19

Torres de distinto color

Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo abominable.

JOSEPH CONRAD

«Esto está liquidado —se decía amargamente, sopesando el dilema con obsesiva terquedad—. Hemos vuelto sólo para acabar lo que empezamos. Pero al menos confiaba en acabarlo bien.»

No conseguía renunciar a Coral, a pesar de todo, la madre de la criatura. Y también se decía que no se ama a una persona a la que se le desea la pérdida de lo que ella más ama. La revelación de Nico contaminaba cuanto tocaba. También había ensuciado su amor y envilecido su felicidad.

A resultas de ello, mantenían una relación semejante a la que pudieran llevar dos amantes que comparten sus infidelidades matrimoniales en una habitación de hotel, en horario lunar. El cuadrante de sus citas era como un tablero de blancas y negras: blancas noches y negros días. Cada uno jugaba su parte correspondiente en una partida perdida de antemano, entregados con desesperado ardor a mantener vivo el simulacro.

Hundido en negras imaginaciones, añadió el infanticidio a su inventario de monstruos secretos. O bien: procedimientos de tortura. Se asomaba a una parte desconocida para él, una ventana abismada a la negrura. En su mentira emergía una dolorosa verdad que lo retrataba, y que se le fue revelando en las horas oscuras: procedían del mismo molde. Se parecían como dos torres de distinto color. Dos colores que se odian. Dos colores condenados a batirse hasta caer uno.

No había transcurrido un mes en esta situación cuando algo cambió en Julio: empezó a echar en falta a Nico. No es que dejase de odiarlo, pero su tímido intento de excluirlo de su vida le hizo ver lo importante que había sido para él desde el comienzo de la terapia, como instigador de una curiosidad voraz y un punto malsana. Ese chavalillo le había hecho levantarse cada mañana con desconocido vigor y ganas de trabajar. Le había colocado un enigma, una meta, y ahora que la había descartado por imposible —curarlo— le arrojaba a la no menos urgente de entenderlo. Así que el asunto había desembocado en una extraña perentoriedad.

«Entonces, los verdaderos hijos de puta existen —pensaba—, los que disfrutan siéndolo, y no están enfermos ni son hijos de mala madre.»

Era un desafío. No podía perderlo, o al menos, no todavía. Llevado tal vez de una inclinación enfermiza o masoquista, una necesidad de rodearse de nuevo de complicaciones, quería observarlo de cerca y aprender de él, entrar en sus planes inescrutables, como los designios del diablo, aunque con ello se arriesgara a que el enfant sauvage acabara cocinando en la marmita a su maestro hobbesiano. Sólo necesitaba una buena defensa.

Y es que si entonces había pensado en el ardid del chiquillo como una maniobra abyecta, poco a poco se le fue apareciendo, además, como una jugada maestra, ante la que no cabía sino descubrirse. Con pasos de corderito lo había guiado a sus propias catacumbas. Encarnaba la revelación de cuál era la lengua natal del alma humana. Si es que los niños tienen alma.

Se sentía imantado por una expectativa pavorosa. Desde su actual posición lo columbraba, pero debía acercarse más si quería comprenderlo. Era un fenómeno que no podía observar desde fuera, y menos desde lejos. Tenía que tomar parte en ello, exponerse, entrar en su juego mental; debía ser su Abel.

Acaso Nico requiriera, a su vez, un testigo de sus hazañas, un escriba, alguien que, con su simple presencia de observador, diera carta de existencia a su obra en desarrollo. Y por eso acaso le había elegido a él para manifestarse (cuando bien podría haber ocultado su jugada). En definitiva, Julio le había metido en su club y él, a cambio, le había metido en el suyo.

Julio recordó entonces un relato clásico de Hawthorne que había leído tiempo atrás: Young Goodman Brown. Era uno de sus cuentos predilectos. Lo extrajo de su estantería de literatura norteamericana y se sentó a releerlo. El protagonista —su mismo nombre, Goodman, resumía su caracterización de hombre intachable— acudía a una cita de noche con un enigmático y siniestro personaje, cuyo nombre no se mencionaba, aunque sí su bastón de serpiente. Lleno de aprensión, sintiéndose culpable y arrastrado por una oscura fuerza, el joven Goodman dejaba atrás su pueblo de Salem, su hogar y su mujer para internarse con su acompañante bosque adentro, donde se iba a celebrar una extraña reunión. Sabía que no debía seguir adelante, pero el otro lo disuadía de volverse atrás, en un recorrido cada vez más inquietante. Lo más perturbador era que aparentemente nada lo obligaba a seguir. Por el camino, en la oscuridad, asistía a demoledoras revelaciones, la última de las cuales era que Faith, su bondadosa mujer —que supuestamente le esperaba en casa—, participaba en el macabro aquelarre.

De una forma o de otra, Julio sentía que su propia historia participaba de ese relato. Una fuerza extraña tiraba de él y esa misma fuerza que obraba contra su conciencia alimentaba su placer. Recordaba una vieja máxima que solía emplear su padre: «Si ha de llevarte el diablo, que sea en limusina».

