6

Según Philippe Wardes el mejor momento era aquel en que el juego está a punto de acabar, al final de la noche. Durante las últimas manos de una partida las ganancias y las pérdidas, por la enormidad misma de las sumas en disputa, dejan de excitar la codicia, la desesperación o la envidia, prácticamente dejan de existir. El cuerpo ya no acusa el hambre ni el cansancio; el alma se libera de la inquietud. Se alcanza la felicidad.

En el límite extremo de la resistencia nerviosa, se crea un ambiente de calma en que el jugador juega y se ve jugar de forma desapasionada, con una profunda paz. Wardes tenía conciencia de su tranquilidad. Sabía que su hermosa cabeza, grande y pálida, estaba erguida sobre sus hombros, que no inclinaba el cuello, que no se abandonaba, que sus manos, pequeñas y torneadas como las de una mujer, volvían las cartas sin temblar.

Triunfaba por su audacia, su coraje, su imperturbabilidad. El placer del riesgo, placer vulgar, alimento de almas mediocres, había quedado atrás hacía mucho. Para él, el riesgo no existía. Sabía que atravesaba una buena racha. Y que iba a ganar. Efectivamente, cada mano era una victoria. Cuando llegaba el alba siempre era así: en el momento en que la zafia muchedumbre de los jugadores sin confianza, sin nervio, se dispersaba, él, que había aguantado más que los otros, él, que había despreciado los consejos de los amigos, las cobardes llamadas a la prudencia (¿qué decían su notario, su mujer, su médico? «¡Se está arruinando, se está matando!». ¡Bah, que dijeran lo que quisieran!), había obtenido al fin su recompensa. Instante sobrehumano en que la criatura pone a prueba sus fuerzas y siente que nada la vencerá, nada la detendrá. Las cartas le obedecían. Su corazón latía tan tranquila y acompasadamente como el de un niño. Con la sensación de seguridad que puede experimentar un sonámbulo al borde de un tejado, seguía jugando y la ciega suerte lo servía. ¡Una hora más! ¡Un instante más! Ya no había ni cuerpo ni peso ni calor humano. Habría podido volar. O sostenerse sobre la superficie del agua. Adivinaba qué cartas le habían repartido antes de verlas, antes de tenerlas en las manos. Qué pena que aquella luz insistente, que aquella lámpara blanca y brutal que tenía enfrente le hiriera los ojos. Esbozó un gesto de impaciencia y, como el sonámbulo al que un movimiento de pánico detiene al borde del abismo, se rehízo. En ese momento vio que a su alrededor los últimos jugadores soltaban las cartas, que estaban descorriendo las cortinas, que la luz de la mañana penetraba por los balcones, abiertos sobre la rada.

Se había acabado. La noche había concluido hacía rato. Aturdida, deslumbrada, temblorosa, el alma de Philippe Wardes regresaba a un cuerpo pesado, exhausto, empapado de sudor, muerto de sed; recuperaba el recuerdo del dinero perdido antes de la buena racha. Y se lamentaba: en su vida corriente, aquel jugador desenfrenado «no soltaba un céntimo», como aseguraban sus empleados. Entre Philippe Wardes, el gran fabricante de motores, para quien el juego significaba tanto una necesidad publicitaria como un hábito tiránico, y el semidiós que se había posesionado de su cuerpo durante unas horas y que ahora se había retirado, dejándolo débil e indefenso, no había nada en común. Un espíritu libre y salvaje lo había abandonado. Como siempre, a Wardes le dolía la nuca, tenía calambres, los riñones molidos y el mal sabor de una boca de cuarenta años arrasada por el tabaco y el alcohol.

Recogió el dinero ganado, dejó una parte a los empleados del Sporting y el resto se lo metió en los bolsillos. Mientras bajaba la escalera del casino, las voces de los crupieres, los camareros y las busconas de Montecarlo formaron corro como de costumbre.

