23
Cuando el pasado reaparece en la vida de un hombre, nunca lo hace con los rasgos de un solo rostro; lo acompaña el cortejo de los amigos, los amores, los remordimientos olvidados.
El nombre de Sylvie era lo que había hecho surgir a los actores y testigos de los años difíciles, pensaba Dario. ¿Difíciles? Puede que no tanto como el presente… Una vez más estaba completamente endeudado, acorralado, en una situación tal —acechado por sus enemigos, por sus rivales— que lo único que lo sostenía era el prestigio, y el prestigio se compraba con un chorro continuo de dinero.
El día anterior le había pedido una cita a Elinor Wardes. En esos momentos, se dirigía a su casa.
«Lo que agota —se decía— es tener que tratarla con guante blanco. Elinor, antes tan franca y brutal, se creerá obligada a andarse con rodeos y mentiras. ¡Que el diablo se lleve a estas mujeres!».
Era extraño que él, que nunca había pensado en Elinor como en una mujer, se sintiera arrastrado hacia ella no sólo por el interés, sino también por una peculiar curiosidad.
Ahora se hallaba tan obsesionado por el deseo amoroso que todas las mujeres le provocaban una especie de comezón, la necesidad de demostrarse a sí mismo su poder.
Elinor lo recibió enseguida. Llevaba una larga bata violeta, su color preferido, porque resaltaba su cabello pelirrojo, peinado a la moda, con rizos estilo 1900 sobre la frente. Estaba más delgada. En esos trece años había envejecido. Parecía menos altiva y más segura. Reía poco, pero había conservado la sutil y extraña sonrisa de sus finos y pintados labios, que se torcían hacia un lado y dejaban ver el brillo de los largos y afilados dientes.
—Mi querido doctor… —dijo tendiéndole la mano—. Lo he llamado a propósito de Philippe. Ha vuelto de Suiza muy deprimido. Lamento tanto aquel enfado entre ustedes…
—No puede hablarse de enfado —respondió Dario sonriendo—. Llamarlo abandono repentino sería más ajustado a la realidad. Un buen día dejó de venir. Lo esperé a la semana siguiente, pero tampoco apareció.
—¡Pobre Philippe! Ya conoce sus prontos.
Aunque hasta ese momento hubiera desaprobado los hipócritas acercamientos de Elinor, Dario iba encontrando imperceptiblemente en la conversación con ella un placer casi deportivo de jugar a aquel juego siguiendo determinadas reglas, desvelando la verdad poco a poco, con precaución, dejándola entrever y disimulándola a la vez. Se trataba del juego oriental —regateos, cambalaches, trueques— del que siempre había vivido.
—¡Sí, pobre Philippe! ¿Cómo está, señora Wardes?
—La verdad es que me tiene preocupada.
—¿Han vuelto los ataques de angustia?
—Por desgracia nunca desaparecieron.
—Sin embargo, cuando yo lo trataba experimentó una sensible mejoría, teniendo en cuenta su estado…
—Doctor, yo soy una profana, una ignorante, una pobre mujer. Lo admiro profundamente, se lo aseguro. No pretendo juzgar, ni siquiera comprender su tratamiento, la famosa teoría creada por usted. Por muy duramente que la critiquen sus colegas (y no estoy descubriéndole nada nuevo), sé lo mucho que tiene de extraordinaria. Desde luego, hace trece años, cuando se hallaba usted al comienzo de su carrera, yo no podía sospechar que me encontraba ante un pionero. El otro día vi a Florence de Leyde y Bárbara Green, que no cuentan más que maravillas de usted… Pero volviendo a mi marido, ¿no cree que el descanso, el simple descanso físico, sería tan necesario para él como ese tratamiento psíquico que usted llama, si no me equivoco, la sublimación del yo? Nunca le prohibió usted el alcohol ni el juego ni las mujeres.
—Los excesos, las fuertes emociones del juego, son en cierto modo el absceso de fijación de un alma enferma —repuso Dario entornado los párpados—. A un profano, eso puede parecerle paradójico, incluso inmoral. Sin embargo, en rigor, usted sólo puede juzgar un tratamiento cuando se ha seguido de manera escrupulosa de principio a fin. Pero ¿qué hizo Philippe? Lo sabe tan bien como yo, Elinor. Se sometió de mala gana a unas semanas de tratamiento al año, cuando para erradicar por completo su enfermedad habrían sido necesarios cuidados constantes escalonados durante varios años seguidos. Ése es el principio de mi doctrina. En cambio, ¿qué hizo el enfermo? Lo veía presentarse de pronto, suplicándome que lo curara, que lo liberara de sus obsesiones y pesadillas. Al cabo de algún tiempo, tres o cuatro semanas como mucho, ponía como excusa sus negocios o las objeciones de usted respecto a mí para desaparecer durante más de un año. Esa inconstancia por sí sola bastaba para malograr el fruto de mis esfuerzos y de su escasa paciencia. Según mis teorías, el enfermo debe poner su alma en manos del médico. Repito, sólo un tratamiento a largo plazo y sin interrupción puede resultar eficaz.