Nico lanzaba piedras planas al río y enseñaba a su hermana a hacerlas rebotar en la piel del agua. Recostada en la hierba, Coral le hablaba a Julio de las fiestas elegantes de La Moraleja, que apenas acertaba a recordar, de tan vacuas que apenas quedaban atrás se desvanecían como nubes. La invitaba la marquesa del Pijamentón (así llamaba ella a su vecina de enfrente), y sólo podían asistir mujeres, la mayoría de las cuales lo hacía con un peculiar sentido de la moda e intenso bronceado de rayos UVA. Julio se reía imaginándola allí. Coral se emborrachaba enseguida con Moët & Chandon y no veía caras, sino brillos, destellos que la aturdían, destellos de sortijas, collares y pendientes, bajo los candelabros que reverberaban en los Lladró, destellos de blancas dentaduras mordiendo escrupulosamente los canapés comprados en los distinguidos establecimientos junto a la iglesia parroquial, el relumbre inconfundible del rubio oxigenado al desmelenarse con un chiste mojigato, el rojo brillante de los morros de pato que quedaba pegado como lacre en los bordes de las relucientes copas de bohemia (labios que, al sonreír, tenían la mueca paralizante del bótox) junto a la dorada pirámide de bombones Ferrero Rocher y Mon Chéri en argénteas bandejas, recién abrillantadas por las señoritas con cofia que las paseaban entre las invitadas. Pero hacía tiempo que había dejado de acudir a esas fiestas, desde que escuchó a su espalda, en un murmullo despectivo, que ella trabajaba en un hospital de la Seguridad Social, «ese muladar de inmigrantes que se curan sus pestes africanas con lo que nos roba Hacienda». Se sentían víctimas de una terrible injusticia, y Coral, para muchas de ellas, era una colaboracionista.

Habían pasado el día caminando plácidamente por los jardines versallescos de Aranjuez. El lugar lo había escogido Julio porque allí solía llevarles su padre a su hermana y él y, siempre que era posible, tomaban el tren de la fresa, como quien hace un viaje atrás en el tiempo, con sus lindas azafatas vestidas a la usanza tradicional, obsequiándoles con las dulces frutas. Mañana en los jardines y tarde en la ribera del Jarama: ése era su perfecto plan del domingo. Solían alquilar una barca para remar por la ribera. Albergaba muy buenos recuerdos de aquellos lugares. Mientras paseaban bajo el sol y ella le hablaba de especies de árboles, Julio se sentía como el caballero que, vendados los ojos, se deja guiar por la dama a las mazmorras del castillo.

Había intentado encontrar el mismo lugar donde entonces se sentaban a merendar, enlazando desde el Jardín de la Isla, pero el entorno había cambiado demasiado para reconocerlo. Ahora había desaparecido el antiguo embarcadero, donde se apostaban los pescadores. Y el río no parecía correr tan limpio como entonces, con un majestuoso color esmeralda. No obstante, se tendieron a la vera de los juncos de la orilla, mirando el lento navegar de las nubes opalinas que el río copiaba, escuchando los rumores de la corriente.

El hijo de Coral se comportaba con una corrección calculadamente natural. Su tono y sus movimientos eran suaves y acompasados, y medidos para desmentir la zozobra que había provocado y vindicar su inocencia sin explicaciones, o para demostrar que el nuevo orden familiar era mejor que el anterior. El hecho de que pusiera todo de su parte por facilitar la relación entre su madre y Julio no contribuía a que éste se sintiera más cómodo ni más tranquilo. Para ella era tan sólo un respiro.

Había pasado el día con un alegre distraimiento, escuchando música con el reproductor sin apartarse mucho de su madre. En el almuerzo sólo había abierto la boca para comer, con mucha educación. A ratos jugaba con su hermana y le tomaba el pelo, proponiéndole cosas absurdas, como un campeonato de cazar hormigas en un minuto, que iban guardando en una caja de cerillas de cocina que se habían encontrado. Diana se reía porque las hormigas no paraban de fugarse por los intersticios de la caja y meter una equivalía a dejar escapar cinco. Julio sentía que formaban un extraño triángulo en el que Diana, inconsciente, quedaba fuera. Un triángulo candente de magnetismo, oscilando entre el polo positivo y el polo negativo. Nico parecía haber decidido tratar a Julio como una especie de padre. Y Julio no podía hacer nada por evitarlo, ni tampoco le parecía oportuno reprenderle por ello.

Las ocultas intenciones de Nico esquivaban sus afanes y les mantenían en guardia. Su interpretación de hijo modélico, como si realmente estuviera curado, era como intentar hacer pasar la mentira por verdad, el fraude por la inocencia. Su mirada azul e hipnótica le envenenaba el alma. Sólo era cuestión de esperar —se decía— a que ponga de nuevo en marcha las turbinas. Estaría preparado.

Ahora yacían cerca del río, dejando que se deslizara la tarde. Julio pensaba que en todo amor siempre habría de haber un río, y que ella y él lo vadeaban acercándose a la desembocadura.

Los chicos estaban demasiado alejados para oírlos conversar.

El semblante de Coral se fue tornando grave.

—He estado con Carlos. —Hizo una pausa, para observar su reacción—. Quería decírtelo. Hice mal abandonándolo de esa manera. Yo también vi más de lo que había. Yo también me dejé engañar.

Julio callaba y con un palo se aplicó a hurgar en unos yerbajos, casi avergonzado. Finalmente, la miró.

