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Ajedrez relámpago
Julio Omedas recorrió con lenta mirada las pistas de tierra batida del Club de Tenis. Era una templada mañana de marzo. Se recreó en el pequeño arco iris que creaba el riego de una manguera en la pista central, en manos de un jugador joven, con traje reglamentario, quien tamizaba con la mano la salida del chorro, para hacerlo más fino. Su compañero de pista iba barriendo la tierra de las líneas, meticulosamente. Parecían prepararse para un verdadero torneo.
Observaba todo esto desde una mesa de la alta terraza que asomaba a las pistas, elevada como un palco, desde la cual gozaba de una panorámica de todo el club: la zona de pádel, los vestuarios, las gradas y el vestíbulo. No sabía muy bien qué estaba haciendo él allí. Todo eso le resultaba un tanto extraño. Era la primera vez que ponía los pies en ese selecto club, invitado por Carlos Albert, un hombre al que apenas conocía, que ya le trataba como un amigo y, para colmo, le había propuesto un partido de tenis, a pesar de que Julio le había advertido que era un pésimo jugador. Carlos había reservado la pista 1, ahora vacía, esperándolos, mientras ellos tomaban una cerveza en la terraza.
A sus treinta y cinco años, Julio era un hombre alto, atractivo, de maneras pausadas. Sonreía con finos labios y los ojos un poco velados, con un punto de lánguida parsimonia. Sentía una natural simpatía por Carlos, pero algo le decía que le había tendido una encerrona, y que no le había invitado precisamente para jugar a tenis. Carlos salió del bar con dos jarras de cerveza y se sentó ante él.
—Me gustaría consultarte un problema, como psicólogo —le confesó Carlos—. Es por mi hijo. Estamos bastante preocupados y no sabemos qué hacer. En realidad, no sabemos ni qué le ocurre.
Durante un rato, Julio se mantuvo en actitud de escucha, atento a cada detalle, intentando recomponer, a partir de las palabras del padre, una suerte de retrato del muchacho. Más que un retrato, lo que quedó al final fue un esbozo malogrado y poco reconocible, de rasgos muy vagos y trazos borrosos. Se daba cuenta de que Carlos apenas conocía a su hijo. Más allá de los datos objetivos —que tenía doce años y estudiaba en un colegio inglés de La Moraleja, y sus notas escolares eran buenas— no sabía cuáles eran sus sentimientos, ni su estado anímico, ni sus deseos o inquietudes.
—Yo diría que es algo así como… —quedó un instante pensativo— que está sin estar, está porque se le ve, porque se le puede tocar, pero por nada más, porque uno no sabe dónde carajo está, en realidad, en qué planeta, o en qué universo. Está sin estar, y mira sin mirar, y habla, lo poco que habla, como si lo que dijera no saliera de él.
—¿Tiene amigos?
—No, que nosotros sepamos. No le interesa relacionarse. Y en su colegio, todos le deben parecer tontos o pijos, porque a veces los imita y se burla de ellos. Creo que le gusta estar solo y observar lo que pasa a su alrededor.
—Entonces, ¿crees que está deprimido?
—Nos tememos que sea una depresión.
Julio miraba hacia las pistas. En la central, los dos jugadores habían terminado el ritual de barrido y regado, y escogían su raqueta de entre un numeroso grupo de modelos, comprobando la tensión de su cordaje. Tras quitarse con un golpe de la caña la tierra adherida a las suelas de las zapatillas blancas, se dispusieron a empezar. Julio esperaba ver en acción a dos expertos, y quedó algo decepcionado cuando asistió a un torpe peloteo de principiantes.
Se daba cuenta de que Carlos se sentía demasiado inseguro al hablar de Nico, y también un poco turbado, como si no acabara él mismo de ordenar sus ideas contradictorias.
—Su madre piensa que en el fondo es un chico muy sensible, aunque no lo demuestra —dijo, y pareció al fin satisfecho con esta opinión.
—¿A qué se dedica tu mujer?
—Es traumatóloga. Por eso tiene ojo clínico.
Julio asintió.
—También dice que es muy inteligente. Y yo también lo creo.
—No es por negarlo —sonrió él—, pero nunca he oído a un padre decir que sus hijos no son inteligentes.
—Saca buenas notas sin estudiar nada. Y le encanta el ajedrez. Juega contra programas de ordenador.
