12
Invertir en el tablero
Haciendo caso a Andrés Olmo, Julio leyó a La Mettrie y a Sade. Este último le pareció que no defendía la inmoralidad: más bien era químicamente amoral. En sus anales, trocaba el «mal» en «bien» al liberar a la persona de sus inhibiciones y servidumbres. También releyó Las flores del mal, y no pudo evitar sentir una sincera piedad por lo que percibía como un corazón atormentado y enfermizo, entre el afán de transgredir y la culpa, el pecado. El mal en Baudelaire era una seducción, un perfume arrebatador, un tóxico del alma. «El diablo es quien maneja los hilos que nos mueven.» La belleza contaba entre sus joyas el horror y el homicidio. Como en Sade, el mal era un lujo exclusivo de almas profundas, un refinamiento privado, pero en Baudelaire, esta musa tenebrosa cobraba caro su amor y abocaba a la locura.
Para Julio, la quintaesencia del mal se encarnaba en Kurz, el siniestro personaje de El corazón de las tinieblas, una aberración nacida de la mente de Conrad como de una alucinación de la malaria, una inmersión en el puro horror. Kurz encarnaba el hedonismo del poder, un dios individualista que se alzaba entre los salvajes. Lo que describía era el vacío, un alma devastada por un vacío moral. Y ese vacío moral abrasaba todo cuanto tocaba. Al contrario que en Sade y en Baudelaire, no había en la novela de Conrad ningún rasgo enaltecedor, humano o digno en el mal, tan sólo la muerte y la nada.
En su fuero interno, Julio seguía pensando que un vacío moral no era un logro de la inteligencia, sino un fracaso, una anomalía de la personalidad o un producto del resentimiento por un daño infligido, la secuela de algún trauma o conflicto interior. La paradoja de Nico empezaba a obsesionarle de veras. Necesitaba averiguar, en el presente o el pasado del muchacho, qué acción había generado en él esa reacción en cadena. Tampoco Coral entendía por qué su hijo se había cansado tan pronto del mundo, por qué rebosaba desprecio. Más que sus ocasionales demostraciones de violencia o perversidad, era esa actitud constante de demostrarles lo poco que significaban para él lo que la descorazonaba.
Nico no era un antisocial. Nunca había infringido ninguna ley, ni siquiera el reglamento de su colegio. Tampoco estaba poseído por un afán de codicia. Él se movía en unos cauces más ambiguos, más ocultos, y esto era precisamente lo que desconcertaba a Julio. Era muy difícil sorprenderlo en un descuido. No obstante, su desprecio por la moral convencional era evidente. Conocía las normas y sabía cómo burlarlas. Si le interpelaban al respecto, sabía también qué debía responder. Era como si hubiese descubierto a su alrededor que todo estaba podrido, que los códigos morales eran una retórica farisaica, como si hubiera palpado lo más abyecto en quien finge ser el más honesto y virtuoso. Julio no acababa de fiarse de esa familia, estaba convencido de que escarbando, sin dejarse desanimar por las apariencias, tarde o temprano llegaría al pozo negro. Toda buena familia tenía sus alcantarillas.
Durante la cena, Omedas aguantó un esforzado instante la mirada inquisitiva de su hermana. Sabía que le había visto con Coral Arce en el club. Laura la habría informado. Veía venir ya el chaparrón y no había donde guarecerse.
—Dijiste que no ibas a volver a verla —le reprochó ella—. ¿En qué quedamos?
—Tranquila, hermanita, sé lo que me hago.
—Claro, claro. Lo sabes perfectamente.
—Por favor, Patricia.
Laura permanecía en un silencio expectante. Últimamente encontraba que, en la mesa, su madre y su tío trataban asuntos sorprendentes. Sabía a quién se referían; no se le había pasado por alto la sorpresa de su madre cuando los vio juntos, sobre todo cuando él se la presentó. ¡Así que era aquella antigua novia de Julio! Se había enterado al mismo tiempo que su madre.
—Mírate: a tu edad, tonteando con una mujer casada y con dos hijos que hace doce años te dio un formidable plantón. Patético.
Julio miró a Laura de reojo, incómodo por su presencia.