—Coral, nunca te mentí sobre mis intenciones.

Ella se había acomodado de bruces, y se desembarazó de los zapatos con sus propios pies que oscilaban más altos que su cabeza. Tenía el mentón clavado en el hueco del codo y briznas de plantas adheridas al cabello.

—Lo sé. No te culpo. De todas formas, lo de Carlos y yo no tenía remedio. Cierto que no se merecía ese final, por eso volví y di la cara. Dejé que me insultara un rato, hasta desahogarse. Volví al día siguiente. Lo encontré más calmado, pero fue aún peor, porque en vez de insultarme, lloró y me suplicó que lo olvidáramos todo y empezásemos de nuevo. A pesar de todo.

Miraron la superficie del río, donde se oyó un ruido que no era una piedra de Nico, sino un pez saltando para atrapar algún insecto que volaba al ras. El agua reflejaba la claridad violeta de la tarde y las ondas azuladas se extendían, lentas, hacia ellos.

—¿Qué vas a hacer con tu hijo?

—Aún le queda toda la vida por delante. Aunque fracase, debo al menos intentarlo. Es mi deber y no tengo elección.

Perdían la vista en la mudanza de las nubes y en el vuelo raso de las aves fluviales. El río traía un olor lejano, de barros y junqueras. Julio imaginaba que Carlos se habría sentido profundamente traicionado por ella. Pero eso ya poco importaba. Y se preguntó qué significaba todo esto para Coral. Tal vez Carlos no tardaría en saber toda la verdad.

Se acercaba a ellos una joven pareja con un pastor alemán. Diana se sobresaltó por su parecido con Argos y corrió a acariciarlo. El perro no reconoció a la niña, ni el nombre por el que lo llamaba, y la esquivó.

—¡Vuelve, Argos! —gritaba corriendo tras el animal.

Después se dejó caer en el suelo, abatida. Coral se sentó junto a ella y le acarició el pelo. Diana se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Por qué no podemos tener otro perro? —murmuró entre hipidos.

—Ahora no puede ser, cariño. Ya no vivimos en Villa Romana.

—Yo quiero volver.

Nico le dio un codazo a Julio, de cínica camaradería.

—¿Te gustan los perros?

Aunque a simple vista pareciera una propuesta inocente, le produjo una aprensión paranoica. Era como una invitación a entrar en la nueva familia, para repetir un ciclo que se había iniciado con la muerte de Argos, ahora con un nuevo reparto. Julio no quería ocupar un papel en esta obra.

Habían comenzado las primeras fases del torneo provincial Villa de Madrid, y Nico iba avanzando puestos de mesa en mesa, con más victorias que tablas y ninguna derrota. Iba ganando puntos ELO con gran rapidez, a medida que se imponía a rivales de más categoría en el escalafón. Laura ayudaba a Nico a analizar las partidas más importantes de los rivales que tenían por delante, para precaverle contra su juego. Le estaba favoreciendo sin tener en cuenta que eran rivales y que era posible que se vieran cara a cara en una de esas partidas. Ahora Julio lamentaba haberlo inscrito en el club y alentarlo a competir. Deploraba verlo junto a su sobrina.

El muchacho llevaba meses pidiéndole una partida, después de aquella primera en que resultó vencido. Estaba convencido de que podía, al menos, hacerle tablas. Durante la psicoterapia, Omedas se había opuesto a brindarle una revancha, dado que era contraproducente situarse ante él en la perspectiva de rival. Todo su esfuerzo se centraba en ser percibido como aliado y cómplice. Ahora las tornas habían cambiado, y él ya no actuaba en su rol de terapeuta. Ahora se sentía un verdadero oponente. De modo que no desperdició la primera oportunidad para acceder a una nueva petición.

También era la primera oportunidad de quedarse a solas con él en una mesa. Su inconfeso temor a que aún guardase una jugada le había impedido interpelarlo antes; casi siempre la presencia de otras personas (su madre, su hermana, los chicos del club) se interponía entre los dos. Habían transcurrido varias semanas desde su revelación y Julio aún tenía cuentas que saldar.

Dispusieron las piezas en el tablero y arreglaron los relojes digitales para una partida de sesenta minutos, según las reglas del ajedrez activo. En el sorteo preliminar, Julio obtuvo piezas blancas y efectuó una apertura francesa. Nico le sorprendió con una apertura inesperada:

—Quiero pedirte perdón.

Julio alzó la frente.

—¿Qué has dicho?

—No he sido franco contigo. Sé que estás dolido.

Julio quedó un instante conmocionado, pero se sobrepuso enseguida, al juzgar farisaica su contrición y con el único propósito de desconcentrarle. No dudaba de que era capaz de cualquier estrategia para vencerle.

—Concéntrate en el juego.

Nico retiró la mano de las piezas. Su reloj corría y no parecía importarle.

—Hablo en serio. Sé que ya no confías en mí. Crees que te la voy a jugar, pero te equivocas. Voy a apoyarte.

Julio decidió concederle una oportunidad para explicarse, siempre y cuando hablara en su turno de juego, y no le robara su tiempo. Empezaba a tener dudas sobre las intenciones del chico.

—¿A qué viene eso ahora? —le increpó.

—No quiero que os vaya mal por mi culpa. Ella te quiere.

