13
«Check mate»
Está bien, se dijo, consternado, parece que esto se ha acabado, el cliente manda. Lo que más sentía era la sensación de caso sin cerrar, de enigma sin respuesta, justo cuando se había creado un puente entre el muchacho y él, cuando la sensación de acercarse a un punto de inflexión y ruptura era cada vez más clara. Sólo necesitaba que el chico confiara en él y ya andaba muy cerca de lograr una especie de confesión o de catarsis. Pero estaba visto que no iba a ser posible.
Juzgaba, honestamente, que las razones de Carlos eran demasiado personales y quién sabe si no exentas de verdad. Comprendía su error: no había contado con él para asignarle un papel activo en la psicoterapia. En vez de eso, había abortado todas las iniciativas con las que, con mayor o menor acierto, reclamaba su papel como padre en la búsqueda de soluciones al problema. En el fondo, tal vez lo había excluido porque desconfiaba de él o porque aún no tenía claro si era una fuente del conflicto con el hijo. Había a este respecto una suerte de sospecha o sugestión en el aire que compartía tácitamente con Coral, si bien podía ser un mero contagio por parte de ella, una proyección de su frustración conyugal, sexual o maternal, que Julio percibía en sutiles señales y le hacía mirar con malos ojos —tal vez injustamente— a Carlos.
Por todo esto también tenía sentido la indignación de Carlos y su renuencia a admitir la mejoría del chico, ya que aquél no había tomado parte alguna en ella. Y por si esto no bastara, se había insinuado con cierta impertinencia que la presencia de Carlos no sólo no era un estímulo positivo para la mejora de Nico, sino tal vez una velada amenaza.
De lo que hubiera de cierto en ello, no tenía la más mínima prueba. Todo se libraba a meras intuiciones, fantasmas. A pesar de que él no pretendiera desacreditarlo ante Coral, tenía razón en una cosa: había cruzado una barrera simbólica. Y —lógica sistémica— cuando un terapeuta no mantiene la necesaria distancia con el problema, forma parte de él. El problema lo atrae a su campo gravitatorio hasta engullirlo. Tal vez —se dijo—, Carlos no sólo no exageraba, sino que subestimaba el grado de implicación y la influencia de Julio en su mujer. Al principio éste se había creído capaz de manejar sus emociones, aferrándose al propósito de dejar resuelto el caso y desaparecer para siempre de la vida de Coral Arce. Pero sus sentimientos habían evolucionado y en las últimas semanas había perdido por completo la perspectiva.
Su situación le resultaba incluso cómica. ¿Acaso no era él la persona menos idónea para implicarse en esa psicoterapia? No se puede ayudar a salir a otro de las arenas movedizas cuando uno mismo está metido en ellas hasta las orejas. Demasiados vínculos, demasiado voltaje emocionalmente cargado.
¿Cómo se tomaría Nico su abandono? Carlos no le había preguntado la opinión a su hijo. Últimamente, Julio había empezado a mirar con otros ojos al chico, no como el ególatra taimado del principio, sino como un muchacho en una situación de fragilidad y riesgo, que se protege del exterior. Algo que aún no acertaba a identificar podría explicar lo que parecían ataques como una manera de defenderse. De alguna forma, era como si Nico tuviera un secreto, padeciera un secreto. Una amenaza pendía sobre su cabeza. Y él, Julio, se había estado acercando a ese secreto, pero no había llegado a tiempo. La decisión de Carlos de excluirlo caía sobre él como un veto a sus afanes.
En una última tentativa, había comenzado a buscar por su casa su cuaderno de notas de la terapia para repasar los indicios, cuando el corazón le dio un vuelco. ¡Se lo había olvidado en Villa Romana, encima de la mesa del salón! Sus reflexiones sobre el paciente al alcance del paciente: dinamita en sus manos. El mero pensamiento de que hubiera leído sus reflexiones le erizaba la piel. Resolvió ir inmediatamente a buscarlo. Calculó que llegaría sobre las nueve si no encontraba atascos.
