17

Peón corona dama

Su check mate le había dejado en la nuca un frío de témpano. Su verdadero check mate, precedido de una gran celada. Todo cuanto había que investigar era lo que él había decretado que investigara. Todo cuanto él había visto era lo que él había puesto ante sus ojos.

«Matar al rey.»

El enemigo le había desnudado al fin el alma. Se había abierto de capa como un lanzador de cuchillos bien pertrechado. Aún le ofrecía un pacto de silencio para que nada cambiara, después de echarle un pesado costal sobre su conciencia. Le había apresado en su juego, con escasas opciones: si renunciaba al juego también renunciaba a Coral, ésta vez para siempre. Si seguía adelante, acataba las reglas del enemigo, como un lacayo. Lo malo o lo peor. Técnicamente, juzgaba que su situación podía compararse a lo que en ajedrez llaman zugzwang: la obligación de mover lleva a la derrota.

Fue atando cabos. Las reflexiones escritas en el diario clínico que de forma infausta había caído en sus manos le revelaron el rumbo de sus pensamientos. Conociendo su itinerario, parecía posible tenderle una emboscada. Andaba buscando un conflicto familiar oculto, el gusano dentro de la manzana lustrosa. Había observado en su paciente una actitud protectora para con su hermana. Carlos se perfilaba como un foco de atención. Nico inventó una trama para estos elementos aparentemente inconexos, en el que se revelaría como víctima indefensa. Eligió al villano y le dio un papel. Elaboró meticulosamente el montaje y dejó a su paso, medio visibles, los indicios, los dibujos que recreaban, la mirilla que asomaba, la ropa interior que había cambiado de lugar y, cómo olvidarlo, su gran representación, su emotivo e impecable psicodrama en el McDonald’s. Lo había humillado. Después de esto, sólo deseaba pisar su rubia cabeza de alimaña.

No se perdonaba el error. Si se supone que un psicólogo es alguien versado en atrapar a los demás en sus mentiras, se decía que no merecía otra cosa que el diploma a la estupidez. La celada del chiquillo lo había engullido y todavía le parecía estar oyendo sus carcajadas. Encontraba un regodeo cínico en vencerlo y humillarlo, y acaso también en corromperlo. En la mano le había puesto el hacha para que él asestara el golpe y después descubrirle que el reo era inocente. Inocente e ignorante de los cargos que se le imputaban. Ahora Carlos —el único que había acertado con las intenciones de Nico— lo miraba fijamente desde su desolación, la barbilla encaramada al dogal, suplicante, y recordaba sus palabras en las que aún lo trataba como un amigo. Abandonado y engañado por quien aún creía su amigo. Entonces, en el bar, era consciente de que estaba vendiéndole mentiras, pero no de qué calibre. Tampoco podía dejar de pensar en el daño que le hacían a Diana, al separarla de su padre.

Omedas miraba ahora atrás, pensando que desandar lo andado era arduo y loco, y mayor locura seguir adelante. El poder omnipotente del muchacho emanaba de la impotencia de su víctima; por eso le había revelado su jugada secreta. Jugaba a convertirse en un pequeño dios repugnante que maneja lo que vemos y lo que no vemos. También contaba con que Julio no desvelaría su secreto, porque tenía mucho que perder. Daba por seguro que le había cortado toda posibilidad de escape, por la relación que había propiciado con su madre.

«Follarse a la reina.»

Se encerró en el piso, incapaz de ir a ninguna parte hasta no haber tomado una resolución. Sumido en un dilema de conciencia, comprendía que su relación con Coral estaba tocada de muerte, al sustentarse sobre una mascarada. Por muy sinceros que fueran sus sentimientos hacia ella, experimentaba poco respeto por sí mismo cuando repasaba su actuación estelar de terapeuta que libera a la víctima de las garras del abusador, merced a sus procedimientos de payaso que juega a detectives. Deplorable argumento de telefilme americano de sobremesa, crónica de aberraciones cotidianas, esta historia está basada en hechos reales, en el que se adjudicaba el papel de protagonista figurín. Tal vez —pensó—, Nico se había inspirado en uno de estos telefilmes para su montaje.