—Eso no te incumbe. Mejor será que muevas.

Nico miró el tablero y suspiró, tratando de concentrarse. Habían finalizado la apertura con una secuencia de movimientos más o menos mecánicos, y Julio había introducido la primera variante para sacarlo de un juego convencional. La respuesta de Nico cerrando peones fue la idónea y no tardó en verla. Julio se centró en abrir nuevos frentes, rehusando el intercambio de piezas equivalentes, y no paró hasta dejarle un diagrama enrevesado.

En el ecuador de la partida (no había transcurrido aún la media hora), Nico pareció dubitativo, o cansado, o desconcentrado. Volvió a mirar a Julio, como buscando las palabras.

—Tu tiempo corre —le apremió el ajedrecista.

—Sé que me he convertido en un problema para los dos.

—¿Y eso te molesta?

—Mi madre lo está pasando mal. Te echa en falta. Te necesita.

Observó al chico. Parecía costarle un enorme esfuerzo hablar así, de algo tan personal. Con todo, Julio no bajaba la guardia.

—¿Desde cuándo te afectan los sentimientos de tu madre?

—No soy tan cínico como crees.

—Lo que yo creo es que me quedo corto.

Nico replegó las manos del tablero, ofendido.

—Mueve —le conminó Omedas.

Nico se inclinó sobre los brazos cruzados y analizó su posición. Tenía tres frentes que amenazaban sus piezas, uno con la dama blanca, otro con un peón avanzado y el tercero con un alfil. El primero no era sino un falso ataque, para desviar su defensa. El segundo tenía pocos alcances. El tercero ocultaba el verdadero golpe, pues el alfil blanco no tenía previsto tomar la pieza que se ofrecía a su diagonal, como pudiera parecer, sino clavarse en una casilla avanzada, d6: el vértice de una «uve» cuyos dos extremos eran líneas de fuego para las dos torres negras, que ya no podían pararse en esas casillas. Con un instinto que deslumbró al psicólogo, Nico captó su intención e hizo retroceder su caballo del centro a d6 para impedir al alfil tomar ese bastión.

—¿Te acuerdas de la foto que le tomaste a mi madre en tu ático, en agosto del noventa y dos?

Julio levantó la cabeza, perplejo. Le costaba creer que Coral le hubiera hablado de esa época.

—¿Cómo sabes eso?

—Mi madre siempre fecha las fotos por detrás. Reconocí que era tu ático por la ventana con el marco roto que se ve al fondo. En realidad, la primera vez que estuve en tu ático, me vino a la cabeza esa foto de mi madre que tantas veces he visto. Es el mismo lugar. La pared desconchada y mi madre allí, pintando. Se la sacaste tú, sentado en la cama.

Era el turno de Julio, pero ahora había perdido la concentración. Consultó su reloj: iba muy holgado de tiempo. Podía permitirse perder unos cinco minutos para averiguar adónde quería llevarle el hijo de Coral.

—Continúa.

—Así es como he sabido que en esa época salíais juntos. En agosto del noventa y dos. Si le añades la edad que tengo, más nueve meses, que es lo que dura un embarazo, llegamos a esta fecha.

—El cálculo es correcto —asintió Julio—, pero te falta un dato importante. Por entonces Coral también se entendía con tu padre. ¿Qué tal si hablamos de todo esto después de la partida?

Nico se quedó asombrado de que concediera tan poca importancia a este asunto, y finalmente, como Julio apoyó la frente en las manos, y prosiguió con su ataque, él también trató de concentrarse.

En los siguientes minutos, Julio lo obligó a cambiar la dama negra por un audaz peón. Esta ventaja le dio un respiro para reconsiderar lo que acababa de escuchar. Observaba la situación a contracampo, preguntándose qué propósitos bullían en esa rubia cabeza y adónde querría llevarle.

—¿Crees que no sé que tu madre jugaba a dos bandas? Por eso rompimos.

—Julio, deja que te explique algo, aunque sea lo último.

—De acuerdo.

—Antes de que tú aparecieras, yo estaba hecho polvo. No sabía lo que me pasaba, aparte de que odiaba a Carlos. Necesitaba una respuesta.

Nico había dejado de jugar y ponía todo su corazón en sus palabras. Julio se dedicaba a escuchar y a examinar atentamente su cara angelical, ahora arrugada por recuerdos torturantes.

—No te lo voy a negar, desde el principio me di cuenta de que había una conexión secreta entre vosotros, una historia del pasado. Os ibais esquivando, pero siempre acababais dándoos de frente. Salía un montón de mierda que me rayaba el coco. Luego empecé a sentirme mejor, ¿sabes por qué? Porque veía que mi madre disfrutaba estando contigo. Porque ella te quiere.

—No veo en qué podía favorecerte eso. Más bien lo contrario.

Nico negó con la cabeza y fijó los ojos en el vacío. Permaneció un rato en silencio.

—¿Sabes por qué le odio? Nunca me trató como a un hijo. Siempre me hizo sentirme como… un bastardo. —La voz le tembló y los ojos se le empañaron—. Mi madre ya no le quería. Esa familia era una farsa, tú lo sabes.

—Entiendo. Querías reunir a la familia verdadera. Veías que estaba en tus manos poder hacerlo.

El chico asintió.