Mientras conducía, se notaba tenso. No le agradaba tener que presentarse allí a esas horas para recoger algo que había olvidado, algo que tal vez había sido abierto y leído, y profanado por el afán inquisitivo de Nico, algo que nunca habría debido poner al alcance de éste. Eligió algunas avenidas menos congestionadas. La hora punta de la tarde había terminado, pero aún se notaba que mucha gente estaba volviendo de sus trabajos. Deseó que Carlos no hubiera llegado todavía. Pisaba el acelerador como si quisiera dejar atrás una idea persecutoria.
No tuvo suerte: Carlos Albert, en bata, le abrió la puerta y al verlo compuso un gesto de extrañeza y disgusto. Algo apurado, Julio le explicó la razón de su visita. Carlos trató de mostrarse amable, le ofreció una copa que él rehusó, incómodo; no quería permanecer en esa casa ni un segundo de más. Albert no sabía nada de ese cuaderno de notas y su mujer aún no había vuelto del hospital porque ese día tenía quirófano. Los niños cenaban en la cocina, con Araceli. Ésta salió un momento y atendió al psicólogo, pero no pudo ayudarle: tampoco había visto el cuaderno por ninguna parte. Tras echar un rápido vistazo por el salón, llevado por un mal presentimiento, subió apresuradamente al cuarto de Nico y no tardó en encontrarlo allí, alineado entre los libros escolares. Sus temores se habían cumplido: sin duda el muchacho ya conocía todo cuanto había escrito. Ahora él era quien tenía acceso a su mente. «Todo esto está viciado», pensó, y se dirigió a la salida. Carlos se alegró de ver que lo había encontrado e insistió en ofrecerle tomar algo, pero Julio no estaba de humor. Salió.
Una vez dejó la cancela a sus espaldas, respiró hondo y se sintió más relajado. El perfume dulzón de la dama de noche saturaba el aire. Le apeteció dar un paseo antes de volver, pero juzgó que no era el momento adecuado; ese cuaderno en la mano le quemaba. Tenía la sospecha de que Nico lo había leído y tal vez había dejado alguna huella o señal de su visita. Era muy propio de él hacerle saber que contaba con esa ventaja, para herirlo.
Había entrado ya en su coche y se disponía a arrancar cuando un repiqueteo en la ventanilla le hizo girarse. Era Coral Arce. Acababa de llegar y aún no había entrado en casa: en la zurda portaba un maletín de trabajo. Julio le abrió la portezuela. Temían que Carlos les viera desde la casa y se alejaron de allí.
No disimuló su rabia por la decisión que había tomado su marido sin consultarlo con ella. Se había enterado ese mismo día. Y estaba absolutamente en contra de que se terminara la terapia. Sus palabras rezumaban despecho. Afirmó que Carlos actuaba por retorcidas razones. No podía ser que no viera el bien que la terapia estaba trayendo a su hijo.
—No os lleváis muy bien, ¿verdad? —musitó él.
—Somos uña y carne. Uña clavada en carne viva.
Hallaron una cafetería abierta, cerca de un núcleo comercial, y casi vacía. Ella se sintió mejor al probar la infusión; había tenido un día duro en quirófano. Uno de esos días en que, por una extraña fatalidad, nada sale como debería salir. Julio observó sus ojos cansados y le pareció incluso más bonita despeinada y más reconocible así, sin maquillaje, sin energía para gastadas maneras.
—Menos mal que te he encontrado. Necesitaba hablar contigo urgentemente, mirándote a los ojos. No puedes dejarlo ahora. Te necesita.
Él la escuchaba con los codos apoyados sobre la mesa y las manos bajo el mentón.
—¿Qué quieres que haga? Me han despedido —sonrió.
—Ahora trabajas para mí. Es lo mismo, ¿no?
—He perdido la objetividad y la perspectiva. Todo esto… ha pasado a formar parte de mí.