Aquello le abrasaba, le hacía añicos. Intentó analizarlo desde el lado de Coral. Ella también había sido engañada porque quería ser engañada. Convenía a sus intereses. En la aberración de Carlos había hallado la razón definitiva para distanciarse de un hombre al que ya no amaba, cuando lo único que la retenía junto a él era el deseo de preservar la unidad familiar en medio de las turbulencias. ¡Paradójicamente, la impostura de Nico les había brindado a los dos una oportunidad para soltar lastre y huir juntos!

Julio meditaba cómo salir de la celada sin renunciar al beneficio que había obtenido, y que ahora se había erigido en una especie de obsesión. Ya había cobrado el cheque falso. Odiaba no ser dueño de la situación, haber sido manejado de ese modo, movido como un peón que corona. Había otras consecuencias peores: arrostrar a esa alimaña que no se separaría de su madre. Tendría que soportar su sonrisa insidiosa, sus cínicas pupilas. Tendría que fingir que lo apreciaba si no quería despertar recelos en su madre. O sencillamente, no tenerlo en cuenta. Lo que no podía era buscar su mal, perjudicar al chico, pues todo mal se volvería contra él a través de su madre. No podía taparle los ojos al que ahora conducía ese trasto enloquecido en el que se había embarcado. Le necesitaba.

Daba vueltas de un lado para otro, ofuscado, aporreándole todo aquello la conciencia, liberando adrenalina por los poros, en el aire caliente de la casa. Rehuía los espejos. Su primer impulso irreflexivo era arrojar a la cara de Coral toda la verdad y retirarse. Esta idea era un salto al vacío y tuvo sobre él un efecto devastador. No acertaba a imaginar cómo se lo explicaría. Ahora no podía irle con el cuento de que todo había sido un burdo montaje de su hijo, que se había precipitado. Y peor aún, que su hijo era un monstruo de astucia virulenta. Era una verdad intragable, y por cierto mucho más obscena que la mentira que trataba de enmendar. No estaba preparada para asimilarlo. Toda su confianza en él se derrumbaría al instante. Y también su confianza en que podía traerle a ella algún bien, alguna seguridad. Admitir haber sido manejado de ese modo era humillante.

En tal caso —razonó— incluso si le abría los ojos a la estremecedora verdad, si le aclaraba la verdadera naturaleza de Nico, ella siempre iba a defender a su hijo, incondicionalmente. Sobre todo, si éste seguía ejecutando a la perfección su juego o enriqueciéndolo con nuevas declaraciones. Probablemente haría eso mismo, reforzar sus posiciones. Coral no aceptaría que el psicólogo pusiera a su hijo como el enemigo, el tergiversador, el manipulador inmundo. No iba a brindarle su apoyo en eso. Todo lo bueno que había entre ellos se echaría a perder en aquel lamentable asunto. Olía ya a podrido antes de empezar.

En este estado de desasosiego acudió a su despacho de la facultad a corregir exámenes; tenía sobre la mesa dos columnas de folios y apenas podía concentrarse. Volvía una y otra vez, obsesivamente, al mismo dilema («matar al rey, follarse a la reina», «check mate»). Compró comida preparada y se retiró pronto a su piso, a seguir leyendo los torpes escritos de sus alumnos, ágrafos en su mayoría. Después de dos horas de trabajo, tomó una ducha para quitarse el sudor de los ojos y abrió una botella de whisky. Estuvo bebiendo despacio en la terraza, mirando la calle llena de coches, las luces al otro lado. Recibió una llamada de su hermana, que seguía preocupada por él. Se negó a hablar de cuestiones personales y adujo que estaba muy ocupado corrigiendo. Después, se arrellanó en el sofá y conectó sin sonido el televisor.

Había caído en el divagar errático, en el solitario y loco soliloquio. Tan pronto le parecía que Nico les había hecho un favor a todos como se sentía cómplice de la falsificación. Le ardía la cabeza y se enchufó a Mahler, con su Sexta sinfonía vibrando a todo volumen por los auriculares, un chorro de emociones acústicas, nostalgia, ansia y purificación que atravesaban su cerebro de parte a parte, limpiándolo de pensamientos residuales. Un rato después, agotado, cayó vencido por el sueño. Soñó que era Gustav Mahler en plena crisis de pareja y entraba en una tienda extraña, una especie de bodega donde vendían todo tipo de objetos. Compró un pequeño maletín que contenía pistolas de duelo. El empleado no era otro que Carlos. Le preguntó para qué quería esas armas. «Mi Alma me es infiel», contestó Julio.

Qué material para un psicoanalista.

