5

Instinto asesino

Tenía aún la muerte pegada a las pestañas. La había tenido tan cerca de sus ojos y sentido tan cierta en su inminencia, durante una fracción de segundo, como si atravesara una cortina de fuego… En el instante en que el coche volaba fuera de la carretera todo su cuerpo se había preparado, encogido, para ese impacto final que la destrozaría, y quiso dedicar su último aterido pensamiento a sus hijos. Sin embargo, la colisión no llegó con la contundencia temida; fueron varios golpes laterales, ninguno letal, a medida que la caída por el desmonte los volteaba vertiginosamente hasta que el auto se detuvo. En esos segundos que en el tiempo de su mente duraron una eternidad, cientos de recuerdos se sucedieron en tropel.

Apenas podía creer que siguieran vivos. En los primeros momentos, casi no podía moverse ni deshacer la bola en que se había convertido al encogerse, sólo boqueaba buscando el aire. Escuchó primero el llanto de Diana y luego la voz de Carlos preguntando si estaban todos bien. Su cuerpo había huido de sí misma, dejándola reducida a una especie de pálpito, un alma sobresaltada y sin capacidad de orquestar sus deslavazados miembros, tratando de remontar como una mariposa con las alas rotas. Tras el colapso, poco a poco la sangre devolvía el calor a sus órganos y oquedades y se restablecían los canales entre las distintas partes. Ahora sentía que ese cuerpo era de nuevo suyo, pero se le devolvía transformado, no en su apariencia externa, sino estigmatizado por la conciencia de su fragilidad.

Respiraba hondo y trataba de controlar el temblor que aún le dominaba en las rodillas. La tensión le agarrotaba los brazos y hombros, pero más allá de eso y de cierto zumbido en los oídos se encontraba bien. Trató de situarse en la realidad. No quedaba un solo lugar donde sentarse en la sala de espera de urgencias y permaneció de pie junto a las máquinas expendedoras —una de café, otra de chocolatinas, otra de refrescos—, asomada al trasiego del pasillo para tener ante sí un punto de fuga. Frente a ella, un hombre joven de complexión atlética, con los ojos surcados por telarañas de un violento rojo, le dirigía una mirada relampagueante. A pesar de su aspecto más bien vampírico, aún se reconocía en esos ojos el deseo y la alegría de ver con claridad lo que tenían delante.

En una batida rápida para distraerse en algo ajeno a su problema, Coral hizo un examen clínico de las lesiones traumatológicas más evidentes: un chico con un casco de moto en el regazo que se había partido el fémur por dos puntos, una señora de aire humilde que se frotaba la rótula hinchada en la que se adivinaba pérdida de líquido sinovial y, por último, un obrero con el hombro dislocado y un señor mayor encorvado por la ciática y una probable hernia lumbar.

No estaba segura de si había hecho bien avisando a Julio. Recorriendo con paso nervioso la sala de espera, de una pared a otra, se preguntaba si no habría actuado por un impulso desesperado, o arrastrada por la resaca del pánico. Guardó en el bolsillo el móvil caliente y sudoroso. La última llamada de Araceli, desde su casa, había atenuado su ansiedad. Lo más importante era que los niños estaban bien, y a ese pensamiento recurría una y otra vez para tranquilizarse, como quien repite una letanía o un mantra. Bendijo el airbag que les salvó la vida. Recordaba hasta el tacto frío y el olor sintético de aquel globo blanco y tenso que sorpresivamente saltó contra su cara, antes siquiera de que tomara conciencia del primer frenazo fuerte. Cuando el coche rodó por la pendiente, ya habían saltado los cuatro protectores frontales que, unidos a los cinturones, los fijaron en sus asientos y frenaron el impacto.

Carlos era el peor parado. Se resentía de un fuerte dolor en las cervicales, justo debajo de la nuca. No podía mover la cabeza, pero aseguraba que, salvo eso, se sentía muy bien, y lo demostró abrazando a todos y llorando de emoción por haber salido ilesos, aunque el Mercedes hubiera quedado para el desguace.

En la sala casi llena, un bebé lloraba sin cesar, y su madre trataba de calmarlo dándole el pecho. En un pequeño espejo de mano se vio pálida y descompuesta. Deseaba fumar un cigarrillo. En el hospital donde trabajaba a diario nunca sentía esa necesidad de fumar.

En ese momento llegaba Julio. Creía que no iba a verlo nunca más. Y sin embargo, estaba ahí, a pesar de todo.

—¿Qué ha pasado? ¿Estáis todos bien?

Ella esbozó una sonrisa amarga.

—Bien, dentro de lo que cabe. Prácticamente ilesos. Gracias por venir tan pronto. Es por Nico. Estamos aterrados. Podría haber sido mucho peor. A Carlos le han dado unos puntos en la barbilla y ahora está en radiología, por un dolor de cervicales. Los niños se encuentran bien, quitando el susto. Diana parecía más afectada, lógicamente. Araceli se los ha llevado a casa. Me acaba de llamar para decirme que la niña ya se ha acostado.

Hacía esfuerzos para no llorar, pero tenía los ojos húmedos. Julio se sentó junto a ella mirando al suelo.

—Estamos vivos de milagro —prosiguió—. No puedo creer que Nico nos haya hecho esto, que pueda caber tanta maldad en él.

Coral le relató lo sucedido. Habló también de su extraña actuación en las pistas de golf. Luego le describió el ataque de Nico a su padre y el accidente. Él se interesó por la reacción posterior de Nico.

—También acusa el shock. No ha pronunciado una palabra.

—Se habrá llevado un buen susto, supongo.

Ella asintió.

—Ahora Araceli lo ha dejado solo en el jardín, y dice que parece pensativo. Espero que esté muy pensativo. Espero que reflexione sobre lo cerca que hemos estado todos de morir. A mí me ha pasado la vida por delante en un segundo. Estoy agotada. Creo que necesito dormir dos días seguidos.

Julio se preguntó si, en el fondo, no lo odiaba, no lo estaba odiando, aunque fuera su hijo; si una madre puede llegar a sentir algo así por su propio hijo.

—Esta última semana ha sido horrible, hemos pasado las de Caín —prosiguió—. Tenía una sensación de inminente desgracia. Es como si presintiera que iba a ocurrir algo así. Ahora no sé si esto es el final o el principio de una pesadilla.