—Es increíble… Qué valor… ¿Cómo puede aguantar de ese modo? ¿Lo vio ayer? Hoy lo ganaba todo. Ayer perdía. Con qué flema encaja… Qué suerte… No hay quien lo iguale. Y es uno de los principales empresarios de Francia…

Los escuchaba y seguía aspirando con satisfacción aquellas débiles vaharadas de incienso. En ciertos momentos de cansancio, de un cansancio que en su caso no era solamente físico, sino que parecía penetrar hasta el alma misma, aquellas alabanzas eran lo único que lo serenaba. En su caso, las palabras de aprobación eran un apoyo, una seguridad, la única realidad en un mundo de apariencias.

Una chica que salía del casino tras él, en traje de noche y con el maquillaje medio corrido, pasó por su lado y lanzándole la última mirada de la noche —provocativa, cargada de una suprema esperanza, como el pescador sin suerte que ya de pie en la orilla, a punto de marcharse, echa el anzuelo al río por última vez y piensa: «¿Quién sabe?»— murmuró con una risa impúdica y voz humilde:

—¡Y además guapo!

Philippe volvió a sacar pecho y erguir la cabeza, grande pero de noble contorno. Era alto y musculoso como un atleta, con un espeso pelo negro que formaba tres puntas sobre la frente y las sienes, y una boca terrible, imperiosa, de labios finos y apretados; pero tenía la tez pálida, bolsas oscuras bajo los ojos y su mirada nunca se detenía en nadie: se desviaba sin cesar, se movía, impaciente, en inquieta búsqueda, mientras su párpado izquierdo palpitaba ligeramente con un temblor leve pero ininterrumpido.

Con un gesto, indicó a la chica que lo siguiera y cruzó la calle en dirección a su hotel. Su residencia se hallaba en La Caravelle, una casa a las afueras de Cannes donde vivían su mujer y su hijo, pero él ocupaba una suite en aquel hotel de Montecarlo y no la abandonaba más que para acudir al casino.

Del Sporting salían los últimos jugadores, la vieja guardia. Era la hora en que la exhausta muchedumbre de las prostitutas de poca monta, las floristas ambulantes y los camareros del Círculo se dispersaba al fin en busca del merecido descanso. Ya se veían los primeros cochecitos de niño y a las primeras criadas, con un ramo de violetas frescas sobre la cesta de provisiones. El viento y la luz herían los ojos de Wardes. Vacilaba. Mientras subía la escalinata del hotel, tenía la sensación de que al siguiente paso las rodillas le fallarían y se doblarían bajo su peso. Entró con la chica.

En la suite, las persianas estaban bajadas y las gruesas cortinas corridas. Una nube de silencio envolvía algunas habitaciones del hotel, protegiendo el precioso sueño de sus ocupantes, que se prolongaba hasta las últimas horas del día. Sobre la mesa, un mensaje le avisaba de que su mujer había telefoneado. No le respondería. Estaba acostumbrada.

Guardó el dinero ganado bajo llave y volvió junto a la chica, que esperaba. Estaba contenta: llevarse a Wardes había sido una carambola. Era una joven menuda a quien le gustaba hacer bien su trabajo. «No se arrepentirá», pensó con la íntima satisfacción que proporcionan los buenos propósitos. «Aunque no hay que fiarse: cuanto más ricos, más tacaños», como solía decirle su madre.

Pero Wardes no se mostró muy exigente. Poco después la chica estaba durmiendo. Sólo ella.

Esa noche Wardes esperaba conciliar el sueño que lo rehuía tanto en París como en la casa de Cannes. A veces, después de jugar y cuando menos lo esperaba, cuando ya se había resignado al insomnio, cuando todavía pensaba «No me duermo, no podré pegar ojo», en aquella suite de pronto se hundía, caía a plomo en unas tinieblas frescas y vacías, moría y luego regresaba a la luz, asombrado de haber podido dormir.

Suspiró profundamente, se agarró al almohadón, lo abrazó como se abraza a un amigo, como un niño en el regazo de su nodriza, buscando el sitio más fresco en la fría tela, apretándolo entre las manos, empujándolo con la frente, con las mejillas, cerrando con fuerza los párpados, esperando con paciencia, confiando en que se produjera el milagro.

Pero no se dormía.