No estaba seguro de que tal revelación de sus sentimientos fuera la explicación más acertada. La madre de Nicolás no mostró sorpresa, pero se quedó callada y esa frase fue haciendo poso en el silencio, espesándose. Bebieron. Omedas se preguntaba para qué quería ella realmente que continuara la terapia. ¿Era sólo por su hijo?
—Se hace tarde —dijo él.
—¿De verdad vas a irte así?
—Esto se ha salido de… sus goznes —iba a decir «de madre», pero rectificó.
—¿Por qué?
—Es evidente. Un terapeuta no debe meterse en la vida de su paciente.
—Es una norma del oficio.
—Más o menos.
Ella le miró con cierta cautela.
—Conozco otra: «Nunca dejes a medias lo que empezaste si con eso vas a partirle el corazón a una mujer».
Ahora sí estaba seguro Julio de que estaban llegando demasiado lejos. Apeló a una razón más impersonal:
—No puedo seguir viendo a tu hijo sin que lo sepa Carlos. Además, si se entera, las cosas podrían empeorar entre vosotros.
Ella asintió, resignada.
Acodado en la mesa, Julio se llevó la mano a la mejilla y trató de considerar la propuesta. Le molestaba el cauce tan irregular, pero deseaba seguir con el caso. Ella lo sabía. Lo adivinaba en sus ojos. Le conocía. Tal vez por eso, siguió insistiendo.
—¿No te parece una asombrosa coincidencia que justo cuando sospechamos de él se deshace de ti? Está claro que no quiere llegar al fondo del asunto.
Omedas se quedó un tanto sobrecogido ante semejante observación, que revelaba un ángulo malévolo.
—Sospechoso, ¿de qué exactamente?
Ella hizo saber con un gesto que la respuesta a esa pregunta era algo que ella no podía darle, o él debía hallar, para finalizar su trabajo. Y precisamente por eso no podía dejarlo ahora.
—Te refieres —tanteó él— a la razón de que tu hijo le odie.
Coral asintió.
—Apenas conozco a Carlos —observó él.
Sostuvo la taza entre las manos y bebió un trago. No descartaba que todo quedara explicado por una razón más sencilla y primaria: celos. Carlos habría notado algo raro entre los dos. Era lógico suponerlo.
—No sabe nada de lo nuestro —alegó ella, como si adivinara sus pensamientos. Y se aprestó a matizar—. O de lo que hubo entre nosotros.
—¿Estás segura?
Ella asintió.
—Y Nico, ¿qué sabe él?
—Nada.
Julio Omedas miró afuera a través de la vidriera, a la noche cruzada por la diluida claridad de las farolas.
—De acuerdo —concedió—. Haré lo que pueda.
—No: hazlo y punto.
El camarero les trajo la cuenta; eran los últimos clientes. Tan solo una pequeña mesa cuadrada les separaba, una mesa con dos vasos, un pequeño dispensador de servilletas y un muestrario vertical con la oferta de sándwiches; entre las manos de Coral y las suyas sólo mediaba un gesto: levantar los codos, como quien echa un naipe al centro para encontrarse físicamente y asirse, pasarse el calor de las palmas y mirarse en silencio. Julio estaba desarmado ante ella. Necesitaba ser amado por Coral y era feliz y al tiempo desdichado en su proximidad, como si estuvieran viviendo una despedida prolongada, un último aplazamiento. En realidad, sólo le importaba ella. Sentía un impulso irrefrenable de besarla y tuvo la extraña certeza de que a ella le ocurría lo mismo, pero ninguno de los dos se atrevía a dar ese paso, no por pudor ni timidez, sino porque les parecía, dadas las circunstancias, una irresponsabilidad.
Aunque un mutuo recelo los apartaba aún, bien sabía que Coral, la que había conocido, la entregada y generosa, saldría a la primera llamada. Como sabía que bastaba un pase de esa mano mágica para ahuyentar su sombra de melancolía.