«Las de Caín», se repitió Julio, imaginando quién ejercía de Caín en esa familia expulsada del paraíso. Sin arriesgar demasiado, le hizo saber que la comprendía y que tenía razón al juzgar el potencial destructivo del muchacho. Había intentado advertirles de lo que se avecinaba. Confiaba en que su hijo recapacitara y pronto pudieran recuperar la normalidad.

—Ya no hay normalidad en mi familia, Julio.

—¿Y qué esperas que haga yo?

—Necesitamos que nos ayudes con él. No lo podemos manejar. Él nos maneja a nosotros.

Julio miró la fuga de las líneas de las baldosas hacia el fondo de la sala, su lisura desgastada bajo el brillo de los ventanales. Deseaba decirle muchas cosas, verdades crudas, inhumanas. Pero por encima de las palabras ascendía el olor personal de Coral, un perfume recuperado que le entraba hasta el tuétano del alma y que podía arrastrarle a cualquier locura. Era obvio que no le había llamado sólo para desahogarse. Sabía lo que ella le iba a pedir, lo que le estaba pidiendo ahora mismo, apelando —sin hacerlo directamente— al vínculo del pasado. No apelaba, en cambio, a la inaceptable forma en que rompió con él, o mejor dicho, a la forma en que se marchó de su vida como quien huye, sin despedirse ni explicarse. Su primer impulso en esos momentos era decirle que malditas las ganas de meterse en su vida para arreglarle los asuntos de casa. Podía irse al infierno con sus problemas. Ella adivinó sus recelos, como si le leyera el pensamiento.

—Julio, dejemos de lado lo que pasó entre nosotros. Se trata de mi hijo.

—No es fácil hacer eso que me pides, que ignore lo que pasó.

—Esto no es algo personal entre tú y yo.

Tentado estuvo Omedas de darle a conocer sus pensamientos más sombríos. Con sumo placer le habría revelado que él no podía ayudarla, bajo ninguna condición, porque en el fondo —en el fondo de su podrido corazón— a lo mejor se estaba alegrando con su desgracia, y la peor noticia para él sería saber que su vida sin él era un lecho de rosas en su lujosa mansión con dos hijos rubios y maravillosamente disciplinados, y un marido encantador y podrido de dinero. No le resultaba reconfortante descubrirse así, ahíto de mezquindad y rencor, pero a esas alturas ya no esperaba mucho de sí mismo.

Además, detestaba, por inverosímil, la pretensión de Coral de establecer entre los dos una relación aséptica, profesional, soslayando el pasado. Todo era personal hasta la náusea. Y que ahora ella quisiera hacerle creer que de pronto era tan importante para ella, sencillamente lo sublevaba. Más honesta prueba de su interés hubiera sido que Coral lo hubiera encontrado por propios méritos, y no que el azar se lo hubiese puesto delante, en su propia casa.

—Ya sé que no estoy en situación de pedirte favores —dijo Coral, como si adivinara sus pensamientos—. Pero estamos desesperados y necesitamos ayuda para Nico. Es urgente.

—No sé, Coral, he venido corriendo porque me has llamado, pero no tengo intención de seguir viéndote, aunque sea en un plano profesional. Creo que casi es mejor que nos olvidemos de que nos hemos vuelto a encontrar.

—Por favor —insistió ella—. Ya no podemos con él.

Coral esperó y Julio no tuvo entereza suficiente para darle una negativa por respuesta. Aun cuando callaba, sintió que eso ya contaba algo: había tocado la pieza y ahora debía moverla.

Al fin, salió Carlos de la consulta, collarín al cuello y un tanto rígido de espalda. Llevaba en una mano un sobre grande con la placa de la radiografía que acababan de hacerle. Para demostrarles que aún le quedaba sentido del humor, después de todo, anduvo hacia Julio con movimientos de robot.

—¡Me han pinchado algo en el culo, como a un bebé! —dijo alegremente.

Trató de animar a Coral y agradeció a su amigo su presencia allí. Julio asintió. Carlos y Coral se besaron ante Julio, que desvió la mirada hacia otro lado, disimulando su incomodidad. Fue un beso más bien casto, incluso algo frío por parte de ella. Después, Coral acercó la placa a una ventana y la examinó atentamente. Frunció el ceño.

—La C4 y C5 están demasiado juntas —murmuró.

A Julio le pareció que hablaba de posiciones del tablero.

—¿Ves? —Carlos le dio un codazo a Julio—. Eso es lo malo de tener a la médico en casa. No vale decir que tienes un cardenal: hay que decir hematoma.

Coral le explicó que eran dos vértebras cervicales que habían perdido el espacio que las separaba, por lo que se deducía que el disco había sufrido un desplazamiento. Carlos examinó la placa. Sólo veía, difusas, las vértebras que formaban una pequeña curva bajo el cráneo. Y entre las vértebras nada, salvo un nebuloso humo gris envolviendo la oscuridad. No parecía preocupante.

—¿Dónde está el semáforo? No veo ningún disco —dijo él.

Coral hizo un mohín de poco aprecio por el chiste.

—No se ve aquí —admitió—, pero se adivina, por la colocación de las vértebras. Hay daño estructural.

—¿Pretendes impresionarme?

—Puede ser una simple protusión —cabeceó ella—, pero yo diría que hay un desplazamiento acusado del disco. Un tráfico típico. Mañana mismo vas a hacerte una resonancia.

—De eso nada, estoy perfectamente.

Con estas discusiones se dirigieron a la salida.

Bullicio y excitación, afanes juveniles, prisas, alegres encuentros y rápidas despedidas, libros y carpetas entre platos y latas de refresco en las mesas, ceniceros rebosantes de colillas y fajos de apuntes arrugados; la primavera reventaba en la universidad, abril había entrado a saco, con sus exámenes y sus cortejos, su prisa y su ajetreo, y todas las chicas lucían jeans y ombligos descapotables, y blusas de colores, muy escotadas, tirantes que resbalaban de los hombros como por descuido, pechos que asomaban de las carpetas, melenas oscilantes, todo pasaba ante sus ojos como un flujo caótico y absorbente, un remolino que entraba por todos los sentidos y aturdía. Julio Omedas se sorprendía de pronto turbado por la resplandeciente sonrisa de una joven de morena coleta, que le miraba con ojos encendidos desde el fondo de la barra, como si le conociera de siempre, como si lo amara y fuese una loca entusiasta de Wilhelm Reich, impaciente porque él la ayudara a encontrar la ansiada liberación sexual. En cosa de un segundo, esa sonrisa furtiva lo atrapaba y él, confuso, trataba de recordar en qué año le había dado clase y cuál era su nombre, y cómo había podido vivir hasta entonces sin saberlo. Y se obligaba a no devolverle la mirada, a fingir que estaba por encima de los coqueteos de las estudiantes, si no quería meterse en complicaciones.

