6

Matar al rey

Tienes una buena vista del campus desde aquí —dijo Carlos Albert asomándose a la ventana.

Era la tercera entrevista que mantenían en su despacho de la Facultad, a falta de un sitio mejor. Charlaban allí un buen rato, rodeados de estanterías atiborradas de libros y carpetas. Julio Omedas había despejado la mesa apartando el ordenador y el teléfono, pero seguía encontrándolo incómodo, y no podía dejar de pensar que Carlos tendría un despacho espléndido, con sillones para hablar cómodamente con los invitados y una joven secretaria que le interrumpiría para avisarle de que tenía en espera una llamada importante. En estos encuentros, en los que Julio iba recabando información sobre la vida de Nicolás y el papel que habían desempeñado los padres, no halló ningún dato significativo, o que arrojara alguna pista del origen del problema. Era, en esencia, la vida de un niño rico en el seno de una familia agnóstica, de alto nivel cultural y firmes principios. Su desarrollo infantil había sido normal, jugaba y se comportaba como cualquier otro niño, y hacia los nueve o diez años empezó lo que Carlos llamaba su «fase apática»: un progresivo aburrimiento de cuanto lo rodeaba y la tendencia a aislarse. Aún mantuvo buena sintonía con su madre dos años más, y finalmente perdieron el contacto con él, sin saber la razón. Y en el último año empezaron a notar que no sólo no les quería, sino que tal vez incluso les odiaba.

—No rompía ni un plato —le explicaba el padre—, pero nos rompía el corazón. Era una guerra fría.

El psicólogo sentía que no avanzaba. Trataba entonces de conocer mejor a su interlocutor. Lo veía más decaído, menos seguro de sí mismo, y se preguntaba si influía en ello la lesión de cervicales, el collarín o su preocupación por su hijo. Lo lógico es que fuera esto último, y sin embargo, algo en su voz delataba lo contrario.

—¿Qué tal ese cuello?

Carlos seguía pegado a la ventana, hipnotizado por el ondulante verde del campus. Tenía un perfil elegante, una nariz fina y recta y una frente huesuda. Era un hombre atractivo, a su manera, aunque le faltaba cuerpo a la voz. Y había algo fatuo en él, en sus modales suaves, algo que no acababa de cuajar como atributo creíble.

—Lo malo es cuando muevo la cabeza. A la que me descuido, me casca ese calambre que me deja tieso del pescuezo para abajo. Es como un rayo paralizante. Me convierto en una foto fija.

No dormía bien; todas las posturas eran malas. Había probado con todo tipo de almohadas. Se levantaba rígido como una percha y con un creciente hormigueo en el brazo izquierdo. Iba aguantando gracias a los analgésicos y los relajantes musculares, cuya somnolencia combatía con cafés. Lo único que le preocupaba, de momento, era tener que pedir la baja. No podía permitírselo ahora, con tanto trabajo, y confiaba en que la lesión iría remitiendo.

—¿Te hiciste la resonancia que te prescribió tu mujer?

Carlos Albert observó el paso de un frisbee curvándose en el aire, entre dos plátanos.

—No tengo tiempo. Además, creo que no debe de ser nada grave. Llevo una semana de locura. En fin, vamos al grano. —Se volvió hacia él—. ¿Cómo fue tu entrevista con el preceptor?

Desde su silla, ante el escritorio, Julio le invitó con un gesto a sentarse.

—Supongo que te habrás dado cuenta de que no le tiene aprecio a tu hijo.

Carlos asintió con lentitud y pesar. Se sentó y pasó los dedos por el lomo de una hilera de libros.

—¿Siempre tienes tantos libros de consulta en la mesa?

—Es sólo un truco para impresionar —bromeó Julio.

Carlos sonrió y se sentó frente a él.

—No le cae muy bien, lo sé. Ni a él ni al resto de sus profesores. Soportan su carácter como pueden.

—Y Nico les soporta a ellos.

—Así es —admitió Carlos.

—Ha aprendido a adaptarse a ese colegio, lo cual tiene su mérito. Esos uniformes tienen aspecto de ser muy incómodos.

—Van acartonados de tantos planchados.