Se volvió hacia un lado, cogió a tientas la botella de Perrier helada y se sirvió. Siempre le dejaban una botella de agua mineral en la mesilla; la garganta le ardía a todas horas. Bebió, arrojó el almohadón al suelo y se quedó semidesnudo sobre la cama, con la cabeza apoyada en el colchón y las manos entrelazadas sobre el pecho, como cuando era niño. Malos recuerdos los de la infancia… La negra casa de Dunkerque en que había nacido, el repiqueteo de la lluvia en los cristales, aquella habitación alta y helada donde su padre lo obligaba a dormir… Era hijo de un industrial del norte de origen belga y de una polaca que había abandonado a su marido por un compatriota, un músico de una pequeña compañía de teatro de provincias de paso por Dunkerque durante una gira. El marido engañado perseguía y castigaba duramente a la esposa culpable en el hijo inocente. En aquella inmensa y lóbrega habitación, en aquella enorme cama que crujía y gemía con cada uno de sus movimientos, había nacido en Wardes el miedo a la soledad, así como la necesidad de tener a su lado durante la noche a un ser vivo, lo mismo daba mujer o perro, al que pudiera despertar y echar fuera cuando su presencia, su cuerpo, su aliento le resultaran de repente odiosos.

La chica a quien había recogido en la calle y metido en su cama dormía a su lado, pesada e inerte como una piedra. Wardes se obligó a mantener una inmovilidad tan absoluta como ella. Estaba durmiéndose, iba a lograrlo, sentía que el sueño fluía hacia él como un lento y profundo río, se introducía en sus venas, disolvía el duro coágulo de miedo, cólera y angustia que se había formado en su interior. Sonrió; por su mente empezaban a desfilar imágenes confusas: veía el tapete verde de la sala de juego, luces que tan pronto se agigantaban como se perdían a lo lejos, pálidos rostros inclinados sobre él… Los miraba uno tras otro, y al no reconocerlos pensaba: «Ya estoy durmiendo. Si lo que veo son desconocidos, no pueden tratarse de recuerdos, sino de visiones, de sueños…».

Y de pronto despertó, como si alguien lo hubiera agarrado por el hombro y sacudido. Se incorporó en la cama, encendió la luz y miró el reloj, que había dejado junto a la cama, con las monedas, el encendedor, el pañuelo y las llaves. Sólo había dormido unos minutos, cinco, como mucho diez. Por un instante, tuvo la esperanza de que el reloj se hubiera parado. Pero no. El sueño había huido y no volvería. Todavía permaneció inmóvil unos segundos. ¡Qué deprisa le latía el corazón! Escuchaba su rápido golpeteo y pensaba: «¡No! ¡No, es imposible! No podré soportar esta tortura, estos insomnios, por mucho tiempo… Me moriré…».

Pensar en la muerte era horrible. Pensar en la muerte era más horrible que la muerte en sí.

Retiró las sábanas con rabia y se levantó. Fue al lavabo y se mojó el torso y la cara con agua fría. A su paso iba encendiendo todas las luces, y en cada espejo miraba angustiado aquel rostro que sólo él conocía, aquella cara modelada por el cansancio y la soledad. Aquellos ojos asustados y aquella boca temblorosa, ¿aquello era Wardes, el apuesto Philippe Wardes?

Qué fácil era presumir de un sistema nervioso excepcional, decir a sus subordinados: «Miren, yo ya no sé lo que es dormir. Pero aquí me tienen. Mientras ustedes duermen, yo trabajo».

Una noche más, pensó con valentía: «Ya que no puedo dormir, trabajaré».

Cogió sus documentos, se sentó ante el ridículo escritorio de mujer que había en la salita contigua al dormitorio, subrayó un par de páginas y volvió a dejarlas. ¡Así era imposible trabajar! No conseguía concentrarse en lo que leía. Su mente se resistía, lo rehuía; con total independencia y ajena a los esfuerzos sobrehumanos de Wardes recorría su propio camino, transitado mil veces con anterioridad. El insomnio le provocaba un estado de angustia que al principio se traducía en una extraña inquietud, en un humor sombrío, para transformarse en una agitación interior que lo invadía, lo dejaba temblando e indefenso y culminaba en el miedo. Miedo a qué. Lo ahogaba la ansiedad. De pronto le dolían los ojos; se imaginaba un aflujo de sangre a la retina, una disminución de su capacidad de visión, la incapacidad, la ceguera. Lo imaginaba con tanta intensidad que las luces se desdoblaban ante sus ojos, vacilaban, se velaban. Se pasó la mano por los párpados.