Poco después ingresaron en la noche perfumada por el oxígeno que destilaban los árboles de los jardines próximos. Anduvieron un rato por una acera tapizada de diminutos cristales trizados, sobre los cuales crepitaban sus pasos, acallando su latido interior. Súbitamente, de un chalet vecino una mole de sombra prorrumpió en ladridos contra la cancela y Coral, instintivamente, se plegó a él y lo asió por el brazo, y no lo soltó hasta entrar en el coche. Al apearse ante Villa Romana, Julio salió a despedirla, decidido esta vez a besarla, contra su buen sentido, pero tampoco pudo ser porque ella se adelantó abrazándolo. Le hundió la mejilla en el hueco del cuello y exhaló un débil gemido, hondo como el lamento de una mujer que se remueve en sueños. Julio se sintió transportado, vencido sin resistencia y a placer. Antes de entrar en el porche de Villa Romana, ella le susurró con un retintín burlón:
—Espero no haber puesto en peligro tu… objetividad.
Julio Omedas se sentó de nuevo al volante y respiró hondo. La noche se abría ante él como una promesa. Todavía retenía la fragancia de ese abrazo. Aún no había arrancado y miraba la calle vacía a través del parabrisas. Dos brasas de luz dorada emergieron ante él de una sombra negra, en un rápido destello. Era un gato emboscado tras un contenedor. Escudriñó alrededor, intentando dar con la fuente luminosa que había encendido los ojos del felino. Finalmente, se volvió hacia el chalet y creyó ver, en la ventana de Nico, el fino haz de una linterna que apuntaba al coche.
La pesadilla de cualquier escritor de diarios es que éstos caigan en manos ajenas. Nico había tenido acceso a todos sus pensamientos. Se había arrogado un nuevo poder que a él lo dejaba más expuesto. Era otra razón para renunciar. Pero dejar el caso era dejar a Coral. Tenía su petición expresa, que pesaba en su ánimo mucho más que la prohibición de Carlos.
No abrió el cuaderno hasta llegar a su casa. Releyendo sus notas para calibrar la confidencialidad de lo que había escrito, sus ojos tropezaron con algo que le hizo contraerse como si acabara de recibir una descarga.
En un margen encontró escrita a lápiz una anotación de Nico. Una breve anotación a sus anotaciones:
CHECK MATE
Aparecían a continuación de sus líneas fechadas el 15 de mayo. Julio había escrito: «¿Qué le hace ser así? ¿Cuál es su objetivo?». Después había añadido Nicolás su check mate, contundente. Esto lo dejó desconcertado. Le urgía entender qué había querido decirle con eso. Parecía proponerle un acertijo.
¿Por qué jaque mate? ¿Por qué check mate? Julio se preparó un scotch y se puso a meditar escuchando el suave chisporroteo de los hielos al deshacerse. Presentía que le estaba brindando una clave de acceso a su enigma hermético. Check mate —en inglés— era el lenguaje de los programas informáticos de ajedrez contra los que jugaba, algo tan común para él como un Game over.
Check mate, posible clave de acceso. Tal vez una respuesta a su pregunta acerca de su objetivo. ¿Expresaba su intención de ponerlos en jaque (a su padre, a su familia)? ¿O darles jaque mate? No era una interpretación muy optimista. Buscó otras. Jaque mate es el desenlace final que uno da o recibe del rival. Vence o es vencido. Cabe decir que uno está en jaque, en un callejón sin salida, checkmated. Esta versión no casaba con Nicolás, poco amigo de admitir derrotas. Su check mate sonaba desafiante. Tal vez se refería a algo entre el chico y él, a su fantasía de vencerle en los tableros o en una partida simbólica. O bien, su intención era intimidatoria, como un disparo con la mano a tu oponente. No tenía demasiado sentido, pero podía ser la razón por la que había escrito eso (a menudo, uno escribe sin una clara voluntad de sentido).
¿Era sólo eso, un desafío, un disparo simbólico? No estaba seguro. El chico había abandonado esa actitud retadora de los comienzos. Ya no le desafiaba. Más bien cumplía su parte de un pacto cuyas reglas él le había dictado y a las que se circunscribía su relación de ayuda.
