3
Un Maestro FIDE
Regresó entonces al viejo ático, que en tiempos convirtiera en estudio de pintura, para liquidar el pasado.
Con una desazón casi paralizante en el vientre, Julio Omedas dejó la puerta a sus espaldas y avanzó a tientas por la penumbra, taladrada por la cuchillada de luz que se filtraba a través del marco de la ventana. Olía a memoria fermentada, aguarrás, pintura vieja, polvo y galpón sucio. Parecía caminar sobre cucarachas muertas, pegajosas, y un haz de telarañas rozó su cara antes de alcanzar la ventana y tirar con fuerza de las hojas, hasta desincrustar la madera de la oscuridad con un quejido que pareció salir del fondo de sus tripas. Miró alrededor. Bajo el polvo centelleante dormitaban la estufa panzuda, una escuálida cama, la mesa sin enchapado, combada sobre dos trípodes, el lavadero de mármol blanco y la puerta abierta que daba al retrete. Todo en su sitio, como lo dejaron la última vez Coral Arce y él.
El pasado emergió como una prefiguración fantasmal que emanara del alma de aquellos objetos abandonados apresuradamente, los cubos, las brochas, las paletas cubiertas de costras de color, y sobre todo el camastro pegado a los desconchones de la pared. Debajo ya no estaban las sandalias planas de Coral, cuya hebilla se clavara en el talón aquella noche en que se levantó por un vaso de agua, y caminó cojeando, mientras la risa soñolienta de Coral sonaba como un grato rumor en la oscuridad. Qué triste y abandonado estaba todo ahora, muerto bajo un manto de polvo. Aún parecían persistir sus huecos vacíos, esperando un regreso que nunca tendría lugar. El somier de muelles infames que les taladraba los omóplatos, recordatorio de dulces batallas.
Antes de girarse para verlo, sabía que el cuadro de Coral Arce aún estaba allí, colgado en la pared, junto a la puerta. Representaba a un hombre dormitando en un banco del parque, un hombre que no era otro que él, aunque ocultaba el rostro. Era hermoso, pero destapaba demasiados sentimientos y le hacía mirar atrás, a su pesar. Había venido para deshacerse de él, sobreponiéndose a ese irracional escrúpulo que nos impide tirar una obra de arte, y por el que hasta ahora no se había atrevido a tirarlo. El cuadro lo miraba como una mancha en su expediente. El cuadro era el culpable de que ese ático suyo, de setenta metros cuadrados, en el corazón de Moncloa, cuyo alquiler le habría proporcionado un desahogo económico, hubiera permanecido cerrado e inutilizado durante una década.
Aún conservaba su significado, su carga dañina. Notaba como si del cuadro emanase un punzante perfume lleno de agridulces recuerdos, un destilado de su corazón en crudo. No se trataba de un olor físico, pero podía sentirlo, abriéndose paso a través de las cloacas de su conciencia, poblando esos rincones de mugre de otras presencias, sonidos, voces.
Un cubo de fregona salió rodando tras recibir una patada. Se puso a limpiar todo aquello con rabia, levantando nubes de polvo a cada pase de escoba. Arrancó las sábanas del colchón y las lanzó junto a la puerta, hechas un gurruño. Roció de lejía el baño. Metió en un saco de arpillera todo lo que fue encontrando sobre la mesa y por el suelo y fue bajando la basura por las empinadas escaleras de madera (ruidosas e indiscretas como son las escaleras de un viejo inmueble). Lo último que hizo fue descolgar el cuadro, su retrato durmiente, y, ya sin mirarlo, no fuera a arrepentirse, introducirlo en un contenedor. La pesada tapa cayó con la contundencia con que se archiva un delito en la conciencia.
Sólo entonces respiró tranquilo.
Algunas veces también él la observaba a hurtadillas por la vidriera, cuando ella no lo advertía; Inés se daba cuenta más de lo que él suponía, por eso dejaba subidas las venecianas, para que nada se interpusiera entre sus ojos. Bastaba una señal, una palabra que tardaba en llegar, para producir ese aleteo del deseo que cruzaba las mamparas de cristal, una furtiva sonrisa cuyo significado ambos conocían, en ese espacio habitados por niños con minusvalías.
A través de la puerta de su pequeño despacho administrativo, Patricia también seguía las evoluciones de Inés, su perfil suave, perfecto, girándose hacia su hermano, y creía adivinar en los ojos oscuros de Inés un destello. Inés era luminosa, irradiaba algo que aquellas criaturas apresaban con un afán hambriento. Agachada a la altura de Andrea, con la mano apoyada en su barbilla, Inés le leía los labios, de los que las palabras de la pequeña salían a borbotones de saliva, tras superar difíciles barreras, lanzadas contra un espejo alto donde la cría veía reflejadas, con desagrado, las muecas de su cara y la tensión de su cuerpo, sacudido por pequeños espasmos al moverse. Inés la animaba alegremente, «Lo estás haciendo muy bien», le decía, y los sonidos de la voz infantil, un poco ronca por el esfuerzo que estrangulaba las palabras, llegaban a Julio ligados al zumbido de la impresora y, más allá, en la sala de atención a padres, también la voz de esa nueva madre, Angélica, hablando de su hijo autista. «Díselo otra vez al espejo, bonita», susurraba Inés al oído de la niña, y Andrea lo repetía de nuevo, «zapato», sacando media lengua fuera para conjurar la zeta, ardua y reseca como si fuera el propio zapato el que le trababa la laringe, y había que escupirla con fuerza, para liberarla, esa zeta que era su condena, su tara, su lucha diaria, y que sólo Inés comprendía cuánto le pesaba en la lengua y en la conciencia.
