13
Poco antes de Navidad, en París hizo un tiempo gélido y desapacible durante una semana. Ahora Sylvie Wardes vivía con su hija en casa de una parienta, en la rue Varenne. Era casi la hora de comer; Sylvie, que había salido a pie, se apresuraba a volver a la casa, tan acogedora con sus viejos muros y sus altas y serenas chimeneas. Era un refugio.
Sylvie se había separado de Wardes y sin duda éste pediría y obtendría el divorcio, puesto que ella había abandonado el domicilio conyugal. Más tarde habría de recordar esos meses, durante los que se había entregado a la desesperación, como la época más triste de su vida. Hasta entonces, para bien o para mal, siempre había estado segura de su camino y de sí misma. Ahora vagaba entre densas tinieblas.
Estaba llegando a casa cuando distinguió, entre la lluvia y la niebla, a un hombre inmóvil junto a la puerta cochera con las manos hundidas en los bolsillos y tocado con un sombrero chorreante. Al verla, el desconocido dio un paso hacia ella y la llamó por su nombre. Sylvie lo reconoció.
—Dario Asfar —murmuró.
—¿Me reconoce, señora? —dijo él sonriendo—. ¿No me ha olvidado? Perdóneme, señora, pero… pasaba por aquí y… he pensado que quizá querría recibirme como antaño en La Caravelle. Pero dudaba, esperaba…
No dijo que llevaba mucho rato pateando el barro helado y rogando a Dios que hiciera un milagro y le permitiera verla. Y de pronto había aparecido. Pero quizá se deshiciera de él. Dario le estrechó la mano, mientras se disculpaba de un modo tan confuso y hablaba tan deprisa que al principio Sylvie apenas lo entendió. No obstante, poco a poco fue calmándose.
—No sé cómo me he atrevido a presentarme en su casa —dijo al fin en voz muy baja—. He querido venir muchas veces, pero nunca encontraba una excusa.
—Me alegro de verlo —respondió ella con suavidad—. Y no necesita ninguna excusa. Venga, aquí hace frío, está lloviendo…
Dario la siguió. Se hallaba tan azorado que no veía nada, ni el patio de la vieja casa ni la galería ni aquel gran salón oscuro y frío. Por fin, Sylvie lo condujo a una habitación pequeña y luminosa y lo dejó solo.
Poco después, tras cambiarse la ropa húmeda y helada, volvió con el té y le sirvió una taza humeante, que Dario bebió con expresión de felicidad.
—Está usted temblando. Qué frío ha debido de pasar…
—Todavía estoy débil. He estado enfermo. He guardado cama más de un mes.
Sylvie le preguntó por su mujer y su hijo. Ambos titubeaban buscando las palabras. Ella no había cambiado, pensó Dario. El vestido negro, las manos finas, el diamante en el dedo, los gráciles y vivos movimientos de la cabeza delicada y erguida, del largo cuello, el pelo negro salpicado de plata, la frente combada y despejada y aquella mirada serena y profunda, tan luminosa…
De pronto, Dario le cogió la mano y se la llevó a la cara, a la mejilla helada, porque no se atrevió a rozarla con los labios.
—Tengo frío. Estoy cansado —dijo al fin—. No veo más que a desdichados, a enfermos, a desesperados. Yo también estoy sumido en la desesperación. Por eso he venido.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—¡Nada, nada! —exclamó Dario con expresión aterrorizada—. No le pido nada. Simplemente, no me rechace. Acepte mi presencia.
—¿Por qué se fue de Niza? ¿Acaso le iba mal? ¿Tiene pacientes aquí? ¿Se gana bien la vida?
—No. Mal, muy mal. Apenas gano lo necesario. Y la enfermedad lo ha trastocado todo. Primero, por la inactividad forzosa, y luego, porque algunas familias que me llamaban se han buscado otro médico. Me persigue la desgracia. Y me siento tan responsable de las desdichas de mi mujer que no soporto estar en casa.
—¿Responsable?
—Sí. ¿Por qué la arrastré aquí? ¿Por qué tuve un hijo? ¿Por qué? ¿Qué derecho tenía? ¡Y yo jugando a ser el gran personaje, el médico francés! ¡Sí, yo! Pero ¿qué soy? ¡Escoria! Nací para ser un vendedor de nueces garrapiñadas o de alfombras, no un médico. Me he esforzado en vano en progresar y he caído una y otra vez, cada vez más bajo. Ojalá pudiera venir a verla y contarle que mis investigaciones científicas van por buen camino —dijo Dario esforzándose en reír—, o consultarle un caso de ética profesional o anunciarle que he descubierto un nuevo suero. ¿Y sin embargo qué puedo decirle? «No tengo dinero». ¡No, cállese, no me lo ofrezca! El día que acepte dinero de usted podrá decir: «Se acabó. Se ha convertido en lo que estaba destinado a ser desde que nació, un sinvergüenza». De momento, todavía estoy luchando, todavía confío. Pero ¿qué soy? Una criatura de la tierra —se respondió con súbita vehemencia—, hecha de lodo y oscuridad. Señora, le suplico que me perdone. No he debido importunarla. Se lo agradezco. Me ha ayudado mucho verla. —Se levantó—. Adiós, señora.
—¿Ha hecho usted algo malo?
—Sólo conozco a dos personas en el mundo capaces de preguntar eso sin reírse: mi mujer y usted —repuso Dario sonriendo débilmente—. No he hecho nada malo. No dejo de pensar en un plazo a punto de vencer, que ya he retrasado dos veces y que no puedo volver a retrasar, de esperar contra toda esperanza y de temblar por los míos. Mi hijo, mi mujer… ¿qué será de ellos sin mí? Para estar tranquilo al fin sobre su futuro, robaría, mataría si fuera necesario, se lo digo como si estuviera ante Dios. Soy como un animal salvaje perdido lejos del bosque. Nadie alimentará a los míos. Tendrán que arrancar la comida a dentelladas… Y no saben. ¿Cómo van a saber? Mi mujer es frágil y está cansada. El niño es pequeño, vulnerable…
—Déjeme ayudarle —le rogó Sylvie—. Ya me devolverá el dinero cuando pueda. No se avergüence.
—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Le prohíbo que me ofrezca dinero! ¡Usted! ¡A mí! ¡Oh, perdón, señora, perdón! —murmuró Dario llevándose la mano a la frente con un gesto de cansancio y azoramiento—. Aún tengo fiebre. Claro que me avergüenzo. Mis penas son tan sórdidas… Preferiría confesarle un crimen.
—No me hable así —dijo de pronto Sylvie—. No lo merezco. A veces me trata como si fuera… una criatura celestial y no terrenal, como usted. He cometido faltas y no ceso de pecar y equivocarme miserablemente.
—No, no son los mismos errores, ni las mismas tentaciones ni las mismas faltas. Y me alegro. Me gusta sentir que está muy por encima de mí. Y a veces la odio —añadió Dario bajando el tono—. Pero el resto del tiempo la amo. —Sylvie no respondió—. ¿Aceptará ver a este loco salvaje de vez en cuando? —le rogó humildemente.
—Tan a menudo como desee —respondió ella—. Cuando esté triste, enfermo, desesperado o solo, recuerde que lo escucharé, que lo recibiré y, si me lo permite, le ayudaré.
Dario se levantó de inmediato y cogió la vieja cartera de cuero negro, que había dejado en una silla.
—Gracias, señora. Ahora he de marcharme. Tengo que hacer una visita antes de comer.
Se inclinó torpemente. Sylvie le tendió la mano, que él apenas se atrevió a estrechar antes de irse.