Reflexionó sobre todo esto y sobre los jaques de la vida, y acabó rememorando su pasado como ajedrecista, Maestro que no llegó a Maestro Internacional, ni menos a Gran Maestro, aunque logró vencer a algunos de ellos en momentos de inspiración, y esos sí que eran los check mate que le dejaban a uno sabor a gloria. Y pensó también en la prometedora carrera de Laura, cuyos triunfos eran también los suyos (excusando ese resto de narcisismo vicario), y evocó a su hermana Patricia… al final había perdido por completo el hilo de la reflexión. Se llenó otra copa.
Volvió al principio. Partió de la fórmula original, check mate. Se quedó pensando —nunca se le había ocurrido— en por qué los ingleses habían utilizado el verbo to check para designar esa jugada de ajedrez. En español, jaque mate también era una expresión extraña. De un diccionario etimológico descubrió su procedencia persa, Shâh mât: «El rey está muerto». En su pasmo, no pudo por menos que recordar la respuesta de Nicolás cuando le preguntó en qué consistía el ajedrez. «Matar al rey», dijo. El rey está muerto.
Del persa, la expresión sufrió una asimilación fonética al francés antiguo: eschac mat. Y de allí a otras lenguas, jaque mate, check mate. Julio repasó lo que tenía: algunas conjeturas, tanteos, curiosidades etimológicas. Nada de todo eso le servía. Se estaba alejando del objetivo.
¿Y si había una razón importante por la que Nico había escogido el inglés? Tal vez la fórmula en castellano no le servía. Se centró en to ckeck. No ignoraba que es un verbo polisémico y se detuvo en uno de sus significados: «investigar». Lo comprobó en el Collins. En efecto, citaba como acepciones «investigar» o «inspeccionar».
Le pareció oportuno buscar otras acepciones, alternativas a la ajedrecística. ¿Investigar un mate? ¿Ojo al mate? No tenía mucho sentido. Probó con mate. «Aparearse» era la primera acepción que le venía a la cabeza. No casaba bien con los significados de check («comprueba que te apareas» resultaba de dudosa coherencia, aunque no del todo absurdo, pensando en una mujer concreta). Mate era, asimismo, traducible como colega o compañero, o amigo en sentido informal (normalmente del mismo sexo). Sintió un cosquilleo, una palpitación gozosa cuando, inesperadamente, se topó con una frase con sentido:
INVESTIGA AL AMIGO
¿Era posible que el hijo de Coral hubiera ideado este mensaje camuflado? Para ello se necesitaban dos cualidades. Ocho años en un colegio inglés lo habían hecho bilingüe. Al dominio idiomático se sumaba una rara sagacidad y gusto por los acertijos.
Volvió a check mate, por si había más. Descartó «investiga, colega», porque en tal caso habría requerido una coma entre check y mate. El amigo —o colega, más bien— era obviamente Carlos, a quien Nico nunca llamaba «papá» o «mi padre». En su forma impersonal de designarlo, Julio recordaba haberle escuchado decir «tu amigo», con reproche y desdén (no ignoraba que estaba con él porque cumplía un trabajo remunerado para «su amigo»).
INVESTIGA A CARLOS
Julio no salía de su asombro. Ahora el mensaje tenía pleno significado. Se sentía como si acabara de llegarle dentro de una botella, empujada por el oleaje. En cierto modo, era una petición de auxilio. ¿Por qué no se la había transmitido antes? Nico no se fiaba de alguien que trabajaba para su padre, y por tanto, bien podía hacer partícipe a éste de cuanto él le contaba.
A partir de la lectura de sus notas, Nico comprendería que Carlos ya estaba bajo el haz de su sospecha. Esto le habría dado el impulso que necesitaba para mover ficha; no le contaría todo, pero ahí iba esa pista. Era una evidente prueba de confianza.