En otra pista, una muchacha bonita con minifalda blanca se reía de su propio fallo y clamaba que tenía un agujero en la raqueta.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Desde los nueve años, más o menos. Pero ha sido algo gradual. Poco a poco fue hablando menos, encerrándose en sí mismo. ¿Crees que podría ser una depresión? ¿O una psicosis?
Julio hizo un gesto vago para una pregunta tan comprometida.
—Es pronto para pronunciarse.
—Me gustaría que le echaras un vistazo. Creo que tú darías en el clavo con él. Tengo esa corazonada.
Julio se sentía halagado ante tal muestra de confianza. Se preguntaba qué habría visto en él para confiarle a su hijo. Le avisó de que en Puentes, el gabinete de estimulación temprana que él dirigía, trabajaban con niños que no eran precisamente los más inteligentes ni los más aptos, sino con los incompletos: retrasos madurativos de diversa índole, deficiencias, problemas de lenguaje… No practicaba la psicoterapia, en sentido estricto. Aparte de eso, se dedicaba a la docencia universitaria, como profesor titular. El caso que le planteaba Carlos no encajaba con estos perfiles y no era partidario de llevar a su hijo a un lugar donde tal vez pensara que se habían equivocado con él. Carlos Albert no se dejó arredrar por las objeciones de su amigo e insistió en que lo viera y le tomara el pulso. Le propuso conocerlo en su casa.
Julio se rascó la nuca y consideró la propuesta. Le picaba la curiosidad. Deseaba conocer a ese chico, y no sólo como un favor personal. Sólo temía dispersarse con demasiadas ocupaciones. Consintió en ello, a condición de no comprometerse a una futura intervención. Carlos se alegró y le ofreció un generoso estipendio por la valoración, porque lo consideraba «un trabajo difícil», y él siempre pagaba bien esa clase de trabajos.
Julio se sintió un tanto apurado al entrar él tan directo en el asunto económico.
—Cuando te pones a hablar en plan broker es que asustas.
—Soy yo el que está asustado.
—¿Tú? ¿El tiburón de los negocios? —Le puso una mano en el hombro.
—No me asustan los negocios. Me asusta lo difícil que es ser padre.
Villa Romana era su nombre y romanas también eran las letras de cerámica, a la izquierda del portón, en que dicho nombre estaba escrito; otro cartel, a la derecha, avisaba: CAVE CANEM. Ciertamente tenía algo de heredad latina o palacio de emperador. Su aire rústico y solariego comenzaba en el frontispicio construido con lajas de piedra caliza y un entramado de vigas de madera que asomaba de los muros color de terracota, coronados por cuatro torres con sus respectivos tejados a dos aguas. Era una vivienda llena de rincones, pequeños peristilos, terrazas a ambos lados, entrantes y salientes que rompían la regularidad como si fuese un conglomerado de muchas casas, o muchos módulos en una misma vivienda, a modo de ampliaciones. A diferencia de otras villas de La Moraleja, no tenía ese carácter plúmbeo de bloque amazacotado, atiborrado de ornamentos, como sobresaliendo de la tierra. Villa Romana conservaba un ápice de modestia en su desmesura. Había sido diseñada por un arquitecto con buen criterio.
Las ventanas de celosía, las rejas de forja en forma de parrilla y un atrio central rodeado de columnas reforzaban su carácter mediterráneo; por sus muros con frisos se derramaban las buganvillas, incontenibles. Al verla por primera vez, Julio quedó un tanto amilanado; hasta entonces sabía que Carlos era rico, pero sólo ahora se sentía un pobre a su lado.
Desde la entrada principal, de madera labrada y tres metros de altura, hasta la cancela había un recorrido de unos treinta metros de distancia, a través de un camino de losas rotas, que remedaban losas romanas, rodeado de jardín y abundantes arriates con ánforas semienterradas. Un imponente magnolio lo dejó unos segundos petrificado, mirando hacia arriba.
—Tendremos que quitar lo de «Cave canem» —murmuró Carlos con pesar, señalando el letrero—. Es horrible.
—¿Qué es horrible? ¿El cartel sin el perro?
—Es que no puedo evitar leer «Cavé mi can».
Por decoro, Julio contuvo una carcajada. Cave canem. Lapsus linguae. Imaginación traicionera. No entraron todavía en el porche. Carlos le dio un suave tirón del brazo para que le siguiera hasta la calzada. Cruzaron al otro lado de la calle ajardinada.
—Fue aquí. —Señaló al suelo.
Aún se veía el contorno desvaído de la mancha.