—Es un dato importante —prosiguió el psicólogo—. Si se hubiera mostrado agresivo o violento, no habría durado mucho en ese colegio. —Recordó a aquellos adolescentes del correccional, objeto de su tesis; gatos callejeros metidos en una sala de observación con cristales blindados. No se parecía a ellos—. Podemos descartar un problema de esta clase, que afecta al control de los impulsos. Tiene que ser otra cosa.

—Éste es su octavo año en el colegio inglés. A Coral y a mí nos hubiera gustado que hiciera al menos un amigo. No es que lo marginen: él mismo prescinde de los demás. Pero nunca se ha metido en peleas ni nada parecido.

—Es una cancha demasiado reglamentaria para que pueda revolucionarla, y él lo sabe.

Carlos hizo girar un cenicero de cristal, con aire pensativo.

—Sí; su repertorio estrella nos lo reserva para nosotros. Tal vez deberíamos ser más duros.

—No es cuestión de disciplina —objetó Omedas—. Estamos ante una patología.

El otro meneó la cabeza, dubitativo. La permisividad no era precisamente el estilo de su casa, pero más de una vez se había preguntado si no había llegado la hora de dar a Nico un buen escarmiento. Los castigos se habían basado, hasta entonces, en retirarle unos días el ajedrez, la tele, o impedirle salir de su cuarto. Y a él parecía no importarle lo más mínimo. El accidente había cambiado las tornas y endurecido el régimen, aunque tal vez no lo suficiente. Miró a Julio a los ojos.

—Si crees que he cometido algún error con mi hijo, no dudes en decírmelo. Quiero que seamos claros desde el principio. No me voy a ofender por un reproche. Además, Coral ya me tiene acostumbrado a eso. Siempre me recuerda que no he sabido ganármelo. Pero tampoco ella sabe por qué lo he perdido. Por qué lo hemos perdido.

—No está todo perdido, aún.

—Hace años que el canal se ha roto.

Julio asintió en una muestra de comprensión, que no de conformidad.

—El accidente —añadió Carlos con cierta vacilación— que casi nos cuesta la vida ha empeorado las cosas. Nos ha caído encima una verdadera tragedia wagneriana.

—Repasemos algunos datos. Confírmame que es cierto que apenas ve la tele, que no tiene móvil, ni videoconsola, ni os la pide.

—Correcto.

—Y es Coral quien administra las licencias.

—Así es. Ella es la jefa de zona, para qué nos vamos a engañar. Lo lleva todo al milímetro, con ayuda de Araceli. Tengo amigos que les dan todos los caprichos a sus hijos, pero nosotros no somos de esa clase.

—En casa no hay broncas. Quiero decir, se respira un buen ambiente familiar.

—Las únicas broncas las provoca él.

—Entre Coral y tú…

—Sin problemas. No es sólo que los hayamos educado bien: es que tienen una madre que es una mujer impresionante. Se ha pasado años jugando con ellos, estimulándolos… Nico es tan listo porque desde que tenía un año, Coral se ponía a hacer puzles con él. Ella le enseñó a jugar al ajedrez, hasta que dejó de ser rival para él.

—Veo que admiras a tu mujer.

—También la admirarías tú, si la conocieras.

Julio asintió. Casi le hacía gracia la seguridad de aquella afirmación. Tal vez creía que su mujer no tenía secretos para él. Habría querido preguntarle si ella a su vez le admiraba, pero se contuvo a tiempo.

—¿Y Nico también la admira?

—Yo creo que no nos quiere, que nunca ha sido capaz de querer a nadie. No le importa si nos hace sufrir. ¿Cómo lo ves?

—Necesita una psicoterapia. El abordaje se presenta complicado, no te voy a engañar.

—Quisiera que lo llevaras tú, Julio. Me gusta tu enfoque y tu manera de trabajar. Antes de lo del accidente, pensé que exagerabas, pero luego se cumplió tu vaticinio.

—Yo no hice ningún vaticinio —protestó.

—Nos lo pusiste muy negro, y no quisimos creerte entonces.