—No tonteo ni tengo ninguna pretensión. No soy tan idiota.
—Masoquista es lo que eres. Te gusta autoflagelarte.
—Con lo que me flagelas tú debo de tener mi cuota bien cubierta.
Patricia lo pasó por alto.
—No sé cómo no has cerrado ya ese capítulo. ¿No lo sufriste bastante? Estás dando palos de ciego. Es que ni tú mismo te aclaras. Dices que no tienes ninguna pretensión, y sin embargo, vuelves a verla.
Julio no podía evitar sentir que su hermana tenía razón. Estaba metiéndole el dedo en la llaga. Coral le había abandonado una vez. Y ahí seguía él, merodeando.
—Llevo la terapia de…
—Ya, ya —le interrumpió—, conmigo no te valen esos pretextos, Julio. Nos conocemos. La primera vez que hablamos de esto me dijiste que no ibas a aparecer más por allí, y mira por dónde, te encuentro con ella.
—No sabes nada, Patricia. Se trata de otra cosa. Tengo un interés personal en ese caso.
—¿En el del hijo o en el de la madre?
Él volvió la cara con un gesto huraño. Ella le miró con preocupación. Después hizo una seña a su hija para que les dejara solos.
—¡Otra vez! —protestó Laura—. ¡Esto se está convirtiendo en una costumbre!
—Tu tío y yo estamos tratando un asunto privado.
Laura se retiró a su cuarto andando de mala manera, como si aplastara huevos.
Poco después, el vecino de arriba bajó a tocar el trombón al patio de luces, donde estaría más fresco y podría deleitar a todo el vecindario con sus fragorosos acordes. Laura abrió la ventana de su cuarto para observarlo, abajo. Llovieron algunas protestas cansinas, algún rutinario insulto desde pisos más altos, antes de escucharse el batir airado de las persianas para atemperar el infierno acústico. Laura no pudo evitar reírse hasta que el gordo empezó a soplar tan fuerte que el mundo pareció a punto de desmoronarse. Laura comprendía que ese tipo libraba una lucha sin cuartel contra todos. Lo suyo no tenía nada que ver con la afición musical, sino con un desquite. Encontraba consuelo a su desdicha fastidiando al prójimo. ¿Qué le habrían hecho para que fuera así?
Repentinamente dejó de tocar. Se tentó los bolsillos. Sonaba su móvil. Dejó el instrumento en el suelo y se metió dentro del portal para hablar: ¡en eso sí que velaba por su privacidad! Entonces a Laura se le ocurrió una idea que le pareció divertida y descabellada. Bajó a toda prisa al zaguán y desde allí accedió al patio. Escuchó al vecino hablando bajo el hueco de la escalera. No la había visto. El trombón seguía ahí. Miró arriba, por si había alguien asomado. Las persianas estaban batidas, no había testigos. Le latía deprisa el corazón y sentía un cosquilleo de excitación. Sin pensarlo dos veces, asió el trombón y corrió a meterse dentro. En la penumbra del zaguán vio de nuevo la silueta vuelta de espaldas del gordo, que seguía con el móvil pegado a la oreja. Allí estaba esperándole el ascensor.
Su madre y Julio, que conversaban en el salón, no la oyeron entrar sigilosamente. Fue directa a su cuarto y se encerró de nuevo. Entonces respiró tranquila: estaba a salvo. Quedó un poco deslumbrada al examinar el enorme instrumento, que fulgía como si fuese de plata. Estaba todavía asustada y maravillada por su osadía. «Mamá lo entenderá», pensó. Apagó la luz y se asomó con cautela a la ventana. Esperó unos minutos, hasta que vio aparecer de nuevo al gordo. Éste tardó unos segundos en reaccionar, en comprender que lo que dejó allí había desaparecido. Se giró a un lado y a otro, bruscamente. Su cabeza se movía en todas las direcciones, como un cíclope burlado e iracundo. O eso es lo que imaginó ella, que acababa de leer la Odisea y se sentía como el audaz Ulises. ¡Menuda cara de idiota que se le habría puesto al cíclope! Cuando el otro miró arriba, ella se separó de la ventana llevándose una mano al pecho.
