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En la clínica de Sainte-Marie, Clara, la mujer de Dario, estaba acostada junto a su hijo en una habitación pequeña pero limpia, con la ventana entreabierta y una manta gruesa sobre las piernas.

Cuando la monja le preguntaba si se encontraba bien, los ojos de Clara se volvían hacia ella agradecidos. Miraba sonriendo la blanca toca y, con tímido orgullo, respondía:

—¿Cómo voy a estar mal? ¿Acaso no tengo cuanto necesito?

Atardecía. Estaban cerrando. No había visto a Dario desde el día anterior, pero todavía confiaba en que viniera. Las hermanas sabían que era médico y le permitían entrar fuera del horario de visita.

Clara lamentaba que Dario se hubiera negado a dejarla en la sala común. Nunca había tenido amigas. Jamás una relación estrecha con otra mujer. Era huraña, miedosa… En aquellas ciudades extranjeras, todo la asombraba. Había aprendido francés con dificultad. Ahora hablaba la lengua del país, aunque con acento muy marcado, pero se había acostumbrado a vivir al margen. Cuando Dario estaba con ella, no necesitaba a nadie. Allí habría debido bastarle el niño, pero a veces echaba de menos la compañía de las otras mujeres. Las oía reír en la sala común. Debía de ser bonito comparar tu hijo con el de otras… Ningún niño podía ser tan guapo como el suyo, su hijo, su Daniel, ni mamar tan rápido y con tanta avidez, ni tener un cuerpo tan bien formado, con aquellas piernecitas tan ágiles y aquellas manos tan perfectas. Pero su marido quería que tuviera una habitación particular, tranquilidad, comodidad, lujos. ¡Cómo la mimaba su querido Dario! ¿Creía que podía engañarla? ¿Que no sabía ella que su vida era difícil? ¿Acaso no detectaba el cansancio en sus bruscos movimientos, en su voz, en los rápidos gestos de sus temblorosas manos?

Pero el nacimiento de su hijo la colmaba de paz. No sabía por qué, pero ya no se preocupaba. Estaba demasiado agradecida a Dios como para seguir con preocupaciones. De vez en cuando se inclinaba un poco por el borde de la cama, acercaba la cuna —más cerca, cada vez más cerca— y la retenía contra ella. No veía al niño, pero lo oía respirar. Luego volvía suavemente el dolorido cuerpo hacia un lado. Soltaba la cuna y cruzaba los brazos sobre los pechos, donde la leche, al subir a esa hora como una marea, latía con una pulsación rápida similar a la de la fiebre. Era tan menuda que los costados, los pechos, las delgadas rodillas apenas abultaban bajo la sábana. Su rostro parecía demasiado joven y, al mismo tiempo, demasiado viejo para su edad; tenía más de treinta años. Algunos rasgos —la frente estrecha, abombada y sin arrugas, los tersos párpados, aquella sonrisa de dientes blancos, regulares, magníficos, su único rasgo hermoso— eran los de una joven bonita, casi una adolescente; pero en su cabello, crespo y mal peinado, empezaban a encanecer algunos mechones; los negros ojos traslucían tristeza; habían derramado lágrimas, velado, contemplado la muerte en rostros amados, aguardado con esperanza, mirado con valentía; la boca, en reposo, expresaba cansancio, ingenuidad y dolor.

Cuando las últimas visitas se marcharon, los carritos con la frugal cena empezaron a rodar de puerta en puerta. Las mujeres que alimentaban a sus hijos se preparaban para la toma de la tarde. Los niños lloraban. La monja entró en la habitación de Clara, la ayudó a incorporarse en la cama y le puso al niño en los brazos. Era una mujer fuerte, de rostro rudo, mofletudo y sonrosado.

Por un instante, ambas miraron en silencio al bebé, que volvía a derecha e izquierda la cabeza, suave y caliente, gimiendo débilmente y buscando el pecho. Pero no tardó en calmarse, y entonces oyeron el confuso murmullo de una criatura satisfecha, feliz, que sorbe la leche y se adormece, y empezaron a hablar en voz baja.

—¿Hoy no ha venido a verla su marido? —le preguntó la monja con el cantarín acento de Niza.

—No —contestó Clara, un poco triste.

Sabía que Dario no la había olvidado. Tal vez no dispusiera de dinero para el tranvía. La clínica estaba bastante lejos del centro.

—Es un buen marido —afirmó la monja extendiendo las manos hacia el niño.

Quería cogerlo y ponerlo en la balanza, pero el pequeño abrió los ojos al instante y agitó las manos. Clara lo apretó contra su cuerpo.

—Deje. Déjelo. Aún tiene hambre.

—Un buen marido y un buen padre —prosiguió la monja—. «¿Tienen lo necesario? ¿No les falta nada?», me pregunta todos los días. Se nota que la quiere… ¡Bueno, ya está bien! —exclamó levantándose y cogiendo el niño de los brazos de la madre.