—Lo arrastró desde aquí hasta mi dormitorio. Todo ese recorrido. Un animal de más de cincuenta kilos. Increíble, ¿verdad? Cuando veas a mi hijo no te parecerá tan fuerte.
—¿Está en casa?
—Aún no ha llegado del colegio. —Miró el reloj—. Estará al caer. Vuelve solo siempre. No quiere que le vayamos a recoger.
—¿Cómo ocurrió?
—Según nos explicó, Argos jugaba a correr detrás de la pelota, y en una de éstas la pelota salió afuera y Argos cruzó sin pararse a mirar. En ese momento pasaba un camión que lo dejó destrozado justo aquí.
Julio observó la mancha. Recordaba vagamente a una de esas alfombras de piel de cebra, o de vacuno. Estaba a menos de un metro de la acera opuesta a Villa Romana, por lo que dedujo la dirección que llevaba el camión. Aun así, le pareció que el lugar que marcaba la muerte del perro quedaba demasiado cerca de la acera opuesta, teniendo en cuenta que Argos habría cruzado desde el otro lado, franqueando la cancela. Imaginó la escena: el perro sale a escape y en ese momento un camión lo arrolla. Algo no encajaba: si así fuera, del impacto el animal habría salido despedido y no hubiera dejado un charco de sangre en ese preciso lugar, alineado con la casa, sino más lejos. A menos que el perro no hubiera sido proyectado por el parachoques, sino que hubiera muerto aplastado bajo las ruedas. Esto parecía lo más probable. Sin embargo, aún no veía claro por qué la mancha de sangre se hallaba tan próxima de la acera opuesta al chalet, y no más cerca del centro de la calzada. Esto significaba que la rueda que lo había aplastado era la del eje más alejado, según la trayectoria que tomó el perro al salir de la casa. Venía por el flanco izquierdo y resultó muerto en el derecho. ¿Cómo avanzó tanto por debajo del camión? Resultaba poco natural. Carlos comenzaba a impacientarse ante el ensimismamiento del psicólogo. Tiró suavemente de su brazo, para sustraerlo de allí.
—Ven, te enseñaré ahora mi casa.
Julio no se movió.
—¿Y si preguntamos a los vecinos de enfrente? Tal vez vieron algo.
—Vale, pero ¿qué esperas averiguar?
—No lo sé. Algo no me encaja.
Carlos frunció el ceño en un gesto de incomprensión. Por no desairar a su amigo, llamó al timbre de la señora Benítez y sonrió ante la cámara que, como el ojo de un camaleón, giró en su plataforma y los escrutó con recelo. Segundos después, el pesado portón metálico comenzó a deslizarse despacio sobre el riel. Ante sus ojos se extendió un abigarrado jardín de estilo inglés, en el que la lujosa villa aparecía oculta tras la arboleda.
Un par de minutos después compareció Matilde, la señora de la casa, llevando de la mano al que parecía su nieto, un crío de dos años. Tenía un aire de mujer afable, elegante. Carlos declinó el ofrecimiento de pasar adentro y, tras presentarle a Julio, le explicó el motivo de su breve visita.
—Sí, pobre Argos —dijo Matilde—. Algo me contó su señora. No sabe cuánto lo siento. Era un perro muy bueno. Muy cariñoso. Como me conocía, cuando me veía por la calle me saludaba con un lametón en la mano. ¿Qué le pasó?
—Fue atropellado por un camión, ahí mismo. —Le indicó el lugar.
Ella estiró el cuello.
—¿Dónde dice?
—Venga y se lo enseño.
La mujer acudió agarrando de la mano a su nieto, que pugnaba por desasirse. Quedó muy impresionada al ver la mancha. El crío logró zafarse, pero ella lo atrapó al vuelo y lo atrajo entre sus piernas.
—¡Qué horror! ¿Cuándo ocurrió?
—El sábado pasado. Entre las siete y media y las ocho.
—¡Espero que no fuera el camión que nos trajo los sillones! Estuvo parado aquí a esa hora. Se fueron a las ocho.
—Mi mujer y yo llegamos un poco más tarde y el camión ya no estaba.
—Por la mancha se diría que lo aplastó una rueda. Al arrancar, quizá. Porque fue la rueda más alejada, desde donde vino —dijo Julio.