«Este año están más lanzadas que nunca», cabeceó, y se sintió casi viejo al recordar que cada año se decía lo mismo, que estaban más lanzadas, seductoras e irresistibles que nunca. Todavía lo pensaba con la fascinación del colono que llega a una tierra de promisión, rebosante de oportunidades. Y se imaginó a sí mismo al cabo de unos años, cuando ellas ya no le considerasen un profesor atractivo, ni le mirasen, como ahora, con ese ardor narcisista de quien se sabe absolutamente irresistible; entonces volvería a pensarlo, a decirse «Este año están más lanzadas que nunca», pero lamentando no haberse dejado perder por alguna de ellas, cuando aún estuvo a tiempo, como ahora.

En el fondo se complacía cuando lo abordaban en cualquier ocasión para tenderle sus redes (tímidas, o provocativas, o sencillamente descaradas) y Julio se las ingeniaba para desalentarlas con su aire serio, aplomado y distante, de veterano actor. Más que protegerse de ellas, procuraba protegerse de sí mismo, no mirar, no darles ese pequeño pie que ya les bastaba para cerrar la puerta de su despacho a sus espaldas. Demasiadas historias conocía que habían empezado así y habían tenido un patético desenlace, comentado con sarcasmo y regocijo entre sus colegas. Pero saberlo tampoco le inmunizaba y a veces hubiera querido encadenarse al mástil.

Andrés Olmo, buen amigo y antiguo director de tesis, ocupó la banqueta a la derecha de Julio, no sin antes palmearle el hombro izquierdo, para que se girase en sentido contrario a él, y en ese momento asestarle un rápido mordisco a su donut. Disfrutaba infantilmente con esta vieja broma, pero esta vez Julio lo había visto llegar por el espejo de la trasbarra y se giró hacia la izquierda, simulando picar, solo que en esta ocasión no soltó su donut.

—¡Bandido! —exclamó Andrés con buen humor.

—Hasta el ratón aprende —sonrió Julio.

Andrés Olmo era una vieja gloria del decanato, un sabio despistado. Su pelo cano, duro y espeso, arrancaba de lo alto de su frente y por eso, ahora que no podía presumir de su barba rubia, solía presumir de que nunca se le había caído el pelo. Era bajito y robusto, o lo había sido, porque ahora le empezaba a flojear la carne de los brazos, pero no por eso había perdido un ápice de su energía. A sus casi sesenta años, sólo impartía algunas clases magistrales de posgrado y dirigía varias investigaciones, las que le interesaban; podía darse el lujo de trabajar exclusivamente en lo que le viniera en gana.

—Alicia, un café cortado corto de café con azúcar morena, ¡morena!

Alicia agitó coquetamente su melena negra y se puso a ello.

—Querrás decir moreno —objetó Julio.

—¡No te has dado cuenta de que Alicia es mujer! —dijo Andrés en voz alta para que ella también lo oyera—. ¿Es que no has visto sus espléndidos pechos?

Alicia se echó a reír de espaldas a ellos, accionando con su mano sudada la cafetera, y dijo:

—Todo natural, sin conservantes ni rellenos.

—Me refiero al azúcar —dijo Julio—, que es masculino, o sea, moreno.

—Gracias por lo de moreno, pero no sé si te has fijado en que me he vuelto cano. Para tu información, azúcar admite masculino y femenino. No entiende de sexos ni de razas. Puede ser blanco, blanca, negro, negra, moreno y morena. Yo prefiero la morena, cuestión de gustos. Y tú, ¿cómo las prefieres, castaño?

—Macizas, que no macizos.

Andrés Olmo se echó a reír mientras se quitaba la chaqueta de ante y la dejaba doblada en el regazo. Julio cortó un trozo de su donut y se lo ofreció en pago de tan valiosas enseñanzas.

—No me viene nada bien comer esta porquería a media mañana, pero te lo aceptaré por ser tú —dijo llevándoselo a los carrillos—, a pesar de que me lo prohíbe el médico.

En medio de la batahola estudiantil, a la que se sumaba la cafetera exprés y el tubo de vapor a presión para calentar la leche, había que alzar la voz para hacerse oír.

Julio le reveló su intención de ponerse a trabajar en un caso paradigmático: un muchacho de familia rica con una irreprimible inclinación al mal. Omedas percibía en él algo intenso, una vocación nacida de dentro. Preguntó a su amigo si creía que el alma de un niño era inocente por naturaleza, más allá de su egoísmo amoral, o si podía venir al mundo con la mala semilla.

Andrés asintió, muy interesado, y le dijo:

—¿Puedo contarte un secreto? Yo siempre he creído en la explicación del Génesis sobre el origen del mal. Lo del pecado original, y todo eso.

—No es tan raro —adujo Julio—, es una creencia compartida por muchos cristianos.

—Ya, pero yo lo creo literalmente, ¿comprendes? Con la mano en la Biblia.

Andrés había bajado la voz, como si le confiara un secreto de Estado. Julio se acercó más a él con diligencia de confesor.

—¿Qué es lo que crees?

—Pues eso, que existieron Adán y Eva, y lo del árbol de la ciencia, del bien y del mal.

—¿Quieres decir, no como un mito o una alegoría? ¿Crees que los dos primeros seres humanos que echaron a andar fueron Adán y Eva, y que ésta salió de la costilla de Adán?

Andrés asintió con una alegría infantil.

—Cuánta razón y cuánta ciencia, que la mujer nos salió por un mal costado, y desde entonces andamos por la vida con el costillar abierto como si nos lo hubieran arrancado a mordiscos.

—Pero hombre, Andrés, mon vieux. Eso no se lo traga ni el Papa, que es más misógino que tú.