«No es verdad. ¡Es imposible! ¿Por qué tengo miedo? ¡Es imposible! Es tan absurdo como si temiera que el techo se abriera sobre mi cabeza y las paredes se derrumbaran sobre mí».

Por fin, se volvió lentamente hacia el espejo. ¿Qué vería? ¿Unos ojos tumefactos, hinchados de la sangre que le resbalaba por la cara en forma de lágrimas? ¡Por supuesto que no! Nada de eso. Sólo estaban irritados por la falta de sueño y el denso humo de las salas de juego. Los veía en el espejo, desorbitados por el miedo pero indemnes.

Poco después pensó que ese humo le corroía no sólo los ojos, sino también los pulmones. Sentía una opresión en el pecho. Jadeaba al subir las escaleras, ¡él, que antes ganaba a todos sus amigos corriendo! Se estaba matando. Su corazón se hallaba enfermo. Estaba jugando con su salud. Otro año, seis, siete meses más, y enfermaría y… Al llegar a ese punto su mente se negaba a seguir, se encabritaba como un caballo asustado. El miedo a la muerte era una puerta abierta a lo que más temía en el mundo: el terror puro sin motivo, la sensación de una amenaza desconocida, de la que el alma, desnuda y jadeante, sólo puede defenderse mediante un desesperado y vano esfuerzo, un acto violento, una locura, un grito, un asesinato… Se precipitó fuera de la habitación y fue a abrir la ventana. Era de día. Eso lo salvó. No habría podido soportar la noche, el silencio, una oscuridad profunda. Qué hermoso, qué afable era todo a la luz del mediodía… La brisa procedente de la rada lo calmaba. Ahora ya había pasado todo, la crisis había remitido; cerraría las contraventanas, correría las cortinas y dormiría.

Volvió al dormitorio y se dejó caer en la cama; pero ya era demasiado tarde. Había entregado su alma a los demonios, que habían penetrado en él aprovechando el insomnio. Se reían de Wardes. Se lo lanzaban unos a otros como si fuera una pelota. Lo llevaban de la angustia a una exasperación asesina. Estaba perdido, indefenso, solo, a la deriva. De niño despertaba durante la noche y, poco a poco, su pánico iba creciendo hasta un punto en que sólo las llamadas enloquecidas y los gritos violentos podían aliviarlo. Así que gritaba, sabiendo que su padre acudiría y le pegaría.

Quiso volver a beber, mas la botella estaba vacía. Cogió la de la cubitera que le dejaran preparada en la mesa. Hizo saltar el tapón hasta el techo. El ruido despertó a la chica, que le dijo algo. Wardes no respondió. Ella se desperezó y sonrió. Ante aquel gesto de satisfacción y bienestar Wardes habría llorado de envidia. Se echó a su lado. ¡Ah, dormirse, perder la conciencia, quedarse transpuesto, aunque sólo fuera por un instante! ¡Mantener a raya a aquel animal salvaje, impaciente por saltar fuera de su corazón! Sentía crecer en su interior, con una fuerza aterradora, aquella sombría furia casi demente.

La chica le dio la espalda y se durmió. De vez en cuando su respiración, rápida, entrecortada y sibilante, se transformaba en el sordo gemido de una bronquitis mal curada. Wardes absorbía aquellos débiles ronquidos con toda su exasperada capacidad auditiva. Los esperaba, los recibía con una risita sarcástica, los escuchaba, aguzaba el oído y mascullaba con odio: «¡Zorra!».

De pronto, la despertó y la echó de la cama.

—Pero ¿qué te pasa, cariño? ¿Estás enfermo?

—¡Lárgate de aquí!