En la sala de motricidad, dos pequeños con síndrome de Down cabalgaban bulliciosos los trolls, perseguidos por Daniel, el fisioterapeuta, tan largo él y a gatas, haciéndoles reír a carcajadas, y en el despacho contiguo, haciendo gala de su paciencia inquebrantable, Julio asentía y devolvía gestos apreciativos desde el otro lado del escritorio a Angélica, con su drama avalado por un grueso cartapacio de informes clínicos. Inés, que la había atendido en días anteriores, ya le había avisado de su verborrea infatigable y lanzó a través de la vidriera una sonrisa a Julio un punto cómplice, como si le dijera: «¿No tenía yo razón?». Julio asintió con resignación mirando más allá de Angélica, a Inés, y ésta se tapó la boca para que Andrea no creyera que se reía de su manera de decir zapato, la pobrecita, del zapato que intentaba sacarse de la boca al decir zzzaapato.
—¿Para qué quieren los informes? ¿Es que no confían en su propio criterio? —dijo Angélica—. Preferiría que valoraran a Alberto antes de leerlos, para no condicionarles.
—Somos los primeros interesados en conocer los recursos de su hijo —concedió Julio—, pero necesitamos tener todos los informes.
—¡Pero mi hijo es una persona, no una etiqueta, no un número, es una persona frágil —dijo Angélica— y terriblemente sensible que necesita que alguien le escuche, y no que le pase otra vez esa batería de horribles… test psicotécnicos que son incapaces de revelar la riqueza de su interior! Porque, para empezar, ¿cómo va a ser válido un test que parte de respuestas verbales, si mi hijo no puede hablar? ¿Acaso el que no habla no tiene nada que decir? ¿Es que no se le concede la capacidad de pensar? ¿Conoce usted el valor del silencio?
Julio asintió, y pensó en lo que sería capaz de pagar en ese momento por que la señora se callara de una vez. Pero siguió un rato más, instruyéndole, hasta que Patricia salió de su oficina anunciando que era hora de cerrar. Angélica quedó en regresar el siguiente lunes, esta vez con su hijo, para que iniciaran la exploración.
Una hora después, Julio e Inés tomaban una copa en la penumbra humosa del Jazz Perfect, junto a una columna de espejos donde se reflejaban a medias, con los ojos clavados en un negro disc-jockey de dos metros de largo por uno de ancho y gorra beisbolera, que pinchando aquí y solapando allá montaba unas mezclas increíbles en su sala de mandos, sobre ritmos de jazz fusión. Era el local favorito de Inés, y a Julio le parecía increíble que a su amiga, tan clásica de maneras, le gustara esa cosa llamada acid jazz.
—Pobre Julio, te quedaste anclado en los tiempos beethovetónicos.
—Cúlpale a mi padre.
Inés, bañada en la luz ultravioleta, tenía los ojos más lejanos que de costumbre. El psicólogo se preguntaba si a él le gustaban las psicólogas. Y si Inés era una psicóloga, ¿podrían llegar a entenderse? Y la vio de nuevo junto a Andrea, a vueltas con el zapato.
—Fui educado por mi padre, porque mi madre murió cuando yo tenía tres años y mi hermana cinco. Si conservo algún recuerdo de ella, hace mucho tiempo que se filtró a la inconsciencia. Creo que a veces sueño con ella, pero tampoco me acuerdo. Tenemos sólo las viejas fotografías que mi padre guardaba en el cajón, junto a una colección de pipas.
—Los recuerdos más importantes son los que no se recuerdan.
—¿Te refieres a que existen en alguna parte de mí? ¿En mis catacumbas?
La mirada del psicólogo quedó imantada por un tubo de luz verde, serpenteante, que iba recorriendo el contorno de un saxofón en la pared. Al lado había una estantería llena de polvorientos compactos. Había mugre en las esquinas, junto a paneles luminosos y carteles de Guinness. Cierto que Roberto les solía hablar de Ana a menudo, en los momentos felices, casi siempre al final de la tarde, al volver del trabajo, o en la cena, cuando estaban más dispuestos a escuchar y a perderse en ensoñaciones. Patricia era la que mostraba más curiosidad. Parco de palabra, o más exactamente poco imaginativo, Roberto precisaba que era muy guapa, muy elegante, y había sido la mejor esposa y la mejor madre del mundo.
—Mi padre estaba chiflado por el ajedrez, y me pasó el virus.