«¡Ahora te jorobas, mamón!» Sentada en el borde de la cama sacudió los puños apretados, en un gesto de triunfo. Tan orgullosa y asustada estaba de su propia osadía que se le escapó una risa nerviosa, pero se tapó la boca para no alertar a su madre y a su tío, que nada sabían de los dramáticos acontecimientos que acababan de tener lugar. ¡Con nocturnidad y alevosía! Tenía un secreto enorme entre las manos, tan contundente que no sabía qué hacer con él. Aún le latía deprisa el corazón. ¡Qué valor le había echado! Menos mal que había actuado deprisa. ¿Y si la llega a coger? Prefería no pensarlo. Volvió a arrimarse a la ventana: ya no estaba allí. Bajó la persiana y encendió la luz. Ahora debía esconderlo. Encaramada a una silla, alcanzó el altillo del armario empotrado y metió el trombón en una bolsa grande que contenía una colcha plegada. Delante, para ocultarla, dispuso otra bolsa con ropa de cama.
Se preguntó qué haría ahora con el trombón. No quería conservarlo. Bajar en plena noche y arrojarlo a un contenedor lejano, de otra manzana, era una posibilidad. Nadie se enteraría nunca. Pero era una pena, un instrumento seguramente valioso… Mejor donarlo a un centro de caridad, o regalárselo a un músico ambulante… Ya vería. Se quedó pensando en esta posibilidad. Tal vez nunca se quedara tranquila si no lo confesaba, si no obtenía el apoyo de su madre. Lo malo es que no estaba segura de que su madre reaccionara bien. Tal vez se vería en la obligación de devolvérselo. Resolvió que se lo contaría a su tío. Él sabría aconsejarla.
Caminaban juntos por un soto al atardecer. La senda discurría entre jaras, brezos y hierbas silvestres que se aferraban a sus tobillos; la brisa hacía cabecear suavemente las copas de las encinas y sus hojas brillaban como si hubiera llovido una capa de fino oro sobre el pálido verde. A Julio le gustaba la forma en que se agrupaban las encinas, de dos en dos o de tres en tres, no muchas más, en pequeños racimos separados entre sí a la distancia de un tiro de piedra, aquí unas y allá otras, nunca demasiadas, nunca solas, diseminadas pero no dispersas, como si quisieran evitar el aislamiento y la aglomeración. Veían de cuando en cuando otros excursionistas a lo lejos, familias con niños, jóvenes que hacían recorridos en bicicleta. La temperatura era fresca a medida que avanzaba la tarde. Inés le señaló un lugar verde que invitaba a sentarse a merendar. Extendieron una estera y cada uno sacó las viandas que llevaba en su mochila: tortilla, queso, fiambres y algunas conservas.
Julio Omedas advertía que ella ya había empezado a enseñarle sus pequeños secretos, esos refugios de la soledad en los que uno cifra su felicidad y que sólo revela a la persona más importante, para compartirlos con ella. Había transcurrido una semana desde que pasaran la noche juntos y, desde entonces, no había dejado de pensar en ella. Por una parte, le agradaba la idea de seguir en esa dirección y, por otra, era consciente de que no lo deseaba con ímpetu suficiente, sino más bien para distraer el verdadero deseo. Aunque le resultaba un poco incómodo, comprendía que uno de los dos debía aludir a ello.
Después de merendar, se recostaron boca arriba y siguieron con los ojos el vuelo de los pájaros. El móvil de Omedas resbaló de su bolsillo a la esterilla.
—Dices que te gusta poco el móvil, pero no lo dejas en casa ni cuando sales al campo —le reprochó ella, en broma.
—Son los mensajes de móvil los que no me gustan. Aunque ahora que lo dices, el otro día estuve a punto de mandarte uno.
—¿Cuándo? ¿Qué mensaje?
—A la mañana siguiente. Quise decirte que había sido una noche fantástica.
—También lo fue para mí. —Ella sonrió. ¡Me habría gustado recibirlo! ¿Qué te lo impidió?
—Tuve un problema con las teclas. Creo que no estaban todas las letras del alfabeto.
Ella se echó a reír.