Clara lo soltó tras hacer amago de retenerlo, con un gesto instintivo que provocó la risa de la monja.

—Lo alimenta usted demasiado. ¡Se va a empachar!

—¡Oh, no, señora! —respondió Clara, que no lograba acostumbrarse a llamar «hermana» a la monja que la cuidaba—. Me gusta darle de mamar cuanto quiera porque mi primer hijo murió por no tener bastante leche para alimentarlo ni dinero para comprarla. —La monja se encogió ligeramente de hombros con una expresión de simpatía, compasión y desdén que significaba: «¡Bah, no eres la única, pobrecita mía! Si yo te contara…». Ante el gesto y la mirada que esbozó bajo la toca, Clara sintió que la amargura y cierta vergüenza inseparable del infortunio la abandonaban. Nunca había hablado con nadie de su primer hijo—. Antes de la guerra, mi marido me dejó sola en París —dijo rápidamente bajando la voz—. Se marchó a las colonias francesas. Esperaba poder trabajar allí. Somos extranjeros; no nos asustan los viajes ni las separaciones. «Clara, me voy», me dijo. «Aquí nos morimos de hambre. No tengo dinero para tu pasaje. Tú vendrás más adelante». Apenas había zarpado el barco, enfermé y supe que estaba embarazada. No tenía dinero. Me había quedado sin el humilde empleo que me permitía vivir. Luego, me dijeron: «Tenía que haber ido a este sitio y a este otro». Pero yo no sabía nada. Ni conocía a nadie. El niño murió, casi de hambre —añadió bajando los ojos y trenzando febrilmente los flecos de lana de su chal.

—Bueno, bueno… Éste vivirá —aseguró la monja.

—Es guapo, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! —La religiosa deslizó la mano bajo la manta de Clara—. Tiene los pies helados, hija. Voy a calentarle una bolsa de agua. Tápese bien. Los malos tiempos han pasado. Su marido ha vuelto y cuidará de usted.

—¡Oh, ahora ya no soy tan boba! —respondió Clara sonriendo débilmente—. Soy una mujer madura. Y llevo quince años en Francia. No volveré a tener miedo. En aquella época me sentía perdida. Estaba…

Se interrumpió. ¿De qué servía hablar de aquello? ¿Quién la comprendería? Seguramente, la monja habría cuidado a muchas pobres chicas llegadas de su pueblo que languidecían en las calles de Niza; pero Clara no podía dejar de pensar que su caso había sido peor. Ella había venido de muy lejos, y cada piedra parecía rechazarla, cada puerta, cada calle decir: «¡Vete! ¡Vuelve con los tuyos! ¡Tenemos nuestras propias miserias a las que socorrer, extranjera!».

La monja deslizó la bolsa de agua caliente bajo sus pies, le sonrió y se fue.

—Voy a buscarle la cena —dijo en el umbral—. ¡Aquí tiene a su marido, hija!

Ella extendió los brazos desde la cama.

—¡Dario! ¡Eres tú! ¡Por fin! —Clara le cogió la mano y se la apretó contra la mejilla y los labios—. ¡Ya no esperaba verte hoy! ¿Por qué has venido? Es muy tarde. Y estás muy cansado —añadió.

Aunque Dario aún no había abierto la boca, su esposa sabía que estaba angustiado. Lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza y apoyó la cabeza contra su pecho, mientras él se sentaba en el borde de la cama.

—¿Estás bien? ¿Y el niño? ¿No ha pasado nada? ¿Nada malo? —le preguntó Dario.

—No, nada, ¿por qué? —Hablaban en francés, griego o ruso, mezclando las tres lenguas. Clara le acarició los dedos—. ¿Por qué, cariño? —Él no respondió—. Te tiemblan las manos —observó.

Pero no le preguntó más. Retuvo entre las suyas las manos de su marido, que poco a poco dejaron de temblar.

—¿Estás bien? —volvió a preguntarle él con ansiedad.

—Estoy bien. Como una reina. Tengo cuanto puedo desear; pero…

—¿Pero?

—Me gustaría volver a casa, volver contigo cuanto antes. —Observó el rostro cansado e inquieto de su marido, su ropa arrugada, la corbata mal anudada, la chaqueta, a la que le faltaban botones, sin cepillar…—. ¿Es verdad lo que me has dicho, Dario? ¿Que tienes muchos enfermos y que no te falta de nada?

—Es verdad. —La monja entró con la bandeja—. Come —la apremió Dario—. Mira qué caldo tan bueno. Come deprisa, que va a enfriarse.

—No tengo hambre.

—Debes comer para tener buena leche.

Clara tomó varias cucharadas, que se metía en la boca sonriendo, y con apetito creciente se terminó la ligera cena.

—¿Y tú? ¿Has cenado? —preguntó a su marido.

—Sí.

—¿Antes de venir?

—Sí.

—¡Ah! ¿Por eso has llegado tarde?

—Sí. ¿Ya estás tranquila?