Los labios de Inés se habían vuelto violetas, junto al vaso cilíndrico. Se meneaba al compás de la música que maniobraba el enorme pinchadiscos. Todo su cuerpo liviano se movía dentro de una suave cadencia nocturna. Su voz salía caliente y pausada, enmarcada por los gestos de sus manos, y cuando estaba bebida hablaba aún más despacio, con un decoro soñoliento. Llevaba como una muchacha un prendedor en el pelo, del que asomaba el brillo de sus pendientes. Y cuando lo miraba, lo hacía ladeando ligeramente la cabeza. A Julio le gustaba, y ella lo sabía, pero tal vez no le bastaba con eso. Se diría que les daba apuro hablar de sus sentimientos, como si no tuvieran derecho a incurrir en semejante frivolidad.
El alcohol comenzaba a ascender como un éter por sus conciencias.
—Si mi padre no hubiera leído sus teorías, nunca habría pasado tantas horas conmigo ante el tablero, y si no hubiera hecho eso, mi vida hubiera tomado otro rumbo, y no nos habríamos conocido.
—Imagina que es así, que nos encontramos por primera vez. Somos dos desconocidos.
Con el pie estribado en la banqueta y la rodilla encajada en el pubis de Inés, Julio Omedas sentía que todo daba vueltas: giraba una copa en la mano y giraba la moneda de brandy dentro de la copa, y también el saxofón luminoso tras la barra, y el negro disc-jockey se giraba la gorra beisbolera y giraba los discos en la pletina. El jazz fusión los envolvía en un campo magnético que volvía loca su brújula. A Omedas le sorprendía que algo tan duro como su rodilla pudiera volverse tan sensible.
Ella avanzó más allá de la rodilla, sobre su muslo. Se acercó a su oído para susurrarle algo que él no consiguió oír, y no obstante le produjo un íntimo agrado. Le pidió que se lo repitiera.
—Dos desconocidos.
Julio asintió. Eludir familiaridades impropias de quienes se encuentran cada día en el lugar de trabajo. Empezar de cero, con todas las posibilidades e imprevistos. Sonaba bien. Ella había terminado su copa y Julio le hizo una seña al camarero.
—Su cara me es familiar —dijo ella con una sonrisa seductora—. ¿Viene usted mucho por aquí?
Julio se sentía empujado a una comedia sin guión. Pero él nunca había sido bueno improvisando. Tenía complejo de mal actor. Tampoco le gustaba el comienzo de la obra que le proponía. Empezaba con dos desconocidos que se encuentran en un bar y se cuentan sus extravíos, confiando en encontrar juntos el camino de salida. Convencional.
—No, es la primera vez. Tal vez nos hemos visto en otra parte. ¿En el trabajo?
Ella dejó escapar un resoplido de contrariedad al tiempo que taconeaba en el suelo.
—¡Has roto el hechizo! —Hizo un círculo con las manos, como si el hechizo ocupara ese espacio—. ¡No había que mencionar el trabajo!
Julio asintió, tratando de sobreponerse.
—No sé fingir. Justo ahora que te estaba contando mi vida, para empezar a conocernos un poco, ¿quieres que nos desconozcamos?
—A lo mejor es que no nos conocemos realmente; sólo estamos acostumbrados a vernos. Sé muchas cosas de ti, muchas cosas que, juntas, suman poco.
Julio se daba cuenta de que ella le pedía que hablara de su manera de ser. No era uno de sus grandes temas de conversación.
—Soy el típico ser especial.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, todos nos creemos especiales en mayor o menor grado. Creemos portar una maravillosa singularidad, como un precioso tesoro que reservamos sólo a determinadas personas que, por otra parte, también se consideran especiales. ¿Tú eres especial, Inés?
—¿Me estás poniendo a prueba? —Le dieron ganas de reír—. Si te digo que lo soy pensarás que no soy especial, sino la típica mujer que se cree especial. Deduzco que debería decir, entonces, que no lo soy.
—Pertenecerías a ese singular conjunto de personas que no se consideran a sí mismas singulares.
—Lo que ocurre es que me gustaría que me trataras como si de verdad yo fuera alguien especial para ti.
—Eso se lo dirás a todos.
—No, te lo digo a ti, el típico ser especial.
Julio bebió un trago y se sintió un poco mareado.
—Tú eres mi amiga Inés, y no hay otra como tú, aunque pueda llegar a verte doble.
Ella le cogió de la mano y le llevó a la pista de baile.
Consciente de que, en ausencia de la madre, su hermano necesitaba de una autoridad femenina, Patricia había ejercido de hermana mayor con celo infatigable, desde que empezó a tener uso de razón. No obstante, un temperamento por naturaleza independiente como el de su hermano Julio no requería de muchos cuidados ni desvelos, y Roberto lo sabía.
Nunca trajo a ninguna amante a casa, aunque Patricia encontró un día, escondidas en su cartera, fotos de una mujer muy atractiva, con un traje azul, muy escotada, con la que sin duda se veía algunos sábados en que pretextaba salir al cine. Tuvo un corto desenlace, tras el cual Roberto se instaló en una viudedad desprovista de escapadas para consagrarse a la educación de sus hijos.
