4
Clara volvería a casa al día siguiente. Con los cuatro mil francos de la generala, Dario había pagado las deudas más apremiantes, las que lo perseguían desde París y las de ahora, las de Niza. Ahora iba con la cabeza alta. Ya no pasaba pegado a la pared y cabizbajo ante la puerta de la panadería, ni delante de la carnicera, que se ufanaba entre las ristras de salchichas en su tienda llena de espejos. Por fin había comprado el cochecito para el niño, una cuna y un abrigo para Clara, que no tenía otra ropa que la que llevaba al ingresar en la clínica. En cuanto a él, había comido y bebido, encargado un traje nuevo y dado una señal, y todavía le habían sobrado mil francos que había ingresado en un banco.
Pero además su suerte había cambiado: el día anterior lo había llamado una pareja de jóvenes funcionarios que llevaba veinticuatro horas en Niza. Su hijo había enfermado de repente durante la noche, entre maletas a medio deshacer y la paja de la mudanza, que todavía cubría el suelo.
El matrimonio lo había recibido como a un salvador. Lo habían escuchado con agradecimiento, respeto y afecto. ¡Qué bueno se había sentido! ¡Con cuánta dulzura les había hablado! ¡Qué felicidad había experimentado tranquilizándolos, halagando a la madre! («No es nada, una simple laringitis. Mañana habrá remitido. ¡Qué hombrecito tan guapo! ¡Qué niño tan fuerte! Duerma tranquila, señora. No se preocupe, caballero. ¡Es una nimiedad! ¡No es nada!»).
Le habían dado las gracias, acompañado a la puerta y alumbrado mientras bajaba la escalera. Se habían felicitado mil veces por aquella afortunada casualidad, por la suerte que habían tenido al encontrar de aquel modo, en su desesperación, en aquella ciudad desconocida, a un médico tan competente, tan servicial, tan amable.
«¿Será verdad que los malos días han pasado? —había pensado Dario—. Parece que nunca los olvidarás, y luego qué rápido se van… ¿Por qué he desesperado? ¿Por qué he actuado mal?».
La felicidad lo volvía virtuoso. Elinor había guardado cama cuarenta y ocho horas, y ahora se encontraba estupendamente. Era una norteamericana coriácea. Estaba claro que no se trataba de la primera vez…
Dario había cenado y ahora dormía. Esa noche era la última del Carnaval. A causa de los gritos de la gente bajo la ventana y los estallidos de los fuegos artificiales, al principio no oyó que llamaban a la puerta. Por fin, las voces llegaron a sus oídos. Abrió y se encontró ante la generala despeinada y jadeante, con un chal de seda escarlata sobre un camisón largo y tieso, a la moda de antaño, que le llegaba a los pies.
—¡Deprisa! ¡Deprisa, doctor! ¡Por lo que más quiera, mi hijo se ha matado!
Dario se vistió a la carrera y bajó tras ella. En el salón de la casa de huéspedes, el hijo de la generala, un joven alto, flaco y encorvado, pálido y mal afeitado, que tenía la expresión altiva y estúpida de un galgo, se había cortado las venas con una navaja y estaba desangrándose derrumbado en el canapé de cutí gris. Aquel chico era el marido de Elinor, la única ausente. Todos los pupilos de la casa de huéspedes se hallaban despiertos y hacían corro alrededor del canapé. Se veían toallas húmedas esparcidas por el suelo y barreños llenos de agua sobre los muebles. El canapé, que se transformaba en cama por la noche, estaba en el centro del salón, y las sábanas ensangrentadas formaban un rebujo en un rincón. La navaja que había usado el herido también se veía en el suelo, todavía abierta, y cada poco alguien la pisaba, se cortaba y, con un grito de dolor, la apartaba de una patada; todo el mundo estaba tan pendiente de la escena que se desarrollaba ante sus ojos que a nadie se le ocurría recogerla. Con la característica prodigalidad rusa, habían encendido las luces no sólo del salón, que se hallaba iluminado por una enorme araña antigua de tres niveles cubierta de polvo, sino también de las mesas, las habitaciones contiguas y cualquier sitio donde hubiera una lámpara. Las ventanas estaban cerradas; faltaba el aire. Varias mujeres a medio vestir rodeaban a Dario. Una de ellas, alta, delgada y con los ojos hundidos, en camisón, con un velo de gasa flotando sobre los largos cabellos, un cigarrillo entre los labios y descalza, repetía en tono autoritario tirando de una manga a Dario:
—Hay que llevarlo a su habitación.
—No, princesa, sabe que eso es imposible —le contestó otra—. No tiene habitación. La suya la ha alquilado la baronesa, que está durmiendo con un francés.
—Pues habrá que levantarlos.
—¿A un francés? No se levantará. ¿Cómo va a comprender esto un francés?