—Oh, por favor. ¡Te falta práctica! Las letras se solapan, están unas encima de las otras, hay que desplegarlas, y tú, con esas manazas… Déjame ver.
Omedas le alcanzó el móvil.
—Me refiero a tus manos.
Julio le tendió las manos.
—No es que las teclas sean pequeñas, sino que tienes las manos grandes y los dedos gorditos. Signo de honestidad.
—Las nuevas tecnologías no dan mi talla. Me han desplazado.
—Deberías cambiar de móvil. Está anticuado.
—¿Por otro más pequeño todavía?
Observaba las manos de Inés, cuyas uñas escarbaban en su móvil con la minuciosa agilidad con que una ardilla abre una avellana.
—No sólo está anticuado tu móvil —dijo ella—, sino que además le falta repertorio sentimental.
—¿Es algún accesorio que se pueda cargar sin cambiar de móvil?
—Por supuesto. Lo carga el usuario, al personalizarlo. Tú lo tienes despersonalizado, porque no le has metido nada realmente propio.
—Lo anotaré en mi agenda electrónica.
Y se tecleó en la frente, como si se autoprogramara, hablando con voz monocorde de robot japonés.
—Per-so-na-li-zar re-per-torio sen-timental…
En ese momento, como si el móvil de Julio reivindicara su dignidad, comenzó a pitar. Se echaron a reír. Julio no tenía ganas de interrumpir su conversación con Inés en ese punto trascendental, de modo que ojeó la procedencia de la llamada y lo apagó. Era Patricia.
—¿Ves? —dijo Omedas—, otro de los inconvenientes de estos trastos es que siempre te interrumpen en los momentos trascendentales.
Inés se sintió halagada por esta inusual deferencia. En realidad, Omedas quería evitar que su hermana acabara enterándose de que estaba con Inés (no quería darle ese gusto). Era una precaución absurda, ya que bien podía haberse alejado un poco para evitar que oyera su voz, pero aun así, igual era capaz de sentir su presencia como una vibración, con su sensor de bruja.
—Nunca te he contado mucho de mi vida, ¿verdad? —dijo ella.
—No. Casi siempre hablamos del trabajo.
—Estuve casada, y ahora estoy divorciada.
Julio se sorprendió.
—Tenía veinte años cuando nos casamos, y entonces ya era alcohólico, aunque ni él ni yo lo sabíamos. Había empezado con los cubatas a los quince años y a sus veinticinco se tomaba sus cuatro al día. Era un hombre de una vitalidad desbordante, capaz de arrancarle al día hasta las virutas. Trabajaba de fotógrafo para una revista inglesa de ecología. Viajamos muchísimo, de país en país. Eso es lo que hizo que los primeros años fueran tan buenos, a pesar de sus borracheras, que las sabía llevar con discreción. En cuanto disponíamos de cuatro o cinco días libres, tomábamos un avión al otro lado de cualquier océano. Era un experto en salirse de las rutas convencionales y no perderse. Tenía una brújula prodigiosa en la cabeza, que con el alcohol se afinaba todavía más. Hablaba cuatro idiomas y se hacía entender en otros cuatro más. Era capaz de hablar en indio con un birmano. En fin, aquello empezó como una aventura, ¿sabes?, una aventura que parecía no ir a terminar nunca. En cuanto nos cansábamos de la rutina, había un viaje en proyecto. Me abrió un mundo —sonrió al evocarlo—. No parábamos de reír, y él había adoptado el humor inglés, aunque era asturiano de pura sidra. Y cuando la adicción fue ya ineludible, y yo me metí por medio, empezó lo malo, y luego vino lo peor.