El ajedrecista sentía que Nico era una especie de puerta a lo desconocido, una pista que le conduciría a quién sabe qué revelación inesperada.

—Voy a entrarle por el ajedrez —dijo Julio—, para llevarlo a mi terreno.

—¿Es cierto eso de que eres Maestro de ajedrez?

Julio irguió la cabeza con sorpresa. Ese dato no había salido de su boca. Supuso que se lo habría dicho Coral, y en ese caso, ¿cómo habría justificado ella tener esa información, si se suponía que se conocían desde que Carlos los había presentado, y por tanto no habían tenido oportunidad de hablar fuera de su presencia?

—Es cierto —admitió Omedas—. ¿Cómo te has enterado?

Carlos sonrió.

—Fue muy extraño. De repente, me viene Nico con que quiere preguntarme algo, lo cual me pone los pelos de punta, porque no recuerdo la última vez que me dijo algo sin que yo tuviera que arrancárselo de la boca. Así que me preparo y le digo que adelante, que lo suelte. Y fue algo tan simple como eso, si conozco a algún Maestro de ajedrez. Yo le digo que no. Y él me aclara que tú lo eres. Parecía impresionado.

Julio sintió cierto alivio al deducir que Coral se lo había revelado a Nico, no a su padre.

—Claro que después me quedé pensando: ¿para qué me lo pregunta, si ya lo sabe? A lo mejor para probarme, o para hacerme ver que está enterado. Una chiquillada.

—Ajá. Y él ¿cómo lo sabe?

—¡Se lo dijiste tú! ¿No te acuerdas?

Antes de precipitarse a negarlo, intuyó que iba a dar un paso en falso.

—Ah, claro, qué tontería. —Se palmeó la frente.

Conduciendo hacia el chalet de La Moraleja se entretuvo en analizar la extraña maniobra de Nico, por la que, tirando de la lengua a su padre, había averiguado que su madre sabía más de él que Carlos, cuando se suponía que Coral y él se acababan de conocer recientemente (la presentación tuvo lugar delante del chico). Y, más aún, se las había ingeniado para deducir que Carlos no sabía que su mujer conocía mejor a Julio que él o, dicho de otro modo, que Coral no le había contado a su marido lo que sabía de Julio.

Resultaba muy significativo que Nico se abstuviera de revelar a Carlos su verdadera fuente de información. Tal vez quiso evitar que Carlos interpelara a Coral, sospechando que podía levantar la pista de un secreto bien guardado. Tenía que tener cuidado con ese chico, leía entre líneas. Con esa jugada pretendía de alguna forma robarle la iniciativa de la partida, para crearle problemas y obligarlo a ir a remolque de su juego. No iba a ser así; Omedas se sentía todavía por delante de él: Nico tenía un dato valioso, pero ignoraba que Julio ya estaba al corriente de ello, y no dejaría que lo usara contra él. «Es astuto y manipulador», pensó. Y se preguntó adónde querría llegar.

La posición de Nico era más fuerte desde el momento en que el ajedrecista se hallaba en su terreno y a él correspondía el esfuerzo de levantar las liebres. El silencio entre ambos pesaba del lado de Julio. Éste sabía que el chico esperaba un fallo, por pequeño que fuera, para atacar. No servía con él emplear maneras de psicólogo, ni mucho menos cuestionar su sentido moral. Le enorgullecía ser como era y aplicar su soberana voluntad.

—Hola, psico. —Sonrió.

Arrellanado en un sofá del salón, sus manos hacían girar un prisma de ámbar con una culebrilla en su interior, creando remolinos centelleantes. Julio Omedas observó sus facciones suaves, el pelo rubio, un poco rizado. Si la cara era el espejo del alma, estaba ante un ángel. A juzgar por su semblante de pequeño Adonis, nadie podría adivinar lo que se removía en sus turbias profundidades. Tampoco Julio, aunque tenía la desasosegante sensación de estar asistiendo a un extraño fenómeno de la naturaleza, difícil de especificar. Y por más que estuviera atento a ese rápido aleteo que desvela una intención oculta, en un reflejo de sus ojos, se le escapaba algo importante. No transmitía sino una extraña gelidez. A pesar de todo, estaba solo, y él lo sabía, aunque fingiese ignorar cualquier circunstancia que pudiera alterar su aparente impasibilidad.