Su gran pasión era el ajedrez. En un mercado callejero de Budapest próximo al Danubio, durante la luna de miel, su esposa le había comprado un juego tallado en cedro africano, fragante, con piezas bruñidas y suaves al tacto, que resultaban algo pesadas para las pequeñas manos de sus hijos. El tablero de viaje se doblaba en dos hojas, convirtiéndose en la caja que guardaba las fichas, y la acompañaba un trípode de madera, también desplegable, para sustentarla a la altura de una mesa. La infancia de Julio estuvo íntimamente asociada al aroma de cedro que quedaba adherido a sus manos después de jugar con su padre: en aquellos primeros años, podía decirse que jugaba con su padre, pero no contra él.
Roberto estaba persuadido de que el ajedrez educa la mente y desarrolla la inteligencia de los más pequeños. De modo que pintó en la trona un tablero de ajedrez y le enseñó a mover las piezas con muñecos de goma.
Muchos años después, recordándolo, Patricia se sorprendía de que a pesar de estos estrambóticos desvelos paternos, hubieran salido los dos cuerdos del trance. Incluso, Roberto podía ufanarse de haberse salido con la suya, pues si bien la hija nunca cobró afecto al ajedrez, en Julio la semilla germinó de una forma que ni en su optimismo racionalista había imaginado. El aroma de cedro impregnó los mimbres del alma infantil de Julio, mezclado con el de la pipa de Roberto, al otro lado del tablero, en esos ratos apacibles después de la cena, en los que disputaban dos o tres partidas de quince minutos y luego las comentaban, analizando algunos de los movimientos realizados o planteando otros que pudieran haber sido mejores. En estos esbozos hechos de gestos con las grandes manos del padre, de cambios de piezas y figuras apenas insinuadas, que iban y venían o mudaban de lugar y se entretejían velozmente ante los atentos ojos del muchacho, como jugadas invisibles, Julio aprendió a representarse en su imaginación un pequeño universo formal y al tiempo encantado, donde las piezas —peones, alfiles, torres, reinas…— evolucionaban sin necesidad de tocarlas.
Tenía nueve años cuando empezó a ganar a su padre sin que éste se dejara o vendiera barata su derrota. Esto sumió al niño primero en confusión y luego en vértigo. Y es que en sus esquemas de la realidad no entraba ser superior a él en el tablero; era una anomalía, un cortocircuito, algo que no podía haber sucedido, o había malinterpretado. Cuando al fin se convenció de que así era, de hecho, perdió pie y su tambaleante identidad se vino abajo. Pasó unos días muy deprimido, sin querer ir al colegio. ¿Qué poderes tenía él? ¿Acaso era él omnipotente? ¿Pues no adivinaba siempre el padre sus más ocultas intenciones, no le leía en los ojos los pensamientos, desde que podía recordar? ¿Por qué ya no le funcionaba este superpoder?
Se veía bordeando el abismo. El mundo comenzó a parecerle más pequeño, lo imposible, posible, lo inalcanzable, palpable.
—No quiero jugar más contigo, papá —le dijo.
Roberto se puso muy serio y asestó en la mesa un puñetazo tan fuerte que su reloj de plata se le desprendió de la muñeca. Julio se estremeció: nunca había visto tal arrebato de furia en él.
—Escúchame bien, pequeñajo: he invertido muchos años y mucha paciencia en enseñarte para que juegues así, y ahora que por fin empiezo a divertirme, no te me vas a escapar. Así que prepara las piezas.
Unos meses después lo inscribió en la escuela oficial de la Federación y lo presentó a sus amigos del club, veteranos de guerras silenciosas. Y tras un aluvión de derrotas por jaque mate, que como jarro de agua fría encogió sus ínfulas, el chico comenzó a comprender que, en realidad, ganar a su padre no era ningún prodigio, sino algo que ocurría casi todos los días entre aquellas viejas mesas donadas por algún colegio del barrio, con manchas de quemadura de cigarros e inscripciones labradas. Aún tenía mucho que aprender y se puso bajo la férula de un maestro que había entrenado a algunos campeones, y que aseguraba que, al ritmo que iba, pronto empezaría a acumular trofeos en las vitrinas.
Su padre asistía complacido a esta evolución. Antes de lo imaginado, había logrado transmitirle un placer reservado sólo a los espíritus sutiles: detectar la belleza melódica de un razonamiento perfecto. Y con un punto de vanidad elitista, como cuando se ponía pajarita para ir a la ópera, se jactaba de que cuanto sembraba en su hijo, él se lo devolvía multiplicado con creces.
Parecido celo puso en su empeño por transmitirle el amor por la música clásica. Desde muy niño lo tenía acostumbrado a hacer audiciones con él, y en casa apenas se escuchaba otra clase de música porque, de hecho, para Roberto no había otra música que la música clásica.
En su décimo aniversario, cuando Julio recibió como regalo una lujosa caja con las nueve sinfonías de Beethoven, dirigidas por Karajan, le dio a su padre uno de los mayores disgustos de su vida:
—Verás, papi, resulta que a mí no me gusta esta música. No la entiendo.
Roberto Omedas se quedó helado.
—Pero ¿qué me dices, hijo? ¡Con las veces que hemos escuchado música juntos!