La primera vez que se dio cuenta de que algo estaba empezando a cambiar en él estaba escribiendo las preguntas del examen final de psicología infantil en la enorme pizarra del aula. Para que no se copiaran unos de otros, mientras la tiza se deslizaba por el encerado, les informó de que las preguntas pares habrían de ser únicamente contestadas por quienes ocupaban los asientos pares. Sin darse la vuelta, Julio percibió un bullicio de alumnos cambiando de sitio, saltando por encima de la ringlera de pupitres atornillados al suelo, los pares peleando por un lugar impar, y viceversa. Como Julio no se volvía para poner orden, sino que seguía escribiendo la última pregunta, como si nada oyera, esta barahúnda enloquecida se prolongó hasta que los indecisos tomaron también su plaza en la subasta. Risas sofocadas y suspiros nerviosos dieron paso al silencio. Sólo entonces el profesor se dio la vuelta.

Nadie se movía. Todos tenían la mirada fija en él. Vista así parecía una clase modélica. Julio fingió un despiste:

—¿Dije las preguntas pares? Perdónenme, quise decir que los que ocupen los asientos pares contestarán las preguntas impares.

Nadie osó moverse ahora. Las caras mudaron de la inocencia a la angustia.

Una hora y media después se encontraba en su despacho con varias pilas de exámenes sobre la mesa, que miraba con aire desganado, sin decidirse a empezar la corrección, cuando recibió una llamada de Coral, desde su consulta. Iba a estar todo el día ocupada y le confesó que sólo ansiaba el momento de estar de nuevo juntos. Él sentía lo mismo y en ese momento le pareció lo único importante. Quedaron para cenar esa noche en un restaurante céntrico. Y no bien colgó, se le borró la sonrisa de los labios. «¿Qué estoy haciendo?», se dijo.

Se aplicó a corregir, buscando algún asidero por el que salir de la corriente que lo arrastraba. El bolígrafo rojo le bailaba en los dedos sudorosos, los ojos saltaban entre las palabras mal ortografiadas y los renglones torcidos, y los pensamientos se le descolgaban por remotos andamios. No estaba seguro de que una velada con ella fuera lo más oportuno esa noche. ¿Por qué había accedido alegremente? Ya no se sentía dueño de sus actos.

Tanto examen de letra ininteligible le puso de mal humor: perdía unos quince minutos para poder leerlos. Agotada su paciencia, desistió de corregirlos, limitándose a trazar un cero en rojo, junto al nombre, e «ilegible». Era una práctica habitual de muchos colegas profesores, pero él era la primera vez que lo hacía.

Sus pensamientos iban a la deriva, navegando por aguas oscuras y frías. Las toxinas de Nico se le habían contagiado. Retrocedía al momento en que el hijo de su madre le revelaba su hábil maquinación, y luego seguía hacia atrás, comprobando, como en una partida de ajedrez perdida, dónde tomó las decisiones erróneas, en qué momento su mano tocó la pieza que no debía, en qué escaques resbaló. Un error de bulto había sido dar crédito al testimonio del chico basándose en unos simples dibujos, sin contrastar los hechos con la propia Diana. Se daba cuenta de que cuando confrontó a Nicolás en la hamburguesería quería creer lo que él le iba a contar. Ya estaba de su parte antes de escucharlo. Incluso le habría decepcionado que no fuera así, porque entonces todo encajaba, como en las películas, había un villano y una víctima. Había echado a rodar un plan sin percatarse de que una pequeña mano invisible movía los hilos. Ahora ese plan se revelaba desastroso.

Su posición actual era tan mala que no podía pensar a largo plazo. Tenía que concentrarse en averiguar cómo salir del atolladero. Sus siguientes pasos tenían que ir en una dirección clara de huida. Se preguntaba si estaba preparado para renunciar ahora que con los cinco sentidos de su cuerpo había vuelto a paladear la felicidad. El cúmulo de sensaciones que le procuraba Coral, en la intimidad, era algo de lo que difícilmente podía prescindir.

El agudo timbre de su móvil penetró en su turbia conciencia, como si lo despertara de una viscosa pesadilla. Tardó unos segundos en encontrarlo en el bolsillo de su americana. Una voz masculina y desconocida, con acento sevillano, preguntó por Coral Arce. Lo primero que pensó era que se trataba de alguien relacionado con Carlos, tal vez su abogado, y se preparó para afrontarlo.