—¿Vas a pasarme otro de tus tests?

—Ya he visto que te manejas bien con el espacio, pero aún no sé si te manejas bien con las palabras, porque eres poco hablador. Tengo una prueba…

—¿Un acertijo? —le interrumpió.

—Consiste en decirme qué tienen en común dos palabras.

Nico le quitó la hoja y echó un vistazo al número de preguntas. Le parecieron demasiadas. Consintió en responder sólo una, la más difícil. Julio suspiró. No tenía elección y accedió, a condición de que si la respuesta no era buena le pasaría todos los ítems desde el primero. El chico estuvo conforme. Julio le pidió entonces que estableciera semejanzas entre «cuerda» e «hilo».

Nico lo pensó un par de segundos.

—Muchos hilos forman una cuerda, pero muchas cuerdas no forman un hilo. Cuerda también puede ser el femenino de cuerdo. Una cuerda puede estar hecha de hilos, o cerdas, pero no de cerdos, y un cuerdo no está hecho de cerdos, ni cerdas, pero un cerdo puede estar cuerdo, y una cerda cuerda, y una vaca puede estar loca. ¿Piensas que estoy loco? ¡Boooooo! ¡Buuuuuuu! —Hizo una mueca vesánica.

—Suficiente. —Sonrió. Se estaba divirtiendo.

—No he terminado. Con una cuerda puedes hacer una soga, una horca, y con un hilo también te puedes ahorcar, como una cuerda de guitarra, que en realidad es un hilo.

—¿Has terminado?

—Sí, creo que sí. ¿Qué apuntas en ese cuaderno? ¿Que tengo ideas suicidas?

—No: sobresaliente en vacilón.

Nico advirtió con satisfacción que Julio guardaba la prueba en el maletín. Esperó, divertido, la siguiente pregunta. Sonreía sin dejar de mascar chicle, y al mismo tiempo sus ojos tenían un brillo maligno. Tenía algo de insolente y seductor.

—Relacionas bien las palabras. ¿Qué tal te relacionas tú?

—Bien, muy bien; sin problemas.

—¿Te gustaría tener un amigo? Todo el mundo tiene amigos.

—A mis amigos los elijo yo.

Hablaba en una nota más grave que su voz natural, como si quisiera parecer más adulto.

—Muy bien. —Omedas sonrió—. Nada que objetar.

—Y tú, ¿eliges a tus amigos, o te los eligen mis padres?

Julio enarcó las cejas.

—Bueno, tú y yo no somos amigos, todavía.

Nico hizo girar el relumbrante prisma en la mesa, como una peonza, y derramó un torbellino de haces de colores, que le hizo recordar al psicólogo una ya lejana lección de física, de la escuela, la refracción de una luz blanca sobre un prisma.

—Eso es verdad —dijo Nico—. No somos amigos.

—Tal vez lleguemos a serlo, si te parece bien.

—No lo sé. No me gusta tu careto y te huele mal el aliento.

Julio veló un instante los ojos para resistir el impacto. Leyó en el chico un regodeo de satisfacción. Hizo por ignorarlo, por no traslucir ni una arruga. Defendía su posición.

—Además —prosiguió Nico—, me da muy mal rollo que quieras ser mi amigo —pronunció estas últimas dos palabras como si le atribuyera a Julio una intención malsana.

—¿No crees que un adulto como yo pueda llegar a entablar amistad con un chico de tu edad?

—No me creo que tú quieras ser mi amigo, psico.

—¿Por qué no? Tenemos algo en común. A los dos nos encanta el ajedrez.

—A ti te están pagando por calentarme la cabeza.

Julio hubo de abandonar toda esperanza de eludir ese espinoso punto. Enderezó la espalda en la silla y atrapó el prisma de ámbar. Acercó los ojos a una arista y escudriñó su interior fingiendo distracción.

—Es cierto que me pagan, pero eso no lo convierte todo en una farsa.

—Puedo caerte como el culo, pero tú dirás que te caigo de maravilla, porque te pagan para que digas eso.