—¡Es una revelación! —Aporreó la barra, histriónico.

Como quien apela a la cordura, Julio apeló a Darwin, las pruebas genéticas y… Atapuerca.

—Atapuerca, Atapuerca —remedó Andrés con alegre mofa—. ¿A quién le importa un montón de huesos putrefactos? Hubo una serpiente que como todos sabemos era el Diablo, que cameló a la chica. De ahí viene el mal que asola el mundo. ¡Todo por la mentecatería de la mujer! ¿No te parece concluyente y demoledor?

—Demoledor, desde luego —resopló Julio.

En esas estaban cuando se sentó con ellos otro colega, en mangas de camisa, también recién salido de una clase. Era Félix Ruiz, psiquiatra, profesor titular de Psicopatología y Técnicas Proyectivas, miembro honorífico de la Internacional de Psicoanálisis, ortodoxo entusiasta y jefe y único miembro del Departamento de Complejos Edípicos, S. A. Él solo —con la inestimable ayuda de sus becarios— llevaba todos los asuntos de Freud, que no eran pocos. Le hicieron un hueco muy gustosos.

—Hablamos de Eva —le puso Julio al corriente.

—¿Eva, arquetipo de mujer?

—La misma —sonrió Andrés, complacido porque Félix sabía entrar en juego en pleno reparto—. La de la manzana que trajo el mal que asola nuestra naturaleza, desde aquellos tiempos lejanos en que ni siquiera existía el móvil.

—Que los males vienen de la mujer es un hecho ampliamente documentado —confirmó Félix— por la teoría de la libido.

—Que es una teoría de la sexualidad masculina, loado sea Freud —apuntó Andrés.

—Precisamente he escrito una ponencia sobre eso. Habéis tenido suerte porque la llevo aún fresca en la cabeza. Os diré, para instruiros, que la manzana es un símbolo del mal que también aparece en los cuentos de hadas, véase Blancanieves, la doncella melosa, cuyo verdadero trauma es su deseo inconsciente de ser violada por un enano, para perder su virginidad, y por eso se mete en la cama de uno de ellos; ahora bien, como es sabido, había en ella un componente histérico, fácilmente identificable en su monjil modo de bailar con conejitos y pajaritos. Nos encontramos, por tanto, ante una virgen con una barroca pulsión de pecado y al mismo tiempo con miedo al falo agresor, somatizado en vaginismo, y no olvidemos que los enanos tienen el tamaño del falo inversamente proporcional al tamaño de su cuerpo.

—La tragedia de Blancanieves —sonrió Andrés.

Julio boqueó en busca de aire. Entre el humo y las palabras, se sentía un poco intoxicado.

—Volviendo a Eva, la calentona —señaló Andrés—, Mark Twain escribió que el mal del mundo se hubiera evitado si Dios le hubiera dicho a esa descerebrada que se zampara la serpiente. Nadie duda que hubiera sido capaz de hacerlo, y muerto el perro, se acabó la rabia.

Se rieron los tres. Félix gozaba de un merecido talento como recopilador de citas sabrosas, que sus alumnos copiaban literalmente en sus apuntes, así que procedió a anotar esta en una pequeña libreta.

—Ahora en serio —dijo Félix—. ¿Qué os traéis entre manos?

—Julio está metido en un entripado. Intenta averiguar por qué un niño rico es un pequeño hijo de puta.

—La expresión técnica es «perverso polimorfo» —enmendó el psicoanalista—. Todos los niños lo son, en esencia. Palabra de Freud.

—Te alabamos, Señor —corearon Julio y Andrés.

Sobre las teorías sexuales infantiles, Obras completas, tomo IX.

Félix se complacía en una escrupulosidad bibliográfica sin escrúpulos. Las pullas contra el psicoanálisis cosquilleaban su vanidad. Se percibía como un iluminado rodeado de necios conductistas y reduccionistas fascinados con los experimentos ratoniles.

—A ver si os creéis que vienen al mundo benditos y luego se les caen las alas. Esa visión está superada —dijo Félix, consultando el reloj—. La mente es la punta de un iceberg podrido de irracionalidad, instintos sexuales desviados e instintos homicidas. Cuando afirmamos que un niño es un ser puro, nos referimos a que un iceberg es aún virgen. Por eso en la literatura psiquiátrica no existe la psicopatía infantil. Llamamos psicópata al adulto que es tan amoral como un niño. Bueno, amigos, ha sido un placer charlar un rato y acaparar vuestra conversación, pero ahora tendréis que seguir sin mí, porque tengo un montón de protocolos de Rorschach que corregir, y todos mal hechos. Si queréis una fotocopia de mi ponencia «Blancanieves o la virginidad histérica, un caso de transferencia reactiva ante la angustia del pene de la madre», estaré en mi departamento.

—¡Nos morimos de ganas de leerla! —clamó Andrés.

Félix compartió la chanza y añadió, para suscitar aún más interés, que también estaba disponible en cinta grabada por él mismo. Dicho lo cual se alejó deprisa, tanteando entre prietas y jóvenes nalgas.

Julio suspiró aliviado y trató de reubicarse en el espacio y en el tiempo.

—Freud está acabado —cabeceó.

—Sí, muerto y acabado, y con todo sigue provocando furor anal. —Su amigo sonrió.

—Gracias por el eufemismo. Tampoco estoy seguro de que Adán y Eva me aclaren mucho.

—Tú lo que buscas es la génesis del mal. Y para saber de génesis hay que irse al Génesis.

—No soy muy religioso —confesó Julio.

—No importa. Para comprender los códigos morales que nos rigen hay que acercarse a la Biblia, porque contiene una de las leyes más antiguas. De aquellas fuentes nos vienen estas pestes. Por ejemplo, la historia de Caín es muy edificante.

—Caín me interesa como personaje —admitió Julio—. Al fin y al cabo es el creador del fratricidio. El inventor del mal.