—¿Coral Arce? ¿Quién la llama?

—Verá, me llamo Ramón Vals y soy el presidente del jurado del premio Juan Gris.

—¿Perdón?

—El premio Juan Gris, del Centro de Arte Contemporáneo. Acabamos de abrir la plica de la obra titulada Fuegos, donde consta el nombre de la autora y este número de teléfono.

Tardó unos segundos en digerirlo. Era cierto: él había enviado a ese concurso el cuadro de Coral que rescatara del contenedor, obedeciendo a una corazonada, bajo el título Fuegos, sin consultarlo con ella, a sabiendas de que le intentaría disuadir o, aún peor, que lo tomaría como una ofensa. Por esa razón, dentro del sobre con los datos había puesto su teléfono. Y tan pronto como lo presentó, lo olvidó.

—Sí, es correcto. Coral no está ahora. ¿Ha quedado finalista?

—No exactamente: acaba de ganar el primer premio.

La noticia lo dejó deslumbrado. ¡Había ganado! Era un premio muy prestigioso.

—Se va a alegrar mucho —dijo con voz ahogada por la emoción.

—¿Sabe? Al abrir la plica nos sorprendimos. El nombre de la autora no nos es familiar.

Supuso que se refería a que no había realizado ninguna exposición, ni se la conocía en los cenáculos de la pintura.

—No ha expuesto mucha obra —dijo, por decir algo—, pero trabaja con mucho tesón.

—Confío en que este galardón la anime a dar el salto.

A continuación le dio su número de teléfono para que lo llamase Coral y confirmara su asistencia a la entrega de premios, en una cena de gala en el Casino de Madrid. Julio le aseguró que así lo haría. Veía más prudente ocuparse él de avisarla que darle directamente el móvil de Coral, porque no es fácil saber cómo va a reaccionar alguien a quien le anuncian que acaba de ganar un premio al que no se ha presentado, al menos personalmente. Necesitaba prepararle el terreno. La cena de esa noche le pareció la ocasión apropiada.

Acudió nervioso a la cita, como si tuviera que representar un papel para el que no estaba preparado. Más que el profesor, ahora se sentía como el alumno que sale a la palestra con la mente en blanco. Temía que notara que le ocultaba algo. Ella le estaba esperando en una mesa del fondo y le sonrió al verlo. En cuanto se sentó frente a ella gran parte de su tensión desapareció. Esa mirada, su mano, conseguían hacer revivir de un golpe todo lo bueno que se había apoderado de ellos.

—Nico y Diana están con mi madre. ¡Toda la noche para nosotros!

—¿Cómo ves a Nico?

—¡Está desconocido! Y gracias a ti. Ahora no piensa más que en el torneo de Madrid. Está muy ilusionado. ¡Faltan dos semanas! ¡Hasta yo estoy nerviosa!

Se la veía realmente contenta, y todavía no le había dado la gran noticia.

—Hablemos de pintura —propuso él—. ¿Sabes… aquel cuadro que me regalaste, o mejor dicho, que me adjudiqué porque ibas a tirar a la basura…?

Iba a darle la noticia, pero no le dejó acabar la frase:

—Olvida ese cuadro. ¡Es muy malo! Creo que puedo hacer otros mejores. Estoy recobrando la ilusión.

—No opino lo mismo. —Observó el ceño fruncido de Coral y se apresuró a agregar—: Quiero decir, que ese cuadro sea malo. ¿Por qué eres tan dura contigo misma?

—¿Me vas a psicoanalizar? —se burló.

Mientras despachaban los entrantes, ensalada de aguacate y gazpacho, Julio le confesó que se había tomado la libertad de presentar ese cuadro al premio Juan Gris, con su nombre, por supuesto. No le anunció aún la buena noticia del premio para dosificar su impacto.

Se quedó helada. Tal vez creyendo que era una broma de mal gusto, le pidió que repitiera lo que acababa de decir. La segunda vez le gustó aún menos.

—¿Con qué derecho haces eso sin decírmelo siquiera? ¡Has puesto en circulación algo que no me gusta, y que no quiero que se relacione conmigo!

Estaba visiblemente enfadada. Lo miraba como si ya no formara parte de su espacio vital.

—Pensé que no tenías nada que perder y mucho que ganar.

Su mirada fría le había borrado la sonrisa. Clavó los puños en la mesa.