—A mí se me murieron este mes dos periquitos que tenía en el jardín —dijo la señora—. Los mató un cuervo. ¡Había una pluma negra dentro de la jaula, junto a los periquitos muertos y llenos de sangre! Como vuelva ese bicho, mi hijo se lo va a cargar con la escopeta de perdigones. Es subcampeón de tiro de pichón, ¿saben?
Impaciente y ansioso por corretear sin trabas, el crío se soltó de nuevo y esta vez su abuela tuvo que ir tras él, y lo mismo hizo Julio, más rápido de reflejos, quien finalmente lo atrapó cuando ya estaba cruzando la calle. Agachado hasta su altura, con una cálida sonrisa calmó su inquietud. El niño miró al desconocido con interés, antes de que su abuela se lo llevara bruscamente de la mano. Ante la arenga vial de la abuela, rompió a llorar rabioso. Fue imposible seguir hablando con el nieto en ese estado. Matilde se disculpó y entró en su casa.
—¿Quieren que sigamos hablando dentro?
—No es necesario —dijo Carlos—, ya está todo aclarado.
Ella dijo algo más, pero no pudieron oírla por los berridos del niño. Poco después desaparecieron de su vista, por el largo camino que conducía hasta la entrada. Julio reconstruía mentalmente la secuencia de hechos y veía prácticamente imposible que el arranque del camión coincidiera casualmente con el momento en que el perro estaba tratando de sacar la pelota bajo su rueda contando, además, con el ruido del motor.
—De todas formas —dijo Carlos—, no sé qué ganamos con saber que fue un camión de mudanzas.
Julio Omedas entornó sus ojos penetrantes.
—Puede que no haya sido un accidente. Demasiadas casualidades.
A Carlos le repugnó este razonamiento.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—No lo sé, por supuesto.
En ese momento lo vieron llegar. Julio quedó admirado de que Nico pasara de largo sin siquiera mirar a su padre, ni responder a su saludo, aunque sí le miró a él, al bies. Iba con el uniforme escolar y cargado con una mochila llena de libros. Ni robusto ni flaco, aunque más bien fuerte de complexión. Era rubio, guapo, pecoso; lo quemó el frío azul de sus ojos.
En un capricho supersticioso, por ser contrario a las supersticiones, Omedas puso los pies en el centro de la gran tela de araña que los ejes radiales de la lucerna del techo ortogonal creaban con su sombra en el suelo del vestíbulo. Mientras Nico se cambiaba de ropa, Carlos le enseñaba el interior con la satisfacción de quien tiene algo digno de ser enseñado. El amplio salón era puro diseño, con un comedor de doble altura, cruzado por una pequeña escalera translúcida. «Ricos y con muy buen gusto», pensó el psicólogo deslizando los dedos por la suave superficie de un aparador de madera de iroko, donde se alzaba un busto réplica de Berenice de Judea, en mármol. Las paredes eran de mampostería ocre, y los muebles apenas quitaban diafanidad al espacio. Todo era sencillamente perfecto, incluidas las tres estilizadas torres Bang & Olufsen por las que —no lo dudaba—, apretando un simple botón, se materializaría en el aire un Mahler prístino y libre de impurezas.
—Mi mujer entiende de decoración —sonrió Carlos—. Todo esto es idea suya.
Araceli había terminado de sacar brillo a un jarrón de plata y Carlos le indicó que fuera a avisar a Nico. Ella salió, solícita. Carlos le llenó una copa de brandy. Julio recorrió la estancia con la mirada y hubo algo que lo perturbó, pero no supo decir qué era. Había pasado como un brevísimo fogonazo por su mente. Tal vez un objeto que le trajo un mal recuerdo. En ese momento llegaba Nico, con paso desganado. Se había quitado el uniforme del colegio y puesto vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta de tirantes, y se acababa de despeinar, como si la raya en el pelo con que venía del colegio le molestara. Julio observó sus facciones dulces y ojos claros, perspicaces. Y Nicolás examinó al psicólogo de una forma que a éste no le gustó.
—Mira, hijo, este señor es Julio, un amigo que te quiere conocer. Es psicólogo.
Julio le extendió la mano y dijo «encantado», pero el chico no se la estrechó. Carlos, ofendido, hizo un gesto de disculpa al invitado.
—Es muy desconfiado. —Se volvió hacia su hijo—. ¿No vas a darle la mano?
—Déjalo, no importa. —Julio se alejó unos pasos con la excusa de dejar la copa en la mesa de centro.
—Ven, Nicolás, siéntate con nosotros —le dijo Carlos, tirando de su brazo.