Omedas puso suavemente el prisma entre ambos. Volvía a sentirse cómodo, porque sabía exactamente de qué estaban hablando. En su fuero interno se admiraba de cómo habían llegado a una conversación claramente de adultos, sin concesiones.

—Eres valiente por decir eso, Nico. Me parece bien que expreses lo que piensas, que seas franco. Puede ser nuestra regla de juego.

—Deja de hacerme la pelota. ¿Tienes algo que contestar?

—De acuerdo. No me pagan para mentir. Me pagan para que conecte contigo, y voy a intentarlo, sinceramente.

—¿Y si yo no quiero?

Comprendió que urgía un contraataque.

—Dices eso porque estás enfadado por lo del otro día.

—¿Qué?

—Veo que aún no se te ha pasado el berrinche de tu derrota. No sé por qué te sentó tan mal que te ganara. Una cosa es que te creas muy listo, y otra que pienses que los demás somos tontos.

El chiquillo le aguantó la mirada sin pestañear.

—O dicho de otro modo —agregó Omedas—, una cosa es que pienses que todo el mundo es estúpido, y otra que tú te creas la excepción.

—Puedo ganarte. Quiero revancha.

—No tengo ganas de que me montes otra escenita.

Haciendo caso omiso, Nico se puso en pie y levantó, sin mover una sola pieza, un tablero con piezas de ébano. Con firme pulso y pasos lentos, cautos, el niño llevó el tablero a la mesa de centro sin que una sola pieza se tambaleara. Era un bello ajedrez, tallado a mano. Daban ganas de acariciar las piezas.

—¿Por qué te gusta tanto el ajedrez? —inquirió el psicólogo.

Ante su falta de respuesta, probó con una pregunta más sencilla:

—¿Quién te enseñó a jugar?

—¿No lo sabes tú? —Le clavó su mirada inquisitiva.

—¿Yo? —Julio sonrió—. ¿Debería saberlo?

Nico tomó la reina de ébano y jugueteó con ella, pero no como había hecho con el prisma, sino como algo que encierra un gran valor, una gran fuerza.

—Mi madre me enseñó.

—¿Te gusta?

El niño hizo un gesto huraño, de incomprensión.

—La dama —puntualizó Julio.

Nico la observó con detenimiento.

—¿Y a ti?

El ajedrecista trató de sobreponerse a su desconcierto. Había algo en el niño de violencia estática, un frío incandescente que le hería casi sin palabras. Todo en él destilaba un ácido menosprecio por él, por todos.

—Es la que tiene más movilidad. —Hizo una pausa—. No me has contestado por qué juegas.

—Para ganar.

—Ajá. ¿Y en qué consiste ganar?

—En matar al rey.

Julio sintió un frío sobresalto.

—¿A qué te refieres?

—Me rayan tus preguntas —dijo Nico, y le dedicó una sonrisa entre dientes, una sonrisa de puro desprecio.

Omedas decidió no dejarlo pasar esta vez. Era consciente de que tendría que emplearse a fondo para gestionar su desdén y arrancarle la costra a ese rostro apolíneo. Miró el reloj y se levantó. Salió al porche a través de la vidriera deslizante. Respiró hondo el aire perfumado.

Observó al jardinero podando la hiedra del muro occidental, subido a una escalera. Llevaba el pelo largo y cano, recogido por detrás en una coleta. Cuando se dio la vuelta, vio que Nico aún no se había ido. Lo esperaba.

—Me ha dicho mi madre que eres Maestro —pronunció esta última palabra con deferencia.

El ajedrecista murmuró un sonido afirmativo. Se dirigían despacio hacia la salida.

—¿Das clases?

—Algunas veces.

—¿Podrías enseñarme a jugar potente?

—¿Para qué?

—Quiero ser ajedrecista, como tú.

—¿Sabes qué significa eso, pequeñajo?

Abrió la cancela y esperó una respuesta.

—Ser un jugador profesional —dijo el chico.

—No es eso.

—Entonces, ¿qué?

—Ser ajedrecista es como ser… un mosquetero de su majestad.

—¿A quién se rinde lealtad?