—¿Cómo? ¡Pero si no he abierto la boca! ¡Que no soy un perro! Lárgate de aquí, lárgate de aquí… Yo no he hecho nada. ¡Ni que te hubiera quitado el dinero, vamos! ¡Para empezar, todavía no me has pagado!

La chica empezó a vestirse deprisa; llevaba una blusa corta de seda rosa con bordados de mariposas negras y tenía marcas de ventosas en la espalda y los hombros. Wardes soltó una carcajada y dio un paso hacia ella. Su expresión era tan terrible que la chica alzó el codo a la altura de la cara, como un niño que intenta protegerse de las bofetadas. Wardes se dio cuenta de que tenía miedo y se alegró; el corazón le latía más libremente.

—¡Más deprisa! ¡Más deprisa!

Se divertía asustándola aún más. Le lanzaba la ropa a las piernas. Qué tipeja tan odiosa, con su sucia carne cansada… Y había dormido en su cama. Qué asco.

«Es la última vez que dejo quedarse a una mujer después de jugar», pensó.

Pero sabía perfectamente que sólo tenía miedo.

Le arrojó unos billetes. Ella los recogió. Entonces Wardes ya no dijo nada. De pronto la chica empezó a insultarlo. Wardes cogió la botella vacía y se la lanzó a la cabeza.

Luego se sumió en una especie de desvanecimiento, real y simulado a un tiempo. En determinados momentos oía y veía. Percibía los gritos de la chica. Vio entrar al director del hotel y poco después a Dario, al que habían llamado por recomendación de Ange Martinelli; Wardes era consciente de los cuidados que le prodigaban. Pero de vez en cuando sus oídos se llenaban de un tañido de campanas. Alrededor todo desaparecía. Sólo quedaba un ruido sordo y acompasado, que escuchaba con estupor en las profundidades de su ser, hasta que comprendió que lo que repiqueteaba de aquel modo era su propio corazón exhausto.

Volvió en sí. Se hallaba solo con Dario.

«¿A quién se le habrá ocurrido llamar a este medicucho desconocido, con cara y acento de extranjero, a este muerto de hambre mal vestido y mal afeitado?», pensó Wardes, y lo apartó con brusquedad.

—Ya estoy bien… No necesito nada. Haga el favor de marcharse.

—No es la primera vez que le ocurre, ¿verdad? —le preguntó Dario. De pronto, a Wardes ya no le pareció tan ridículo. Un débil temblor recorrió su rostro. No respondió—. ¿Es una sensación de liberación por la que no importaría cometer un crimen? —murmuró el médico mirándolo a los ojos.

—Doctor… —Dario se inclinó hacia él, dispuesto a escuchar sus confesiones, a guiarlo, a socorrerlo—. ¿Qué puedo hacer, doctor?

Pero de pronto Dario tuvo miedo. Aquel hombre era demasiado rico. Lo habían llamado para que curara a la chica y vendara a Wardes, que se había hecho un corte bastante profundo al recoger los trozos de cristal con las manos; pero no era su médico habitual. Temía herir susceptibilidades, ganarse la enemistad de alguna eminencia médica.

—¿Nunca ha acudido a un especialista en enfermedades nerviosas? —le preguntó tras una vacilación. Wardes no respondió. Dario apartó la vista—. La persona que lo acompañaba no está herida de gravedad —informó.

—Lo sé. Cuando la golpeé, tuve cuidado de no darle en los ojos ni en el cuello.

—¿Qué dice su médico habitual? —preguntó Dario.

—Dice: «No juegue. No fume —respondió Wardes con sequedad—. Sea casto, paciente, sobrio». Un imbécil me aconsejó que me retirara al campo y cultivara un jardín. Si les hiciera caso tendría otra alma y otro cuerpo. No los necesitaría.

—No obstante, caballero, hay que elegir entre una vida desordenada, que es un peligro para el cuerpo y el alma, y una vida suficientemente plena pero…

Wardes volvió el rostro con un gesto de cansancio y aburrimiento que parecía decir: «Ya he oído todo eso. Todo eso es viejo, banal e inútil, sobre todo inútil».

—¿Cuánto le debo, doctor? —preguntó.

Y pagó a Dario, que se marchó.