—¿Te trataba mal cuando bebía? Quiero decir…
—Nunca me puso las manos encima. Él siempre procuraba ser dulce y amable conmigo. Lo pagaban los muebles. Al tercer o cuarto año de casados, cada vez pasaba más tardes y noches fuera, con los amigos. Venía trompa, apoyándose en la pared a lo largo del pasillo, y se acostaba vestido. Y yo, claro, cabreadísima. Quería tener niños, pero con él así, ni me lo planteaba. Paradójicamente, yo trabajaba entonces como psicóloga en un servicio de atención a la mujer que dependía de Asuntos Sociales y todos los días veía a mujeres que sufrían maltratos, abusos… Era horrible, porque me decía a mí misma: «¿Acabaré yo también así?». Cada mes, Lucas pasaba una o dos semanas en Londres, y me juraba que lo había dejado, pero yo no podía controlarlo, y cuando volvía a Madrid, no probaba ni una gota, así que empezaba a creerle, aunque sabía que ya no era el mismo hombre que yo había conocido. Las merluzas gordas las cogía allá, en Londres. Y se iba de putas, hasta que pilló una sífilis, y se lo tomó a risa. Después se estableció definitivamente en Madrid, cuando crearon aquí una redacción de la revista, y él consiguió un puesto mejor, pero ya lo nuestro había entrado en barrena. Lo pasé muy mal.
Hizo una pausa. De la copa de una encina saltaron al vuelo dos pájaros persiguiéndose.
—En verano suelo hacerle alguna visita. Se ha establecido definitivamente en Londres y tiene otra compañera, la llamo yo la pelirroja. Es muy inglesa, con pecas y flequillo. No le pega mucho, o más bien nada, porque es muy casera, y España le parece el confín del mundo. Llevan ya dos años juntos y él está contento.
—¿Sigue bebiendo?
—Él dice que no, que lo ha dejado, pero yo sé, por un colega suyo de la revista que también es amigo mío, que en cierto pub levanta pintas y pintas. Creo que ahora le ha dado más por la cerveza. En fin, no sé cómo acabará. Mal, supongo. ¿De qué otra forma puede acabar?
Se había quedado abstraída en sus pensamientos, pero de golpe pareció despertar y lo miró con una sonrisa radiante.
—¿Te gusta el sushi?
—De vez en cuando, ¿por qué?
—Tengo en casa un sushi para cuatro personas, justo la ración de dos. ¿Cenamos juntos esta noche?
—Buena idea.
Inés se animó a seguir.
—He pensado… este verano podríamos hacer algún viaje juntos. ¡Hace tanto que no viajo! Creo que desde que me divorcié.
Julio sintió que ya no cabía esperar nada agradable del resto de la conversación. Habría querido que lo bueno durara un poco más, que siguieran hablando de móviles o asuntos sin importancia, y no de proyectos juntos. No quería cometer una indelicadeza y, sin embargo, debía darle una respuesta sincera.
—Inés, me encantaría viajar contigo, hay cientos de países que querría visitar contigo. El problema… es que antes debería dejar resueltas las tareas que tengo entre manos y yo… querría llevar el equipaje listo y los deberes hechos, antes de embarcarme. Y el caso es que tengo la casa hecha un lío, manga por hombro.
Inés se tomó unos segundos para sobreponerse al golpe.
—Entiendo —asintió con brusquedad.
Julio tragó saliva.
—Espero hacerlo pronto y darte una respuesta, pero ahora… tendrás que perdonarme porque…
—Claro —le interrumpió—, no tienes por qué excusarte. Está bien, en serio; me parece bien.
Julio le dirigió una mirada interrogativa y ella asintió con una sonrisa triste y le dio un suave apretón en la mano. Julio la apretó cálidamente entre las suyas. La tensión se fue disipando y él arqueó las cejas con desenfado y dijo:
—Lo de la cena de esta noche sigue en pie, ¿no?
Ella ladeó la cabeza.
—Creo que retiraré las velas y las baladas románticas de Sinatra y dejaré el sushi.
—Lo siento por Sinatra, pero vale. Guarda las velas en un cajón, por si en otra ocasión… quién sabe.
—De acuerdo, sólo que son unas velas especiales, aromáticas, y caducan si no se usan.
Julio asintió, apretando los labios. Imaginaba que acabaría arrepintiéndose.
15 de mayo
Se diría que ha desviado su instinto asesino hacia el ajedrez, convirtiendo el cuchillo en herramienta. El juego le ayuda a descargar adrenalina y saña. No obstante, su mundo interior se sigue esquivando a mis afanes. ¿Avanzamos, realmente? No sé qué haya de verdad en todo esto. Yo ejerciendo de profesor de ajedrez cuando en realidad soy su terapeuta, en una relación de ayuda en la que no se habla de ninguna ayuda, ni de que él la necesite; una amistad en la que no somos amigos… y todo esto a causa de un problema cuya naturaleza me esquiva y cuya existencia Nico niega. Y, más aún, lo extraño de tener ante mí a un niño que en ningún momento recuerda a un niño, o que alguna vez lo haya sido.