Se preguntaba ahora qué valor o credibilidad debía conceder a las insinuaciones de Coral Arce acerca de un posible punto oscuro entre padre e hijo, que ni siquiera ella podía precisar. Todo se reducía a sospechas, conjeturas. Pese a que era una mujer extremadamente intuitiva, se encontraba en una posición demasiado parcial, y su rechazo hacia Carlos no contribuía a prestar objetividad a sus percepciones. Así las cosas, Julio necesitaba proseguir con el caso y estaba dispuesto a correr ciertos riesgos. Tal vez los objetos personales de Carlos le dieran alguna pista.
Volvió a la mañana siguiente a La Moraleja, por cuyas calles ya se orientaba a la perfección. Por debajo de todos sus pretextos, sentía que era el amor, y no otra cosa, lo que le arrastraba a aquellos altos muros arracimados de buganvillas, con la fuerza magnética con que la roca del arrecife atrae al barco en la tempestad.
Araceli barría el vestíbulo cuando se presentó de nuevo Julio, con la sensación de reincidencia y alevosía como un alegre cosquilleo en el vientre.
—Hola, Araceli. ¿Qué tal va todo?
—Bien, gracias. No hay nadie en casa. No han vuelto todavía. Si quiere esperar ahí… Nico llegará del cole dentro de un rato.
Araceli señaló el salón. Él asintió, pero tan pronto como ella le dio la espalda, se dirigió escaleras arriba.
Entró en el dormitorio de Coral como un arqueólogo ávido por profanar un túmulo sagrado. La alfombra de Savonnerie invitaba a descalzarse. Echó un vistazo al canapé junto a la cama. Todo allí era de diseño. Sobre el tocador, destapó un frasco de perfume femenino y lo aspiró mientras observaba una foto de un portarretratos donde ella aparecía con Carlos en una celebración. Con mucha menos atención echó un vistazo rápido al joyero de plata: el brillo que brotaba de su interior habría hecho las delicias de un ladrón. A él le atrajo más el camisón de Coral. Lo tomó entre sus manos, lo acarició, lo olió.
Había dos revisteros, uno a cada lado de la cama. El de Coral contenía ejemplares de National Geographic y publicaciones médicas. Carlos leía en la cama revistas de economía y software. En otra mesita halló algo que le produjo una descarga de recuerdos: una pequeña caja de música, de forma rectangular, con un escenario pintado: Popeye arrobado ante su Olivia, marioneta plana, articulada. Era el pobre trofeo de un barracón de feria donde Julio, años atrás, perdigoneó un ramillete de palillos. También él, entonces, se comportó como un Popeye tratando de impresionar a su flaca con su puntería.
Con la resolución de quien está familiarizado con el objeto que tiene entre las manos, tiró de un pequeño cajón medio oculto en la parte inferior de la caja y Olivia inició una descabalada danza, con un triste tintineo musical, en respuesta a los requiebros del marino. Emanaba aquella melodía una sugestión tangible de melancolía. Ensimismado en los recuerdos, Julio la dejó sonar un rato sintiendo que entraba en otro estado de conciencia. Una panoplia de imágenes imprecisas le transportaban a otra época dichosa, como si aquella simple melodía fuera el resorte que abriera la gatera de sus catacumbas: salían en tropel los recuerdos con texturas, aromas, voces y sonidos. Entraba en su organismo como un veneno de rápida absorción sanguínea, cuyos efectos se sucedían con vertiginosa rapidez: piel de gallina, calambres internos, obnubilación de conciencia, deliciosas sacudidas oníricas, aumento de la presión arterial, sequedad de boca, ganas de llorar, estremecimientos melancólicos, rechinar de dientes, rabia, frustración y desdicha.
Cuando bruscamente y medio ahogado, cerró el diminuto cajón y Olivia recuperó la inmovilidad, el silencio puso un aleteo fúnebre en el aire. Se sobrepuso a la extraña vivencia y trató de situarse recordándose por qué estaba allí. Se reprochó estar perdiendo el tiempo y bajó al estudio de Carlos.