Julio asintió, indiferente. Roberto probó una fórmula que antes le había dado buenos réditos:
—Escúchame bien, pequeñajo: he invertido muchos años y mucha paciencia en transmitirte el amor por la música clásica, y ahora que tienes la mejor colección de las sinfonías de Beethoven, no voy a permitir que le hagas ascos.
Su hijo puso los brazos en jarras, imitándole:
—Escúchame bien tú ahora, cabezota. He pasado muchos años aguantando tus aburridas audiciones, y diciéndote todo lo que tú querías oír, que si ese violín era maravilloso, que si el clarinete era melodioso, que si Beethoven era lo más grande del mundo entero, todo para que te quedaras contento, pero ya me cansé de esa brasa. Tengo diez años, y no me gusta Beethoven, sino el rock.
Roberto sintió que se encogía. Todos esos años de audiciones con su hijo pasaron como un relampagueante segundo por su cabeza, como una demostración irrebatible de su estupidez congénita. Se dejó caer en una silla, abatido. Julio sonrió y le acarició la barba.
—No te preocupes, papi —trató de consolarlo—, los cambiaremos por discos de rock.
A la mañana siguiente del reencuentro con Coral, cuando sonó el despertador, Julio Omedas apenas podía moverse. Tenía la vaga noción de haber cruzado la noche al galope de un caballo, amarrado a él por los tobillos. No había víscera ni hueso sin remover.
Descorrió las cortinas y quedó inundado por la luz de la mañana. Ocupado en ensamblar las diversas partes de su cerebro hecho añicos, recordó ese momento en que, mientras Carlos le enseñaba el salón de su casa, le pareció haber visto algo que conturbó su ánimo y no supo qué, y enseguida decidió olvidarlo. Ahora la respuesta vino a buscarlo, abriéndose paso a través de su conciencia. Fue un cuadro de Coral, un cuadro que nunca había visto, y cuyo estilo reconoció en un relampagueo subliminal, aunque por algún mecanismo sarcástico esa información quedó retenida en un control de aduanas, por peligrosa. Retenida, que no borrada, ya que ahora, aunque tarde, se le revelaba. Y ahora esta reminiscencia reflotaba a sus ojos soñolientos, como una verdad que había querido manifestarse y él mismo había ahogado.
Bajo el chorro humeante de la ducha, empezó a desincrustarse las aristas de la noche. Cómo iba a imaginar que la mujer de Carlos —cuyo nombre nunca había salido a relucir en las contadas ocasiones en que se habían visto— fuese Coral Arce, la pintora, estudiante de Medicina, que conociera una mañana en El Retiro, durante un certamen de pintura rápida. Cómo iba a imaginar que, después de tantos años, el azar lo llevaría hasta su casa. Desde que desapareció de su vida, un 20 de febrero de 1992, sin previo aviso ni explicación, jamás supo su paradero. Cambió su número de teléfono, se mudó de apartamento… Tal vez de haber persistido en el empeño, bien localizando a sus amigas, bien yendo a los lugares que frecuentaba, habría dado finalmente con ella, pero no se tomó la molestia: el mensaje era de una claridad meridiana, aunque todo lo demás —la razón de su extraño y repentino cambio— quedase en la incógnita. Decidió esperar, hasta que la espera misma lo agotó. La falta de sentido de tal reacción le llevó a barajar mil posibilidades, la mayoría conjeturaba algún error que él hubiera cometido, sin advertirlo. Esto le llevó a torturarse innecesariamente, y a caer en un estado próximo a la desesperación. Un período de su vida que prefería no recordar. Un amor mal cicatrizado.
La cafetera rompió a borbotear y sintió una bocanada de optimismo. Aún le duraba un resto de vergüenza por su torpe reacción al reencontrarla y la sensación de bloqueo que le duró durante la discusión posterior, en presencia de Carlos, y hasta que dejó atrás la casa. La sorpresa de encontrársela ahí, de pronto, lo había fulminado. Muchas veces había pensado que ese momento tarde o temprano llegaría —imaginaba que la encontraría por la calle, o en un mercado, o en la cola de un banco, o en una gasolinera de carretera, o en un viaje fuera de España, quién sabe en qué ciudad y en qué circunstancia— y quería estar preparado para afrontarlo. Confiaba en que, cuando eso ocurriera, hubiera transcurrido tanto tiempo que, borrados recuerdos y cicatrices, ya nada de eso importara, o fuese de pueril insignificancia. Hablarían, tal vez, desde las canas o las arrugas, de aquellas vehementes batallas como si hablaran de un tiempo remoto, sin rencores ni culpas.
Cuando creía que había desaparecido de su memoria, en realidad sólo había fermentado. Se había vuelto un cuajo dañino, supurante. Estaba más viva que nunca.
En aquel momento, cuando la vio aparecer, en el cuarto de Nico, se sintió en el centro de una tempestad de vientos cruzados. Una fuerza le apremiaba a zaherirla, a arrancarle un perdón con la navaja al cuello. Otra le exigía una confesión de las causas de su extraña conducta. Deseó abatirse sobre ella, quién sabe si para matarla o abrazarla. El sabor del café caliente le hizo sentirse mejor. Se le desataba un nudo de las tripas.