—Sé que he acusado a Carlos de algo que no cometió, pero nadie me habría creído si lo hubiera acusado de despreciarme.

Julio tuvo una certera visión del final de la partida y se lanzó a consumar el ataque. La variante de Nico había prometido más, al menos al principio. Ahora sólo había que lanzarse a darle la estocada final. Julio necesitaba ese desquite.

—Escúchame bien tú ahora. De todo lo que has dicho, sólo hay algo cierto: has envenenado la relación entre tu madre y yo. Basta de fingimientos. Conozco tu juego. Mírate a ti mismo. Crees que todos somos inferiores a ti, que puedes jugar con nuestras vidas, manejarnos como títeres. Estás lleno de desprecio y resentimiento. No te importa nadie, ni familia, ni amigos, crees que te bastas a ti mismo, con tu repugnante narcisismo. Pero te estás macerando en tu propio veneno. Te estás aislando. Eres un extraño para ti mismo.

Nico le miró fijamente. Omedas temió que fuese a descargar contra él su furia psicopática, pero en lugar de eso, se limitó a mirarle con ternura, como un hijo al padre que ama. Le daban ganas de vomitar.

En cuanto a la partida, Nico sabía que ésta la tenía perdida y dejó caer su rey. Se levantó e hizo amago de irse, pero rodeó a Julio por detrás y le dio un beso en la mejilla.

«Capullo psicótico», pensó Julio.

Deseaba fervientemente que su sobrina le machacara antes de la semifinal del torneo provincial. Preparó a Laura con esta esperanza, porque sabía que ninguna otra derrota iba a dolerle más que la de aquella a la que fingía considerar su aliada. Quería advertir a Laura del peligro que corría en esta relación, pero por otro lado, era consciente de que si ella notaba demasiado a las claras que intentaba predisponerla contra él, el tiro podía salirle por la culata.

Después de la cuarta ronda, mientras analizaban en el salón de su apartamento la última partida de Laura y la situación del torneo, le confesó su presentimiento de que Nico era más peligroso de lo que parecía.

—No lo creo —repuso ella alegremente—. No me ha ganado ni una sola vez.

—Es cierto, pero podría estar reservándose sus mejores golpes para el último asalto.

—¿Quieres decir que conmigo no juega a tope? Eso no me lo creo. Tú no sabes cómo le fastidia que le gane.

—Verás, he estado analizando las partidas que ha jugado en el torneo. Ha despachado a dos o tres jugadores duros.

—Ha aprendido mucho de aperturas en poco tiempo. Pero aún maneja un número muy reducido. Sé las que no conoce. Le plantearé una de la que no tenga ni idea.

—Bien, pero no olvides que puede jugar mejor de lo que crees.

—¿Mejor? ¿Cuánto mejor?

—No lo sé. Lo suficiente como para ser un rival duro para ti.

—Conozco sus puntos débiles. A veces descuida la defensa para atacar. Se embala. Le tengo cogido el punto.

—Ten cuidado con las celadas. Son su especialidad.

—Un truco de principiantes. Si me ofrecen algo bueno a cambio de nada, ¿crees que no voy a darme cuenta de la trampa?

—No es tan sencillo. Él suele hacer pasar la celada por sacrificio de pieza.

—La diferencia se nota. Pero tranquilo, estaré al loro.

Laura se había cruzado de brazos y frunció el ceño.

—Tú no le aprecias, ¿verdad, tío?

—¿A qué te refieres?

—Has dejado de ser su preparador. No te cae bien, se nota. Piensas que es un creído, ¿no? Es lo que piensan todos.

—Y tú, ¿qué piensas?

—Que es muy simpático y muy guapo. —Se echó a reír. Se había puesto colorada—. Pero no por guapo voy a ser clemente con él cuando lo tenga enfrente. ¿Sabes una cosa? Me ayudó a resolver un problema del instituto.

—¿Qué problema?

—Una compa de clase que no paraba de meterse conmigo y llamarme empollona. Se lo dije al tutor y sólo empeoró las cosas.

—No sabía que tenías esos problemas.

—Mamá tampoco. ¿Sabes por qué? Ya sé lo que me habríais dicho: que hablara con ella y lo resolviera por las buenas, y todo ese rollo. Pero eso es lo que llevaba intentando todo el curso. Y cada vez iba a peor.

—Fantástico. No nos lo cuentas a nosotros, pero sí a tu amigo.

—¿Sabes qué me aconsejó? —Se echó a reír—. Que le tirara de los pelos. Tan simple como eso. ¡Pero qué efectivo! La agarras del pelo bien fuerte, me dijo, y la tienes a tus pies. Y eso es lo que hice: la seguí al baño entre clase y clase, cerré la puerta y me lancé a su melena, con las dos manos, y tiré de ella con todas mis fuerzas hacia abajo, para obligarla a arrodillarse. ¡Si vieras qué lagrimones le caían! No creas que me dio pena; más lágrimas me ha hecho soltar a mí en lo que llevamos de curso. Cuando me juró y perjuró que me dejaría en paz la solté y se quedó llorando en el suelo; yo le dije que volvería a hacerlo si se metía conmigo. Ahí acabó todo, limpiamente, sin marcas ni rasguños. Si se chivaba, era su palabra contra la mía, y decidió callarse. Ahora cuando me ve, me rehúye. ¡Qué alivio!

