14
Cambio de enfoque
26 de mayo
¡Ataca para proteger a su hermana! Hay una ética en su sadismo. Un instinto de supervivencia.
Esto empieza a cobrar sentido. Conforme van cayendo las mentiras, se despeja el problema.
Hasta ahora apenas avanzaba, más bien daba vueltas como una aturullada polilla alrededor de una luz. Ahora emergen otras razones: miedo. El miedo nos hace actuar así, a ciegas. El miedo y el odio.
Ahora más que nunca, no dar pasos en falso. Entro en aguas turbias. Actuar con rigor y no bajar la guardia. Comprobar los hechos.
Probó con Inés: sin consultarla, dejó los dibujos encima de su escritorio, junto al teléfono, y esperó. Ella llegó puntual como siempre a su despacho de Puentes, saludó a todos, colgó su bolso en el perchero, abrió la ventana y activó el contestador. Mientras escuchaba los mensajes, sus ojos tropezaron con los dibujos. Los asió con sorpresa y los examinó de cerca con gesto preocupado. A través de la vidriera, Julio leyó en sus ojos una sombra de malestar. Se acercó, la saludó y le dijo que el autor de los dibujos era un muchacho de trece años. Nunca le había hablado de Nico. Le preguntó qué le parecían.
—Yo diría que este niño tiene problemas —dijo ella—. O tiene una imaginación morbosa, o ve cosas que no debería ver.
—¿Qué sensación te producen?
—Horror y repulsión.
—Lo mismo que a mí. Parece que el hombre del dibujo es su padre y ella, su hermana.
—Sí, había supuesto algo así. Un caso de abusos.
Omedas no había pronunciado aún esa palabra, confiando en que lo hiciera ella.
—¿Lo has pensado cuando has visto los dibujos?
—Sí, es lo primero que me ha pasado por la cabeza. He visto dibujos de niños que han sufrido abusos cuando trabajé en el servicio de atención a la mujer, donde, por extensión, a menudo también atendíamos al menor. No tan elaborados como éste, pero del mismo estilo. Allí trabajamos con muchos casos de este tipo, algunos, incluso, habían sucedido con la complicidad de la madre.
—Eso me aclara mucho porque es precisamente lo que quería preguntarte. La madre no sabe nada. Ni tampoco la niña, Diana. No da en absoluto la sensación de sentirse intimidada o forzada a hacer nada contra su voluntad, ni parece tampoco albergar miedo o rencor contra su padre. Al contrario, lo adora, juega con él, le encanta que él la bañe y la acueste… Esto me hace dudar.
—No es tan extraño. El niño no ve las intenciones torcidas del padre. Para él, lo extraño sigue siendo bienintencionado.
—¿Son frecuentes los abusos de esta clase, en los que la víctima es del todo ajena a lo que pasa?
—Mucho más frecuentes de lo que imaginas. La víctima puede creer que es sólo un juego, especialmente si el abusador no agrede ni la lastima, si no la fuerza, si la convence de que es algo divertido para ambos, como caricias, cosquilleos, fantasías, cariños. Avanzan de modo gradual. La mayor parte de los abusos que no llegan a detectarse son de esta clase, porque sólo los conoce quien los comete. O, si se detectan, son muy difíciles de probar.
—Porque no dejan huella física. Pero ¿y la huella psíquica?
—Aparece de forma tardía, a veces después de muchos años, cuando se empieza a recordar y a comprender lo que pasó.
—Es un asunto muy delicado; abrasivo. No sé cómo va a reaccionar la madre. Tendré que ver cómo se lo explico. ¿Qué más puedo hacer?
—No conozco los detalles de este caso —dijo ella—, pero desde luego, la madre debería pedir ayuda y cursar una denuncia y, mientras tanto, si es posible, alejar a los hijos de ese hombre. La ley la protege.
Omedas se quedó pensando. ¿Qué tenía? Unos dibujos y algo más que el relativo valor probatorio de unos dibujos: una mirilla en el tabique, donde un niño había aplastado la cara para mirar lo que ocurría al otro lado, sin pestañear, alertado por las voces, los ruidos, el desasosegante ritual de las noches. Cómo no imaginárselo, cómo no entender que aquella imagen había horadado su memoria, en la oscuridad, y necesitó trasladarla al papel, rabioso, en su bloc secreto que él había profanado. Y esto hizo que el retrato de su paciente cambiara de golpe; por primera vez veía a un niño de carne y hueso, que sufría calladamente la escarnecida vergüenza de ser hijo de ese padre y de pertenecer a una familia donde olía a podrido tras los cerrojos.