Recogió sus cosas y se metió en el coche. En el primer atasco, de camino al gabinete Puentes, se propuso no pensar más en ello, pero seguía girando el tambor cargado. Ahora tenía que elegir. Hubiera preferido no saber que Coral Arce vivía allí, y que era tan fácil verla de nuevo, caer en la tentación de arrancarle alguna forma de reparación o disculpa o —aún peor— de continuidad, con la cobertura de una psicoterapia a su hijo.
Aislado del atasco y del ruido por el piano de Rachmaninov, pensó en Nico. Un caso fascinante. Era una gran oportunidad, sin duda. Una inteligencia pérfida y sádica. Le acariciaba la curiosidad. Había visto una ventana luminosa y quería asomarse, explorar lo que había al otro lado. Maldijo su suerte. No entraría de nuevo en el territorio de Coral. Era un jardín prohibido. Necesitaba recolocar la bola del mundo, que todo volviera a su sitio. Se centró en sus ocupaciones actuales, sus clases, sus artículos, y en cómo sacar adelante el gabinete Puentes, con la ayuda de su hermana.
La noche se había poblado de evocaciones. Evocaciones punzantes y luminosas, que herían sus retinas en la oscuridad. Buceaba entre las imágenes, los colores y las palabras. «La primera vez que te besé, olías a óleo», le había dicho él muy cerca del oído ante la ventana del ático, mirando ambos una panorámica de sucios tejados. Casi le parecía estar escuchando el timbre familiar de su voz. La barbilla sin afeitar le cosquilleaba el cuello por detrás.
Corría un poco de viento y, desde la cama, Coral escuchaba como un débil crepitar las hojas de las acacias del jardín, la respiración pausada de Carlos y el reloj despertador tictaqueando. Con torturante minuciosidad su memoria diseccionaba aquella mañana de mayo del 89 en que lo vio por primera vez, dormitando en un banco del parque con un libro abierto en la mano, una novela de Balzac. Podía haber pasado de largo, y en lugar de eso se detuvo, asentó en la hierba el caballete y comenzó a dibujarlo en el lienzo. No había encontrado ningún motivo mejor en todo el recorrido.
El joven no se movió durante la media hora que necesitó para trazar con el largo grafito las líneas de referencia y fijar al banco y al durmiente en un lugar alejado del centro de la composición, cediendo éste al juego de árboles y sombras, y a una farola de la linde del jardín. Lo primero que cubrió de color fue al durmiente, lo más difícil; de él dependía el resto del cuadro. Rectificó varias veces con el pincel las líneas del dibujo, hasta que la postura reflejó esa cualidad descabalada y azarosa del instante —las piernas cruzadas, la cabeza algo ladeada y el mentón contra el pecho, una mano entre las páginas del libro semicerrado y la otra colgando a la altura del muslo—, que le daba solvencia y realismo. El escorzo de la cara le permitió obviar sus rasgos, pero ella podía distinguirlos bien, era esa parte de belleza que no quedaría plasmada salvo en su memoria. Y así debía ser. El libro lo solventó con un toque de blanco roto, un golpe de luz, que se prolongaba en los listones del banco, recortados por una sombra de cobalto. Y cuando quiso darse cuenta, el sol del mediodía se había llevado todas las sombras y chocaba en los blancos con un restallido cegador. El pigmento se secaba demasiado rápido; empezaba a ponerse nerviosa. Había que seguir, a pesar de los problemas. Al menos, su bello durmiente seguía allí, inmutable. Se enjugó el sudor de la frente con la manga y se caló la gorra de visera que guardaba en el macuto. Retrocedió unos pasos, miró de nuevo el resultado provisional, mordiendo el mango de la brocha. Cabeceó, insatisfecha.
Él despertó cuando ella luchaba desesperadamente para dar forma al tapiz arbóreo, metiendo grises a los verdes, que se empeñaban en resultar chillones. Él la miró, achinando los ojos por la luminosidad. Luego miró alrededor: había pintores por todas partes. Tardó unos segundos en comprender que se celebraba el concurso anual de pintura rápida.
Ella luchaba aún para controlar el motín de los verdes cuando lo vio enderezar la cabeza, corregir plácidamente la postura, retreparse, estirar los brazos y chasquear las manos. No parecía molesto. Se levantó y se acercó a ella, hasta situarse a su espalda. Coral sintió su respiración en la nuca y tuvo un estremecimiento. Le tembló la mano sobre la brocha y asestó un golpe de cielo en el tronco de un castaño.
—Muy bonito —oyó. Era una voz cálida.
Ella agradeció el elogio sin volverse. Necesitaba palabras de ánimo en ese momento en que estaba a punto de arrojar el lienzo a la hierba y saltar furiosamente encima.
—Gracias. —Le sonrió—. Espero que no le haya molestado que…
—En absoluto.
Él se puso unas gafas de sol y, al mirarlo de nuevo, a ella no le pareció tan joven como había creído al principio.
—Lo malo es el motivo. Pintar a un miembro del jurado no es muy apropiado, dadas las circunstancias. ¿No ha encontrado nada mejor?
Coral dio un paso atrás, perpleja.
—¿Usted es…?
Julio aprovechó para presentarse.
—En ese caso —dijo ella—, espero que acepte sobornos.