—Es cierto. No pudo aprenderlo de nadie. En el Antiguo Testamento se nos presenta como un asesino detestable, ¿verdad? Así es en la versión oficial, la que divulga la Iglesia. Pero has de saber que existe otra versión muy ignorada. En los textos gnósticos se celebra a Caín como un héroe, por haber sido el primer hombre realmente libre, capaz de desafiar al Dios tiránico que monta en cólera porque en vez de ofrecerle un sacrificio de corderos, como hizo su hermano Abel, le ofrece parte del grano de la cosecha. Abel, pastor, era el favorito de Yahvé; Caín no le era simpático. En los textos gnósticos, Caín asesina a su hermano, pero su rebelión se entiende como una afirmación inalienable de su libertad. Un acto de individualismo. Caín es el malo ejemplar.

—Interesante —dijo Julio—. ¿Qué texto es ése?

—El códice Sinaítico o Biblia griega, que data hacia el año 350. Ya te pasaré una copia.

—Siento decirte que esa teoría de que nuestro ser auténtico es nuestro ser primitivo, el que da libre curso a sus impulsos y deseos, está superada.

—¿Hay alguna más potente?

—Bueno, yo tengo otra, más actual. Es larga de explicar.

—Me basta con una breve síntesis: ya sé leer.

—Yo creo que estamos inmersos en una evolución de la especie, y esta evolución es hacia una mayor conciencia. Renunciamos a nuestros deseos primitivos, que son los de nuestros lejanos ancestros, véase Caín o el tipo de Atapuerca, y de este sacrificio ganamos ventajas para nuestra libertad individual y colectiva. Somos más humanos, al superar el instinto.

—¿Hablas de evolución en sentido estricto? ¿Una evolución genética del hombre?

Julio se sentía un tanto apurado, e incapaz de conceder razones más o menos científicas. Tampoco quería reconocer que se trataba de una fe personal.

—Se trataría de una evolución espiritual —alegó.

—Eso suena horriblemente lamarkista, colega.

—Lo sé.

—Tú puedes dedicar tu vida a perfeccionar tu espíritu, pero ten por seguro que esa sutileza no formará nunca parte de tu material genético ni la heredarán tus descendientes. Tus actos honestos nunca contribuirán a mejorar la especie. Lamark fue refutado por Darwin. ¿No te lo contaron en la escuela, querido Julio?

—Claro. Cuando te lo propones, consigues ser un verdadero cabronazo.

Andrés se echó a reír.

—Es parte de mi encanto.

—¡Sin duda!

Andrés le palmeó afectuosamente el hombro y asintió. Omedas consultó su reloj de pulsera: debía ir a dar una clase de psicología evolutiva. Puso una moneda en el mostrador y una mano en el hombro de su amigo.

Andrés le despidió alzando la mano, pero Julio no lo vio porque ya se iba a toda prisa hacia la salida, con dos abultados cartapacios bajo el brazo.

«¿Puede transformarse la naturaleza humana completamente? ¿Puede el alma ser rehecha enteramente por el destino, y volverse mala si es malo el destino?» Con estas palabras de Los miserables había comenzado años atrás su tesis doctoral, El enigma Gavroche, bajo la supervisión de Andrés Olmo. Tomaba como referencia el célebre e inolvidable personaje de la novela de Victor Hugo, el pequeño Gavroche, pilluelo criado en las calles de París, de mano rápida y alado ingenio, hijo abandonado de dos rufianes sin escrúpulos, que pese a la crudeza de su vida a la intemperie y los golpes sufridos nunca pierde el candor y la generosidad, e incluso el optimismo, y disfruta ayudando a otros más desvalidos que él. Julio Omedas veía en Gavroche un paradigma de cómo la perversidad ni se hereda ni se aprende necesariamente en contacto con un medio hostil.

Su pasión por Los miserables se debía a Coral. Cuando estudiaba su tercer año de carrera universitaria, fue ella quien le animó a penetrar en los personajes de la novela. Julio no quedó decepcionado: leyó y releyó y hasta subrayó la novela recopilando observaciones llenas de clarividencia que le interpelaban y excitaban su naturaleza inquisitiva, y encontró en ella mucha más sabiduría que en las enseñanzas de los maestros de la psicología que le obligaban a estudiar. Leer se convirtió en un ejercicio de introspección ajena, un auscultar la voz de quien había tenido el don de rozar el misterio. Era lo más parecido a tener a Dios en el diván, una mente omnisciente que relata y divaga y descubre las más recónditas sombras de los hombres que nadie como él conoce; de los hombres y de la época que los hizo.

Gavroche era más que un personaje: era un símbolo de la infancia vulnerada. Rey del arroyo, en él se abolía la ley física por la que toda acción genera una reacción de fuerza equivalente y opuesta: golpe por golpe.

Para verificar la hipótesis de que existe un corazón puro en un niño malogrado por la marginación y el abandono, Julio empezó a buscar a su Gavroche por entornos que recogían a esos niños abandonados en las malas calles: en los centros de internamiento de menores. Analizó a un grupo de veinte muchachos delincuentes, hijos de familias rotas, escarbó en su marginalidad, buscando en ellos un resto arqueológico del ángel que una vez fueron, o acaso fueran, y sólo encontró garras afiladas, odio, violencia explícita o solapada, pesimismo o apatía, inadaptación. Sus trayectorias, aunque cortas, habían caracoleado por tantos y tan retorcidos vericuetos que el psicólogo se las veía y deseaba para dar con la primera curva en la que se descarriaron o el momento en que pasaron de víctimas a verdugos. No encontró a ningún Gavroche, y concluía preguntándose si, pese a todo, podía esperarse que acabaran de otra forma. La cuestión, por tanto, no era si la naturaleza humana —como afirmaba la cita de Victor Hugo— podía volverse mala si malo era el destino, sino si, por el contrario, podía conservarse pura.

La tesis no derivó en ninguna conclusión reveladora, por lo que Julio la consideró un fracaso. Su objeto de estudio estaba tan contaminado de influencias ambientales que resultaba difícil separar de la mezcla lo puro y lo compuesto, lo intrínseco y lo aprendido. No obstante, este batacazo lo catapultaba a un punto de partida más interesante: ¿por qué no investigar la perversidad en un niño que no haya podido aprenderla por imitación ni por ningún otro medio? ¿Existía la maldad infantil en estado puro, libre de influencias, como un germen constitutivo del ser humano?

Cuando terminó la tesis, hacía años que Coral había desaparecido de su vida sin dejar rastro.