—A ti mismo.

—Mola.

Omedas se alejó hacia su coche dándole la espalda.

—Si quieres aprender conmigo, tendrás que ganártelo. Yo no regalo nada, quede claro.

Mientras conducía, las palabras de Nicolás repiqueteaban insistentemente en su cabeza. ¿Matar al rey? ¿Debía entender que hablaba en sentido figurado? Por un momento le había parecido que se refería a su padre. Matar al padre. Toda pieza de ajedrez es un símbolo de poder. Se preguntó si estaba asistiendo a un complejo de Edipo descomunal. Y al escuchar sus propias ideas tuvo un sobresalto, volantazo incluido, y casi se estrelló contra el guardabarreras de su conciencia. «¿Dije Edipo? ¿Tú también, filius mi? ¿Tú también empleando jerga analítica? ¿Desde cuándo haces esas cosas, insensato?» Sacudió la cabeza y pisó el acelerador al entrar en el túnel bajo la plaza de Castilla, con la alternancia de luces ametrallando sus ojos. La sensación de velocidad crecía bajo tierra. Y también la sensación de inseguridad, de riesgo de derrumbe. Claro que circular por la superficie tampoco le ofrecía grandes garantías, habida cuenta de que Madrid está tan prolijamente perforada en sus laberintos subterráneos que parece imposible que una calzada pueda sustentarse sobre tantos huecos vacíos y pilares de hormigón. En su fantasía, se veía corriendo sobre el aire, como en una escena de dibujos animados: mientras no mirara abajo, el aire parecía sólido.

«Matar al padre. Matar a Freud.» Pisó el freno nada más subir a la superficie: la Castellana se presentaba ante sus ojos completamente atorada. Hileras de coches sobrecalentados recibían el restallido del sol. Con la yema del dedo empujó el filo brillante hasta que la ranura lo acabó de tragar, hambrienta, y ese microespacio cerrado se convirtió en un pequeño universo donde reverberaba la sinfonía de Mahler Resurrección, antídoto infalible contra la prisa.

Había perdido el débil hilo de su reflexión. Ah, sí, matar a Sigmund, eso estaba bien. Edificar sobre la demolición del modelo generacional anterior. Evolucionar, alzarse sobre el cadáver del padre. Superar el complejo de Freud, pensar por uno mismo para entender y entenderse. «Freud ha muerto, ¡viva Mahler!», pensó, exultante por los efectos de la música. Recordó entonces la primera conversación con Carlos, en aquel Mercedes 600, ya desaparecido, cuando fue recogido en la cuneta de la carretera con la bicicleta rota: Carlos también era mahleriano, y de no haber sido así, no hubieran congeniado tan rápido y Carlos nunca hubiera pensado en él como terapeuta de su hijo, y entonces él nunca hubiera vuelto a ver a Coral. Por tanto, Mahler era un eslabón importante en la cadena de azares que había organizado este reencuentro. El cínico azar era melómano, urdiendo vidas como las parcas. También existía un nexo azaroso y musical entre Mahler y Freud, que Julio, perdido en ensoñaciones, evocó al llegar al primer semáforo de Recoletos. No recordaba dónde había leído que, mientras bocetaba la partitura de la Décima, atribulado por la infidelidad de su esposa Alma Schinder, Mahler viajó a Holanda para recibir consejo de Freud sobre cómo resolver su crisis. Julio se entretuvo en fabular cómo podría haber transcurrido aquella larga conversación, una tarde de verano de 1910, paseando los dos por la vieja ciudad universitaria de Leiden. Mahler, que vivía perdido en lejanas y cegadoras nebulosas de pentagramas y recluido en majestuosos auditorios, se había enterado de la infidelidad porque el amante, en un error, había puesto en el remite de su perfumada carta «Herr Mahler», en vez de «Frau Mahler». En un relámpago de ingenio y modestia, Freud concluyó que se trataba de un desliz freudiano, quod erat demostrandum. Frau, dijo Freud, Frau es la clave, y cómo pues; elemental, querido Gustav, el amante, inconscientemente, te pide por carta la mano de tu mujer. Mahler estaba tan destrozado que le dio la razón, pero él no entendía de venganzas, ni de motines, ni era capaz de concebir un desquite; su temor era perder el amor de Alma. Imaginó al compositor gesticulando apasionadamente al hablar, en contraste con la parsimonia del otro. Caminaban despacio, sin fijarse apenas en cuanto los rodeaba. Gustav le narró retazos de su vida, y su interlocutor siempre le hacía retroceder más. El compositor contó su vida hacia atrás, hasta donde sus recuerdos se perdían en las nieblas de la melancolía. Los penetrantes ojos del oráculo desbrozaban la niebla e iluminaban las figuras imprecisas, de entre las que destacaba su madre, su primer amor nunca consumado. Cuando lo juzgó preparado, al anochecer, Freud le reveló que él buscaba en la mujer, en Alma, una figura sustituta de su madre, pero no estaba todo perdido, lo consoló, porque la fijación de Alma era su padre, y él, mucho mayor que ella, con ese predicamento inalcanzable de insigne compositor, ¿acaso no era un padre para ella? Alma le necesitaba como él necesitaba a Alma, sus neurosis casaban a la perfección, como el yin y el yang. Mahler encontró el sosiego. Freud fue un genio en el arte de hacer de sí mismo una efigie.