—Doctor, mi marido debería seguir un tratamiento distinto de los que usted practica habitualmente, nada de absoluta libertad.
Dario inclinó la cabeza. Poco a poco, con la edad, su cambiante rostro de levantino había adquirido la serenidad, la impasibilidad de una máscara. Ni siquiera le temblaban los labios. Juntó las manos cruzando los dedos y apoyó la barbilla en ellos. Tenía los ojos entornados. Elinor hablaba en tono suave y uniforme, pero finas gotitas de sudor le resbalaban por las maquilladas sienes, delatándola.
—Como bien sabe, mi marido representa intereses considerables. En mil novecientos veinte, un negocio podía tener a la cabeza un hombre como Philippe… genial y demente. Pero ¿en mil novecientos treinta y seis? En tiempos de bonanza, todo lo que fuera publicidad, incluso escandalosa, lo beneficiaba. Pero hoy… Hace años que no ha dado que hablar. Si volviera a sus extravagancias sería nuestra ruina. Un médico es como un confesor; confío en usted. La empresa ya está fuertemente comprometida. Sólo puede salvarla un trabajo encarnizado. Y Philippe no está en condiciones de llevarlo a cabo.
—Admiro su capacidad, señora.
—Cuando su marido es un ser débil, enfermo, el deber de una mujer es sustituirlo en la medida de sus fuerzas.
—Es usted muy fuerte, Elinor.
—¿Eso cree, Dario? En el fondo lo único que pide una mujer es que la protejan, que la guíen. ¿Es culpa mía si Philippe…? Pero no se trata de eso, doctor. Estoy exponiéndole la situación con toda franqueza. Mi pobre marido ya no puede ocuparse en persona de sus negocios. Si se resignara a la inactividad, aún podría salvarse la situación. Pero es el propietario legal de la empresa. Y ocurre lo siguiente: desaparece, se recluye en alguna clínica de Suiza u otro sitio, hasta que un buen día regresa, vuelve a hacerse cargo de sus negocios y todo peligra. ¿Puede llegar a convencerlo mediante su tratamiento de que debe permanecer al margen de sus empresas?
—Difícilmente.
—¿Podría hacer que se plantee, de forma voluntaria, un retiro prolongado?
—Prolongado, tal vez. Indefinido, no.
—Doctor, ¿no le parece que hay casos en que el deber exige tomar decisiones penosas?
Dario se reclinó en el sillón y apoyó la cabeza en el respaldo. Una leve sonrisa de cansancio afloró a sus labios y volvió a desaparecer como una onda en la superficie del agua. Luego su rostro adoptó de nuevo una expresión serena e inescrutable.
—¿Ha medido bien sus palabras, Elinor? ¿Sabe lo que está pidiéndome?
—Philippe está loco.
—En cualquier caso, es posible actuar como si usted lo creyera.
—Con su ayuda, doctor…
—Queda claro que Philippe permanecerá bajo mi vigilancia. —Ella asintió, ligeramente pálida—. Por desgracia, no poseo un sanatorio adecuado —añadió Dario y suspiró.
—Tiene La Caravelle. —Elinor sonrió—. Sí, me enteré de que la había comprado. Nunca olvidaré mi llegada a esa casa. Wardes estaba borracho y esa misma noche su mujer se fue. Jamás he visto a nadie aceptar el desastre con tanta dignidad. La Caravelle le iba más a ella que a mí o a usted, mi querido amigo. Cuando supe que había comprado la propiedad, pensé: «En el fondo, nadie conoce al doctor Asfar». Es usted un sentimental, Dario. ¿Sigue siendo amigo de Sylvie Wardes?
—Si fuera así, no estaría aquí —respondió él con dureza.
Elinor se encogió de hombros.
—Volvamos a Wardes… ¿No le parece que La Caravelle puede ser el sanatorio perfecto?
—Temo que me veré obligado a venderla.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Necesito dinero con urgencia. Sin embargo, había pensado convertirla en una clínica, aunque con fines puramente altruistas. Había proyectado admitir a enfermos de condición modesta. No se piensa lo suficiente en la clase media, en la admirable burguesía de este país. He buscado capital, ayuda de los poderes públicos o privados, pero en vano.
—No obstante, podría encontrar un mecenas, doctor… ¿Qué cantidad le haría falta?
—Un millón —respondió Dario.