Él se replegó sin ocultar su disgusto. Tampoco Julio se encontraba cómodo, consciente de lo importante que es la primera impresión. Había entrado con mal pie, y la cosa iba a peor. Al presentarlo directamente como un psicólogo, Carlos tal vez había cometido un error. Tarde para remediarlo, en cualquier caso. La tensión se disipó cuando entró en escena Diana, caminando con cómica torpeza, con unas botas altas de su madre y la gorra de golf del padre calada hasta los ojos.
—¡Hola, papi! ¡No veo nada!
Carlos corrió a abrazarla. La levantó en vilo hasta que ella rompió a reír.
—¿De dónde has sacado ese atuendo, granujilla?
Nico miró con simpatía a su hermana, que ya salía corriendo a trompicones.
En ese momento sonó el móvil de Carlos y éste salió al vestíbulo. Era una conversación de negocios, algo sobre una junta de accionistas que cambiaba de fecha. Julio se quedó con Nico y se vio obligado a empezar sin su anfitrión. Tomó asiento en una butaca de piel color burdeos.
—Nos ha dejado solos —cabeceó.
—Ahí sólo se sienta mi padre. —Nico señaló la butaca.
Julio ocultó su sorpresa con un gesto de desenfado.
—Espero que no me regañe.
Nico tomó el mando a distancia y conectó la radio. Sonaba una retransmisión de fútbol.
—¿Te gusta el fútbol?
Nico cambió de emisora. Sintonizó una tertulia. Cambió a un programa de Los Cuarenta Principales. Y al cabo, a uno de música española. Iba saltando de una a otra. En busca de ayuda, Julio se volvió hacia el vestíbulo, pero Carlos continuaba hablando por teléfono en el jardín.
—¿Qué tal en el cole? ¿Estudias mucho?
—A ti qué te importa.
El volumen estaba demasiado alto. Julio le quitó el mando y apagó la radio. El chico le lanzó una mirada de desprecio y le espetó:
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
Julio se quedó de una pieza. Su desconcierto provocó en los ojos del niño un brillo de satisfacción, que no le pasó desapercibido a Julio. «Me está retando —pensó—. ¿A qué raza pertenecen esos ojos?» Estaba seguro de no haberlos visto antes.
—Tu padre y yo somos amigos.
—Ya sé. Vienes del club de pijolabas.
—¿Qué dices? No soy socio, aún no estoy abonado —dijo fingiéndose ofendido—. Ahora que… espero que me admitan con mi nuevo traje de tenis Lacoste Superclub.
Y le guiñó un ojo. Al chico se le escapó una sonrisa, aunque enseguida la borró de la cara.
—No me haces gracia.
Julio le dio resueltamente la espalda y se puso a hurgar dentro de su maletín. El niño se acercó a husmear.
—¿Qué tienes ahí?
—Unos juegos.
Nico se acercó más. Julio le mostró su interior. Había muchas cajitas azules, un cronómetro y un pequeño libro.
—Ya sé lo que es esto. Es para ver si soy tonto.
—Nadie cree que lo seas.
Nico abrió una de las cajas y se mostró interesado. A Julio le agradó ver al fin un deseo de colaboración.
—Vamos a mi cuarto.
Era una habitación espaciosa, sobria y tan ordenada que casi no parecía la de un muchacho de doce años. No tenía juguetes, sólo libros y un par de estantes con discos. Las novelas eran clásicos juveniles en su mayoría, ordenados alfabéticamente por autor. Pero también había novelas no tan juveniles, de autores como Dumas o Hesse. En un anaquel se alineaban los libros de texto de cursos anteriores. Algo más adolescente se le antojó un enorme póster de Dani Pedrosa tomando una curva, que cubría la puerta corredera del armario empotrado. Había otro póster más pequeño junto a la cama: una hermosa vista de la Tierra desde el espacio. Julio echó un rápido vistazo a los discos, un buen número de los cuales era de U2 y los Rolling. Lo más moderno era Björk. Después paró su atención en unos dibujos del chico, pinchados en el corcho: una escuadra de cazabombarderos y coches de rally.
—Se te da muy bien el dibujo.
Sobre la estantería más alta vio un tablero de ajedrez.
Nico había abierto una de las cajas del test. Era la más difícil de la prueba espacial: un puzle de veinticinco piezas, sin modelo. Julio las dispuso con el dibujo hacia arriba, desordenadas, y dio la señal al tiempo que pulsaba el cronómetro.