Julio no dijo nada, de momento. Entendía que ella estaba cambiando deprisa, y tal vez Nico tenía algo que ver con ello.

—Ya sé lo que estás pensando, que he obrado mal, ¿no? Vas a decirme que eso no se debe hacer, que he sido una mala chica. Igual que hiciste cuando te conté lo del trombón.

—¿Sigue en tu cuarto ese chisme?

—No. Me deshice de él la misma noche en que hablé contigo, para que no pudierais devolvérselo al vecino del quinto.

—No tenía intención de semejante cosa. Ni siquiera se lo he dicho a tu madre. Saca tus propias conclusiones, Laura.

—Dijiste que había actuado mal. Pero eso no es lo que pensabas.

—Te dije lo que consideré que debía decirte. Pero no todo lo bueno está bien, ni todo lo malo está mal.

—¿Es un acertijo?

—Más o menos. Y con respecto a tu amigo Nico, deja que te dé un consejo: ponlo a prueba.

—De acuerdo, lo haré.

La sexta y séptima rondas del torneo fueron agotadoras. El gallego, que combatía la tensión y el desgaste con barritas de chocolate, cayó batido en una partida intensa ante un chaval malagueño vestido a lo grunge, que se enfrentó con el árbitro porque no le dejaba llevar gorra. Éste abrió con una siciliana Najdorf a lo Bobby Fischer, con enroques opuestos, creándole una precaria situación del alfil de c8 encerrado en su propia estructura de peones. El gallego buscó una posición táctica desde la que golpear y aprovechó los peones pesados para sacrificarlos y preparar la lanzadera de la dama; el malagueño se olió la maniobra y bloqueó el ataque con sus peones negros, y en cuarenta y seis movimientos se hizo con la victoria. El gallego estaba desolado y se había quedado sin chocolate.

Del equipo de Laura sólo quedaban en pie ella y Nico. Éste estaba jugando al límite, arriesgando muchísimo y aceptando entrar en posiciones complicadas. Laura sufrió mucho frente a un chavalillo de aspecto tímido que era un compendio de tics nerviosos: no cesaba de abrir y cerrar los ojos velozmente, contraer las facciones de la cara y percutir con la lengua en el paladar. Para colmo, tenía un bulto en la frente mucho más feo que un simple chichón, que asomaba bajo su flequillo grasiento, y que Laura no podía dejar de mirar, con más repulsión que piedad, imaginándose que iba a salir algo de allí dentro, y entre los tics y la protuberancia frontal y el aire angustiado del adolescente, se sintió repentinamente desdichada e incapaz de concentrarse en el tablero. Empezó mal la partida, lanzando un caballo en solitario en lo que pretendía ser una defensa Alekhine, para que las blancas hicieran avanzar sus peones hacia el centro, en una formación débil, pero en un descuido se salió de Alekhine y de su esquema previo, y acabó en un extraño popurrí de elementos dispares. Al octavo movimiento pudo enrocar y se dio cuenta de que había perdido el centro, y el otro no dejaba de bufar, rascarse la punta de la nariz y mover una y otra ceja, nunca al mismo tiempo. Las piezas blancas disparaban a placer sobre el caballo de Laura, que iba dando brincos de un lado a otro, buscando un lugar donde quedara a salvo. Alzó la cabeza en busca de auxilio y vio a Julio, que le hizo un gesto basculando las manos, para que se calmara. Laura apoyó la frente en la mano y cerró los ojos; pensó en algo agradable, o al menos más agradable que una protuberancia craneal, y dejó que su reloj corriera un minuto. Cuando los abrió, se hizo la pantalla como una visera cerrada sobre sus ojos, para no desviar la atención. Su posición era mala, pero aún se podía hacer algo para arreglarlo. Buscó un mayor radio de acción para su dama sacrificando un peón y desplazó el foco de fuerzas al lugar que le convenía. Su enemigo era perspicaz y se resistió a entrar en su plan, y al no hacerlo perdió un caballo que estaba haciendo estragos a las negras, sin moverse del sitio. Tras algunas escaramuzas de uno y otro, resoplidos de Laura y bufidos y chasquidos de lengua de la otra parte, en que las damas se estrellaron como dos caballeros que se embisten al galope y mueren alanceados a la vez, llegaron a un complicado final de alfiles. Tras cincuenta movimientos, Laura acusaba el agotamiento. Lo que la abrumaba era mirar atrás y ver el cúmulo de errores cometidos. Sin armas de grueso calibre, los reyes tuvieron que salir a jugar su parte en la carrera de peones, para frenar el avance del enemigo. Laura bloqueó un peón blanco posicionando su torre en la casilla que le faltaba para coronar, consciente de que con eso también bloqueaba su propia torre, al atornillarla allí. Pero Laura tenía un peón lateral que se movía deprisa, y pudo concluir la carrera antes de que el rey blanco lo detuviera, porque su diagonal de paso entraba en la línea de fuego del alfil negro. Laura coronó dama y remató la partida en ocho jugadas, que podrían haber sido seis, como le haría ver más tarde Julio, si hubiera prestado más atención. Pero con esta victoria se aseguraba el paso a la final. Una hora después, se enteraban de que su rival en la partida definitiva no iba a ser otro que Nico. Laura se alegró y Julio tuvo un mal presagio.