—¿Cómo se atreve? Si intenta insinuarme que se trata de dinero, espero que la cantidad sea razonable.
La miró de arriba abajo. Su atuendo de estudiante insolvente no era muy prometedor.
—Soy una chica humilde, pero de buen corazón, y puedo invitarte a almorzar, si me dejas que termine el cuadro.
Él consideró la propuesta. La idea de comer con una joven tan atractiva le sedujo enseguida y aceptó. Ella le conminó a que volviera al banco y recuperase la postura del durmiente: quieto, los ojos cerrados, la cabeza vencida a un lado. En realidad, esa parte del cuadro ya estaba terminada, pero sentía un cosquilleo de placer en tener a ese jurado de pacotilla a sus expensas. Julio acató sus órdenes, pues también encontraba morboso seguirle el juego.
A las dos de la tarde ella entregó el cuadro a los organizadores. Tenían hambre y Coral debía cumplir su parte del acuerdo.
—Elige: ¿bocadillo de queso o bocadillo de tortilla? —dijo extrayéndolos de su macuto.
—¡Dios mío! ¿Con eso esperas sobornarme? Está bien, pásame el de queso.
El certamen había concitado una afluencia inusual, y no quedaba una sola mesa libre en las terrazas. Se veían pintores por todas partes, cargados de enseres, como ella. Al final, se hicieron con unas latas de refresco y se sentaron a comer en un lugar fresco, junto a una fuente. Ella le contó que estudiaba primero de Medicina, y que su gran pasión era la pintura. Soñaba con hacer grandes exposiciones y viajar con sus cuadros por todo el mundo.
—¿Crees que tengo delirios de grandeza? —le dijo al fin.
—Me gustan tus delirios —repuso él. Se sentía cautivo de un extraño y poderoso magnetismo.
Después del frugal almuerzo se recostaron en la hierba. Coral estaba tan cansada por el calor y el esfuerzo mental que cayó dormida. Julio la observó un rato y sintió que se estaba enamorando de ella cuando le retiró con delicadeza unas briznas adheridas a su melena castaña. Su voz, sus palabras, su olor lo envolvían mansamente, deparándole una efervescencia en las venas, una alegría sin cuento.
A media tarde tuvo lugar la entrega de premios en un estrado levantado frente a la Casa de Vacas, al pie del cual se congregaba un gentío expectante. Emparedados en esa multitud, Coral y Julio esperaban el veredicto del jurado. Coral se sentía tan feliz por el agradable día en compañía de Julio que, así ganara o perdiera, ya no le importaba demasiado. Al fin subió a la tribuna un vocal y cantó una retahíla de números correspondientes a los cuadros finalistas y premiados; el de Coral no sonó.
—Estamos de suerte —le dijo Coral—, porque, en realidad, lo que quiero es regalarte mi cuadro.
—¡Qué gran premio!
¿Tendría todavía ese cuadro suyo en aquel ático de Moncloa que acondicionó para ella como taller de pintura? Qué maravillosas horas habían pasado los dos allí. Y qué feliz era entonces. «¿Qué he hecho con mi vida?», se preguntó. Había aceptado las normas de un juego inocente, sin riesgo, enterrando sus anhelos de juventud para apostar por una vida colmada de seguridades. Y ahora veía con total nitidez que la adversidad retornaba con la contumacia de un buitre enamorado de sus entrañas.
Venciendo un natural escrúpulo, se tragó un ansiolítico de Carlos, pequeño y amarillo, de esos que él utilizaba para sus juntas de accionistas y sus exposiciones en público (aunque le diera vergüenza reconocer que se dopaba para que no le traicionaran los nervios en las ocasiones importantes) y descabezó un sueño nimbado de pesadillas, en las que la mano de Julio —el Julio veinteañero— tañía las cuerdas de un instrumento que no era otro que su sistema nervioso, como si su cuerpo —su piel, sus órganos— fuera transparente, accesible a esa mano afilada como un bisturí que la atravesaba por dentro. Al levantarse, sus nervios seguían vibrando, y su cuerpo, opaco y estremecido, recorrido por un hormigueo acústico, era una ovalada caja de resonancia donde un adagio fúnebre le licuaba el corazón.
Adivinaba que Carlos ignoraba el torrente de emociones que había desatado ese reencuentro, aunque a buen seguro había notado una extraña tensión y su actitud distante, que ella más tarde justificó con un terrible dolor de cabeza. Lógicamente, Carlos estaba decepcionado por su escasa o nula colaboración. La iniciativa había partido de ella y él esperaba más entusiasmo por su parte, sobre todo cuando había actuado tan rápido, y en menos de una semana, había traído al psicólogo a casa y éste se había colado hasta el cuarto de Nico, su sanctasanctórum. No creía merecer tan fría acogida. Aun así, Carlos le aplicó su perdón benevolente, como hacía siempre que algo no le parecía bien, para evitar el más nimio conflicto (ah, cuánto detestaba esa falta de carácter).