—Tienes que adivinar qué representa.
Pese a las instrucciones, Nico comenzó a invertir las fichas. Con creciente asombro, el psicólogo fue observando cómo el niño iba armando el puzle al revés, por la forma del corte. No cometió un solo error y lo acabó con pasmosa rapidez. Quedó un cuadrado azul.
—El cielo sin nubes —dijo.
Julio quedó deslumbrado. ¿Qué podía hacer después de eso? Seguir le parecía ridículo.
Nico se levantó y colocó entre los dos el tablero de ajedrez. Le dirigió una mirada retadora, como si le dijera: «A ver qué eres capaz de hacer tú».
A él no le gustó que el chico tomara la delantera, pero aceptó. Fueron disponiendo las piezas. En el sorteo, al chico le tocó regir las piezas negras.
—¿Rápida o relámpago? —inquirió preparando el cronómetro.
—Como tú prefieras.
Julio abrió con peón central y comenzó la tormenta de manos impulsando los resortes del reloj, mientras se desarrollaba el juego a un ritmo tal que parecía no quedar resquicio ni acomodo para el pensamiento. Notó enseguida el primer cambio: por primera vez, el muchacho entraba en un campo cargado eléctricamente. Su mirada se encendía. Él conocía bien aquella emoción: la descarga de adrenalina. Él conocía la materia versátil de esa concentración, la agresividad, los ojos zigzagueantes y el pensamiento veloz. Las manos volaban del tablero al reloj, parando y empujando el tiempo; las pequeñas de Nico lo hacían golpeando con brusquedad, en tanto que Julio paraba su reloj con un toque suave del índice. Los movimientos enérgicos, impetuosos del chico contrastaban con los suaves —aunque igual de rápidos— de su rival. Despejaron el centro para abrir juego en un intercambio de piezas, tres peones de cada parte, alfil y caballo. Él dejó que tomara una pequeña ventaja sobre el flanco de dama, cediéndole su diagonal expedita a un alfil blanco demasiado altanero, que parecía pregonar en alto sus intenciones desde su lanzadera, como un toro enrabiscado que trisca la arena con la pezuña y enfila el asta. Julio sonrió para sus adentros ante este gesto pueril. Las combinaciones se sucedían de manera previsible. Opuso su caballo al avance del alfil y le paró las tornas. El niño renqueó, hizo una pausa de dos segundos para pensar y se lanzó al ataque con su dama, plantándola contundentemente en posición de amenaza doble, a la torre y al caballo defensivo. Sin duda creía que era una gran jugada, pero Julio tenía la réplica prevista y obligó a replegarse a la dama, con la pérdida añadida del alfil. Nico, por primera vez, tomó conciencia de la situación. Había entrado a degüello, y ahora resultaba que el degollado era él. Sus miradas se cruzaron. Julio, tranquilo, le sonrió. El otro se lanzó a la carga enardecido, alineando sus torres, clavando aquí y allá sus piezas, pero a Julio parecía no costarle ningún esfuerzo cerrar filas en torno a su rey y crear puntos débiles en la escuadra opuesta, hasta que ésta empezó a desmoronarse. Aun así, Nico persistía en tirarle las piezas al tomárselas, en maniobrarlas en el turno de Julio y aporrear el reloj. Le estaba sacando de sus casillas. Julio se quedó con un alfil y un peón contra su rey. Le quedaba un minuto y le dijo:
—Y ahora, después de todas las marrullerías que me has hecho, te voy a dar una lección de cómo se da mate con sólo alfil y caballo en un plumazo. Es el mate más difícil.
Y con el peón coronó caballo, para, simultáneamente, perpetrar un jaque mate.
Nico no podía creerlo. ¡Había subestimado a su rival! En un rapto de furia incontrolable barrió de un manotazo el tablero. Las piezas volaron por toda la habitación.
Julio irguió la cabeza interrogante.
El rostro del chico se contrajo con un breve temblor bajo el labio; luego, se limitó a apretar las mandíbulas, sin dejar de mirarlo.
—Dime, Nico, ¿estás enfadado por haber perdido o por otra razón?
—Quiero la revancha, psico.
—Hemos acabado.
—La buena.
Julio se encorvó sobre la mesa y le enfrentó los ojos.
—Nico, yo no soy tu rival. No quiero que te enfades conmigo, ¿por qué es tan importante ganarme? ¿O por qué es tan importante no perder?