A las ocho de la tarde, al finalizar la ronda, Laura y Nico salieron a dar una vuelta por las instalaciones del polideportivo, a las que pertenecía el salón de juego. Coral y Julio se quedaron en la cafetería y Diana quiso seguir a su hermano.

—¿Por qué no te quedas con mamá? —le dijo Nico.

—¡Yo quiero ir con vosotros!

—Anda, déjanos ahora.

Nico la llevó de vuelta a la cafetería. Laura le esperaba fuera, por no meterse otra vez entre el aturdidor gentío.

Deambularon por la pista de baloncesto. Más lejos se veían otras canchas deportivas.

—¿Sabes? —dijo Laura—. No pienso dedicarme al ajedrez profesional. Se gana muy poco dinero y siempre es lo mismo: entrenar, entrenar, entrenar… Ya no tengo tanto tiempo como antes para salir con las amigas, y cada vez tendré menos. ¿Cómo voy a poder estudiar el bachillerato?

Nico se preguntó qué intentaba decirle con todo eso. Poco después caminaban haciendo equilibrios por el borde de una pista de patinaje llena de grafitis.

—No es que mi tío intente presionarme —decía Laura—, pero yo lo noto. Quiere que estudie y que sea la mejor en todo.

Se sentaron en una grada. Laura adoptó un aire serio.

—No voy a jugar la final.

Nico se levantó.

—¿Tú has perdido la cabeza? ¿Qué gilipollez acabas de decir?

—Hablo en serio. No quiero seguir.

—Tienes miedo de que te gane.

Ella se echó a reír.

—Soy mucho mejor que tú, y lo sabes. Conmigo no te servirán tus trampitas, cariño.

Nico se echó a reír por lo de «cariño».

—Pero no jugaré contigo en la mesa de honor —agregó ella—, porque no quiero ganar este torneo. Si paso a ser campeona regional sub 16 me veo en el campeonato de España, y después más y más. No quiero llevar esa vida. Más presión, más entrenamientos, más nervios… ¡uf!

Nico se quedó mirando al suelo. Decidió no creerla. ¿Y si le estaba probando para comprobar su reacción? Tal vez esperaba detectar en él una chispa de alivio o satisfacción por zafarse de su más peligrosa rival.

—¿Qué me aconsejas, Nico?

Nico no se lo pensó:

—Si abandonas, no vuelvo a hablarte en la vida.

A ella le agradó esta respuesta.

—Vamos a las piscinas —propuso Nico.

Rodearon el gimnasio y llegaron a la zona de piscinas. La última, la más profunda, estaba habilitada para competición de salto. Subieron por la estrecha escalerilla, Nico por delante. Dubitativa, Laura iba acomodando las puntas de los zapatos en los finos travesaños de hierro al tiempo que se aferraba al pasamanos. A media altura, se detuvo y miró abajo tratando de sobreponerse al vértigo.

—¡Vamos, Laura! —la animó él desde arriba.

El hijo de Coral había alcanzado la plataforma superior. Era como una terraza de cemento, sin barandilla. Parecía mucho más alta que vista desde abajo. La perspectiva de la estrecha escalera parecía deformarse. Se acercó al extremo y oteó, más allá de las pistas polideportivas, el barrio entero a vista de pájaro, los tejados, las carreteras y circunvalaciones como un reticulado surco que ahogaba la ciudad.

—¡Joder, qué vista! —clamó.

Observó a sus pies el rectángulo azul de la piscina, ahora reducida a algo en apariencia tan pequeño que parecía como si un simple salto con carrerilla bastara para superarla y caer fuera. Le complacía esta sensación de no tener nada seguro debajo, la sugestión de una falsa red, de una caída letal.

Laura subía medrosa los últimos peldaños. Llegó arriba. Comprobó, con un taconazo, la solidez de la plataforma de cemento. Su golpe la hizo vibrar. Estimulado por este nuevo efecto, Nicolás se puso a dar saltos para aumentar las vibraciones. Ella retrocedió hasta la escalera.

—¡Estate quieto!

Él dejó de saltar y acudió en su ayuda. La cogió de la mano, pero ella no quería avanzar.

—No seas cagueta. Abajo hay agua.

—Me da miedo el agua. ¡No sé nadar!

—¿En serio?

Laura se puso colorada. Hubo un silencio. Nico la tranquilizó con una sonrisa.

—No tienes por qué tener miedo. No vamos a bañarnos, ¿sabes? Sólo quiero que nos sentemos en el borde. Estamos en lo alto de una torre. Es como un puente levadizo, sobre el aire. ¿No te parece increíble?

Temerosa, ella dudó, pero se dejó llevar, al principio con pasos vacilantes. Se apretó contra él.

—Confía en mí.

Se detuvieron en el borde. Laura miró abajo con un estremecimiento. Y Nico adivinó sus sombrías aprensiones.

Anticipándose a su diabólica acción, sintió una descarga de placer.

El público que llenaba la sala esperaba el comienzo de la partida en un tenso silencio. La final del torneo comenzaba de una forma muy extraña, con el retraso de uno de los dos contrincantes. Ante la mesa de honor, elevada sobre los tres peldaños de la palestra, Nico se limitaba a balancear los pies mirando fijamente el tablero con las piezas preparadas. Incómodo, el árbitro miraba el reloj.