¿Por qué nunca le había hablado de Julio? Lo esencial se lo ocultaba. No tenía nada que ver con evitar sus celos. Sentía, más bien, que Carlos no se merecía esa confidencia, la tomaría como un asunto trivial, cosas de los «viejos novios de Coral» —habían sido sólo tres, pero ni siquiera conocía él sus nombres—, algo cuya importancia, medida en sus valiosos minutos, no sobrepasaba el tiempo para un rápido té antes de encerrarse en su despacho. Pero había aún otra razón, algo que le impedía que conociera la verdad de aquella relación; ese dato que él nunca podría saber no era otro que la razón de su ruptura. Temía que Carlos le preguntara que, si tanto amaba a Julio, por qué lo dejó. La respuesta a esa pregunta desvelaría la inconsistencia de su elección por un hombre como Carlos.
Una y otra vez repasaba aquel encuentro, propiciado por la fatalidad del azar, en su propia casa, con la inoportuna presencia de su marido y sus hijos. ¡Qué lugar más extraño para reencontrarse! A los dos les había cogido desprevenidos y sin capacidad de reacción. Habían virado cada uno en una dirección, como dos barcos que se cruzan en la noche, se deslumbran y giran para evitar la colisión, y luego siguen su rumbo zozobrante, pero este relampagueante cruce había dejado marcas en la quilla, y cada uno no pensaba sino en su propio hundimiento, mientras se alejaba y se perdía.
Le consternaba la reacción de Julio, tan intensa y al tiempo glacial. En aquel momento fugaz vio fulgir el dolor en sus ojos —que ella sabía leer—, y ese mismo dolor la atravesó a ella con más fuerza, como sólo puede doler el dolor del amante. Julio no le dio la menor oportunidad; se replegó en un silencio arisco, desafecto. Como si ignorase su presencia. Se esquivaban la mirada. Solventó el asunto de Nico con asepsia de trámite y se fue. No había sido muy considerado con ella. Cierto que tampoco creía merecer mayor aprecio.
Ahora Coral llevaba a los niños al colegio por las vacías calles de La Moraleja. El cielo estaba encelajado pero no llovía. Por el retrovisor veía a Nico con la cartera sobre el regazo. Sólo podía aliviarla la voz de su hijo, un matiz amable que saltara, inadvertidamente, como una chispa de una piedra.
—Bueno, ¿cómo te fue con Julio?
—Bien.
—Parece un hombre agradable. ¿Jugasteis al ajedrez?
Su hijo hizo un sonido afirmativo.
—¿Y quién ganó?
—Para qué lo preguntas si ya lo sabes.
—Bueno, a veces se gana y a veces se pierde, Nico. No hay por qué enfadarse. Es sólo un juego.
—No.
Coral advirtió que Nico había bajado la mirada, como si se avergonzara secretamente por su reacción visceral.
—Aunque yo sé que da mucha rabia perder, y en esos momentos, uno siente ganas de romper el tablero. No es que esté bien hacer lo que tú hiciste, sólo quiero que sepas que te comprendo y que no me pareció del todo mal, ¿sabes? Si algo te da rabia, es mejor que lo expreses a que te lo guardes.
Nico contestó con uno de esos silencios que a ella le hacían siempre sentir que había hablado demasiado.
—¿Por qué juega tan bien? —dijo él al cabo de un rato.
—¿Quieres saberlo? Jugaste con un verdadero profesional. Un Maestro FIDE.
Ahora sus ojos sorprendidos encontraron los de su madre en el espejo. No supo si este dato lo consoló o lo avergonzó todavía más.
—¿Y tú cómo lo sabes? Se supone que no le conocías.
Ella pisó bruscamente el freno ante el paso de un perro que no había visto, en su desconcierto. Su hijo acababa de sorprenderla en una mentira. Nunca se acababa de acostumbrar a esa agudeza insólita. No obstante, no debía ponerse nerviosa: juzgó que sería fácil encubrir su relación con Julio con una simple excusa.
—Nos lo dijo después, en el jardín, cuando tú no estabas —mintió.
—¿A cuento de qué?
—Acababais de jugar una partida y tú habías perdido. Quería que supieras que no jugaste con un principiante.
Nico valoró la respuesta y no puso objeciones.
—Podía habérmelo avisado antes para no tener que enterarme ahora.
—Ha sido una suerte para ti jugar con un Maestro. No es algo que ocurra todos los días.
—Pero no le habéis llamado para que juegue conmigo al ajedrez, ¿verdad?
Coral sintió un nuevo escalofrío. ¿Cómo explicarle que necesitaba ayuda? No era justo ocultárselo.
—Él puede hacer que te sientas mejor. Y si te ayuda a ti, nos ayuda a nosotros. Todos queremos que estés bien.
Hubo un largo silencio en el que Coral se temió lo peor. Finalmente, la respuesta de Nico fue la última que se esperaba:
—Pues me parece bien. Por mí, que venga.
—¿Te parece bien que te ayude? —Coral buscó una confirmación definitiva—. ¿Le vas a tratar bien?
—Si él me trata bien, claro.
Dicho esto, Nico se puso a mirar por la ventanilla, dando por concluida la conversación.
—Tal vez no quiera volver —se lamentó ella.
—¿Por qué?
—No lo sé. Cosas de su trabajo. Veremos.
Llegaban al colegio.