Inés le había ayudado mucho. No obstante, necesitaba más confirmaciones para afianzar su posición antes de mover pieza. Debía hablar con el muchacho, arrancárselo hasta el veneno. Tenía que oírlo de su propia voz y mirar sus ojos. No imaginaba cómo podía sonsacarle una confesión así sin ponérselo antes en la boca, sin dictar las respuestas al testigo. Tendría que llevarlo a una situación en la que no le quedara alternativa, empujarlo contra las cuerdas. Le enseñaría sus dibujos. Lo confrontaría.
El hijo de Coral pasó la mañana del sábado en el club y después Julio lo invitó a almorzar cerca. Él eligió un McDonald’s. No es que fuera un buen lugar para su asalto, pero ¿cuál lo era? Había tanta bulla dentro que bien podían añadir un poco más sin que nadie reparara en ellos. Llevaba Julio los dibujos plegados en el bolsillo de su chaqueta, pero aún no tenía un plan de ataque. Se encontraban en la cola de pedidos, hablando de ajedrez, de los criterios de clasificación para los torneos, cuando se le ocurrió hacer el viraje y ponerse duro. Le dijo que no iba a ser su preparador para el torneo provincial porque no había colaborado nada con él, ni le había confesado su problema. Llevaron la bandeja con los menús a una mesa del fondo y se sentaron. Nico se mostró perplejo y disgustado por su cambio de actitud.
—¿Me vas a dejar tirado ahora? —le espetó.
—Estoy decepcionado contigo. Yo te he enseñado algunas cosas, pero ¿qué me ha llegado de ti? Nada, sólo cables ciegos. Me utilizas para tus aspiraciones, eso es todo.
Lo miró como si no entendiera de qué le estaba hablando, pero él sabía que le entendía a la perfección. Insistió en el tono duro:
—¿Hay algo real entre nosotros? Sabes que me pagan porque soy tu terapeuta. Mi obligación no es hacer de ti un campeón de ajedrez, sino ayudarte a resolver el problema que tienes, y del que no quieres hablar. Lo estás esquivando constantemente. Me cambias de tema cuando aludo a él. Tengo la sensación de que he perdido el tiempo contigo. Apenas te conozco.
Se envolvió en un silencio huraño. Estaban uno enfrente del otro, separados por una mesa con sendas bandejas llenas de patatas fritas y hamburguesas que aún no habían sacado de sus envoltorios, y los refrescos.
—Mi padre me ha dicho que tú ya no eres mi psicólogo, que sólo hablarías conmigo de ajedrez. El rollo de la terapia se terminó.
—Tu padre te ha dicho lo que le conviene, pero yo he empezado un trabajo y quiero terminarlo. Tu madre está de acuerdo.
—Lo sé, me lo ha dicho. Se han peleado por eso.
Julio se alegró de saberlo. Eso le facilitaba las cosas.
—Bien, piensa que ahora trabajo para tu madre, y también porque quiero ayudarte, Nico. Pero mi tiempo se acaba. Va a caer la bandera. Es tu última oportunidad.
Él suspiró, contrariado. Calibró su decisión. Vio que no bromeaba ni exageraba. Podía despedirlo del club y cerrarle el paso al torneo. Eso acababa con sus ilusiones.
—¿Qué quieres saber? —bufó.
—Sé que lo estás pasando mal. Sólo quiero que te dejes ayudar, que confíes en mí de una vez. ¿Qué te lo impide?
Nicolás se sentía cada vez más incómodo. Desenvolvió su hamburguesa, pero parecía habérsele ido el apetito. A través de la pajita dio un sorbo a su refresco.
—Así que ya no estás de parte de mi padre.
—No, ya ves que no.
Lo miró en silencio, sondeando su sinceridad.
—Pero antes lo estabas. Él te pagaba.
—Sí, y ahora me ha pedido que deje de verte. Y aquí estoy. Ya no me importa tu padre. Me importas tú.
Julio había empezado a notar que el chico hacía un esfuerzo por superar sus recelos. Esperaba y no tenía prisa. Cruzó las manos sobre la mesa y trató de relajarse.