—Debiste dejar ese cuadro en la basura. Si lo tiré, es por algo. ¿Es tan difícil de entender, jodido capullo?

Omedas se removió en el asiento como si su trasero hubiera encontrado una astilla puntiaguda. Era la primera vez que le llamaba «jodido capullo» y también la primera vez que le insultaba. Vio en ello la genuina reacción de una artista temperamental e incluso de una artista galardonada, no exenta de encanto, aunque ahora sus ojos apuñalaban.

—Lo entiendo ahora y lo entendí entonces. Y entiende tú que quise salvar ese cuadro porque me fascinó. No soy jurado de ningún premio, a pesar de que para ligar contigo una vez me hice pasar por uno, pero creo que merece un premio.

—¡No vayas ahora de cazatalentos! Con esa actitud no me estás ayudando a pintar.

Julio aguantó el chaparrón pensando que había un final feliz, con premio, y pasó a la ofensiva:

—¿No te gustaría que esa obra ganase un gran premio?

Ella bufó de impaciencia.

—Pero ¿qué dices? ¡No quiero que un mal cuadro gane un buen premio!

—¿Has presentado algún cuadro, bueno o malo, a algún concurso, bueno o malo?

Coral se había cruzado de brazos, ceñuda.

—No estoy preparada para eso. Si pinto algo bueno, ya te avisaré, pero mientras tanto, no andes escarbando en mis basuras.

Ahora Julio no estaba seguro de que el final fuese feliz para ella. Era el momento de llegar al hueso del asunto, y que pasara lo que tuviera que pasar. Julio adoptó un aire más serio, para dejar bien claro que no bromeaba.

—Coral, acaban de llamarme para decirme que has ganado el primer premio Juan Gris.

Ella se quedó en suspenso, parecía no haber entendido. Lo repitió por dos veces más. Su perplejidad iba en aumento.

—Esa obra indigna, como la llamas tú, ha convencido a un jurado experto, y además de reportarte una generosa suma, se colgará en la sala de exposiciones temporales del Centro de Arte Contemporáneo de Sevilla.

Tenía la copa en la mano, a medio vuelo, como si hubiera recibido un rayo paralizante. Julio Omedas se cruzó de brazos, paciente. Los efectos del rayo bloqueador comenzaron a desaparecer paulatinamente. Coral cabeceó, aturullada, pestañeó varias veces, respiró hondo. Bebió la copa que sostenía en vilo y se llenó otra. Él se sonreía, aliviado, a medida que veía cómo su enfado se diluía. Le pasó el móvil entre los platos.

—Ahora llama al presidente del jurado, Ramón Vals, y dile que rechazas el premio porque el cuadro no lo merece y no quieres que lo relacionen contigo. ¡Anda, hazlo! Éste es su número. —Le pasó la nota.

Se quedó mirando el número, como si lo viera borroso.

—¿Ramón Vals? —Abrió mucho los ojos. Había leído reseñas de ese importante crítico.

—Hay que ver qué mal gusto tiene la crítica, ¿verdad? ¡Mira que premiarte un cuadro! ¡Qué desfachatez!

Empezó a vislumbrarse en ella una sonrisa.

—¿No me estás engañando? Júrame que es verdad.

—Claro que es verdad.

Le cogió la mano y la llevó a los labios, como para besarla, pero en lugar de eso le propinó un mordisco. Julio dejó escapar un grito que lo convirtió en el centro de atención de todos los comensales. Ella se echó a reír.

—Esto por llevarme la contraria.

En el arco entre el pulgar y el índice quedó marcada una ristra de dientes. La sacudió, como si el aire pudiera aliviar un mordisco de la mujer que amas.

—Entonces, ¿no estás enfadada por mi incalificable osadía?

—¡Estoy loca de contento!

Cuando salieron a la calle, la brisa corría fresca y dieron un paseo. Bromeaban todo el rato y ella nombró a Julio su marchante, para futuras exposiciones.

Él también estaba alegre, aunque no podía olvidar del todo lo extraño y anómalo de su situación. Esa noche, desde luego, no iba a hablarle de Nico. Esa bala de plata la guardaba en el tambor, a la espera de su ocasión, y ciertamente no sabía contra quién iba a ser disparada. Tuvo un breve pensamiento para Carlos, dónde estaría en esos momentos, y pensando qué. Presumió que seguiría dando vueltas en círculo, preguntándose por qué Coral le había abandonado, un dolor que Julio comprendía bien porque lo había padecido en propia carne y con la misma mujer.