Aunque hombre de ciencia por vocación, Julio se sentía inclinado a bucear en aguas oscuras, como la psicogénesis del mal. Ambicionaba acorralar la perversidad en una zona de la materia gris, indagar si estaba conectada con la parte racional que rige la conducta, e incluso con la inteligencia.

Así que se puso a buscar el opuesto de Gavroche, como un argumento lógico que lleva a demostrar un modelo al demostrar su contrario. Buscaba un crío demoníaco al que la vida le hubiese rozado apenas como una pluma por el cutis. Enseguida comprendió la dificultad de su meta: todos los pequeños canallas, tiranos y futuros delincuentes que se ofrecían a su estudio estaban demasiado contaminados por la cultura, embrutecidos por la televisión, los videojuegos, la estupidez rampante. Él ansiaba un embrión de laboratorio, una naturaleza virgen en la que hubiera anidado la tendencia a aniquilar sin que ninguna mano la sembrara, que en los primeros años se hubiera desprendido de su inocencia como una serpiente se desprende de su piel.

Su afán era aislarlo libre de impurezas, sin malas influencias, aprendizajes o condicionamientos: una perversidad básica y constitutiva del linaje humano. Pero ¿cómo aislar a un niño de cualquier mala influencia para ver si se desarrolla en él esta tendencia hacia lo oscuro? ¿Dónde encontrar el enfant sauvage hobbesiano?

Ahora sentía como si el destino llamara a su puerta. Nico le tentaba y Carlos insistía. Ese niño llevaba en sí un secreto que él quería conocer. Venía del cerro donde todo crece derecho y bien regado y los espinos traen rosas. Le estaba llamando desde lejos. Y su voz era dulce como canto de sirena.

A pesar de su elocuencia y de todos los textos gnósticos de probada antigüedad, cuya traducción consiguió para él, Andrés no le había convencido de que Caín era un malo ejemplar. O mejor dicho: Julio se resistía a creer en la perversidad como un don natural. Y en el caso de su pequeño paciente, todo era cuestión de seguir buscando hasta dar —tarde o temprano— con una oculta causa, un profundo malestar, un estigma o un verdugo oculto en la sombra. Sencillamente, no creía que Nico fuera así simplemente porque lo llevaba en los genes o —como prefería decir Andrés— porque era un descendiente de Caín. Necesitaba una explicación mejor. Así que empezó por husmear en su entorno, en busca de pistas.

No era exactamente como un colegio normal. Desde el exterior, circundados por cuidados jardines, se adivinaban los edificios de ladrillo de Primaria y Secundaria, separados por un patio de juegos con rincones diferenciados por el color del suelo y una cerca de tablas de apenas un metro de altura. Una bifurcación del patio conducía al comedor y otra a un gimnasio de cubierta elíptica.

En el campo de fútbol, vestidos con idéntico uniforme, los chicos corrían tras un balón reglamentario sin empujarse ni hacerse zancadillas. Un profesor ejercía de árbitro y se dirigía a ellos en un inglés perfecto. Las instalaciones se encontraban en orden y en buen estado, y reinaba un ambiente de inusual civismo. No había pintadas en los muros, ni basura en el suelo, ni canastas rotas: hasta las porterías conservaban la red intacta. Por eso, a primera vista no le parecía un centro escolar.

Don Rafael, un hombre de mediana edad, barba cana, ojeroso y con aire atrabiliario era el tutor de Nico, aunque allí era norma llamarlo «preceptor», según le previno Carlos, y la tutoría recibía el nombre de «preceptuación». Julio Omedas confiaba en poder soportarlo. Fue recibido por este preceptor con quirúrgica asepsia y conducido por un laberinto de pasillos adornados con dibujos infantiles, hasta una sala de visitas semejante a la sala de espera de un consultorio médico. Allí el preceptor se mostró contrariado al enterarse por Julio de que los padres de Nico no tenían intención de comparecer.

Consciente de que allí donde el cliente paga, más recibe buenas palabras que buenas razones, Omedas había acordado con Carlos en acudir solo. Daba por hecho que Rafael estaba informado. El preceptor miró con recelo a Julio y juzgó que eso era una irregularidad. Fue a consultar con el jefe de estudios si se le autorizaba a suministrar información de un alumno a una persona ajena al centro sin la presencia de los padres. Julio tuvo que esperar sentado en un banco del pasillo, junto a la puerta, escuchando la conversación que mantenían Rafael y su jefe y esperando no encontrarse con Nico. Empezaba a hartarse. El jefe de estudios telefoneó a Carlos y por fin todo quedó arreglado.

—Así que usted es psicólogo.

—Así es. Estoy tratando al chico.

—Mi mujer estuvo yendo a un psicólogo durante cinco años.

—¿Ah, sí? —Se alegró de poder romper el hielo—. ¿Y qué tal le fue?

—Se suicidó.

Rafael cerró la puerta a sus espaldas. El despacho era un cuarto austero, con estanterías llenas de material didáctico. Una calavera les observaba desde una vitrina, junto a una pizarra auxiliar. Julio se acomodó junto a la ventana, para poder escapar la vista en el patio, de cuando en cuando. En un caso de máximo apuro, siempre era una salida.

—Lo siento.

—No, no lo siente, pero no importa. ¿Qué quiere?

—Información sobre Nico.

—No sé mucho de él —se excusó Rafael, hurgando entre expedientes—. Es un chaval extraño.

—Sus padres me han dicho que usted lo conoce desde que era pequeño.

—Así es, y es extraño desde que era pequeño. Antes sólo era extraño y ahora además es mezquino.

El psicólogo pestañeó como si le hubieran echado un puñado de tierra a la cara.

—Sus padres ya lo saben, pero puede decírselo —agregó el tutor. Parecía tener prisa por acabar y no tener cuidado en disimularlo.

—¿Quiere decir que se comporta mal?

—No quiero decir eso. Si se comportara mal, si incumpliera las normas, ya lo habríamos expulsado. Usted, que es psicólogo, debería conocer la diferencia entre ser mezquino y portarse mal.

Rafael arrastraba una flema en la voz y no parecía darse cuenta.

—Comprendo la diferencia, pero le pediría que fuera más concreto.

—Hay formas sutiles de ser insolente sin violar ninguna norma. Ese chaval sabe cómo hacerse odiar sin armar jaleo. No da un paso en falso. Espera quizá que lo demos nosotros, pero se equivoca. Nos toma a todos por estúpidos, ignorantes, incapaces de enseñar nada fuera de lo convencional.