Julio sabía que una hora antes de la partida los dos habían salido juntos a pasear por las instalaciones del polideportivo donde se celebraba el campeonato provincial. Prometiendo no alejarse mucho y volver con holgura de tiempo antes de la partida, su sobrina se había obstinado en dar una vuelta con quien un rato más tarde habría de batirse, desoyendo las advertencias de Julio, que había planeado una sesión preparatoria que la ayudara después a concentrarse.

—Ahora es tu enemigo —le había dicho.

Pero ella le dio la espalda y se alejaron juntos por las canchas de baloncesto.

Una hora después, justo a tiempo para empezar la partida, Nico subió solo al estrado. Alarmado ante la ausencia de Laura, lo interrogó.

—Hemos discutido, ella se enfadó y se fue por otro lado. Vendrá enseguida —le tranquilizó el chico.

—Pero ¿adónde ha ido?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Pasaba el rato y Laura seguía sin aparecer. Su móvil tampoco daba señal. El árbitro había concedido quince minutos de cortesía, tras los cuales dio comienzo a la partida, entre una oleada de murmullos de desaprobación. El hijo de Coral movió su peón blanco a la posición 4 rey y golpeó su reloj. La cuenta atrás comenzaba. Julio salió afuera, donde se reunió con Patricia para intercambiar impresiones.

—Hay que encontrarla —dijo Julio.

Razones muy distintas causaban su inquietud. Su madre temía que algo grave le hubiera ocurrido; Julio presumía que, simplemente, se habrían peleado y Laura había perdido la presencia de ánimo y la concentración para jugar. El peor de sus temores era que Nico se saliera con la suya y se proclamara vencedor del torneo sin la oposición de la mejor.

Se separaron para hacer una rápida batida. Julio recorrió a la carrera varias pistas, entró en el gimnasio, buscó en los vestuarios y en las pistas de squash, mientras su hermana preguntaba en recepción y a todo aquel con el que se encontraba. Quince minutos después regresaron al salón donde se disputaba la partida con las manos vacías.

—Qué va a hacer aquí, la pobre. Habrá ido a casa —suspiró Patricia, llamándola reiteradamente al móvil, sin respuesta.

—Voy a buscarla. Quédate aquí, por si vuelve. Y no te preocupes, no será nada grave.

Julio condujo todo lo deprisa que pudo saliendo por la circunvalación y en menos de media hora ya estaba en el apartamento de su hermana. Hubo de subir por las escaleras debido a una avería del ascensor. Subió los peldaños de dos en dos; las piernas le pesaban. Tenía los músculos agarrotados por la tensión y cuando alcanzó la puerta le faltaba el aliento. La mano le temblaba al introducir la llave. Una vez dentro, escuchó el silencio. A torpes zancadas recorrió la casa y comprobó que no estaba allí. Llamó a Patricia: sin noticias. Había telefoneado a un buen número de amigas de Laura y ninguna sabía nada. Un negro presentimiento empezaba a tomar cuerpo en los dos.

Había alguien atrapado en el ascensor, a la altura de la segunda planta. Julio ayudó al portero a desbloquear la puerta. Era el vecino del trombón. Esto lo dejó abatido y con ganas de llorar.

Mientras conducía de regreso a las pistas polideportivas intentó repasar los hechos. Nico había vuelto solo. Consideró de nuevo la explicación de Nico, una agria discusión, y esta vez, visto en frío, no le pareció que pudiera justificar una ausencia voluntaria de Laura, por muy nerviosa que estuviera o por mucho que lamentara la ruptura de la amistad. Laura quería ganar ese torneo. Lo había preparado a conciencia. La rabia, la decepción, lejos de hundirla, la habrían llevado al tablero para darle un escarmiento. Por último, Nico había iniciado el juego con una apertura española, que era la menos indicada para enfrentarse a Laura. En ese momento, Julio Omedas tomó conciencia de un aterradora verdad: Nico sabía que Laura no se iba a presentar. Y si era así es porque se había asegurado de que no lo haría.

Con un calambre de espanto, repasó su búsqueda. No tardó en darse cuenta de que una parte del polideportivo, la más alejada del salón de ajedrez, había quedado fuera del rastreo: las piscinas. Achacó la causa del olvido a su inveterado rechazo a esos lugares que le recordaban la muerte de su padre. Dio un frenazo en seco ante la entrada del complejo deportivo y echó a correr hacia el lugar donde tenía más miedo de encontrarla. Y su peor presagio se vio cumplido. Saltó al agua a la carrera.

Encontró su cuerpo en el fondo celeste de la piscina de salto, boca abajo, con los brazos abiertos, no muy lejos de donde en ese momento Nico se proclamaba campeón de ajedrez sub 16 y alzaba la copa ante los aplausos y los flashes. Un cuerpo hundido como una medusa gigantesca, las hebras rubias de su pelo cubriéndole la cara, una pesadilla que nunca lograría borrar de su memoria. Se echó al agua y la sacó de allí. Tenía la muerte en sus brazos. Su cuerpo estaba frío, exánime, y no reaccionaba a sus torpes intentos por reanimarla. Sus pulmones eran un odre lleno.