—Te sentirás mejor si me lo cuentas —insistió Julio.
El hijo de Coral le dirigió una mirada de recelo, sin animadversión. Se sentía inseguro, y Julio también.
—No es bueno callarse las cosas —añadió.
Había llegado el momento de pasar a la acción. Sacó los dibujos del bolsillo de la chaqueta y los desplegó sobre la mesa, ante él. Nico quedó fulminado. Julio le preguntó quiénes eran los que aparecían en la escena. La ira se dibujó en el rostro de Nico. Se puso en pie.
—¡Eres un cabrón! ¡Has estado revolviendo en mis cosas!
Le arrancó los dibujos de un manotazo rápido. Omedas se tomó un respiro y alzó un gesto de disculpa. Consciente de que todo pendía de un hilo, demasiado tenso y demasiado fino, suavizó el tono.
—Tú también fuiste indiscreto. Leíste mi cuaderno de notas. Eso es más privado aún que tus dibujos. Ahora siéntate y cálmate un poco. Así no podemos hablar.
Consiguió que se sentara. Permaneció unos segundos en silencio, digiriendo lo que acababa de ocurrir.
—No vuelvas a hacerlo —murmuró entre dientes.
Su tensión empezaba a contagiarle.
—Sé más de lo que crees —le dijo—. He visto el agujero en la pared.
Nico retrocedió en su silla.
—Vámonos —exigió.
Omedas se hizo el sordo.
—Necesito que me expliques quiénes son éstos —señaló los dos personajes del dibujo de la cama.
El chico apretó las mandíbulas. Permaneció unos segundos en actitud feroz y medrosa.
—Quiero irme a casa.
—Dime sólo quiénes son y qué están haciendo.
Ya no le sostenía la mirada. Pálido, encogido tras la mesa, sus dedos doblaban el papel de la bandeja.
—¿Es a tu padre a quien temes? Dime la verdad, Nico.
—¡No le tengo miedo! —clamó, y aporreó la mesa.
Si no hubiera habido un enorme vocerío en el local, todos los comensales se habrían vuelto hacia ellos. El ruido de fondo les resguardaba de la curiosidad ajena.
Respiró aliviado. De momento conseguía retenerlo algo más, soliviantando su orgullo. Pero ahora lo veía pasarlo tan mal que él mismo empezaba a sentirse también asfixiado. Hacía allí un calor del demonio, y el olor a manteca impregnaba el aire. Temió estar tensando demasiado la cuerda.
—Eso quería oír. No le tienes miedo, pero le odias.
—¡Tú qué sabes! ¡No tienes ni idea de cómo es mi padre!
—Eso es verdad. No lo conozco apenas. Y tú nunca me has hablado de él.
—Porque me da demasiado asco y podría ponerme a vomitar.
—Bien, si lo haces, diremos que tu estómago está celebrando el Big Mac Menú.
No le hizo gracia, pero se dieron un respiro.
—Vamos, Nico. Sé que quieres ayudar a tu hermana. Ocultando el problema no lo estás haciendo.
Le quitó el dibujo, lo alisó y lo puso de nuevo ante sus ojos, como si empezaran por el principio.
—Dime lo que ves, Nico. Concéntrate en esto. Concéntrate como tú sabes.
El chico se quedó escrutándolo un rato con fijeza hipnótica.
—¿Qué está pasando ahí, detrás de la pared?
Tardó unos segundos en contestar. Sombrío, metido en sus pensamientos, fue describiéndole lo que veía. Poco a poco, se fueron zambullendo en esos dibujos como si se abrieran ante ellos, y todo cuanto les rodeaba desapareció. Está oscuro, dijo, oigo voces, dijo. Me asomo a mirar. La voz se le ahogaba. Entraba su padre a acostar a Diana con voz melosa y cantarina. Jugaban a ese juego. Hipidos de risa. Hablaban en voz baja. Carlos metía la mano bajo las sábanas. Ella se reía tapándose la boca, y la cara de Carlos se volvía extraña, mientras lo hacía de nuevo y babeaba.
No pudo seguir. Tenía el miedo y la furia cristalizados en las pupilas. Estaba pálido. Julio puso la mano sobre la suya.
—Tranquilo, estoy contigo. Voy a ayudarte.