—Me estás calentando la cabeza.
En ese momento asomaron Carlos y Coral, su mujer. Julio palideció al verla. Tuvo un acceso de vértigo, como si se desplomase la cornisa que pisaba y se abriera a sus ojos el vacío. Notó las palpitaciones en sus sienes. Ella también quedó conmocionada. Carlos se fijó en que todas las piezas yacían dispersas por el suelo.
—Pero bueno, ¿qué ha pasado aquí?
Nicolás Albert no contestó. Miraba la extraña expresión de su madre y de Julio. Ella tardó unos segundos en reponerse y reaccionó indicándole a su hijo que recogiera ese estropicio. Le tembló la voz.
Carlos notó algo raro y lo atribuyó a que Julio se había quedado esperando a que le presentara a su mujer. Así lo hizo y ellos se estrecharon la mano, estirando mucho el brazo para evitar acercarse. Hubo un silencio tan diáfano que se oyó el clic final del reloj al caer la bandera.
Había dejado entreabierta la puerta corredera del comedor que daba al jardín para escuchar la conversación que ellos mantenían en las butacas de bambú, ante la mesa ovalada donde Araceli había servido copas y un pequeño aperitivo. Acechando tras las cortinas, vio a su padre al lado de Julio y a su madre en una postura tensa, agarrotada, alejada del invitado y como mirando en otra dirección, mientras daba caladas a un cigarrillo. Era como si Coral no quisiera estar allí, aunque se tratara de él. Casi se estremeció cuando oyó decir a su padre que, en opinión de Julio, la muerte de Argos no había sido accidental. Coral callaba, ensimismada y lejana.
¿Quién era ese hombre? Por su forma de vestir, con esos vaqueros gastados y la camisa arremangada, no parecía un vecino de la colonia, ni uno de los típicos amigos de su padre, con sus camisas nuevas y sus corbatas jaspeadas. Julio había llegado en un Nissan Micra blanco y limpio, que había aparcado frente a la casa. Nunca había conocido a un psicólogo.
Coral Arce y el visitante se esquivaban la mirada. La brisa hacía tintinear como un xilófono los tubos de bambú que pendían de una rama del manglar, cerca de la posición de Julio. Las cañas huecas casi siempre hablaban en murmullos, pero sólo se escuchaban cuando la conversación del porche languidecía y se llenaba de incómodos silencios. Diana hizo su aparición mordisqueando una tostada con mermelada, de las que le preparaba Araceli, y tenía los morros de color mora. Coral la limpió con un pañuelo de papel y le dijo al oído que papá y mamá estaban hablando de temas serios, porque Diana asintió y no les molestó más, y se alejó hacia la otra parte del jardín, junto a la caseta vacía del perro.
El niño abrió un poco más la puerta, apenas una pulgada, para escuchar mejor. Tenía un mal ángulo, ya que una columna tapaba parcialmente a su madre cuando ella se inclinaba hacia atrás. Juzgó mejor no cambiar de posición, porque el visitante podría verlo. Era perceptivo y penetrante, y discreto. Le gustaba. De momento, sólo hablaba Carlos, pero hacía un rato que repetía lo mismo, esperando a que Julio interviniera y buscando la participación de Coral con rápidas miradas de auxilio. Pero ella se abstenía. ¿Por qué actuaba así su madre? Era extraño, Coral siempre manifestaba sus propias opiniones y no solía cohibirse ante un invitado. No parecían simpatizar Julio y su madre. Y Carlos no se daba cuenta. Él nunca se daba cuenta de nada. Julio bebía y asentía mirando a Carlos, evasivo, y al momento desvió su atención hacia un mirlo que cruzaba el jardín dando saltos con las dos patas a un tiempo.
Coral Arce miraba a Julio de reojo. Era él, apenas podía creerlo. Los dos allí, sin hablarse, y en medio Carlos, hablando sin percibir lo que ocurría.
—Él es muy celoso de su intimidad, ¿verdad, Coral? No deja entrar a cualquiera en su cuarto, ni a Araceli, que tiene que pasar a limpiar cuando él no está, y eso que ella lo conoce desde que tenía cinco años. Por eso ya es una buena señal que te llevara a su habitación. En fin, ¿cómo lo has visto?
Julio se veía sobrepasado por la situación. Sentía un horrible vacío en el estómago y no podía probar ni un cacahuete. Sólo deseaba terminar la faena y retirarse discretamente, sin levantar polvo. La presencia de Coral lo turbaba.