La generala, sostenida por su suegra, una anciana de pelo cano y mandíbula caída y temblorosa que llevaba una camisola de lana negra, se había agarrado con ambas manos a la madera del canapé y no quería soltarse. Su marido estaba en un rincón, sentado en una silla, apretando contra su pecho un bulldog leonado. El general era un viejecillo delgado y canoso, con el mentón adornado por una pequeña perilla. Lloraba en silencio abrazado al perro, que soltaba largos y lastimeros gañidos.
—¡El perro le ladra a la muerte! —gimió la generala—. ¡Mi hijo se muere! ¡Se va a morir!
—¡Apártense! —ordenó Dario, pero nadie lo oyó.
—Marta Alexandrovna, ¡cálmese! ¡Domínese, por amor de Dios! —chillaba una de las mujeres con tono histérico—. ¡Hay que mantener la calma!
—¿Dónde está su mujer? ¿Dónde está Elinor? —preguntó el médico.
—¡Lo ha matado ella! —clamó la generala—. ¡Es culpa de esa perdida, de esa fulana de baja estofa, de esa norteamericana a quien sacó del arroyo! ¡Se ha ido esta mañana! ¡Lo ha abandonado! ¡Ha querido matarse por ella!
—¡Qué pecado! ¡Qué vergüenza! —sollozaba la anciana de la camisola negra—. ¡Mitenka, corazón mío, corazón de tu abuela! ¡Se nos muere! Ya vi morir a mi marido y a mis dos hijos bajo las balas de los bolcheviques, Mitenka, ¡mi único amor en este mundo!
—«No te cases con ella», le decía yo —gemía la generala, cuya voz de contralto se elevaba sin dificultad sobre el guirigay—. Un Muravin no se casa con una hija de las calles de Chicago. ¿Acaso sé yo de dónde venía? Antes de casarse con mi hijo se había acostado con toda la ciudad. ¡Una norteamericana, con el corazón más duro que una piedra! ¿Cómo iba a comprenderlo? ¿Cómo iba a comprender un alma como la suya? ¡Mitenka! ¡Mitenka!
Entretanto, gracias a los cuidados de Dario, Mitenka había abierto los ojos. Las dos mujeres arrodilladas ante él le cubrían las manos de besos. El médico abrió la ventana de par en par. En aquella habitación cerrada, el aire se había tornado irrespirable.
—¡Cierre la ventana! —le gritó la abuela—. ¡Está desnudo! ¡Va a coger frío!
Las mujeres más jóvenes, que hasta ese momento habían ocupado el escenario entrando y saliendo alocadamente, chocando en las puertas unas con otras y derramando el agua de las palanganas que traían y llevaban, trataron de tranquilizarla.
—¡No, Anna Efimova! ¡Tiene que entrar aire! ¡El aire puro es bueno! ¡El aire puro no es peligroso!
—Entonces, ¡tápenlo, tápenlo! ¿Lo ven? ¡Ha vuelto a desmayarse! ¡Está tiritando! ¡Cierre la ventana! ¡Ciérrela!
—¡Al revés! ¡Ábrala! ¡Ábrala del todo! —gritaron las jóvenes.
Dario, harto de rogar «Apártense» y «Déjenlo», agarró a la generala por las muñecas y la obligó a sentarse en un sillón.
—¡Se ha desmayado! —exclamaron las mujeres—. ¡Agua! ¡Agua!
—¡Doctor! ¡Sálvelo, doctor! —gritó el general levantando al fin la cabeza, que hasta ese momento había mantenido entre la pelambre de su bulldog.
—No se preocupe, general, las heridas son muy superficiales.
—¡Doctor! ¡Sálvelo! —exclamó la generala y, zafándose de las manos que la retenían, volvió a arrojarse de bruces ante el canapé, cogió la mano de Dario y la cubrió de besos—. ¡En nombre de su mujer! ¡En nombre del bebé que acaba de darle! ¡No lo olvidaré aunque viva cien años! ¡Es mi hijo!
—Pero si no es nada… Son heridas insignificantes. Déjenlo tranquilo y en veinticuatro horas ni se le verán.
—¡Mamá! —gimió el herido, y se echó a llorar—. ¡Elinor!
—¡Hijo mío! ¡Mitenka, corazón mío! —exclamó su abuela, y las lágrimas, las pequeñas y escasas lágrimas de la vejez, brotaron de las comisuras de sus ojos y resbalaron por sus mejillas—. ¡Dios lo bendiga, doctor! ¡Le ha devuelto la vida!
—¿Está a salvo? ¿Me lo jura, doctor? ¿Está a salvo mi hijo?
De pronto, la generala se abalanzó sobre Mitenka, lo agarró por los hombros y lo sacudió con la mirada centelleante por la cólera.