Omedas no pudo evitar preguntarse si no habría un residuo de verdad en todo ello.

—Es sólo un niño —sonrió.

—¿Eso cree? Debe de llevar poco con él.

A estas alturas —ya no lo dudaba—, si la expulsión no había tenido lugar, no había sido gracias a la mediación de su tutor. Carraspeó con la esperanza de que el otro lo imitara y limpiara la flema de su laringe.

—Sin embargo es un alumno brillante —objetó, disfrutando como si le provocara—. Saca sobresalientes.

Rafael clavó en él sus ojeras insomnes.

—Me temo que tenemos opiniones distintas sobre lo que significa ser brillante.

—Tan brillante que para suspender no le basta con no esforzarse. ¿No cree?

Rafael carraspeó al fin, para alivio del otro.

—Cuando tengo su examen en las manos, intento no acordarme de él. Soy imparcial. Ahora, le bajo un punto en la nota final por su actitud.

Para no desairarle, aunque no le interesaban lo más mínimo, Omedas fingió que miraba las diminutas casillas de los registros de calificaciones que el preceptor, para demostrarle que lo llevaba todo controlado y al día, se empeñó en enseñarle.

—¿Tiene amigos aquí?

—Ninguno.

—¿Se meten con él? ¿Él se busca problemas?

—Nadie se le acerca. Prefiere estar solo. Juega al ajedrez con un programa. Se entienden bien.

Julio se animó a probar con una pregunta abierta:

—¿Por qué actúa así? ¿Alguien le ha hecho algo?

El otro se encogió de hombros, se mesó la perilla entrecana y se separó de la ventana. Le mostró su último examen, puntuado con un diez. Julio reconoció enseguida la letra prolija de Nico. Rafael parecía no tener nada más que añadir. Julio quemó su último cartucho.

—¿Hay conflictividad en este colegio?

—¿A qué se refiere?

Era evidente que había entendido su pregunta.

—Lo típico, peleas entre compañeros, amenazas, acoso…

Rafael lo escrutó como si tuviera ante sí a un ser venido de otro planeta, muy feo, muy raro.

—Aquí todo va bien. Nosotros nos ocupamos de que todo vaya bien.

Julio asintió. Sonó un timbre sincronizado en todo el edificio.

—Ha terminado mi hora de atención a padres, que como usted comprenderá, es para atender a padres. Puede hablar si quiere con la psicóloga. Precisamente hoy es el día que viene. Estará en su despacho.

—Lo sé. Tengo cita con ella.

Lo acompañó a la salida y allí se estrecharon la mano.

—Que le vaya bien. Y ándese con ojo.

—¿Lo dice por el chico?

Rafael ya se había dado la vuelta y avanzaba con paso desganado hacia el vestíbulo. Omedas tenía la sensación de haber conversado con dos calaveras de colegio, una inerme y otra viva.

La secretaria le dijo que la psicóloga estaba ocupada. Más exactamente dijo: «Está pasando consulta». A Julio le sorprendió esta expresión, como si de una doctora se tratara. Le daba al asunto un caché especial. Como lo de «preceptuación» en lugar de tutoría. Esperó cerca de la puerta de su despacho, donde colgaba un letrero metálico:

GABINETE PSICOLÓGICO

ELENA LLORENS

Al leerlo, Julio tuvo por primera vez conciencia de que ese nombre le resultaba vagamente familiar. Recordaba haberlo visto escrito más de una vez en una lista. Dedujo que se trataba de una antigua alumna. Cuando habló por teléfono con ella, para fijar la entrevista, no había reconocido su voz.

Unos minutos después salió una pareja de padres del despacho y pudo ver a la psicóloga, a la que reconoció enseguida como una alumna brillante de la primera promoción a la que había dado clase. Solía sentarse en una de las primeras filas y tomaba rápidamente apuntes de todo cuanto decía. Ahora tenía siete años más y seguía siendo una chica muy atractiva, aunque le gustaba más su atuendo informal de estudiante que éste de ahora, un tanto encopetado, que incluía una chaqueta cuyas hombreras marcaban un corte romo en los brazos, blusa cara abrochada hasta el cuello almidonado y pantalones ceñidos. Parecía una abogada del barrio de Salamanca. Su maquillaje incluía contorno de labios y cejas retocadas. Tenía veintisiete años y estaba radiante de recibirlo.

—¿Sabes quién soy? —le dijo ella tendiéndole la mano.

—Claro. Nunca olvido a una alumna aplicada.

Ella rió muy halagada, como si fuese un cumplido galante. Se moría de ganas de impresionar al profesor.

El despacho, meticulosamente ordenado, tenía un aire alegre, con varias plantas en los rincones y tres butacas en triángulo, para recibir a los padres. Además, había una nutrida estantería de libros y varios ficheros archivadores de carcasa metálica. Julio ojeó algunos libros al bies, leyó algún título, como La dislexia emocional, mientras se acomodaba en el sillón frente a ella y respondía a la sonrisa algo seductora de Elena con una sonrisa de circunstancias.

—Así que has acabado aquí —le dijo.

—Sí. Escogí la especialidad de clínica, pero luego hice un máster de diagnóstico psicopedagógico y aquí me ves. No me puedo quejar. Es un trabajo bonito y lleno de retos fascinantes.

—Desde luego.

—Aún conservo los apuntes de tus clases. Eran muy buenas, en serio. Aprendí mucho. Hay cosas que no olvido.

—Me alegra saberlo.

—¿Sabes? ¡Estoy nerviosa!

—¿Por qué?

—Me paso el día recibiendo padres, médicos, ingenieros, gente super preparada, y no me corto nada, pero contigo es un poco distinto. Te sigo viendo como mi profesor, como si fueras a examinarme.

Ahora Julio rió de buena gana.

—Tranquila, ya te puse sobresaliente. No voy a arrepentirme ahora. Hablemos de Nico. Creo que conoces a la familia.

—No tan bien como querría —se disculpó—. Hemos mantenido un par de entrevistas, hace unos meses. Vinieron los dos. Parecen muy colaboradores. Más que el chico.

—¿Qué impresión te dieron?

