16
Por fin Elinor se le acercó y le hizo una seña.
—¡Se ha olvidado de mí, Elinor! —le dijo él, siguiéndola.
—No, no lo he olvidado, espere. Escuche, he de proponerle algo. En primer lugar, para que no haya malentendidos entre nosotros, comprenda que no puedo prestarle dinero. Se lo daría a un amante, pero no a un amigo. Usted no se imagina en qué escuela me eduqué. Morirse de hambre en las calles de Nueva York no enseña a ser desinteresado ni generoso; y si por un milagro hubiera conocido esos sentimientos en mi infancia, el tiempo que pasé con los Muravin habría bastado para hacérmelos olvidar. La vida junto a la generala… No sé si se da cuenta de cuánto aprendí. Pero eso se ha acabado. ¡Ahora tengo el diploma y puedo enseñar yo, se lo aseguro! Esos conocimientos no se olvidan. Y estoy dispuesta a proponerle un trato, un negocio que le resultará tan provechoso como a mí.
Elinor se quedó esperando a que Dario hablara, pero él la escuchaba en silencio, inclinando la cabeza con expresión atenta y calculadora. Sentía la peculiar tranquilidad que se apodera del alma en ciertos momentos de la vida, cuando atisbamos el destino, afortunado o aciago, para el que hemos sido creados y nos parece oír una secreta advertencia interior: «La suerte está echada. Cierra los ojos. Espera. Deja hacer».
—Como usted bien sabe, Wardes padece una enfermedad nerviosa —prosiguió Elinor—. Lleva años tratándose inútilmente. Todos los charlatanes del mundo se han ensañado con él, pero acudirá al primer médico que pueda aliviarle, ¡a cualquier precio! Ese alivio, ¿existe? Ahí entra usted. Si quiere, le ofrezco un trato. Estoy harta de ver cómo se escurre el dinero entre las manos de Wardes y va a parar a otras que no son las mías. Yo me encargaré de que lo requiera a usted. Pero a cambio quiero la mitad de sus honorarios. Wardes es una mina de oro para los médicos.
—Escuche —respondió Dario en el mismo tono misterioso, ávido y secreto en que habría hablado veinte años atrás el joven vagabundo de los grandes puertos, que no retrocedía ante ningún manejo por turbio que fuera, que sólo vivía de triquiñuelas y únicamente conocía los caminos tortuosos—. ¡Escúcheme bien! Sólo por Wardes no merece la pena; es demasiado poco, no me sacará de apuros. Por rico que sea, por loco que esté, no bastará. Sería un negocio que solamente la beneficiaría a usted. Yo le propongo otra cosa. Lo que necesito no es un paciente, sino una clientela. Todos estos amigos suyos son caza mayor. ¿Quiere hacerme tanta publicidad como pueda? ¿Quiere decir que ha descubierto a un médico todavía desconocido, joven y pobre pero genial? Esas enfermedades nerviosas, esos trastornos funcionales, esas fobias tan raras que ningún médico sabría curar son un terreno que promete un éxito inmenso, ilimitado; pero necesito un avalista. Alguien que diga: «A mí me ha curado, ¡me ha salvado! Vaya a verlo, escúchelo…». Por cada paciente rico que me mande, recibirá el cincuenta por ciento de mis honorarios en cuanto los cobre.
—Sí, podemos entendernos de ese modo —respondió Elinor, pensativa—. Después de todo, así es como consigo el dinero. Si no recibiera mi parte del sastre y el joyero, de la floristería y la corbatería, si no jugara con los gustos, los vicios y las enfermedades de Wardes, acabaría saliéndole gratis. Tiene auténtico talento para explotar y torturar a los más débiles. ¡Pregúntele a Sylvie Wardes! Si fuera su mujer, protegería sus intereses. Pero sólo soy su amante. ¡Peor para él!
Dario no la escuchaba.
—No sabe lo que este momento significa para mí, Elinor —dijo al fin en tono de súplica—. Se lo pido, se lo ruego una vez más: présteme diez mil francos hasta el próximo marzo. No se trata solamente de comer o salvarme de la cárcel; ni siquiera de mi mujer y mi hijo —musitó—, sino de un naufragio, de una renunciación total, de… ¡Pero usted no puede entenderlo! ¡Ayúdeme, se lo suplico! ¡Sálveme! —Elinor se limitó a negar con la cabeza—. ¿No?
—No, Dario.
—Estoy perdido —anunció él en voz tan baja que, más que oírlas, Elinor adivinó sus palabras.
—No. Es más hábil de lo que cree. ¡Esa fuerza y esa astucia se llevan en la sangre! ¡Aunque uno no lo quiera! No hay forma de desprenderse de ellas. Saldrá adelante.
Dario se marchó. Al día siguiente se presentó en casa de Sylvie Wardes, que le prestó diez mil francos. El cheque de Martinelli fue pagado.