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El último paciente acababa de marcharse. Eran más de las ocho. Dario descansaba sentado ante el escritorio con la frente apoyada en la mano. A fuerza de interpretar su papel en público, de ensayar cada uno de sus movimientos y miradas, de repetir como un actor las palabras que iba a emplear, las palabras mágicas, esas que inspiran confianza, amenazan, liberan, hasta cuando se hallaba a solas tenía la sensación de estar actuando. Aquella pose cansada y melancólica, aquella hermosa y cuidada mano adornada con un grueso anillo sosteniendo su plateada cabeza, era la que agradaba a los demás y convenía a su personaje.

La habitación en que se encontraba era sencilla pero solemne, elegante. Libros antiguos, mobiliario de despacho con adornos de bronce y malaquita, gruesas alfombras, vitrinas que protegían una colección de vasijas persas antiguas, una flor fresca para alegrar el austero escritorio entre el teléfono y el libro donde se recogían los nombres y las dolencias de los enfermos… Era el decorado perfecto. Antes de que su boda con Wardes la hubiera convertido en el enemigo natural de Dario, en la época de su amistad y complicidad Elinor le había ayudado con sus consejos. Pero ahora ya no necesitaba ayuda de ese tipo. Sabía comprar: plata, objetos, mujeres, reputación. ¿Comprar? Sí, pero lo más difícil era conservar.

Estaban en época de crisis. Afectaba tanto a la gente honrada como a los granujas. La facturación de Dario Asfar y la del humilde médico de barrio habían disminuido. Algunos enfermos se declaraban en quiebra a la hora de pagar. Otros aplazaban año tras año la liquidación de los honorarios. Muchos se curaban de repente. No se podía contar con nada. Hasta Wardes había dejado de serle fiel. Llevaba cinco años sin aparecer. Jugaba menos que antes y, pese a la recesión, sus negocios parecían mantenerse. Por añadidura, Dario tenía que hacer frente a la hostilidad, sorda o declarada, no sólo de los médicos franceses sino también de los psiquiatras extranjeros, que lo acusaban de haber plagiado sus métodos y utilizarlos para abusar de la credulidad ajena. Pero por cada enfermo que se fuera, que lo abandonara, vendrían otros muchos. Contaba con su habilidad, su experiencia y el prestigio que le daban sus aventuras amorosas. Porque al envejecer, gracias al contraste de los cabellos grises y la piel morena, y al penetrante brillo de los ojos, aquella máscara de oriental había adquirido un atractivo que encandilaba a las mujeres. En definitiva, era famoso y tenido por rico.

Desde que había dejado de pasar hambre, aquella ardiente y triste avidez que lo caracterizaba se había dirigido hacia mujeres cada vez más caras. Sólo lo atraían las que parecían inaccesibles, aunque al final eran tan fáciles de comprar como las demás, y aún más fáciles de conservar. El secreto era pagar, pagar y pagar.

Y todo se sostenía. Las mujeres constituían a la vez un placer, su locura y un lujo necesario, como la casa, el jardín o la colección de pinturas.

—¿Para qué queremos una colección de pinturas? —le preguntaba Clara.

—Siempre pueden venderse el día que nos falte el dinero.

Pero no lo haría. Para alguien como él, vender sus cuadros era algo tan inconcebible como para el ebanista vender el cepillo o para el herrero el yunque. Justificaba sus precios por el tren de vida que llevaba; pero si ese tren de vida bajaba, automáticamente bajarían sus ingresos.

Su secretaria, una judía de Jassy delgada, fea y de mirada ardiente, entró y le presentó la lista de visitas para el día siguiente. Dario la leyó, garabateó unas notas, la dobló con una mano cansada y se la devolvió murmurando:

—Gracias, señorita Aron. Ya puede marcharse.

Ella lo observó con adoración. La había salvado de la miseria, a ella, entre tantas otras pobres emigradas, porque siempre estaba dispuesto a proporcionar dinero o ayuda a quienes se morían de hambre en un país extranjero. Dario le estrechó distraídamente la mano, y ella bajó los ojos y se sonrojó. Cuando al fin volvió a alzarlos suspirando, estaba sola. El doctor Asfar se había marchado; había salido caminando lenta y silenciosamente, como de costumbre, deslizándose con sigilo sobre la alfombra, como un fantasma.