Coral acudió a la cena de postín en el Casino de Madrid con un vestido negro con tirantes muy finos y escote hasta el nacimiento de los pechos, que realzaba el contorno de sus clavículas, y bajaba aún más por detrás, hasta media espalda. Estaba resplandeciente. Julio llevaba americana y corbata, y pantalones de cuero negros, algo prietos en los muslos. El acto, organizado por el Centro de Arte Contemporáneo, no sólo consistía en la entrega de premios, sino que en su celebración se incluía el balance anual del año que se cerraba: exposiciones, actos y la presentación a las autoridades de la agenda prevista para el curso entrante.

En esa semana, Julio no había sido capaz de superar sus escrúpulos y ser del todo franco con ella. De Carlos no había tenido noticias. Su hijo continuaba con su impecable representación de buen chico rescatado de la ira contra el depravado padre por las artes del terapeuta, que ayuda a su madre a enderezar su vida. Tal vez se había propuesto convencerles de la verdad de su mentira. Por si eso no bastara, sus relaciones con su hermana habían empeorado desde el momento en que ella conoció su relación con Coral.

Por todo esto, la semana no había sido fácil para él. Y su humor, cuando acudía en la cena, tampoco era el más propicio. Tenía un vacío enorme en el estómago y empezó a sentirse incómodo ante las expresiones de afecto de Coral, su mirada cálida, agradecida. Se sentía indigno de tantas atenciones. Esperaba poner las cartas boca arriba en algún momento, pero ésa no era la noche más adecuada para lanzarse. Era consciente de que Coral vivía un momento importante, era su primer reconocimiento oficial a su trabajo como pintora, cuando tan necesitada estaba de recuperar la ilusión para retomar los pinceles. Por primera vez alguien atribuía valor a su pintura (ya que, al parecer, los elogios de Julio no habían logrado el mismo efecto, porque los elogios del amante emocionan pero no convencen). Por eso, él debía estar ahí, junto a ella, en ese momento —se lo repetía a sí mismo una y otra vez, en un intento de no salirse del papel—, mantener la presencia de ánimo para que fuera perfecto para ella y no empañarlo (no aún) con la pésima noticia que le reservaba: que el mal de su hijo no había sido extirpado en absoluto. Porque el mal de Nicolás era el mal mismo.

Más tarde o más temprano la verdad caería como pesada losa, sólo era cuestión —se dijo— de un pequeño aplazamiento, unos días, una semana, para ganar algo de perspectiva, reubicarse, actuar.

Aunque su decisión de aplazar la siniestra revelación fuera razonable, pensando en ella, en su derecho a su fracción de felicidad, se preguntaba Julio con inquietud si no estaba, en el fondo, mirando más por él, si esta demora no era una postergación en complicidad con la mentira, una forma engañosa de robar unos días más al momento de la partida, para quemarlos junto a ella, sin que se enfriara la pasión, aunque, según les iba yendo, nada parecía poder enfriarla, salvo el secreto que su hijo y él compartían, y que le abrasaba. O bien, ni siquiera se había fijado un plazo para poner fin al simulacro y rendir cuentas de su fracaso, porque, sencillamente, no se veía con fuerzas para hacerlo, no había sido educado para aceptar el fracaso, y en vez de admitir un «no puedo» prefería alegar un «más adelante», para ganar tiempo. Así que su felicidad no era, ni con mucho, completa, porque no podía olvidar por qué retorcidos caminos había llegado a ella, propiciando un amor ciego y aciago.

Sin ir más lejos, no podía olvidar que la iniciativa de enviar la obra a concurso había partido de una idea de Nico. Él se lo había propuesto mientras llevaban el cuadro al coche, tras rescatarlo del contenedor. Deploraba pensar que el chico habría estado moviendo los hilos para acercarlos, con artes de Celestina. ¿Había algo entre Coral y él en lo que Nico no hubiera participado? ¿Habría algo auténtico, propiciado desde su libre albedrío?