Clara sonrió. Él cogió un trozo de pan que había quedado en la bandeja y lo escondió en la mano. Para no cansar a Clara, habían colocado una hoja de papel azul en la lámpara, a modo de pantalla. La habitación se hallaba en penumbra, pero Clara vio que, disimuladamente, Dario comía el trozo de pan con avidez.

—¿Todavía tienes hambre?

—No, claro que no.

—Dario, ¡no has cenado!

—Pero ¡qué cosas dices! —exclamó él con tono cariñoso—. Clara, tranquilízate. No te preocupes. Las preocupaciones no son buenas para el niño. —Conteniendo la respiración, Dario se inclinó sobre la cuna—. Será rubio, Clara…

—No, no puede ser. Con lo morenos que somos los dos… Pero ¿nuestros padres…?

Se esforzaron en recordar. Él se había quedado huérfano al poco de nacer. Clara había huido de la casa paterna a los quince años para seguir a un vagabundo del que estaba enamorada. De las profundidades del pasado, como siluetas entrevistas al final de un largo camino cuando empieza a anochecer, surgieron unos rostros pálidos y borrosos: una mujer prematuramente envejecida cubierta con una gran pañoleta negra que le llegaba hasta las cejas; otra, siempre borracha, con la boca muy abierta, farfullando insultos y maldiciones ante un niño endeble y aterrorizado; el padre de Clara, con su arrugada frente y la larga barba gris desparramada sobre el pecho; el de Dario, el Griego, el miserable vendedor ambulante. De éste, Dario se acordaba mejor: era su viva imagen.

—Nuestros padres eran morenos, como nosotros.

—¿Y nuestros abuelos?

—Ah, ésos…

No los habían conocido. Cuando sus hijos se habían marchado y emigrado lejos, se habían quedado en sus lugares de origen, Grecia, Italia, Asia Menor. Para sus descendientes, era como si los abuelos nunca hubieran existido. Puede que alguno de ellos, de aquellos levantinos desaparecidos, hubiera tenido al nacer aquella pelusa rubia, aquella piel clara… Tal vez.

—Pero, Clara, ¿cómo quieres que conociéramos a nuestros abuelos? ¿Te crees francesa?

Sonrieron. Se entendían bien. No sólo los unía la carne, el pensamiento, el amor; además, habían nacido en el mismo puerto de Crimea, hablaban la misma lengua, se sentían hermanos. Habían bebido en la misma fuente, compartido un pan amargo.

—La madre superiora vino a verme después del parto. Me preguntó si la familia estaba contenta. Dario, a la hora de las visitas, en las habitaciones vecinas oigo a los abuelos y las tías exclamar: «Se parecerá al abuelo, al primo Jean, a tu tío, el que murió en el catorce». Nunca había oído algo así. Traen pequeños envoltorios. La hermana dice que son baberos, vestiditos, sonajeros, pellizas… Y esas camisolas que se hacen con sábanas viejas… —añadió en voz baja. Estaba cansada. Hablaba despacio, se interrumpía y respiraba con dificultad. No encontraba palabras para expresar su asombro, su admiración al imaginar a aquellas familias inclinadas alrededor de una cuna, aquellas sábanas gastadas por el roce de los cuerpos, noche tras noche, durante una larga vida, con que se hacían camisolas y pañales para un recién nacido—. «Nosotros no tenemos familia», le digo a la monja que me cuida. «No le importamos a nadie. Nadie se alegrará del nacimiento de nuestro hijo. Nadie lloró la muerte del otro». Ella me escucha. Pero no lo comprende.

—¿Cómo quieres que lo comprenda? —respondió Dario encogiéndose de hombros.

Le preocupaba el cansancio y la agitación de Clara. Quiso hacerla callar, pero al final, mientras hablaba, fue quedándose dormida con la frente apoyada en su brazo. La hermana entró y cerró la ventana y los postigos sin hacer ruido. En la clínica de Sainte-Marie temían al aire nocturno.

—¿Estás ahí, Dario? —murmuró Clara, abriendo los ojos de repente y con tono angustiado—. ¿Eres tú? ¿De verdad eres tú? ¿Vivirá el niño? ¿Estará bien cuidado? ¿No le faltará de nada? ¿Vivirá? —repitió, y despertó del todo. Sonrió—. Cariño, perdóname, estaba soñando. Vete ya, ¡anda! Es tarde. Hasta mañana. Te quiero.

Él se inclinó y la besó. Con un gruñido amistoso, la monja lo empujó hacia la puerta: eran más de las ocho. En los pasillos estaban encendiendo las lamparillas azules que de noche sustituían a las luces diurnas y, en determinadas puertas, bajo los números de las habitaciones donde se hallaban acostadas las mujeres operadas, las enfermas graves, una monja conectaba pequeños letreros luminosos que rezaban: «Silencio».

Fuera hacía una hermosa noche primaveral. Dario aspiró el aroma, familiar desde su infancia, a jazmín, pimienta y brisa marina, común a Crimea y todo el Mediterráneo.