Por debajo de su soberbia y su autosuficiencia, atisbo en él una pugna interior. Algo le fuerza a poner bridas a sus sentimientos y permanecer vigilante. Pero él sabe por qué vengo y pregunto y observo y busco. Él no pregunta pero deduce.
Laura y él se han hecho amigos en el club, lo cual no deja de inquietarme. Eso me pasa por llevarlo al club. Se comporta con ella como si la apreciara. Una parte de mí quiere creerlo y la otra desconfía. Pero Laura no sabe con quién está. ¿Debería decírselo? Esto, que me tranquilizaría, alteraría el curso natural de las cosas, además de perjudicar al chico. Cree su madre que esta relación es muy provechosa para él. Otra razón para no intervenir: si hablo con Laura, Nico descubriría su fuente, y eso destruiría la amistad y haría peligrar la terapia. Puede que lo mejor sea mantenerme al margen, al menos de momento, pero vigilante, alerta. A la que me descuide, esto se me podría escapar de las manos.
Hasta ahora, más reservas que conclusiones. Más pistas que caminos claros. No obstante, Coral tiene una fe ciega en mí. Esto no me ayuda. Quisiera yo también creer que hay un verdadero cambio de actitud en él, a resultas de todo esto, que ha hecho que abandone su instinto destructivo.
Dudo de que el ajedrez sirva para ser mejor persona. Cierto que su comportamiento ante el tablero es más cívico y humilde, sobre todo desde que Laura lo ha vapuleado. Eso le ha puesto en su lugar (espero). En realidad, no sé si con tanto ajedrez estamos domando a la bestia o distrayéndola. El conflicto con su padre sigue irresuelto, y si éste es el meollo esencial (tampoco estoy seguro), de poco sirve que hayamos descubierto a otra joven promesa del tablero.
Mi relación con Carlos es tirante desde la discusión familiar en la que me alineé con Coral. ¿Me excedí? Nico es pieza de ese sistema, imposible esquivar al padre. Imposible esquivar a la madre.
Así las cosas, persiste la pregunta de partida. ¿Qué le hace ser así? ¿Cuál es su objetivo?
La tarde tenía un brillo cobrizo. Carlos y el psicólogo tomaban una cerveza en una terraza que daba a la carretera del teleférico, cerca de donde éste termina, en un punto alto desde el que disfrutaban de una buena panorámica del este de Madrid: avenidas llenas de tráfico, miles de luces rutilantes y la boina de nácar humeante que flotaba sobre la ciudad.
Por el promontorio subía el teleférico rítmicamente, con un cajoneo metálico. Julio perdía su mirada por la línea de fuga de los cables y de tanto en tanto observaba el paso de las cabinas por encima de él, con un inquietante traqueteo al aproximarse a uno de los postes. La mayoría estaban vacías, aunque de tanto en tanto veía alguna cara pegada al cristal. Su ronroneo se iba apagando, al adormecer el oído. El último sol restallaba en las carcasas metálicas.
Cerca, en una explanada, unos jóvenes daban patadas a un balón deshinchado; animaban el partido tres chicas vocingleras, que piropeaban a los delanteros.
El marido de Coral se pasaba la mano por el hueco entre la sotabarba y el collarín, para limpiarse el sudor. Su lesión empeoraba por días: le comprometía la movilidad de un brazo y de los hombros. Omedas nunca lo había visto tan taciturno. Había llegado media hora tarde a la cita, lo cual fue una buena excusa para empezar hablando de asuntos inofensivos: los atascos de la M-30 a la altura del Vicente Calderón y, cómo no, el calor, esa declaración de hostilidades de la que se sirve Madrid, entrado junio, para convencer a todo el mundo de que haga las maletas y huya de allí si está en su mano hacerlo, un calor que sonaba como una alarma en un espacio lleno y altamente inflamable. Sin embargo, a esa hora en que declinaba la tarde, la temperatura se hacía mucho más llevadera.
