20
Vestido con traje, Dario entró en la habitación de su hijo mientras esperaba a Clara, que estaría lista enseguida. Daniel ya había cumplido dieciséis años. Cada cumpleaños de su hijo renovaba en el médico una sensación de confianza y secreto triunfo. Pronto sería un hombre. ¿Y a qué no podría aspirar? Su atractivo y sus dotes maravillaban a su padre. Era fuerte. Tenía buena salud, resistencia, gran valentía física, una modestia natural encantadora, buenos músculos, el pecho ancho y el cabello rubio. Clara y Dario se habían preguntado cientos, miles de veces, sonriendo:
—¿A quién habrá salido Daniel? ¿A quién se parece? ¡No es de los nuestros! Es como el hijo de un príncipe.
Que de niño estudiara y fuera siempre el primero no los sorprendía, pero que nunca dijera una mentira los llenaba de ingenuo orgullo. Jamás había cometido un hurto, faltado a su palabra o llorado de vergüenza. Su alegría era deliciosa. A veces, cuando de niño jugaba y reía con Clara, Dario se escondía tras la puerta de la sala de estudio y contemplaba a su hijo. Escuchaba sus exclamaciones de alegría, su dulce y jubilosa voz. Pero en cuanto él aparecía, el niño callaba de inmediato. Desde muy pronto, Dario se dio cuenta de que su hijo le tenía miedo e incluso parecía rehuirlo; pero durante mucho tiempo le había bastado con quererlo sin esperar nada a cambio. Que el niño fuera guapo, que fuera feliz; no pedía otra cosa.
Incluso ahora, en ocasiones no había nada en el mundo que tuviera más valor para él que aquel estallido de gozo, que la alegre sorpresa que se llevaba cada vez que entraba en aquella habitación magnífica y luminosa, veía levantarse e ir a su encuentro a un gracioso adolescente de hermosas facciones y pensaba: «Éste es mi hijo. Este hermoso cuerpo blanco y sonrosado ha nacido de mi pobre carne. Este niño feliz procede de mi famélica raza».
Como una mujer en traje de noche que se acerca para dejarse admirar antes de acudir al baile, Dario disfrutaba apareciendo en traje, con su sarta de condecoraciones extranjeras, mientras decía con fingida indiferencia:
—Tu madre y yo cenamos en casa de Untel.
Un apellido de rico, un nombre famoso… Pero Daniel lo escuchaba con desinterés y un destello irónico en la mirada.
«¡Bah, es natural! Tú, que te lo has encontrado todo en la cuna al nacer, no lo sabes. No sabes lo que esto significa para mí. Mejor, hijo mío. Que a ti todo te sea fácil…».
Se sentó junto a Daniel.
—¿Qué hacías? ¿Leer? ¿Dibujar? Sigue. No quiero interrumpirte —le dijo. Pero su hijo dejó el lápiz y la hoja de papel—. ¿Es un retrato de mamá? —preguntó Dario viendo vagamente el dibujo de una figura de mujer.
—No —respondió en voz baja Daniel, que parecía azorado e irritado.
Su padre hizo ademán de acariciarle el pelo, pero el muchacho se apartó un poco.
Odiaba aquellos largos dedos de oriental. Aunque Dario nunca se perfumaba, cuando estaba junto a su padre el chico siempre percibía con irritación que de aquella ropa tan cuidada, de aquella piel oscura, de aquella mano adornada con un grueso anillo, emanaba «un olor de mujer».
Dario se dijo con tristeza que a Daniel nunca le había gustado que lo abrazaran y besaran. Por supuesto, estaba bien que fuera viril y de carácter reservado y frío. A lo largo de la vida, era una ventaja.
—Papá… —dijo el chico de pronto—. Hoy, en la clase de dibujo, una señora que venía a buscar a su hija al oír mi nombre se acercó y me preguntó si era el hijo del doctor Asfar…
—¿Ah, sí? —respondió Dario frunciendo ligeramente el ceño.
—Se llama señora Wardes.
—¿Es posible? —exclamó Dario suavemente. Se quedó callado un instante y luego, con tono tierno y conmovido, le preguntó a su hijo—: ¿Cómo es? Ya no debe de ser joven. Era muy hermosa. No la he visto desde hace… —calculó rápidamente—, diez… doce años, puede que más.
—Sí, eso ha dicho ella.
—¿Cómo es ahora? —insistió Dario.
—Su rostro es de una gran belleza, le cae un mechón blanco sobre la frente, tiene una voz muy dulce…
—¿Éste es su retrato? —preguntó Dario tendiendo la mano hacia el dibujo de su hijo.
—No, papá.
Dario seguía con la mano abierta, como si pidiera la hoja de papel. Pero Daniel la rompió en trozos muy pequeños y la arrojó al cenicero.