Compartían mesa con dos sevillanos críticos de arte, un miembro del jurado, una señora mayor, mecenas del Centro de Arte Contemporáneo, y el finalista. La charla versó sobre colores, los infinitos matices físicos y espirituales de los colores, con abundantes alusiones a Kandinsky, y lo cierto es que durante esta charla, Julio veía el mundo en blanco y negro. Sólo tenía ojos para el negro deslumbrante del vestido de Coral, y más allá de ella, el resto eran vagas formas que se movían en un fondo blanquecino, donde tintineaban los cubiertos y rumoreaban las voces.

Había un erudito en la mesa que la emprendió contra el constructivismo formal, sin que ninguno de los comensales pusiera objeción alguna, y defendió lo que denominó «perspectiva semiótica». El segundo plato llegó con un redondo a las finas hierbas, acompañado de tres salsas que debían probarse en riguroso orden, de izquierda a derecha, según instrucciones de los camareros. Un crítico con calva de clown y pajarita bajo la nuez peroró sobre el magicismo metafísico. Coral se vio en un serio aprieto cuando le preguntaron por su concepción de la pintura. Salió del lance afirmando que se guiaba por la mera intuición.

—Busca la intuición —corrigió Julio, para darle más empaque.

Disertaron un rato los restantes comensales sobre la verdad de la intuición, sobre la intuición de la verdad, sobre cómo intuir la pintura y cómo pintar la intuición, y a la altura de los postres, llegaron a cómo pintar la pintura, cómo mirarla y cómo mirar la mirada.

Coral no cesaba de dar a Julio pisotones bajo la mesa. Pero no tenía en cuenta lo afilado de su tacón. Julio apartó el pie y sonrió.

Para introducir la entrega del primer premio, el presidente del jurado leyó el acta: «El jurado ha valorado la arriesgada propuesta de la autora para recrear en esta obra las metáforas orgánicas del fuego con la construcción de un lenguaje formal de ecos inefabilistas, en la que lo turbador se convierte en lo turbante».

Coral acercó los labios al oído de Julio:

—¿Significa que les ha gustado?

Precedida por una salva de aplausos y aturdida por la extraña retórica del jurado, subió al estrado a rendir los agradecimientos (el primero de los cuales fue para Julio y el resto a las autoridades) y recoger de manos del presidente la escultura y el galardón. Los fotógrafos disparaban sin cesar, ella no cesaba de estrechar manos, de recibir felicitaciones, y poco después la secuestraron un rato para entrevistarla. Esta vorágine duró una media hora. Aburrido y desubicado, Julio fue al lavabo. No bien empujó la puerta con el icono de un tipo con chistera se sintió un poco mejor, como si se recuperase a sí mismo.

El lavabo estaba impoluto. El suelo olía suavemente a desinfectante y sus pisadas rechinaron como un frotar de corchos. No había quemaduras en el secador, ni trozos de papel higiénico por el suelo. Era un lavabo minimalista, bañado por la luz ártica de los fluorescentes, que no dejaban sombras y reforzaban el contraste entre los azulejos negros y los blancos que dividían las paredes, con un enorme espejo rectangular, sin marco. Reclinado, se miró las manos bajo el grifo cromado con forma de signo de interrogación. El jabón que caía en un fino hilo de la caja transparente tenía un suave aroma a mora. Escuchando el murmullo del agua en la pileta, dejó que se esfumara de su cabeza la marea de ruidos, voces, sonrisas y corteses gestos, los educados rencores, las risas tras las púdicas servilletas, los aplausos y los discursos. No había nadie más que él en ese desangelado lugar. «Pero ¿qué estás haciendo aquí, estúpido animal?», pensó.

Desde que se puso a trabajar con Nico, había querido ser honesto y, puestos a serlo, ahora había de reconocer honestamente que se había recreado ya demasiadas veces, de modo narcisista, en su honestidad. Su cara de buena persona empezaba a resultarle detestable.

Sabía que Coral le esperaba para pasar con él una noche de vino y rosas. La mera idea le indigestaba la cena. Era la falsedad lo que le pesaba en el estómago, la ocultación de los hechos, la mentira. No lograba reunir presencia de ánimo suficiente para darle esa demoledora dosis de realidad. La mejor opción para ese momento, juzgó, era poner pies en polvorosa sin despedirse, sin disculpas ni excusas, sin ruegos ni escenitas. No era muy galante, por su parte, pero más adelante vería cómo arreglarlo.

Cuando, finalizadas las entrevistas, Coral volvió al salón a buscarlo, Julio ya no estaba. Se quedó triste y perpleja, preguntándose qué diablos le había ocurrido.