Julio no podía dejar de observar que Carlos comparecía lleno de resentimiento. Las cosas no marchaban bien entre los dos. Estaba aún reciente su actuación de la otra noche, con el hijo confinado en la caseta del jardín y él en la encerrona del salón, entre dos fuegos. Julio se había puesto claramente del lado de Coral y había desautorizado todas las iniciativas de Carlos: la del internado, la del síndrome del emperador, la del endurecimiento de la autoridad paterna. Le había ido arrebatando una a una sus piezas de juego, hasta dejarlo con las manos vacías. Por si fuera poco, le había dado a Coral un arma para usarla contra él.
Antes de empezar con los reproches, el padre le exigió una explicación. Necesitaba saber qué se proponía.
—No pretendo cuestionar tu autoridad —se disculpó Julio—. Vaya por delante que lo de Nicolás con la pecera es injustificable.
—No era eso lo que sostenías la otra noche.
—Lo que intentaba explicar es que podía tener un sentido. Si descubrimos que actúa así con un objetivo, una razón, por insensata que sea, eso nos abre una vía de solución.
El marido de Coral no dio muestras de alegrarse. Julio comprendía que él aún no había enseñado sus cartas.
—Verás, Julio. Coral y yo nos hemos fatigado mucho pensando en cuál pueda ser esa razón. No hay ninguna. O si la hay, está en la química de su cabeza. He consultado a un psiquiatra amigo mío y me ha recomendado empezar con medicación. Me ha hablado de ciertos estimulantes.
—No creo que podamos esperar de este caso una revelación química —adujo Julio.
—Los psicólogos desconfiáis de las pastillas.
—No se trata de eso.
Omedas percibía que los cables se habían roto.
El lugar empezó a llenarse de bullicio con los gritos de los jóvenes jugadores de fútbol; no se sabía si estaban provocándose para enzarzarse en una pelea o jugando a exhibir su virilidad ante el grupo de animadoras, que lo celebraban con risas y aullidos.
Carlos se sentía excluido y no acertaba a comprender el alineamiento del psicólogo con Coral. Éste le explicó que sólo fue una estrategia, para generar una reacción. Utilizó el símil del reactivo químico en una mezcla turbia para clarificar las sustancias y precipitar el elemento que buscaba. Carlos no parecía satisfecho en absoluto. Tal vez —pensó Julio— no era un buen símil.
—La propuesta que planteaste no era adecuada —dijo Julio con suavidad—. La idea de recluirlo en un internado no va en la línea que estamos trabajando.
—Tenemos que protegernos de él.
La voz de Carlos Albert había adoptado una nota de aflicción.
—Reconócelo, Carlos. Tú le odias. Odias a tu hijo.
Él se quedó mirando la lejanía y su silencio tenía algo de concesión. Por primera vez, Julio sintió que estaba a punto de tocar su dolor. Ahora estaba con un hombre al que empezaba a conocer. Aún insistió:
—Así no vamos a ninguna parte.
El padre se tapó la cara con las manos y estuvo un rato llorando en silencio. Omedas miró a otra parte. Deseó estar en una cabina del teleférico, alejándose de allí, en dirección a lo alto de la colina. Un grupo de ciclistas bajaba por la carretera a gran velocidad.
Cuando recuperó la presencia de ánimo, miró de frente al psicólogo y le dijo, con firmeza y sin rencor:
—Quiero que lo dejes.
—¿Qué?
—Quiero que dejes la terapia.
—No hay problema —repuso, tratando de no perder su aplomo.
Carlos puso sobre la mesa un cheque firmado que sacó de su bolsillo. Julio apenas lo miró.
—Te estás equivocando.
—He perdido mucho. Estoy tratando de salvar mi matrimonio.
En este momento, el balón con el que los chavales jugaban al fútbol llegó rodando hasta la mesa. Carlos se levantó con intención de devolvérselo, pero la ira hizo el chute, con tal ímpetu que el balón remontó el cielo más allá del teleférico y se perdió a lo lejos.
—¡Al carajo! —rugió Carlos.