que su edad quedará abolida, que su sangre fluirá tan deprisa como antes, que recuperarán el apetito, el fresco aliento de los veinte años, que olvidarán su vida (los remordimientos, las deudas, el dinero, las preocupaciones, los amantes, los hijos…).

Dario no era uno de esos brutos que sueltan: «Tiene que cuidarse, ya no es tan joven, todos envejecemos…».

Otras, en cambio, jóvenes, felices y satisfechas, lo requerían tres o cuatro veces seguidas por una mancha insignificante en la mejilla, por unas arrugas que habían creído ver aparecer, por nada, para quedarse tranquilas.

«Es curioso —pensaba Dario mientras bebía una modesta jarra de cerveza negra—. Es curioso pensar cuánta gente necesita que la tranquilicen. Uno dice: “Mi madre murió tísica, doctor. No cree usted que…”. Otro: “Este bulto en el pecho, ¿no será…? ¡Tranquilíceme, doctor!”. Evidentemente, le tienen apego a la vida; los trata bien. Y en la mayoría de los casos, la vida también siente apego por ellos. Tardarán en morirse. Pero aunque sus cuerpos son fuertes, valiosas máquinas engrasadas, revisadas a diario, sus almas están enfermas. Un buen médico los asustaría, pues daría forma a fantasmas temibles. Les diría, como a Wardes: “Se acabaron las mujeres, se acabó el juego, se acabaron las drogas”. ¿Para qué? No quieren oír hablar de renuncia, sino de satisfacción. Desean vivir largo tiempo sin sacrificar un ápice de placer. Así que llaman al pobre medicucho extranjero, que les recetará calmantes y “desintoxicantes”, y por una noche les proporcionará paz espiritual a cambio de un billete de cien francos».

Sin embargo, desde que tenía dinero Dario ya no pensaba únicamente en sus pacientes y el pan de cada día. Estaba más sereno, respiraba más tranquilo. Clara y el bebé llevaban tres semanas en casa. Había pagado a la generala. ¡Y esta vez, con una mano había dado el dinero y con la otra había roto el recibo! Sentado ante la cerveza en la terraza del bar, pese a su aspecto humilde y discreto, empezaba a enardecerse. Miraba a las mujeres. Pero no a las fulanas que esperan, merodean y acechan bajo los pórticos (una de ellas, vestida con una chaqueta blanca de satén, salió de un umbral, lo miró, le sonrió y le hizo un gesto en vano); ni a las floristas, con quienes puedes encontrarte hasta por la mañana en los guijarros de la playa. ¡No! A ésas sólo las deseaba muy de vez en cuando. Admiraba a las mujeres elegantes, a las que descendían de lujosos coches con el marido o el amante y pasaban sin dirigirle una mirada. De niño, en la pequeña ciudad de Crimea donde vivía, a veces las mujeres de los oficiales o los comerciantes ricos cruzaban el puerto, y le gustaba encontrárselas y seguirlas por las oscuras y estrechas callejas hasta la plaza desierta, frente a la mezquita, donde de pronto perdían su altiva seguridad y bajaban al fin los inquietos ojos hacia Dario, aferraban su bolso, se recogían la falda y avivaban el paso. Pero él no las insultaba ni se burlaba de ellas, como los otros chicos. Caminaba en silencio tras ellas tanto rato como podía. Algunas eran hermosas, y sus perfumados vestidos dejaban en el aire un olor tan dulce… Él no pretendía asustarlas. Más tarde comprendió que le gustaban por su actitud desdeñosa, por aquella fría mirada que tan voluptuosamente le arrebataba el corazón.

En la tibia noche, Dario suspiraba contemplando a las mujeres en la plaza Masséna. Los tranvías chirriaban. Pequeñas bandas ambulantes pasaban tocando serenatas. Los hermosos rostros de aquellas desconocidas poblaban sus sueños. Las imaginaba cultas, delicadas, refinadas tanto en las maneras y el lenguaje como en el cuerpo y el vestido. Las que veía y cuidaba a diario tenían un alma vulgar; a su lado, la humilde Clara parecía una reina. Sin embargo, no podía evitar que su corazón latiera esperanzado cada vez que se acercaba a una mujer hermosa y rica. Pero siempre se llevaba una decepción.