—Tiene mal color. Es más complicado de lo que pensé —dijo Julio al fin, tratando de no decir nada que no creyera cierto—. Voy a recomendaros a un especialista para que lo valore a fondo.
Carlos se quedó desconcertado.
—No te entiendo. Eso no fue lo que acordamos.
Julio se retrepó en la butaca, inquieto.
—Tienes razón. Pensé que iba a ser otra cosa. Algo más próximo a mi campo, ya sabes.
Carlos Albert intuía que Julio no quería arriesgar una opinión, por alguna razón inconfesable. Esperaba que no fuera para evitarles una mala noticia. Estaba desconcertado: antes había visto a un hombre lleno de aplomo y seguridad. Ahora veía a un hombre vacilante, esquivo. Imaginó que se trataba de algo que había visto en su hijo, y que no era una buena noticia; algo que le ponía en un compromiso.
—¿Crees que puede tener algún tipo de… trastorno? Di lo que piensas, francamente.
El psicólogo cabeceó, en un gesto que tenía más de afirmación que de negación. Esto no contribuyó a tranquilizar a Carlos.
—Es pronto para saberlo —se excusó Julio— y un diagnóstico requiere más tiempo. En cosa de una semana os encuentro a la persona idónea.
—Nos dejas un poco preocupados —dijo Carlos—. ¿No podrías aventurar algo más concreto?
—No, sólo… una instantánea del momento. Lo que está claro es que tiene una inteligencia portentosa.
—¿Eso es malo?
—La inteligencia es una herramienta maravillosa. Pero también puede ser un arma peligrosa, si no se gestiona bien.
Carlos asintió. La explicación, aunque vaga, no estaba exenta de sentido. Él también sentía a menudo que Nico lo observaba a través de una mirilla de desprecio. El cañón de sus ojos penetrantes se movía en silencio, siguiéndolo en su recorrido. Y se esforzaba en imaginar ahora cómo era posible que el psicólogo hubiera tenido, en su primera entrevista, esa misma sobrecogedora sensación.
—Creo que hay algo en él a punto de estallar —concluyó Omedas—. Ojalá me equivoque.
Con esto dio por terminada la charla. Sintiéndolo mucho —adujo sin mucha convicción—, tenía cosas que hacer.
Los dos lo acompañaron hasta la salida, un tanto apesadumbrados por aquella instantánea nada halagüeña y más bien borrosa. Intercambiaron cortesías, vagas despedidas.
El hijo de Carlos se había perdido el final. Corrió a la cocina, desde donde podía atisbar el primer tramo de la entrada, pero sólo pudo ver a sus padres volviendo por el porche, cariacontecidos. Carlos agitaba las manos e hizo un gesto como si se sacudiera el polvo. Hasta que no entraron en el vestíbulo no pudo escuchar la conversación.
—La idea fue tuya —decía Carlos—. Tú querías un psicólogo. Ahora parece que te da igual.
—Yo no habría podido convencerle.
—¿Cómo lo sabes?
—Creo que no se atreve con esto. No sé, Carlos, este asunto me deprime. No sé qué vamos…
No pudo oír más porque una moto de gran cilindrada envolvió la calle en un formidable rugido.
Los dos entraron en el salón. Nicolás salió, dio la vuelta y accedió desde el jardín, deslizando suavemente la puerta corredera. Se emboscó detrás de las cortinas y observó la escena.
—Vamos, él habrá visto cosas peores —decía Carlos—. Está acostumbrado a tratar a niños con muchos problemas. Esto no puede asustarlo.
Coral estaba alicaída y Carlos cambió de actitud.
—¿Qué te pasa? Ya sé que todo esto es muy engorroso, pero tú fuiste la primera en admitir que a veces hay que pedir ayuda.
—Y lo sigo pensando, Carlos. Te agradezco lo que has hecho, de verdad. Pero es que tampoco yo lo he visto nada convencido. Él ya ha dicho lo que le parece. No le podemos forzar. Vamos a esperar a ver qué pasa. La pelota está en su tejado.
La rodeó dulcemente con los brazos.
—No te preocupes. Esto lo solucionaremos. Confía en mí, reina.
Al besar a Coral le pareció sentir algo moviéndose tras las cortinas. Se levantó y fue a mirar. No había nada, sólo el jardín con las últimas luces.
—¿Qué ocurre? —se incorporó Coral.
—Algún gato que habrá saltado la tapia.