En sus mesas sólo se veían rimeros de expedientes, informes de mercado, hojas de cálculo, una agenda, libros, pisapapeles, abrecartas, plumas, material de empresa. Era un lugar en extremo aburrido, donde perderse entre fajos de papeles inútiles, sin otro detalle de la vida de Carlos o sus gustos que una foto de Coral, una caja llena de compactos de música clásica y una pequeña bruja de Halloween encima de la pantalla del ordenador. No hallando nada interesante para sus pesquisas, resolvió registrar el cuarto de Nico, por si diera con algún diario para robarle —como había hecho él— sus pensamientos privados. Ahora se sentía más legitimado para utilizar estos procedimientos.
En el escritorio del muchacho, al igual que en el resto de la habitación, reinaba el orden. Examinó una carpeta clasificadora. Contenía apuntes de clase y encontró algunos dibujos de coches, naves espaciales… Realmente dibujaba bien. Le complacía pensar que había heredado ese don de su madre. Husmeando por los cajones vio otro álbum, más pequeño, lleno de dibujos con un estilo muy diferente, tenebrista, a carboncillo. Uno de ellos le impactó profundamente. Se veía a un hombre ahorcado. Estaba metido en un contorno redondo, más allá del cual todo era negro.
Había otro dibujo con la figura de un hombre con traje y corbata, que le pareció —aunque no estaba seguro— Carlos, sentado al borde de una cama, donde se adivinaba a su hermana acostada, desnuda. También este dibujo se ubicaba dentro de un círculo más allá del cual todo era negro. Había algo siniestro en ese hombre; tenía las manos metidas entre las sábanas. Era ambiguo y perturbador, y tenía una cualidad onírica de pesadilla.
Este hallazgo lo dejó sobrecogido. Durante un rato no se movió del sitio, examinando lo que era común a los dos: el encuadre redondo, como si las escenas se vieran a través de una cerradura. Este detalle no parecía casual. Tuvo el pálpito de que era una pista a otra cosa. Enrolló un papel hasta hacer un tubo y miró a través el dibujo. Coincidía el contorno. La sensación equivalía a un encuadre de ojo de buey o mirilla. Podía ser un simple capricho de dibujante, pero ¿y si era algo más?, ¿y si reflejaba un ángulo de visión real?
Se hizo la suposición de que el motivo del dibujo no fuera una fantasía tenebrosa del niño, sino algo que sus ojos habían visto a través de un orificio redondo. ¿Dónde rayos habría podido ver eso?
Tratando de casar las piezas, partió del segundo dibujo para reconstruir la escena y el ángulo de visión del observador: el contracampo. El cuarto de Nicolás era contiguo al de su hermana. La puerta de Diana no tenía cerraduras ni ningún orificio a través del cual atisbar el interior y obtener una perspectiva semejante. Además, desde la puerta la cama de Diana se veía en escorzo, mientras que en el dibujo aparecía de frente y al padre de perfil, sentado en el borde. Si hubiera copiado la escena desde la puerta, habría resultado un retrato muy distinto.
Analizó de nuevo el dibujo. Era como si describiera una escena vista desde la habitación de Nico, y más exactamente desde su cama, a través de una quimérica mirilla circular. Examinó el tabique que los separaba, normal y corriente, sin fisuras. Había un gran póster de Dani Pedrosa clavado con tres chinchetas y la esquina suelta tenía un pequeño pliegue, una doblez que le llevó a preguntarse si esa esquina no habría sido la punta que tiraba del resto de la capa. Probó a mirar detrás del póster, con una sensación de inminencia, como cuando vislumbraba la jugada ingeniosa que cambiaba el signo de una partida dura, cuando al fin le asistía el milagro de la intuición.
Ahí estaba: un agujero en la pared del tamaño de una cereza. Era un orificio irregular, mal hecho, probablemente con berbiquí. No debía haber sido muy difícil abrirlo en un tabique tan fino, incluso para un muchacho. Pegó el ojo y vio la cama de la niña en la disposición exacta del dibujo. Sintió una conmoción galvánica, un choque eléctrico en la nuca. Apenas podía creerlo. Era el mismo ángulo, y el contorno oscuro y redondeado del agujero. Pero ahora la cama estaba vacía.