—Son muy agradables y parecen de veras preocupados por él. La verdad es que no entramos en muchas profundidades. Hablamos del tema académico, la pasividad en clase, su aburrimiento. Yo quise entrar en el tema de su aislamiento emocional y social, pero no los encontré muy dispuestos a abordar eso. No es que lo negaran, pero tampoco me dio la impresión de compartir la misma visión del problema. El niño está atendido en lo básico, con la tata que tienen, pero yo creo que no empatizan con él. No conocen sus sentimientos. Son de esa clase de padres muy volcados en el trabajo, y eso tiene su precio, a nivel interno.

—¿Crees que esto lo acusa el chico?

—Sin duda. Aquí tiene un comportamiento bastante pasivo y negativo. Es su estrategia para llamar la atención de sus padres, de decirles que les necesita. Es como un grito silencioso. Un grito que expresa su carencia afectiva y su necesidad de una comunicación emocional profunda, a nivel afectivo e integral. Pero ellos no le dan el feed-back . Te hablo de colega a colega.

—Ya veo. Creo que tampoco se relaciona con los compañeros.

—En eso percibo su desvalimiento emocional. Yo no miro a los niños como alumnos, sino como personas. Para mí cada uno es distinto. Trabajo en base a un enfoque bioexperiencial. A nivel académico, Nicolás puede funcionar muy bien, pero eso no significa que esté creciendo como persona. A veces, los padres confunden las calificaciones con el verdadero aprendizaje. Necesita algo más. Necesita autoconfianza, apertura a la experiencia social. Pero no puede, porque está emocional y afectivamente maniatado.

Ella hizo una pausa, para que él aquilatara la densidad conceptual de su discurso. Julio notó que ella le estaba reclamando feed-back con una violenta insistencia, como si le estuviera clavando la punta de su tacón por debajo de la mesa en alguna de sus partes blandas, y no tuvo más remedio que asentir varias veces.

—Has dicho que se aburre aquí.

Ella abrió un portafolios con los resultados de un test de inteligencia y se los mostró a Julio. Era un IGF corregido por programa informático, y mostraba las diversas aptitudes de Nico en columnas de distintos colores, y todas ellas llegaban a lo más alto, como rascacielos en miniatura. En un simple vistazo se veía todo, pues no había desniveles.

—Técnicamente es un superdotado de rango alto —observó Julio, no muy seguro de que mereciera la pena cualquier esfuerzo por continuar esa conversación—. Pero esta prueba sólo barema hasta 145. Necesitaría una prueba más completa para averiguar su techo.

—No me parece adecuado encasillarlo como «superdotado» —ella puso un leve retintín desdeñoso en la palabra—. Es una etiqueta muy fría, que no dice nada verdaderamente relevante de la persona ni de su problemática. Es como… convertir la mente en una mera cifra. ¿Acaso podemos medir las emociones y los sentimientos? A lo mejor tanta inteligencia oculta una enorme vulnerabilidad.

Julio disimuló una vez más su impaciencia, pero sus alarmas habían saltado al rojo, y contestó con una obviedad:

—Bueno, los test se limitan a medir lo que quieren medir, nada más. Lo malo es si miden algo distinto a lo que pretenden.

—Sí, es posible. Como ves, no me gusta mucho la psicometría.

—De acuerdo, pero entonces, ¿por qué pasas test colectivos?

Ella soltó una breve risa nerviosa.

—Es una exigencia del colegio. Les encantan las cifras. Es el punto… no sé cómo decirte.

—Elitista.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida, y sonrió con diplomacia.

—Bueno, yo no diría tanto. Aquí les gusta mucho el rigor, eso es todo. Pero puedes llamarlo así si quieres.

—¿Vas a seguir trabajando con él?

Ella se quedó unos instantes pensativa.

—Me lo planteé, pero decidí dejarlo. Él no se sentía cómodo, no quería hablarme de sus problemas, y yo lo respeto. No se puede ayudar a quien no desea ser ayudado. Él sabe que yo estoy aquí, y que le atenderé cuando quiera. Lo sabe de sobra. Me ve casi todos los días, pero me esquiva. Lo hace con casi todo el mundo. Utiliza la gameboy para evitar el encuentro y la confrontación.

—Es un ajedrez electrónico —la corrigió él.

—Peor me lo pones, entonces. ¡Jugar solo partidas de ajedrez! Suena a conducta autopunitiva.

—El ajedrez puede ser divertido —objetó Julio.

—A mí me parece triste que un niño haga eso, cuando debería estar jugando con los demás.

—Una cosa es que no te ayude a ser más sociable y otra muy distinta que sea un castigo autoinfligido.

—De acuerdo —concedió ella.

Julio estaba decidido a terminar cuanto antes con la sesión.

—En resumen, que él no te ha contado nada y que tú has sacado una buena remesa de conclusiones infundadas.

Se levantó y añadió:

—No es ése el proceder que yo recomendaba en mis clases.

—¿Lo ves? —protestó ella con un temblor nervioso—, ¡me sigues tratando como si fueras mi profesor! ¿No es ridículo? Tengo mi propia forma de pensar.

—Puede que tengas razón. Es bastante ridículo —concedió. Realmente, en ese momento no se sentía orgulloso de ser profesor, ni de haberlo sido. Pero estaba realmente indignado y no pudo o no quiso contenerse—. Si tú supieras de psicología la décima parte de lo que hablas, serías una eminencia mundial. Lo malo de esta disciplina, de la que tú y yo sólo compartimos la afición, es que nadie sabe nada real sobre ella, pero suele producirse el fenómeno paradójico de que cuanto más crees saber, menos sabes y más peroras, y más confundes. Por eso, todo el mundo habla con soltura de psicología, en la calle, en la peluquería, en un estadio de fútbol, en las escuelas, en el metro… o aquí, en este despacho. Pero en parte es culpa mía, por no habértelo sabido enseñar el primer día que pusiste los pies en una de mis clases.

Ella estaba horrorizada y ni siquiera se movió cuando él se puso en pie y abandonó su despacho. Julio, no obstante, creía que la primera entrevista aún había valido la pena.

En la cancela, hizo amago de irse, pero volvió un momento sobre sus pasos y oteó hacia las disciplinadas filas de chicos que dejaban el patio para entrar en las aulas. No pudo ver a Nico, pero le pareció sentir en la nuca sus ojos avizores.