Regresó a su propia realidad. Su enigma era Nico, y sin necesidad de psicoanálisis, bien se veía que lo suyo iba más allá de un sano instinto parricida. El de Nico parecía más bien instinto genocida. ¿Qué representaba para él su padre? Su mano rápida y voraz como garra de águila quería apresar el rey. Si el rey cae, todo acaba. Había empezado la partida y el tiempo corría. La cuenta atrás había comenzado. La caída de bandera determina cuándo expira el plazo, la deadline.

16 de abril

¿La maldad por la maldad? ¿O persigue alguna finalidad? Este caso me atrae hasta arrancarme el sueño a tiras. Nada en él es diáfano. Sólo su arrogancia. Me agrada su desafío. Va en serio.

No logro traspasar su indiferencia. Pero veo progresos. Mantiene buen contacto ocular, desafiante. Ya no se esfuerza tanto por resultarme odioso. Creo que siente una poderosa curiosidad, que es recíproca. La curiosidad es un lazo fuerte. Sus silencios, urticantes y envolventes como una medusa, pretenden ponerme a prueba o intimidarme (creo que le divertiría verme titubear o dejarme en ridículo). Intenta romperme los esquemas de juego.

No veo en él otra locura que su pasión por el ajedrez, un mal compartido y de difícil cura. Tras su derrota en el tablero, me concede su consideración (¡qué arrogancia!). Me reconoce la autoridad de saber más que él. Quiere que le enseñe. Tal vez me sirva el ajedrez como rodela defensiva. Y luego como ariete.

Muchas respuestas evasivas, pocas válidas. ¿Calla porque tiene demasiado que contar? Su inteligencia no le hace más expresivo. Suspicaz. Reprimir «maneras de terapeuta»; le fastidian. Debo ponerme una permanente señal luminosa: mantén la distancia de seguridad.

Niega tener problemas, aunque es consciente de la pesadumbre de sus padres. No quiere abrirme juego clínico. No le gusta hablar de sí mismo, ni de su familia. Tan sólo consiente hablar de su hermana, poco, y observo que al hacerlo se le suaviza el gesto. Nunca dice «papá» o «mi padre», sino que utiliza un impersonal «él», o lo llama por su nombre. A Coral sí la llama «mamá», en privado, cuando se dirige a ella.

No tengo la sensación de estar ante un niño y menos aún ante un adolescente. Físicamente tiene más de lo primero: no ha dado el estirón, ni le ha cambiado la voz. Pero no tiene el juego ni la plasticidad de un crío. Desafecto. ¿Dispatía? Diría que no. A pesar de su aislamiento, intuyo en él «inteligencia» emocional (capta; cala). Una persona con elevadas destrezas emocionales no tiene por qué estar bien adaptada ni ser agradable. Un sádico puede tener perspicacia psicológica para saber cómo causar dolor al otro.

¿Qué quiso decir con «matar al rey»?