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A la mañana siguiente, Clara quiso levantarse como de costumbre, pero sufrió un síncope, y pronto fue evidente que su corazón no aguantaría y que iba a morir.

Cuando pidió ver a su hijo, Dario abandonó toda esperanza. Estaba en la habitación de su mujer, junto a su cama, inclinado sobre ella; intentaba en vano hacerla revivir con pastillas e inyecciones. Pero esa misma noche todo acabaría.

La doncella fue a avisar a Daniel, con el aire misterioso y solemne que suelen adoptar los criados para anunciar una mala noticia.

—Señorito Daniel, la señora está muy mal. El señor le pide que vaya.

Daniel nunca había imaginado que la vida de su madre estuviera en peligro, y corrió a su habitación temblando de miedo.

«Pero ¿qué he hecho, qué he hecho?», se repetía llorando, convencido de que había matado a su madre. Le habían ocultado su enfermedad con tanto esmero que sólo recordaba su fragilidad, su palidez, la delgadez de sus manos… El desorden de la habitación lo dejó impresionado. La cama estaba cubierta de paños y frascos; habían encendido todas las luces y retirado la pantalla de la lámpara de la mesilla, para que alumbrara más durante los pinchazos. Era otoño, y hacía un día gris.

Dario le indicó que se acercara, pero Daniel, avergonzado, se arrimó a la pared y se quedó allí como un niño castigado. Vio que su madre volvía lentamente la cabeza hacia él. Apenas pudo reconocerla.

«Cuánto puede cambiar un ser humano en dos horas… —se dijo con estupor—. Con tal que no me exija que abrace a mi padre y le pida perdón…», pensó de pronto. Nada le parecía demasiado difícil o humillante si se trataba de tranquilizar a su madre, pero ¡qué mentira tan degradante, qué comedia tan indigna!

Pero ella no le pidió nada. Al parecer, lo único que deseaba era su presencia, no sus palabras, ni siquiera su último beso. No apartaba los ojos de su marido, como la madre que descuida a sus otros queridos hijos por el más débil, enfermo o amenazado. Poco a poco, Daniel fue acercándose a la cama, se arrodilló torpe y silenciosamente y, sin darse cuenta, empezó a rezar en voz alta. Dario, y quizá también Clara, oían lo que murmuraba.

—Perdóname, Dios mío… —repetía sin cesar en su doloroso estupor.

Pero como en otros tiempos, cuando lloraba o jugaba junto a sus padres, y ellos seguían hablando sin oírlo, esa noche sus oraciones y sus lágrimas no llegaron hasta los esposos.

Su madre, a la que siempre había visto pálida, con un cerco amarillento bajo los ojos, había enrojecido de repente. Parecía haber recuperado parte de sus fuerzas. Dándose cuenta de que una segunda inyección sería inútil, Dario apagó todas las luces salvo la de la mesilla. Quiso poner de nuevo la pantalla, pero las manos le temblaban tanto que desistió. Durante un instante se quedó inmóvil, mirando a Clara con desesperación.

—Déjalo… —murmuró ella débilmente.

Pero Dario apretó la mandíbula con rabia y siguió afanándose, pensando tal vez que era el último servicio que podría prestarle. Mas acabó renunciando. Horas antes, Clara, quejándose de que tenía calor, había dejado caer de sus hombros una chaqueta de lana con forro de seda; Dario la cogió y la colocó sobre la lámpara.

Luego Daniel vio que su padre se sentaba en el borde de la cama y acariciaba la mano de su mujer. De vez en cuando se la besaba con pasión, sin decir nada; pero acto seguido prevalecía el hábito profesional, y le tomaba el pulso; en esos momentos, su rostro adoptaba una expresión atenta y glacial.

Cuando se acercaba el final, Clara empezó a delirar. Había olvidado dónde se encontraba. Hablaba en ruso. Daniel no la entendía.

Asistía, sin comprenderla, a la última conversación entre sus padres. Clara miraba las paredes de la habitación; a sus debilitados oídos llegaba el rumor de la avenida Hoche, pero con su pensamiento estaba en Oriente, en la tienda de su padre, el relojero.

—¡Entra! —susurró de pronto cogiéndole la mano a su marido—. ¡Corre! Mi padre no está. ¿Has comido? ¿Quieres pan? ¡Qué cansado estás, mi pobre Dario! ¡Qué pálido y delgado! Cuánto has tenido que andar… —La moribunda se echó a llorar—. Han vuelto a pegarte… han vuelto a humillarte… Mi Dario… —En ese momento recobró la lucidez y prosiguió en francés. Con voz suave, pidió que la levantaran y la recostaran en los almohadones. Quiso beber. Luego, mezclando pasado y presente, murmuró—: ¡Qué bueno has sido siempre conmigo y con el pequeño, Dario! ¿Quién se apiadará de ti cuando yo no esté? —preguntó de pronto con seria sencillez, e inclinó la cabeza—. Yo te amo. Habría robado por ti. Por ti y por el niño habría matado. Por eso tú eres mío, mío, no de ella. Déjala. Sylvie Wardes no te salvará. Los que son como nosotros no pueden salvarse. ¡Oh, elige a cualquier otra, pero no a ésa! —Jadeaba. Dario inclinó la cabeza hacia sus labios para recoger sus últimas palabras y su último aliento—. No a ésa…

—¡Sólo te he querido a ti! —exclamó Dario, como si alzando la voz esperara hacerse oír por su mujer, que no podía oírlo desde hacía rato.

Sin embargo, poco después, Clara levantó la mano con un esfuerzo terrible y la posó en la cabeza agachada de su marido, en un gesto de bendición y caricia. Murió esa noche.