—¡Idiota egoísta! ¿No has pensado en tu madre, en tu padre, en tu pobre abuela? ¡Matarse por una golfa! ¡Por una mujer de la calle, por una maldita norteamericana!
Una vez más, las mujeres la rodearon, solícitas.
—¡Marta Alexandrovna! ¡Cálmese! ¡Le va a dar algo! ¡Y él! ¡Mírelo, se ha puesto pálido! ¡Doctor, doctor, un calmante para la generala!
—Mamá, tus reproches me desesperan —gimió Mitenka—. ¡Pero quiero a Elinor!
—Volverá, cariño, volverá —aseguró su abuela.
—Compórtate como un hombre, hijo mío —murmuró el general y, en su emoción, le apretó la cabeza al perro con tanta fuerza que el animal soltó un gañido desgarrador.
—¡Si vuelve —aulló la generala—, la echo a patadas, la estrangulo con mis propias manos! ¡La arrojo al arroyo del que salió! ¡Una pelandusca a la que he tratado como a una hija! ¡Con todo lo que he hecho por ella! Y mira que veía cosas… pero cerraba los ojos, ¡por Mitenka! Preparaba la comida, yo, la generala Muravin, sacaba la basura, hacía la cama de esa maldita norteamericana… He pagado cuatro mil francos por… Pero ese dinero ¡lo quiero! ¡Va a devolvérmelo! —gritó de pronto volviéndose con rabia hacia Dario—. ¡Mañana! ¡Mañana sin falta! ¡Quiero el dinero que me he gastado por esa fulana!
Afortunadamente, se desvaneció al instante a los pies del herido, que había vuelto a desmayarse.
El médico aprovechó para hacer salir a las mujeres de una vez.
Cuando se quedó solo, condujo a la generala a la habitación contigua y le arrojó a la cara el contenido de una palangana de agua. La mujer volvió en sí.
—¡Doctor! No reconozco las deudas de mi nuera —dijo en cuanto abrió los ojos—. Le ruego que me pague de inmediato lo que me debe.
—¿Está usted loca? —gritó Dario a su vez—. ¿Qué culpa tengo yo de que su nuera se haya ido?
—¡Ninguna, pero no habré de oír que casi ha matado a mi hijo y me ha sacado cuatro mil francos! ¿Sabe lo que suponen cuatro mil francos para nosotros? Para dárselos he tenido que vender el anillo de pedida y los santos iconos de una amiga, que me los había dejado como garantía de un préstamo. Lloraba, me besaba las manos, me suplicaba que esperara ocho días. ¡He causado la desesperación de una amiga de la infancia por esa mujer! ¡Y encima el hijo no sería de Mitenka, seguro!
«Parece que eso es lo que más le duele —pensó Dario, que apenas podía contener una risa nerviosa—. ¡Que el niño que ha matado no fuera de Mitenka!».
—Pero ¡yo tampoco tengo dinero! —gritó—. Deme tiempo para ganarlo. ¿De dónde quiere que lo saque? He saldado antiguas deudas. Me quedan mil francos, y mi mujer y mi hijo vuelven de la clínica mañana. Además, ese dinero es mío. ¡Me lo he ganado!
La generala rió por lo bajo.
—¿Y va a explicar cómo?
—¿Y usted?
—Entonces, ¿es un chantaje? —farfulló la mujer, furiosa.
—Pero… ¡maldita loca! Comprenda que…
—¡Yo lo único que comprendo es que a mí nadie me paga! Todos los que están aquí viven a mi costa. Mi marido es un pobre hombre incapaz de ganarse el pan que come, y mi hijo, poco más o menos. Trabajo para ellos sin descanso. ¡Yo, la generala Muravin! ¡Yo, una artista! Ese dinero me salió de las entrañas. ¡Pero no había más remedio! ¡Por Mitenka! Y ahora esa mujerzuela se ha ido, ¿y encima tendré que vivir viendo cómo su mujer y usted se dan la gran vida con mi dinero? Escúcheme bien, doctor. Los dos mantendremos en secreto este asunto familiar; pero si mañana no recibo el dinero, ya puede marcharse y buscarse otro sitio. Sin embargo, como me debe un trimestre retendré todas sus pertenencias. Me quedaré con sus maletas, ¡y la ciudad entera se enterará de que ha tenido que salir de mi casa de mala manera!
De pronto, Dario vio su reputación comprometida, su futuro en peligro. Mas no reaccionó con rebeldía. La vida no lo había preparado para rebelarse, sino para la obstinación, para la paciencia, para el esfuerzo, constantemente defraudado y vuelto a renovar, para la aparente resignación, que aumenta y concentra las fuerzas del alma.
—Basta, Marta Alexandrovna —murmuró—. Mañana tendrá su dinero.